El tábano y el parricida.

Notas sobre la asunción del nombre propio en la formación filosófica universitaria

 

 

The Gadfly and the Parricide.

Notes on Assuming the Proper Name in Philosophical Studies at University

 

Germán Osvaldo Prósperi[1]

Universidad Nacional de La Plata, Argentina

 

 

Artículo de reflexión derivado de investigación

https://doi.org/10.18273/revfil.v20n1-2021009   

Rev. Filos. UIS

ISSN en línea: 2145-8529

Vol. 20 No. 1, enero – junio de 2021

 

Resumen

El objetivo de este artículo consiste en mostrar que no basta con cuestionar las opiniones establecidas y con argumentar dialécticamente para adoptar una actitud filosófica; es preciso además matar al Padre, es decir asumir un nombre propio, un lugar de enunciación que conlleva una colisión más o menos polémica con los pensadores con quienes dialogamos. Si Sócrates representa la figura del tábano que cuestiona y persuade, el Extranjero del Sofista representa la figura del parricida. Sostendré entonces que la actitud filosófica solo puede explicarse en toda su amplitud y profundidad a partir de estas dos figuras. Asimismo, mostraré que la institución académica tiende a privilegiar la figura del tábano en detrimento de la figura del parricida.

Palabras clave

Parricidio, nombre propio, filosofía, pensamiento, extranjero.

Abstract

This article proposes that: to adopt a philosophical attitude, it takes more than challenging prevailing opinions and arguing dialectically. It also takes killing the Father, that is, assuming a proper name, a locus of enunciation, which implies confronting —to a greater or lesser extent― the thinkers we dialogue with. If Socrates is the gadfly that challenges and persuades, then the Stranger in the Sophist is the parricide. I will then argue that the philosophical attitude can only be explained fully and thoroughly by using both analogies/metaphors. Furthermore, I will demonstrate that in academic institutions the gadfly is preferred to the parricide.

Keywords

Parricide, own name, philosophy, thought, stranger.

 

El tábano y el parricida.

Notas sobre la asunción del nombre propio en la formación filosófica universitaria

 

1. Introducción

Si hay una figura, a la vez histórica y simbólica, que representa por unanimidad la encarnación de la actitud genuinamente filosófica, esa figura es la de Sócrates. No solo los manuales de filosofía y los textos de divulgación general, sino también las publicaciones de renombrados especialistas en el pensamiento griego antiguo, tales como John Burnet (1916), Francis M. Cornford (1966), André J. Festugière (1966), W. K. C. Guthrie (1971), Gregory Vlastos (1991) o Pierre Hadot (2004), por citar algunos, han señalado la importancia capital de Sócrates en lo concerniente a la filosofía y la discusión dialéctica. Walter Otto (2005), por ejemplo, ha comparado a Sócrates, no solo por la condición oral de su enseñanza, sino sobre todo por su “influencia ilimitada”, con las figuras de Buda o Jesús (p. 3)[2], [3].

De algún modo, la importancia decisiva de Sócrates radicaría en su infatigable esfuerzo por cuestionar los valores dominantes de la Atenas de su época. Sócrates sería así, para decirlo con las palabras de Donald R. Morrison (2011), editor del Cambridge Companion to Socrates, “el santo patrono de la filosofía” o “el primer filósofo verdadero” (p. xiii). Ya el mismo Sócrates —o al menos el Sócrates de Platón— se había comparado “con una especie de tábano” cuya misión consistía en aguijonear, es decir, persuadir, despertar, refutar las opiniones irreflexivas de los atenienses. El pasaje es célebre:

En efecto, si me condenáis a muerte, no encontraréis fácilmente, aunque sea un tanto ridículo decirlo, a otro semejante colocado en la ciudad por el dios del mismo modo que, junto a un caballo grande y noble pero un poco lento por su tamaño, y que necesita ser aguijoneado por una especie de tábano [myopos], según creo, el dios me ha colocado junto a la ciudad [ho theos eme te polei] para una función semejante, y como tal despertándoos, persuadiéndoos y reprochándoos uno a uno, no cesaré durante todo el día de posarme en todas partes. (Apología de Sócrates, 30e-31a)[4]

Entre las enseñanzas indelebles de Sócrates, como es sabido, se encuentra la de persuadir a los hombres para que no se ocupen “con tanto afán ni de los cuerpos ni de los bienes antes que del alma [tes psyches], a fin de que esta sea lo mejor posible” (Apología de Sócrates, 30b)[5]. Tal es así que Giovanni Reale (2000) ha podido sostener que esta idea central de Sócrates, la epimeleia tes psyches, “ha cambiado la historia espiritual del Occidente” (p. 13). En efecto, Sócrates se compara con un tábano (myops)[6] porque su misión fundamental, encomendada por la divinidad, consiste en

cuestionar a sus conciudadanos sobre la naturaleza de la arete y sobre cómo piensan que se debe vivir generalmente. Y cuando él encuentra que sus interlocutores no saben realmente lo que hacen, el dios le solicita que los reprenda y que los exhorte a comprometerse con la reflexión filosófica. (Brickhouse y Smith, 2000, p. 24)

En este sentido, las argumentaciones socráticas y los diálogos frecuentes con los ciudadanos atenienses tenían siempre un aspecto moral o, más bien, ético, en la medida en que se trataba de determinar racionalmente qué modo de vida convenía adoptar. Francesco Adorno (1978), en su Introduzione a Socrate, ha sostenido que el núcleo de las “enseñanzas” de Sócrates —enseñanzas que explicarían su comparación con un tábano— se encontraría en una “toma de conciencia crítica de lo que somos [consapevolezza critica di ciò che siamo]” (p. 103)[7].

