Moral y derecho en el siglo XXI

 

 

Moral and Law in the XXI Century

 

José Mateos Martínez[1]

Universidad de Murcia, España

 

 

Artículo de reflexión derivado de investigación

https://doi.org/10.18273/revfil.v20n1-2021003  

Rev. Filos. UIS

ISSN en línea: 2145-8529

Vol. 20 No. 1, enero – junio de 2021

 

Resumen

Uno de los mayores dilemas de la Filosofía del Derecho se encuentra en el contenido moral de la ley. Durante siglos, centenares de autores han discutido sobre si la ley debe tener necesariamente un determinado contenido axiológico para ser válida, así como sobre la naturaleza de tal contenido, o si por el contrario basta con que sea aprobada por los cauces legalmente previstos para su validez. En la presente obra examinaremos la cuestión con base en el pensamiento de los más prominentes filósofos del derecho de la actualidad.

Palabras clave

Moral, ley, iusnaturalismo, positivismo, Derechos Humanos

Abstract

One of the greatest dilemmas of the Philosophy of Law is found in the moral content of the law. For centuries, hundreds of authors have discussed whether the law must necessarily have a certain axiological content to be valid, as well as the nature of such content, or whether it is enough for it to be approved by the legally established channels for its validity. In the present work we will examine the question based on the thinking of the most prominent philosophers of law today.

Keywords

Law, natural law, positivism, Human Rights

 

Moral y derecho en el siglo XXI

 

1. La influencia de la moral en el derecho: perspectivas iusfilosóficas

Una cuestión inherente a la justificación del derecho es la determinación de cuál ha de ser su fundamento último. Aquí se plantea la clásica dicotomía entre un relativismo —difícilmente absoluto en los tiempos actuales— que asume como derecho válido cualquier producto normativo surgido del poder legislativo, y las tesis, no necesariamente iusnaturalistas, que recurren al contenido de la norma, para determinar su validez, y la rechazan si contradice unas nociones de justicia que generalmente coinciden con el respeto a la dignidad humana. En las siguientes líneas se recogerán las posturas iusfilosóficas que, a este respecto, se han ido configurando a lo largo de las últimas décadas, citando a algunos de sus representantes más prominentes.

1.1 Separación entre Derecho y moral: el positivismo jurídico

El positivismo se construye, a efectos de identificar el origen del contenido del derecho, sobre dos tesis fundamentales: la de las fuentes sociales y la de la falibilidad moral (García Figueroa, 1998, p. 261). La primera tesis parte de la base de que el derecho es una obra social y, por tanto, tiene su origen en fuentes sociales, por lo que no se inspira en la moral, sino en la realidad social. La segunda asume que, como obra humana, el derecho puede ser incorrecto desde la perspectiva de la moral perfecta —si es que existe—, pero no por ello deja de ser válido.

El rechazo a toda relación necesaria entre moral y derecho es manifiesto entre los autores positivistas. Podrán discrepar entre sí en aspectos metodológicos, relativos a las técnicas y herramientas más idóneas para interpretar y aplicar el derecho, pero todos coincidirán en rechazar el fundamento material de la norma jurídica en criterios morales.

Para el positivismo, no existe diferencia entre vigor y validez del derecho desde una perspectiva moral, pues el hecho de que la norma esté en vigor la vuelve automáticamente válida, independientemente de la justicia de su contenido. Como mucho, el positivista podrá admitir que la norma sea anulada si contradice un precepto de derecho positivo jerárquicamente superior a la misma. En resumen, según la perspectiva positivista, el derecho es porque el Estado ha decidido que sea y será como el Estado disponga, ya sea legislando o reconociendo normas consuetudinarias.

En este sentido, cabe recordar la definición del positivismo realizada por Bobbio (1993). Para dicho autor, el positivismo jurídico es: 1) una aproximación epistemológica absolutamente avalorativa del estudio del derecho, 2) una teoría del derecho que se cimenta sobre el anterior postulado y 3) una ideología sobre el derecho que le otorga valor por el mero hecho de existir (pp. 141-143).

La definición de Bobbio incluye los clásicos dogmas del positivismo: el derecho se identifica por su carácter coactivo; son fuentes del derecho las previstas en el ordenamiento; el derecho positivo debe ser obedecido por ser garantía de orden y seguridad jurídica; el ordenamiento es completo; los jueces han de realizar una mera labor deductiva a la hora de interpretar el derecho.

Con el fin de seguir la estela de la anterior descripción, pero con el intento de adaptarla a la realidad jurídica actual, Hoerster (1992) enuncia sus cinco tesis del positivismo:

1) La tesis de la ley: el concepto de Derecho tiene que ser definido a través del concepto de ley; 2) La tesis de la neutralidad: el concepto de Derecho tiene que ser definido prescindiendo de su contenido; 3) La tesis de la subsunción: la aplicación del Derecho puede llevarse a cabo en todos los casos mediante una subsunción libre de valoraciones; 4) La tesis del subjetivismo: los criterios del Derecho recto son de naturaleza subjetiva; 5) La tesis del legalismo: las normas del Derecho deben ser obedecidas en todas las circunstancias. (p. 15)

Hoy muchas de las máximas del positivismo clásico han sido superadas por el empuje de la realidad jurídica. Por ejemplo, el legalismo ha sido enterrado por las nuevas constituciones repletas de principios que expanden sus efectos a todo el ordenamiento. Estos principios recogen valores morales que son básicamente compartidos por la generalidad de textos constitucionales. Así, la Constitución griega (promulgada en 1975) consagra el “respeto y protección de la persona humana” (art. 2), del mismo modo que la portuguesa (promulgada en 1976) se fundamenta en la “dignidad de la persona humana” (art. 1) y la belga reconoce el derecho a tener una vida “conforme a la dignidad humana” (Constitución de Bélgica,  promulgada en 1831, art. 23).

Tal evidencia destruye por completo la máxima positivista clásica de la supremacía de la ley y la supedita a los principios, y amenaza con desautorizar la tesis de la separación entre derecho y moral, máxime si se tiene en cuenta la coincidencia básica de las constituciones occidentales, desde la venezolana a la francesa —y de la propia Declaración Universal de los Derechos Humanos— en lo relativo a los valores que las fundamentan —esto independientemente del grado de promoción real de estos valores a través de medidas legislativas específicas en cada ordenamiento—, una clara señal de la existencia de una misma justicia suprapositiva que las inspira.

Es más, autores como Baldassare Pastore defienden que los derechos humanos, pilar fundamental de las constituciones occidentales, expanden su reconocimiento y vigencia más allá de Europa y América, si bien con determinados particularismos y en ocasiones deficiencias —tampoco ausentes dentro de nuestras fronteras—, que sin embargo no eclipsan el espíritu común que los inspira. Sostiene Pastore (2008) que los derechos humanos

[…] tienen raíces en muchas culturas y pueden ser comprendidos, por tanto, también desde sus perspectivas. Las culturas, por otra parte, pueden poseer el concepto de derechos, sin tener la palabra con la que expresarlo. No debe confundirse lo que son los derechos humanos con el modo de expresarlos. (pp. 28-29)

El propio Hoerster reconoce que solo las tesis 2 y 4 de su explicación sobre el positivismo son inherentes al mismo, asume el valor de los principios, pero mantiene la irrelevancia del contenido del derecho a la hora de calificarlo como tal —este contenido dependerá de lo que dispongan los principios en cada ordenamiento, y no de valores suprapositivos— y sostiene que los criterios del derecho justo son subjetivos.

Esta nueva situación provoca el surgimiento del positivismo inclusivo que asume la existencia (y la importancia) de los principios constitucionales a la hora de inspirar la interpretación de las reglas, pero solo por el motivo de que estos principios son parte del derecho al haberse positivizado. Estos positivistas, cuya tesis coincide con lo que Alexy (2010) denomina “tesis de la separabilidad” entre derecho y moral (p. 16), jamás aludirán al contenido moral de los principios para justificarlos, sino que tan solo admitirán la existencia de valores morales en la Constitución de un Estado si esta efectivamente los contiene en su texto, partiendo de la base de que estos principios no tienen por qué ser justos.

