Mal banal y conciencia: una relectura desde Hannah Arendt y Tomás de Aquino


Banal Evil and Conscience: A Reinterpretation from Hannah Arendt and Thomas Aquinas

https://doi.org/10.18273/revfil.v32n2-2024017

Artículo de reflexión derivado de investigación



Diego Fernando Barrios Andrade 1 ORCID


1 Universidad Santo Tomás, Colombia diego.barrios@usantoto.edu.co


Forma de citar: Barrios Andrade, D. (2024). Mal banal y conciencia: una relectura desde Hannah Arendt y Tomás de Aquino. Revista Filosofía UIS, 23(2), 229-245. https://doi.org/10.18273/revfil.v23n2-2024017


Revista Filosofía UIS Vol. 23 Núm. 2 (2024), pág. 1–7


Received: 2024/06/12 - Accepted: 2024/08/12


Resumen:

La tesis de este artículo es que el mal banal se refiere a una conciencia deformada. Las obras de la misma Arendt dan lugar a una comprensión así del mal banal. Aunque distintos autores han subrayado la importancia de la conciencia en la formación de la banalidad del mal, ninguno ha optado por definirla de esta manera hasta donde se ve. Tampoco lo hizo Arendt, según se sabe. La filósofa alemana liga pensamiento y conciencia; entiende a esta como un subproducto de aquel. Por eso no puede abandonarse la otra definición del mal banal, aquella que lo relaciona con la incapacidad para pensar. Arendt privilegia esta definición y no concluye la otra. Sin embargo, el pensamiento, tal como lo entiende Arendt, en su función de apartar al hombre del mal y juzgar los hechos de la experiencia, viene a semejarse a la conciencia, ya que esta tiene también este cometido. Además, la conciencia opera de manera dialógica, al modo como Arendt plantea que lo hace el pensar. Arendt no aclara cómo el pensar conduce al hombre a la verdad moral sobre sus actos, ni cómo aquel puede desvirtuarse. Tampoco indaga a profundidad en la conciencia. Todo esto ha motivado que se la interprete desde santo Tomás, en quien pueden hallarse algunos aportes claves para resolver algunas preguntas que Arendt dejó abiertas sobre el mal banal.

Palabras clave: Arendt; santo Tomás; mal banal; incapacidad para pensar; conciencia.


Abstract:

The thesis of this article is that banal evil refers to a deformed consciousness. Arendt's own works suggest such an understanding of banal evil. Although various authors have emphasized the importance of conscience in the formation of banal evil, none, as far as can be seen, has chosen to define it in this way. Nor, as far as is known, did Arendt. The German philosopher connects thinking and conscience. She understands the latter as a by-product of the former. Therefore, the other definition of banal evil, the one that links it to the inability to think, cannot be abandoned. Arendt privileges this definition and does not reject the other. However, thinking, as Arendt understands it, in its function of separating man from evil and judging the facts of experience, comes to resemble conscience, since the latter also has this task. Moreover, conscience functions in a dialogical way, just as Arendt suggests that thinking does. Arendt does not clarify how thinking leads man to the moral truth about his actions, nor how it can be distorted. Nor does she inquire deeply into conscience. All this has led her to be interpreted by St. Thomas, in whom can be found some key contributions to resolving some questions that Arendt left open about banal evil.

Keywords: Arendt; saint Thomas; evil banal; thoughtlessness; conscience.


1. Introducción

El propósito de este artículo es uno solo. Expone algunos acuerdos y diferencias entre Hannah Arendt y Tomás de Aquino. Que esto haya quedado satisfecho lo sabrán los lectores. Pero para cumplirlo se parte de la premisa de que el mal banal es una noción que puede resignificarse. En tal sentido, se señala el que podría ser el otro significado: una conciencia errónea, inclusive deformada. Solo si esto se consigue, podrán verse como naturales y no como ilógicas, esas similitudes y desemejanzas entre Arendt y santo Tomás.

