El fundamento teológico del concepto de soberanía de Carl Schmitt.
La experiencia religiosa de la repetición
The Theological Foundation of the Carl
Schmitt’s Concept of Sovereignty.
The Religious Experience of Repetition
Artículo de reflexión derivado de investigación
Resumen
El presente artículo tiene como objetivo determinar el fundamento teológico del concepto de soberanía propuesto por el jurista alemán Carl Schmitt. Según nuestra hipótesis, tal fundamento teológico se encuentra en la filosofía del pensador danés Søren Kierkegaard, quien, en diferentes obras, desarrolló los importantes conceptos de excepción, decisión y suspensión teleológica de la ética en relación a la experiencia religiosa de la repetición. Como veremos, tales conceptos forman parte del fundamento teológico de la famosa definición schmittiana de la soberanía: “soberano es quien decide sobre el estado de excepción”, la cual define el decisionismo del jurista alemán. Así, por medio del concepto de decisión, extraído de la obra kierkegaardiana e introducido en la doctrina de la soberanía, Schmitt logra tres objetivos. Por un lado, no solo inicia la crítica al parlamentarismo liberal y al Estado burgués de Derecho, sino que revela el fundamento teológico-existencial de la unidad política del Estado moderno. En segundo lugar, en el marco jurídico-político, actualiza la teología fideísta desarrollada por Kierkegaard en su obra. Finalmente, en el marco teológico-metafísico, introduce el papel de la decisión como actualizador del rol público de la trascendencia en la modernidad secularizada frente a la reserva escatológica de la teología. Para lograr nuestro objetivo, utilizaremos el método de la analogía conceptual teológico-política creado y aplicado por el mismo Carl Schmitt a la historia de la soberanía europea.
Palabras clave
Fundamento teológico, analogía conceptual, soberanía, decisionismo, repetición.
Abstract
This article aims to determine the theological
foundation of the German jurist Carl Schmitt’s concept of sovereignty.
According to our hypothesis, such theological foundation belongs
to the philosophy of the Danish thinker Søren Kierkegaard, who, in different
works, developed concepts such as exception, decision and teleological
suspension of the ethics in relation to the religious experience of repetition.
As we will see, such concepts are at the base of the famous Schmittian
definition of sovereignty: "It is sovereign who decides on the
state of exception" and that defines the decisionism of the German
jurist. Thus, by means of the concept of decision, extracted from the
Kierkegaardian work and introduced into the doctrine of sovereignty, Schmitt
achieves four objectives. On the one hand, it not only begins the criticism of liberal
parliamentarism and the bourgeois State of Law, but also reveals the
theological-existential foundation of the political unity of the modern State.
Second, in the political-legal framework, it updates the fideistic theology
developed by Kierkegaard in his work. Finally, in the political-theological
framework, he introduces the role of decision as an actualizer of the public
role of transcendence in secularized modernity as opposed to the eschatological
reserve of theology. To
achieve this goal, we will use the method of conceptual
theological-political analogy created and applied by Carl Schmitt himself
to the history of the European sovereignty.
Keywords
Theological foundation, conceptual analogy, sovereignty, decisionism, repetition.
El fundamento teológico del concepto de soberanía de Carl Schmitt.
La experiencia religiosa de la repetición
1.
Introducción
Carl Schmitt
bautizó a su doctrina con el nombre de decisionismo (Schmitt, 2009, p.
46). Desde su punto de vista, esta habría sido introducida en la teoría
política de la modernidad temprana por Jean Bodin y Thomas Hobbes, ambos
representantes del absolutismo monárquico. Aunque no mencionaron el concepto de
decisión, Bodin y Hobbes resaltaron la acción
personal como elemento
fundamental dentro del concepto de soberanía. En este sentido, Bodin (1985)
veía la soberanía en la capacidad del monarca de dar y derogar leyes según las
circunstancias (p.58), mientras que Hobbes la resumía en su famosa frase: auctoritas
non veritas facit legem.
La acción
personal del soberano fue interpretada por Schmitt como la capacidad de decisión
frente a la situación de necesidad, tipificada por él bajo la famosa categoría
jurídica de estado de excepción. Sin embargo, tal vínculo entre decisión
y excepción no aparece conceptualizado por ninguno de estos grandes
pensadores políticos, quienes, por el contrario, concibieron la soberanía desde
un punto de vista sustancialista, es decir, como un poder omnipresente en la
vida política. A diferencia de Bodin y Hobbes, la concepción schmittiana de la
soberanía supone un concepto actual
del poder, puesto que se caracteriza por su capacidad para decidir sobre una
situación de necesidad concreta.
Por otro
lado, Schmitt también cree descubrir la decisión en la tradición
política del pensamiento católico contrarrevolucionario, representado por
Joseph de Maistre y, especialmente, por el político español Juan Donoso Cortés.
Si bien de Maistre destaca el problema de la soberanía, no habla de la decisión,
sino de la doctrina de la infalibilidad papal, es decir, de la soberanía personal del Papa,
caracterizada por ser inapelable
en su justicia (Schmitt, 2009, p. 50). Por su parte, Donoso Cortés tampoco
menciona la decisión, sino la dictadura,
es decir, se enfoca en mostrar la pérdida de legitimidad de las monarquías en
la lucha apocalíptica contra el ateísmo comunista (Schmitt, 2009, p. 56).
El concepto
de decisión determina la totalidad de la obra de Schmitt y posee
diferentes roles según las diversas áreas que la realidad jurídico-política
abarca. Como varios estudiosos han mostrado, el origen de este concepto tiene
lugar en la obra del pensador y teólogo danés Søren Kierkegaard; sin embargo, a
pesar de este reconocimiento, la influencia de Kierkegaard en la obra de
Schmitt tiene un alcance mucho más profundo del que se suele indicar, puesto
que define por completo el pensamiento del jurista alemán. Por tal razón, se
sostiene que no solo los conceptos de Kierkegaard han sido extrapolados por
Schmitt al ámbito jurídico-político, sino que la propia concepción teológica
del pensador danés —experimentada en el fenómeno religioso de la repetición— constituye el fundamento de la
propia concepción schmittiana de la soberanía.
2. La estructura de
la soberanía: de la decisión normativa a la decisión excepcional
Suele
olvidarse que, para el jurista de Plettemberg, la política siempre ha de ser
expresión de una idea jurídica, pues la política sin el Derecho no tiene mayor
sentido que el de una fuerza conflictiva carente de toda legitimidad. La
política se legitima siempre y cuando encarne una idea jurídica (Schmitt,
2011a, p. 26). Sin embargo, al mismo tiempo, la idea jurídica no coincide por
completo con la aplicación de la norma, puesto que, para Schmitt, el Derecho
constituye una dimensión anterior a toda positivación jurídica. En tal sentido,
la realización de la idea jurídica en norma positiva por parte del Estado nunca
está garantizada por completo, porque existe un doble abismo entre la idea
jurídica y su concreción (Schmitt, 2011a, p. 55).
Según
Schmitt, este hiato solo puede ser salvado imperfectamente por un acto de decisión que queda en
manos del Estado. El Estado debe realizar una doble mediación con el Derecho:
transformar la idea del Derecho en Derecho positivo y aplicar el Derecho
positivo a la situación concreta. De esta manera, al igual que la decisión
judicial, que intermedia entre el Derecho, la norma y el hecho, el Estado
toma la decisión que sirve a la realización de la idea jurídica en norma
positiva respecto a una situación política concreta (Scalone, 2005, p. 334).
