De la abolición de la esclavitud a la prohibición de drogas.

 Historia de una paradoja

 

 

From the Abolition of Slavery to Drug Prohibition.

Story of a Paradox

 

Mauricio Gómez Sañudo[1]

Universidad de Huelva, España

 

 

Artículo de reflexión derivado de investigación

https://doi.org/10.18273/revfil.v20n1-2021004

Rev. Filos. UIS

ISSN en línea: 2145-8529

Vol. 20 No. 1, enero – junio de 2021

Resumen

En el presente ensayo se aborda la relación existente entre la causa internacional por la abolición de la esclavitud que fuera liderada por el imperio británico en el siglo XIX y la lucha mundial contra las drogas promovida por los EE.UU. desde el siglo XX, puesto que en cada caso estas dos naciones pudieron imponer al resto del mundo su liderazgo moral y su agenda geopolítica. Además se destaca la forma en la que se asimila la adicción a las drogas con una moderna forma de esclavitud y cómo los EE.UU. lograron arrebatarle al imperio británico su liderazgo moral y económico cuando este último decide renunciar a su negocio de opio hacia la China para sumarse a la cruzada mundial contra las drogas. Y se evidencia que el discurso prohibicionista, antes que para reivindicar a los integrantes de la comunidad negra norteamericana frente a lo que se advierte como una moderna forma de esclavitud, ha servido para marginarles y subyugarles.

Palabras clave

Abolicionismo, esclavitud, indianos, prohibición de drogas, liderazgo moral, EE.UU., criminalización.

Abstract

This essay addresses the relationship between the international cause for the abolition of slavery that was led by the British Empire in the 19th century and the global fight against drugs promoted by the United States since the 20th century, since in each case these two nations were able to impose their moral leadership and geopolitical agenda on the rest of the world. Also highlighted is the way drug addiction is assimilated with a modern form of slavery and how the US They managed to take away from the British empire its moral and economic leadership when the latter decided to give up its opium business towards China to join the world crusade against drugs. And it is evident that the prohibitionist discourse, rather than to vindicate the members of the North American black community against what is seen as a modern form of slavery, has served to marginalize and subjugate them.

Keywords

Abolitionism, slavery, Indians, drug prohibition, moral leadership, United States, criminalization.

 

De la abolición de la esclavitud a la prohibición de drogas.

 Historia de una paradoja

 

1. La abolición del nefando negocio y la superioridad moral de los ingleses

La lucha contra el comercio de ciertas sustancias psicotrópicas que causan adicción no ha sido la única oportunidad en que la erradicación de un determinado comercio —que primero se tiene como inmoral y luego como ilegal— ha servido de bandera a una determinada potencia para erigirse como faro moral frente al resto del mundo e imponer, por este camino, su agenda geopolítica.

Durante el siglo XIX, el imperio británico se consolidó como potencia moral y como gendarme del planeta, cuando se auto-asignó la labor de combatir el innoble comercio de la esclavitud. Así, valiéndose de su posición dominante en el control de los mares y del comercio mundial, el Reino Unido ejerció presión sobre otras monarquías europeas, como la española, la portuguesa o la holandesa, que a comienzos del siglo XIX todavía se beneficiaban y dependían del comercio de esclavos, ante todo para la explotación de sus dominios en ultramar. Los tratados abolicionistas imponían la subordinación a tribunales internacionales para juzgar el delito de trata, ubicados en la colonia inglesa de Sierra Leona —los llamados Tribunales Mixtos Anglo-Español, Anglo-Portugués y Anglo-Holandés—. Los tribunales mixtos se financiaban con el producto de los buques confiscados y concedían a la armada británica la facultad de requisar y capturar las embarcaciones comprometidas con el tráfico de esclavos, incluso a partir de meros indicios; todo esto dio lugar a un lucrativo negocio clandestino que se mantuvo hasta finales del siglo XIX (Arnalle, 1992, pp. 84, 106-108, 124-138 y 340-344).

Vale la pena mencionar que el Tribunal Mixto Anglo Español surgió a raíz del tratado hispánico-británico para la abolición del tráfico negrero del 23 de septiembre de 1817, impuesto por Inglaterra a un debilitado Fernando VII, quien se comprometió a suprimir la trata a cambio de una compensación de cuatrocientas mil libras. Hubo un segundo tratado hispano-británico en 1835, en el que se desarrolló lo pertinente al funcionamiento de las comisiones mixtas y se detallaron los indicios de tráfico que debían tomarse en cuenta para la incautación de navíos (Petit, 2014, pp. 21-36).

De entrada, llama la atención la similitud existente entre ese viejo sistema de control de los mares con el dominio que ejerce la armada estadounidense en aguas internacionales y territoriales de algunos países, en virtud de los pactos globales de lucha contra las drogas ilegales. Al igual que sucedía con la armada británica en el siglo precedente, los navíos de guerra estadounidenses tienen derecho a requisar y detener cualquier nave o aeronave sospechosa de llevar cargamentos de droga o de servir al narcotráfico. Por lo que en uno y otro caso, las tropas británicas o las estadounidenses han operado de facto como gendarmes del mundo entero.

