Los pecados públicos de
doña Luisa Llerena
y la justicia del rey en
Cartagena de Indias
a mediados del siglo XVIII*

Nectalí Ariza Ariza: Doctor en Historia de la Universidad Pablo de Olavide. Profesor de la Escuela de Historia de la Universidad Industrial de Santander. Bucaramanga- Colombia. Correo electrónico: neariza@uis.edu.co.

Fecha de recepción: 8/08/2014 Fecha de aceptación: 18/11/2014



Resumen

En este artículo estudiamos un pleito entre dos grupos con significativo poder social, que salió a la luz pública, en Cartagena de Indias, durante la cuaresma de 1756. El asunto fue resuelto por el Consejo de Indias, después de tres años de averiguaciones, con numerosos testigos e intrigas, que comprometieron a las principales autoridades del Virreinato de la Nueva Granada. El caso, que fue juzgado como pecado público y delito penal, se originó en una disputa por el control del comercio transatlántico de esclavos; en tal sentido, trasluce el abuso del poder por parte de los funcionarios del rey. Además, el amplio dossier que resultó de las acusaciones, investigación, defensa y condena, permite una aproximación al funcionamiento de la justicia del rey en conflictos típicos de la época.

Palabras clave: justicia, delito, pecado público, esclavitud, escándalo, política.


Dona Luisa Llerena's public sins and the
justice of the king in Cartagena of The
Indies in the middle of the 18th century


Abstract

In this paper we study a fight between two groups with significant social power, which came to light in Cartagena de Indies during Lent in1756. The matter was resolved by the Council of the Indies, after three years of inquiries with numerous witnesses and intrigues leading authorities pledged to the Viceroyalty of New Granada. The case transcended as an affair and was judged as a public sin and criminal offense, but it really was originated in a dispute over control of the transatlantic slave trade. So that the extensive dossier which resulted in the indictments, research, advocacy and conviction, in addition to the circumstances of context, has allowed us to make an approach to the functioning of the justice of the king in typical conflicts of that time.

Keywords: justice, slave trade, scandal, politics, public sins.


Os pecados públicos de Doña Luisa Llerena e
a justiça do rei em Cartagena de Indias
em meados do século XVIII


Resumo

Neste artigo estão estudando uma ação judicial entre dois grupos com significativo ser social, veio à luz pública, em Cartagena de Indias, durante o emprestou de 1756. A questão foi resolvida pelo Conselho das Índias, após três anos de investigações, com inúmeras testemunhas e intrigas, que cometeu as principais autoridades do vicereinado da Nova Granada. O caso, que foi julgado como infracção penal e público pecado, originaram-se em uma disputa pelo controle do comércio transatlântico de escravos; Neste sentido, vem através do abuso de poder por funcionários do rei. Além disso, o amplo processo que resultou das acusações, investigação, defesa e condenação, permite uma aproximação ao funcionamento da Justiça do rei em conflitos típicos da época.

Palavras-chave: justiça, crime, pecado público, escravidão, escândalo, política.


Referencia para citar este artículo: ARIZA ARIZA, Nectalí (2015). "Los pecados públicos de doña Luisa Llerena y la justicia del rey en Cartagena de Indias a mediados del siglo XVIII". En Anuario de Historia Regional y de las Fronteras. 20 (1). pp. 97-122.



Introducción

Los temas más investigados por los historiadores acerca de Cartagena de Indias, remiten a la trata de esclavos, el comercio, las milicias, el Santo Oficio, las fortificaciones, los asaltos y sitios, su demografía, la Independencia, entre otros; pues de todo ello fue escenario, con sucesos trascendentes que le merecieron la denominación de "Heroica". Entre sus historiadores -sin ser exhaustivos- podemos recordar a pioneros, como Gutiérrez de Piñeres; y más recientes, como Roca, Marchena, Splendiani, entre otros; pasando por trabajos clásicos, como los de Jorge Palacios, Colmenares y MacFarlane, que profundizaron en la trata esclavista, el comercio y la historia social1. Además, quienes han estudiado el Virreinato de la Nueva Granada, no pueden sustraerse de aproximaciones a Cartagena, entre otras razones, porque fue la segunda ciudad del virreinato y un nodo de relaciones económicas entre las provincias del interior con el Caribe y el Atlántico.

En esta oportunidad observaremos la actuación de la justicia, cuya potestad, durante la etapa colonial hispanoamericana, recaía en los principales funcionarios del rey, de manera jerárquica: se ejercía por las audiencias que representaban los tribunales superiores, seguidas por gobernadores, regidores y alcaldes ordinarios, como por jueces menores de distritos y de pequeñas jurisdicciones, cuando no, por comisionados de todo tipo, que actuaban como jueces o como fiscales. Así, en los pleitos intervenía personal interino, nombrado por pequeños y grandes administradores2. Esto se expresa en los informes de gobernadores y virreyes, pues los asuntos de justicia siempre aparecen integrados a los de gobierno. En general, el "sistema" de justicia durante la colonia estaba lejos de configurar un aparato más o menos cerrado, jerárquico y especializado como en las sociedades actuales. En sentido inverso, el de la apelación, los sujetos juzgados podían acudir a las instancias inmediatas y a las más elevadas, representadas en las reales audiencias o en el Consejo de Indias, donde confluía todo tipo de casos, tanto administrativos, como civiles y criminales. Esta funcionalidad general del "aparato" de justicia, obedecía a la concepción misma del poder político, que tenía su máxima instancia en el rey, quien a su vez, basaba su legitimidad, en la capacidad de distribuir justicia3; una función que el monarca delegaba en todo el andamiaje burocrático de su imperio.

No obstante, pese a tal distribución del ejercicio de la justicia, los casos y las apelaciones ante las instancias superiores, durante el siglo XVIII, desbordaban la capacidad de los jueces de la Real Audiencia de Santa Fe, tal como lo expresan los informes de los virreyes. Y no era para menos, pues, tenían a su cargo, los juzgados de provincia, la Junta Real de Diezmos, de Temporalidades, de Tribunales, el Juzgado de bienes de difuntos, y otros. Por esto, en el año de 1796, el Virrey Espeleta solicitó la creación de una sala especial del crimen, con suficientes jueces4. La petición no era nueva; ya en 1776, el Virrey Manuel Antonio Flores, la había formulado con argumentos similares5. Ahora bien, el ejercicio de justicia no se agotaba en las autoridades civiles, también debemos sumar los tribunales eclesiásticos, que se ocupaban de asuntos de moral pública, de la defensa de la institución y de juzgar a la clerecía; agreguemos los tribunales del Santo Oficio de la Inquisición (SOI), ocupados de los delitos contra la fe, principalmente de la herejía y de la apostasía, pero que, se sabe, tendieron a intervenir en diversos asuntos sociales. Además, hubo juzgados que podríamos considerar especiales, como el de comercio, que operaba en Cartagena de Indias, en el que ejercían como jueces dos comerciantes nombrados por el gobernador de la provincia6, o los tribunales de Santa cruzada, que tuvieron su origen en tributos de la bula del mismo nombre7; o los de indios, como el que operó en Nueva España y que investigó Woodrow Borah8.

Dada las circunstancias señaladas, los estudios de la justicia en la época del rey, necesariamente parten de la casuística, del análisis de los pleitos y sus contextos, pues en estos se expresan los actores implicados: acusados, acusadores, testigos, fiscales, jueces. De otra parte, la confluencia de la administración política y de justicia en individuos que ostentaban las máximas posiciones sociales y políticas, en diferentes ámbitos, conllevaba a que, los pleitos criminales o civiles, resultasen de causas políticas y económicas, lo que no es casual, sino concomitante al poder del rey, un aspecto ejemplificado en los institucionalizados juicios de residencia a los funcionarios de la Corona. Ahora bien, en todo pleito, cuando de miembros de la élite se trataba, los casos juzgados solían expresar la competencia por el poder social, librada entre diversos actores pertenecientes a redes de vínculos, creados por solidaridad estamental, de parentesco y negocios. Cuando uno de estos individuos era objeto de juicio, o bien actuaba como parte acusadora, o ponía en marcha diversos mecanismos y alianzas para afirmar su posición. Cuando se trataba de miembros de la plebe, la justicia solía ser más estricta y con tendencia ejemplarizante9.

El pleito que abordamos aquí, involucró a las principales autoridades civiles y eclesiásticas del Virreinato de la Nueva Granada, y algunas de Madrid; a los jefes del batallón pie fijo de Cartagena, a numerosos miembros de su élite social, y a ricos comerciantes de la Heroica y de Londres. El caso permite un análisis relacional, pues saca a la luz, los vínculos y desafectos de los actores, sus posiciones y su actuación. Todo ello, se hizo explícito por los dos grupos que luchaban por imponer sus puntos de vista, apelando a los recursos y aliados de que disponían en el virreinato, como en la península. De manera que, el proceso y los testimonios insertos en el mismo, además de mostrar la forma como operaba la justicia del rey, reseña las normas y los valores socialmente compartidos en la ciudad de Cartagena.

En las páginas siguientes, abordaremos con detalle, en los dos primeros apartados, el pleito objeto de estudio, acaecido entre los años 1755 y 1760; en tercer lugar, haremos una introspección en la ley penal y su relación con el pecado y la justicia; luego, identificaremos los intereses económicos que los implicados procuraron mantener en secreto; y por último, antes de las conclusiones, comentaremos las condenas con las que este caso penal fue cerrado.


