Artículos

El problema de la obligación política y el deber natural de apoyar las instituciones justas en la teoría de John Rawls

The Problem of Political Obligation and the Natural Duty to Support Just Institutions in John Rawls's Theory

Eduardo Esteban Magoja
Universidad de Buenos Aires, Argentina

Revista Filosofía UIS

Universidad Industrial de Santander, Colombia

ISSN: 1692-2484

ISSN-e: 2145-8529

Periodicidad: Semestral

vol. 20, núm. 2, 2021

revistafilosofia@uis.edu.co

Recepción: 25 Noviembre 2020

Aprobación: 26 Enero 2021



Resumen: La pregunta acerca de por qué las personas deben obedecer el derecho introduce uno de los temas más complejos y discutidos de la filosofía política y jurídica contemporáneas. Entre las diversas respuestas ofrecidas en la literatura científica, Rawls formuló la teoría del deber natural de apoyar y promover las instituciones justas. El objetivo de este trabajo es ofrecer un análisis crítico de esta propuesta y mostrar cómo se podrían superar algunas de sus debilidades mediante un enfoque que enfatice la importancia de preservar un esquema social beneficioso que ofrezca un marco de posibilidades para el desarrollo moral de las personas.

Palabras clave: deber natural, obligación política, Rawls, derecho, justicia.

Abstract: The question “Why people should obey the law?” introduces one of the most complicated and discussed issues of the contemporary political and legal philosophy. Among the various responses given in the scientific literature, Rawls formulated the theory of the natural duty to support and promote just institutions. This paper aims to give a critical analysis of that proposal and to show how some of its weaknesses could be overcome through an approach that emphasizes the importance of preserving a beneficial social scheme that gives people a framework of possibilities for their moral development.

Keywords: natural duty, political obligation, Rawls, law, justice.

1. Introducción

La pregunta acerca de por qué los ciudadanos de un Estado deben obedecer el derecho constituye uno de los temas más importantes, pero a la vez complejos, de la filosofía política y jurídica. Sin ir más lejos, ha dado lugar casi a un sinnúmero de trabajos (Polin, 1971; Simmons, 1979; Raz, 1982; Edmundson, 1999; Wellman, C. & Simmons, 2005; Klosko, 2005 y 2019; Horton, 2010; Egoumenides, 2014; Cotroneo, 2017; Gómez Abeja, 2017). La cuestión se vincula no tanto con los deberes —u obligaciones—[1], definidos en el ordenamiento jurídico —lo que se suele denominar “deberes legales” o “deberes internos” al sistema de normas—, sino, más bien, con la posibilidad de justificar el peso moral de tales requerimientos (Ross, 2008, pp. 215-216; Singer, 1985, p. 11; Raphael, 1970, p. 82). Entonces, a lo que apunta la pregunta es a determinar si hay un deber u obligación moral, externo al sistema, de cumplir con los requerimientos establecidos por las normas jurídicas, debido a que estas lo requieren (Simmons, 2001; 2005, pp. 93-94).

El tema de la obligación política ha sido objeto de un profuso tratamiento en la literatura. A lo largo del tiempo, destacados pensadores han ofrecido numerosas teorías, tales como las teorías voluntaristas, la teoría del fair play, la teoría de la gratitud y los enfoques asociativos, entre otros (Simmons, 1979; Knowles, 2010). Rawls (1999a; 1999b y 1999c) fue uno de los pensadores en filosofía política más importante del siglo XX, que no estuvo ajeno al problema y realizó en sus investigaciones varias contribuciones significativas. En su obra más relevante, A Theory of Justice, formuló en particular la teoría del deber natural de apoyar y fomentar las instituciones justas, la cual se enmarca dentro del género más amplio de teorías del deber natural de obediencia al derecho (Greenawalt, 1989, p. 160)[2].

La propuesta de Rawls (2006), si bien ha sido muy criticada, constituye un aporte sumamente enriquecedor para la filosofía práctica contemporánea, que ha sido sabiamente explotada por Waldron (1999) y defendida recientemente por Baena (2017), entre otros. El presente trabajo tiene el propósito general de realizar un análisis detallado y sistemático de su enfoque, que demuestre las principales debilidades, pero también sus fortalezas. Al margen de suscribir las ideas de Rawls —lo cual es irrelevante para este tipo de trabajo de reflexión filosófica—, se intenta mostrar, como objetivo específico, el valor de la teoría del deber natural y, en particular, cómo esta clase de propuesta podría cobrar fuerza cuando se repara que, mediante la estricta obediencia, se preserva un esquema social beneficioso que ofrece las condiciones de posibilidad para la realización moral de la persona. En última instancia, con esta revisión se pretende ofrecer una evaluación crítica de las ideas rawlsianas en materia de obligación política, que sirva para promover la discusión sobre el tema en los debates filosóficos actuales.

En función de los propósitos fijados, el trabajo se estructura en cuatro partes. En primer lugar, se verá el pensamiento de Rawls sobre el deber de obedecer el derecho, lo cual involucra explicar el viraje que dio desde aceptar, en sus primeros trabajos, la teoría del fair play hasta llegar a formular y defender, ya en su pensamiento más maduro, una teoría del deber natural. En segundo lugar, se examinará con cierto detalle cómo Rawls justifica dicho deber, qué críticas se le han realizado en la literatura y algunas respuestas. Este movimiento permitirá, en tercer término, identificar las mayores dificultades a las que se enfrenta la propuesta y realizar, en la última parte del trabajo, unas consideraciones respecto a cómo, desde la propia teoría de la justicia, se podrían sortear.