La decisión
judicial constituye uno de los ejemplos de este tipo de operación que el
Estado, a través de sus representantes, debe llevar a cabo. En tal sentido, en
un escrito de juventud titulado Ley y juicio (1912), Schmitt se ocupó de
estudiar, por primera vez, la función de la decisión, aunque en el marco
de la praxis judicial. Como él
mismo asegura, el problema de la decisión nunca más lo abandonó a lo largo de
su reflexión jurídico-política (Herrero, 2012, p. XXVIII).
El problema
fundamental que guía a Schmitt en esta primera investigación acerca de la decisión
puede formularse en los siguientes términos: ¿cómo encontrar un criterio
autóctono en la praxis judicial que nos permita determinar cuándo una decisión
judicial es correcta? A diferencia de los juristas de raíz kantiana,
para quienes el abismo existente entre la teoría del derecho y la praxis
judicial puede salvarse solo mediante la subsunción,
en la norma general, de la decisión judicial referida al caso
particular, Schmitt pensaba que la diferencia ontológica entre ambas
dimensiones hacía inútil tal subsunción (Herrero, 2012, p. LII).
Schmitt
consideraba que la subsunción de la decisión judicial al interior
de la norma transformaba la decisión en una mera formalidad, de manera que, al
final, el ámbito de la praxis judicial desaparecía (Herrero, 2012, p.
LIII). Para Schmitt, no había manera de reducir un ámbito al otro, puesto que
la norma, si bien era necesaria como hipótesis para interpretar un hecho, no
nos proporcionaba un método para decidir cuál
de sus interpretaciones posibles era la correcta y debía ser aplicada (Herrero,
2012, p. LIV). Por esta razón, el núcleo hermenéutico del Derecho no podría ser
el conjunto de normas, sino el universo
total de la praxis judicial,
pues en él ya está implícita la totalidad de las normas, así como su
confrontación con el caso particular sobre el que debe aplicarse (Herrero,
2012, p. LVII).
En suma, lo
que se le exige al juez para que su decisión judicial (su
sentencia) sea correcta es que satisfaga el principio de “determinación” del
Derecho que, según Schmitt, consiste en la capacidad del juez para calcular lo
que la praxis judicial considera correcto a partir del conjunto de la
eficacia de las normas, las leyes positivas, ciertas normas metapositivas y los
precedentes jurídicos. De esta manera, el juez lleva a cabo un proceso
intelectual por el cual un caso concreto debe ser juzgado a la luz de un
fundamento universal. Las normas y los elementos prejurídicos son instrumentos
para la “determinación” del Derecho, efectuada en el ejercicio de la misma praxis
judicial (Schmitt, 2012, pp. 132-133).
De esta
manera, podemos reconocer la existencia de una decisión normativa, es
decir, de la decisión tal como normalmente se presenta en todas las actividades
jurídicas. En este sentido, tanto la
norma como la decisión
constituyen los dos componentes de la actividad jurídica. Sin embargo, la
idea del Derecho jamás se traduce con toda su pureza a la realidad, porque la decisión,
al intervenir en su realización, agrega un elemento nuevo que no está contenido
en aquella. En consecuencia, desde la generalidad de la norma no hay forma de
determinar quién debe
actualizar la idea del Derecho mediante la decisión. Por ello, siempre
se necesita la mediación de una autoridad que, aunque pertenezca al
ámbito jurídico, sea exterior al propio ordenamiento jurídico (Schmitt, 2009,
p. 32).
Ahora bien, frente a la decisión
normativa, ejercida de manera ordinaria, destaca la decisión excepcional
como núcleo del problema de la soberanía. Schmitt desarrolló un nuevo
concepto de soberanía a partir de la función jurídica del Estado. Para el jurista alemán, esta
función se hallaba expresada, no en las normas, sino en la capacidad de decisión
de la autoridad competente al interior del Estado. Según Schmitt, el concepto
de soberanía era un “concepto-límite” (Grenzbegriff), es decir, un
concepto de la “esfera más extrema” (äusersten Sphäre), razón por la
cual su definición no puede “conectarse al caso normal, sino al caso límite”
(Schmitt, 2009, p. 13), ¿qué significa esto?
Le debemos a Kant la noción de
“concepto-límite” (Grenzbegriff). Mediante este término, el filósofo
alemán trata de conceptualizar los principios que constituyen la condición
de posibilidad del conocimiento (Martínez Marzoa, 1992, p. 40). La soberanía
es un “concepto-límite”, porque se encuentra más allá de la doctrina del
Derecho público, es decir, constituye su fundamento y, por lo tanto, su límite.
En este sentido, es la condición de posibilidad de todo el
proceso jurídico-político por el que se construye el poder del Estado, de
manera que la soberanía no puede ser limitada por los organismos
jurídico-políticos constituidos, ya que ella es el fundamento de los mismos.
Pues bien, a partir de la definición schmittiana de la
soberanía, “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción” (Schmitt,
2009, p. 17), Schmitt introdujo los conceptos de soberano, decisión y
excepción, los cuales, a diferencia de las teorías clásicas de la soberanía, no
hacen referencia directa a ella, sino a su titular: el soberano. Así, gracias al
protagonismo del soberano, la soberanía puede actualizarse en la realidad
jurídico-política. La soberanía es el resultado de un acto de decisión del
soberano frente a una situación excepcional, cuya consecuencia es la suspensión
total del orden jurídico establecido (Schmitt, 2009, p. 17).
De esta
manera, a pesar de que el orden y la seguridad pública tengan una realización
concreta diferente, dependiendo si el sujeto de la soberanía es una burocracia
militar, una administración mercantil o un partido revolucionario, esta siempre
tendrá como fundamento una decisión. Por tanto, la soberanía no consiste
en la posesión, por parte del soberano, de determinados atributos, sino en su
aplicación, por medio de una decisión, a una “situación concreta”
(Schmitt, 2009, p. 16).
Esta
“situación concreta” no puede ser otra que el caso de extrema necesidad, pues gracias a él es posible explicar
adecuadamente el ejercicio del poder soberano, porque solo el caso excepcional, que nunca está previsto en el orden jurídico vigente, puede ser
calificado como de extrema necesidad, de manera que actualiza el problema del
sujeto de la soberanía. Esto se debe a que, en tal situación, no es posible establecer con claridad
si se trata, en efecto, de un caso de extrema necesidad ni prevenir lo que debe
hacerse en tal caso para dominar la situación. Por lo tanto, el problema de la
soberanía consiste en determinar quién
posee la competencia para resolver un caso para el que no se ha prescrito
ninguna competencia (Schmitt, 2009, p. 16).
Esta
competencia solo puede ser determinada por la propia dinámica jurídico-política
que, a través del enfrentamiento entre las diversas agrupaciones beligerantes,
llega a su máxima expresión en el caso decisivo. En este sentido, cualquiera de
ellas puede llegar a ser soberana si, además de ser una unidad política, logra
poseer la competencia para decidir en el caso decisivo, es decir, en el caso
excepcional (Schmitt, 1991, p. 68).
En el tercer
capítulo de su Teología política, Schmitt describe el derrotero de la
historia política de la soberanía europea a partir de su método de la analogía
teológico-política según el cual “todos los conceptos relevantes de la teoría política moderna son conceptos
teológicos secularizados” (Schmitt, 2009, p. 37).
En tal
sentido, es claro que, gracias a un nuevo fundamento teológico, Schmitt logra
que la efectividad pase a primer plano, de manera que, a partir de la
dialéctica entre decisión y excepción, se ejerza efectivamente la soberanía.