El mal banal suele entenderse desde una doble perspectiva. Por un lado, como una incapacidad para pensar y, por otro, como una falta de intenciones para el crimen. Ambas características que Arendt le asigna al mal banal se realizan muy bien en Eichmann, tal como lo propone ella misma. El mal banal es el que se comete cuando no se piensa y no se tienen intenciones malignas. Diríase que una cosa es consecuencia de la otra. Quien no piensa no solo no se da cuenta del mal que hace, sino que ni siquiera le mueven motivos innobles. La intención no puede tornarse inmoral si se desconoce el valor mismo de la acción. Este fue el caso de Eichmann, al menos según lo retrata Arendt. Y no es que Eichmann no supiera que se estaba haciendo partícipe de un asesinato masivo, sino que no juzgaba su actuación como culposa de crimen alguno. Él se sentía sencillamente un ciudadano fiel y obediente a las leyes del Reich. Eichmann era incapaz de pensar desde la posición de los otros. Su irreflexión hizo también que actuara bajo motivaciones triviales. Esta es la acepción más corriente del mal banal, pero no la única.

La conciencia es uno de los temas más presentes en Eichmann en Jerusalén. Arendt así lo manifiesta, como se verá abajo. La filósofa alemana pudo concluir que el mal banal menta una conciencia deformada, pero se abstuvo de hacerlo. ¿Por qué? Quizá la razón de más peso sea que Arendt dejó de entender a la moral como algo evidente ante la adhesión casi inmediata y total de la sociedad alemana al nacionalsocialismo. Este hecho hará que Arendt (1966) diga de la conciencia que “no es más que la voz de la sociedad, de aquellos que están alrededor de nosotros" 1 . Además hará que Arendt enfoque su atención en el pensamiento y no ya en la conciencia. Para eso elige a Sócrates como modelo de lo que es el pensar. Arendt efectúa este cambio. Pero hay al menos dos argumentos para volver a la conciencia como núcleo del mal banal. El primero es que la misma Arendt no la abandona nunca, ni siquiera en su última obra, La vida del espíritu. Asimismo, habla de la deformación de la conciencia en Algunas cuestiones de filosofía moral. El segundo es que el pensar, ese diálogo del hombre consigo mismo, del que se priva del mal, puede igualarse a la conciencia. La conciencia puede igualarse bajo cierto respecto al diálogo con el yo.

Arendt tiene límites palpables y esto ha hecho que se oriente la mirada a santo Tomás. El Aquinate tiene una filosofía moral sólida, que provee los fundamentos de la ética. Por eso a él se va. En el desarrollo de este artículo, primeramente, se revisarán las definiciones del mal banal antes comentadas. Posteriormente, se explorará lo que es el pensamiento según Arendt en su conexión con la conciencia. Por último, se presentará el posible marco de interrelaciones entre Arendt y santo Tomás.


2. La banalidad del mal

En lo que sigue van a explorarse dos definiciones sobre el mal banal: la primera concierne a su significado tradicional o común, mientras que la segunda hace referencia a una nueva conceptualización. Todo esto tiene como propósito sentar las bases para un acercamiento teórico entre Arendt y el Aquinate, el cual saldrá a relucir más adelante.

La acepción más común del mal banal lo asemeja a la incapacidad para pensar o a la irreflexión, así como a una no intencionada voluntad de querer hacer el mal. Esta definición del mal banal está calcada de la misma Arendt y suele ser la más utilizada entre los estudiosos de su pensamiento (Bernstein, 2000, 2002, 2019; Marrades, 2002; Sanabria Cucalón, 2017; Serrano de Haro, 1997; Young-Bruehl, 1993, 2006). Los lugares de la obra de Arendt de donde puede extraerse dicha definición son variados. He aquí algunos. En La vida del espíritu, su obra inconclusa debido a su muerte repentina, Arendt (2007) se expresa con estas palabras acerca del mal banal:

Lo que me impresionó del acusado [Eichmann] era su manifiesta superficialidad... No representaba ningún signo de convicciones ideológicas sólidas ni de motivos específicamente malignos, y la única característica destacable que podía detectarse en su conducta pasada, y en la que manifestó durante el proceso y los interrogatorios previos, fue algo enteramente negativo; no era estupidez, sino incapacidad para pensar...