Escándalo y conflicto en Cartagena de Indias: el pleito de doña Luisa Llerena Polo10

Cartagena acumulaba, a mediados del siglo XVIII, un largo historial de sitios, asaltos y saqueos, llevados a cabo por piratas y flotas enemigas de España, que buscaban consolidar posiciones en el Caribe y saquear el oro que se despechaba hacia la península española11. Además, en su puerto se negociaban esclavos, harinas, ropas, entre otras mercaderías, que, en gran parte, provenían del contrabando. Para defenderse de piratas y flotas enemigas, la Corona fortificó paulatinamente la ciudad, proceso éste que se aceleró en la segunda mitad del siglo XVIII12. No obstante, en el año de 1756 el peligro no provenía allende el océano, sino que, se incubaba murallas adentro, según el parecer del gobernador y comandante militar de la plaza, el Mariscal de Campo, don Diego Tabares. Esa circunstancia era para él la más temida y -según los preceptos establecidos- debía actuar para contener el mal. Los hechos que motivaban su desasosiego estaban en una carta que recibió, a mediados de junio, desde Santa Fe de Bogotá, enviada por el virrey, don José Manuel Solís Folch de Cardona13. Era una carta sin sellos, de su puño y letra, con tinte confidencial14, que por lo mismo, denotaba privacidad y suprimía en su texto la connotación oficial, al no tener la firma de escribano alguno.

La carta indagaba sobre la veracidad de unos hechos de los que el Virrey había sido informado, por parte del obispo, en sede vacante de Cartagena, don Ignacio de Barragán y Mesa. Hechos de los que, se decía, eran piedra de escándalo sin fin en Cartagena: "la ilícita amistad" del comerciante, Juan de Arechederreta, con doña Luisa Llerena Polo del Águila, esposa de Don Francisco Piñero, capitán de infantería de una de las compañías del batallón pie fijo de la plaza. La calificación de tales amoríos como "ilícitos", recuerdan que el amor estaba regulado por las autoridades eclesiásticas y la infidelidad era motivo de un control social generalizado15.

El gobernador Tabares respondió al virrey, explayándose en detalles. Entre otras cosas relataba que recién arribó a Cartagena, notó como escandalosas las entradas de Juan, "comerciante y hombre vicioso", en casa de doña Luisa. Decía que entonces supo que Luisa Llerena, desde que se casara 20 años atrás, había comenzado a mostrar "su mala conducta con forasteros y patricios". El gobernador parecía bastante enterado de los affaires de doña Luisa y el escándalo le preocupaba en demasía. Insistía en que Juan el comerciante, comía y cenaba en casa de ella, donde se había instalado "con plata, ropa y papeles", y que ese año durante la cuaresma "el escándalo crecía por toda la ciudad", pues desde los púlpitos "(…) empezaron a gritar respecto a este trato, con datos tan precisos", que para nadie había duda acerca de quiénes se hablaba16; es decir, que el escándalo que procuraba evitar el Virrey Solís -según el gobernador- ya había estallado en Cartagena.

De tal modo, comenzó un pleito sin parangón en el Nuevo Reino de Granada. El gobernador se mostraba en sus cartas como víctima de un problema que lo desbordaba y el virrey por su parte, procuraba detener el escándalo persuadiendo a Juan por intermedio del propio gobernador. No obstante, los supuestos amantes y el marido burlado, se sostuvieron en su inocencia y se unieron para iniciar una causa contra el gobernador, al que culparon de los rumores. Para esto, contrataron al abogado y sacerdote Pedro Rada17.

El capitán Piñero, se vio inmediatamente aislado por parte de los otros capitanes del batallón, pues, conocedores del lío -según dijeron- expresaron su deseo de no alternar con el marido burlado, para lo cual elevaron sendas peticiones, a su jefe inmediato -el gobernador-, y al virrey, pidiendo que se "velase por su honor"18. En sus escritos acusaban a Piñero de permanecer impasible ante la infidelidad de doña Luisa. La solicitud de los capitanes llevó al gobernador a tomar una decisión rocambolesca, la de apresar al capitán Piñero, dándole su casa por cárcel. El gobernador Tabares dijo posteriormente que no había encontrado otra forma de separarlo de los otros capitanes. Frente a tal circunstancia, los acusados, por intermedio de su apoderado Pedro Rada, enviaron a Bogotá un oficio extraordinario rogando al Virrey que enviase cuanto antes un juez19.

En respuesta y para adelantar la investigación, el virrey comisionó al doctor, Andrés Gregorio Coronel, abogado de la Audiencia y juez residente en Cartagena; además ordenó que se pusiese en libertad a Piñero y que se permitiese su alternancia con los capitanes, hasta que él actuase. Proveyó que, Juan el comerciante, no quedaría sujeto a los jueces de la ciudad, sino directamente a él; y subdelegó, cualquier tema de justicia en la ciudad, en el Teniente de Gobernador, el licenciado Joseph Gonzálvez, segundo al mando en la plaza de Cartagena y hombre de su confianza. Ante esto, Tabares puso en libertad a Piñero y escribió con sentimiento de amargura, que los capitanes sacrificaban su obediencia y se resignaban a alternar con "el vil capitán"20.

El juez Gregorio Coronel asumió su cargo de manera diligente y, junto a un par de escribanos, interrogó a los implicados, a quienes los acusaban y a los testigos, durante los meses de octubre y noviembre de 1756. Inicialmente, los cinco capitanes que resultaban ser los principales testigos, se resistieron a declarar, pero el virrey exigió al gobernador que los obligase. En sus declaraciones dijeron, entre otras cosas, que desde mucho antes se hablaba de esa infidelidad: "(…) con el rubor que eso suponía para ellos, al tener que alternar con el vil oficial", -agregaban-, que sin posibilidad de oponerse, ni intervenir, dada la protección de que gozaba Piñero, por parte del rico comerciante Juan21.

Doña Luisa, por su parte, acudió a la justicia eclesiástica a pedir un certificado de buena conducta y se dedicó a recabar testimonios a su favor. En todo fue apoyada por el influyente canónigo, don Agustín de Moncayo, maestrescuela de la catedral de Cartagena y ex obispo provisor. Entre sus testigos estaban los frailes del convento de San Agustín, parte del clero secular de la catedral de Cartagena, además de algunos militares, criollos ricos y gente del común.

La recolección de testimonios, por parte de doña Luisa y sus aliados, describe hechos singulares, así, por ejemplo, toda vez que algunos potenciales testigos se rehusaron a dar testimonio, fue necesario que doña Luisa y sus aliados se valiesen de estratagemas al uso de la época, cuando no existían equipos de grabación, ni teléfonos para intervenir. Una situación de tal tipo se presentó con el confesor de doña Luisa, el dominico Fray Braulio Herrerade quien -se dijo-, se negaba a testificar22. Así que, doña Luisa, junto a tres frailes y Juan Manuel Zacharías Ballestas, escribano del rey en la ciudad, prepararon una "reunión" con interrogatorio, en casa de Mauricia Polo, prima de Luisa23. Al efecto, cuando corría el día tres de noviembre de 1756, los mencionados se reunieron en la casa de Mauricia; allí, con un zambo esclavo, llamaron a Fray Braulio, so pretexto de confesar a una hija de Mauricia, supuestamente muy enferma. Cuando el dominico arribó, los tres frailes y el escribano se escondieron detrás de una cama, desde donde escucharon la conversación24.

Al llegar, Fray Braulio se excusó con doña Luisa por no acudir a otros llamados, justificándose porque el Gobernador lo había prevenido. Las anfitrionas lo hicieron sentar, mientras ellas hicieron lo propio al borde de la cama, procurando resguardar a los subrepticios testigos. Luisa le preguntaba sobre los rumores y Fray Braulio se despachaba respecto a lo que él sabía y pensaba. Entre pregunta y pregunta, se afirmó que los capitanes y el gobernador eran enemigos de doña Luisa, y que odiaban a Juan el comerciante, porque era rico. También se le preguntó al dominico: "¿Es verdad que usted habló con doña María Narváez, respecto a la persecución que me tenían (…)?"; que si era cierto "Que en el confesionario ella le había dicho de lo acongojada que estaba por la persecución (…), y que él le había dicho que tenía la conciencia tranquila (…)". En conclusión, Fray Braulio coincidió con doña Luisa en que se trataba de una trama urdida por los cinco capitanes y el Gobernador. Agregó, que había hablado, tanto con Piñero, como con su confesor Fray Finón -uno de los que se hallaban tras de la cama-, y que éste decía, que no se preocupara porque Piñero tenía la conciencia tranquila. Así, entre preguntas y respuestas se expusieron los decires de la gente y de las autoridades. Se dijeron cosas como que, el gobernador estaba escandalizado porque Luisa solía ir en el volante (carruaje tirado por caballos) del comerciante, pero que no reparaba en que su mujer igualmente lo hacía en el volante del secretario del gobernador. Finalmente, Luisa le pidió certificación de su buena conducta en calidad de confesor. Fray Braulio se despidió, subió a su volante y se marchó, dejando a doña Luisa entre gemidos y llanto, según el texto del escribano, quien remata su escrito, contando que luego, salieron de su escondrijo e hicieron inventario de lo copiado25.