Así, solo los acontecimientos
excepcionales pueden dar lugar a la soberanía, ya que solo la decisión
tiene la capacidad de resolverlos. Este tipo de acontecimientos, bajo el
concepto jurídico de estado de excepción, es concebido por Schmitt como
la expresión secularizada del concepto teológico del milagro (Schmitt,
2009, p. 37).
En segundo
lugar, si la soberanía es el resultado de la siempre difícil dinámica entre el
estado de excepción y la consecuente decisión del soberano, la dictadura
soberana no es otra cosa que la objetivación de esta dinámica en una forma
jurídico-política específica. Como Schmitt ha descrito en su obra La
dictadura (1921), solo en el caso de excepción se ejerce realmente la
soberanía, porque, en tal caso, el poder y el Derecho se fusionan en una única
realidad. El Derecho ya constituido y el poder aún no constituido se integran
en una única forma jurídico-política que Schmitt denomina dictadura soberana
y cuyo representante es o bien un “dictador constitucional” o bien un
“legislador dictatorial” (Schmitt, 2003, p. 172).
Según
Schmitt, la noción general de dictadura debe entenderse como la supresión de
una situación jurídica mediante un procedimiento que tiene un objetivo concreto
que se desliga del Derecho (Schmitt, 2003, p. 26). La dictadura revela la verdadera
naturaleza del Derecho, es decir, su finalidad primordial, ya que, al igual que
la norma, protege a la sociedad, pero, a diferencia de ella, lo hace de manera inmediata y efectiva.
En este sentido, la dictadura suprime el Derecho para realizarlo, pero no a
partir de los principios de la justicia normativa, sino según el apoderamiento
de una autoridad suprema capacitada jurídicamente para suspender el Derecho e
implantar una dictadura. Tal autoridad está en situación de permitir una
excepción concreta, porque en ella coinciden simultáneamente la comisión y la
autoridad (Schmitt, 2003, pp. 27-28).
De esta
manera, lo que Schmitt nos muestra con su teoría excepcional de la soberanía es
el modo como todo orden jurídico-político se constituye, no el contenido
del mismo. A este modo, Schmitt le denomina decisionismo y tiene como
forma jurídico-política a la dictadura, pues, cuando el caso excepcional se
apodera de la escena política, se produce una fusión entre la ley y el poder.
Surge así la dictadura soberana, bien con un “legislador dictatorial”, como
Cromwell, o con un “dictador constitucional”, como Robespierre (Schmitt, 2003,
p. 172).
No obstante,
la dictadura puede tomar dos formas específicas según la situación excepcional
a la que se enfrenten. En efecto, si hablamos de la suspensión de la
Constitución con intención de defenderla, entonces hacemos referencia a una dictadura
comisarial. Si, en cambio, hablamos de la suspensión de la Constitución
con intención de reemplazarla por una nueva Constitución, entonces hacemos
referencia a una dictadura soberana (Schmitt, 2003, pp. 181-182).
La suspensión
total del orden jurídico-político por parte de la dictadura soberana
hace patente una realidad originaria que supera cualquier organización
política. Schmitt identifica esta realidad originaria con el poder
constituyente, de manera que la soberanía no sería otra cosa que la
cristalización de este poder en una posterior organización jurídico-política
específica, esto es, en un nuevo poder constituido. En este sentido, la dictadura
soberana no suspende la Constitución a partir de un Derecho fundamentado en
ella, sino que apela a otra Constitución que desea instaurar y a la que
considera verdadera (Schmitt, 2003, pp. 182-183).
Por tal
razón, a diferencia de la dictadura comisarial, autorizada por un órgano
constituido según la Constitución existente, la dictadura soberana se
deriva de su propio ejercicio inmediato a partir del “informe” poder
constituyente. En tal sentido, puede afirmarse que la dictadura comisarial
realiza su comisión de manera incondicionada a partir de un poder
constituido, mientras que la dictadura soberana realiza su comisión
de manera incondicionada a partir de un poder constituyente (Schmitt,
2003, pp. 192-193).
En tercer
lugar, si la soberanía es el resultado de la dinámica entre el estado de
excepción y la decisión, el poder constituyente es el principio que la
actualiza, es decir, la voluntad política que hace posible su
existencia tanto como constitución existencial cuanto como constitución
normativa.
Como afirma
Schmitt en su Teoría de la Constitución (1928), se trata del fundamento existencial del poder legítimo, la soberanía,
y su expresión normativa en la Constitución. En tal sentido, la Constitución no
es absoluta, porque no surge de sí misma; en realidad, aparece gracias a la voluntad
política existencial de un poder político ya existente (Schmitt, 1996, p.
46). Por tal razón, se puede decir que su origen es incondicionado e
indeterminado. Gracias a esta condición, el poder constituyente es capaz
de crear, mediante una decisión, el ordenamiento normativo: la
Constitución (Schmitt, 2003, p. 190).
De esta
manera, el poder constituyente es la voluntad del ser político
concreto, el cual, al ejercer tal voluntad mediante la decisión política,
determina el modo y la forma de su propio ser. En tal sentido, es la voluntad
política mediante la cual el ser político concreto determina su propia
naturaleza. Así, en cuanto existencia de la unidad política, determina, como un
todo, la esencia de esta misma unidad política a través de una decisión
(Schmitt, 1996, pp. 93-94).
La
Constitución surge gracias al ejercicio del poder constituyente,
pues ella no se funda en una norma abstracta, sino en la validez de la voluntad
del ser político. En tal sentido, la Constitución es esencialmente una
cristalización suya; sin embargo, ella “no lo puede agotar, absorber o consumir
de manera absoluta”. La voluntad política continúa existiendo por encima de la
Constitución, al punto que los conflictos constitucionales, respecto a los
fundamentos de la decisión política de conjunto, solo se resuelven a través de
él mismo (Schmitt, 1996, pp. 94-95).
Por tanto, en
cuanto mandato, el poder constituyente es el principio originario de
todo orden jurídico y político, por lo que, en cuanto voluntad política,
es necesariamente único e indivisible; razón por la cual no se trata de un
poder añadido a los otros poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), sino que
constituye el fundamento de todos ellos (Schmitt, 1996, p. 95).
Por otro
lado, la decisión consciente acerca del modo y forma de la
existencia política, cristalizada
en la Constitución, presupone ya la realidad del Estado, pues es su modo y
forma los que se fijan. En cambio, la voluntad política que hace posible
semejante acto de constitución no puede ejecutarse a través de ningún
procedimiento, puesto que el poder constituyente no está vinculado a
formas jurídicas establecidas. En tal sentido, se puede afirmar que el poder
constituyente se halla en un “estado de naturaleza” permanente, razón por
la cual no puede constituirse con arreglo a la Constitución, aunque esta
encuentre su fundamento en él precisamente (Schmitt, 1996, pp. 96-97).
El poder
constituyente no solo crea la Constitución, sino que le otorga legitimidad, es decir, la reconoce
como situación de hecho y ordenamiento jurídico. De esta manera, una
Constitución es legítima cuando el poder y la autoridad del poder constituyente
que sirve de base a su decisión son reconocidos,
es decir, puede “fijar el modo y forma de su existencia” (Schmitt, 1996, p.
104).