2. El deber natural de apoyar las instituciones justas

En lo que respecta al tema de la obligación política, Rawls (1999c) simpatizaba con el principio de fair play (o fairness). Esta teoría, desarrollada previamente por Hart (1955), dice que si un individuo se beneficia del esfuerzo de los participantes de un esquema cooperativo, tiene a su vez el deber de soportar las cargas establecidas; en caso contrario, violaría su deber de fair play y actuaría con injusticia. Rawls (1999c) sintetiza la idea de la siguiente manera:

Supongamos que existe un esquema de cooperación social justo y mutuamente beneficioso, y que las ventajas que produce solo se pueden obtener si todos, o casi todos, cooperan. Supongamos además que la cooperación requiere un cierto sacrificio por parte de cada persona, o al menos involucra cierta restricción de su libertad. Supongamos finalmente que los beneficios producidos por la cooperación son, hasta cierto punto, gratuitos: es decir, el esquema de cooperación es inestable en el sentido de que si una persona sabe que todos (o casi todos) los demás continuarán haciendo su parte, todavía podrá compartir una ganancia del esquema incluso si no cumple su parte. En estas condiciones, una persona que aceptó los beneficios del esquema está obligada por un deber de fair play a cumplir su parte y a no tomar ventaja de los beneficios gratuitos sin cooperar. (p. 122)[3]

El principio de fair play sin duda es muy sugerente y ha ganado varios adeptos en la comunidad académica (Klosko, 1990, 1999 y 2005). Sin embargo, a pesar de los méritos que pueda tener, Rawls en su obra A Theory of Justice expresó ciertas dudas sobre su valor, al punto tal que terminó abandonándolo como propuesta para justificar por qué los ciudadanos deben obedecer el derecho y las instituciones en general. En efecto, el principal problema por el cual consideró que se trataba de una teoría inviable es, para decirlo con sus propias palabras, que “Los ciudadanos no estarían atados ni siquiera a una constitución, aunque fuese justa, a menos que hubiesen aceptado e intentasen continuar aceptando sus beneficios”. De hecho, aclara el autor, “[…] esta aceptación debe ser, de algún modo, voluntaria” (Rawls, 2006, p. 309). Esta dificultad lo llevó a realizar una revisión sobre su perspectiva en la búsqueda de una propuesta que no dependa de la aceptación voluntaria de beneficios para justificar las exigencias morales hacia el Estado. Luego de evaluar de modo crítico el tema, terminó por formular el deber natural de apoyar y promover las instituciones justas, es decir, aquellas que “[…] no hacen distinciones arbitrarias entre las personas al asignarles derechos y deberes básicos […]” y cuyas “[…] reglas determinan un equilibrio debido entre pretensiones competitivas a las ventajas de la vida social” (Rawls, 2006, p. 19).

El punto de partida del desarrollo de este enfoque es su fuerte escepticismo sobre la existencia de una obligación política. Sus palabras son concluyentes: “No creo que exista, estrictamente hablando, una obligación política para los ciudadanos en general” (Rawls, 2006, p. 115). Cabe aclarar que semejante afirmación se apoya en aquello que para Rawls implica el concepto mismo de obligación. En efecto, este hace referencia a un requerimiento moral que satisface cuatro condiciones: primero, las obligaciones son voluntariamente asumidas o creadas; segundo, son debidas a determinadas personas —el titular del derecho—; tercero, cada obligación cuenta con un correlativo derecho de exigir su cumplimiento; y cuarto, no se originan en el carácter especial de las acciones obligatorias, sino en la naturaleza de las relaciones que existen entre las partes. En su lugar, Rawls prefiere valerse del concepto de deber. A diferencia de las obligaciones, los deberes, si bien suponen también un requerimiento moral, están asociados con una posición específica que tiene un individuo en una asociación, como sucede con el ciudadano dentro de la comunidad política (Brandt, 1964; Hart, 1977). En las propias palabras de Rawls (2006), son “[…] tareas y responsabilidades asignadas a ciertos puestos institucionales” (p. 114).

A partir de esta distinción conceptual, que en realidad es mérito de Hart (1977), Rawls afirma que los deberes naturales tienen tres características específicas. En primer lugar, se aplican a las personas con independencia de sus actos voluntarios, de las instituciones y de las prácticas sociales: su contenido, pues, no viene definido por ninguno de estos tipos de acuerdos. En segundo lugar, “[…] se dan entre personas con independencia de sus relaciones institucionales; surgen entre todos los hombres considerados como personas morales iguales” (Rawls, 2006, p. 116). De esta segunda característica surge una tercera: “[…] los deberes naturales se deben no sólo a individuos definidos, digamos a aquellos que cooperan conjuntamente en una configuración social particular, sino a las personas en general” (Rawls, 2006, p. 116). Rawls afirma que en particular este rasgo justifica rotular a tales deberes como “naturales”, de manera que se puede suponer que estas exigencias, a diferencia de otras —como el deber institucional de un funcionario público—, se definen por su alcance más general.

Muchos de estos deberes son familiares y hasta parecen ser intuitivamente claros: el deber natural de no ser crueles, el deber de ayudar al otro cuando lo necesita o está en peligro, el deber de no causar sufrimiento innecesario, el deber de no perjudicar a otro y el deber de mutuo respeto (Rawls, 2006, pp. 115-116; 309). Sin embargo, su estatus moral en la teoría de Rawls, como destaca Klosko (2005, p. 79), no depende de su familiaridad, sino de que serían elegidos por los participantes en la posición original. No es posible abordar en este trabajo la justificación de dicha elección, con respecto a todos los deberes naturales, sin desviarse de los objetivos propuestos. Este artículo solo se ocupará de este punto en relación con el deber de apoyar las instituciones justas, lo cual quedará pendiente para la próxima sección. En lo que sigue, y para seguir el hilo expositivo, se verá en qué consiste aquel deber mediante el cual Rawls (2006) fundamenta los requerimientos morales de obediencia hacia el Estado. El autor lo formula de la siguiente manera:

Desde el punto de vista de la teoría de la justicia, el deber natural más importante es el de apoyar y fomentar las instituciones justas. Este deber tiene dos partes. En primer lugar, hemos de obedecer y cumplir nuestro cometido en las instituciones justas cuando estas existan y se nos apliquen; y en segundo lugar, hemos de facilitar el establecimiento de acuerdos justos cuando estos no existan, al menos cuando pueda hacerse con poco sacrificio de nuestra parte. (p. 306)

El deber natural de apoyar y promover las instituciones justas, como fácil se advierte, es un deber complejo. Solo la primera parte, a la que Klosko (2005) denomina “deber natural político” (p. 79), está relacionada directamente con el deber de los ciudadanos de obedecer las leyes y someterse a la autoridad del Estado, siempre y cuando exista una estructura institucional justa. La segunda parte, en cambio, tiene un carácter subsidiario que entra en juego cuando en la sociedad no existen tales acuerdos justos. Esto explica que, en nuestro análisis, salvo algunas pocas excepciones, no se le prestará tanta atención.