Ahora bien, en este artículo quisiera mostrar que la figura de Sócrates representa solo un aspecto de la práctica filosófica y que por lo tanto no agota la totalidad del acontecimiento del pensar. Hay otro aspecto, que curiosamente también se encuentra en un diálogo platónico, que parece igualmente decisivo: se trata del famoso parricidio que comete Platón en el Sofista. Acaso por cautela, acaso por cierta piedad alcanzada en la vejez, Platón no le adjudica el acto parricida a Sócrates, sino al personaje del Extranjero, protagonista de este diálogo tardío. El objetivo del presente escrito consiste en mostrar que no basta con poner en cuestión las opiniones establecidas ni con argumentar dialécticamente para adoptar una actitud filosófica; es preciso además matar al Padre, es decir, asumir un nombre propio, un lugar de enunciación que conlleva, por necesidad, una colisión más o menos polémica con los pensadores con quienes dialogamos. Sostendré entonces que la actitud filosófica solo puede explicarse en toda su amplitud y profundidad a partir de las figuras de Sócrates y del Extranjero. Si aquel nos enseña a preguntar, este nos enseña que toda respuesta implica por fuerza un parricidio.

2. El philosophos como patraloias

El Sofista comienza con una escena que remite al final del Teeteto[8]. Teodoro le presenta a Sócrates el personaje protagónico del diálogo: un “extranjero [xenon], que es originario de Elea, aunque diferente de los compañeros de Parménides y de Zenón; este hombre, no obstante, es todo un filósofo [philosophon]” (Sofista, 216a). Lo primero que hay que decir es que el personaje se caracteriza, en principio, por dos rasgos: es extranjero (xenos) y filósofo (philosophos). El nexo entre ambos términos, sin embargo, no es para nada circunstancial. Todo filósofo[9] es un extranjero: no en sentido geográfico, desde luego, sino en un sentido genuinamente filosófico[10]. El filósofo es un extranjero en el campo del pensamiento dominante, en el espacio abierto por la historia de la filosofía, es decir, en el territorio instituido por la tradición en el que inevitablemente se inscribe. En este punto, podría decirse que el filósofo se relaciona con el pensamiento dominante de la misma manera que el escritor, para Gilles Deleuze, se relaciona con la lengua mayor. La literatura

traza una suerte de lengua extranjera, que no es otra lengua, ni un patois reencontrado, sino un devenir otro de la lengua, una minoración de esta lengua mayor, un delirio que la arrastra, una línea de brujería que se escapa del sistema dominante. (Deleuze, 1993, p. 15)

Así como la literatura crea una lengua extranjera en la lengua mayor, a la cual hace delirar, asimismo la filosofía crea un pensamiento extranjero en la tradición consolidada, a la cual también hace delirar. Dicho de otro modo: la filosofía hace delirar a la historia de la filosofía o, con mayor precisión, a lo que en ella —en la propia filosofía— se deja traducir en términos de cronología histórica. La literatura desterritorializa la sintaxis como la filosofía desterritorializa las ideas. En ambos casos, se trata de la creación de un espacio extranjero respecto al sistema dominante. Por eso Deleuze (1993) sostiene que “para escribir, quizás es necesario que la lengua materna [aquí diría ‘paterna’] sea odiosa” (p. 16). Lo mismo se aplica al pensamiento: para pensar es preciso que las ideas heredadas por la tradición —las ideas del Padre— se vuelvan también odiosas. Por eso el filósofo se sitúa siempre en este espacio dominante de pensamiento como si fuese un extranjero o un extraño. A él se aplica el inolvidable verso de Georg Trakl (1915): “Es un ser extraño [o extranjero] el alma en la tierra [Es ist die Seele ein Fremdes auf Erden]” (p. 75). La xenofobia es, a su modo, un odio a la filosofía.

Ahora bien, uno de los objetivos del diálogo es distinguir al sofista del filósofo. Para lograr este cometido y llegar a una definición exhaustiva del sofista, el Extranjero debe primeramente demostrar la existencia del no-ser —en un sentido relativo, claro está—. Pero llevar adelante esa demostración implica ciertamente refutar el pensamiento de Parménides, del Padre Parménides. El Extranjero de Elea se ve en la incómoda —pero inexorable— situación de tener que matar —filosóficamente— a Parménides. La veneración al Padre lo lleva a declarar que no se tratará de un verdadero parricidio, sino de una suerte (hoios) de parricidio o, incluso, de una mera puesta a prueba:

EXTR. - Entonces te pediré un favor aún mayor.

TEET. - ¿Cuál?

EXTR. - Que no supongas que soy capaz de cometer una especie de parricidio [hoion patraloian].

TEET. - ¿Qué?

EXTR. - En efecto, para defendernos, debemos poner a prueba el argumento del padre Parménides [tou patros Parmenidou logon] y obligar [biazesthai], a lo que no es, a que sea en cierto modo, y, recíprocamente, a lo que es, a que de cierto modo no sea. (Sofista, 241d)

No obstante, más allá de esta advertencia cautelosa, el Extranjero, como bien indica Denis O’Brien (2013), “comete efectivamente un parricidio. Platón dice que refutará a Parménides, y lo lleva a cabo” (p. 121).

El término clave es patraloias: parricida. El Extranjero debe matar al Pater, a Parménides o, mejor aún, al logos de Parménides, el logos Parmenidou. Poco después el Extranjero ratifica la necesidad de cometer el parricidio y a la vez la gran disyuntiva a la que se enfrenta: “Por eso hay que osar enfrentarse ahora al argumento paterno [to patriko logo], o dejarlo por completo tal como es, si algún escrúpulo nos impide hacerlo” (Sofista, 242a). Por supuesto que el Extranjero, como filósofo que es, elige matar a Parménides. A decir verdad, se ve obligado al parricidio. Platón emplea el verbo biazo, que significa obligar, constreñir, exigir[11]. Esta exigencia proviene de la filosofía en cuanto tal. Esto quiere decir que se es filósofo en la medida en que se atiende a la exigencia de matar al Padre. Por eso el Extranjero, una vez desarrollada la argumentación y refutado el pensamiento parmenídeo, asegura que “se debe tener el coraje de decir [tharrounta ede legein] que el no-ser existe firmemente, y que tiene su propia naturaleza” (Sofista, 258b). Para pensar se requiere coraje (tharsos). ¿Por qué? Porque es preciso ir más lejos que Parménides; es preciso internarse más allá de lo permitido (aporresis) por la Ley del Padre; en suma, es preciso convertirse en un patraloias.