En cuarto
lugar, la decisión hace realidad la “estructura teológico-política” de
la unidad política moderna mediante la realización tanto del principio de representación,
como el principio de identidad, constitutivos del Estado moderno. En
efecto, a pesar de que el liberalismo, a través del Estado burgués de Derecho,
ha implantado el parlamentarismo como forma mixta de monarquía y democracia, el
problema de la decisión, y del poder constituyente, siempre está
latente. Por tal razón, los teóricos del parlamentarismo hablarán de “soberanía
de la razón” o “soberanía de la Constitución” con la finalidad de escamotear el
poder constituyente de la unidad política (Schmitt, 1996, p. 205).
En cuanto a unidad política, el Estado está
articulado por dos principios formales contrapuestos: la identidad y la representación.
La identidad surge de la existencia inmediata del pueblo respecto de sí mismo, mientras que la representación nace
de la necesidad de gobierno del
propio pueblo. En este sentido, la monarquía absoluta es la primacía del
principio de representación, mientras que la democracia implica la primacía del
principio de identidad. Sin embargo, tanto en un caso como en el otro, ambos
principios se combinan de manera diversa, no son excluyentes: la monarquía
necesita de la identidad y la democracia necesita de la representación
(Schmitt, 1996, p. 206).
Ahora bien,
en tanto que el parlamentarismo liberal solo está interesado en “limitar” tanto
el poder constituyente del pueblo como el del monarca, no puede ni representar
ni darle identidad a la unidad política. Como consecuencia de ello, se
crea una tensión permanente entre los dos principios que ponen en cuestión la
legitimidad del gobierno y, eventualmente, la del propio Estado. En realidad,
en esta tensión se revela la “estructura teológico-política” del Estado
moderno, puesto que la representación no
es un fenómeno normativo, sino existencial. La representación
actualiza algo imperceptible mediante un ser públicamente visible, de manera
que en ella aparece concretamente una forma elevada del ser (Schmitt,
1996, p. 209).
Pues bien, de
acuerdo con la definición inicial, entre el estado de excepción y la decisión
se despliega el drama fundacional, mediante el cual el poder constituyente
se transforma en poder constituido. Este drama se desarrolla en el seno del
orden jurídico-político constituido de ese momento, de suerte que uno de sus
componentes, la decisión, se independiza del otro, la norma, debido al estado de excepción
(Schmitt, 2009, p. 18).
Al ejercerse únicamente en el estado de excepción,
la soberanía excede toda organización jurídico-política, de suerte que, en el
corazón de todo orden constitucional, la soberanía espera siempre su momento de
actualización en las situaciones excepcionales (Löwith, 2007, pp. 146-147). Por
tal razón, el acto constitutivo de la decisión es verdaderamente un acto
de fundación, pues solo la decisión funda tanto la norma, como el orden
jurídico (Schmitt, 1996, pp. 30-31).
3. El fundamento
teológico de la soberanía: la experiencia religiosa de la repetición
Para
descubrir el origen del concepto de decisión utilizado por Schmitt, se
debe recurrir al método que él mismo creó bajo el concepto de analogía
teológico-política o teología política.
Por tal razón, se aplicará al concepto de soberanía del propio Schmitt
su propio método.
La fundación
de la analogía conceptual teológico-política o teología política no
habría sido posible sin el aporte de los llamados pensadores
contrarrevolucionarios o tradicionalistas como Joseph de Maistre, Louis de
Bonald y Juan Donoso Cortés. Cada uno de ellos descubrió el vínculo entre
teología y política a partir de la reflexión acerca del rol sociológico de la
religión al interior de la vida política de un pueblo. Schmitt, en cambio,
concibió esta disciplina como un método de comparación entre los conceptos jurídicos-políticos y los
conceptos teológico-metafísicos correspondientes a una época determinada
(Schmitt, 2009, p. 43).
La
posibilidad de esta comparación conceptual tiene dos fundamentos: uno histórico
y otro sistemático. Schmitt plantea que “todos los conceptos centrales de la
moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados”, en el doble
sentido de su evolución histórica y de su estructura sistemática. En cuanto a
su evolución histórica, estos conceptos se trasladaron de la teología a la
teoría del Estado, de suerte que, por ejemplo, el Dios omnipotente se
transformó en el legislador todopoderoso y, respecto de su estructura
sistemática común, sirvieron para la comprensión sociológica de la
jurisprudencia; de manera que, por ejemplo, el estado de excepción
habría adquirido en el derecho una significación análoga a la del milagro
en teología (Schmitt, 2009, p. 37).
De esta
manera, la teología política como sociología de los conceptos jurídicos
es la disciplina o método que tiene por finalidad determinar la analogía existente entre el sistema de
conceptos jurídico-políticos y el de conceptos teológico-metafísicos de una
misma época, pues, como afirmaba Schmitt: “La imagen metafísica que de su mundo se
forja una época determinada tiene la misma estructura que la forma de la
organización política que esa época tiene por evidente” (Schmitt, 2009, p. 44).
Ahora bien,
la analogía teológica al decisionismo está presente en un pequeño texto donde
se muestra con claridad su
origen. En efecto, en el último párrafo del primer capítulo de su Teología
política (1922), Schmitt contrapone la necesidad de lo general a la pasión
de la excepción. Para fundamentar su posición, cita el texto de un “gran teólogo
protestante del siglo XIX” al cual no identifica:
La excepción es
más interesante que el caso normal. Lo normal nada prueba; la excepción, todo;
no sólo confirma la regla, sino que ésta vive de aquélla. En la excepción, la
fuerza de la vida efectiva hace saltar la costra de una mecánica anquilosada en
repetición. Un teólogo protestante, que ha demostrado la intensidad vital que
puede alcanzar la reflexión teológica aun en el siglo XIX, ha dicho: “La
excepción explica lo general y se explica a sí misma. Y si se quiere estudiar
correctamente lo general, no hay sino mirar la excepción real. Más nos muestra
en el fondo la excepción que lo general. Llega un momento en que la perpetua
habladuría de lo general nos cansa; hay excepciones. Si no se acierta a explicarlas,
tampoco se explica lo general. No se para mientes, de ordinario, en esta
dificultad, porque ni siquiera sobre lo general se piensa con pasión, sino con
una cómoda superficialidad. En cambio, la excepción piensa lo general con
enérgica pasión” (Schmitt, 2009, p. 20).
Como anota
Cristi (1991), esta cita, “creada” por Schmitt, proviene de la obra La
repetición (Gjentagelsen), publicada el 16 de octubre de 1843 por
Søren Kierkegaard, “el gran teólogo protestante del siglo XIX” al que hace
referencia Schmitt sin decir su nombre.
En La
repetición (1943),
Kierkegaard sostiene que los antiguos griegos descubrieron la anamnesis, es
decir, la reminiscencia. De acuerdo a esta experiencia, todo lo que existe
actualmente, existió alguna vez en el pasado. En cambio, el cristianismo
descubrió otro tipo de fenómeno: la repetición.
Según este punto de vista, todo lo que existió en el pasado, volverá a existir
nuevamente a partir de ahora, es decir, se repetirá o, mejor, se reiniciará
(Kierkegaard, 2019a, p. 21).
Así, los
griegos descubrieron el recuerdo como forma de experimentar la vida, de manera
que entendían el presente a partir del pasado. El cristianismo, en cambio,
descubrió la repetición como una forma diferente de experiencia vital, según la
cual el presente se comprendía a partir del futuro. Ambas formas de
experimentar el tiempo intentaban, cada una a su modo, expresar la esencia de
la vida. Si bien se trataba de experiencias temporales opuestas, el movimiento
que las constituía era idéntico, pues, el recuerdo no es sino una repetición
retroactiva (Kierkegaard, 2019a, p. 21).
