Reseñas
Patricia Cardona González. Trincheras de tinta: la
escritura de la Historia patria en Colombia 1850-1908. Medellín: Fondo
Editorial Universidad EAFIT, 2016. 370 páginas.
Juliana Villabona Ardila 1
Estudiante de Maestría en Historia,
Universidad Industrial de Santander, Colombia. Historiadora y Archivista,
Universidad Industrial de Santander, Colombia, (2010-2016). Código ORCID: https://orcid.org/0000-0002-5829-9063
.
Correo electrónico: villabonardila@hotmail.com
El
libro de Patricia Cardona recientemente publicado (2016) por la Universidad
EAFIT, explora el espíritu histórico del siglo XIX republicano, con la
intención de atacar una visión parcializada de la historiografía de este siglo,
la cual ha sido reducida simplemente a un instrumento ideológico, legitimador
de los valores patrios. Para ello, no se detiene en las grandes obras canónicas
de la historiografía colombiana del siglo XIX, sino en los pequeños libros
olvidados de Historia, obritas, como
los denomina la autora, muchas desconocidas hoy u olvidadas luego de terminado
el siglo XIX. Estos libros baratos que buscaban generalizar el conocimiento del
pasado, hicieron uso de imágenes, figuras y representaciones que ayudaron a ser
legible los cambios que había supuesto la Independencia: “Los retos y
sacrificios de sus protagonistas y el uso de imágenes conocidas ayudaron a dar
forma a la nación”[1]. Para esto, la autora no se
contenta con examinar las obras por sí mismas, sino que busca encontrar las
conexiones de estas con un universo cultural que les da sentido. Cardona
entiende que estas manifestaciones culturales son las que permiten organizar y
producir las obras, por eso tiene en cuenta la materialidad, la circulación,
entre otras variables. La autora hace énfasis en este punto, teniendo en cuenta
los planteamientos de autores como Quentin Skinner, y evita caer en
simplificaciones y reduccionismos desde los cuales se concibe a los libros de
historia patria como vectores ideológicos, mecanismos de control político y de
formación moral. Además, no sitúa estas obras solo en el mundo de la escuela,
sino las considera importantes en el plano de la construcción nacional y las
tensiones políticas e ideológicas que caracterizaron este proceso.
En
el texto cobra importancia el mundo del lector, de la mano de la obra de Paul
Ricoeur y Roger Chartier, analizando las tradiciones editoriales, retóricas y
de presentación que permitieron que un público no familiarizado con la lectura
pudiera comprender conocimientos que empezaban a consolidarse sobre la historia
patria. Se tienen en cuenta los almanaques, catecismos, pequeños tratados de
geografía y cronologías, a través de los cuales circularon dichos contenidos
para un público mayoritario. En este sentido, se va en contravía de los
análisis históricos que solo se centran en el discurso y olvidan la
materialidad del mismo. Al tener en cuenta la relación del discurso con el
soporte que lo materializa y las circunstancias en las que se escenifica,
podemos entender cómo estos libros, aparentemente insignificantes, fueron
depositarios de consensos sobre el pasado, dirigidos en función de sus
potenciales públicos y por tanto, con resignificaciones de los acontecimientos
y síntesis didácticas de los relatos fundamentales consignados en las grandes
obras. Como lo señala Renán Silva en la presentación, el trabajo tiene un
equilibrio importante. No abusa de conceptos como opinión pública moderna,
mercado editorial, público lector, etc., imponiéndolos a unas realidades mucho
más balbucientes y en construcción; tampoco desmerita el estado del universo
cultural y literario del país. Estas publicaciones nos permiten ver un mundo
menos poralizado políticamente, en el que los hombres expresaban sus
desacuerdos mediante publicaciones de libros, artículos, periódicos o folletos.
También, nos posibilitan comprender el interés que se mantuvo por la escritura
y la publicación, aun en medio de la guerra. Esto lleva a una conclusión
importante: nos muestra a un país menos atrasado y aislado de lo que se ha
supuesto, pues el mundo intelectual colombiano estuvo en movimiento debido a
las importaciones de libros, el trabajo de editores y traductores, los viajes a
Europa y Estados Unidos hechos por muchos literatos, y la circulación del
conocimiento en formatos de menor envergadura, los cuales, sin embargo, gozaron
de mucho éxito dentro de un público menos letrado.
