KOSELLECK, Reinhart, Modernidad, culto a la muerte y
memoria nacional, Madrid, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 2012, 149 páginas.
Sebastián Vargas Álvarez*
* Departamento de Historia, Universidad Iberoamericana, Ciudad de México.
Reinhart Koselleck (Görlitz, 1923 - Bad Oeynhausen, 2006), es considerado como uno de los historiadores más importantes del siglo XX. Junto con Werner Conze y Otto Brunner consolidó en la Universidad de Bielefeld la Begriffsgeschichte o historia conceptual alemana, caracterizada por tomar distancia de la historia de las ideas (que se aproxima a las ideas o conceptos como entes abstractos y atemporales), para estudiar los conceptos en sus articulaciones con la experiencia histórica, la percepción de la temporalidad y los usos del lenguaje, concretamente a partir de la modernidad europea (Sattelzeit, un momento de transición política y mutación conceptual ubicado entre 1750 y 1850). Su trabajo parte de la consideración de que los conceptos -en especial aquellos usados por el historiador- son altamente inestables, por lo que deben ser estabilizados por medio de su historización. Por su capacidad de reflexión teórica y epistemológica, y por su atención al surgimiento de la consciencia histórica y de la ciencia-historia durante el período mencionado -con sus implicaciones y reverberaciones hasta el presente-, Koselleck es reconocido no solo como un gran historiador, sino también como un gran teórico de la historia.
Una parte menos conocida de su trabajo intelectual tiene que ver con la investigación de los monumentos funerarios, sus usos, interpretaciones y funciones sociales. Este es el eje temático en donde convergen los diversos ensayos reunidos en Modernidad, culto a la muerte y memoria nacional, cuya compilación y traducción debe reconocerse al Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de España. Se trata de un libro más cercano a los debates sobre la memoria pública en contextos postraumáticos y el lugar del historiador en ellos, que a las reflexiones historiográficas propias de las demás obras de Koselleck. Allí radica la importancia de este texto: nos enseña otro Koselleck; nos insinúa cómo los historiadores podemos contribuir en estos complejos procesos. Sobre ello volveré al final.
Los textos compilados se preguntan por las relaciones entre el culto a la muerte - expresado en la creación de monumentos, cementerios y lugares memoriales, así como en prácticas rituales funerarias- con las (re)configuraciones de la memoria nacional, desde el siglo XVIII hasta el presente. Según el autor, el culto moderno a la muerte se diferencia del culto a la muerte en el Antiguo Régimen en al menos tres aspectos. El primero de ellos es que, una vez este culto se seculariza y se desprende (aunque nunca del todo) del rito católico, la muerte violenta, específicamente en guerras y revoluciones, servirá como legitimación de la acción política, es decir, se politiza e ideologiza. Segundo, la esperanza del más allá (eternidad) propia de la visión de la muerte y la historia del judeocristianismo, va a ser reemplazada por una noción de futuro terrenal (horizonte de expectativa) de la comunidad de acción política (nación): la muerte se temporaliza. Finalmente, el culto a la muerte, que estaba en períodos anteriores restringido a santos, monarcas y nobles, va a extenderse al ciudadano, al "soldado desconocido" de las guerras internacionales modernas. La muerte (y su culto) se democratiza.
El primer ensayo, "El siglo XVIII como comienzo de la edad moderna", establece un marco de periodización que servirá como referencia para el análisis propuesto en los siguientes capítulos. Allí, Koselleck desarrolla de una manera breve y sintética algunas de las ideas clave sobre modernidad y experiencia histórica presentes en sus obras más importantes1.
En el segundo capítulo, "Historia, derecho y justicia", se rastrea la relación entre historia y justicia2 a partir del análisis de diferentes autores y momentos historiográficos (Heródoto, Tucídides, San Agustín, Schiller, la crisis de la representación historiográfica después de Auschwitz). Para el autor, desde hace mucho tiempo ha quedado establecido que el procedimiento y las valoraciones del historiador deben ser "justas", pero debe investigarse si existe una reivindicación de justicia "inherente" en el discurso histórico, y en tal caso, si éste emana de los hechos históricos o de su conversión en relato. Finalmente, el capítulo examina la historia del derecho como un campo con un ritmo y una temporalidad diferente al de la historia social y política, pero que está "incardinado" dentro de éstas e incluso dentro de la historia de la técnica.