De igual relevancia para el análisis de las manifestaciones más modernas del positivismo, es el “positivismo suave” encarnado por Hart. Dicho autor no considera que la justicia sea un elemento inherente al Derecho, de tal modo que su ausencia invalide a la norma jurídica por constituir uno de sus pilares esenciales. A este respecto, Hart es indudablemente positivista. Sin embargo, desde un punto de vista pragmático, el autor asume que un derecho radicalmente injusto o desconectado del ethos social de la comunidad en la que deba imperar, no puede sostenerse porque amplias capas de la sociedad se rebelarán para abolirlo y derrocar al sistema que lo ha impuesto.

Así, Hart (1963) resalta la mutabilidad del concepto de justicia a lo largo de los siglos y de los distintos pueblos, así como del derecho positivo vigente, si bien reconoce que en todas las sociedades han existido tres ámbitos regulados por el derecho que también son indudable objeto de análisis moral: la ordenación del uso de la violencia, la protección de la propiedad y los principios esenciales que constituyen la “buena fe” en las relaciones civiles entre los distintos sujetos que integran la sociedad. (p. 214).

Con respecto a lo anterior, Hart (1963) entiende que el derecho y la moral no pueden ser radicalmente discordantes en una misma sociedad, esto por una cuestión de mera supervivencia social. El derecho deberá respetar unas exigencias de justicia elementales para no provocar el alzamiento popular contra el mismo. Esas exigencias de justicia básicas, en cualquier sociedad, tendrán un mínimo común denominador que se materializa en los siguientes parámetros: 1) La vulnerabilidad humana exige que el Estado limite el uso de la violencia y proteja a sus ciudadanos frente al uso arbitrario de la misma; 2) La igualdad aproximada impone la proscripción de desigualdades sociales abismales y obliga a que las clases altas realicen concesiones para garantizar un bienestar elemental a las clases populares; 3) El altruismo limitado implica la imposición de medidas legislativas destinadas a la consecución de fines comunes como la lucha contra la pobreza mediante el sacrificio colectivo, pero sin imponer obligaciones tan gravosas que resulten inasumibles para quienes deben contribuir más; 4) La existencia de recursos limitados obliga a garantizar la propiedad privada y fomentar el comercio y el tráfico mercantil, pero también a asegurar unas propiedades básicas a todo individuo para que pueda cubrir sus necesidades esenciales; 5) La comprensión y fuerza de voluntad limitadas de los ciudadanos obliga a la imposición coactiva de las normas jurídicas a través de un sistema de sanciones para aquellos que no las acaten voluntariamente (Hart, 1963, pp. 235-239).

Pero ello no implica que Hart ligue la validez del derecho al cumplimiento de esas exigencias de justicia elementales. El autor es positivista y al definir el positivismo lo condensa en “la simple afirmación de que en ningún sentido es necesariamente verdad que las normas jurídicas reproducen o satisfacen ciertas exigencias de la moral, aunque de hecho suele ser así” (Hart, 1963,  p.230).

Por ende, Hart está lo suficientemente cerca de las tesis positivistas como para no hacer depender la validez del derecho del contenido axiológico del mismo, de modo que rechaza la máxima iusnaturalista de que el derecho injusto no es derecho. Pero, a la vez, es lo suficientemente realista para admitir que, si el derecho positivo no cumple unas exigencias de justicia elementales, acabará siendo abolido por una sociedad que no puede asumirlo debido a su atroz injusticia. Es decir, que será derecho, pero por poco tiempo.

A este respecto, posee un singular interés el concepto de “regla del reconocimiento” enunciado por el autor (Hart, 1963,  p.117) en el marco de su tesis sobre las fuentes sociales del derecho. Hart asume que para la sostenibilidad de todo sistema jurídico es necesario el reconocimiento del mismo por parte de las autoridades y funcionarios que deben aplicarlo. Es decir, deben asumir su normatividad y acatarla. Igualmente imprescindible es un reconocimiento social básico, de tal modo que la ciudadanía asuma la citada normatividad en una proporción lo suficientemente amplia como para volver sostenible el sistema.

Es aquí donde Hart distingue entre “punto de vista interno” y “punto de vista externo” a la hora de asumir un determinado ordenamiento jurídico. El punto de vista interno es propio de quien lo acata voluntariamente porque lo considera válido, sea por su contenido axiológico o simplemente por una convicción sobre el deber abstracto de obediencia a la ley. El punto de vista externo es propio de quien no asume el anterior compromiso con el ordenamiento jurídico, y si lo acata es exclusivamente por miedo al castigo.

Conforme a lo anterior, para que un ordenamiento jurídico sea sostenible, resulta capital que los funcionarios y autoridades adopten el punto de vista interno, pero también una parte de la sociedad lo suficientemente amplia como para que el rechazo mayoritario al derecho positivo no acabe provocando su eliminación a través de una sublevación popular.

Y para lograr este objetivo resulta esencial una conexión básica entre el ethos social de cada pueblo y su derecho, así como un respeto elemental de este a las exigencias de justicia básicas que se han desarrollado en párrafos anteriores. En síntesis, Hart no hace depender la validez del derecho de su conexión con la moral, pero reconoce que sin una conexión esencial entre ambos conforme a los términos que hemos indicado, la sostenibilidad y vigencia del derecho serán difícilmente factibles en la práctica.

Por lo tanto, del análisis realizado hasta el momento se desprende que todos los autores positivistas coinciden en que derecho y moral no deben estar necesariamente ligados; rechazan radicalmente esta ligazón en el caso del positivismo clásico, y la admiten solo cuando el derecho decida remitirse a la moral a través de normas de validez en la perspectiva del positivismo inclusivo. Autores como Hart, además, resaltan la necesidad de que el derecho posea un determinado contenido esencial para asegurar su vigencia desde un punto de vista práctico, pero no hacen depender su validez teórica del respeto a dicho contenido. Es inherente al positivismo.

Por consiguiente, identificar la función de la ciencia jurídica con una aséptica “descripción” del derecho, totalmente alejada de cualquier valoración moral suprapositiva y de toda preocupación por el contenido del mismo. Ante las comprensibles dudas que genera su neutralidad acerca de asuntos tan esencialmente importantes para el buen funcionamiento de la sociedad, como los principios inspiradores del derecho, el positivismo esgrime su supuesto rigor a la hora de tratar la norma jurídica para justificar su postura iusfilosófica.

Al ceñirse a las normas, procedimientos, principios y técnicas jurídico-positivos, nadie puede acusarles —afirman sus defensores— de tener una visión errada sobre lo que es el derecho, pues consagran como objeto de su estudio lo que indiscutiblemente puede considerarse como tal. De esta forma se garantiza un riguroso carácter científico en el estudio del derecho y se obtiene una firme seguridad acerca de lo que debe y no debe ser tratado por la ciencia jurídica, y se centran todos los esfuerzos en el análisis del derecho real. Así, se logra construir un sistema lógico adecuado para comprender, estudiar y aplicar el derecho.

La tesis positivista sería válida si el derecho fuese un sistema de reglas matemáticas sin más vocación que la de deslumbrar al mundo con su perfección lógica. Pero su finalidad es otra: lograr una convivencia justa entre ciudadanos[2] y servir a la felicidad, la prosperidad y ante todo la dignidad de todos y cada uno de ellos. Afirmar que un derecho con cualquier contenido es igualmente válido es como llamar medicina a cualquier ciencia que se base en el uso de productos químicos para influir en la salud del ser humano, aunque persiga empeorarla en vez de mejorarla.

Por el contrario, se entiende que los dos pilares de toda norma jurídica son: su nacimiento conforme al procedimiento previsto por la Constitución y su fidelidad a la dignidad de la persona. La ausencia de cualquiera de los dos priva a dicha norma de toda validez, de modo que, en el supuesto de normas radicalmente injustas, puede equipararse a las órdenes de un secuestrador hacia sus rehenes.

Ya en los albores de la ciencia jurídica, se asumía esta inherente conexión de la norma jurídica con una fuente sustancial capaz de llenarla de un contenido adecuado para hacerle cumplir su vital función. Prueba de ello es la universal definición del derecho hecha por Celso, quien lo describe como Ars boni et aequi. Igual que la medicina no busca reglas que deslumbren por su complejidad y perfección lógica, sino que sean capaces de curar, el derecho debe fundarse en la búsqueda de normas susceptibles de proteger y promover los bienes para cuya salvaguarda fue creado.