El mismo procedimiento se utilizó para escuchar al Teniente Mayor de la plaza de Cartagena, coronel Antonio de Mola. En esa oportunidad y en casa de doña Luisa, mientras ésta conversaba con De Mola, escondidos en una recámara, oían y tomaban nota: el capitán Andrés Olier de Beas, el presbítero del obispado Marcelo Bonhomo y el escribano Gaspar Rodríguez Vidal26. De Mola era aliado de los Piñero, pero ante las circunstancias, y quizá para no enfrentarse con sus camaradas, tomó distancia, si bien, en el "involuntario" testimonio coincidió en señalar a Tabares y a los capitanes como promotores del escándalo.

El juez Andrés Coronel recogió en total 162 testimonios, de igual número de testigos, presentados por doña Luisa; sacó conclusiones y presentó su informe el 16 de diciembre de 1756. Dijo que se trataba de una calumnia de los cinco capitanes, querellándose criminalmente contra ellos. Solicitó que se les aplicasen las más severas penas y la retención del 50% de su sueldo para cubrir las costas del proceso27. La protesta de los capitanes no se hizo esperar y en nuevas sendas cartas al gobernador y al virrey, alegaron que el juez encargado para investigar no era competente. Tal afirmación les acarreó la acusación de rebelión por parte del virrey28. De tal modo, los capitanes pasaron de ser testigos principales a ser acusados por injuria y de incurrir en el delito de contumacia. Esto último, sencillamente connotaba su terquedad, al insistir en las acusaciones y no aceptar los resultados de la investigación.

El virrey, notificado de los resultados por parte de su comisionado, encargó a don Fernando Bustillos Varas y Valdés, Fiscal Protector de indios de la Real Audiencia de Santa Fe, para que revisara y ratificara o cambiara la condena propuesta. Bustillos se ocupó del asunto y un mes después absolvió de manera "definitiva" a los supuestos amantes; además, ratificó la condena para los capitanes, que tendrían que pagar las costas del proceso "(…) por falsos, temerarios y calumniosos delatores"29. Pero mientras esto sucedía, el conflicto tomaba otros derroteros.


El Consejo de Indias toma cartas en el pleito

El gobernador Tabares, consciente que las cosas se salían de madre, escribió al virrey el 4 de septiembre de 1756, pidiendo que lo relevase del caso. Afirmaba que sacaría poco fruto del lío y que "habían surgido más escándalos"30. Luego, a mediados de diciembre, escribió al Consejo de Indias, alertando de la situación y aportando la versión de treinta testigos "de lo más autorizado de Cartagena", según su parecer. Decía conocer que el comerciante Juan procuraba inculparlo a él y a los capitanes, mediante escritos al virrey, ignorando que estaba encausado ante el Tribunal Superior del Reino (La Real Audiencia). Agregaba, que estaba dispuesto a enviar todas las cartas y documentos que había acopiado: cartas del virrey, del obispo provisor, de los testigos, solicitudes de los capitanes, etc. Decía temer que los acusados confundiesen al virrey acerca del escándalo, y que hiciesen llegar sus escritos al Consejo de Indias.

Cuando el gobernador Tabares conoció la resolución contra los capitanes estalló en ira. De él decían sus detractores que era un hombre rico con gran influencia en Cádiz y Madrid. Por lo visto era cierto, pues, inconforme y en entredicho por el giro que había tomado el caso, redactó interminables cartas al Consejo de Indias, solicitando que se ordenase al virrey la suspensión de la sanción pecuniaria contra los cinco oficiales reales. También pidió la intervención de otras autoridades diferentes al virrey y lanzó acusaciones contra sus contradictores: de Agustín de Moncayo dijo que había intervenido solo "para exculpar a los amantes y al marido consentidor de la deshonra"; contra Coronel, que había sobreseído su mandato; contra el virrey, "por dar crédito a todo", y -según él- por haberlo metido en "semejante pleito"31.

El fiscal del Consejo de Indias calificó el asunto como "escrupuloso" y "grave", por tratarse de un "delito de escándalo y contumacia", connotado con la "falta de honor" del capitán Piñero, al consentir las relaciones de su mujer. Dijo que no se podía permitir "(…) que en una república cristiana haya el escándalo que trae consigo un público amancebamiento". Decidió que el caso sería llevado por el Consejo, y consecuentemente, el 13 de julio de 1757, ordenó al virrey que se apartara del caso y que enviase todo lo que tuviese a Madrid. Otro tanto les solicitó al gobernador y al obispo provisor32. Además, encargó una nueva investigación al jesuita Juan Francisco Granados, al servicio del SOI, por delegación de Colegio de Cartagena. Finalmente urgió la presencia del obispo en propiedad para que averiguase todo lo que se supiese33. Ahora bien, aunque el jesuita fuese calificador del SOI, esto no implicaba una actuación institucional del Tribunal; No obstante, la vinculación del jesuita abrió la puerta para que el SOI indagará por posibles delitos y pecados de su competencia, como veremos más adelante34.

Todos los requeridos enviaron las cartas y testimonios que tenían en su poder. Ignacio de Barragán, el obispo provisor, en su informe dijo que desde su llegada a Cartagena en 1755, sabía del escándalo. Por los términos y su insistencia, queda clara su posición en contra de los esposos y del comerciante. Todas sus cartas comenzaban diciendo: "sobre el famoso escándalo de Juan A. con Luisa Llerena Polo". Y utilizaba epítetos como "el ruidoso caso".

Tabares señaló que el juez Coronel se había dejado llevar por los inculpados, que los hechos eran tan públicos, que nadie en la ciudad los ignoraba, como tampoco en Cádiz y en todo el Reino, desde hacía muchos años; que igualmente, se reconocía el malicioso procedimiento del juez comisionado y su inclinación a servir a los inculpados. Además, atacó abiertamente al virrey; relató que cuando éste estuvo en Cartagena a finales de año (1756), había entrado inmediatamente en trato con Juan y que el palacio del Virrey era surtido en todo lo necesario por el rico comerciante. Circunstancias que -según el gobernador- habría fomentado "el desconsuelo en toda la ciudad"35.

El pleito siguió en Madrid. Los Piñero, el comerciante y los capitanes buscaron abogados para que los representase ante el Consejo de Indias. Los capitanes dieron poder al Duque de Alba, quien basó su alegato en que el juez comisionado por el virrey se había sobreseído y en que los capitanes no debieron considerarlo competente, ni contestar en juicio a un juez revestido de una jurisdicción política. Pidió que el Virrey oyese a los oficiales a través de un juez militar, o bien, que los escuchase presencialmente, alegando que su inculpación resultaba de la enemistad que tenían con el capitán Piñero. Su alegato buscaba poner fuera del lío a los capitanes y, según sus propias palabras, "resarcir el honor de la milicia"36. Para reforzar su demanda, el duque anexó, en un escrito del 16 de octubre de 1758, una relación de méritos y servicios de los capitanes. Solicitó que se reconociese su inocencia y devolviese su "crédito, honor y reputación", y que se condenase al asesor del virrey, el protector de indios, Bustillo37.

Los esposos Piñero presentaron sus alegatos, de manera independiente ante el Consejo, el 16 de junio de 175738, mediante sus apoderados: don Josep de Larrante, Tesorero del Tribunal del SOI y residente en Madrid, don Juan Antonio de Herrarte, también de la Villa y Corte de Madrid, y don Francisco Antonio Miñón. Todos sus alegatos recogieron los antecedentes y coincidían con las conclusiones del Juez Coronel. Insistieron en que se trataba de una causa del gobernador Tabares, que había sugerido la calumnia para abrirles una causa. Que el comerciante entraba a su casa porque eran compadres, pero que no había tal, que todo obedecía a la enemistad que les profesaba el gobernador y más aún, su mujer, doña María Macaxti, a la que calificaban como "mujer vana, altiva, hasta el extremo soberbia". El capitán supuestamente burlado, señaló que ante semejante acusación, ninguna diligencia podía graduarse de excesiva, que por ello procedió ante "Nuestra exacta Inquisición", y que nadie encontró el menor indicio de que su mujer fuese infiel, y tampoco de que su compadre le hubiese faltado un ápice "a las leyes y a la cristiandad". Piñero allegó otros datos, como que en su casa mantenía dos tambores para su decente vestuario y el de la familia, como de sus diez esclavos39. Sin duda, un signo de riqueza, que es igualmente evidente en su capacidad de contratar abogados en Madrid.

Mientras el pleito se decidía en la península, la peor parte la llevaban los capitanes, al parecer, arruinados por la retención de sus sueldos. Pero tuvieron suerte, pues después de un año largo a medio sueldo, el 31 de marzo de 1758, la Marquesa del Premio Real, doña Inés Gómez Hidalgo, ex suegra de Juan el Comerciante, prestó 2970 pesos para cubrir las pagas retenidas40. Lo hizo después de declarar ante el jesuita encargado del caso. Tabares dijo al respecto que, quizá la marquesa estaba arrepentida de que su riqueza, manejada por Juan -cuando todavía no se había distanciado de su esposa y suegra- habían contribuido a la desgracia de los capitanes. Según su parecer, Juan era el autor de todos los escándalos y disturbios padecidos en Cartagena41.