En lo que a sus características se refiere, primero hay que señalar que el deber natural de obediencia política se debe más a las instituciones que a personas en concreto, aunque esto no está del todo claro para algunos autores (Klosko, 2005, p. 80). Si se tienen en cuenta las palabras usadas por Rawls y, además, el hecho de que los principios de justicia propuestos en su teoría son para instituciones, no parece haber muchas dudas. Lo que sucede es que el autor tiene un concepto de instituciones que es reductible a un número de roles, lo cual puede dar pie para decir que también aquella exigencia le es debida a personas. En efecto, por institución entiende “[…] un sistema público de reglas que definen cargos y posiciones con sus derechos y deberes, poderes e inmunidades, etc.” (Rawls, 2006, p. 62), la cual

[…] puede pensarse de dos maneras: primero, como objeto abstracto, esto es, como una posible forma de conducta expresada mediante un sistema de reglas; y segundo, como la realización de las acciones especificadas por estas reglas, efectuada en el pensamiento y en la conducta de ciertas personas en cierto tiempo y lugar. (Rawls, 2006, pp. 62-63)

En este orden de ideas, pues, los requerimientos de los individuos que se encuentran ejerciendo el gobierno constituyen instituciones justas que deberían ser apoyadas, lo cual permitiría pensar que el deber se dirige hacia personas.

Sea como fuera, el deber de obedecer y cumplir nuestra parte en las instituciones justas —la primera parte del deber natural— tiene una particularidad, advertida por Klosko (2005), que lo distingue de otros tipos de deberes naturales. En efecto, varios de estos se encuentran calificados en relación con los costos, de manera que su operatividad está muy condicionada: tienen un carácter “débil”. Así, por ejemplo, el deber de ayudar a otro cuando lo necesita o está en peligro rige “[…] siempre y cuando se pueda hacerlo sin riesgo o pérdida excesivos” (Rawls, 2006, p. 115). En cambio, el deber natural político no está calificado de esta manera, por lo cual es mucho más exigente como requerimiento moral, pues tiene, a diferencia de los otros deberes, un carácter “fuerte” (Klosko, 2005, p. 81).

Curiosamente, dicha calificación sí está presente en la segunda parte del deber de apoyar y promover las instituciones justas. En este caso, el autor condiciona la contribución en el establecimiento de acuerdos justos a que “pueda hacerse con poco sacrificio de nuestra parte” (Rawls, 2006, p. 306). Esto muestra que aquella omisión sobre el deber natural político no es un descuido. Es muy probable que una de las razones por la cual Rawls tomó esta decisión sea que el deber político de los ciudadanos hacia el Estado involucra acciones que no entrarían en la lógica costos/beneficios, por lo menos si se entiende en simples términos económicos. En efecto, los ciudadanos no solo están obligados a pagar impuestos o a respetar las normas jurídicas que regulan la vida diaria, sino que tienen el deber de defender la patria en caso de guerra, lo cual, naturalmente, puede costarles incluso la vida (Klosko, 2005, p. 81).

Los deberes cívicos involucran sacrificios, a veces algunos muy altos, pero que son necesarios y forman parte de lo que significa ser miembro de un Estado. El problema es que la teoría del deber natural de Rawls presenta un vacío en este punto, lo cual hace que pierda fuerza y valor explicativo. Mediante un trabajo de elucidación, en la sección cinco se ensayará una posible respuesta; pero, antes de avanzar en ello, conviene ver cómo se justifica la elección de tal deber en la posición original y qué otro tipo de observaciones se le han hecho en la literatura especializada, así como también las respuestas. Esto permitirá tener un mejor panorama sobre los pros y contras de la teoría y, de esta manera, desarrollar las ideas con mayor claridad expositiva y rigor argumentativo.

3. El deber de obediencia política en la teoría de la justicia

En la concepción de la justicia de Rawls (2006), denominada “justicia como equidad” (justice as fairness), se utiliza una concepción de justicia procedimental. Según esta concepción, sujetos libres, iguales, racionales y autointeresados, situados en una posición original y bajo un “velo de ignorancia” (veil of ignorance), elegirían, por aplicación de la regla maximin y de entre una lista de posibles candidatos, dos principios morales para la estructura básica de la sociedad. Mientras que el primer principio seleccionado dispone que “cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más extenso de libertades básicas que sean compatibles con un esquema semejante de libertades para los demás” (Rawls, 2006, p. 67), el segundo establece que “las desigualdades sociales y económicas habrán de ser conformadas de modo tal que a la vez que: a) se espere razonablemente que sean ventajosas para todos, b) se vinculen a empleos y cargos asequibles para todos” (p. 68). Por cierto, entre ambos hay una relación jerárquica, según la cual el primer principio tiene una prioridad lexicográfica sobre el segundo.

La determinación de los principios de justicia para la estructura básica de la sociedad es un paso que no conduciría a ningún lado si no se diera otro más. Rawls es plenamente consciente de que una teoría completa de lo justo también incluye principios para las personas. De hecho, Rawls sostiene que dichos principios son parte esencial de una concepción del derecho, pues “[…] definen nuestros lazos institucionales y cómo se produce nuestra dependencia de los demás” (Rawls, 2006, p. 306).

En cuanto a su elección por parte de los participantes de la posición original, Rawls advierte que, al igual que los principios para las instituciones, esta debe hacerse a partir de una reducida lista de principios familiares. A este respecto, el autor se limita a emitir un juicio mediante una comparación entre la alternativa utilitarista y el deber natural de apoyar y de fomentar las instituciones justas. Su argumentación se despliega en dos movimientos. En primer lugar, destaca que la elección de los principios para las personas se encuentra fuertemente simplificada en virtud de que los participantes ya han adoptado los principios para las instituciones. Esta circunstancia delimita bastante el campo de acción, pues “Las alternativas factibles se reducen a aquellas que constituyen una concepción coherente del deber y la obligación cuando se consideran conjuntamente con los dos principios de justicia” (Rawls, 2006, p. 307). Como segundo movimiento, Rawls demuestra que si en la posición original los participantes, tras elegir aquellos dos principios de justicia, eligiesen luego el principio de utilidad, sobrevendría una incoherente concepción del derecho que se traduciría en un desajuste entre las normas para las instituciones y para las personas.

El ejemplo que utiliza Rawls para ilustrar este punto es el siguiente. Imaginemos que en una sociedad bien ordenada, en la cual se han adoptado los dos principios de justicia para las instituciones y el principio de utilidad para las personas, hay un legislador que se pregunta si debe apoyar o no una ley determinada. En tales circunstancias, se puede ver que él se encuentra bajo una suerte de dilema. Por un lado, debería sancionar aquella ley que mejor concuerde con los principios para las instituciones; pero, por otro lado, y a la luz del principio de utilidad, debe apoyar la ley que maximice el balance neto de satisfacción de todos los afectados por la decisión. El legislador, al igual que cualquier otra persona que se encuentra en una posición institucional, debe actuar en dos direcciones contrarias, lo cual genera un conflicto[4]. El ejemplo muestra, para Rawls (2006), que “[l]o más sencillo […] es usar los dos principios de la justicia como parte de la concepción del derecho para las personas” y adoptar el deber natural de apoyar las instituciones justas, pues constituye “un principio coherente con los criterios de las instituciones” (p. 308).