El parecido de las dos proscripciones no solo reside en esos derechos adquiridos de manera unilateral por las potencias dominantes. La señalada prohibición del comercio de esclavos impuesta por el imperio británico, sumada al hecho de que en las plantaciones americanas aún reclamaban mano de obra cautiva, dio lugar a un mercado de contrabando rentable en alto grado, en buena medida controlado por navegantes portugueses y españoles. Ese mercado, que funcionó muy bien hasta 1866 y generó en España una casta de nuevos ricos —los ‘indianos’—, fue motor importante de las economías de varios lugares[2], así como el origen de influyentes hombres de negocios, capaces de incidir en los círculos más elevados del poder (Fernández, 1992, pp. 21-36). Esto es, las mismas estrategias que han seguido en nuestros días los narcotraficantes respecto de las comunidades en donde operan o se arraigan.

De hecho, desde mediados del siglo XIX, cuando las revueltas que sacudían a Cuba anticipaban la pérdida de la última colonia española en América, la ciudad de Barcelona se había convertido en el principal polo de atracción para los ibéricos que retornaban después de haber “hecho las Américas” en la isla; ante todo porque era a través de Barcelona y la flota catalana que Cuba se conectaba con la península española (Yáñez, 2006, pp. 681-684). Por este camino se trasladaron al sistema financiero europeo cuantiosas fortunas amasadas por los “indianos” en plantaciones e ingenios cañeros, operados con mano de obra esclava obtenida a través del tráfico negrero que perseguía la armada británica en aguas internacionales y constituía un negocio rentable como pocos, aunque arriesgado, al cual se hallaban vinculados estos “indianos”.

Frente a esta temática, la de los “indianos” y su retorno a la península, existe numerosa literatura, no se ha dejado de investigar y se ha identificado el origen de muchas de las fortunas actuales en aquellos dineros espurios. En su estudio de caso en torno la familia de Agustín Goytisolo Lezarzaburu, por ejemplo, Rodrigo (2003) muestra con detalle los orígenes humildes de este personaje en la costa vizcaína, su viaje a la isla de Cuba en condición precaria, la manera como creó su capital a partir de haciendas cañeras explotadas con mano de obra esclava, al igual que su traslado a la ciudad condal y el proceso de transferencia de su capital desde Cuba hasta España.

Pero nadie como el cántabro Antonio López y López —dueño de la compañía Trasatlántica, del Banco Hispano Colonial así como de la Compañía de Tabacos de Filipinas, marqués de Comillas desde el 3 de junio de 1878— encarna la figura de los “indianos” como prósperos e influyentes hombres de negocios de origen humilde, que estuvieron vinculados al comercio de esclavos cuando este ya era ilegal, pero que blanquearon luego sus fortunas —y sus nombres— con inversiones en la península y no pocas obras pías (Gómez, 3 de marzo de 2018).

De manera que el contrabando transoceánico de esclavos en el siglo XIX constituye el antecedente de la estrecha relación entre economía legal y economía criminal a escala trasnacional, situación tan característica del narcotráfico. Los productos de una plantación, cosechados y procesados por africanos mantenidos en situación de esclavitud en Cuba, eran posteriormente objeto de un comercio legal en los mercados europeos y americanos, mientras que las cuantiosas ganancias resultantes del tráfico ilegal de esclavos se transformaban en inversiones legales mediante la adquisición de valiosas propiedades y a través del naciente sistema financiero mundial (García, 2008). Exactamente lo que hacen los traficantes de drogas en nuestros días con sus redes de lavado de activos.

En uno u otro caso —la trata de esclavos en el siglo XIX o el comercio de drogas prohibidas— sus protagonistas son comerciantes inescrupulosos que acumulan enormes fortunas a costa de la ruina de muchos, mediante negocios que resultan altamente lucrativos, en gran medida, por darse en un ámbito clandestino e ilegal.

Por eso, no extrañará comprobar que muchos de los que abrazaron la causa abolicionista del comercio de esclavos se sumaron al movimiento prohibicionista de las drogas, surgido en la segunda mitad del siglo XIX como expresión de la reacción conservadora al régimen de libertad absoluta en la disposición farmacológica que imperaba desde la caída del antiguo régimen. La drogadicción se entendía como una moderna forma de esclavitud, fuente de lucro para gentes sin escrúpulos, pues el adicto pierde su voluntad y su plena libertad a manos de ciertas drogas; de modo que abolicionistas y prohibicionistas no dejaban de ser, cada cual a su modo, heroicos liberadores de los esclavos (Davenport-Hines, 2003, p. 1993).

Claro es que, si tenemos en cuenta que la pérdida de la libertad de los esclavos era dependencia real y tangible, y que en el caso de los drogadictos apenas se trataba de una metáfora, la estrecha analogía entre ambas situaciones ciertamente se debilita: la dependencia a las drogas surgía y surge hacia psicotrópicos tomados de manera voluntaria, sin obligación inmediata de consumirlos.

Sea como fuere, la causa prohibicionista que impulsaban los sectores evangélicos y puritanos fue secundada por posturas progresistas, en especial aquellas que reclamaban algún tipo de intervención de los gobiernos estatales o federales ante la drogadicción. Y las sustancias venenosas eran vistas como un severo problema contra el que los prohibicionistas, los reformadores sociales y los partidarios de la intervención gubernativa se aliaron para garantizar la purificación de la sociedad y la protección de la infancia.