Desde este
punto de vista, Kierkegaard ataca la dialéctica hegeliana. Según él, la
categoría de la mediación (Vermittelung) creada por Hegel no le hace
justicia al verdadero proceso dialéctico, pues en ella se pierden los
contrarios en una síntesis de naturaleza lógica. Por el contrario, en su lugar,
el concepto correcto es el de repetición (Gjentagelse), ya que en él se
mantiene la tensión entre los contrarios en el seno de la existencia. Esto se
debe a que el término Gjentagelse no solo trae consigo la idea de repetir
algo, sino la de recuperar y recomenzar algo. De esta manera, la repetición
de Kierkegaard es la repetición de algo que se recupera y reinicia mediante la
acción, no mediante el pensamiento (Kierkegaard, 2019a, p. 36).
Para
Kierkegaard, el pensamiento siempre permanece en la inmanencia y no permite acceder a la trascendencia, porque
suplanta el movimiento de la existencia por el movimiento de la razón e
introduce contenidos previamente determinados por ella. En este sentido, la
filosofía idealista reproduce la repetición retroactiva descubierta por los
griegos. En cambio, desde el punto de vista descubierto por Kierkegaard, sí es
posible acceder a la trascendencia,
pues, en cuanto experiencia de la existencia, la repetición cristiana
siempre se enfrenta al futuro inesperado (Kierkegaard, 2019a, p. 66).
Kierkegaard
explica la repetición a partir del ejemplo de Job. En su perspectiva,
Job es el primer defensor de los derechos del hombre ante Dios y tal defensa
solo puede entenderse bajo la categoría de la prueba. Para asimilarla,
no existe racionalidad alguna, porque la prueba
siempre es una experiencia individual, una excepción, mientras que toda
racionalidad estudia siempre lo general. Por tal razón, ni la filosofía, ni la
ciencia, ni la ética ni la estética, ni la dogmática teológica pueden dar razón
de ella. La prueba es, por tanto, un acontecimiento que antecede a todo
conocimiento y, para diferenciarla de cualquier otro evento, es necesario
comprobar el poder destructivo de su actualización en la vida del hombre. La prueba
de Job es, en realidad, la repetición actualizada en el presente eterno
de la existencia. Por medio de ella, la realidad humana es quebrantada y
abierta hacia la trascendencia.
(Kierkegaard, 2019a, pp. 83-84).
Desde este
punto de vista, la repetición acontece en la propia vida. Y, en efecto,
así sucede cuando Job, después de haber padecido un castigo inmerecido, recibe
de vuelta lo perdido. Tal suceso constituye una repetición, porque Job recupera
su propio yo, como si acabara de nacer. La repetición consiste entonces en
el repetirse a sí mismo, en el insistir espiritualmente en la propia unidad
personal, en el recuperarse y recomenzar en medio del acontecimiento de la prueba,
pues lo que existe existirá nuevamente como regeneración de lo que ha sido
destruido (Kierkegaard, 2019a, pp. 89-90).
En este
punto, Kierkegaard introduce la oposición entre lo general y la excepción.
De esta manera, reinterpreta la categoría hegeliana de lo general, o el mundo
ético, en función a su propia explicación de la existencia como hecho
singular. Así, lo individual irrumpe en lo general bajo la forma de la
excepción. Esta irrupción constituye el ámbito concreto de la existencia que
desbarata toda construcción ética de la vida humana. La prueba, en cuanto
acontecimiento, trae la repetición, es decir, la nueva existencia. La excepción
lucha por emerger desde el seno de lo general para abrirse paso hacia la
trascendencia, pero esto no ocurre por obra del deseo o de la voluntad humana,
sino por el acaecimiento de un evento extraordinario ante el cual la
voluntad debe decidir. La transformación que produce este evento en la
vida del hombre lo coloca en la repetición, es decir, lo obliga a
elegirse dentro de lo que acontece (Kierkegaard, 2019 a, pp. 90-91).
En una obra
paralela, Temor y temblor[2], nos enfrentamos a un “ensayo de psicología
experimental”, aplicado al personaje bíblico de Abraham. En este libro,
Kierkegaard trata de recuperar la experiencia psicológica del patriarca de la
fe, Abraham de Ur. La cristiandad, que Kierkegaard distingue del
cristianismo, habría ocultado esta experiencia y, en su lugar, habría resaltado
el sacrificio de “lo más preciado” que Abraham poseía: Isaac. La consecuencia
de este ocultamiento deliberado habría traído consigo la desaparición de la experiencia de la
fe en el propio cristianismo. Tal experiencia tendría como núcleo el hecho de
la angustia (Kierkegaard,
2019b, p. 123).
Según
Kierkegaard —o Johannes de Silentio—, es a partir de la angustia que la experiencia de la fe se hace realidad, pues sin
esta Abraham sería solo un asesino carente de escrúpulos. La presencia de la
angustia es sumamente relevante, pues solo ella asegura que la situación que se
vive sea una paradoja. Solo la fe puede transformar el crimen en
un acto sagrado. De esta manera, desde un punto de vista ético, Abraham quiso
matar a Isaac; desde un punto de vista religioso, quiso ofrecerlo en
sacrificio. Esta contradicción entre dos deberes, deber del padre y deber del
creyente, es la que coloca a Abraham en la posición del absurdo y genera
la angustia. Esta última lo prepara para ingresar en la dimensión de la fe.
Absurdo, angustia y fe están, por tanto, inextricablemente
ligados (Kierkegaard, 2019b, p. 125).
En la
experiencia de Abraham se puede distinguir, en modo potenciado, la experiencia
de la repetición descrita por Constantius. Del mismo modo ocurre con
Abraham, pues al mantener la fe, gracias al absurdo, pierde y recupera a Isaac,
es decir, repite su condición previa en forma potenciada. En un único
movimiento, Abraham realizó lo que el joven enamorado esperaba de su amada. Sin
embargo, a diferencia de este, que esperó el momento de la liberación, Abraham
tuvo que llevar a cabo una acción en correspondencia con las circunstancias.
Esta es la distancia que separa a Job de Abraham: la acción en medio del
absurdo. Mediante tal distancia, Kierkegaard señala ahora un aspecto nuevo de
la relación existente entre el absurdo, la angustia y la fe
(Kierkegaard, 2019b, p. 129).
Kierkegaard
intenta demostrar cómo aparece la fe en medio del absurdo. Según
él, Abraham tuvo que resignarse de manera absoluta antes de experimentar la fe.
Precisamente, al igual que a Job, el absurdo obligó a Abraham a la resignación
infinita; sin embargo, Job no alcanzó la fe, sino la apertura hacia
ella a pesar del absurdo. Su persistencia es el resultado
de su vasto conocimiento del mundo y de su piedad ante Dios, pero nada de esto
tiene que ver con la fe. Por tal razón, el joven enamorado dice “Job no es un
héroe de la fe, sino el héroe que, con tremendos dolores, da a luz la
categoría de la prueba” (Kierkegaard, 2019a, p. 83).
Cosa distinta
ocurrió con Abraham, quien, según la tradición judía, es considerado
precisamente el “patriarca de la fe”. En efecto, en su caso, es gracias al
absurdo, que actualiza la angustia, que él puede alcanzar la fe, de la que
constituye su ejemplo más destacado. Después de la resignación infinita,
que consiste en la aceptación absoluta de la finitud de la existencia, es
posible disfrutar de todo lo finito sin culpa ni anhelo. Se produce así la repetición,
pues todo se recupera al resignarnos infinitamente a todo. Se instala así la
paz en el alma, pues el hombre está reconciliado con la finitud de la vida
(Kierkegaard, 2019b, p. 133).