EXTR. - ¿Sabes que hemos desobedecido a Parménides más de lo permitido [tes aporreseos epistekamen]?

TEET. - ¿Qué?

EXTR. – Nosotros, yendo en nuestra búsqueda más allá de lo que él permitía examinar hemos llegado a una demostración.

TEET. - ¿De qué?

EXTR. - Él dice, aproximadamente:

Que esto nunca se imponga: que haya cosas que no son.

Aparta el pensamiento de este camino de investigación.

TEET. - Así dice.

EXTR. - Y bien: nosotros demostramos no sólo que existe lo que no es, sino que pusimos en evidencia la existencia de la forma que corresponde al no-ser. (Sofista, 258c-d)

El parricidio ha sido consumado. Se percibe, sin embargo, la incomodidad —la congoja, incluso— de Platón. Es entendible: venera a Parménides, respeta al Padre. Sin embargo, como dije, se ve obligado a matarlo. El pensamiento filosófico lo constriñe a matar al Padre, al filósofo venerable (aidoios) y terrible (deinos), según las expresiones que emplea Sócrates en Teeteto 183e. Platón mata a Parménides porque, como este, es también un filósofo. El punto que quisiera señalar es que el parricidio no es un avatar del pensamiento filosófico, sino una suerte de condición de posibilidad: un parricidio trascendental. Pero, ¿qué es lo que posibilita el parricidio? Posibilita un lugar de enunciación, abre un espacio discursivo: no tanto una topo-logía, un discurso sobre el lugar, sino lo que podría denominarse una logo-topía, un lugar de discurso. En suma, el acto parricida limpia el terreno para que pueda ser ocupado por otro nombre propio. El Extranjero, ahora, ha conquistado la posibilidad de decir “yo”.

3. Asumir el nombre propio

No se creerá que el nombre propio designa una persona, una identidad herméticamente constituida y encarnada en un yo substancial. No se creerá que quien dice “yo” y habla en “nombre propio” es un sujeto autónomo y cerrado sobre sí. Al contrario, el nombre propio es lo más impropio que existe. No es un sujeto individual, es un colectivo o un pueblo. Todo nombre propio, aún el más abstruso, el más enigmático, el más solitario, es siempre popular. Gilles Deleuze (1990) ha dicho lo esencial sobre este asunto en la famosa “Lettre a un critique sévère” dirigida a Michel Cressole:

Es curioso decir algo en nombre propio, porque no se habla en nombre propio cuando uno se considera como un yo, una persona o un sujeto. Al contrario, un individuo adquiere un verdadero nombre propio [un véritable nom propre] luego del más severo ejercicio de despersonalización, cuando se abre a las multiplicidades que lo atraviesan enteramente, a las intensidades que lo recorren. (pp. 15-16)

Y también, esta vez en la ponencia “Pensée nomade” presentada en el coloquio Nietzsche, aujourd’hui? que tuvo lugar en el Centre Culturel International de Cerisy-la-Salle en julio de 1972: “el nombre propio es siempre una máscara, la máscara de un operador” (Deleuze, 2002, p. 359)[12]. El nombre propio designa fundamentalmente, como se indicó, un lugar de enunciación, una máquina o un dispositivo de expresión filosófica: un agenciamiento colectivo de enunciación en los términos del propio Deleuze[13]. El punto que quisiera destacar es que la única manera de acceder a ese lugar, a ese locus philosophicus —que es también y necesariamente un theatrum philosophicum— es a través de un parricidio. Pero ¿por qué es tan difícil matar al Padre? ¿Por qué escasean los nombres propios?

3.1 El salto al vacío

A fin de explicar por qué resulta tan arduo asumir el nombre propio sería conveniente recurrir a ciertas tesis existencialistas. Los textos de Sartre serían sin duda una opción acertada. Sin embargo, prefiero centrarme en la introducción a Le deuxième sexe. Allí se encuentran, y según creo con mayor claridad que en los textos del propio Sartre, todas las categorías necesarias para esbozar una respuesta posible a nuestro interrogante. El tema —irritante, según Beauvoir— del libro, como se sabe, es la mujer. Pero el punto que me interesa subrayar ahora es que para desarrollar ese tema Beauvoir (1949) adopta la perspectiva “de la moral existencialista” (p. 31). El pasaje clave para pensar el problema del nombre propio como lugar de enunciación filosófica, tanto en lo que concierne a su vínculo ético con la libertad cuanto a las dificultades para asumir el riesgo y la incertidumbre de esa libertad, es el siguiente:

En efecto, al lado de la pretensión de todo individuo de afirmarse como sujeto, que es una pretensión ética, también hay en él la tentación de huir de su libertad para constituirse en cosa; es ese un camino nefasto, en cuanto que pasivo, alienado y perdido; resulta entonces presa de voluntades extrañas, cercenado de su trascendencia, frustrado de todo valor. Pero es un camino fácil: así se evitan la angustia y la tensión de una existencia auténticamente asumida. (Beauvoir, 1949, p. 21)

Se ha visto, en efecto, la angustia que siente Platón a través del personaje del Extranjero a la hora de tener que asumir “auténticamente” su existencia filosófica[14]. Hemos visto que esa asunción del nombre propio, esa auto-afirmación como sujeto de enunciación filosófica requiere necesariamente de un parricidio. Lo interesante del pasaje de Beauvoir es que explicita lo que está en juego en tamaña decisión y a la vez la tentación de la salida fácil. Lo más sencillo para el Extranjero hubiera sido limitarse a explicar lo que dijo el Padre Parménides y evitar así el riesgo de hablar en nombre propio. Pero el pensamiento, el problema abordado —la filosofía, en definitiva— lo obliga a tomar el camino menos seguro, el mismo que tomó el propio Parménides al inicio de su poema.