2. El fin del negocio del opio y el nuevo orden

De tal forma, a finales del siglo XIX se presentó un escenario apropiado para la confluencia de los propósitos civilizadores y humanizadores claramente modernos, hacia los cuales propendían los higienistas y los defensores de la moral del deber, con los intereses moralistas defendidos por los sectores más conservadores de la sociedad, regularmente liderados por activistas religiosos, opuestos a un ejercicio ampliado de las libertades ciudadanas. De tal conjunción se derivó un nuevo orden moral, de apariencia civil o laico, gestado al interior de la reacción antiliberal que se vivió entre las comunidades puritanas de los Estados Unidos.  En este contexto surgió el ‘Partido Prohibicionista’ (Prohibition Party) que desplegó sus actividades hasta mediados del siglo XX[3].

Mientras tanto, bajo la dinastía Manchú (Qing), el imperio chino atravesaba un particular proceso económico que determinó la implantación de un régimen de prohibición sobre el comercio y consumo del opio importado. Para las autoridades imperiales, el progresivo debilitamiento de China frente a sus contrapartes occidentales se debía a la efectividad de las flotas de mercaderes portugueses, españoles, holandeses, franceses, ingleses o norteamericanos. Y el origen de la debilidad se veía ante todo en el negocio de las casas comerciales de Occidente en especial, la británica East India Company— para importar el opio desde el Imperio Otomano, Persia, India e Indonesia, hasta los puertos chinos. Una vez introducido era intercambiado por dinero metálico y chinoiseries té, sedas, joyas, porcelanas, artilugios, especias. Luego, esos mismos mercaderes lo vendían a buen precio en las dos costas de Estados Unidos y en toda Europa y dejaban enormes ganancias y un creciente saldo negativo en la balanza de pagos externa del Imperio Chino, si se considera que el consumo o la necesidad de opio aumentaba progresivamente y no podía ser satisfecho con la producción interna (Escohotado, 2004, v. 2, pp. 21-28).

Así que la prohibición de importar opio, impuesta por el emperador Daoguang en 1829, tuvo ante todo una inspiración fiscal, por más que el alto comisario imperial Lin Tse-hsu buscara conmover a la reina Victoria con la idea de que el opio intoxicaba a millones de conciudadanos[4]. Con esta medida, antes que dirigirse a combatir dicha sustancia per se, se buscó limitar la salida de divisas o de mercancías duraderas a cambio de un elemento tan fungible como es el opio, además de intentar revertir la negativa balanza de pagos en su comercio con los occidentales a raíz del comercio del opio indio introducido en el imperio chino, principalmente, por la East India Company.

No obstante, a pesar de que la sanción contra los infractores fuese la horca, lo único que generó tal prohibición fue un elevado nivel de corrupción entre los funcionarios imperiales y un floreciente negocio en torno al contrabando de opio hacia la China, que continuaron usufructuando los comerciantes de occidente a unos niveles de ganancia que crecieron exponencialmente después de la prohibición. Un motivo más para aumentar el repudio popular hacia los gobernantes Qing; al igual que el resurgimiento de las sociedades secretas, que sirvieron como red de distribución clandestina para suplir la demanda de millones de usuarios habituados (Escohotado, 2004, v. 2 pp. 26, 147-148).

Cuando las autoridades imperiales decidieron extremar su política prohibicionista, y requisaron y destruyeron veinte mil cajas de opio de comerciantes europeos que se hallaban en el puerto de Cantón, el Reino Unido respondió enviando una flota de guerra que enfrentó y venció a las tropas imperiales, so pretexto de imponer la libertad de comercio. Se conoce como la primera de las guerras del opio (1839 a 1842), que culminó en el tratado de Nanking mediante el cual China cedía al Reino Unido el puerto de Hong-Kong, se comprometía a abrir cinco nuevos puertos al tráfico internacional y asumía el pago de una compensación de trece dólares por cada kilo de opio destruido.

La segunda de las guerras del opio (1856 a 1860) tuvo origen en la negativa, por parte del virrey de Cantón, de pagar las indemnizaciones pactadas en el tratado de Nanking y se complicó con la ejecución de un misionero francés en Yaoshan. Nuevamente ganaron las potencias occidentales ahora, Reino Unido y Francia—, coaligadas militarmente contra el Imperio de los Qing. Los términos de la rendición se fijaron en el tratado de Tianjin (1858) y en la sucesiva convención de Pekín (1860). En virtud de estos documentos, China aceptaba el libre comercio de opio, la apertura de más puertos al comercio con extranjeros, la residencia permanente en Pekín de un cuerpo diplomático occidental legaciones del Reino Unido, Francia, Portugal, EE.UU. y Rusia, las expediciones comerciales de esas naciones al interior del país y por el río Yangtsé e, incluso, la libertad de movimiento de misioneros cristianos. Así, tras las derrotas militares frente a Occidente, China se vio obligada a aceptar la imposición de ventajas a favor de las potencias en el marco de lo que hoy se conoce como “tratados desiguales”[5].

Las sustancias en adelante suministradas por laboratorios europeos y norteamericanos de forma masiva, con el consiguiente aumento de la dependencia del Imperio respecto de los productos de Occidente, supusieron para China un resquebrajamiento aún mayor de la autoridad de los Qing y la imposición externa de un sistema de libertad de comercio sobre todo tipo de mercaderías, incluido el opio o cualquiera de sus derivados (morfina, codeína y heroína).