De esta
manera, el salto hacia la fe acontece cuando la resignación infinita,
luego de haberse reconciliado con el dolor de la finitud, se transforma en el
ser humano, en certeza de la imposibilidad desde el punto de vista de la
finitud y en posibilidad absoluta desde el punto de vista de la infinitud. Ya
no se trata, en suma, de experimentar el absurdo padeciéndolo como Job, sino de
creer en el mismo absurdo para remontarlo. Si la experiencia del absurdo
me permite recuperarme a mí mismo mediante la resignación infinita,
la experiencia de la fe en el absurdo me permite recuperar todo aquello a lo
que había renunciado. Esta es, pues, la experiencia de Abraham en su angustia,
la experiencia de la fe (Kierkegaard, 2019b, p. 138).
Ahora bien,
Kierkegaard conceptualiza esta descripción a partir de su polémica contra Hegel.
Lo particular, si existe en su sistema, es solo un momento del
autodespliegue de la Idea. Por tal razón, todo lo particular está condenado a
ser absorbido por lo general o a quedar separado, pero perdido como un momento
“anómalo” que requiere una superación dialéctica. Según Kierkegaard, Hegel
considera lo particular como una determinación moral del mal que debe ser
reconducida o superada hacia la teleología del comportamiento ético. Por tal
razón, desde la ética, Abraham debe ser considerado un asesino; sin embargo,
desde la fe, Abraham se encuentra por encima de la ética. En efecto, en
la fe del absurdo, lo particular se sitúa por encima de lo
general, de suerte que, aislado de la ética, experimenta, en su interioridad,
la realidad de la trascendencia (Kierkegaard, 2019b, p. 144).
En el caso de
Abraham ocurre algo extraordinario, pues el τέλος de su acto supera la esfera de lo ético. Al
dirigirse a un plano más alto produce una suspensión teleológica de lo ético
que, en consecuencia, aniquila lo general, es decir, el orden jurídico
establecido (Hegel, 1968, p. 136). La destrucción de lo ético es el único punto
de contacto entre lo general y el acto particular llevado a cabo por Abraham.
En realidad, su acto no posee ninguna implicación ética, pues no tiene
como finalidad la vida de la comunidad. No pretende salvar la unidad política
de la comunidad, ni apaciguar la cólera de los dioses ni mucho menos salvar a
un pueblo (Kierkegaard, 2019b, pp.147-148).
De esta
manera, el particular se encuentra en una nueva condición existencial cuando la
ética ha quedado suspendida. El núcleo de esta nueva condición es la paradoja
de la fe en la que él coloca toda su confianza, pues la fe es una
convicción que trasciende todo conocimiento conceptual (Torralba, 2013, p. 217).
Abraham ha alcanzado esta condición y se mantiene en ella. La única explicación
posible para esta nueva condición no es la mediación de la razón dialéctica,
sino, la acción por la que se rompe
el orden ético, las normas sociales, y, en consecuencia, se abraza el absurdo
de la fe. Así,
accedemos a la unidad de la existencia humana, es decir, a la unidad de la
pasión. Solo por la pasión
es posible suspender teleológicamente lo ético (Kierkegaard, 2019b, p. 153).
De esta
manera, se establece una dialéctica entre lo particular y lo general que no
existía en el primer libro. En el primer caso, solo se confrontaban ambas
categorías en el plano personal; mientras que, en el segundo caso, la excepción
toma ya la forma del particular, o sea, del acto personal de la decisión,
para confrontarse con lo general objetivado en las normas. Sin embargo, este particular
tiene como determinación fundamental la capacidad de superar lo general
y de imperar sobre él. La única manera de superarlo es mediante la fe, de
suerte que el fundamento teológico de la experiencia de la repetición es el fideísmo,
análogo al decisionismo schmittiano.
Ahora bien, es necesario preguntarse ¿de qué manera la experiencia
religiosa de la repetición, el fideísmo, constituye el fundamento
teológico del concepto de soberanía de Carl Schmitt?
4. Teología política
y política teológica: el debate entre Carl Schmitt y Erik Peterson
Para algunos
especialistas en Kierkegaard, como el profesor Johannes Thumfart, entre
Kierkegaard y Schmitt habría una contradicción en cuanto que la doctrina del
pensador danés acepta la excepción solo “si no se persigue de manera
voluntaria”, es decir, solo si está justificada. Thumfart presume que Schmitt
es defensor de un “excepcionalismo ardiente” y arbitrario, cuya finalidad sería
esencialmente defender la existencia del Estado. Esta es la razón por la cual
el excepcionalismo schmittiano no llegaría al estadio del Caballero de la Fe,
que Kierkegaard identifica con Abraham, sino únicamente al estadio del Héroe
Trágico, que Kierkegaard identifica con Jefté, quien se inmola por la
comunidad, no por Dios. Desde su punto de vista, un traslado coherente de las
categorías kierkegaardianas a la política debería interpretarse como un “estado
de excepción positivo, no en favor de la mera supervivencia del Estado”, sino
más bien como “la posibilidad de revoluciones sociales en estados en que no
todos los individuos tienen libertad y posibilidad de desplegar su
excepcionalidad” (Thumfart, 2013, pp. 339-340).
Sin embargo,
debemos aclarar que un “estado de excepción positivo”, tal como el profesor
Thumfart describe, no contradiría un ápice la concepción de Schmitt, puesto que
su teoría de la soberanía no se refiere al Estado como poder constituido, sino
más bien al Estado como poder constituyente y dictadura soberana
en la que el legislador se transforma en dictador y viceversa. En esta medida,
el soberano, revolucionario o contrarrevolucionario, liberal o conservador,
republicano o monárquico, fascista o comunista, constituye el nuevo poder
constituido a partir de la propia actualización del poder constituyente
que aparece justo cuando aquel se encuentra en vías de desaparición.
Por la misma
razón, el soberano schmittiano no es un Héroe Trágico, porque no defiende la
comunidad constituida, sino la comunidad que ha de ser constituida. En
tal sentido, el soberano schmittiano solo es un médium del poder
constituyente, un siervo de este poder absoluto, un Caballero de la fe, cuyas
acciones pueden ser vistas tanto como manifestaciones de la fe como del crimen,
pero, en cualquier caso, como decisiones extraordinarias frente al
acontecimiento del milagro, es decir, del estado de excepción. Para
Schmitt, este poder no proviene de la comunidad inmanente, sino que actúa
independientemente de él, como corresponde al dualismo entre Iglesia y Estado
introducido por el cristianismo, aunque en clave secularizada (Van der Leuw,
1964, pp. 261-262).
Esta
aclaración acerca de la influencia de Kierkegaard en Schmitt es pertinente por
cuanto el primer gran debate en relación a la teología política
schmittiana produjo la misma reacción. En efecto, el teólogo protestante Erik
Peterson, muy cercano a Schmitt inicialmente, sostuvo en su famosa obra El
monoteísmo como problema político (1935) la “imposibilidad teológica” de una teología política desde un punto
de vista rigurosamente cristiano.