En esa etapa al conflicto se sumaron más nombres, pues doña Luisa inculpó otros vecinos, que a su parecer, estaban confabulados contra ella y su esposo. El 7 de mayo de 1758, dirigió una acción de injuria contra don Manuel de Escobar, alcalde mayor provincial y regidor perpetuo de la ciudad; otra contra Francisco de Arestegui, reconocido y rico comerciante de Cartagena; y otra contra don Juan Borrell, cirujano mayor del batallón. Los tres habían servido de testigos a la acusación contra los esposos y Luisa alegaba que, en sus declaraciones, se habían extendido más que ningún otro. En la misma fecha pidió al Consejo que interviniese para impedir la declaración del comerciante Juan de Traola, -hermano de Agustín-, pues, según Luisa, lo hacía por petición y asesoramiento del Gobernador42. Todas esas acciones adelantadas por doña Luisa, tenían como base la declaración favorable de inocencia emitida por el Juez Coronel. El capitán Piñero y el comerciante Juan, por su cuenta, encausaron con éxito a Agustín de Traola, pues solicitaron al virrey que no se le permitiera pasar a España, porque estaba procesado por el delito de calumnia. De Agustín decía doña Luisa que era "un capitulante del gobernador calumniador" y que, sin duda, en España se dedicaría a crear enormes falsedades.

Los esposos contaban con el favor del Virrey; además, desde diciembre de 1757 se favorecieron con el arribo a la ciudad del obispo en propiedad, don Manuel de Sosa y Betancur. Éste, en una carta dirigida al Consejo de Indias el 7 de mayo de 1758, dijo que, a su llegada a Cartagena, recibió tantas versiones del escándalo, que el tema no parecía claro; que por ello, averiguó con nuevos testigos y que, efectivamente, había comentarios por las entradas de Juan en casa de Luisa; pero que, igualmente, esto no había continuado y que tampoco hubo nuevos testigos que confirmaran el escándalo, y agregó: "(…) como suele suceder cuando llega un obispo nuevo, la gente suele acudir a afirmar lo verídico, como lo que no hay, motivados por diferentes pasiones". Y eso -decía- que al llegar había publicado la visita general, "previniendo (…) se me denunciasen los pecados públicos y escandalosos para su remedio", pero, que nadie había comparecido a denunciar a doña Luisa, sobre su amistad ilícita con Juan43.

Don Manuel de Sosa, el obispo recién posesionado, también fue diana de las acusaciones de Tabares. Lo señaló de violentar a Barragán, su provisor y al asesor de éste, el doctor don Agustín de Arroyo, a quien habría aislado durante 31 días en una torre de la catedral -decía- "para ruidoso escándalo de la ciudad y de sus vecinos que no pueden menos que gemir el yugo de un prelado"; lo señaló de proteger el escándalo, en lugar de contenerlo. Según Tabares, el obispo también habría ido contra el doctor don Lope Tafur de Leiva, arcediano de la Catedral, por haber sido empleado de Barragán, el provisor, y por haber servido como testigo de la acusación. Según Tabares, De Sosa habría pedido a Tafur las pruebas que certificaran la infidelidad de Luisa y éste respondía que no las tenía, "(…) pero que podía decir infinito de sus fragilidades"; entonces una y otra vez -insistía el gobernador- el obispo le exigió respuestas, y que Tafur: "(…) dijo lo uno y lo otro, y murió en este dictamen. Lo que es notorio en esta ciudad", así, de manera dramática remató su escrito el gobernador, insinuando una relación directa entre las constantes preguntas y la muerte del anciano Tafur44.

Los diferentes testigos, de una y otra parte, aportaron datos y batallitas que revelaban diversos motivos, antiguas rencillas que alimentaban el conflicto y cuestiones aparentemente ajenas al escándalo expuesto45. El conflicto también se libró jurisdiccionalmente. Recordemos que el virrey, por ser quien era, tenía más poder político que el Gobernador, así que incrementó los controles sobre el gasto en las murallas y fortificaciones ejecutadas entonces46. Además separó de Cartagena, la rica jurisdicción de los indios de Santiago de Tolú, nombrando a Bustillos como Protector de naturales, para que se encargase de todos los negocios de ese territorio. De esto se lamentaba Tabares a finales de octubre de 1758 y señalaba que el virrey, en todos los oficios, sin que hubiese ninguna razón, lo amenazaba con multas. Todo "un exceso", decía.

En octubre 29 de 1758, el gobernador envió otro extenso alegato al Consejo de Indias, donde señaló que, Juan el comerciante, se había gastado al menos unos cincuenta mil pesos tratando de librarse, junto al capitán y su esposa; recursos de que disponía, porque manejaba muchos caudales de vecinos de la ciudad, como de Cádiz. En ese texto acusó por primera vez al licenciado Joseph Gonzálvez de Salas, Teniente Gobernador de la ciudad, a quien denigró diciendo que era comensal del comerciante Juan47. La bronca contra su segundo en el gobierno estaba motivada por el testimonio que Gonzálvez dio al juez Coronel, pues dijo que Tabares organizaba fiestas en su hacienda "El Bosque", a las que invitaba a lo más "granado" de Cartagena, y que en una de estas, en la que como siempre comieron y bebieron de más, Tabares le habría confesado su interés en arruinar al capitán Piñero. Por los testigos sabemos que a tales francachelas asistía parte del clero, funcionarios de la Inquisición y los comandantes de la fuerza real, entre estos, los cinco capitanes.


La ley penal: pecados públicos y delitos ruidosos

La huella que dejaron los cartageneros en los archivos judiciales por pleitos civiles y penales, muestra la competencia por el poder social. En las demandas, el rumor y la calumnia servían para dar forma a las acusaciones, y los denunciantes e inculpados, convocaban testigos y abusaban de la influencia y del poder político. Tales mecanismos eran el pan de cada día en casos trascendentes, sobre todo, en procesos relativos al honor y el buen nombre, tan caros en la época. El caso de doña Luisa muestra que, la íntima sociedad de la Cartagena "blanca", era un bullir de cotilleo, donde los vecinos se controlaban unos a otros mediante chismes, intrigas, dimes y diretes, sobre la vida privada, los pecados, trasgresiones y delitos de diverso tipo. Una realidad provocada por el sistema de control social, que tenía su base ideológica en los mecanismos institucionalizados por la Iglesia Católica, que permitían el control individual de los súbditos. Cada vecino tenía su confesor, y todo pecado del ámbito de la "ley divina" y de la "ley del rey", que trascendiese a la luz pública, se convertía en delito. Valga el ejemplo comentado, en el que, una posible relación de amantes, se convirtió en un delito, mediante el escándalo. Eso explica la insistencia de los acusadores en frases como: "delito ruidoso", "escándalo público de lo más sonado", "pleito de adulterio de los más graves y ruidosos que ha habido", "los comentarios se extendieron por toda la ciudad", "toda la ciudad lo sabe", "se sabe en Cádiz y en Madrid", etc…

El pecado público era un delito perseguido y castigado, motivo de pleitos y de largos procesos, cuando de peninsulares se trataba, más si los enjuiciados ocupaban cargos o contaban con protección en las cortes de la Península. Pero si se trataba de gente desclasada, toda trasgresión a la ley era más duramente reprimida, pues las élites solían estar protegidas por diversos fueros. Además, los plebeyos no tenían cómo afrontar los ruinosos costos de un pleito ante las autoridades locales, menos aún, frente a las peninsulares. Por otra parte, recordemos que la ley contemplaba variables y baremos en correspondencia con el sexo y el estatus socio-racial de los sujetos, objeto de justicia. Los delitos que ocupaban a las autoridades reales eran de diverso tipo; algunos de ellos revelan los temores, los tabúes, las creencias, y muestran todo un conjunto de normas, valores y prácticas de la época48.

En la sociedad colonial española, como en otras de ayer y de hoy, el pecado público era y es un delito. En los asuntos de moral pública imperaba el criterio de la Iglesia y cualquier transgresión era objeto de intervención de las autoridades civiles y eclesiásticas: desde un robo, hasta un asesinato; también el adulterio, el amancebamiento, la bigamia, la calumnia, la blasfemia, el contrabando, etc. Y aquello que solo era "pecado", si se mantenía en secreto, pasaba a ser "delito", si trascendía al ámbito público. No obstante, pese a que, en la segunda parte del siglo XVIII, se comenzó a diferenciar entre delito y pecado, las autoridades y el común siguieron esgrimiendo uno y otro concepto, cuando de acusar o de reclamar justicia se trataba49. Los pecados convertidos en delito eran castigados alegando que representaban una amenaza para la tranquilidad pública, y para la seguridad de la comunidad, pues, al ofender a Dios, se atentaba contra las buenas costumbres50. Realmente, la cuestión de fondo estaba en frenar las amenazas al orden "divino", como "terrenal", pues, los dos órdenes, se sostenían mutuamente. Las convenciones de la justicia "divina" y "del rey", eran instrumentos de control social, utilizadas en beneficio de quienes ostentaban el poder político al más alto nivel. De tal manera, tal como lo observara Colmenares, en el manejo de la ley penal, se podía hallar el núcleo de la política51.

De otra parte, encontramos que en estos pleitos salían a la luz las tensiones entre las autoridades: las civiles entre sí, contra las eclesiásticas, y en seno de estas, entre el clero regular contra el secular. De tal forma que podríamos reconstruir un mapa del poder social existente. En el caso de doña Luisa, observamos que dominicos y franciscanos, se enfrentaban a los jesuitas; unos y otros tenían aliados y detractores en el poder de la Corona, tanto en Cartagena como en la Península. El cabildo de la catedral de la ciudad estaba dividido en uno y otro bando: el obispo provisor Barragán y Mesa, estaba con Tabares, mientras que el obispo en propiedad Manuel de Sosa, el canónigo Moncayo y otros, formaban parte de la cuerda de Juan el comerciante.