Y el jurista, como estudioso e intérprete de lo jurídico, no puede ser ajeno a esta realidad. Admitir que el contenido del derecho es irrelevante para su validez equivale a desarmar a juristas y ciudadanos ante normas absolutamente atroces, así como dilapidar el potencial de los estudiosos del derecho, que podría ser empleado en un objetivo tan esencial como el de perseguir la adecuación de su contenido al bien común, y anular una fuerza crítica imprescindible para el progreso de cualquier nación.

Precisamente, porque la declaración de una norma o un ordenamiento como antijurídicos por su extrema injusticia[3] es una poderosísima fuente de fuerza moral y legitimación social que la ciudadanía requiere para rebelarse contra ellos; una fuente que también precisan las instituciones —sobre todo los jueces— para combatirlos desde su propio nivel, así como para crear figuras jurídicas que permitan al ciudadano oponerse puntualmente a la norma injusta dentro del orden democrático.

Elevar estos criterios de moralidad desde la convicción personal a la razón lo suficientemente rigurosa y objetiva como para ser llamada jurídica es un paso esencial para su salvaguarda. Como defiende Alexy (2010): “para el no positivismo, el caso de la extrema injusticia no se concibe únicamente como un caso de conflicto entre el Derecho válido y la moral, sino como un ejemplo de los límites del Derecho” (p. 23).

Ciertamente algunos defensores del positivismo como Hoerster (1992) admiten que, moralmente —nunca desde una perspectiva jurídica, si no se positiviza previamente— el derecho puede ser desobedecido si existe una razón moral de mayor peso que la de la simple obediencia a las normas establecidas  (pp. 263-268). Esta teoría encaja dentro de lo que Alexy (2010) denomina “positivismo neutral” que, a diferencia del “positivismo moral”, no defiende una obligación moral general de obediencia al derecho. (p. 23).

El problema es que incluso este sector positivista sigue negando completamente la repercusión de la injusticia del derecho en el ámbito de su validez, y la considera competencia de los filósofos morales, lo cual ata las manos de los juristas a la hora de construir resortes que permitan hacer frente a las normas jurídicas injustas —como los arriba citados— y continúa despreciando y excluyendo de las funciones del estudioso del derecho las valiosísimas labores citadas en los anteriores párrafos.

1.2 Una visión de la relación entre derecho y moral partiendo de las tesis de Ronald Dworkin y Robert Alexy

En las siguientes líneas se pretende exponer un modelo adecuado de relación entre derecho y moral para mantener los niveles de justicia que hoy hemos alcanzado y garantizar que los ordenamientos sigan profundizando en su vocación de servir a la dignidad humana y lograr el progreso colectivo. Cuestiones como las razones por las que el derecho debe poseer una inspiración moral, el grado de influencia de los principios morales en la creación y aplicación de la norma jurídica, el respeto a la autonomía del legislador son dilemas esenciales en esta materia que se analizarán a la luz de las teorías de dos grandes filósofos del derecho: Alexy y Dworkin.

1.2.1 Alexy y la pretensión de corrección del derecho

Alexy parte de la base de que el discurso jurídico es un caso distinto del discurso práctico general. En él se abordan cuestiones prácticas, pero no solo se encuentra sometido a las reglas del discurso práctico general, sino también a las limitaciones que establecen las leyes, los precedentes y la dogmática. Sin embargo, el parentesco entre ambos discursos permite que pueda aplicársele al jurídico el requisito de la corrección moral. Se desarrollarán a continuación las líneas maestras de las tesis de Alexy que se acaban de reflejar.

A la hora de definir el derecho, el autor pretende configurar una teoría completa donde se recojan todas las dimensiones de la norma jurídica. Alexy plantea un modelo de derecho que parte de la legalidad y persigue la eficacia social de las normas jurídicas, pero no pierde de vista la exigencia de justicia que debe inspirar todo ordenamiento. Seguridad jurídica, vigencia efectiva y corrección en cuanto al contenido son los elementos de una teoría jurídica que entiende la inutilidad de un derecho ignorado en la práctica, el peligro de un derecho mutado a capricho con la excusa de buscar su corrección y el carácter nocivo de un derecho ajeno a los principios de justicia básicos que lo orienten hacia el desarrollo social y la promoción de la dignidad del ciudadano. Así:

[…] para Alexy, un concepto de Derecho adecuado está constituido por tres elementos: la legalidad conforme al ordenamiento, la eficacia social y la corrección material […]. El rasgo distintivo de su no-positivismo, denominación escogida para su concepción del Derecho, radica precisamente en la inclusión necesaria, esto es, como condición necesaria, de la corrección […]. El derecho lleva consigo, por tanto, la institucionalización de la pretensión de corrección. Y, en la medida en que las funciones del Derecho se concretan fundamentalmente en la solución de conflictos y en el fomento de la cooperación social, mediante la correcta distribución y compensación, la pretensión de corrección en el Derecho aparece bajo la forma de la justicia. La institucionalización de la moral y de la corrección implica, por tanto, la institucionalización de la justicia, esto es, la institucionalización de la corrección en relación con la distribución y la compensación. (Cruz Ortiz de Landázuri, 2006, pp. 324-325)

Es preciso centrarse, en primer lugar, en la pretensión de corrección —ligada a la dimensión pragmática de los actos lingüísticos—, que es un propósito consustancial a todo sistema jurídico y lo avoca a la búsqueda de corrección moral. Sin esta pretensión, ningún sistema normativo podrá considerarse propiamente jurídico.

Desde una perspectiva analítica se puede observar que toda norma necesita una legitimación —pues pretende ser correcta—, que nace de su justificación con base en razones pues, como dice el autor, “quien afirma que algo es correcto sobreentiende que es susceptible de ser fundamentado, justificado, mediante razones” (Iturralde, 2012, p. 85). Y estas razones surgen de la moralidad, dilucidada a través del discurso práctico racional. Tal y como destaca Iturralde, en el pensamiento de Alexy se justifica así el ligamen entre pretensión de corrección y moral:

[…] si la pretensión de corrección ha de ser satisfecha, debe concederse prioridad y un papel relevante a la cuestión de la correcta distribución y la correcta compensación. Las cuestiones de la correcta distribución y la correcta compensación son cuestiones de justicia. Y las cuestiones de justicia son cuestiones morales. (Iturralde, 2012, p. 85)

De este modo, los derechos fundamentales de la persona —garantías de la justa distribución y la justa compensación— constituyen, en todo caso, una premisa irrenunciable para la corrección del derecho. Como resalta Bongiovanni (2000), desde la perspectiva de Alexy, “los derechos son a la vez presupuestos y éxitos del discurso: desde esta perspectiva, los derechos pueden ser concebidos como precedentes y resultados del discurso, del que son precondición” (p. 216).

De otra parte, la pretensión de corrección conlleva siempre una pretensión de reconocimiento por parte de los destinatarios de las normas. Así, Alexy considera que la pretensión de corrección “consta de tres elementos: 1) la afirmación de la corrección, 2) la garantía de la fundamentabilidad y 3) la expectativa del reconocimiento de la corrección” por parte de aquellos a quienes va dirigida (Cruz Ortiz de Landázuri, 2006, p. 325).

Pocos sistemas jurídicos no proclaman su supuesta pretensión de corrección. Así explica Alexy (1998) que el artículo constitucional: “x es una república injusta” resulta insostenible, siendo una “contradicción performativa”, un radical contrasentido que va contra la naturaleza misma del derecho (pp. 129-130). El problema se encuentra en si efectivamente, cumplen la supuesta pretensión de corrección o tan siquiera tienen voluntad de cumplirla. El propio Alexy (2010) reconoce que “el hecho de que se consagre la pretensión de corrección no implica que el Derecho vaya a ser correcto” (p. 44).