Al escribir
este libro, Peterson intentaba polemizar con los teólogos católicos de la
famosa “teología del reino”, quienes, al igual que la Iglesia Evangélica
Alemana de Friedrich Gogarten y Emmanuel Hirsch, defendían una escatología
secularizada, identificada con la refundación de un imperio sagrado. Aunque
Peterson solo menciona a Schmitt en una nota al pie de página, parece que el
teólogo también quería enmendarle la plana al jurista a pesar del modo
desconcertante como lo hizo (Scattola, 2008, p. 197):
El concepto de
“teología política” fue introducido en la literatura por Carl Schmitt (1922)
[…] Pero no propuso sistemáticamente aquellas cortas argumentaciones. Nosotros
hemos intentado aquí probar con un ejemplo concreto la imposibilidad teológica
de una “teología política”. (Peterson, 1999, p. 123)
Según
Peterson (1999), la teología política, como doctrina de la monarquía divina,
solo puede existir en el judaísmo o en el paganismo, es decir, en el monoteísmo
puro o en el politeísmo, pues en ellos la autoridad del monarca está
fundamentada teológicamente. Al contrario, el cristianismo, al concebir a Dios
como Trinidad, no puede aceptar este punto de vista al interior de su doctrina
(p. 95).
Solo la
herejía arriana, forma de monoteísmo adopcionista, podría aceptar tal cosa.
Según Peterson, fue Constantino el Grande, converso al cristianismo desde el
arrianismo, quien introdujo este tipo de monarquía en el sistema político
romano-cristiano. Peterson ve en Eusebio de Cesárea, el gran artífice político
del emperador Constantino, el representante de esta postura (Peterson, 1999, p.
92).
Con el
desarrollo teológico de la doctrina de la Trinidad, especialmente con Gregorio
Nacianceno y luego San Agustín, el cristianismo pudo superar la interpretación
eusebiana según la cual el emperador, a la manera de Cristo, era el
representante de Dios en la Tierra. Así, la conexión entre el Imperio y el
evangelio cristiano quedaba cortada de raíz (Peterson, 1999, p. 93).
En suma, el
monoteísmo, en cuanto problema político, es el resultado de la interpretación
del judaísmo por el helenismo. Así, la monarquía divina judía se acopló a la
idea monárquico-política de la filosofía griega. Inicialmente, esta síntesis se
introdujo en la Iglesia cuando la fe cristiana fue declarada religión oficial
del imperio; de esta manera, el cristianismo terminó subordinándose al poder
político. Sin embargo, el desarrollo del dogma trinitario y de la escatología
cristiana permitieron la ruptura radical con la teología política imperial
(Peterson, 1999, pp. 94-95).
Para poder
responder a las objeciones de Peterson es necesario hacer un rodeo. Se ha visto
que la teología política schmittiana debe entenderse primariamente como un
método analógico-conceptual entre conceptos teológico-metafísicos y conceptos
jurídico-políticos pertenecientes a una misma época, es decir, como una
sociología de los conceptos jurídicos, específicamente como una sociología del
concepto de soberanía. Sin embargo, la teología política schmittiana no se
reduce a un simple método, sino que, además, propone su propia doctrina de la soberanía.
Hemos visto que esta doctrina recibe el nombre de decisionismo y que su
contraparte teológica es el fideísmo, proveniente de la obra de Kierkegaard, ambos determinados por
el concepto de decisión.
Así, el
problema de la teología política es la expresión de la dualidad
ontológica de la propia realidad política moderna. En efecto, como
vimos, desde sus primeras obras, Schmitt demostró el hiato existente
entre los hechos sociales y las normas jurídico-políticas que debían dar cuenta
de ellos. Schmitt, contra el
monismo materialista, afirmaba una visión dualista de la realidad, y, al mismo
tiempo, buscaba una mediación. Schmitt
buscó una solución que hiciera posible la conexión entre ambas regiones del
ser. Inicialmente, esta conexión consistió en la recuperación de la dimensión
histórico-social, concebida como objetivación de la voluntad de orden del
cuerpo político de cuyo seno surgiría, posteriormente, el acto de decisión
(Nicoletti, 1990, pp. 21-22).
Esta
estructura ontológica dual tiene su expresión más acabada, como hemos visto, en
el problema de la representación. Este consiste en el descubrimiento, en
el seno de la forma política moderna, de una estructura fundamental “que implica un movimiento de trascendencia y,
al mismo tiempo, el intento de sustraerse a este movimiento mediante una
búsqueda de inmanencia” [traducción propia]. (Duso, 1996, p. 93).
El origen de esta dualidad proviene del llamado
“proceso de secularización” del cristianismo. En efecto, hacia el siglo XI se produjo la reforma
gregoriana o, como algunos historiadores la llaman, la revolución papal.
En 1075, Gregorio VII decidió independizarse del Sacro Imperio y se transformó
en cabeza de la Iglesia occidental, por lo que separó, jurídica y
políticamente, a la Iglesia de los poderes seculares (Berman, 1996, pp. 11-12).
Por si fuera poco, Gregorio VII proclamó en su Dictatus papae la supremacía legal del Papa sobre todos los
cristianos y la supremacía del clero sobre todas las autoridades seculares
(Berman, 1996, p. 104).
Para lograr
sus objetivos, la Iglesia sistematizó el Derecho existente en su época. Así, surgió un
nuevo sistema de Derecho Canónico y nuevos sistemas jurídicos seculares, junto
con una clase de juristas y jueces profesionales, jerarquías de tribunales,
escuelas de Derecho, tratados de Derecho y un concepto de Derecho como cuerpo
autónomo integrado y desarrollado con principios y procedimientos (Berman,
1996, p. 128). Edificado sobre la Reforma Gregoriana, el supremo gobierno de la
Iglesia fue atribuido al papa por los canonistas de finales del siglo XII y
XIII. Tenía plena autoridad (plenitudo
auctoritatis) y pleno poder (plenitudo
potestatis). Así, podía promulgar leyes, fijar impuestos, castigar delitos
y disponer de los beneficios eclesiásticos, así como de la adquisición y
administración de todos los bienes de la Iglesia (Berman, 1996, p. 218).
A partir de esta separación,
la realeza occidental cambió de naturaleza, pues dejó de lado su naturaleza
mediadora crística para
desarrollar lo que la modernidad ha llamado poder representativo.
Paradójicamente, tanto la Iglesia como el Imperio derivaron, cada uno a su
manera, hacia lo que luego se identificó con el Estado moderno. Con Gregorio
VII, la iglesia creó un poder burocrático centralizado a partir del Derecho
canónico. El Imperio, dividido en monarquías nacionales, dejó de encarnar el
fundamento divino y se transformó en el mediador del cuerpo social consigo
mismo. Aparecieron así los dos principios constitutivos del mundo político
moderno: la soberanía del Derecho y la legitimidad representativa del Estado
(Gauchet, 2005, pp. 203-204).
No obstante, el paso decisivo en el proceso de
secularización lo llevó a cabo Thomas Hobbes. En su obra, no solo se
describe la nueva realidad del Estado, sino que se establecen los fundamentos
teóricos de la nueva teoría política ya secularizada. En efecto, a diferencia
de la teología política medieval que le había precedido, Hobbes fusionó las dos
órdenes que esta presuponía. Así, el orden espiritual, asumido por la realidad
histórica de la Iglesia, perdió su carácter trascendente y, en su lugar,
apareció una única institución portadora tanto del orden temporal como del
espiritual: el Estado (Scattola, 2008, pp. 111-112).