En este pleito, como si faltasen autoridades, cuando trascendió al Consejo de Indias, intervino el SOI de Cartagena, solicitando el dictamen de Fernando Bustillos, para expurgarlo, bajo sospecha de proposiciones52. Bustillos habría dicho en sus conclusiones, que Luisa y Juan debieron seguir viéndose y no separarse, pues al hacerlo daban la idea de certeza acerca de los delitos atribuidos; que eso estaba claro "según doctrina de juristas y teólogos". Además, el SOI lo acusó de blasfemar, al hacerse eco del dictamen del juez Coronel sobre la inexistencia de la prueba definitiva: la de hallarles nudus cum nuda, solus cum sola in codem lecto iacentes, es decir hallar a los amantes en plena cópula. Pero sobre todo, lo encausaron por afirmar que don Francisco Arestegui entraba mucho en casa de don Agustín de Traola, -y según él- demostrándose que su amistad con la mujer de Traola, era más estrecha que la de Juan con Luisa. Un cotejo que todos consideraron "odioso, irregular y temerario"53. Lo cierto es que el Tribunal de la Inquisición tomó partido en contra del bando de Juan el comerciante54. La inquisición también recogió dos sermones de Fray Finón, lo acusó de proposiciones y lo desterró de Cartagena a finales de 1758. Recordemos que Finón participó en las "escuchas" a Fray Braulio, el confesor de doña Luisa, pues era un aliado incondicional de los esposos Piñero.


Los intereses en juego

Si nos preguntamos por las razones ocultas del conflicto, por los intereses no explícitos en los respectivos alegatos, quizá obtengamos la respuesta acerca de los motivos reales tras el caso de doña Luisa. Si bien en este pleito todo parece dicho, había motivos que, por ser consustanciales a la vida cotidiana de la ciudad, no fueron expuestos hasta que el pleito se hizo irresoluble para una de las partes. Quizá porque al hacerlo, unos y otros se implicarían en otro tipo de delito. Al parecer, la mayor parte de la élite cartagenera y los actores principales de este lío, estaban involucrados en negocios de comercio y contrabando al más alto nivel. Es conocido que el comercio ilegal fue constante en Cartagena y demás puertos coloniales, una consecuencia del sistema comercial monopolizado y controlado por la Corona. La rentabilidad por introducir o sacar del virreinato mercaderías de contrabando, era mayor que cualquier comercio legal, y fue común, que entre la mercancía autorizada, llegasen o partiesen otros productos. El contrabando resultaba vital, pues en las listas de incautaciones siempre aparecen harina de trigo, ropas, textiles, etc.55.

Al indagar por las causas ocultas de este escándalo encontramos que uno de los actores principales, Juan Arechederreta, no era un comerciante cualquiera, sino uno de los mayores tratantes de negros del Nuevo Reino de Granada, pues a finales de 1755, unos meses antes de que comenzasen sus desgracias por el trato con doña Luisa, había obtenido, del Virrey Solís, una autorización para importar 500 esclavos, que introdujo en un tiempo récord de dos meses56. Luego, el 27 de mayo de 1758, cuando ya el escándalo de sus amoríos había sido expuesto en la escena pública y era objeto de juicio por el Consejo de Indias, el Virrey le concedió otro permiso para introducir 1.000 esclavos más57.

A esto se refirió Tabares cuando vio su causa perdida. En uno de sus últimos y amplios alegatos ante el Consejo, expuso los mencionados permisos de importación, agregando que se habían hecho en perjuicio de una concesión real, cuyo beneficiario era el hijo menor del difunto Jorge Frier58. Eso explicaría -según Tabares- la protección que el Virrey daba al comerciante, y por ello también, lo había nombrado Diputado del Comercio de la ciudad, en oposición de las representaciones hechas por prestantes individuos del comercio de la Península. En resumen, el gobernador dijo abiertamente que el Virrey se favorecía de los negocios de Juan, no solo en lo mencionado, "sino en muchas otras circunstancias", que decía callar, porque no venían al caso59. Que por todo ello se sentía desairado, que el Virrey había allanado su jurisdicción, agraviado su casa acusándolo de promover escándalos, y que había dejado en libertad a los reos. Por todo ello, suplicaba justicia y pedía al Consejo de Indias que contuviese al virrey, a su asesor, y que se castigase a los reos60.

Efectivamente, los permisos para la importación de negros se habían dado en detrimento de José Frier, hijo menor de Jorge Frier, un comerciante inglés que contaba con antiguos permisos, y gozaba de la protección de las autoridades de Cartagena y de la península; entre éstas, las fundamentales para el oficio: los capitanes reales y el gobernador Tabares, comandante de la plaza. Los derechos eran reclamados por el apoderado de José Frier, Hallan Huld, residente en Londres, que, a su vez, dio poder en Cartagena, a Juan Antonio Wade. Éste último reclamó y protestó ante el Virrey por el trámite de Juan Arechederreta, para importar los primeros 500 negros; alegó que se afectaba un privilegio de los Frier para importar 3.000 esclavos en tres años. De tal reclamo envió copias al gobernador Tabares, al mismo Arechederreta y al oficial de la Real Hacienda61. Pero el Virrey hizo caso omiso. Fue así, como el asunto terminó involucrando a las autoridades que, en Cartagena, se favorecían con el comercio negrero y muy probablemente, con el contrabando, que tras el mismo se introducía. Quizá esas "muchas otras circunstancias" evocadas por Tabares, que prefería callar.

El Virrey había otorgado el permiso para las importaciones a Juan, porque tenía potestad para hacerlo, y alegó la necesidad de suplir las minas de esclavos, ante la escasez que se podía presentar, por la guerra que entonces libraban Inglaterra y Francia62. Pero no dijo nada del permiso otorgado por el Consejo de Indias a los representantes de los Frier, el 18 de julio de 1755, un permiso que el Virrey conocía pues había recibido una carta al respecto de don Julián Arriaga, junto con la documentación correspondiente63. Es decir, que Solís le otorgó a Arredecherreta el primer permiso, en diciembre de 1755, con pleno conocimiento de causa, desafiando a don Julián de Arriaga, uno de los hombres más poderosos de la época, que entonces era el Secretario de Estado del Consejo de Indias. La carta de Arriaga precisaba que la novísima autorización (de julio de 1755) se concedía por tres años, a partir de octubre del mismo año, y que se concedía por petición del representante del heredero, Allan Huld, quien a su vez, había sido presentado por el embajador de Inglaterra en las cortes de Madrid64. El total de esclavos que importarían los ingleses era de tres mil, una cantidad que cubría la media de la demanda durante tres años.

No obstante, el Virrey Solís también tenía a su favor, la necesidad de recursos fiscales para las cajas reales, pues por cada bozallos importadores, pagaban por concepto de reales ingresos, 40 pesos fuertes, y sobre éstos, un 18% más, por derechos de conducción. Así, por ejemplo, en el caso de los mil esclavos de 1758, la caja real ingresó 25.000 pesos fuertes65. De otra parte, quienes han estudiado el comercio negrero en las colonias españolas de la segunda mitad del siglo XVIII, coinciden en afirmar que las ganancias de los tratantes no devenían propiamente del mercado esclavista, sino del contrabando que los acompañaba, como se ha demostrado en el caso de la Compañía Gaditana de Negros66. Por esto, en la solicitud de los permisos elevados por Juan ante el virrey, siempre se enfatizaba que no se traerían géneros diferentes a los necesarios para mantener vivos a los esclavos, "sino uno que otro barril de harina para el sustento"67.

Respecto al contrabando, varias investigaciones muestran el fenómeno en todos los circuitos del imperio colonial español. Fue una realidad constantemente evocada, en las relaciones de mando de los virreyes; así, por ejemplo, Sebastián de Eslava, que fue virrey de 1739 a 1749, emitió numerosas disposiciones para prevenirlo y castigarlo; incluso decretó la libertad para los esclavos que denunciasen a sus amos. Pero se declaró vencido y concluyó que era imposible castigar el contrabando, pues decía que los mismos guardias y jueces se implicaban en el cohecho, que se requerían embarcaciones de corso y por lo menos, cincuenta mil hombres, para guardar las costas, como a los propios guardas, dadas las costas tan dilatadas y abiertas68. Según Eslava, se requerían otros cincuenta mil hombres para vigilar a los vigilantes, pues, en Cartagena pocos estaban por fuera del negocio. En los documentos de la época se menciona que, la burocracia, las fuerzas militares, el clero, los comerciantes y los pobres, participaban del contrabando. Estos últimos, eran los más perseguidos, algo necesario para mostrar "lealtad a la Corona"; así, mientras tanto, la alta burocracia peninsular actuaba sin impedimento alguno. Es plausible afirmar, que a lo largo del siglo XVIII, el contrabando se "institucionalizó" en la sociedad cartagenera. Los comerciantes, ricos inversionistas y las autoridades, controlaban el comercio legal e ilegal. Por esto, se afirma, que la relativa prosperidad de la provincia, en la segunda parte del siglo, se debió a tal realidad69.