En
cuanto a su estructura, el libro está divido en cinco capítulos. En el primero
se exploran las condiciones históricas que permitieron que estos libros fueron
socialmente legibles en una población caracterizada por el analfabetismo. Se
tienen en cuenta producciones editoriales que tuvieron gran popularidad, como
los almanaques y calendarios, entre otros, que fueron la antesala de un saber
específico más organizado. Con estas publicaciones la autora identifica una
continuidad en relación con los usos de lo impreso que permitía su familiaridad
entre el público. Los almanaques y libros de geografía fueron, hasta la década
de 1850, los que consignaron y transmitieron los acontecimientos bélicos y
políticos que habían dado origen al país. Las cronologías y almanaques
organizaron y delimitaron el tiempo, dando la sensación de que este era
compartido por los habitantes de todo el territorio. Los libros de cronología,
materia de estudio de planteles educativos, fue una forma de introducción y
familiarización con las narraciones históricas y mantuvieron su vigor durante
el siglo XIX. Los almanaques y calendarios, versión resumida de los libros de
cronología, permitieron compartir colectivamente eventos, festividades y
recuerdos comunes que todos podían rememorar con fecha exacta. El meridiano de
Bogotá reemplazó al meridiano de Cádiz y fue el punto de partida de la medición
territorial y temporal de la colectividad. Los libros de geografía también
fueron significativos en esta labor.
En
el capítulo dos se analiza la transición a una historia de carácter moderno,
analizando elementos retóricos en tratados, catecismos, prontuarios y
compendios y las diferencias entre estas formas de organizar y presentar un
saber, dependiendo de la finalidad discursiva y el tipo de público al que se
dirigían. En estas producciones se encuentran procedimientos técnicos que dan
cuenta de diversas prácticas ejecutadas con el fin de garantizar la objetividad
de lo que se escribe. Este punto es importante, ya que podemos ver cómo el
espíritu histórico del siglo XIX produjo novedades importantes en este terreno.
Sin embargo, se necesitaron de fórmulas literarias que dieran vida y detallaran
acontecimientos, además de que expresaran de manera comprensible, generalmente
bajo secuencias cronológicas, la conformación de un tiempo nacional. Las obras
de José Manuel Restrepo y José Manuel Groot, entre otros, siguieron esta forma
de presentación sencilla que daba preminencia a la organización cronológica y a
los grandes héroes y acontecimientos.
El
tercer capítulo nos introduce al concepto de Historia patria y su relación con
las necesidades de un país en formación. Aun cuando se tiene en cuenta el uso
ideológico que se le dio a dicho concepto, se muestran las dificultades de
formar consensos en torno a un pasado y a los hechos que servirían de base para
el porvenir. Se exploran los móviles políticos, económicos y sociales que
impulsaron a los escritores a realizar esta tarea y el papel del Estado en la
composición de dichos libros. Se entiende que este proceso no fue solamente de
dominación deliberada e imposición, sino que implicó consensos y fue más allá
de las ideologías partidistas. Estos libros sirvieron para plasmar conceptos
abstractos y de difícil compresión, como los de patria y nación, los cuales
fueron tomando forma mediante tales publicaciones y otras. El uso del vocablo
patria estuvo durante todo el siglo XIX mucho más extendido en textos y
publicaciones que el de nación, el cual fue parte de la influencia de
pensadores y escritores franceses, sobre todo a partir de 1848. Estos textos
buscaron consolidar mecanismos de educación necesarios para la germinación de
una sociedad progresista, educada, dispuesta a la acción pública y conocedora
de sus deberes y derechos cívicos.