Con respecto a la corrección del derecho, Alexy (1985) afirma que

[…] el resultado del discurso (práctico) no es ni sólo relativo ni sólo objetivo. Es relativo en la medida en que está condicionado por las particularidades de los participantes, y es objetivo en la medida en que depende de reglas. De esta manera la teoría del discurso evita tanto las debilidades de las teorías morales relativistas como las de las teorías morales objetivistas. (p. 52)

Mediante el discurso práctico racional “se puede argumentar de forma racional sobre la justicia”, y en él no puede desconocerse “que una teoría de la justicia sólo resulta aceptable cuando tiene en cuenta los intereses y necesidades, así como la tradición y cultura, de todos los implicados” (Alexy, 2010, p. 53). Es decir, Alexy admite un grado de objetividad básico e independiente de la idiosincrasia de los interlocutores que condicionará el resultado del discurso práctico —dentro del cual se halla el jurídico—, y que el autor basa en las reglas morales básicas —respeto a los derechos que surgen de la dignidad del individuo— que fundamentan la pretensión de corrección. Pero también reconoce que dicho resultado puede variar hasta cierto punto dependiendo de esta idiosincrasia. Como afirma Alexy (2010) “la identidad de un sistema jurídico racional está determinada tanto por propiedades universales como por propiedades contingentes” (p. 75).

Ante una conclusión lógica desde su punto de vista: si Alexy concede tanta importancia al consenso racional un consenso siempre respetuoso con los derechos fundamentales para determinar la verdad, está claro que esa suma de opiniones confluyentes en un punto estará condicionada por la racionalidad natural de los interlocutores, pero también por sus particularidades. Así:

[…] no son posibles teorías morales materiales que den una única respuesta con certeza intersubjetivamente concluyente a cada cuestión moral, pero sí son posibles teorías morales procedimentales que formulan reglas o condiciones de la argumentación o de la decisión práctica racional. (Alexy, 2001, p. 530)

El autor recibe críticas debido a esta confianza excesiva en el consenso por parte de quienes entienden que la verdad y la racionalidad no pueden depender de un acuerdo contingente y condicionado por numerosos factores que pueden invalidarlo, empezando por la manipulación de quien se encuentra en una posición intelectual o cultural superior y no busca la verdad, sino su propio interés. Por eso Alexy (2010) se ve obligado a aclarar que su modelo de consenso plantea como presupuesto la capacidad de juicio de los participantes, que será la condición material primigenia que le dé validez, así como a reconocer que, por desgracia, “no cabe esperar que las reglas del discurso sean de hecho cumplidas íntegramente” (p. 55), e “incluso en el caso de un discurso ideal en el que cada cuestión pueda discutirse eternamente, no se puede estar seguro de que haya una sola respuesta correcta para todas las cuestiones prácticas” (p. 73).

El problema se halla, como el propio autor asume, en lo profundamente idealista de su postura y la consiguiente dificultad de su realización plena. No obstante, es posible acercarse a los objetivos que se plasman en el citado ideal mediante los resortes de la democracia deliberativa, cuya premisa es precisamente el respeto de los derechos fundamentales de todos los ciudadanos, de tal modo que puedan participar en el debate público en condiciones de libertad e igualdad, gozando de la información y la formación precisas para configurar su criterio y de las condiciones sociales que impidan su exclusión social y su consiguiente anulación a nivel político.

Con respecto a los sistemas jurídicos, Alexy afirma que entre las razones que deben justificarlos destacan las morales, pero no son las únicas. Existen leyes, jurisprudencia, normas y procesales que condicionan la creación y aplicación del derecho más allá de lo relativo a la estricta moral. De igual forma, el derecho es coactivo y protege unos intereses específicos que superan los del discurso práctico general. Pese a esta particularidad, la unión entre el discurso práctico general y el discurso jurídico es innegable. Ambos comparten su naturaleza y estructura discursivas, así como el hecho de que los dos cimentan su pretensión de corrección en la dignidad humana.

La dinámica de los ordenamientos jurídicos conlleva, como hemos expuesto, cuestiones morales —parte de los otros factores antes citados— que deben solucionarse a través de normas morales, las cuales deben corresponder a una moralidad racional y justificable, si bien el autor admite la discrepancia práctica entre justicia y derecho, siempre que no sea abismal.

Así, el siguiente problema al que Alexy (2005) se enfrenta es a la repercusión de la injusticia en la validez del derecho. El autor afronta este tema sopesando el valor de la justicia, pero también de la seguridad jurídica que se vería en entredicho si toda norma jurídica fuese privada de cualquier reconocimiento incluso en los casos de injusticia muy débil y discutible. Ante este dilema, tiene dos alternativas iniciales a la hora de establecer los efectos de la injusticia del derecho: optar por la conexión cualificante, que priva de su condición jurídica al derecho injusto, o la clasificante, que se limita a declararlo injusto sin afectar a su juridicidad (p. 110).

Alexy opta por una solución intermedia y sostiene que tanto las normas aisladas, como los sistemas jurídicos que fuesen extremadamente injustos, perderían su condición jurídica —aquí la injusticia sería clasificante—, pero admite la injusticia del derecho siempre que no sea insoportable, una injusticia que serviría para calificarlo como deficiente pero válido —injusticia calificante—. En palabras del autor:

el conflicto entre justicia y seguridad jurídica puede ser solucionado en el sentido de que el Derecho positivo asegurado por su sanción y el poder tiene prioridad, aun cuando su contenido fuera injusto y disfuncional, a menos que la contradicción entre ley positiva y justicia alcance una medida tan insoportable que la ley, en cuanto a Derecho injusto, tenga que ceder ante la justicia. (Alexy, 2005, p. 53)

Esta injusticia extrema debe definirse con cierta concisión, pues es un concepto subjetivo hasta cierto punto. Los condicionamientos culturales de cada sociedad pueden influir notablemente en este sentido, hasta el punto de que en EEUU muchos no consideran una injusticia extrema la ausencia de un sistema sanitario público, mientras que en Europa se entiende como el desarrollo de un derecho básico. Por ello, Alexy (2004) entiende que los derechos fundamentales, inherentes a la dignidad del hombre e identificables con la Declaración Universal de los Derechos Humanos representan la frontera que el derecho injusto jamás podrá sobrepasar. Esta tesis es calificada como un iusnaturalismo débil, que modifica el clásico dictum lex iniusta non est lex” por el de “lex iniustissima non est lex(p. 64).

En principio, y pretendiendo la conservación de los ordenamientos, Alexy restringe el efecto derogatorio de la injusticia extrema a normas particulares, y no a todo el derecho como sistema. Solo cuando dicha injusticia sea una constante en el ordenamiento jurídico, hasta el punto de contaminar una parte importante de sus normas, podrá decirse que este, como tal, no es válido de acuerdo con la “tesis de la demolición”. Según esta, cuando el número de normas antijurídicas de un ordenamiento llega a una cierta cantidad, este se hunde por carecer de las leyes imprescindibles para sostenerse, igual que un edificio al que se van retirando ladrillos hasta que termina por derrumbarse por ausencia de sustentación (Alexy, 2004, p. 71).

Pero los efectos que Alexy concede a la moral en relación con el derecho van más allá de la injusticia extrema. Si bien solo en ese caso puede privarlo de su juridicidad, Alexy (2001) asume una forma de fundamentar el ordenamiento “argumentativa y no autoritativamente” (p. 541). La injusticia no radical de las normas jurídicas no es indiferente para las mismas pues las vuelve “jurídicamente defectuosas” (Alexy, 2010, p. 46) con respecto a unos criterios morales que son patrón de lo jurídico y claman por su perfeccionamiento, lo cual traslada “la dimensión crítica” del derecho desde la moral “al Derecho mismo” (p. 47).

Este iusnaturalismo débil de Alexy es eficaz también a la hora de garantizar el compromiso con la justicia en el marco de ordenamientos tiránicos desde la perspectiva de los encargados de hacer cumplir dichos ordenamientos. De acuerdo con la tesis del efecto del riesgo, formulada por el autor, en un sistema no positivista todos los miembros de la comunidad, empezando por los juristas, serán conscientes de que están siendo regidos por un derecho aberrante, totalmente ajeno al que debería estar en vigor y, por ello, cuando acabe la tiranía serán juzgados por todas las atrocidades que hayan cometido amparándose en el ordenamiento vigente. Esa amenaza hará que los ciudadanos, aunque no se opongan al derecho extremadamente injusto, no se aprovechen de él para cometer crímenes ni cooperen en el fomento de su perversión.