La condena

"Para que triunfe la ley divina, no padezca la inocencia y se avergüence la insolencia". Así encabezó el texto de sus conclusiones el jesuita Francisco Granados, presentado el 27 de octubre de 1758. Su disertación retomó los diferentes episodios, desde 1756. Endilgó la absolución inicial de los tres inculpados, al poder económico de Juan de Arechederreta, que según él, habría movilizado una muchedumbre de testigos, "personas de todos los gremios y sexos de Cartagena", quienes formaban parte de su clientela, entre los cuales había miembros de varias órdenes religiosas. El jesuita agregó que muchos testigos eran dependientes del comerciante: "caseros, beneficiarios, esperanzados muchos, tímidos e inconstantes no pocos", que si se indagaba en Cádiz y en Cartagena, se podía saber claramente acerca de la trampa que habían montado los inculpados. Que si se preguntaba de parte del Consejo y de la Inquisición, se sabría lo que nadie en su interior ignoraba: los amoríos de doña Luisa y el comerciante Juan en Cartagena. Pero que todos callaban por el poder de don Juan y por haber visto que el virrey lo protegía. En resumen, pidió que se exculpara a los cinco capitanes, pues se trataba de un "escándalo notorio y muy añejo", en el que era cómplice "el vil capitán" Francisco Piñero. Se consideró probada la infidelidad de doña Luisa, no solo con el comerciante, sino con otros ocho sujetos, de los que -rezaban las conclusiones- se sabía que habían sido sus amantes. Finalmente, el jesuita se lamentaba porque el confesor de Piñero, como otros de la ciudad, se había negado a declarar70.

Las conclusiones del jesuita resultaron definitivas para la condena que emitió posteriormente el Consejo de Indias. Salvaban el honor del Gobernador, al calificar de injusto el dictamen de Bustillo y la sentencia del Virrey, que señalaban al gobernador y sus esposados promotores de la causa. La intervención del gobernador en el asunto fue bien valorada por parte del Consejo, pues se dijo que entre sus funciones estaba la de "(…) enderezar y corregir, con la aplicación de los medios a que alcanzaran sus facultades, los pecados públicos", y que tal lo había hecho, y así debería seguir en adelante, manteniéndose activo, "(…) con una escrupulosa atención con tan graves y delicados asuntos"71.

El Consejo de Indias, por intermedio de su fiscal, dictó sentencia el 9 de agosto de 1759. Su letra replicaba frases tales como: "(…) ruidosa causa del público, escándalo que en aquella ciudad ha ocasionado". Doña Luisa fue calificada como: "la adúltera lenocida". No obstante que la letra de la sentencia insistía en la probada infidelidad, se emitió basada en lo sugerido por el fiscal, quien afirmó que ante todo, se debía detener el escándalo: "Por no tratarse aquí principalmente de castigar reos (…) sino de exterminar de la ciudad de Cartagena, el escándalo y daño que ha experimentado hasta aquí (…)"72. De manera que poco importaba el "pecado", sino el efecto del rumor, de los decires, del escándalo en sí.

La condena determinó que de manera "inmediata y sin alegatos", Juan abandonase la ciudad, y -lo amenazaba-, que si insistía en quedarse, se le enviaría a la península española con partida de registro, destinado durante diez años a alguno de los presidios de África; también se le impuso una multa de doce mil pesos, todo "(…) por no alejarse de doña Luisa, omitiendo los consejos del Obispo Provisor"73. Unos meses más tarde, el 18 de marzo de 1760, el gobernador Tabares recibió otra Real Cédula, ordenando el traslado de Juan hacia la Península. Éste inmediatamente expidió un decreto para embarcarlo en el navío Neptuno, que se encontraba en la bahía a punto de partir, pero Juan se negó a embarcar y solicitó al Virrey un año y medio para ordenar sus cosas, además, alegó enfermedad e insistió en que necesitaba tiempo. Pese a la intervención del Virrey, fue obligado a embarcarse el 14 de mayo siguiente74. De tal modo don Juan fue separado de doña Luisa, interponiendo el océano Atlántico.

El capitán Piñero fue castigado con el traslado a Panamá, junto a su esposa. La Real Cédula, sustentada en la "falta de honor", llegó a Bogotá en marzo de 1760, pero el virrey José Solís, dilató la ejecución del traslado y cambió el destino del capitán hacia el Río del Hacha, lo cual fue protestado por el gobernador, quien logró, por intermedio del Consejo, que lo enviasen hacia Panamá a finales del mismo año. Viajó solo, pues doña Luisa permaneció en Cartagena cerca de un año más.

A Fernando Bustillos se le privó del cargo y de cualquier obligación como justicia "por inoperante". Bustillo era un alfil del virrey, encargado de sus asuntos, en las provincias de la costa atlántica. Se había librado de la inquisición de Cartagena, por absolución de la Suprema del S.O.I., de Madrid, pero le sirvió de poco, pues fue castigado por el propio Consejo de Indias.

Con las condenas, el Consejo de Indias declaró cortados de raíz los "pecados públicos", toda vez que, se había "separado a los reos" y "se había satisfecho la vindicta popular".

Enfatizaba que Juan era "declarado ya por verdadero delincuente con sus cómplices". Un escrito del Consejo, firmado por su Secretario general, Don Julián de Arriaga, de septiembre de 1761, dirigido a Pedro Messía de la Cerda -el nuevo Virrey de la Nueva Granada-, insistía en que se revocara definitivamente la condena a los capitanes y se les devolviese la fianza y sueldos retenidos, pues el Virrey Solís no lo había hecho. Pedía castigar severamente a Bustillo por su dictamen y que se devolviese la jurisdicción de Tolú arrebatada a Cartagena; y que igualmente, se le restituyese al gobernador su papel de juez, del que había sido privado por el Virrey75.

Luisa Llerena permaneció en Cartagena hasta agosto de 1762, cuando fue obligada a partir hacia Portobelo (Panamá), donde la esperaba su esposo. Resulta paradójico que contra ella, y de manera explícita, no se expidiese ninguna resolución, si bien en las reales cédulas, condenando a Piñero y al comerciante, se la menciona como sujeto principal del pleito. Además, Luisa había elevado su defensa ante el Consejo de manera independiente, pero nunca recibió respuesta. En una carta que elevó al Consejo el 18 de septiembre de 1762, afirmaba que sufría miseria en Portobelo y suplicaba que se resolviera sobre su inocencia.

Por su parte, el Virrey se vio en entredicho, al ser desautorizado por el Consejo de Indias, que además, le pidió corregir la primera condena contra los capitanes, por "el mal ejemplo de la impunidad que ello acarrearía". Valga recordar que el Virrey, durante su gobierno, también se vio envuelto en escándalos amorosos en Santa Fe de Bogotá; quizá eso le representó un motivo más para ser comprensivo, en la causa contra doña Luisa. Como fuese, ya apartado del caso, a finales de 1760 fue notificado de su relevo en el cargo, lo que se hizo efectivo en febrero del año siguiente. Unos meses después se ordenó como sacerdote franciscano76.


Conclusión

En este caso se vislumbra el peso que tenía la censura social en las causas criminales, pues la parte acusadora, los fiscales y jueces, insistían en el escándalo, como prueba irrefutable del delito en cuestión. Se presumía que la magnitud de la infracción podía dimensionarse por el alcance del escándalo. Ahora bien, el funcionamiento de la justicia no escapaba de la influencia determinante del poder político, en la sociedad colonial, pues los funcionarios actuaban en diferentes instituciones, y a la vez, se ocupaban de administrar justicia. Así, por ejemplo, Agustín Moncayo, miembro del cabildo eclesiástico, había sido obispo en sede vacante y juez ordinario del SOI, y como tal, podía juzgar delitos contra la fe, pero igualmente, juzgaba delitos propios de la justicia eclesiástica. Todo ello no le impedía presentar alegaciones y testimonio en un caso de la justicia penal, en el que, sin duda, podía incidir en virtud de su prestigio.

El pleiteo, los testimonios, los motivos alegados por unos y otros desde que se hizo público el conflicto, retrata la sociedad colonial de Cartagena a mediados del siglo XVIII. Podemos observar las diferentes escalas del poder político y la forma cómo la ley penal era manipulada. Es evidente que los esposos Piñero estaban involucrados en negocios comerciales con Juan, quizá también en negocios de contrabando, pues los circuitos del comercio legal, eran los mismos del ilegal, como han demostrado diversas investigaciones, tanto de la Nueva Granada, como en otras latitudes77. El rico comerciante se alió con el Virrey, pero debió enfrentar a una poderosa red, con raíces inglesas, que movilizó sus vínculos en Cartagena y en las cortes de Madrid, para hundir al comerciante y superar el poder del Virrey Solís.

Así mismo, el conflicto perfila dos connotadas redes de poder social de la ciudad, con vínculos en el virreinato y en la península. Un tejido de relaciones configurado indistintamente en el comercio, la fuerza militar, el cabildo de la catedral, en las órdenes y en las cortes de Madrid. Queda claro que la red, desde la que actuaba el gobernador, mantenía vínculos e influencia de mayor nivel político en las cortes de la Península; estos se perfilan, por ejemplo, cuando por primera vez Tabares escribió al Consejo, el 15 de diciembre de 1756, advirtiendo de los hechos, pues lo hizo a través de una carta dirigida a un sobrino suyo de la corte de Granada, que a su vez, la entregó a un "amigo de las cortes", al parecer, al poderoso don Julián de Arriaga, encargado de mover el caso desde el comienzo, a favor de los comerciantes ingleses78.

El escándalo sirvió como mecanismo de control social, y en este caso, reforzado en los discursos mediante el mecanismo de la confesión, que si bien era considerada secreta, en la práctica, esto se desvirtuaba; así por ejemplo, de doña Luisa se hizo vox populi que engañaba a su confesor. De tal modo, mediante los comentarios generalizados acerca de los pecados, la confesión -más allá del rol derivado del control directo por parte de los eclesiásticos- cumplía una función social, que resultaba mediada por los discursos, las prácticas y la eficacia de lo simbólico,79 en una "República cristiana" donde la trasgresión estaba a la orden del día y en el que los vecinos debían medir cada frase, en relación con el rey, la Iglesia y las normas que sustentaban el poder.