Estimo que estas reflexiones permiten arrojar algo de luz sobre una cuestión que atañe directamente a la filosofía y a la lógica “inauténtica” en la que muchas veces cae la institución universitaria. Sería sencillo, sin duda, explicar la dificultad para hablar en nombre propio y la reticencia a la hora de constituirse en sujeto de enunciación filosófica apelando a razones de índole psicológica. Saltar al vacío del nombre propio resulta por cierto arriesgado y angustiante. De allí las grandes inseguridades que conducen en general al camino fácil: no decir “yo” pienso, sino “X” piensa[15]. Sin embargo, la explicación psicológica es insuficiente. Por eso, el pasaje de Beauvoir es importante. Hay una cuestión existencial en esa decisión. Y al mismo tiempo hay un aspecto que tiene que ver con la propia Academia. Me parece que Pierre Hadot (1995) ha explicado este último punto con absoluta contundencia:

[] la institución universitaria conduce a hacer del profesor de filosofía un funcionario cuya tarea consiste, en gran parte, en formar a otros funcionarios; no se trata ya, como en la Antigüedad, de formar en el oficio de hombre, sino de formar en el oficio de clérigo o de profesor, es decir, de especialista, de teórico, detentor de un cierto saber, más o menos esotérico. Pero este saber no pone más en juego toda la vida, como lo quería la filosofía antigua. (pp. 390-391)

Por algún motivo, aunque no es este el lugar para examinar esta cuestión, la institución universitaria genera una suerte de paterlatria, una adoración al Padre. ¿Qué significa esto? Significa que en general la Academia funciona como una gran máquina de producir profesionales y especialistas del pensamiento, es decir, estudiosos que no dicen “Yo”, sino “Él” o “Ella”. La filosofía, en esta versión empobrecida de sí misma, se limita al estudio de un Autor y a la explicación de lo que ese Autor, que ocupa el lugar y la función de la Ley, quiso decir. Se trata de una paterlatria —que Beauvoir entendía como una degradación “de la libertad en facticidad” (1949, p. 31)— porque el lugar de enunciación está ocupado por el Padre. De tal modo que la práctica filosófica se reduce a decir: “X —el Padre venerado— quiso decir…”. Esto no significa, por supuesto, que el trabajo de los comentaristas no sea necesario y sumamente valioso. Al contrario, es de extrema importancia estudiar —e incluso admirar— a los autores (consagrados o no) que nos inspiran. Lo que quisiera plantear aquí es que no basta con eso. Llega un momento en que el pensamiento obliga a matar al Padre. Es lo que siente el Extranjero, lo que siente Platón, pero también lo que sintió Aristóteles respecto a Platón, lo que sintió Nietzsche respecto a Schopenhauer, lo que sintió Marx respecto a Hegel, etc. Mi convicción es que solo cuando nos convertimos en parricidas y asumimos la “angustia y la tensión” de hablar en nombre propio, solo cuando no caemos en la “tentación de huir de la libertad” a la que nos abisma el vacío paterno, empezamos realmente a filosofar. En cierta forma, el parricidio es el mayor gesto de amor. Se mata al Padre porque se lo venera. Pero esta veneración no se dirige al Padre en sí mismo, a la figura concreta que encarna esa función, sino al lugar de enunciación. Lo que se venera es la actitud parricida que tuvo que realizar a su vez el Padre para hablar en nombre propio. En suma, no se venera al Padre en tanto Padre, sino en tanto parricida. Amar a un autor es amar el gesto que lo ha constituido en autor[16]. Pero ¿en qué consiste concretamente este gesto? Para responder a este interrogante quisiera recordar una conferencia muy célebre de Giorgio Agamben (2006) titulada Che cos’è un dispositivo? en la cual explica que en sus investigaciones ha seguido siempre un “principio metodológico” que consiste en individuar en el pensamiento o en la obra de un autor “el locus y el momento en el que [esa obra y ese pensamiento] son susceptibles de un desarrollo” (p. 20). En todo proceso hermenéutico, continúa Agamben, llega un momento en el que “nos damos cuenta que no podemos proceder más allá [non poter procedere oltre]” (p. 20). En ese momento, el investigador “sabe que es tiempo de abandonar el texto [abbandonare il testo] que está analizando y de proceder por cuenta propia [procedere per conto proprio]” (p. 21).