Por lo demás, Rawls (2006) aclara que un acuerdo de voluntades o un compromiso entre los participantes de obedecer las instituciones justas sería superfluo, pues en atención “[al] orden lexicográfico de los dos principios, el cumplimiento exhaustivo de las libertades igual ya está garantizado” (p. 308). Incluso, agrega que hay muchas razones para que los individuos aseguren la estabilidad de las instituciones justas, y la forma más fácil y directa de hacerlo es “[…] aceptar la exigencia de apoyarlas y obedecerlas independientemente de la acción voluntaria de cada uno” (p. 308). Ciertamente, a la luz de su teoría de la justicia, los principios para las instituciones desempeñan un papel fundamental en la consecución de una cooperación social estable y representan aquello que toda persona racional elegiría. Por esto se espera que también, en una sociedad ordenada y estructurada con base en tales principios, estos sean apoyados. De hecho, esto constituye la exigencia fundamental para las personas. En síntesis, y para decirlo con las propias palabras del autor,

[…] si la estructura básica de la sociedad es justa, o todo lo justa que es razonable esperar dadas las circunstancias, todos tienen un deber natural de hacer lo que se les exige. Todos están obligados, independientemente de sus actos voluntarios de ejecución o cualesquiera otros. (Rawls, 2006, pp. 306-307)

4. La teoría bajo examen: algunas objeciones familiares

Entre los autores interesados especialmente en el problema de la obligación política no se suelen discutir las razones que se ofrecen en la teoría de Rawls para justificar por qué los participantes de la posición original elegirían los principios del deber natural en lugar de otros, como la alternativa utilitarista. Al parecer, esta actitud se apoya, al menos, en dos razones. Primero, la justificación de Rawls está atada al éxito de la formulación de los principios de justicia para la estructura básica de la sociedad, de manera que tal análisis desplazaría el centro de atención hacia otro plano un poco distinto al de la obligación política. Segundo, lo interesante es reflexionar acerca de si tal principio constituye una propuesta aceptable respecto al problema de la obligación política, independientemente de la posición original y todo lo que gira en torno al mecanismo contrafáctico usado por el autor.

Si suponemos que el Estado es efectivamente justo, de acuerdo con los dos principios de justicia, y que además sus ciudadanos lo reconocen como tal, sería bastante difícil negar que ellos deben obedecer el derecho. Bajo estas circunstancias ideales, tiene razón Knowles (2010), no habría ningún motivo válido por el cual los ciudadanos no cumplan con lo dispuesto en las instituciones jurídicas (p. 156). Sin embargo, no se podría llegar a la misma conclusión en el caso de que las instituciones no sean por completo justas, que es lo que sucede en la realidad o en el plano no ideal. Rawls (2006) se anticipó a este problema y en su formulación señala que el deber natural político se aplica a la estructura social que es “[…] todo lo justa que es razonable esperar según las circunstancias […]” (p. 116) o, dicho con otras palabras, una sociedad que es “[…] casi justa, una que está bien ordenada en su mayor parte, pero en la que, no obstante, ocurren graves violaciones de la justicia” (p. 331).

Para algunos autores, la forma mediante la cual Rawls intenta sortear el problema de que en las sociedades no se dan necesariamente los principios de justicia en su plenitud no tiene mejor suerte. En efecto, no solo es muy impreciso el significado de la expresión “casi justa”, sino que, lo que es más grave aún, se requiere un argumento adicional que justifique que una sociedad con tales propiedades tiene la misma autoridad que una efectivamente justa. Para Knowles (2010), esto sería algo hasta cómico, pues “[…] para un Estado que demanda autoridad sobre la base de que es casi justo, todos podemos también fácilmente imaginar los ciudadanos contestando que casi tienen los deberes cívicos, pero no completamente” (p. 159).

Incluso, se suele señalar un problema adicional con relación a este punto. Hay veces que las instituciones ni siguiera llegan a satisfacer la cualidad de ser “casi justas”, con lo cual surgen muchas dudas respecto a si los ciudadanos tienen el deber político de someterse a la autoridad estatal (Horton, 2010, pp. 103-104). En cierto modo, el requisito de Rawls es muy exigente, pues el deber natural de obediencia se aplica si, y solo si, la institución es justa o casi justa. No ofrece, pues, una justificación sólida a los casos en que, aun no siendo las leyes del todo justas, es deseable que los ciudadanos obedezcan. Sin embargo, hay que reconocer que Rawls realiza una aclaración que podría resolver la cuestión. En efecto, sostiene que en una sociedad de tales características la regla es la obediencia y aclara que cuando se produce una injusticia no necesariamente se debe desobedecer la ley. Hay grados de injusticia que ofrecen supuestos distintos. Así, una posibilidad es que la ley sea ligeramente injusta. Si es así, la obediencia igualmente se mantiene, siempre y cuando no supere determinados límites de justicia (Rawls, 2006, p. 321). Solo en el caso de que se realice una grave injusticia habrá lugar para la desobediencia civil, entendida como un “[…] acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno” (Rawls, 2006, p. 332).

No obstante, estas aclaraciones no terminan de explicar por completo la complejidad del asunto. En efecto, como advierte Horton (2010), hay veces en que las personas deben apoyar instituciones que son incluso muy injustas, porque cualquier otra alternativa realista que se pueda tomar es incluso peor y más desventajosa (p. 104). La propuesta rawlsiana presenta un vacío en este punto. Quizá Horton (2010) esté en lo cierto cuando dice que tal clase de problemas suceden porque, si bien una teoría de la obligación política involucra un grado de abstracción y simplificación, llevar a cabo una extrema idealización, alejada de la experiencia y la vida política, conduce a una propuesta que pierde capacidad explicativa (p. 105). Semejantes imprecisiones, entonces, no parecen tener una respuesta concluyente y es algo con lo que la teoría de Rawls debe lidiar. De todas maneras, en defensa de Rawls cabe decir que son observaciones de hecho a cuestiones de derecho que, como tales, no invalidan la propuesta.