Luego de estos dos ensayos que podemos considerar "introductorios", se comienza a abordar como tal la problemática del culto a los muertos y la memoria colectiva en la modernidad. En "La discontinuidad del recuerdo", Koselleck comienza narrando su experiencia como prisionero de la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial, para desde allí plantear el carácter intransferible de toda experiencia (y, por tanto, el carácter discontinuo de todo recuerdo)3. Sus reflexiones se concentran en los procesos de elaboración de la memoria colectiva en la Alemania de posguerra: el conflicto intergeneracional surgido entre los jóvenes del movimiento del 68 y sus padres y/o abuelos "nazis"; la transición de un estatus "activo" del muerto conmemorado (soldado que murió por la patria) a un estatus "pasivo" (la víctima del genocidio), que de alguna forma lo despoja de su agencia histórica; la cuestión de si la población civil alemana sabía o no quería saber de los campos de concentración. Estas reflexiones desembocan en la ineludible pregunta por la representación/ conmemoración de un pasado traumático (el genocidio a los judíos y otras poblaciones por el régimen nacionalsocialista). Según Koselleck, para comprender la experiencia de exterminación masiva, existen tres posibles explicaciones, todas inestables e insuficientes: la científica, tan imposible como necesaria, siempre en proceso, siempre contingente; el juicio moral, tan correcto como "inútil"; y la religiosa, basada en las prácticas de penitencia y oración, pero cuya insitucionalización pública resulta inaplicable en un estado laico moderno.
Es en este ensayo en donde por primera vez el historiador alemán expone dos argumentos que me parecen claves en la discusión sobre toda política de memoria e intento de monumentalización o conmemoración de pasados conflictivos. En primer lugar, advierte el peligro de "petrificación" del recuerdo que conlleva todo monumento, esto es, que su función originaria -a saber, el honrar y guardar la memoria de los muertos de la comunidad política- se vuelva en su contra, pues, al convertirse en una pieza más del paisaje urbano al cual la sociedad se acostumbra con el tiempo y deja de interpelarle, puede condenar al olvido o la indiferencia a las personas y eventos que pretende recordar. Además, la transmutación del recuerdo en "historia" oficial, también contribuye a acrecentar este riesgo4. Por otro lado, también advierte el error en que se incurriría si se establece una jerarquía de víctimas, en donde unos muertos (y su recuerdo en ritos y monumentos) tengan más valor que otros. En el caso concreto al que está aludiendo, explica cómo no es pertinente privilegiar en los escenarios de la memoria pública alemana el recuerdo de los judíos por sobre el de otros grupos de víctimas del nazismo, como los homosexuales, los enfermos mentales, los gitanos o los prisioneros de guerra soviéticos. Su argumento se cierra con una propuesta bastante polémica: erigir monumentos, o bien a todas las víctimas por igual, o bien a los verdugos, para que éstos no puedan deslindarse de su responsabilidad histórica5. Sobre esta segunda problemática, ahondará en el cuarto ensayo, "Formas y tradiciones de la memoria negativa", en donde además plantea las potencialidades y limitaciones de las propuestas estéticas para representar los eventos límite.
El quinto capítulo, "Monumentos a los caídos como lugares de fundación de la identidad de los supervivientes", publicado originalmente en 1979, traza la evolución histórica del monumento a los caídos como fenómeno cultural que evoca a los muertos para darle sentido a la comunidad (nacional): "[…] el monumento a los caídos no solo evoca a los muertos, también lamenta la vida perdida para darle sentido a haber sobrevivido"6. Koselleck afirma cómo el sentido conferido al acto de la muerte (violenta) y su (in)justificación depende de los vivos, de la comunidad que erige el monumento, de tal suerte que se establece una fuerte conexión entre los miembros de dicha comunidad y sus difuntos que permite fundar y reafianzar la identidad colectiva. Esto se ejemplifica en la famosa frase acuñada por el anticuario August Böckh, citada por el autor: "Para la memoria de los caídos, para el reconocimiento por los vivos, para la emulación por las generaciones futuras". La muerte deviene un fenómeno político e identitario, especialmente a partir de la modernidad. No obstante, este sentido conferido puede cambiar con el tiempo, y resulta que los monumentos pueden trascender su significado originario y ser reapropiados e interpretados de diversas maneras: un monumento, así pretenda ser eterno e inmutable, tiene su propia historicidad, y por tanto, es suceptible de ser resignificado7.
El autor elabora una genealogía del culto funerario desde el siglo XII hasta la actualidad, explicando cómo en la modernidad, especialmente durante el siglo XIX y luego de la Primera Guerra Mundial, la muerte se democratiza, y surge el monumento al soldado desconocido como figura metonímica de la nación, desplazando el culto a los individuos y las tradiciones funerarias monárquicas y estamentales propias del Antiguo Régimen. A lo largo de Europa los campos de batalla se convierten en inmensos memoriales de guerra y se construyen monumentos como los de Ypern, Vymy, Thipval o Navarin. Este desplazamiento se evidencia en las innovaciones de la iconografía política, en las nuevas directrices que adopta el derecho internacional y en la consolidación del nacionalismo como una especie de "religión civil", que hereda la figura del "mártir" de la tradición judeocristiana. No obstante, este culto a la muerte que se había estandarizado en todo el mundo occidental, va a verse seriamente trastornado luego de la Segunda Guerra Mundial, momento en el que la experiencia del Holocausto judío y su conmemoración exceden el sentido y la funcionalidad de las tradiciones funerarias y de monumentalización vigentes hastael momento.