El gesto de un autor no es más que el modo singular que tiene de abandonar al Padre y de asumir un nombre propio. Las dos expresiones que utiliza Agamben se refieren precisamente a estos dos momentos: abandonar el texto que se está analizando, es decir, cometer un parricidio; y proceder por cuenta propia, es decir, asumir un nombre propio. Este gesto es fundamental para que acontezca el pensamiento. Por eso cada vez que la filosofía se convierte en una mera repetición de la Ley del Padre, la potencia del pensamiento disminuye[17]. Como dije, hay algo en el funcionamiento de la institución universitaria que obtura muchas veces el gesto parricida. Esto se evidencia en la práctica más habitual en el mundo profesional de la filosofía: el estudiante se especializará en un autor y se dedicará a explicar, con lujo de detalle, lo que ese autor quiso decir. En el mejor de los casos, ese trabajo de especialización estará acompañado de la actitud cuestionadora de un Sócrates. El especialista será —aunque tampoco es lo más común—, además de especialista, una especie de tábano. Pero parricida no lo será nunca. Lo cual es más grave —y ciertamente más preocupante— en el nivel de posgrado, que debería ser el ámbito parricida por antonomasia. Quizás estas reflexiones podrían enunciarse de la siguiente manera: si la formación de grado es —o debería ser— análoga a la figura del tábano, es decir, a la filosofía entendida como cuestionamiento, argumentación, persuasión, conciencia crítica, etc., la formación de posgrado es —o debería ser— análoga a la figura del parricida, es decir, a la filosofía entendida como asunción del nombre propio (y del vacío paterno) y como respuesta a la llamada del mismo pensamiento. Una vez que la formación de grado ha proporcionado las herramientas indispensables para reflexionar en términos filosóficos, es preciso que se utilicen esas herramientas para matar al Padre, y ese ejercicio parricida debería corresponder sobre todo a la formación o, mejor aún, por qué no, a la de-formación de posgrado. Sería preciso leer en esta clave las extraordinarias páginas de la introducción a L’usage des plaisirs en las que Michel Foucault (1984) explica que los motivos que lo impulsaron a modificar el programa inicial de la Histoire de la sexualité se debieron, en su raíz profunda, a un esfuerzo por “pensar distinto de como se piensa y percibir distinto de como se ve” (p. 9). El saber no valdría nada, sostiene allí Foucault, “si sólo hubiera de asegurar la adquisición de conocimientos y no, en cierto modo y hasta donde se puede, el extravío del que conoce [l’égarement de celui qui connaît]” (p. 9). El parricidio, la asunción del nombre propio no es otra cosa que este extravío. Por eso la filosofía no consiste, para Foucault, en “legitimar lo que ya se sabe”, que es lo propio de los especialistas y profesionales, es decir de la paterlatria, sino en “una ascesis, un ejercicio de sí, en el pensamiento” (p. 9). Intuyo que algo de esto tenía también en mente Deleuze cuando afirmaba —cuando se lamentaba, en realidad— que la historia de la filosofía funcionaba como una gran máquina de producir especialistas del pensamiento:

La historia de la filosofía ha sido siempre el agente de poder en la filosofía e incluso en el pensamiento. Ella juega el rol de represor: ¿cómo queréis pensar sin haber leído a Platón, Descartes, Kant y Heidegger y el libro de tal y tal sobre ellos? Una formidable escuela de intimidación que fabrica especialistas del pensamiento [spécialistes de la pensée]. (Deleuze & Parnet, 1996, pp. 19-20)

Platón, Descartes, Kant, Heidegger: he aquí los Padres del pensamiento. Deleuze, cuyo destino fue convertirse también en Padre, está diciendo que solo puede haber filosofía cuando se suprime, de cierta forma, esos Nombres. El último gesto de un filósofo es: ¡mátenme, sacrifíquenme a fin de que puedan pensar en mi lugar! En efecto, solo podemos pensar cuando nos hemos liberado del yugo paterno. Esta formidable escuela de intimidación que fabrica especialistas del pensamiento funciona entonces impidiendo la asunción del nombre propio. No deja de ser desolador, como ya dije, constatar que varios años después de que Deleuze pronunciara estas palabras, la escuela de intimidación sigue gozando de buena salud.

3.2 La ruptura del pacto

Pero ¿qué significa concretamente hablar en nombre propio en filosofía? Lo primero que hay que decir es que no significa expresar una opinión personal. Asumir el nombre propio no se reduce a explicar lo que dijo X —siendo X un autor en general consagrado— y luego, casi como una magra obligación que nos redimiría del automatismo, expresar ligeramente una posición propia. Si nos quedamos con esto, el Padre seguirá imperando. Por eso es preciso dar un paso más. Y este paso consiste en formular —o, al menos, buscar la forma más adecuada de formular— en términos conceptuales la opinión personal. Solo matamos al Padre cuando nos arriesgamos a conceptualizar nuestras opiniones, es decir, cuando comenzamos a tomar en serio nuestras ideas, de la misma manera que tomamos en serio las ideas paternas. Es recién entonces, más allá de la cualidad de las ideas en sí mismas, más allá de su novedad o anacronismo, más allá de su utilidad o inutilidad, que comenzamos a pensar. Se trata de copiarle al Padre la actitud que lo vincula con el pensamiento. Lo copiamos y lo incorporamos, hacemos como él: lo asesinamos. Martin Heidegger (1977) ha resumido esta idea en una sentencia certera: “Sólo respetamos a un pensador [einen Denker] en la medida en que pensamos [wir denken]” (p. 254).

Sócrates cuenta en la Apología que posee un daimon que lo aconseja y lo disuade. Hay algo demónico, en efecto, en el pensamiento filosófico. Con el cristianismo, el daimon se convierte en daemonium[18]. El Fausto de Goethe, en este sentido, cifra el pacto que contrae el pensador moderno con el Demonio “que siempre niega”. Todo pensamiento supone un pacto con el Padre/Diablo, una suerte de contrato filosófico según el cual uno le cede el alma al Autor que ama para ser iniciado en el camino del pensar. Pero para convertirse realmente en pensador es preciso romper el pacto, traicionar al Padre, burlar al Diablo. Es el momento de la traición, el momento en el que le soltamos la mano al Autor amado y, al extremo, a todos los Autores que nos han acompañado. Se trata sin duda del paso más difícil de dar, el de mayor vulnerabilidad: de repente estamos solos, en la intemperie sin fin, para decirlo con Oscar del Barco, en el vacío que el Padre ha dejado al partir. Pero es recién ahí, en esa situación de desamparo, cuando nuestros Padres filosóficos se han alejado, que podemos comenzar a hacer filosofía[19]. Es el momento en el que damos un salto, y ese salto es siempre cualitativo[20]. Ahora somos nosotros quienes ocupamos el lugar de enunciación filosófica. El pacto ha perdido su validez, pero esa obsolescencia es la condición del pensar. Todo pacto genuino implica su invalidación; su última cláusula, si se trata de un contrato verdadero, es decir amoroso, impone la autodestrucción. La philia que constituye a la filosofía es un amor a la traición, al acto parricida.