Respecto al escándalo, es claro que, si se quería poner en la picota a un contradictor, bastaba con ventilar alguno de sus "pecados" desde el púlpito de las iglesias. Ese era el mecanismo idóneo, y tenía mayor impacto, si se llevaba a cabo en las semanas de cuaresma o en la semana santa. El púlpito, como escenario de lo público, fue utilizado, en este caso, en varias oportunidades. Fue el primer espacio donde el obispo provisor hizo las denuncias de la ilícita amistad, y de ello hizo "eco" Tabares, informando al virrey, al parecer, por intermedio del mismo obispo provisor. El púlpito también fue utilizado por los aliados de doña Luisa, pues en los sermones de la semana santa de 1757, Fray Finón replicó que los esposos Piñero y Juan, eran perseguidos por el gobernador. Esos sermones, pronunciados en la catedral y en el cabildo de ésta, durante el viernes santo, fueron recogidos por el SOI y sirvieron como agravantes para condenar a Finón al destierro, desde finales de 1758. Lo cual muestra la utilización de esta institución, para incidir en un pleito social ajeno a delitos contra la fe, no obstante, con intersticios revestidos como tales, al efecto. Cabe anotar que el SOI aparece una y otra vez, para reforzar versiones por parte de los testigos; así por ejemplo, en su testimonio, Piñero dijo haber acudido a la Inquisición, para aclarar cualquier duda acerca de la probidad de su mujer, lo cual resultaba un recurso para dar fuerza a su versión. El dato es indicador del rol social jugado por el SOI, más allá del limitado papel en los delitos contra la fe.

El conflicto se vio aderezado, tanto por el sistema de valores establecido, como por las envidias y la lucha por el acceso a las prebendas y a los negocios. También por conflictos y rencillas entre familias, esas pequeñas batallas y diferencias que nunca faltan en los grupos sociales. Parece claro que el capitán Piñero, no sólo era un hombre rico, sino que estaba asociado a un comerciante de los más poderosos de la época, y representaba un rival de peso en los negocios para el grupo del gobernador. De Doña Luisa se decía, que había heredado una gran fortuna de su madre, y era probablemente una mujer bella, pues aparece en los testimonios como "objeto del deseo" y "de pecado". Todo se juntó en este caso, para convertirla en un pretexto, con el fin de deshacerse de un posicionado comerciante. Así, la fidelidad de doña Luisa, si bien quedará para siempre en la incertidumbre, era lo que menos importaba en el pleito.


* Artículo de reflexión derivado de los trabajos de investigación adelantados en el Archivo de Sevilla durante estancia doctoral en el 2010.

1 GUTIÉRREZ DE PIÑERES, Eduardo, Documentos para la historia del Departamento de Bolívar, Cartagena, Imprenta departamental, 1924; ROCA MEISEL, Harold y CALVO, Stevenson, Cartagena de Indias en el Siglo XVIII, Cartagena, Banco de la República, 2007; NAVARRETE, María C., Prácticas religiosas de los negros en la colonia, Cartagena, siglo XVII, Cali, Universidad del Valle, 1995; MARCHENA FERNANDEZ, Juan, La institución militar en Cartagena de Indias en el Siglo XVIII, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1982; SPLENDIANI, Ana María, Cincuenta años de Inquisición en el Tribunal de la Inquisición de Cartagena de Indias, 1610-1660, Bogotá, Ed. Universidad Javeriana, 1997; PALACIOS PRECIADO, Jorge, La Trata de Negros por Cartagena de Indias, Tunja, UPTC, 1973; COLMENARES, Germán, Historia Económica y Social de Colombia, 1537-1719, Bogotá, TM Editores, 1999; MCFARLANE, Anthony, Colombia antes de la Independencia, Bogotá, Banco de la República, Ancora, 1997.

2 HERZOG, Tamar, La administración como un fenómeno social, La justicia penal de la ciudad de Quito, 1650-1750, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1995, pp. 297-298.

3 La justicia en el Antiguo Régimen se aplicaba bajo el criterio de dar a cada quien lo que le correspondía, por su posición social, política y económica. En modo alguno tenía un énfasis igualitario, como el evocado en las sociedades democráticas actuales.

4 Informe del Virrey José Espeleta, 1796, en COLMENARES Germán, Relaciones e informes de los gobernadores de la Nueva Granada, Vol. 3, Santa Fe de Bogotá, Banco de la República, 1989, t. II., p. 186.

5 Ibíd., t. III., p. 44.

6 PEREDO, Diego, "Noticia historial de la provincia de Cartagena de Indias de 1772", en Anuario colombiano de Historia Social y de la Cultura, Vol. 6 y 7, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1971-1972, p. 131.

7 "Recopilación de leyes de Indias", Books.google.com.co, T. I., BOIX Editor, Madrid, 1841, p. 120-125, (8/9/2014).

8 BORAH, Woodrow, El juzgado general de Indios en la Nueva España, México, FCE, 1996.

9 ANRUP, Roland y PÉREZ, Angélica, De la hostia a la horca, el delito de un mulato en Cartagena de Indias del siglo XVIII, https://gupea.ub.gu.se/bitstream/2077/3174/1/anales_1_anrup_perez.pdf. (5/09/2014).

10 Archivo General de Indias (AGI), Santa Fe, legs. 754, 755, 756, Pleito de doña Luisa Llerena Polo del Águila, esposa del capitán real Francisco Piñero (Los legajos están compuestos por cartas, denuncias, alegatos, solicitudes, informes, testigos, etc., de los implicados. Los documentos están organizados en carpetas con los nombres de quienes presentan los alegatos, pero sin foliar, por tanto serán citados por número de legajo).

11 El historial de sitios, asaltos y saqueos acaecidos en Cartagena, se remonta al primer asalto de 1544, cerca de diez años después de fundada la ciudad, pasando por el que ejecutó el Barón de Pointis en 1697, hasta el sitio más trascendente llevado a cabo por el almirante inglés Edward Vernon en 1741. Dicen que arribó con una escuadra cercana a los 200 navíos y unos 23.000 hombres, pero no logró su objetivo. MARCHENA, Juan, "Sin temor de rey ni de Dios, Violencia, corrupción y crisis de autoridad en la Cartagena colonial", en KUETHE, J., MARCHENA F., Allan y Juan (eds.), Soldados del Rey, El ejército borbónico en América colonial en vísperas de la Independiencia, Castellon, U. Jaume I, 2005.

12 MARCO D., Enrique, Cartagena de Indias, puerto y plaza fuerte, Bogotá, Fondo de Cultura Cafetera, 1988.

13 José Solís Folch de Cardona fue virrey desde diciembre de 1753, hasta febrero de 1761. Cuando fue sustituido se hizo franciscano, por esto y por el copioso juicio de residencia que le hizo Miguel de Santiestevan, resulta uno de los virreyes más estudiados. RODRÍGUEZ PLATA, Horacio, Miguel de Santiestevan, juez de residencia del Virrey del Nuevo Reino de Granada, Caracas, Academia Nacional de Historia, 1975; también MANTILLA, Luis Carlos, La autodefensa del Virrey Fraile, Bogotá, Kelly, 1990.

14 AGI, Santa Fe, leg. 754. Valga recordar que las autoridades se valían de escribanos en toda comunicación y es conocido lo raras que resultan las disposiciones escritas por los propios monarcas.

15 TOVAR PINZON, Hermes, La batalla de los sentidos, Infidelidad, adulterio y concubinato a fines de la Colonia, Bogotá, Universidad de los Andes, 2012, p. 98.

16 AGI, Santa Fe, leg. 754.

17 Ibíd.

18 AGI, Santa Fe, leg. 756. Estos capitanes eran los comandantes de las compañías del Batallón Pie fijo de la ciudad: Carlos de Bertodano, Nicolás Carrillo, Antonio Lazcano, Fernando Mon Flores y Juan de Hortega Licazo.

19 AGI, Santa Fe, leg. 754.

20 AGI, Santa Fe, leg. 755.

21 Ibíd.

22 Fray Braulio se negaba a dar testimonio, probablemente, para no romper el secreto de confesión. Si bien, la confesión no excluía las penas que el pecado acarrease, el secreto, a su vez, implicase delito, como solía suceder. DEDIEU, Jean-Pierre, Les mots de l'Inquisition, Toulouse, Presses Universitaires du Mirail, 2002, p. 24. Fray Braulio temía pasar los límites establecidos por tal sacramento, pues manifestó que, antes de acudir a la cita en casa de Mauricia, consultó con el inquisidor de la ciudad Don Francisco Santos (Santa Fe, 755). De otra parte, en los testimonios parece evidente que los límites entre la norma y la práctica, tendían a diluirse, pues unos y otros, referenciaban las confesiones de sus vecinos, como si se tratase de hechos públicos.

23 Participaron en el interrogatorio: Fray Juan Finón, Rector catedrático, Fray Diego de Roca, predicador y Sacristán mayor, también, Fray Bartolomé de Andrade, Prior y Vicario Provincial, examinador sinodal del obispado y consultor del SOI.