En la literatura se han advertido, al menos, dos observaciones más denominadas por Waldron (1999) como “la objeción de la especial lealtad” (special allegiance objection) y “la objeción de la aplicación” (application objection) (pp. 273-275). En relación con la primera, se dice que la teoría, al colocar el acento en la cualidad que tienen las instituciones legales y políticas, no es capaz de explicar el carácter especial que ata a una persona con respecto a su propia comunidad. En estos términos, Dworkin (2005) dice que “dicho deber no provee una buena explicación de legitimidad, porque no une lo suficiente la obligación política a la comunidad en particular a la cual pertenecen aquellas personas que tienen la obligación” (p. 143). Siendo más precisos, con este argumento se critica puntualmente que la teoría de Rawls no satisface el requisito de “particularidad”, el cual es considerado, según autores como Simmons (1979, p. 31) y Horton (2010, p. 10), como una característica fundamental de cualquier teoría de la obligación política. Básicamente, este requisito exige una explicación acerca de por qué los integrantes de un Estado deben obediencia y por qué aquellos que no poseen ningún tipo de vínculo con aquel tienen la libertad de hacer lo que el derecho ordena. Este requisito, si bien a primera vista pareciera ser teóricamente irrelevante, tiene consecuencias muy importantes. Simmons (1979) introduce la objeción:

Supongamos que […] nosotros tenemos una obligación o un deber de apoyar los gobiernos justos, y que esto es en lo que consiste nuestra obligación política. Y supongamos que soy un ciudadano viviendo en un gobierno justo. Mientras se sigue que tengo una obligación de apoyar mi gobierno, no se sigue que haya nada especial sobre dicha obligación. Estoy igualmente obligado por el mismo vínculo moral a apoyar cualquier otro gobierno justo. Así, la obligación en cuestión no me ataría con cualquier autoridad política en particular en el sentido que querríamos. Si la obligación política y los ciudadanos no están relacionados como he sugerido que deberían estar, necesitamos un principio de la obligación política que ate al ciudadano a un Estado particular por encima de todos los demás, concretamente el Estado en el cual él es ciudadano. (pp. 31-32)

La manera en que está planteada la objeción desdibuja un poco la formulación de Rawls. En efecto, en ningún momento dice que los ciudadanos tienen el deber natural de apoyar las instituciones justas en cualquier Estado, es decir, con independencia de si uno es miembro o no de dicha organización. De hecho, como destaca Horton (2010), los principios de justicia se aplican a una sociedad particular y, además, el método mediante el cual los participantes arriban a ellos se encuentra limitado a aquellos que son miembros de la asociación política (p. 103). Esto es lo que permite afirmar que el rango de aplicación del deber natural se circunscribe a la comunidad de la cual uno es miembro. No es una exigencia puramente universal, separada de las bases institucionales donde los ciudadanos se desenvuelven, que se extiende hacia todas las instituciones justas. Al respecto, Knowles plantea un ejemplo muy sugerente para demostrar cómo la objeción incluso resulta un tanto engañosa. Supongamos que quisiéramos determinar el fundamento moral por el cual los hijos deben respetar a sus padres y se proponga como respuesta que los menores deben hacerlo siempre y cuando sus progenitores los traten con cariño y amorosamente. En este caso, sostiene el autor, nadie estaría tentado a decir que “una respuesta de este tipo es defectuosa porque implica que los hijos deben mostrar respeto a todos los padres (incluyendo los padres de otros hijos) en caso de que estos traten a sus propios hijos con amor y cariño” (Knowles, 2010, p. 158). El respeto de los hijos hacia otros padres no es la cuestión originaria que interesa tratar, aunque, claro está, “como sucede con los deberes de los ciudadanos hacia otros Estados distintos al propio, es una cuestión diferente que amerita un examen” (Knowles, 2010, p. 158). Entonces, si quisiéramos evitar llegar a este malentendido, originado por una lectura apresurada, para Knowles bastaría con formular el principio de la siguiente manera: “los ciudadanos tienen un deber de apoyar su propio Estado si y solo si este en particular es justo” (p. 158). En esta formulación se ve con claridad que el principio tiene un carácter general —pues se puede aplicar a todos los Estados—, pero también es “autorreferencial”.

De todas maneras, Rawls pareciera haber querido evitar que se llegara a esa confusión, pues en su propuesta expresamente sostiene que se deben apoyar las instituciones justas que “se nos aplican”. Esta expresión claramente delimita la operatividad del principio a un Estado en concreto. Sin embargo, es la que origina la otra crítica identificada: la objeción de la aplicación[5]. Esta dice que la teoría falla en explicar cómo una institución en particular alcanza a establecer o generar sobre los individuos un deber de obediencia, pues solo se limita a decir que, si hay instituciones justas que se “apliquen a nosotros”, entonces hay que apoyarlas. La cuestión que se discute aquí, para ser más precisos, es qué se quiere decir al hablar de “aplicación”. Según Simmons (1979), la expresión tiene un doble significado. En primer lugar, se puede entender que se refiere a una simple cuestión territorial: las instituciones que se aplican a los ciudadanos son aquellas que lo hacen sobre las personas que residen en un determinado país. En segundo lugar, se puede interpretar que la expresión involucra una aceptación de beneficios por parte de los ciudadanos mediante la realización de actos voluntarios que den cuenta de tal acto de consentimiento (pp. 147-152). En ambos casos surgen problemas. En efecto, en el primer sentido, la alusión a la mera cuestión territorial no establece nada moralmente significativo ni especial que justifique por qué se tiene un deber de obediencia. Con respecto al otro sentido, la teoría no presenta ninguna diferencia con otro tipo de propuesta que coloque el acento en el consentimiento como fundamento de la obligación política. En particular, esta segunda observación realizada por el profesor de la Universidad de Virginia sin duda tiene peso.

Waldron (1999) ofrece una respuesta a las objeciones indicadas mediante una estrategia que involucra varios argumentos y recursos teóricos ingeniosos. Lo primero que trata de demostrar es que existen principios morales que tienen un “rango limitado” (range-limited) aplicable a un Estado, en lugar de ser deberes universales que se aplican a todas las personas por igual. La justificación de esta delimitación, como el propio autor reconoce, se realiza a partir de la filosofía política kantiana y se basa en el argumento de que los sujetos que viven sin instituciones políticas y jurídicas se encuentran en constante arbitrariedad y amenaza mutua (Waldron, 1999, pp. 280-281). En este escenario, las personas que están vinculadas por una relación de vecindad —pues entre ellas surgen los conflictos de forma directa— tienen el deber de establecer y luego apoyar, mediante una obediencia estricta, las instituciones justas para poner fin a tal situación.