Sin ser un especialista en el tema, me parece que hay algo en el funcionamiento de la institución académica —y aquí simplifico adrede— que dificulta este paso decisivo. Es como si generara fascinación por el saber y los Autores que la misma institución reconoce y difunde, pero paralelamente produjera un temor o una inseguridad a la hora de abandonarlos. En mi opinión, la enseñanza de la filosofía, sobre todo en el ámbito universitario y especialmente en el nivel de posgrado, debería tender a generar más parricidas que especialistas, más traidores que profesionales. Si resulta imprescindible, como decía Kant, orientarse en el pensamiento, también es cierto que esa orientación presupone un momento de desorientación y de abandono. En realidad, se trata de tres momentos: 1) el Padre nos orienta en el pensamiento; 2) matamos al Padre y nos desorientamos; 3) volvemos a orientarnos hablando en nombre propio. La Academia pareciera tener la somnolienta costumbre de demorarse en el primer momento, aunque también la suficiente flexibilidad —por lo menos deseo creerlo—, para albergar los dos momentos restantes. En este sentido, resulta oportuno recordar lo que Jacques Derrida decía en una famosa entrevista con Derek Attridge acerca de la institución literaria, la cual puede ser homologada —como el mismo Derrida se encargaba de hacer, con ciertos matices— a la institución filosófica[21]. La literatura, confesaba Derrida (1992) en esa oportunidad, es “un lugar a la vez institucional y salvaje [a place at once institutional and wild], un lugar institucional en el cual está permitido en principio poner en cuestión, cuanto menos en suspenso, a la institución entera” (p. 58). Esta doble valencia, al mismo tiempo institucional y salvaje, conservadora y subversiva, define la naturaleza eminentemente anfibológica de la Academia filosófica —y literaria—. En las fisuras de la institución, quizás, ojalá, aceche el pensamiento. 

4. Conclusión

En este artículo he mostrado que la actitud filosófica no se agota en la metáfora del tábano encarnada por Sócrates. El cuestionamiento y la argumentación son por cierto dos aspectos fundamentales de la tarea filosófica. Sin embargo, la filosofía solicita que, además de poner en cuestión los presupuestos instituidos y los valores imperantes, ejecutemos un parricidio. Es necesario, para pensar, matar al Padre. Este segundo momento lo encontramos expresado con todo su dramatismo también en un diálogo platónico, no ya en la Apología de Sócrates, sino en el Sofista. Ahora es un Extranjero el que devendrá parricida para confirmar su condición de filósofo. Como si Platón hubiera presentido que, llegado a ese punto, Sócrates, el tábano, debía limitarse a escuchar y ceder su lugar al Extranjero, el parricida, —y secundariamente a Teeteto, su interlocutor—. De algún modo, el objetivo de este artículo ha sido mostrar que la figura o el personaje que encarna la actitud filosófica no es solo Sócrates, según la communis opinio de toda una tradición plenamente consolidada, sino Sócrates y el Extranjero. Esto significa, desde luego, que es preciso formularse preguntas y cuestionar los valores instituidos, pero, sobre todo, significa que las respuestas a esas preguntas solo pueden enunciarse filosóficamente si se comete un acto parricida. Con la muerte del Padre me refiero a la toma de distancia respecto a los Autores con los cuales dialogamos. Para pensar, es imprescindible soltarle la mano a nuestros Padres, sobre todo a los que más amamos. Se trata de una exigencia eminentemente filosófica: si amas a un Autor, suéltale la mano, mátalo, es decir, piensa. Y solo se puede dar ese paso —matar al Padre, pensar— asumiendo el nombre propio.

Existe un célebre y polémico ensayo en el cual Jorge Luis Borges reflexiona acerca de la literatura argentina y su relación con la tradición nacional. Quisiera mencionar, para concluir, un par de pasajes de este texto, puesto que permiten comprender con mayor exactitud qué entiendo por parricidio filosófico. El primer pasaje tiene que ver con un estudio del sociólogo norteamericano Thorstein Veblen al que remite Borges para demostrar que la tradición argentina coincide con toda la cultura de Occidente. El punto que me interesa es una idea que Borges encuentra en Veblen sobre la supuesta preeminencia de los judíos en el mundo occidental. Según el sociólogo, anota Borges (1974), esa preeminencia se debería a que “actúan dentro de esa cultura y al mismo tiempo no se sienten atados a ella por una devoción especial” (p. 272). De allí la conclusión del poeta argentino —y este sería el segundo pasaje— en relación a la tradición literaria: “Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas” (p. 273). Lo que llamo parricidio, entonces, no es más que esta irreverencia y este desenfado con el cual podemos manejar los temas del Padre. Y no solo manejarlos, sino también —y de manera fundamental— retorcerlos, deformarlos, convertirlos en otra cosa. Es preciso romper esa “devoción especial” hacia la Ley y el Nombre del Padre que aún sigue vigente en la práctica más cotidiana de la Academia filosófica[22]. Asumir el nombre propio —un nombre argentino y latinoamericano, como dice Borges, y popular, agregaría yo— exige entonces refutar al Padre sin supersticiones, sin escrúpulos o, al menos, con los únicos escrúpulos que dicta el amor al pensamiento. Solo entonces la filosofía podrá tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas.

Referencias

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Fecha de recepción: 16 de julio de 2020

 

Fecha de aceptación: 26 de septiembre de 2020

 

Forma de citar (APA): Prósperi, G. O. (2021) El tábano y el parricida. Notas sobre la asunción del nombre propio en la formación filosófica universitaria. Revista Filosofía UIS, 20(1), https://doi.org/10.18273/revfil.v20n1-2021009

 

Forma de citar (Harvard): Prósperi, G. O. (2021) El tábano y el parricida. Notas sobre la asunción del nombre propio en la formación filosófica universitaria. Revista Filosofía UIS, 20(1).