El derecho de resistencia frente a la ley extremadamente injusta que se deriva de la teoría de Alexy no es, en absoluto, ajeno “al Estado constitucional, sino que, por el contrario, pertenece esencialmente a él. Pues, objetivamente no se trata aquí más que del derecho a determinadas formas de ejercicio de los derechos fundamentales” (Dreier, 1985, p. 98). Se habla de un concepto filosófico, pero de necesaria proyección y naturaleza jurídica, pues constituye un instrumento capital para la salvaguarda de los derechos del ciudadano.

1.2.2 Dworkin. Constructivismo e integridad en un derecho de raíz moral

La teoría jurídica de Dworkin puede resumirse como una construcción lógica destinada a conseguir un derecho moral, garante de la igualdad entre ciudadanos y a la vez fiel a la voluntad popular. El derecho ha de elaborarse como una obra coherente con los principios constitucionales —de fundamentación última moral— que necesariamente deben inspirar el contenido de cada norma. De esta tesis constructivista se deriva la exigencia de integridad en el ordenamiento, que reclama que cada una de las manifestaciones jurídicas —desde la ley a las sentencias judiciales— sea reflejo de estos principios máximos, sin contradecirlos ni ignorarlos en ningún momento. La obsesión de Dworkin es construir el armazón teórico que garantice la influencia de la justicia material, integrada en los principios constitucionales, en todo el ámbito jurídico.

Dworkin afirma que, en lo que respecta a la fundamentación moral del derecho, existen dos modelos. El primero es el “natural”, que parte de la evidencia de que “todos abrigamos creencias sobre la justicia que mantenemos porque nos parecen bien, no porque las hayamos deducido o inferido de otras creencias” (Dworkin, 1984, p. 246). El autor coincide con Rawls en que existe una “facultad moral”, que al menos algunos hombres poseen y que les permite obtener “intuiciones concretas de moralidad política [...]. Estas intuiciones son indicios de la existencia de principios morales más abstractos y más fundamentales”, que tienen un carácter objetivo (p. 47).

Algunos sectores plantean estas creencias como “naturales” u objetivas. El segundo modelo, llamado “constructivo”, no asume la existencia de principios de justicia objetivos, y concibe las intuiciones arriba descritas como simples elementos para construir una teoría general del derecho cuyo contenido no está prefijado.

Sobre la base de este modelo constructivo se elabora la jurisprudencia y, dice Dworkin, se debe también operar en Filosofía del Derecho, aunque, como se verá más adelante, la visión que Dworkin tiene de este modelo admite ciertos principios de moralidad jurídica objetivos. El modelo constructivo, en abstracto, plantea que, mediante el análisis de la Constitución y la búsqueda de principios comunes a los diversos precedentes jurisprudenciales, pueden alcanzarse las esencias del ordenamiento y evitar toda incongruencia en los actos normativos. Este modelo:

[…] no descansa en presupuestos escépticos ni relativistas. Por el contrario, supone que cada hombre y cada mujer que razone dentro de las líneas del modelo, sostendrá sinceramente las convicciones con que se acerca a él, y que esa sinceridad se extenderá a la crítica de actos o sistemas políticos que ofenden lo más profundo de tales convicciones, considerándolos injustos. El modelo no niega, pero tampoco afirma, la condición objetiva de ninguna de estas convicciones. (Dworkin, 1984, p. 249)

El modelo constructivo persigue la seguridad jurídica a través de la coherencia del ordenamiento. Al consagrar unos principios rectores del derecho, los ciudadanos tendrán siempre claro el sentido y el contenido de su sistema jurídico. Además, el modelo otorga la seguridad de que el derecho no estará basado en las convicciones de uno, sino de muchos, y por tanto gozará de una fundamentación más segura. Pero, de esta primera lectura, no se deduce ninguna visión objetivista de los fundamentos jurídicos, sino que se intuye más bien la defensa de una simple construcción lógica del derecho cuyas premisas materiales pasan a un plano secundario en lo relativo a su corrección.

Ciertamente, la tesis natural antes citada tiene en su contra la innegable mutación que han sufrido los principios morales a lo largo de la Historia y la visceralidad con que tendemos a conservar nuestras propias convicciones, tan diversas entre los hombres que, racional o irracionalmente, tienden a encasillarse en ellas (Dworkin, 1984, p. 256). Y Dworkin tiene en cuenta estos hechos a la hora de construir su teoría, pero sin renunciar a reconocer unos cimientos materiales y objetivos del derecho, como se verá en los siguientes párrafos.

Las teorías fruto del modelo constructivo pueden dividirse en tres grupos: teorías basadas en los objetivos, en los derechos y en los deberes. Dworkin (1984) defiende una teoría contractual basada en los derechos, según la cual “los distintos individuos tienen intereses que están facultados para proteger si así lo desean” (p. 261). Mediante el contrato social se promueven las instituciones y leyes destinadas a permitir la protección de estos derechos, se rechazan las que puedan ponerlos en peligro y se concede un valor principal a su defensa en relación con el resto de objetivos políticos, una defensa de la que cada ciudadano será protagonista mediante las acciones que le permitirán reclamar la protección de sus derechos en primera persona.

Pese a los elementos aparentemente relativistas observados hasta ahora, Dworkin escoge el concepto de “derechos naturales” para dar contenido a los derechos antes mencionados y, por consiguiente, a la construcción del sistema jurídico. Estos derechos “no son simplemente producto de un acto legislativo deliberado o de una costumbre social explícita, sino que son fundamentos independientes para juzgar la legislación y las costumbres” (Dworkin, 1984, p. 266).

Con base en las tesis de Rawls, Dworkin (1984) mantiene que el derecho fundamental originario no es sino un derecho “a la igualdad de consideración y respeto, un derecho que (los hombres) poseen no en virtud de su nacimiento, características, méritos y excelencias, sino simplemente en cuanto seres humanos con la capacidad de hacer planes y administrar justicia” (p. 268).

Al diseñar, mediante el contrato social, el modelo de Estado que la comunidad prefiera, podrán establecerse instituciones y regímenes muy diversos, pero todos ellos deberán someterse a la máxima de la igualdad de trato, en cuanto a derechos se refiere, que la dignidad humana exige, de modo que “los miembros más débiles de una comunidad política tienen derecho, por parte del gobierno, a la misma consideración y el mismo respeto que se han asegurado para sí los miembros más poderosos” (Dworkin, 1984, p. 274). El margen para la configuración del derecho y la sociedad es amplio, pero siempre debe respetar este límite. Por tanto, Dworkin (2007) liga derecho y moral, y afirma que:

esta es la forma en la que entendemos la teoría política: como parte de la moral entendida en términos más amplios, pero distinguible y con su propio fundamento porque es aplicable a unas estructuras institucionales específicas. Podríamos pensar en la teoría del derecho como una parte especial de la moralidad política, caracterizada por un ulterior refinamiento de las estructuras institucionales. (p. 45)

Dworkin, comprometiéndose firmemente con lo que el derecho debe ser, no ignora lo que verdaderamente es en muchos casos y, al igual que Alexy, admite que la injusticia del derecho es posible. Desde su perspectiva, el derecho ha de ser justo y el jurista debe esforzarse por lograr tal fin, pero por desgracia muchas veces no se consigue, si bien el ciudadano tiene derecho a no cumplir la ley cuando esta conculca sus derechos individuales (Dworkin, 1984, p. 279). El autor, por consiguiente, construye una teoría del derecho realista pero a la vez de profunda inspiración ética.

Como consecuencia de su postura sobre la relación entre derecho y moral, Dworkin revaloriza los principios y los integra en los sistemas jurídicos junto con las reglas. El autor engloba en el concepto de principios las directrices políticas o principios teleológicos —policies—, que describen aquellos objetivos sociales que no responden necesariamente a exigencias morales, y los principios en sentido estricto, que consagran derechos y aparecen definidos como “una exigencia de la justicia, la equidad o alguna dimensión de la moralidad” (Dworkin, 1992, p. 157), aunque es una distinción no muy nítida una directriz puede expresar a la vez un principio stricto sensu y viceversa.