Ahora bien, luego de la legalización del comercio del opio en China, las tasas de consumo comenzaron a disminuir. Fumar opio pasó de ser un símbolo de resistencia contra la dinastía Qing a considerarse un comportamiento asociado con los cada vez más odiados comerciantes de Occidente. Además, desde 1880 se produjo un giro notable en las políticas imperiales hacia el opio, en tanto que se adoptaron medidas de carácter asistencial a favor de los adictos y se incentivó el cultivo de adormidera en distintas provincias del Imperio para atender la demanda interna, a tal punto que hacia finales de siglo la producción china cubría el 85% de la demanda nacional (Escohotado, 2004, v. 2, pp. 153-154). Para el resto del mundo se hizo evidente que los poderes coloniales habían sido capaces de imponer a una nación debilitada el comercio de productos o sustancias perjudiciales, solamente porque los réditos financieros de los negocios lo dictaban, bajo el dominio de una total para Occidente libertad de comercio.

Después de la imposición del libre comercio tuvieron lugar cambios significativos en la política imperial. Se generó un modelo preventivo y asistencial que, paradójicamente, demostró su efectividad en cuanto a la contención o reducción de los niveles de consumo y en la creación de una cultura del autocontrol. De este modo, la ineficacia del sistema prohibicionista quedaba probada en la práctica.

Y sin embargo, fue precisamente el asunto del innoble comercio del opio el pretexto usado por el movimiento prohibicionista para crear un ambiente contrario al tráfico de opio en las naciones de Occidente. A finales de siglo, según los magnificados cálculos de los agentes del prohibicionismo, el negocio se servía de la adicción de cientos de millones de chinos, lo que, a su vez, sumía en la miseria a gran parte de la población. Hoy se sabe que la conclusión no era del todo exacta, pues las cifras disponibles sobre el volumen de opio importado en China indican que el número total de adictos no debió pasar de un par de millones (Escohotado, 2004, pp. 158-160).

También se tiene claro que la generalizada miseria de la población local se debía mucho más a los problemas estructurales que afectaban, desde siglos atrás, al sistema económico del, otrora, gran imperio comercial, sumados a las enormes inequidades que generaba. Y no es posible culpar de todos los problemas de la China imperial al consumo de opio que, en cualquier caso, no era superior a los niveles de adicción y consumo del narcótico que se daban por entonces entre la población de la India, donde no suponían ninguna dificultad social o económica que pareciese notable (Davenport-Hines, 2003, pp. 163-166).

A finales del siglo XIX, cuando el negocio del opio hacia el mercado chino que manejaba la East India Company era una de las principales fuentes de ingresos para el imperio británico, la Sociedad para la Supresión del Mercado del Opio (SSOT), presidida por el comerciante cuáquero Sir Joseph Pease, propugnaba la prohibición  de cualquier uso no médico del narcótico y la declaración de ese tráfico como inmoral. Para estudiar el asunto, el gobierno de Gladstone acordó poner en marcha una comisión con participación de los funcionarios coloniales en la India y se concluyó que resultaba imposible e impensable, por sus implicaciones para el fisco, suprimir el negocio del opio (Davenport-Hines, 2003, pp. 169-171).

Algo parecido sucedió en relación con la marihuana, ‘ganya o ‘bhang’, como se la conoce en India, puesto que los misioneros protestantes se oponían al consumo de la hierba por su fama como afrodisiaco. Ante dicha presión de los misioneros, el gobierno colonial designó en 1893 un comité presidido por sir William Mackworth Young, comisionado financiero del Punjab, para investigar el consumo de cáñamo, que tampoco encontró grandes males sociales causados por la ingesta del cannabis ni de sus derivados, y desaconsejó suprimir el mercado libre de estas sustancias ante el riesgo de que sus consumidores se aficionaran a “alguna otra cosa”. Otro dictamen oficial, conocido como “Informe Brassey”, fue el fruto de un nuevo encargo del gobierno británico en torno al consumo de sustancias psicotrópicas en sus dominios coloniales de Oriente. Sus resultados desmontaron varios mitos sobre las consecuencias de la ingesta de esas sustancias, por lo que el informe fue atacado por empresarios morales como el obispo episcopal Charles H. Brent, para quien el estudio resultaba poco creíble, pues había sido encargado por un gobierno financiado en gran medida por el comercio de opio (Davenport-Hines, 2003, pp. 176-180, 194 y 195).

 A pesar del rechazo popular frente a los consumidores de opiáceos, debido en gran medida a la mala fama del rey Jorge IV (1762-1830) quien se sabía consumidor, el reparo extendido durante la época victoriana no dio lugar a medidas legales inmediatas dirigidas a la prohibición. Tan solo en 1841, con la fundación de la Sociedad Farmacéutica de Gran Bretaña, se impulsó la regulación del suministro doméstico de opio, mientras que en la Ley de Farmacia y Venenos de 1868 se impuso finalmente la obligación de la receta médica para el suministro de opio o morfina; no obstante, en la práctica, tal norma no tuvo un cumplimiento riguroso, pues un farmacéutico admitió en 1893 que esos psicofármacos se vendían a quien quisiera comprarlos (Davenport-Hines, 2003, pp. 58, 60 y 163).