[1] Argentino. Doctor en Ciencias Humanas y Sociales por la Universidad Nacional de Buenos Aires, Argentina.

ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-3874-5871

Correo electrónico: gprosperi@fahce.unlp.edu.ar; gerprosperi@hotmail.com

[2] Se trata de un texto inédito de Otto, publicado por primera vez en Italia por la editorial Christian Marinotti. Utilizo aquí la edición italiana, la única existente —al menos que yo sepa— hasta el momento.

[3] En adelante, salvo en aquellos casos en los que se indique lo contrario, todas las citas referenciadas de textos en idioma diferente al castellano, son traducción propias.

[4] Para las citas de los diálogos platónicos me he basado en las Obras completas editadas por Gredos. En algunos casos, he introducido ligeras modificaciones, atendiendo siempre al texto griego.

[5] Sobre el cuidado socrático del alma, cfr. Burnet, 1916, pp. 3-27. En este ensayo ejemplar, Burnet explica que “Sócrates fue el primero en decir que la conciencia normal era el verdadero yo, y que merecía todo el cuidado” (p. 27). Por otro lado, Burnet (1928) defiende la tesis de que la causa que habría conducido a Sócrates a la muerte radicaría en el peligro político de sus enseñanzas y más concretamente en la actitud crítica del filósofo frente al sistema democrático ateniense: “la verdadera ofensa de Sócrates fue su crítica a la democracia y sus líderes” (p. 187).

[6] En un interesante artículo, Laura A. Marshall (2017) ha demostrado que la traducción predominante del término griego myops hasta la Ilustración no fue tábano (gadfly) sino espuela o espolón (spur), y que esta última acepción “es correcta, basada en el contexto de la Apología, en el uso de la palabra en diversas zonas de la literatura griega y en las traducciones de la Apología previas al siglo XVIII” (p. 163).

[7] Sobre el sentido que tiene la figura del tábano en relación a la misión filosófica y pedagógica de Sócrates en los diálogos platónicos, cfr. Scott, 2000, pp. 86-91, pp. 159-178; Burnet, 1928, pp. 151-192. Sobre el famoso “método” socrático conformado por la ironía y la mayéutica, cfr. Adorno, 1978, pp. 75-92. Para un panorama general de la “filosofía” socrática, cfr. Brickhouse y Smith, 2000.

[8] Sobre el Sofista existe una vastísima bibliografía que, en función del tema de este artículo, no creo necesario consignar aquí. Me limito solo a mencionar tres textos ya clásicos: Rosen, 1999; De Rick, 1986; Cornford, 1935, pp. 165-332.

[9] Léase, de acá en más, filósofx, y aplíquese el mismo criterio al resto de los términos (pensador, autor, comentador, etc.) que en este artículo han sido consignados sub specie patriarchae.

[10] Sobre el personaje del Extranjero en Platón, cfr. Mattéi, 1983.

[11] Este mismo verbo aparece también en República, cuando Platón explica, al inicio del Libro VII (cfr. 515e-516a), que debe obligarse a los prisioneros a salir de la caverna. Sobre este asunto, cfr. Prósperi, 2019, pp. 117-123.

[12] Jacques Derrida ha resaltado también la relación que existe entre el nombre propio y la máscara a partir de un análisis de Ecce homo. En efecto, el caso de Nietzsche es paradigmático: el único autor quizás, confiesa Derrida (2005), “que ha puesto en juego su nombre —sus nombres— y sus biografías” (p. 43); sin embargo, aclara poco después Derrida, el nombre propio de Nietzsche se pulveriza y multiplica en innumerables simulacros que revelan más bien “máscaras o seudónimos sin nombres propios [des masques ou des pseudonymes sans noms propres], máscaras o nombres plurales [des noms pluriels]” (p. 45).

[13] Sobre esta cuestión, cfr. Deleuze y Guattari, 1980, pp. 95-184.

[14] Entrecomillo el adverbio “auténticamente” porque se trata de un problema complejo que remite por lo menos a Sein und Zeit y se prolonga en los textos sartreanos y más allá. La ética de la “autenticidad”, como se sabe, ha sido criticada, y en mi opinión con justa razón, desde diversos puntos de vista, sobre todo por la filosofía postestructuralista. No es mi objetivo retomar aquí esas críticas. Solo hago referencia a la cuestión de la autenticidad en la medida en que me permite mostrar la apuesta ética que se juega en la asunción del nombre propio. 

[15] Con esto no estoy diciendo, según indiqué previamente, que el pensamiento sea una cuestión personal o que quien piensa sea un “yo” en el sentido cartesiano. Al contrario, el pensamiento es absolutamente impersonal, como bien ha insistido en tiempos relativamente recientes Roberto Esposito (2007), e implica siempre una multiplicidad de fuerzas y de agentes, no necesariamente humanos. El “yo”, en este sentido, es siempre una máscara. El punto es que no todas las máscaras son iguales. Asumir el nombre propio, decir “yo”, constituirse en sujeto libre de enunciación no supone un culto a la identidad personal, sino el coraje necesario para adoptar la máscara que más nos expone y nos vuelve más vulnerables, pero también que nos permite experimentar con la mayor intensidad una alegría inmensa.

[16] Sobre el gesto del autor y el autor como gesto, cfr. Agamben, 2005a, pp. 67-81.