El
capítulo cuatro se centra en los formatos y la importancia de los mismos en la
fragmentación de las bellas artes. Esta fragmentación quedó establecida por las
divergencias formales y las representaciones construidas sobre el oficio de los
escritores. Por un lado, se encontraron aquellos dedicados a la historia, más
interesados en consultar archivos y contrastar versiones para tener una mayor
exactitud; por otro lado, los publicistas, relacionados con el mundo de los
periódicos; y, por último, los literatos. A partir de la estructura de los
textos, los tamaños y el número de páginas se marca una diferencia con respecto
a las grandes obras de historia. La importancia que iba adquiriendo el pasado patrio
fue paralelo a la preocupación por conservar y divulgar aquellos manuscritos.
Las primeras iniciativas para salvar de la destrucción muchos de estos
documentos y su posterior transcripción y publicación, muestran un cambio con
relación al pasado y a la concepción de la historia, la cual pasa a ser una
rama del saber, una materia de estudio y no solo la narración de los hechos.
Empieza a existir una relación directa entre los documentos y la veracidad de
los relatos. Hubo también un interés por recoger testimonios y pruebas que
afianzaran la narración y le dieran credibilidad. En estos libritos podemos
encontrar, además, los logros en materia histórica que había alcanzado el país,
los acontecimientos convertidos en memorables, la implementación de ciertas
metodologías y técnicas que mostraban una nueva manera de concebir la historia,
los avances técnicos en materia de fabricación de libros y la dinámica de los
mercados literarios incipientes.
El último capítulo se centra en la
figura del escritor de libro de Historia patria, en medio de un proceso de
creación de la propiedad intelectual producida en el país en 1886, junto con el
establecimiento de un sistema de circulación y mercado de lo impreso. Autores
menos conocidos y casi olvidados, personajes que escribieron en diferentes
géneros y que por lo tanto es difícil denominarles historiadores, cuyos textos
marcaron derroteros de enseñanza histórica en la escuela y fuera de ella. Estos
escritores no se ciñeron muchas veces a resumir las grandes obras, sino que
buscaron escribir la verdad y hacerla
llegar a sus lectores. Es importante señalar que Cardona insiste en que la
labor escritural no es una cuestión individual sino que debe insertarse en las
condiciones sociales y culturales que ayudaron a perfilarla. El Estado
desempeñó un importante papel en la escritura de estos libros y en la
circulación de los mismos. Las políticas educativas de los radicales tuvieron
en buenos ojos la publicación de libros de uso escolar. Escribir por tanto un
libro de historia era una tarea ardua que necesitaba de reconocimiento social y
trayectoria, pues la publicación de una obrita de historia significaba la
consagración social y literaria de un individuo luego de largos años de
recopilación de documentación y reflexión sobre los acontecimientos que debían
ponerse en un lenguaje comprensible. El escritor de un libro de Historia patria
se convertía en el vocero de los consensos sobre lo sucedido, el divulgador de
los acontecimientos que explicaban el presente y proyectaban un futuro común.
Todos estos aportes que resumimos
brevemente sitúan este texto en una perspectiva renovada de la historia,
siguiendo las innovaciones de Paul Ricoeur, la Escuela de Cambridge y la nueva
historia cultural. El gran aporte del trabajo reside en acudir a un periodo tan
estudiado con nuevas preguntas y nuevas metodologías. Nos muestra un mundo más
complejo, lejos de los reduccionismos, teniendo en cuenta nuevas fuentes y en
contacto con una nueva historiografía continental consiente de la importancia del
discurso, los formatos, la materialidad, el mundo del lector y el autor, y de
las experiencias efímeras más que de los referentes más sobresalientes. Hay un
último aporte para rescatar: el libro nos recuerda que el análisis histórico no
debe olvidarse de las exigencias del público, las demandas del mercado y las
variaciones de los formatos, que a través de la historia le han dado sentido al
análisis histórico. Esta idea resulta importante para el presente y el futuro
de la historiografía como para cualquier interesado en los discursos, los
libros y las ideas del pasado. Los investigadores debieran, señala Cardona,
poner más atención al problema de los circuitos y los medios de
comercialización de los libros. “La garantía del éxito, la incorporación social
y el afianzamiento de un determinado pensamiento o ideología no depende de
ellas en sí mismas o de sus ideólogos y defensores; dependen, sobre todo, de
las vías materiales, de los intercambios físicos y de las operaciones de
circulación y comercialización que se hace de sus soportes y performances”[2].