Con todo, no se puede dejar de lado la implicación de las comunidades evangelistas en el movimiento político que derivó en la abolición de la esclavitud en el imperio británico desde 1833, al igual que en la república francesa y en la mayoría de las repúblicas suramericanas hacia mediados del siglo XIX (Helg, 2018, pp. 356, 357 y 360-364). Ni tampoco que los orígenes del moralismo victoriano se remontan al metodismo de principios del siglo XIX y que su inclinación al bien había llevado a los evangelistas de la Iglesia de Inglaterra a reclamar la abolición de la esclavitud, pues ese moralismo tenía un propósito más amplio al reprimir las acciones, palabras y pensamientos que fueran contra las convenciones o alterasen el estado de cosas, de tal modo que cada individuo se habría de convertir en su propio policía, con lo cual la moral dominante actuaba como proyecto antisubversivo (Barzun, 2004, p. 817).

No era, pues, contradictorio que se apoyase la lucha contra el “nefando negocio” de la trata de esclavos y que se reclamase una mayor acción frente a la forma moderna de esclavitud: la adicción a las drogas. Así, aunque las comisiones oficiales sobre el opio y la marihuana no encontraron motivo suficiente para condenar la producción y el comercio de tales sustancias ni sus derivados y compuestos, los sectores moralistas del Reino Unido se hicieron eco del reproche norteamericano sobre las ganancias que Gran Bretaña obtenía con un negocio indigno y presionaron al gobierno inglés para que renunciara al negocio del opio en Oriente, apoyara el movimiento prohibicionista y, finalmente, se sumara a la convocatoria de las conferencias de Shanghái (1909) y La Haya (1912).

Incluso entre los revolucionarios y los integrantes del movimiento socialista/comunista, testigos de la creciente adicción a los opiáceos y la cocaína entre los obreros de diversas metrópolis europeas, las drogas aparecían como instrumento de dominación y aletargamiento del pueblo. A pesar de que Karl Marx se opuso a la ilegalización de su tráfico o consumo para que dejara de ser una fuente de corrupción, pues en 1858 desde las páginas del New York Daily Tribune denunció la hipocresía del gobierno británico y su negocio de contrabando de opio hacia la China, Marx objetó al consumo de drogas que estas fabricaban ilusiones con las que los obreros se evadían de la miseria y la injusticia cotidiana. Además, en Marx se dio la equiparación de la trata de esclavos con el comercio de drogas, y su famosa sentencia sobre “la religión es el opio del pueblo” la expresaba de manera literal y no metafórica, pues tanto las drogas como la religión eran instrumentos alienantes de la voluntad del obrero[6].

Así, como se anticipó, no resultó extraña la participación en las filas prohibicionistas de los sectores libertarios y progresistas de la sociedad, conmovidos por lo que percibían como nuevas formas de dominación total de unos individuos sobre otros. De hecho, la andanada contra el opio en Inglaterra también fue un asunto de políticos liberales, como Theodore Taylor, quien provocó un cambio trascendente en 1906, cuando logró que la Cámara de los Comunes declarara que el comercio indochino del opio era moralmente indefendible (Davenport-Hines, 2003, p. 194).

La causa mundial contra el opio que lideraban los sectores puritanos era imparable. En tanto que con la jugada geopolítica del presidente Theodore Roosevelt, de proponer una lucha mundial contra la esclavitud ‘moderna’ que representaban las ‘drogas’, su país logró arrebatar al imperio británico al tiempo que golpeaba severamente sus finanzas el liderazgo moral que ejercía desde el siglo XIX a cuenta de la lucha contra el comercio de esclavos. De hecho, puede intuirse que la pérdida de la supremacía inglesa comienza cuando el Reino Unido decidió abandonar el negocio del opio para sumarse a la lucha contra las drogas (Davenport-Hines, 2003, p. 195). No fue gratuito, entonces, que Roosevelt tomase la bandera del prohibicionismo a comienzos del siglo XX, pues en adelante el gobierno americano impondría su agenda geopolítica a terceros países.

A partir de ahí, la lucha contra las drogas prohibidas y el narcotráfico funcionó como instrumento de dominación al servicio de los Estados Unidos. A instancias de su liderazgo en la lucha contra las ‘drogas’, ese país impone su agenda a los países más débiles, en una clara expresión de la ‘real politik’ dirigida a maximizar sus intereses en el concierto internacional[7].

3. La gran paradoja de la prohibición de drogas

Nadie puede negar entonces que las autoridades estadounidenses asumieron el rol de tutores morales, garantes de un mundo libre de ‘drogas’ y líderes del nuevo orden mundial imperante desde el siglo XX. Los pilares de este sospechoso mecenazgo son el libre mercado, las formas democráticas de gobierno y la lucha antidrogas. Cualquier país que no acate esos pilares pasará a formar parte del bando de los ‘malvados’, a los que se debe perseguir y combatir; actitud que resulta muy parecida a la que se asumió el Reino Unido durante el siglo XIX respecto del tráfico negrero, que era tolerado en algunas partes del mundo y cuya persecución como crimen internacional le permitió a la armada británica mantener el control de los océanos e incluso incursionar dentro del territorio africano para atacar las factorías de los negreros.

Tras los pasos de Inglaterra, el protagonismo y liderazgo de los Estados Unidos es lo primero que destaca cuando se aborda la implicación de la política antidroga en el ordenamiento mundial. En efecto, el discurso prohibicionista, en general, y la ‘guerra contra las drogas’, en particular, han sido usados por los sucesivos gobiernos y el estamento político estadounidense para consolidarse como máximo gendarme de las políticas prohibicionistas ‘acordadas’ por la comunidad internacional e imponer sus intereses por esta vía a terceros países, mientras, a su vez, combaten a sus rivales económicos e ideológicos[8].