El sexto ensayo, titulado "La transformación de los monumentos políticos a los caídos en el siglo XX", explora cuestiones similares a las del texto anterior: la secularización del culto a la muerte (estudiada en la transformación de la iconografía de San Jorge, desde el siglo XII hasta el XX); la democratización de éste culto y la aparición del monumento a los caídos en la modernidad; el problema del reconocimiento del enemigo (Otro, extranjero, etc.) o su exclusión en los monumentos y relatos propios; y, finalmente, las cambiantes respuestas que en cada momento histórico y lugar específico se dan a la pregunta: ¿fue la muerte -por qué, para qué, cómo y cuándo- una muerte con sentido? En términos generales, Koselleck plantea que pasamos de la aprobación de la muerte violenta y la afirmación de los procesos causantes de la muerte (entendidos como actos fundacionales de la comunidad política-nación), tendencia vigente hasta la Primera Guerra Mundial, a una incapacidad de conferir sentido a la muerte, que resulta absurda luego de los eventos límite de Auschwitz, Hiroshima y Nagasaki.
El monumento (y los rituales conmemorativos) funerarios se trasforman, por tanto, sustancialmente en la segunda mitad del siglo XX: ya no pueden representar y conmemorar de la misma forma la muerte violenta. El autor rastrea al menos tres alternativas: la representación del hombre desaparecido, como una forma vacía, un negativo en sí mismo (es el caso de las piedras en Zell, Baja Baviera, monumento propuesto por un sobreviviente ciego); el simbolismo realista (como en el caso del monumento a los seres humanos muertos en la hoguera, de Joseph Sheppard en Baltimore o el tren colgante de Yad Vashem en Israel); y la pura abstracción (por ejemplo, el monumento de Conrado Conti en Gotinga, el de Franciszek Dusczenko y Adan Haupt en Treblinka, o el proyecto del Museo de la Ciudad de Berlín de Daniel Libeskind).
Finalmente, en "Cultura de la conmemoración y pasado nazi. Intervenciones públicas sobre el monumento al Holocausto", se agrupan cuatro textos cortos (uno de ellos es una entrevista) en donde el autor sienta una posición con respecto a los debates públicos sobre las políticas de la memoria en la Alemania de los años noventa, específicamente con respecto a los concursos y convocatorias para la construcción de un monumento al exterminio judío en Berlín y de un museo o espacio para la memoria en el antiguo cuartel general de la Gestapo. En estas páginas Koselleck vuelve sobre las advertencias del peligro a la jerarquización y la petrificación de los proyectos de monumentalización que se debatían en esa década en el Bundestag, y resalta la importancia de las apuestas contra-monumentales de artistas como Jochen Gerz. También, recuerda el valor de las estrategias lingüísticas que historiadores y escritores en general ponen en juego en la construcción del recuerdo social: "el lenguaje es a menudo más efectivo que cualquier solidificación material"8.
Modernidad, culto a la muerte y memoria nacional es un interesante trabajo de historización de las prácticas de recuerdo y la monumentalización desde la modernidad. Pero este trabajo no se limita a ser una historia de algunas prácticas rituales y formas estéticas que han inventado las sociedades nacionales modernas para recordar a sus muertos (y construir sus relatos identitarios); es un ejemplo de cómo el historiador puede y debe involucrase, desde ese trabajo de historización pero también desde una crítica política, en las disputas públicas de su época con respecto a la definición del sentido de pasados traumáticos y su materialización a través de políticas de memoria concretas. No es gratuito que los ensayos que allí se contienen hayan sido escritos durante el último cuarto del siglo XX, momento en el que Alemania se enfrentaba a su estigma como nación-"verdugo", a la reparación de sus víctimas y a la necesidad de recomponerse como sociedad. No es casualidad, tampoco, que su traducción al castellano se propicie en España, en plena coyuntura de revisión del pasado franquista y de la transición, especialmente después de la proclamación de la Ley de Memoria Histórica (Ley 52 de 2007).