El autor pretende con esta distinción defender la prioridad, ya antes señalada, de los derechos individuales expresados en los “argumentos de principio” que promueven “algún derecho, individual o de grupo” frente a  los  objetivos  sociales,  —que  son  agregativos  y  no  se distribuyen de forma igualitaria— y se reflejan en los “argumentos políticos” (Dworkin, 1984, p. 148). Los derechos —que Dworkin llama “derechos políticos”— son límites frente a los objetivos sociales y los jueces deben preservarlos como triunfos frente a las mayorías. Dworkin define los derechos políticos del siguiente modo:

Un derecho político es una finalidad política individualizada. Un individuo tiene derecho a cierta expectativa, recurso o libertad si (tal cosa) tiende a favorecer una decisión política (en virtud de la cual) resultará favorecido o protegido el estado de cosas que le permita disfrutar del derecho, aun cuando con esa decisión política no se sirva a otro objetivo político, e incluso cuando se le perjudique […] Un objetivo político es una finalidad política no individualizada, es decir, un estado de cosas cuya especificación no requiere así ninguna expectativa o recurso o libertad en particular para individuos determinados [...] Los objetivos colectivos estimulan los intercambios de beneficios y cargas en el seno de una comunidad, con el fin de producir algún beneficio global para ésta en su totalidad [...] Ninguna finalidad política será un derecho a menos que tenga cierto peso respecto de los objetivos colectivos generales. (Dworkin, 1984, pp. 159-161)

De esa manera, los principios imbricados en un orden único y coherente garantizan la igualdad en el sistema jurídico y preservan sus dos vertientes. Desde la perspectiva de la justicia formal, aseguran que los casos iguales sean tratados del mismo modo a todos los niveles, esto es, a nivel constitucional, legislativo y de aplicación judicial del derecho. Desde un punto de vista material, relativo al contenido del derecho, los principios consagran la igualdad efectiva entre los ciudadanos, en el marco de la cual se les reconoce el mismo valor y se consagra su derecho a ser tratados con la misma consideración, a través de una igualdad real de derechos conseguida mediante una lectura moral de los principios.

Para Dworkin, algunos principios entran a formar parte del derecho directamente en virtud de su contenido, aunque no figuren en normas jurídicas ni se reflejen en la práctica social. De este modo, según critican diversos autores contrarios a la teoría de Dworkin, el derecho y la moral se disuelven en una normatividad indiferenciada (Dworkin, 1984, p. 73), al no existir una estricta delimitación entre ambos. Sin embargo, esta tesis no es para nada descabellada, pues en la misma jurisprudencia constitucional de numerosos Estados ha reconocido derechos fundamentales no expresamente consagrados en la Constitución, sobre la base de la interpretación de la misma, entendiendo que se hallaban implícitamente consagrados en ella.

Al finalizar este apartado es inevitable preguntarse si la relación entre derecho y moral que propugna Dworkin puede considerarse iusnaturalista, pues, como se ha visto, Dworkin asume la existencia de derechos naturales.

El iusnaturalismo clásico se basa en la existencia de un orden normativo suprapositivo —que puede ser inmutable y universal o cambiar con el progreso social— y la fundamentación del ordenamiento jurídico en dicho orden. Dependiendo de las consecuencias que tenga el divorcio entre derecho y moral, el iusnaturalismo rechazará el carácter jurídico del derecho contrario a la justicia corriente ontológica) o simplemente reconocerá que es un derecho injusto, pero admitiendo su validez (corriente deontológica) (Díaz, 1989, p. 266).

Dworkin no cree en una moral jurídica inmutable sino cambiante. Cuando se refiere a la interpretación constitucional, promueve que se realice atendiendo a la realidad social actual y no al ethos de la época histórica en que se creó. Tampoco identifica la moral jurídica con la moral social, sino que asume una moral crítica al admitir que la moral positiva puede no ser correcta. De igual modo, considera la moral integrada en los principios como el fundamento máximo del ordenamiento, un fundamento sin el cual no puede calificarse como jurídico. También cree que el derecho injusto puede existir, pero el ciudadano estará legitimado para desobedecerlo. Por tanto, puede decirse que Dworkin abraza una visión moderna y particular del iusnaturalismo, un iusnaturalismo que acepta la mutabilidad histórica de los principios de justicia, siempre que su esencia no quede desvirtuada.

2. ¿Qué valores pueden constituir la raíz moral del derecho? Una visión liberal-igualitaria del fundamento moral del derecho

Numerosos juristas y filósofos del derecho consideran que existe una objetividad moral básica, al menos en el ámbito de la moralidad que se relaciona con lo jurídico. Las tesis liberal-igualitarias, que se referirán a continuación, parten de la base de que el ser humano posee la capacidad de discernir por sí mismo cuáles son los principios morales justos —o al menos ser persuadido para hacerlo mediante la discusión filosófica—. Hablamos de unos principios morales basados en la libertad y el derecho al libre desarrollo de la personalidad mediante la promoción de las condiciones que lo permitan.

Se examinarán, pues, las tesis liberales-igualitarias centrándonos en el pensamiento de uno de sus más ilustres exponentes: John Ralws. Rawls funda el derecho justo en las convicciones morales implícitas en una cultura democrática pública, unas condiciones basadas en el trato justo y equitativo al ciudadano. El autor, sin embargo, es consciente de la relevancia de los condicionantes culturales, al admitir que es imposible obtener un concepto de justicia asumible por cualquier sociedad, incluidas las que se encuentran encadenadas a la violencia, el fanatismo y la incultura.

Esto no resulta incoherente con sus anteriores afirmaciones sobre la objetividad moral, pues en ellas admite la posibilidad de que un individuo no alcance, pese a sus capacidades originarias, la comprensión moral a la que alude, ya que la realidad de su entorno puede perfectamente atraparle en el subdesarrollo y el oscurantismo, si bien esa persona, en un ámbito social lo suficientemente avanzado, habría logrado un conocimiento adecuado de la justicia.

Incluso entre aquellos que dicen asumir unos mismos valores de justicia, el consenso pleno en lo relativo a su desarrollo y aplicación no es siempre tarea sencilla. Así, para Rawls

[…] el hecho de que usemos el mismo concepto de justicia no nos permite asegurar que compartamos algún entendimiento básico acerca de lo que hace justas o injustas a las instituciones. Por eso nuestro filósofo recomienda elaborar el concepto abstracto de justicia tratando de alcanzar un equilibrio reflexivo entre los principios de justicia que uno propone y los juicios concretos sobre la justicia que todos compartimos (Melero de la Torre, 2009, p. 86)

No obstante, si bien es imposible lograr un pleno consenso moral entre filosofías, ideologías y religiones, sí puede construirse un consenso sobrepuesto con base en las intuiciones incluidas en la cultura democrática y aplicándose tan solo a la estructura básica de la sociedad y la vida pública como un esquema voluntario de cooperación entre individuos libres e iguales, que, en el ámbito de la moral privada, pueden discrepar perfectamente. La necesidad del consenso moral es, pues, una constante en el pensamiento de Rawls. Como afirma Melero De la Torre (2009), para Rawls:

[…] los principios de justicia […] tendrán que ser aquellos que los ciudadanos puedan afirmar en común a pesar de su desacuerdo razonable. Más aún, las razones para respaldar los principios deberán provenir no únicamente de las diferentes perspectivas comprehensivas de cada ciudadano, sino también, y fundamentalmente de un punto de vista común a todos ellos [Así podrá construirse la justicia social, que es] el modo en que las grandes instituciones sociales distribuyen los derechos y deberes fundamentales y determinan la división de las ventajas provenientes de la cooperación social (p. 86)

El párrafo anterior no se refiere a un punto de vista común a todos los ciudadanos, al mismo nivel que cualquier otro, sino a una concepción moral plena que posee un objeto moral y un fundamento moral rigurosos. Se debe tener en cuenta que se habla de un ámbito en el que se da un poder de coerción que limita la libertad del ciudadano y lo obliga a cumplir ciertas normas, por lo que es lógico exigir para él un plus de objetividad y justificación. Rawls supone que ese “terreno común” consiste en las “ideas latentes” en la cultura política democrática, la cual abarca, aparte de lo ya señalado, “las instituciones políticas de un régimen constitucional y las tradiciones públicas de su interpretación (incluidas las del poder judicial), así como los textos y los documentos históricos que son de conocimiento común” (Melero de la Torre, 2009, p. 86).