No obstante, al reparar en el proceso político interno de los EE.UU., queda en entredicho el liderazgo moral que les han otorgado a los gobernantes norteamericanos sus sucesivas cruzadas contra las drogas ilegales, bajo el alegato de que se enfrentan a una moderna y sofisticada forma de esclavitud, como lo es la adicción a las sustancias prohibidas, que doblegan la voluntad de sus consumidores. La lucha a muerte contra el mal moderno de las ‘drogas’ no ha supuesto la redención o liberación de los adictos, sino, por el contrario, la criminalización y marginalización de millones de desafortunados a quienes se identifica con el tráfico o consumo de ‘drogas’ prohibidas, entre ellos, los descendientes de aquellos esclavos a los que finalmente se otorgó la libertad después del tortuoso proceso de la guerra de secesión, mediante la Decimotercera Enmienda aprobada en diciembre de 1865 (Helg, 2018, pp. 366 y 267).

En su célebre obra “Nuestro derecho a las drogas. En defensa de un mercado libre”, el psiquiatra húngaro T. Szaz, propone una interesante reflexión en torno a la prohibición de las drogas y la concepción anglosajona de la propiedad como expresión básica de la libertad. Szaz parte de un conocido capítulo de la historia constitucional norteamericana, el famoso caso Scott vs. Sanford de 1857, en el que el Tribunal Supremo negó la solicitud de libertad elevada por Dred Scott, alegando que los esclavos eran propiedad ajena y que la Constitución no contemplaba entre las competencias del Congreso facultad alguna para inmiscuirse en esta clase de propiedad. Sobre el sistema de prohibición de ciertos psicotrópicos, el autor concluye lo siguiente:

Lo que encuentro notable al confrontar el caso Dred Scott y la Harrison Narcotic Act es que en 1857 los americanos blancos tenían derecho constitucional a poseer negros americanos porque los esclavos negros constituían una propiedad ajena; y que apenas medio siglo más tarde, en 1914, los americanos no tenían ya derecho a poseer opiáceos porque el Congreso los declaró ‘narcóticos’, no susceptibles de compra y venta como ‘artículos de comercio’. Desde la ficción de que los negros eran propiedad ajena y desde las leyes basadas en ella que facultaron a los blancos a esclavizarles literalmente, la nación se trasladó a la ficción de que determinadas drogas esclavizaban (metafóricamente) a las personas, y a la legislación basada en ella que ilegalizó drogas conducentes a la esclavitud (Szaz, 1992, p. 35)

El mismo argumento que sirvió a los gobernantes estadounidenses para consolidar su liderazgo moral a nivel global su lucha contra lo que se percibe como la forma de esclavitud moderna ha sido usado por tales autoridades con el fin de discriminar, controlar y subyugar a grupos marginales de la sociedad norteamericana, como negros y latinos.

La guerra contra las drogas ha sido, ante todo, una guerra contra los integrantes de esas minorías. Una investigación del diario USA Today mostraba que “los negros constituyen el 12.7% de la población y el 12% de los ‘consumidores habituales de drogas’, pero en 1988 el 38% de los detenidos por cargos relacionados con el narcotráfico eran negros” (Szasz, 1992, 165). En tanto que de acuerdo al National Institute of Drug Abuse (NIDA) “aunque solo el 12% de los consumidores de drogas ilegales sean negros, son negros el 44% de los detenidos por simple posesión y el 57% de los detenidos por tráfico” (Szasz, 1992, 165).

En tanto que en otra investigación dirigida por el Sentencing Project de Washington se descubrió que mientras uno de cada cuatro ciudadanos negros entre 20 y 29 años de edad se encontraba en prisión o libertad condicional, tan solo uno de cada dieciséis blancos del mismo rango de edad estaba en similar situación (Szasz, 1992, 165).  

A su vez, de acuerdo a la periodista Clarence Page, al mismo tiempo “que 610.000 negros entre los 20 y los 30 años estaban en prisión o bajo la supervisión del sistema penal, apenas 430.000 estudiaban el bachillerato(Szasz, 1992, 166). A los fumadores de crack negros se les imponía el doble de la pena impuesta a los consumidores de cocaína blancos (Szasz, pp. 168 a 171). Incluso, el Servicio Aduanero de los Estados Unidos ha reconocido que utiliza perfiles basados en la raza para identificar en los aeropuertos a posibles correos o ‘mulas’, de acuerdo a una resolución de 1989 aprobada por el Tribunal Supremo; “cuanto más oscura es tu piel, mayores son las posibilidades” (Szasz, 1992, p. 168). De forma tal que como lo denunciara el diario Los Angeles Time, a causa de la prohibición de ciertas drogas, se ha criminalizado a la América negra de una manera asombrosa (Szasz, p. 166).

Así, la gran paradoja que se deriva de lo anterior es que las normas prohibicionistas se implantaron para liberar a los consumidores de lo que se decía la nueva forma de esclavitud. El diagnóstico de quienes promovían la prohibición de ciertas drogas sostenía que las mismas seducían, ante todo, a los menos afortunados, carentes de la voluntad necesaria para alejarse de lo que no les convenía en absoluto. Y los primeros prohibicionistas alegaban que los negros recién liberados caían fácilmente presos en la adicción a la cocaína, por lo que la proscripción en clara actitud paternalistagarantizaba que estos sujetos “débiles de carácter” no fueran esclavizados de nuevo.