Esa total ausencia de pensamiento -tan común en nuestra vida cotidiana, en la que apenas tenemos el tiempo, y menos aún la disposición, para detenernos y pensar-fue lo que atrajo mi atención (pp. 30-31).

La vida del espíritu es una publicación póstuma de Arendt. Recoge las lecciones que ella estaba preparando para sus Gifford Lectures, que había comenzado en 1973. Los textos que integran La vida del espíritu son los últimos que proceden de su mano. En ellos se ve, tal como se destaca en la cita de arriba, su preocupación por el fenómeno del mal 2 y el empleo que hace de Eichmann como objeto de sus especulaciones sobre el mal banal. Un fragmento arendtiano similar a este, aunque un tanto anterior en el tiempo (1971) 3 , casi que repite de forma textual esta misma intuición sobre el mal banal:

Sin embargo, a pesar de lo monstruoso de los actos, el agente [Eichmann] no era un monstruo ni un demonio, y la única característica específica que se podía detectar en su pasado, así como en su conducta a lo largo del juicio y del examen policial previo fue algo enteramente negativo: no era estupidez, sino una curiosa y absolutamente auténtica incapacidad para pensar (Arendt, 2007, p. 161).

El origen de esta posición de Arendt puede remontarse al Post scriptum, una parte añadida a la edición de 1965 de Eichmann en Jerusalén. Allí, en efecto, Arendt (2010) escribe: "No, Eichmann no era estúpido. Únicamente la pura y simple irreflexión -que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez- fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo" (p. 418). Con esto queda claro que Arendt asocia el mal banal con una profunda incapacidad para pensar y una absoluta falta de motivos malignos para realizarlo. Esta es, como se dijo, una de las tesis más aceptada acerca del mal banal. Pero ¿qué es lo que realmente sorprende de ella o genera tanto interés?

Una parte de la respuesta ha sido consignada por la misma Arendt en La vida del espíritu. Según Arendt (2002), el mal del Holocausto sobrepasa todas las teorías que hasta ese entonces había sobre la maldad humana. Sin embargo, lo que verdaderamente sorprende y causa asombro respecto del mal del nacionalsocialismo es que procede de individuos que son normales y corrientes. En la personalidad de Eichmann no podía observarse ningún asomo de perversión, crueldad o violencia, tal como lo constataron los psiquiatras que le vieron. Eichmann no era un monstruo, ni un fanático nazi, ni un insano mental, del que con certeza hubiera podido esperarse la comisión de crímenes de lesa humanidad. Eichmann carecía de los atributos propios de un ser malévolo; su conducta no delataba en absoluto al criminal. Por el contrario, Eichmann resultó ser un padre, esposo y amigo ejemplares. Tampoco le animaban las motivaciones que típicamente dirigen la acción hacia el mal: Eichmann no sentía odio por los judíos, ni deseos de venganza, o la sed de poder y codicia, ni menos tenía intenciones malignas, todo lo cual incide en la realización del acto malo.

La personalidad de Eichmann, como salió a flote durante el juicio, fue lo que puso a Arendt tras la pista de la banalidad del mal. El "mayor criminal de su tiempo", tal como Arendt (2010) llamó a Eichmann, lo había sido no porque albergara en su corazón motivos maliciosos o una profunda inclinación al mal, sino porque había rechazado pensar y juzgar por sí mismo, abstrayéndose del ambiente ilegal que le rodeaba y de los deberes homicidas que se le encomendaban. Lo más trágico del caso de Eichmann es que el mal, un mal de amplias dimensiones, puede ser hecho por hombres normales, que nunca se habían planteado la posibilidad existencial de ser buenos o malos en tanto hombres y ciudadanos. Este mal no tiene raíces, dice Arendt (2007). No tiene un por qué identificable, escapa a la percepción o consideración del que lo hace y, por esto, no puede sino crecer irremediablemente. El mal banal puede también relacionarse con el mal que se comete en la cotidianidad de la vida personal (Láriz Durón, 2022).