Este argumento es suficiente para establecer una distinción entre aquellos a los que se les aplican los principios de justicia y aquellos a los que no. Pero Waldron (1999) no se detiene aquí, sino que da dos pasos más. Así, explica que es necesario una estructura institucional que resuelva los reclamos de aquellos a quienes se aplican los principios de justicia y, además, sostiene que dicha institución debe satisfacer tres condiciones: deber ser justa, capaz de imponer justicia en un territorio específico y legítima (pp. 285-291). La legitimidad política, por cierto, depende de la prominencia de la organización y, alternativamente, del apoyo por parte de la voluntad ciudadana. Waldron aclara, en relación con este último rasgo, que ello no significa en modo alguno una reintroducción de la teoría del consenso en lo que respecta a la obligación política. El consenso es solo empleado en su argumento para establecer las instituciones que pueden apropiadamente encarnar las demandas de justicia y no como fundamento de la obligación. Entonces, a la luz de estas ideas, las personas tienen un deber natural de apoyar las instituciones justas que los gobiernan. De este modo, según Waldron, la objeción de la especial lealtad y la objeción de la aplicación estarían respondidas[6].

5. El deber de apoyar las instituciones justas como deber robusto

Se ha visto que Rawls no califica el deber natural de obedecer y cumplir nuestra parte en las instituciones justas de acuerdo con los costos. También se ha visto que tal deber podría involucrar sacrificios que no compensan el esfuerzo realizado. Esta exigencia moral es mucho más compleja que, por ejemplo, el deber de ayuda mutua o el de no perjudicar al otro y exige un mayor esfuerzo conceptual en su justificación. En efecto, el deber político no puede concebirse con un carácter débil, pues es una exigencia que invade y afecta la libertad personal; tiene que tener, entonces, un carácter robusto, en el sentido que demanda esfuerzos de la ciudadanía, a veces importantes. Esto no lo explica Rawls ni tampoco la versión de Waldron y es un punto respecto al cual la teoría del deber natural, si quiere mantener su valor, tendría que ofrecer alguna explicación.

Fue Klosko (2005) quien identificó con precisión este problema como una de las mayores debilidades de la teoría. Así, consideró que en lugar del deber natural, el profesor de Harvard debió haber formulado una variante del principio de fair play, la cual puede ser sintetizada de la siguiente manera: “todas las personas que reciban de las instituciones beneficios esenciales deben apoyarlas y obedecerlas —incluso si esto es costoso para ellas” (pp. 86-87). En esta formulación, que expresa un “deber político fuerte” (strong political duty), las exigencias nacen de la recepción de beneficios y, en caso de que estos fueran indispensables para las personas, no hace falta una aceptación voluntaria. Muy probablemente Klosko tenga razón de que esta es la mejor forma de resolver la debilidad que sufre el planteo de Rawls. Sin embargo, lo cierto es que tal movimiento se aleja de la teoría del deber natural para terminar aceptando un principio que el propio Rawls había considerado inviable en la justificación de la obligación política. La pregunta que se debe formular, entonces, es si existe alguna forma de defender el deber natural de apoyar las instituciones justas desde las bases de la teoría rawlsiana sin llegar al extremo de caer en la teoría del fair play.

La clave para ello es resemantizar ligeramente el concepto de deber político y no catalogarlo como “natural” simplemente porque se debe “a las personas en general” (Rawls, 2006, p. 116). Dicho de otro modo, se requiere dotar el concepto con un poco más de densidad teórica. El camino para ello lo traza el propio Rawls (2006), cuando afirma que “[…] las partes tienen todas las razones para asegurar la estabilidad de las instituciones justas, y el modo más fácil y más directo para hacerlo es aceptar la exigencia de apoyarlas y obedecerlas, cualesquiera que sean nuestros actos voluntarios” (p. 308). La pregunta que naturalmente surge frente a semejante afirmación es ¿cuáles son estas razones? o, mejor dicho, ¿qué se gana con la estabilidad de las instituciones justas? Los individuos obtienen un sistema de derechos y libertades que establece, del mejor modo posible, las condiciones de posibilidad para la realización de la persona, tanto en un sentido moral como político. Se establece lo que Rawls denomina “sociedad bien ordenada”, esto es un sistema de cooperación organizado de forma tal que favorezca los intereses de sus miembros y estructurado con base en los principios de justicia. Dicho de forma más precisa, una sociedad en la que “[…] cada cual acepta y sabe que los otros aceptan los mismos principios de justicia” y, además, “las instituciones sociales básicas satisfacen generalmente estos principios y se sabe generalmente lo que hacen” (Rawls, 2006, p. 410).

Este aspecto no es un punto menor. Ciertamente, la posibilidad de que los individuos puedan desarrollar su plan de vida y materializarlo de forma satisfactoria depende del “[…] modo en que las grandes instituciones sociales distribuyen los derechos y deberes fundamentales y determinan la división de las ventajas provenientes de la cooperación social” (Rawls, 2006, p. 20). Los individuos requieren que la estructura básica de la sociedad asigne los derechos y deberes de forma justa y que además establezca una división correcta de las ventajas sociales. Los participantes de la posición original son plenamente conscientes de ello: de hecho, esto no es otra cosa que el objeto de la justicia. También son conscientes de que, a tales fines, la obediencia al derecho tiene un papel central: por más que se pongan de acuerdo con respecto a cuáles son los principios de justicia para las instituciones, si no se mantiene el imperio de la ley, la seguridad y el orden público, toda empresa cooperativa está condenada al fracaso. Esto involucra, naturalmente, limitaciones a la libertad individual, pero que son necesarias. Así, por ejemplo, Rawls (2006) dice, en relación con la libertad de consciencia, que el gobierno, al limitar dicha libertad en nombre del interés común y la seguridad pública, “[…] actúa conforme a un principio que sería escogido en la posición original, dado que en esta posición cada quien reconoce que la violación de estas condiciones es un peligro para la libertad de todos” (p. 203). Esto lleva al autor a afirmar que “[…] el mantenimiento del orden público es condición necesaria para que cada cual alcance sus fines […]” (p. 203).