[17] En su texto de 1962 sobre la filosofía nietzscheana, Deleuze explica que pensar es un asunto que concierne a la potencia y a las fuerzas en las que se encarna. Según explica Deleuze (siguiendo a Nietzsche), las fuerzas activas son aquellas que colman su potencia, es decir que van hasta el final de lo que pueden o de lo que son capaces. Estas fuerzas, por eso mismo, hacen “de su diferencia un objeto de placer y de afirmación” (1962, p. 69). Las fuerzas reactivas, por el contrario, operan de una manera completamente diferente: separan a las fuerzas activas de lo que estas pueden, son fuerzas utilitarias que niegan a las activas y de esa negación obtienen su poder (cfr. 1962, p. 64, 69). La función represiva de la institución profesional de la filosofía, tal como Deleuze la entiende, consiste en separar al pensamiento de lo que puede, sustraerle su potencia activa a fin de que no desarrolle todas las posibilidades de las que es capaz. Se trata de una actitud evidentemente reactiva. Frente a esto, Deleuze (1962) apuesta por un pensamiento de la potencia que afirme la vida: “Un pensamiento que iría hasta el fin de lo que puede la vida, un pensamiento que llevaría a la vida hasta el fin de lo que puede. En lugar de un conocimiento que se opone a la vida, un pensamiento que afirmaría la vida. La vida sería la fuerza activa del pensamiento, pero el pensamiento, la potencia afirmativa de la vida. Ambos irían en el mismo sentido, arrastrándose mutuamente y rompiendo límites en el esfuerzo de una creación inaudita. Pensar significaría: descubrir, inventar nuevas posibilidades de vida” (p. 115). El punto que quisiera resaltar es que para descubrir e inventar nuevas posibilidades de vida es preciso, como hizo el propio Nietzsche con Dios, cometer un parricidio. Por otra parte, sobre la relación entre el pensamiento y la potencia, entendida en términos de posibilidad (ya sea en el sentido de la dynamis aristotélica o de la Möglichkeit heideggeriana), cfr. Agamben, 2005b, pp. 273-287.

[18] Sobre la noción de daimon en la demonología platónica y neoplatónica, cfr. Timotin, 2011. Sobre la demonología cristiana, cfr. Klaniczay y Pócs, 2006. Sobre el daimon de Sócrates, cfr. Van Kiel, 2005, pp. 31-42.

[19] Nótese de nuevo el trasfondo existencialista de esta situación de desamparo en la que se arriesga el filósofo. Sobre la ausencia de Dios, es decir del Padre arquetípico, y la necesidad de asumir el vacío existencial que esa ausencia conlleva, cfr. Sartre, 1946. Esta situación de abandono resulta insoslayable en el proceso filosófico de pensamiento. Pero también es preciso encontrar el modo (siempre precario) de aferrarse al nombre propio, sin olvidar, desde luego, que se trata de una máscara —si bien privilegiada— entre otras tantas.

[20] Pensar filosóficamente supone llevar el pensamiento a su punto crítico, atravesar un umbral más allá del cual se produce un cambio de estado. En este sentido, la filosofía es el punto de hervor del pensamiento. Si la concepción especializada y profesional de la filosofía procede siempre de manera gradual, la filosofía como experimentación o acontecimiento procede a través de saltos o cambios de estado. El parricidio crea las condiciones de posibilidad para efectuar ese salto cualitativo; muerto el Padre, las ideas pueden acceder a su punto de hervor, transformarse en danza o aquelarre. 

[21] Sobre la relación entre la institución literaria y la institución filosófica en Derrida, cfr. Plant, 2012, pp. 257-288.

[22] Como habrá quedado claro a esta altura, todo el artículo está atravesado por un cierto influjo psicoanalítico, en especial lacaniano que, por razones de extensión y porque tampoco es el eje principal que estructura estas reflexiones, he preferido no desarrollar en el cuerpo del texto. El tema del Nom-du-Père como significante que encarna la Loi Primordiale, al igual que todo lo referente a la métaphore paternelle, el phallus y el complexe de castration, son tópicos que han sido ampliamente comentados por Lacan a lo largo de sus textos y seminarios. Ya en un ensayo relativamente temprano como “Fonction et champ de la parole en psychanalyse”, Lacan (1966) consignaba: “Es en el nombre del padre [nom du père] que resulta necesario reconocer el soporte de la función simbólica que, desde los inicios del tiempo histórico, identifica su persona con la figura de la ley” (p. 278). Tanto para Freud como para Lacan la figura del Padre es decisiva en el complejo de Edipo en la medida en que limita y regula la relación entre la madre y el niño. El Padre es el índice de que el campo en el que nace el niño es un campo simbólico y es en él que el recién nacido deberá desarrollar sus pulsiones hacia los objetos libidinales, en primer lugar hacia la madre, el objeto primordial del goce prohibido. Al efectuar la castración, el Padre introduce al niño en el régimen del deseo y de la falta. Hay que tener presente, además, que el Padre simbólico es también, como advirtió Freud, el Padre muerto, el Padre de la horda primitiva que es asesinado por sus hijos. En el caso de Lacan, es justamente el Padre muerto el que puede funcionar como símbolo y hacer valer la fuerza de la Ley: “Lacan individua la función paterna simbólica en la figuración freudiana del padre que es operante en tanto muerto, en tanto puro símbolo. El padre muerto funciona como un significante: funciona incluso cuando no existe en la realidad. El padre simbólico es equivalente al significante del Nombre-del-Padre” (Di Ciaccia y Recalcati, 2000, pp. 96-97) Sobre estos conceptos del psicoanálisis lacaniano, cfr. Tarizzo, 2003; Leader 2003, pp. 35-49; Braunstein, 2003, pp. 102-115.  Sobre los conceptos de Loi, Œdipe y Symbolique, cfr. Cléro, 2002. Resulta útil consultar, por último, el bello libro de Jean Laplanche, Hölderlin et la question du père, así como la reseña que le escribiera Michel Foucault titulada “Le «non» du père” (1971). Al igual que Lacan, Foucault juega con los términos non y nom: el nombre (nom) del Padre simboliza la Ley, es decir la instancia que, como el Mefistófeles de Goethe, dice no (non).