Ahora bien, la otra definición que puede encontrarse o darse del mal banal es la que lo equipara con una conciencia moralmente deformada e incapaz, por lo mismo, de separar entre sí el bien y el mal. El tema de la conciencia en Arendt ha sido puesto de relieve por diversos intérpretes suyos. Todos coinciden en destacar el papel que juega la conciencia de Eichmann con respecto a la banalidad del mal (Adair-Toteff, 2022; Formosa, 2010; Kohn, 1996, 2007 4 ; LaFay, 2014 5 ; Petherbridge, 2016; Vetlesen, 2001; Villa, 1999 6 , 2017, 2023). No obstante, ninguno da el paso hasta afirmar que el mal banal designa una conciencia errónea o inhabilitada para distinguir lo bueno de lo malo. Empero, las señales que propone Arendt para ello son fiables y variadas, aunque ahora solo importa registrar algunos de los pasajes que están en la vía de la deformación de la conciencia moral, pues el foco de este artículo -como se dijo- es el de situar algunos puentes de unión entre Arendt y santo Tomás.

Que Arendt (2010) concentró su atención en la conciencia de Eichmann salta a la vista en la frase con que inicia el capítulo séptimo de Eichmann en Jerusalén: "Hasta el momento, mi estudio sobre la conciencia de Eichmann..." (p. 165). Ya puede uno concluir, a partir de este fragmento, sin temor a equivocarse, que las secciones precedentes a este capítulo trataban de sondear o analizar la conciencia de Eichmann. Pero, de la misma manera, uno puede encontrarse con otras alusiones a la conciencia del acusado en pasajes posteriores a aquel, en particular en el Epílogo y el Post scriptum. El tópico de la conciencia de Eichmann tiene un enorme peso en Eichmann en Jerusalén, pese a que otras cuestiones también ocupan en él un lugar central, como la responsabilidad de los consejos judíos en el Holocausto y la de la validez jurídica de efectuar el juicio contra Eichmann en una corte de Israel.

Eichmann veía con horror el proyecto de asesinato indiscriminado y masivo de los judíos cuando supo de primera mano tal cosa. Pero, tras la Conferencia de Wansee o reunión de subsecretarios de gobierno, en la que ninguno de los miembros de la clase alta de Alemania allí presentes puso resistencia a la solución final, Eichmann acabó por tranquilizarse o anestesiar a su conciencia. Esta cita de Arendt (2010) lo comprueba:

La conciencia de Eichmann quedó tranquilizada cuando vio el celo y el entusiasmo que la "buena sociedad" ponía en reaccionar tal como él reaccionaba. No tuvo Eichmann ninguna necesidad de "cerrar sus oídos a la voz de la conciencia..., no, no tuvo tal necesidad debido, no a que no tuviera conciencia, sino a que la conciencia hablaba con voz respetable, con la voz de la respetable sociedad que le rodeaba (p. 186).

La excusa que Eichmann se repitió a sí mismo para no sentirse culpable de nada fue la de tenerse como un Poncio Pilatos: no era él quien había dado la orden del Holocausto, sino sus superiores, y los agentes de más alto rango dentro de la burocracia estatal habían consentido sin titubeos en la Solución Final. Esta situación, no la única, pues también hay que atender al contexto general de la guerra, le ayudó a Eichmann a ir perdiendo en su conciencia el pesar por sus actos y la tragedia de las víctimas. En efecto, nunca mostró arrepentimiento de nada.

Al mismo tiempo, Arendt (2010) comenta que Eichmann no solo no era un ciudadano fiel a la ley del Tercer Reich, a la manera de un autómata o alguien llevado por un movimiento inercial. Eichmann había interiorizado la ley del Fürher, la ley que ordenaba matar inocentes, como una suerte de nuevos preceptos morales a los que se sometió con beneplácito. La norma moral del nazismo, que legalizaba y moralizaba el asesinato, regía la conciencia de Eichmann:

[...] y en cuanto al problema de conciencia, Eichmann recordaba perfectamente que hubiera llevado un peso en ella en el caso de que no hubiese cumplido las órdenes recibidas, las órdenes de enviar a la muerte a millones de hombres, mujeres y niños, con la mayor diligencia y meticulosidad (Arendt, 2010, p. 46).