En la actualidad Colombia vive una etapa de virtual posconflicto, en donde se han puesto en marcha mecanismos de justicia transicional a partir de los diálogos de paz de La Habana (Cuba) entre el gobierno y las FARC, y se han diseñado y comenzado a implementar políticas de la memoria estatales, sobre todo con la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448 de 2011). No obstante, como sugiere José Antequera, el actual boom de la memoria, así como la existencia de dichas políticas, no bastan para garantizar los derechos de víctimas y sociedad en general, la reparación y la no repetición de atrocidades9. Debemos, en consecuencia, acercarnos a éstas desde una actitud crítica y problematizarlas, participar de su construcción como colectividad; los historiadores debemos tomar parte activa en estos procesos de diálogo constante. Podemos aprender de la experiencia de un gran historiador, como Reinhart Koselleck: de su rigurosa investigación histórica sobre cultos y monumentos, pero también sobre las maneras en que supo hábilmente articular esa investigación a los debates sobre memoria colectiva que sacudieron a la sociedad de la que hacía parte. Esta reseña, en ese sentido, pretende ser un aporte para el dossier de Conflictos-historias-memorias que ha venido preparando el Anuario de Historia Regional y de las Fronteras para pensar el escenario de posconflicto y construcción social de paz que hoy nos convoca a los colombianos.
1 Por ejemplo, en KOSELLECK, Reinhart, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós, 1993; KOSELLECK, Reinhart, historia/Historia, Madrid, Trotta, 2010.
2 KOSELLECK, Reinhart, Modernidad, culto a la muerte y memoria nacional, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2012, p. 10 .
3 "No hay experiencia primaria que se pueda tener o acumular, que pueda ser transferida, pues precisamente lo que caracteriza la experiencia es ser intransferible, en eso consiste la experiencia. Si esa tesis es cierta, y yo creo que es incontrovertible, se sigue de suyo la discontinuidad de todo recuerdo, pues si las experiencias no son transferibles, toda experiencia secundaria debe construir una discontinuidad". Ibíd., p. 40.
4 "Esta meridianamente claro que todo monumento erigido lleva consigo el peligro de la petrificación. Da igual que se convierta en bronce o piedra: siempre que el recuerdo se materializa en un monumento no cabe menospreciar el peligro de que, precisamente porque fija institucionalmente formas de recuerdo, bloquee el propio recuerdo". Ibíd., p. 40.
5 "Si se erige un monumento que nos ligue a nuestro recuerdo repetido y siempre en trance de repetición, no podemos incluir ni excluir a grupos concretos de víctimas. No podemos fijar las fronteras arbitrarias de los grupos que fueron destinados a la muerte, estableciendo una jerarquía de las víctimas. Más bien debemos recordar que no es nuestra competencia erigir monumentos a las víctimas -como les correspondería a estas, sino erigir un monumento de los verdugos, por difícil que esto sea-. Un monumento de los verdugos que nos recuerde quién tiene la responsabilidad de los asesinatos, el exterminio y el gaseado. Hemos de aprender a vivir con ese recuerdo". Ibíd., p. 51.
6 Ibíd., p. 67.
7 "Es seguro que el sentido del morir por… tal y como es fijado en los monumentos es sustentado por los supervivientes y no por los muertos. Pues la dotación de sentido que puedan obtener los muertos por su muerte no es aprehensible por nuestra experiencia. Puede ser que el sentido anteriormente mencionado coincida con la fundación de sentido de los supervivientes: entonces sería invocada una identidad común de los vivos y los muertos […] Sin embargo, con el paso del tiempo, y esto nos lo enseña la historia, la identidad pretendida elude el alcance de los que erigen monumentos. Los documentos eluden más que cualquier otra cosa un pasado distinto del que fue […] De ahí que se diluyan las identidades que debe evocar un monumento, en parte porque éstos eluden la capacidad de recepción sensual de formas, en parte porque las formas configuradas comienzan a hablar un lenguaje diferente al que previamente les había sido asignado. Al igual que todas las formas de arte, los monumentos tienen un excedente potencial de significados que elude los fines con los que fueron erigidos". Ibíd., pp. 68-69 y 99.
8 Ibíd., p. 146.
9 Debemos reconocer que en el proceso de la extensión de la memoria histórica, a través de políticas de la memoria, intervienen concepciones, relaciones e intereses que determinan caminos distintos, y en ocasiones opuestos, no solo entre ellos, sino frente a objetivos que parecen implícitos y que son ética y políticamente fundamentales, como la garantía de derechos, y la movilización social frente a la no repetición. Con la remisión y la visibilidad del pasado, aún del pasado de sufrimientos y daños a los derechos humanos según formas específicas, se puede contribuir a dignificar, reconocer y transformar, pero también se pueden justificar exclusiones, nuevas vulneraciones a los derechos humanos e incluso re-victimizaciones […] no es suficiente con pensar el momento de activación o de 'boom' como un automático de garantía de derechos, sino también como un llamado a la reflexión sobre el 'cómo' de la memoria que viene siendo un imperativo". ANTEQUERA, José, La memoria histórica como relato emblemático, Bogotá, Alcaldía Mayor de Bogotá-Agencia Catalana de Cooperació al Desenvoulpament, 2011, pp. 30-31.