Así, a diferencia
del mundo medieval, en el naciente mundo moderno el principio teológico supremo
pasó a formar parte del poder temporal del soberano y desapareció la
objetividad de la legitimidad divina que le daba consistencia. Desde ahora, en
el mismo soberano habitará aquella autoridad que antaño provenía de Dios; se
instauró así lo que Schmitt llamó decisionimo
del soberano. La antigua distinción “entre auctoritas y potestas
desaparece totalmente en la decisión soberana. Es summa auctoritas y summa potestas a la vez. Quien instaura la paz, la seguridad y el orden
es soberano y tiene toda la autoridad” (Schmitt, 1996, p. 30).
A diferencia de la Iglesia, que actuaba sobre la
sociedad siempre desde el exterior,
el Estado, a partir de la desaparición de la trascendencia religiosa, introdujo
una separación al interior de la
inmanencia del mismo cuerpo social. El Estado, inmanente a la sociedad, se
transformó así en una máquina institucional sin precedentes capaz de intervenir
en todos los aspectos de la vida humana (Gauchet, 2005, pp. 276-277).
Sin embargo, la desaparición de la trascendencia
religiosa trajo consecuencias dramáticas para el futuro de la modernidad. En
efecto, según Schmitt, la continuidad de la Iglesia como institución en la
historia se debe a que está organizada alrededor de una idea trascendente
representada de manera personal por la figura del
pontífice (Schmitt, 2011b, pp. 26-27). De esta representatividad derivaba la
capacidad jurídica de la Iglesia católica (Scalone, 2005, p. 337).
Por el contrario, en el caso del Estado y de sus
formas políticas modernas, a pesar de funcionar con la lógica transferida desde
la Iglesia, la representación sufre una transformación radical. Al
desaparecer la representación personal del pontífice,
fundamentada en un orden metafísico preexistente, se instala un hiato
insalvable entre el representante y el representado, pues el Estado es una
creación artificial, cuyo fundamento es puramente abstracto y constituye una
“trascendencia” impersonal. Por tal razón, la forma política moderna tiende
constantemente a perder legitimidad (Scalone, 2005, p. 340).
El fundamento de la representación en el Estado
moderno es, por lo tanto, infundado, carece de fundamento. Por tal
razón, las formas políticas modernas necesitan permanentemente de una
instancia decisoria que las haga efectivas y que supere el hiato
inherente a la falta de representatividad. Así, el origen de la modernidad
política está determinado por el fondo abisal del poder constituyente
que, al perder a su representante personal, necesita ser legitimado. La única
forma de hacerlo es a través del Derecho positivo, pues constituye el
instrumento que el Estado moderno ha creado para tal fin. Sin embargo, para que
el Derecho pueda legitimar al poder constituyente, la idea del
Derecho necesita concretarse mediante un acto de decisión
de la unidad política que haga posible su concreción positiva en la representación
(Scalone, 2005, p. 343).
Dicho esto,
podemos afirmar, con Merio Scattola, que la tesis de Schmitt, según la cual los
conceptos teológicos se habrían secularizado en conceptos políticos, queda
incólume ante la investigación de Peterson. En realidad, el teólogo alemán
habría logrado describir un tipo de teología política desarrollada al interior
del cristianismo antiguo, precisamente, aquella que deriva de la herejía
arriana, pero no toca el fondo del argumento schmittiano. Se limita a señalar
la incompatibilidad del dogma trinitario con la idea de una monarquía política
fundamentada en el monoteísmo religioso (Scattola, 2008, p. 198).
En realidad,
la teología política de Schmitt se centra en el aspecto teológico de la
política, no en un dogma religioso; sin embargo, originariamente proviene de la
función pública desarrollada por la Iglesia durante la Edad Media. Esta función
pública tiene como expresión concreta la soberanía y, como agente de su
actualización, la decisión del soberano. Por tal razón, en el contexto
secularizado de la modernidad la decisión constituye el elemento fundacional y
fundamental de esta teología política. Sin él, se pierde de vista la
realización de la representación de la trascendencia en la inmanencia.
La tesis schmittiana debe ser
entendida en un contexto secularizado, pero no por ello menos religioso,
pues, en el mundo de la modernidad atea la religión no solo toma nuevas formas
de expresión, sino que el propio ateísmo puede ser interpretado o bien como una
experiencia negativa de Dios o bien, teológicamente, como una manifestación
negativa de Dios. En este sentido, cabría preguntarse de qué divinidad se
habla tanto en el caso de Kierkegaard, como en el de Schmitt, puesto que ni el
Dios de la teología, repudiada ya por Kierkegaard como dogmática vacía, ni el
Dios de la filosofía, concebida como racionalidad abstracta, pueden dar cuenta
de esta divinidad manifestada a través de la excepción y que le exige al
hombre decidir a partir de una fe paradójica.
8. Conclusiones
1. La noción
de decisión atraviesa toda la obra de Carl Schmitt bajo las distintas
formas de la decisión normativa, la decisión excepcional, la dictadura
soberana, el poder constituyente y el problema de la representación.
2. La noción
de soberanía está expresada en la dialéctica entre decisión y estado de excepción,
es decir, en la decisión excepcional, cuya conceptualización recibe el nombre
de decisionismo.
3. El método
de la analogía conceptual teológico-política o sociología del concepto
de soberanía permite a Schmitt establecer la relación entre conceptos
teológico-metafísicos y conceptos jurídico-políticos de una misma época.
Aplicado a su propio concepto político decisionista de soberanía, da
como resultado la analogía con el fideísmo como forma teológica.
4. La noción
de soberanía tiene como fundamento teológico la experiencia religiosa de la repetición,
pues esta, como aquella, implica la dialéctica de la decisión frente a una
situación extraordinaria. Al mismo tiempo, la repetición, enfrentada con lo
general, se transforma en paradoja de la fe.
5. La
experiencia religiosa de la repetición es la experiencia fundacional de la
filosofía religiosa de Søren Kierkegaard, pues ella constituye el modelo
inicial para describir la experiencia paradójica de la fe, cuya manifestación
concreta es el fideísmo ético.
6. El debate
entre Erik Peterson y Carl Schmitt acerca de la teología política solo
demuestra que al interior de la Iglesia hubo, por lo menos, dos posturas acerca
de las relaciones entre teología y política: una arriana y otra trinitaria. En
tal sentido, Peterson tiene razón en sostener que teológicamente no es posible
fundamentar una teología política desde el cristianismo trinitario.
7. El
problema de la teología política schmittiana, cuyo núcleo es la decisión, no
deriva del arrianismo, como pudiera pretender Peterson, sino de la secularización,
a través del Derecho, de la praxis política de la propia Iglesia. En tal
sentido, no se trata de la secularización de un dogma teológico, sino del
ejercicio simbólico de la representación.
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…………………………………………………………….
Fecha de recepción: 14 de enero de 2020
Fecha de aceptación: 4 de mayo de 2020
Forma de citar
(APA): Campos
García-Calderón, R. (2021) El fundamento teológico del concepto de soberanía
de Carl Schmitt. La experiencia religiosa de la repetición. Revista Filosofía UIS, 20(1),
https://doi.org/10.18273/revfil.v20n1-2021004
Forma de citar
(Harvard): Campos
García-Calderón, R. (2021) El fundamento teológico del concepto de soberanía
de Carl Schmitt. La experiencia religiosa de la repetición. Revista Filosofía UIS, 20(1),
[1]
Peruano. Magíster de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Perú.
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0003-4967-9192
Correo electrónico: rafaelcamposgarciacalderon@hotmail.com
[2] Obra
que, al igual que La repetición, fue publicada por Kierkegaard el mismo
16 de octubre de 1943 bajo el heterónimo de Johannes de Silentio.