La conciencia de Eichmann no solo se hizo insensible ante el sufrimiento, el ultraje y la muerte de las víctimas judías, sino que llegó a entender como algo bueno el horror del que se hacía partícipe como encargado de las deportaciones a los campos de concentración.

En el Epílogo de Eichmann en Jerusalén, Arendt (2010) declara que "este nuevo tipo de delincuente", del que Eichmann es un ejemplar no único del nazismo, ejecutó "sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad" (p. 403). Casi como un eco de esta premisa de no "saber" o "intuir" la maldad inherente al acto propio, Arendt (2010) escribe en el Post scriptum: "Eichmann sencillamente no supo jamás lo que hacía" (p. 418). Este no saber lo que se hacía no tiene que ver con que Eichmann ignorase cuál era el paradero de las deportaciones o que los judíos estaban siendo enviados a las fábricas de la muerte (esto es, los campos de concentración), sino que él no conseguía dimensionar o distinguir que en sus acciones había una maldad aberrante e inhumana. Eichmann no juzgaba como malas sus actuaciones, sino que llegó a considerarlas como justificables. Su conciencia había asimilado la moral del régimen hitleriano.

Las dos comprensiones del mal banal antes expuestas no están en contradicción. Podría decirse que el mal banal, el mal de Eichmann, adviene como consecuencia de una falsa conciencia, pero la razón de que alguien alcance una conciencia como esta proviene de la falta de pensamiento o de diálogo consigo mismo. Este orden de cosas (irreflexión o incapacidad para pensar y, como consecuencia, deformación de la conciencia) es lo que está en la raíz de la banalidad del mal.

Incluso, Arendt (2007) habla de una debacle o decadencia moral más amplia: la que sufrió la sociedad alemana que se rindió ante el nacionalsocialismo. En esta subversión de los valores, operada en la sociedad, los ciudadanos asumieron para sí el nuevo ordenamiento moral que traía consigo el nazismo, al modo en que se sustituyen unas maneras de comportarse en la mesa por otras, es decir, sin que ninguno tenga que espantarse por ello. El caso de Eichmann no es único o suigeneris en los anales de la Alemania nazi. Otros miembros del partido y de las SS adoptaron una actitud similar a la de aquel.

Sin embargo, el efecto logrado por el nazismo, de sustituir un código moral por otro, o de pasar del no matarás al matarás, permeó con mucho a una vasta parte de la población. La conciencia moral colectiva de la sociedad alemana se vio eclipsada por los principios morales promovidos por el nacionalsocialismo. Así lo expresa Arendt (2010):

Del conjunto de pruebas de que disponemos solamente cabe concluir que la conciencia, en cuanto tal, se había perdido en Alemania, y esto fue así hasta el punto de que los alemanes apenas recordaban lo que era la conciencia, y en que habían dejado de darse cuenta de que el "nuevo conjunto de valores alemanes" carecía de valor en el resto del mundo (p. 153).

Este es otro elemento teórico que resalta en el mal banal. No es que solo designe una conciencia individual o personal desarraigada de los preceptos morales justos, sino que también denota una condición social en la que los antivalores han venido a entenderse como criterios morales rectos de la acción. Ese medio social hace más fácil mantener oculto el mal, esto es, hace más fácil que este pase desapercibido o sea notorio al juicio moral de los individuos.