24 AGI, Santa Fe, leg. 755.

25 Ibíd.

26 Ibíd.

27 Ibíd.

28 Ibíd.

29 Ibíd.

30 Ibíd.

31 AGI, Santa Fe, leg. 755.

32 AGI, Santa Fe, legs. 755, 756.

33 Este periodo de sede vacante, en la mitra de Cartagena, cumplía en esas fechas cerca de un año. Algo, al parecer, excepcional en la ciudad. RESTREPO OLANO, Margarita, Nueva Granada en Tiempos del Virrey Solís, 1753-1761, Bogotá, Universidad del Rosario, 2009, p. 204.

34 Valga recordar que en América, como en Europa, la Inquisición moderna jugó un papel más disuasivo, que represivo. Jean Pierre Dedieu, precisa que en las grandes ciudades se encausó una media de 7 personas por año, sobre poblaciones de hasta 40.000 habitantes, por tanto, concluye que se trataba de una política persuasiva, de imagen, que permitía dar fuerza al aparato ideológico de la monarquía. DEDIEU, Jean Pierre, L'administratión de la Foi. L'Inquisition de Tolède (XVI-XVIII siècles), Madrid, Casa de Velázquez, 1989, p. 269, citado por PULIDO SERRANO, Juan I., "Projection publique et projetion diffuse de L'Inquisitionz", en Inquisition et pouvoir, Provence, Université de Provence, 2004, p. 287

35 AGI, Santa Fe, |leg.| 755.

36 AGI, Santa Fe, |leg.| 756.

37 Ibíd.

38 Ibíd.

39 AGI, Santa Fe, leg. 754.

40 AGI, Santa Fe, leg. 756.

41 AGI, Santa Fe, leg. 755.

42 AGI, Santa Fe, legs. 755, 756.

43 AGI, Santa Fe, leg. 755.

44 AGI, Santa Fe, leg.756.

45 AGI, Santa Fe, leg. 755. Así por ejemplo, varios testigos dijeron que antes, cuando Agustín de Traola y su mujer vinieron de la Península, solicitaron la casa habitada por don Joseph Llerena, padre de Luisa, pero el virrey guardó prudencia y dejó las cosas como estaban, que por ello le juraron odio.

46 GIRALDO JARAMILLO, Javier, Relaciones de mando de los virreyes de la Nueva Granada, Bogotá, Banco de la República, 1954, p. 46. El virrey lamentaba que todos los recursos sobrantes de Mompós y Honda, se consumiesen en la ciudad amurallada.

47 AGI, Santa Fe, leg. 755.

48 COLMENARES, Germán, "La Ley y el orden social, fundamento profano y fundamento divino", en Boletín cultural y Bibliográfico, Vol., XXVII, No. 22, Bogotá, Banco de la República, 1990, p. 10. Colmenares cita a Michel Certeau y su théorie des écarts, quien sobre la ley penal, los tabúes, los temores y las creencias presentes en los delitos juzgados, plantea que aquello que la sociedad condenaba y castigaba era, de otra parte, lo que más anhelaba.

49 TELLO, María Isabel, Delitos, pecados y castigos, La justicia penal en Michoacán, 1750-1810, Hidalgo, Universidad de Michoacán, 2008, pp. 13-14.

50 Ibíd., p. 9.

51 COLMENARES, Germán, "La Ley y el orden social", p. 9.

52 En la fecha, el inquisidor en el SOI de Cartagena era, Don Francisco Santos.

53 AGI, Santa Fe, leg. 755.

54 Es conocido el enfrentamiento entre los inquisidores del SOI de Lima, México y Cartagena, con los obispos de sus jurisdicciones, porque éstos actuaron como inquisidores ordinarios, durante las vacantes de los inquisidores en propiedad, y la presencia de los primeros, les restaba poder. TORIBIO MEDINA, José, Historia del Tribunal de la inquisición en Lima, 1569-1820, Santiago de Chile, Fondo Histórico y bibliográfico, 1956; Historia del Tribunal del SOI de la inquisición en México, México, Fuente Cultural, 1952.

55 LANCE, Grahn, "Comercio y contrabando en Cartagena de Indias en el siglo XVIII", en MEISEL ROCA, Adolfo y STEVENSON, Haroldo (eds.), Cartagena de Indias en el siglo XVIII, Bogotá, Ediciones Banco de la República, 2005, p. 46.

56 Archivo General de la Nación (AGN), Sección Colonia, Bolívar, t. VI, ff. 357-485.

57 AGN, Sección Colonia, Bolívar, t., II, ff. 622-660.

58 Jorge Frier fue un contratista vinculado al Asiento inglés que desde 1713 tenía la exclusividad del comercio de esclavos.

59 En este apartado del texto del alegato de Tabares, se desliza que hay algo más allá del mero comercio de esclavos. Al parecer, evoca el contrabando, al que todos se dedicaban, pues es conocido que del mismo, se derivaban mayores ganancias que de ningún otro negocio, incluida la trata de esclavos.

60 AGI, Santa Fe, leg. 756.

61 AGN, Sección Colonia, Bolívar, t. IV, ff. 379-460.

62 Recordemos que en el puerto de la ciudad se vendían negros destinados a Lima y a las provincias del interior neogranadino como: Popayán, Antioquia y Quito. Obviamente, parte de los esclavos que entraban por el puerto surtía la demanda de la provincia de Cartagena y de su homónima capital, tal puede inferirse del censo de 1777, pues de los 10.000 esclavos que se contaron en la provincia, una tercera parte habitaba en la ciudad. COLMENARES, Germán, "El tránsito a sociedades campesinas de dos sociedades esclavistas en la Nueva Granada, Cartagena y Popayán, 1780-1850", en Huellas, No. 29, Barranquilla, U. del Norte, 1990, p. 14. Sobre el censo de 1777-1778 en Cartagena: MEISEL ROCA, Adolfo y AGUILERA D., María, Tres siglos de historia demográfica de Cartagena de Indias, Cartagena, Banco de la República, Colección de economía Regional, 2009, p. 22.

63 AGN, Negros y esclavos, Panamá, t. IV, ff. 7-10.

64 Ibíd.

65 AGN, Negros y esclavos, Bolívar, t. IV., ff. 379-460. Un peso fuerte equivalía a 20 reales de vellón (moneda de cobre), y un Vellón valía 272 maravedís.

66 GARAVAGLIA, Juan Carlos y MARCHENA F., Juan, América Latina de los orígenes a la Independencia, t. II., Barcelona, Crítica, 2005, pp. 155, 156.

67 AGN, Sección Colonia, Bolívar, t. II, ff. 622-660.

68 GIRALDO, Javier, Relaciones de mando, pp. 38-42

69 LANCE, Grahn, Comercio y contrabando, pp. 20-53. En esta misma obra: MEISEL ROCA, Adolfo, "Situado o contrabando, La base económica de Cartagena de Indias en el siglo XVIII", pp. 96, 100-101. Roca y Lance, precisan que la economía del contrabando era significativa, al extremo que los decomisos representaban un renglón importante en los ingresos fiscales de Cartagena. Meisel Roca recuerda que Tomás Ortiz Landázuri, Contador General del Consejo de Indias, estimó que porcentualmente el contrabando representaba un 80 % del volumen total del comercio en el N. R. de Granada, mientras que en Perú era del 48,8%, y en México el 5,1%. Tales valores, aunque aproximados, reflejan la percepción del problema.

70 AGI., Santa Fe, leg. 756. La afirmación del jesuita respecto a las confesiones, daba por descontado, que se podía testificar respecto a las mismas, pasando por alto el secreto, que se supone debería primar.

71 Ibíd.

72 Ibíd.

73 Ibíd.

74 Ibíd. El Virrey le expidió un pasaporte con fecha del 16 de abril, autorizándolo a embarcarse en un bergantín de su propiedad -de Juan- hacia Jamaica, para luego pasar a la Habana y después a Cádiz; también lo autorizó a llevar 2.000 pesos para sus gastos. El pasaporte dado por el Virrey, remataba en su letra, que se impondría una multa de 1.000 pesos a cualquiera que intentara impedir su movilidad. Ante ello, el Gobernador señaló, que el virrey había librado tal pasaporte, de manera inconsulta, de la Real Cédula, y expidió otro decreto; así forzó el embarque del comerciante el 14 de mayo de 1760.

75 Ibíd.

76 MANTILLA, Luís Carlos, La autodefensa del Virrey-Fraile, Bogotá, Editorial Kelly, 1990, p. 62.

77 MOUTOKIAS, Zacarías, Contrabando y control colonial en el siglo XVIII, Buenos Aires, el atlántico y el espacio peruano, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1988, pp. 98-118. Esta investigación muestra con detalle los mecanismos del contrabando solapado, con el comercio legal, y la confluencia relacional de comerciantes, contrabandistas y autoridades.

78 AGI, Santafé, leg. 754. Carta de Diego Tabares a un amigo de las Cortes, 15 de diciembre de 1756: "(…) con fecha de hoy escribo a (…) una carta del mismo tenor de la adjunta que dirijo a V. S. por la precisión que estoy en precaver (…) Mui señor mío: ya mi sobrino Pineda lograría con su arribo a esa corte la satisfacción de dar a V. S. un abrazo (…) pues según las cartas que me ha enviado se hallaba próximo a seguir para Granada, donde celebro que se mantenga con su familia bueno (…) y que le suceda lo propio hay".

79 Estos conceptos en BORDIEU, Pierre, "Génesis y estructura del campo religioso" en MARTÍNEZ, Ana Teresa (ed.), La eficacia de lo simbólico, religión y política, Buenos Aires, Editorial Biblos, 2009, pp. 41-89.



Fuentes

Fuentes Primarias

Archivos

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Capítulos de Libro

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Artículos

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Páginas web

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