Durante la década de los Cincuenta se implantó el ‘macartismo’ en los Estados Unidos. Dicha corriente supuso un anticomunismo visceral y la persecución de homosexuales, drogadictos y, en general, de cuantos se entendiesen desviados o disidentes. Harry Anslinger, al frente del Federal Bureau of Narcotics (FBN) y siempre con el apoyo de la prensa sensacionalista, utilizó el aparato policial y sus agentes encubiertos para perseguir a quienes, en su opinión, representaban el estereotipo del drogadicto que merecía ser aleccionado; así se transmitía el mensaje de que quienes estaban en las drogas jamás tendrían un buen final. Ha sido bien documentada la forma en que Anslinger se encargó de arruinar e, incluso, de llevar hasta la muerte con su persecución a muchos célebres artistas, entre ellos músicos de blues y jazz que, como pocos, encarnaban la imagen de negros exitosos, y consiguió salirse con la suya en una sociedad predominantemente blanca, para quienes el consumo de sustancias prohibidas era parte de su ‘sello de distinción’, incluso desde antes de la prohibición (Shapiro, 2006, pp. 64-80 y 103-113).

La cantante Billie Holliday debió pagar un alto precio por haber sido una mujer liberal, negra y adicta a las drogas en una sociedad machista de blancos puritanos. Como fruto de distintos montajes de los agentes de Anslinger, terminó encarcelada en varias ocasiones por posesión de drogas y le cancelaron su licencia para actuar en varios lugares del país. Esposada a su propio lecho en el Metropolitan Hospital de New York, donde se hallaba internada por distintas dolencias, le suspendieron el tratamiento de metadona, prescrito por su médico para paliar el síndrome de abstinencia a la heroína. Falleció a los pocos días el 17 de julio de 1959[9].

Lo más paradójico de todo es que la comunidad negra estadounidense apoya con entusiasmo esa ‘guerra’, a pesar de que se ha estigmatizado en masa a los jóvenes negros americanos bajo el pretexto de protegerlos de sustancias peligrosas. Son pocas las excepciones, como el predicador musulmán Luis Farrakhan, quien, en la línea reivindicativa de Malcolm X, denunció “la guerra contra los jóvenes negros bajo el disfraz de lucha contra las drogas” [la cursiva es propia]. (Szasz, 1992, p. 167).

En efecto, los musulmanes negros de los EE.UU. que apoyan el libre mercado de drogas consideran que “la intromisión terapéutica de los estatistas conlleva a una degradación de la persona, pues se pone en condición de necesitar ayuda, tanto como a un expolio de su estatus como agente moral responsable, lo que es degradante”; y para ellos, la medicalización del problema, al tratar el consumo de las sustancias prohibidas como delito o enfermedad, “es un método perverso para impulsar el consumo de drogas, el crimen, la dependencia económica, la desmoralización personal y la ruptura de la familia” [la cursiva es propia]. (Szazs, 1992, pp. 172 y 173).

Por el contrario, los predicadores cristianos protestantes negros, que aglutinan a la mayoría de la comunidad, utilizan a menudo la metáfora de la esclavitud para condenar el consumo de estupefacientes y culpan del consumo entre los negros al capitalismo de blancos ricos, así como a los barones suramericanos del narcotráfico. Y cuando se han promovido a integrantes de la comunidad negra en los estamentos encargados de combatir las drogas como sucedió con Reuben Greenberg, designado como su policía favorito por el ex-zar de las drogas William Bennett es porque aquellos han demostrado su eficacia persiguiendo como narco-delincuentes a los miembros más indefensos de su propia comunidad (Szazs, 1992, p. 171).

De manera que, si se han de considerar los conceptos de libertad/esclavitud desde una perspectiva metafísica como desde una perspectiva jurídica, política y social tal como fueron conceptualizadas estas categorías por parte de los filósofos clásicos Cicerón, Séneca y Epicteto (Ortiz, 2018), es evidente que el régimen internacional de prohibición de ciertas drogas, promovido desde los gobiernos de los EE.UU., solamente ha supuesto la esclavitud metafísica de los integrantes de las comunidades marginales de dicha nación, especialmente los afroamericanos; puesto que su voluntad, en últimas, ha quedado supeditada a los designios de la guerra contra las drogas, que no les son para nada favorables.

De hecho, el régimen prohibitivo de ciertas ‘drogas’ ha supuesto notorias limitaciones a la libertad jurídica, política y social de los miembros de tales comunidades marginales, con lo cual quedaría descartada la promesa reivindicativa o emancipadora que trae consigo el régimen internacional de prohibición de drogas promovido por los gobernantes estadounidenses desde el siglo XX y, por el contrario, se hace evidente que dicho régimen prohibitivo tan solo ha funcionado como una pieza indispensable en el mecanismo de marginación estructural que padece la comunidad negra estadounidense.

 

Referencias

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Fecha de recepción: 22 de abril de 2020

Fecha de aceptación: 9 de julio de 2020

 

Forma de citar (APA): Gómez-Sañudo, M. (2021). De la abolición de la esclavitud a la prohibición de drogas. Historia de una paradoja. Revista Filosofía UIS, 20(1), https://doi.org/10.18273/revfil.v20n1-2021005

 

Forma de citar (Harvard): Gómez-Sañudo, M. (2021). De la abolición de la esclavitud a la prohibición de drogas. Historia de una paradoja. Revista Filosofía UIS, 20(1),



[1] Colombiano. Abogado y Politólogo de la Universidad de los Andes, Colombia. Estudiante de Doctorado en Ciencias Jurídicas en la Universidad de Huelva, España.

ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-5826-8814

Correo electrónico: mauricio.gomez@alu.uhu.es; gomezsanudo@gmail.com

[2] Santander, Cádiz, La Coruña, País Vasco, Asturias..., más los poblados catalanes de Begur, Sant Pere de Ribes, Vilassar de Mar y la propia Barcelona.

[3] El ‘Partido Prohibicionista’ fue creado en el año de 1869, en el seno del “Movimiento por la Templanza” (‘American Society for the Promotion of Temperance’), surgido a su vez entre las comunidades puritanas de EE.UU., que conciben al cuerpo y al alma como pecaminosos, aunque susceptibles de salvación; de manera que en las costumbres y normativas morales de estas comunidades existe una importante tendencia hacia limitar el consumo de las sustancias que alteran la conciencia en general. Aunque su principal foco de atención hubiesen sido las bebidas alcohólicas, que se percibía como uno de los principales problemas en la sociedad norteamericana de aquella época. Para los puritanos, ante un entorno de vicios y virtudes, teniéndose por vicios, entre otros, a la ingesta de sustancias que alteren la conciencia; los hombres virtuosos son aquellos que tomen buenas decisiones en uso de su razón y en la permanente búsqueda de la felicidad, eligiendo siempre el camino de la sobriedad. Sobre el tema ver Escohotado (2004), v. 2 pp. 117, 126-129, 181 y 224.

[4] En el año de 1838, el alto comisionado imperial para el asunto de la prohibición del opio Lin Tse-hsu dirigió una carta a la reina de Inglaterra en la que se atacaba el innoble comercio del que se estarían lucrando los extranjeros; advertía además sobre las nuevas reglas impuestas para prohibirlo, que incluían la pena de muerte. Se recibió con asombro en Londres ya que, por entonces, el opio se comerciaba por toda Europa sin restricción alguna y gozaba de alta popularidad; lógicamente la respuesta fue negativa, pues la corona inglesa no estaba dispuesta a renunciar a los enormes ingresos que le reportaba el negocio del opio de la East India Company. Sobre el tema ver Escohotado (2004) v.2, p. 150.

[5] En virtud de estos tratados el imperio chino debía hacer una serie de concesiones a las potencias vencedoras, sin una mínima contraprestación: fuertes reparaciones de guerra, apertura de puertos y mercados para los comerciantes occidentales, residencia y libertad de evangelizar a favor de los cristianos, hasta perder territorios como Hong-Kong y la península de Kowloon, que pasaron a manos de Gran Bretaña. Y aunque el término de "tratado desigual" se usa desde principios del siglo XX, la población china noto desde un comienzo la falta de equidad y de reciprocidad en sus términos. Tras el primero de esos tratados (Nanking, 1842), arriba recordado, siguieron los tratados de Wanghia (1844), suscrito con los EE.U.U; el de Whampoa (1844), suscrito con Francia; el de Aigun (1858), celebrado con Rusia; el de Tientsin (1858) suscrito con Francia, Reino Unido y los EE.UU.; la Convención de Pekín (1860), acordada con Francia, Reino Unido y Rusia; el tratado de Pekín Sino-Portugués (1887), suscrito con Portugal; el de Shimonoseki (1895) suscrito con Japón; el de Li-Lobanov (1896), suscrito con Rusia; la Convención para la extensión del territorio de Hong-Kong (1898), con el Reino Unido; el Protocolo Boxer (1901), suscrito con Francia, Reino Unido, Rusia, Estados Unidos, Japón, Alemania, Italia, el imperio Austrohúngaro, Bélgica, España y Holanda; al igual que las Veintiuna Exigencias (1915) pactadas con el imperio japonés. Sobre el tema ver Escohotado, 2004, v. 2. Así mismo ver Torres, pp. 8 y 9.

[6] Sobre el asunto del uso de masivo de psicofármacos entre la clase obrera para hacer frente a las tensiones causadas por los procesos de industrialización, así como la posición de Karl Marx frente a las drogas, ver Schivelbusch (1995) pp. 241-245 y Ruiz (2013).

[7] Uno de los principales exponentes de la ‘real politik’ como doctrina que habría de guiar la política exterior norteamericana fue precisamente el presidente Theodore Roosevelt, quien promovió las primeras conferencias internacionales antidroga de Shangai (1909) y La Haya (1912).  Sobre el tema ver Sinha, 2001, pp. 7-12.

[8] El capítulo más reciente de esta práctica imperial ha sido la orden de captura por narcotráfico en contra del presidente venezolano Nicolás Maduro, totalmente contrario a los intereses norteamericanos. Sobre tal asunto ver Guimón y Manetto (26 de marzo de 2020).

[9] Sobre la persecución de Anslinger en contra de Holliday ver Hari (2015) pp. 19-50 y Davenport-Hines (2003), p. 340. Al parecer, el comisionado jamás perdonó a la cantante hacer celebre la tonada ‘Strange fruit’, que terminó convirtiéndose en un punto de referencia en torno al consumo de drogas y a una postura reivindicativa para la población negra en Norteamérica.