3. El pensamiento y la conciencia según Arendt

El remedio que Arendt (2007) pone contra el mal banal es el pensamiento o diálogo consigo mismo. Arendt (2007) adopta en sus planteos una concepción psicológica de la conciencia, aunque la complejiza. La conciencia es, desde la perspectiva psicológica, un darse cuenta de sí mismo, del propio yo. Pero, para Arendt (2007), la conciencia es más que esto; es también un diálogo o conversación que el hombre establece consigo mismo o su yo. En ese diálogo, el hombre piensa por y sobre sí mismo. Lo que el hombre se dice a sí mismo en diálogo es ya una manifestación propia del pensamiento. El hombre no solo se percibe a sí mismo como siendo (conciencia), sino que puede también volverse hacia sí mismo para convertirse en su propio compañero de conversación intra mentis (pensamiento). El hombre puede ser un interlocutor de diálogo para el hombre.

Arendt (2002) vuelve cuasi idénticos el pensamiento y la conciencia. En otras palabras, la conciencia llega a ser, en sus enseñanzas, un producto del pensamiento. El diálogo del hombre con su yo se despliega bajo dos exigencias: la ausencia de palabras y la solitud. El decurso de los acontecimientos detiene el pensar porque obliga al hombre a prestarles atención. El hombre tiene que trascender los acontecimientos exteriores y el activismo en que puede verse inmerso para disponerse a la reflexión. Solo en la solitud, en el alejamiento de lo que le rodea, mas no en la indiferencia o apatía, el hombre puede hacerse amigo de sí mismo. El pensamiento no necesita de la palabra hablada en tanto que la captación del diálogo consigo mismo es inmediata y está direccionado hacia la intimidad propia del individuo. La caracterización que ofrece la filósofa de Hanover sobre el pensar es -no cabe duda- una llamada al cultivo del conocimiento propio y la interioridad humana.

La materia u objeto del pensar es la experiencia vivida, no una imaginaria o irreal, sea aquella propia o ajena. El pensar discurre sobre el sentido; inquiere por el significado existencial de la experiencia y las acciones. Su necesidad social y política, tal como apunta Arendt (2007), es palpable en los casos en que las normas morales están siendo subvertidas de una manera engañosa y violenta, como pudo comprobarse en el Tercer Reich. El pensar, por otro lado, mantiene viva la memoria. Hace que se extraigan de la experiencia las lecciones necesarias para privarse de vivir en el mal. Sin memoria, la memoria del mal realizado, no puede pararse la espiral de las transgresiones. La memoria contiene el mal, asegura Arendt (2007). La memoria surge fuerte de los procesos de reflexión o pensamiento. La memoria supone la no repetición de los hechos de violencia. En el nivel individual, la memoria previene de la recurrencia en el acto malo.

La filósofa de origen judío sitúa al pensamiento como un instrumento de contención del mal banal. El hombre que entra en su intimidad o piensa no cae en el mal, lo evita. La grandeza del pensamiento se mide en el vencimiento que logra contra el mal. Así lo suponía Arendt (2007) en los hombres y mujeres que, desde el comienzo y hasta el final de la guerra, no cayeron presa de la propaganda antisemita y bélica ni decidieron tomar parte del movimiento nazi. El argumento que propone Arendt (2007) para clarificar esta situación es el de que los hombres que piensan no están nunca dispuestos a sufrir una desarmonía consigo mismos. El pensamiento hace que el hombre no pueda tenerse a sí mismo por amigo en tanto que fuera un asesino. El hombre que piensa no puede habitar consigo mismo mientras sea un malhechor.

El hombre puede escindirse en sí mismo, puede ser un dos-en-uno, como le gustaba decir a la filósofa alemana. El pensamiento es lo que consigue esta dualidad en el hombre. El yo que se manifiesta en el pensar le reclama al hombre por su conducta cuando la encuentra reprochable, le intranquiliza o quita la paz si halla desviaciones hacia lo malo. Esta fractura entre el hombre y su yo no es deseable; el hombre pensante la teme porque no quiere dejar de ser un amigo para sí mismo. Pero Arendt (2007) sabe que muchos son los que la desatienden, olvidan o minusvaloran.