En particular, el interés de las personas es que las instituciones justas distribuyan los bienes primarios sociales. Estos son aquellos bienes deseados por todo ser racional con independencia de sus planes de vida en concreto. Son, en otras palabras, “[…] la satisfacción del deseo racional” (Rawls, 2006, p. 407) de las personas en cuanto tales; de ahí que tienen un carácter común a todo proyecto (Rawls, 2006, p. 96). Si bien en A Theory of Justice Rawls (2006) identifica cuáles serían estos bienes (p. 69), recién en otros trabajos se ocupó de precisar la lista, la cual quedó compuesta por las libertades básicas —como la libertad de pensamiento, por ejemplo—, la libertad de movimiento y la libre elección de ocupación, los poderes y prerrogativas de cargos de responsabilidad, la renta y la riqueza, y las bases sociales del respeto de sí mismo (Rawls, 1999d, p. 266). Lo característico de los bienes primarios sociales es que, a diferencia de los bienes naturales —como la inteligencia o la salud —, su distribución no depende de la “lotería natural”, sino de las propias instituciones. Una sociedad justa, estructurada con base en los principios de justicia, repartiría los bienes primarios sociales de forma equitativa.

En materia de obligación política, el punto que interesa marcar con este breve desarrollo de los bienes primarios no es tanto señalar que constituyen los medios para la satisfacción de las necesidades de los individuos o que son “[…] condiciones necesarias para realizar las facultades de la personalidad moral” (Rawls, 1999d, p. 270), sino acentuar que condicionan las aspiraciones individuales hacia un fin, debido a su valor y que son indispensables para todo ser racional. Los individuos los necesitan para llevar a cabo su plan de vida racional en el marco de un sistema de cooperación social, cualquiera que sea su visión particular del bien. Claro está que esto presupone, como admite el propio Rawls (1999d), una determinada concepción de persona. Al respecto, sostiene que cada persona, de acuerdo con la concepción de la justicia como equidad, se encuentra movida por dos intereses de orden supremo: “los intereses en realizar y ejercitar las dos facultades de la personalidad moral” (p. 269). Estas dos facultades son, por un lado, “la capacidad de un sentido de lo recto y de la justicia” —lo cual involucra la posibilidad de respetar las reglas de un esquema de cooperación justo— y, por el otro, “la capacidad de decidir, revisar y perseguir racionalmente una concepción de bien” (p. 269). Los dos intereses de orden supremo tienen una primacía regulativa de acuerdo con esta concepción de persona.

Sería muy extraño y hasta en cierto punto contraintuitivo decir que los individuos no buscarían mantener la estabilidad y la vigencia de las instituciones justas, por lo menos en lo que respecta a una comunidad integrada por seres racionales. Las personas conforman una unidad política organizada mediante leyes, instituciones y distintas formas de interacción social, definidas del modo más justo posible, con el fin de obtener bienes y servicios esenciales para el desarrollo personal y, en última instancia, alcanzar su felicidad. Cualquier plan de vida necesita bienes primarios para su ejecución; sin estos, ningún proyecto puede tener éxito (Rawls, 2006, p. 372). Solo está en condiciones de realizar semejante rechazo una persona que sea autosuficiente en todo sentido, que tenga tanto una independencia moral como ontológica: una persona que solo existe en los relatos de ficción. Nadie negaría, pues, que los seres humanos requieren determinados bienes para realizar y asegurar una vida digna. En todo caso, se podría discutir cuál es la lista de los bienes fundamentales, pero esto no tiene mucho sentido explorarlo aquí.

Todas estas reflexiones nos permiten realizar un movimiento que va de considerar el deseo de contar con los bienes primarios, propio de todo ser racional, a poner el foco de atención en la importancia de mantener la vigencia y la estabilidad de las instituciones justas como condición de posibilidad para el desarrollo de los planes de vida. Este es el primer paso que podría darle un poco más de sustancia al deber natural de apoyar las instituciones justas como propuesta para justificar la obligación política. Muy probablemente Rawls (2006) rechazaría esta interpretación, pues en un párrafo que —conviene recordar— dice: “Los ciudadanos no estarían atados ni siquiera a una constitución, aunque fuese justa, a menos que hubiesen aceptado e intentasen continuar aceptando sus beneficios” (p. 309). Pero Rawls no pudo ver que aquí, de acuerdo con la lectura ofrecida, no se trata de una cuestión de aceptación o no, porque cuando lo que está en juego es aquello que permite llevar a cabo todo plan de vida racional, no parece haber en ello una diferencia moral significativa. En la posición original los participantes estarían de acuerdo con esto.

El segundo paso, que es complementario del primero, está relacionado con el valor de la obediencia en las instituciones justas como modo de realización de la personalidad moral misma de los seres racionales. En efecto, solo dentro de una sociedad bien ordenada, cada uno de los ciudadanos despliega y ejercita sus facultades morales en mayor medida. Además, al mismo tiempo que cultiva el sentido de justicia, hace que se debiliten los impulsos destructivos que lo empuja a actuar de modo injusto. Como dice Rawls (2006), cuando las instituciones son justas, “[…] los que toman parte en las disposiciones adquieren el correspondiente sentido de la justicia y el deseo de cumplir su obligación manteniéndolas” (p. 411). Entonces, hay en las personas “[…] un deseo regulativo de ajustar la búsqueda del propio bien, así como las demandas que uno hace a los otros, a los principios públicos de justicia que razonablemente pueda esperarse que sean aceptados por todos” (Rawls, 1999d, p. 269). En este orden de ideas, se puede decir que tal inclinación, que permite el desarrollo moral de la persona y que tiene como horizonte la materialización de la justicia como equidad, se logra en la medida que el deber de apoyar las instituciones justas sea una exigencia que se tome en serio.

Queda claro que el deber natural político cobra fuerza en virtud de que las instituciones justas serían las únicas capaces de ofrecer un marco de posibilidades “dentro del cual los ciudadanos puedan promover sus fines, con tal que esos fines no violen los principios de justicia previos e independientes” y, además, en el cual los ciudadanos puedan realizar y ejercitar su personalidad moral (Rawls, 1999d, p. 265). En un sistema de cooperación mutua, los ciudadanos reconocen que en general necesitan de bienes primarios. Es más, a la luz de una perspectiva que concibe los ciudadanos como personas morales, libres e iguales y que buscan promover una determinada concepción del bien, la satisfacción de determinadas necesidades se vuelve una exigencia; de lo contrario, no sería posible que se desarrollen ni realicen sus aspiraciones esenciales. Estas observaciones deberían ser suficientes para demostrar que es razonable pensar, entonces, que los individuos tienen el deber de obedecer y cumplir su parte en las instituciones justas, incluso cuando se tratan de llevar a cabo acciones que suponen costos. La resemantización del concepto de deber natural político que se ha tratado de realizar a partir del valor de las instituciones justas y la realización de la personalidad permite apoyar esta afirmación[7].