En esa mezcla de valores democráticos universales y particularismos políticos de cada comunidad está el marco del consenso, un consenso que siempre debe respetar cierto contenido material. Por ello, más allá del consenso ciudadano, Rawls insiste en el contenido fundamental de justicia que todo pacto social debe tener, y que resume en los tres principios siguientes:

Primero, una definición de ciertos derechos, libertades y oportunidades básicos (de un tipo que resulte familiar en los regímenes constitucionales democráticos); segundo, la asignación de una primacía especial para esos derechos, libertades y oportunidades, señaladamente respecto de las exigencias del bien general; y tercero, medidas que garanticen a todos los ciudadanos medios de uso universal adecuados para que puedan utilizar efectivamente sus libertades y oportunidades. (Rawls, 1997, p. 20)

Las premisas de estos derechos son los dos principios de justicia enunciados en su obra clave, Teoría de la justicia:

[…] primero, cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más extenso de libertades básicas que sea compatible con un esquema semejante de libertades para los demás. Las desigualdades sociales y económicas habrán de ser conformadas de modo tal que: a) se espere razonablemente que sean ventajosas para todos, b) se vinculen a empleos y cargos accesibles para todos. (Rawls, 1996, p. 36)

Rawls realiza una interpretación liberal del punto b), según la cual “aquellos que están en el mismo nivel de capacidades y habilidades y tienen la misma disposición para usarlas, deberían tener las mismas perspectivas de éxito, cualquiera que su posición inicial en el sistema social” (Rawls, 1997, pp. 67-68). Se extenderá más detalladamente sobre la tesis de Rawls acerca del contenido de estos derechos y los recursos precisos para satisfacerlos al final de este punto.

El objetivismo de Rawls (1986) en lo relativo a estos principios esenciales se refleja en el hecho de que los concibe como:

[…] los principios, a los que tienen que ajustarse los arreglos sociales, y en particular los arreglos de la justicia, son aquellos que acordarían hombres racionales y libres en una posición original de igual libertad; y así mismo los principios que gobiernan las relaciones de los hombres con las   instituciones y definen sus deberes  naturales  y sus obligaciones, son aquellos a los que ellos prestarían su consentimiento si se encontraran en aquella situación. (p. 91)

Es decir, Rawls identifica los citados principios con la racionalidad más básica. Estas premisas pueden y deben ser aceptadas en todo sistema político liberal sin asociarse a ninguna de las tesis morales acogidas en los distintos sectores de la población, sino como un mínimo asumido por todas ellas tal y como se señaló antes, es decir, como un “consenso entrecruzado” (Rawls, 1986, p. 165).

Con relación a la visión de la justicia de Rawls, debe decirse que se refleja con especial nitidez en el concepto de principio de autonomía de la persona, enunciado por Nino (1989), según el cual,

[…] siendo valiosa la libre elección individual de planes de vida y la adopción de ideales de excelencia humana, el Estado (y los demás individuos) no debe interferir en esa elección o adopción, limitándose a diseñar instituciones que faciliten la persecución ideal de esos planes de vida y la satisfacción de los ideales de virtud que cada uno sustente, e impidiendo la interferencia mutua en el curso de tal persecución. (p. 204)

Esta autonomía tiene sentido para lograr:

[…] la realización del individuo. Realizarse implica desarrollar las capacidades con que empíricamente cuentan los individuos: la capacidad intelectual, la capacidad de placer, la capacidad de actividad física, la capacidad de tener experiencias estéticas y espirituales, etc. […]. Consideramos a cada individuo como un artista en la creación de su propia vida y lo apreciamos en la medida en que haga el mejor uso posible de los materiales con que cuenta, que son sus propias capacidades. (Nino, 1988, p. 374)

Esta visión liberal puede asociarse erróneamente al relativismo, pero podemos afirmar que no lo implica de ningún modo. Sostener que, en ciertos ámbitos que tan solo a él le incumben, el individuo es libre de obrar de cualquier modo, no conlleva entender como equivalentes en cuanto a bondad cualquiera de sus opciones, sino comprender que ni el Estado, ni los particulares están legitimados para obligarle a elegir una de ellas, dado que los bienes que podrían verse perjudicados solo a él le pertenecen e incumben o, siendo de otros, se ven afectados por acciones u omisiones efectuadas fuera del ámbito de las obligaciones que legítimamente pueden exigírsele. “La teoría de la justicia presupone, sin duda, una teoría del bien, pero dentro de estos vastos límites no prejuzga la elección de la clase de personas que los hombres quieren ser” (Rawls, 1997, p. 45).

Reconocida la autonomía individual del ciudadano y establecida junto con los derechos básicos del individuo como premisa de toda ordenación moral del derecho, necesariamente basada en la dignidad de la persona, queda ahora determinar cuál debe ser el contenido de esta dignidad, individualizada en derechos concretos e identificados. Indica Alexy (2001) que “con pocos conceptos, tales como dignidad, libertad, igualdad y protección y bienestar de la comunidad, es posible abarcar casi todo lo que hay que tener en cuenta en las ponderaciones iusfundamentales” (p. 153). Sin embargo, la genericidad de estos conceptos requiere su desarrollo mediante otros valores secundarios que abarquen toda su dimensión.

Como bien dice Nino (1989), es “la función de hacer efectivos los derechos individuales básicos, lo que provee la justificación moral primaria de la existencia de un orden jurídico, o sea de un gobierno establecido” (p. 368). Las máximas sobre las que se basan estos derechos, ya enunciadas por Alexy (2001), son “al mismo tiempo, conceptos fundamentales de la filosofía práctica” y “los principios más importantes del Derecho racional moderno” (p. 525).

Se trata de salvaguardar la dignidad del ciudadano más allá de los clásicos derechos “de libertad”, construyéndose un sistema integral de defensa de la persona frente a cualquier amenaza de Estado o particulares, aquello que Ferrajoli (1997) llama:

[…] la esfera de lo no decidible [...] lo que en las constituciones democráticas se ha decidido sustraer a la voluntad de la mayoría [...] la tutela de los derechos fundamentales -los primeros entre todos la vida y la libertad personal, que no hay voluntad de mayoría, ni interés general, ni bien común o público a los que puedan ser sacrificados- y la sujeción de los poderes públicos a la ley. (p. 6)

Se trata, en suma, de elaborar un catálogo de derechos que consagre los bienes más sagrados e inherentemente humanos, estableciendo su protección y promoción como los fines supremos del Estado. Podemos decir que tal objetivo ya se logró, sin perjuicio de que pueda ser perfeccionado y adaptado a la luz de los tiempos, mediante la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Allí se establecen los derechos que todo individuo precisará para 1) ser protegido del sometimiento, la violencia y la opresión de sus iguales; 2) ser parte activa, en pie de igualdad con sus semejantes, de la comunidad política que integra; 3) decidir conforme a su personalidad qué camino desea tomar, para relacionarse con las ciencias, las artes, los fenómenos religioso, moral e ideológico y construir su propia vida conforme a su conciencia y preferencias, y 4) gozar de los recursos materiales que precisará para desarrollarse como individuo y no sufrir la explotación de otros, la miseria, la enfermedad sin una atención médica adecuada o la exclusión social.

En suma, la Declaración Universal de los Derechos Humanos refleja las múltiples manifestaciones de la dignidad de la persona, cuya interconexión es más que evidente, pues la negación de derechos sociales como la educación deriva en la imposibilidad práctica de ejercer derechos civiles y políticos para los cuales se precisa una formación intelectual y cultural básica.