Se puede pensar que esto no es otra cosa que volver a la teoría del fair play y que, de esta manera, se llegaría a la misma conclusión que Klosko o incluso a la perspectiva que Rawls ofrecía en sus primeros trabajos en materia de obligación política —lo cual se desarrolló con cierta brevedad en la segunda sección—. Sin embargo, tal percepción es equivocada. En efecto, en ningún momento se afirma que los deberes emergen como consecuencia de que los miembros de un esquema cooperativo hacen ciertos sacrificios y, en virtud de ello, cada uno tiene un deber de cumplir su parte. Tampoco se dice que las exigencias políticas nacen solo como consecuencia de recibir beneficios. Es cierto que la obtención de bienes puede tener un papel en el deber natural de apoyar las instituciones justas, pues si no hubiera beneficio, sería difícil justificar la obediencia. Sin embargo, el deber natural político no agota su sentido en este aspecto. Este es una exigencia propia del hombre como ser racional. Su fuente de origen es la naturaleza moral de la personalidad humana; no depende de instituciones, prácticas sociales o acuerdos previos ni nace de los beneficios percibidos. Entonces, si bien existe un cierto “aire de familia” entre el deber natural y el principio de fair play, cada uno de ellos pone el foco de atención en fuentes distintas desde las cuales se originan las exigencias morales. Esto no significa, cabe aclarar, que sean incompatibles. De hecho, cuando Rawls (2006) dice que “hemos de obedecer y cumplir nuestro cometido en las instituciones justas” (p. 306), se ve cómo todavía conserva en su teoría del deber natural elementos del principio de fair play.

6. Conclusiones

La teoría del deber natural de apoyar las instituciones justas acentúa en dos cuestiones centrales que van de la mano. Por un lado, la importancia de la justicia en los esquemas de cooperación y, por el otro, el valor de las instituciones políticas. La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales. Cuando se encuentra presente en un determinado Estado, dicha virtud hace que las actitudes de los ciudadanos hacia el derecho no sean indiferentes; al contrario, significa algo más por parte del cuerpo cívico. Las instituciones justas, dicho de forma sencilla, establecen una exigencia moral sobre los ciudadanos, con el fin de configurar un esquema de cooperación equitativo en el cual cada uno de sus miembros pueda gozar de una serie de bienes primarios, necesarios para llevar a cabo su plan de vida racional. El deber natural político garantiza ese marco de posibilidades para el ejercicio y la realización del desarrollo personal.

Esta forma de ver las cosas plantea un vínculo interesante entre lo que implica ser ciudadano y el rol que este debe tener en el seno de las instituciones justas que se le aplican. En efecto, el deber natural político exhibe el lazo moral que une a los miembros de un Estado cuando este satisface condiciones de justicia y la importancia de involucrarse en lo político con miras a mantener la vigencia del imperio de la ley. Estos aspectos envuelven a dicho deber con un carácter especial que justifica por qué los ciudadanos tienen el deber de obedecer y cumplir su parte en las instituciones justas, aun cuando hay acciones que suponen la realización de ciertos sacrificios. Se trata de deber político cuya materialización, conviene insistir, depende de que las instituciones encarnen los principios de justicia y ofrezcan las condiciones de posibilidad para llevar a cabo todo plan de vida racional, respetándose los derechos fundamentales de las personas. En caso contrario, si se da una grave injusticia, la exigencia se disuelve y se abre la puerta para la desobediencia civil u otra forma de disenso.

En síntesis, se ha tratado de demostrar que, al margen de que se pueda estar de acuerdo con ella y que ciertamente presente debilidades, la teoría de Rawls constituye un planteo que aborda el problema sobre la justificación del deber ciudadano de obedecer el derecho de un modo novedoso y sugerente. La cuestión de la obligación política es un terreno sumamente espinoso, que requiere ser analizado con cuidado para tener una mejor comprensión del tema y poder seguir ejerciendo la reflexión filosófica. La propuesta de Rawls sin duda ayuda a transitar este camino.

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Notas

[1] Por lo pronto, no se realiza una distinción entre “deber” y “obligación”. Sin embargo, veremos que Rawls no los trata como sinónimos.
[2] En rigor, en la historia esta forma de pensar es propia de la teoría del derecho natural. En tal sentido, Tomas de Aquino (1993, p. 750; ST I-II, q. 96, a.4) decía que “las leyes dadas por el hombre, o son justas, o son injustas. En el primer caso tienen poder de obligar en conciencia en virtud de la ley eterna, de la que se derivan, según aquello de Prov 8,15: Por mí reinan los reyes y los legisladores determinan lo que es justo”.
[3] En todos los casos, las traducciones del inglés al español, salvo que se indique lo contrario, son propias.
[4] En la base de este tipo de situaciones y todas aquellas en las que los individuos administran instituciones, se da un conflicto entre la perspectiva de lo personal y lo imparcial, de lo individual y lo colectivo, como bien ha desarrollado Nagel (1991). Sin embargo, Rawls no parece preocuparse mucho por este punto, lo cual es razonable si tenemos en cuenta que lo que le interesa determinar es cuáles son los principios para las personas en la posición original.
[5] Hay una observación adicional relacionada con este punto. En efecto, Rawls entiende por deber “natural” a aquel que no es debido a personas definidas, sino a personas en general. Esto generaría un problema, pues al decir que el deber opera sobre las instituciones que se “nos aplican”, estas son las que precisamente debemos apoyar; no a todas las instituciones justas en general. Entonces, al parecer, existe cierta incompatibilidad entre los conceptos utilizados (Klosko, 2005, pp. 84-85). No obstante, las consideraciones realizadas por Knowles (2010) acerca del carácter “autoreferencial” del principio, responden este aparente problema (p. 158).
[6] No obstante, la respuesta de Waldron ha sido fuertemente crítica por Simmons (2005, pp. 170-179).
[7] Hay un aspecto sobre el cual no nos hemos detenido en este trabajo, pero quizá requiere calibrar la teoría o complementarla con otras perspectivas. En efecto, cuando existen grandes déficits de justicia (en especial distributiva), el deber natural de apoyar las instituciones justas podría volverse menos exigente y perder fuerza, lo cual es un verdadero problema. Esta cuestión fue destacada por Valentini (2017), quien considera que el deber natural de justicia tiene, en tales circunstancias de injusticia, grandes limitaciones y que en realidad la mayor parte del trabajo normativo lo realiza el deber natural de beneficencia.
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