A este respecto, resulta singularmente relevante la aportación de Habermas sobre la conexión entre el respeto a los Derechos Humanos de todos los integrantes de la comunidad política y el logro de las mejores decisiones posibles a través de la deliberación colectiva. En el ideal de democracia deliberativa habermasiano, los distintos integrantes de la comunidad deliberan sobre las cuestiones políticas y buscan encontrar las soluciones más racionales, correctas y beneficiosas para todos.

Y gracias a esa suma de las inteligencias y puntos de vista individuales, se logran las mejores decisiones colectivas. Así, para que la deliberación funcione es vital que se cumplan las siguientes claves: “a) Carácter público e inclusión [...] b) igualdad en el ejercicio de las facultades de comunicación [...], c) exclusión del engaño y la ilusión: los participantes deben creer lo que dicen [...] d) carencia de coacciones” (Habermas, 2002, p. 56).

Se observa que para Habermas (1998) la utilidad y legitimidad de la democracia deliberativa descansan sobre la

[…] estructura discursiva de una formación de la opinión y la voluntad que sólo puede cumplir su función sociointegradora gracias a la expectativa de calidad racional de sus resultados. De ahí que el nivel discursivo del debate público constituya la variable más importante. (p. 381)

Resulta obvio el papel esencial de los Derechos Humanos en esta ecuación. No puede existir igualdad de participación en el debate público si se niegan los derechos sociales de una parte de la ciudadanía. Todo el potencial de su inteligencia quedará desaprovechado y ellos resultarán efectivamente excluidos del sistema democrático, pues la participación política no implica solo votar una vez por legislatura, sino gozar de las condiciones materiales, la formación y la información precisas para comprender y conocer la realidad, deliberar sobre la misma, hacer oír el propio punto de vista, poder analizar el de los demás y emitir el voto de forma plenamente consciente.

Por ende, en la democracia deliberativa el ciudadano no se limita a realizar un acto de votación mecánico y vacío, sino que se convierte en participante activo de la vida política, decidiendo conscientemente y aportando sus ideas para contribuir a la decisión libre y formada del prójimo. Es, en suma, un sistema donde se garantiza en toda su magnitud el derecho fundamental a la participación política y, a la vez, se maximiza la probabilidad de obtener buenas decisiones sobre las cuestiones públicas por cuanto se aprovecha todo el potencial de la inteligencia ciudadana.

Para lograr tal objetivo, resulta esencial que el ciudadano goce de un sistema educativo que le permita, desde su infancia, desarrollar su mente y su espíritu crítico, y le otorgue la formación cultural e intelectual precisas para que sea un partícipe activo de la vida pública. Igualmente esencial es que sus derechos a la protección de la salud, el trabajo digno, la vivienda adecuada…, se vean garantizados, pues una persona privada de las condiciones materiales más básicas de vida, conforme a las exigencias de su dignidad, se ve sumergida en un pozo de sufrimiento y exclusión que le impide participar en la práctica. También es clave que, en desarrollo del derecho fundamental a la información exista una pluralidad de medios de comunicación libres donde los distintos puntos de vista políticos y sociales tengan cabida, a fin de que la ciudadanía pueda conocerlos y percibir la realidad de un modo amplio y global.

En consecuencia, Habermas muestra el círculo virtuoso existente entre la democracia y los Derechos Humanos. No hay democracia sin pleno respeto a tales derechos, pues sin ellos la participación libre y equitativa de los ciudadanos es imposible y excluyen de la vida pública a quienes no los ven respetados. Y, para asegurar el pleno respeto a los Derechos Humanos, la democracia deliberativa es el mejor sistema por cuanto maximiza las probabilidades de que se tomen las mejores decisiones en materias como la economía, la política social, etc., de tal modo que estas se materialicen en medidas y éxitos colectivos que otorguen al Estado la prosperidad y buen gobierno precisos para que los derechos de todos se vean respetados

3. A modo de conclusión

En pleno siglo XXI, cuando tantos dogmas han sido ya superados, resulta imposible justificar la validez del derecho a partir de su mera elaboración conforme a los procesos marcados en la Constitución. Un derecho manifiestamente injusto, que contradice frontalmente la dignidad de la persona, no puede considerarse válido, por cuanto la razón de ser de todo ordenamiento jurídico es garantizar una convivencia justa y proteger los bienes más valiosos de todo ser humano —vida, integridad física y moral, derecho al libre desarrollo de la personalidad, al disfrute de los recursos que permitan al individuo desarrollar las capacidades intelectuales y morales que le hacen genuinamente humano, a participar políticamente en la comunidad de la que forma parte—.

A este respecto, hemos visto que autores como Alexy o Ferrajoli conciben los derechos fundamentales —identificados con la Declaración Universal de los Derechos Humanos— como una “esfera de lo indecidible”, unas precondiciones lógicas de la democracia y de la validez del derecho sin las cuales ningún ordenamiento jurídico puede considerarse válido.

En efecto, hoy es generalizadamente admitido que la raíz del derecho debe ser democrática. Para que haya democracia, es clave la participación política libre y equitativa de todos los miembros de la comunidad, una participación que vaya más allá del voto formal e implique una decisión política consciente e informada, así como la capacidad de todo integrante de la comunidad de expresar sus ideales y proyectos, y compartirlos con el resto en una deliberación colectiva que, a través de la razón, permita alcanzar las mejores soluciones posibles.

Para lograr tal objetivo, es clave que cada miembro de la comunidad política goce de los derechos civiles y políticos que le permitan expresarse, asociarse, constituir partidos políticos o sindicatos en defensa de intereses colectivos…, pero también disfrutar los derechos sociales sin los cuales las anteriores categorías quedan en papel mojado.

Sin el derecho a la educación, la población no podrá alcanzar el nivel de desarrollo intelectual y cultural que le permita decidir con libertad. Y sin derechos, como una vivienda digna, un salario digno o la protección de la salud, los ciudadanos se verán atados a una situación de sufrimiento y exclusión social que derivará en su marginación, el socavamiento de su autorrespeto, la concepción del día a día como una mera supervivencia, y la consiguiente imposibilidad práctica de participar en la vida pública.

De este modo, los derechos fundamentales son, como se ha dicho, premisa del derecho válido pues, de un lado, no hay auténtica democracia sin su respeto y, de otro, protegen bienes que constituyen las propiedades más valiosas de cada individuo, aquellas que por su intrínseca unión a la dignidad de cada sujeto quedan por encima del poder de decisión de la mayoría, que siempre deberá respetarlas.

Por consiguiente, se entiende que el Derecho válido debe cumplir dos requisitos: ser creado conforme a los procedimientos constitucionalmente marcados y ser respetuoso con los derechos fundamentales. En caso de ser contrario a tales derechos, y dependiendo de su grado de injusticia y del nivel de autoritarismo de cada gobierno, estará justificado emplear estrategias como la movilización ciudadana para su derogación, la desobediencia civil o incluso, en el caso de aquellos gobiernos genuinamente perversos como el nacionalsocialista alemán, el derecho de resistencia.

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Fecha de recepción: 18 de mayo de 2020

Fecha de aceptación: 30 de junio de 2020

 

Forma de citar (APA): Mateos-Martínez, J. (2021). Moral y derecho en el siglo XXI. Revista Filosofía UIS, 20(1), https://doi.org/10.18273/revfil.v20n1-2021003

 

Forma de citar (Harvard): Mateos-Martínez, J. (2021). Moral y derecho en el siglo XXI. Revista Filosofía UIS, 20(1),



[1] Colombiano. Doctor Europeo en Derecho Constitucional por la Universidad de Bolonia, Italia. Profesor en la Universidad de Murcia, España.

ORCID iD: https://orcid.org/0000-0003-4214-2296

Correo electrónico: jmm21@um.es; tomasdeaquino49@hotmail.com

[2] Se utiliza el término “ciudadano” en relación con los derechos fundamentales, con un significado más amplio que el de la ciudadanía formal, de acuerdo con el concepto de “ciudadanía de los derechos” que extiende el reconocimiento de estos derechos (salvo los de participación política) a todas las personas que se encuentren tras las fronteras de un Estado, aunque no sean ciudadanos stricto sensu.

[3] Esa convicción de que no existe deber de obedecerlos —aunque el Derecho vigente no prevea las figuras de la desobediencia civil o el derecho de resistencia—.