El hombre puede rehuir del diálogo consigo mismo y permanecer descentrado en los avatares del mundo exterior. La consecuencia de esta incapacidad para pensar o superficialidad ha quedado puesta de relieve en el caso de Eichmann. Un efecto prominente de la irreflexión es la banalidad del mal. Pero también lo es, y a peor, el fenómeno de que solo los criminales -y, en general, los hombres irreflexivos- tienen una buena conciencia, aquella en la que no existe ningún remordimiento, porque hay en ellos una falta completa de pensamiento. Ellos no tienen algo de lo cual arrepentirse porque han decidido no detenerse jamás a pensar sobre sus actos. Sin arrepentimiento, no puede haber remedio contra el mal. El mal del que no se tiene conciencia no puede sino extenderse ilimitadamente sobre el mundo humano.

Esta acepción sobre el pensamiento Arendt (2007) la toma de Sócrates 7 . Pero el pensamiento que Arendt tiene en mente no es el que descuella en los pensadores profesionales, aquellos que viven en función del pensar académico o científico. ¡De ninguna manera! Incluso Arendt (2007) observó con asombro y molestia que un hombre de la talla de Heidegger, uno de los filósofos más eminentes del siglo pasado, a quien conoció como estudiante suyo, hubiera parado en las filas del nacionalsocialismo. Arendt tiene otra idea del pensamiento, que lo hace cercano a cualesquiera de los hombres. No lo ve como una cualidad específica de la que algunos pocos, aquellos dotados de una singular inteligencia, estuviesen provistos. El pensar es una característica que acompaña a todo hombre en cuanto hombre, por el hecho de tener la capacidad de adentrarse en sí mismo.

No obstante, Arendt (2007) sostiene, siguiendo a Sócrates, que pocos son los ciudadanos que se ejercitan en el pensamiento. Así, lo más que suele haber entre los hombres es la superficialidad o banalidad. El hombre está tan acostumbrado a distenderse en las cosas de su entorno que no tiene tiempo para pensar ni quiere hacerlo. Por tal motivo, Arendt valora con no poco énfasis la tarea emprendida por Sócrates de intentar introducir a sus conciudadanos en la práctica del pensar. La mayéutica de Sócrates pretendía desinstalar de su aletargamiento a los atenienses que no encontraban un verdadero significado a sus labores dentro de la polis. Pero, además, hay que decir que, en contraste con el pensar académico o especulativo, Arendt no le asigna un límite fronterizo al pensamiento. Es decir, la actividad del pensar especulativo desemboca en resultados, tiene un cierre o conclusión, pues finaliza cuando se está en la posesión de eso por lo que se indagaba. Para aclararlo, puede pensarse en el conocimiento que un estudiante consigue a través del estudio. Cuando lo ha conseguido, su actividad cognoscitiva cesa. Sin embargo, Arendt (2007) razona de otra manera con respecto al pensar moral o existencial.

La acción está siempre circunscrita a unas particularidades contingentes, imprevisibles y novedosas. En consecuencia, el pensar, que busca el sentido, siempre tiene que ponerse en marcha para arriesgarse a descifrar qué es lo que tendría que hacerse en una situación determinada. El continuo sucederse de los acontecimientos activa el pensamiento. Arendt (2007) no subsume el actuar o qué debo hacer aquí y ahora en unos esquemas generales porque estos pueden cambiar de la noche a la mañana como se puso en evidencia en la Alemania nazi. Quien está habituado a conducirse conforme a unos esquemas comportamentales, sin reflexionar o pensar sobre ellos, no tendrá ningún reparo en adherirse a los nuevos que se le ofrecen cuando las normas morales vigentes en la sociedad se hagan otras. A la vez, el seguimiento ciego de los esquemas generales que encasillan la acción es, según Arendt (2007), una prueba contundente de que no se piensa. Puede actuarse de una forma concreta porque las pautas comportamentales son las más aceptadas o utilizadas por todos o son las que están al uso en la sociedad.

El pensar cumple también con una función política porque examina y juzga las creencias, las ideas (o ideologías), las doctrinas, los conceptos, las opiniones y los prejuicios imperantes en una sociedad. Aunque es invisible, como el aire, su presencia se nota en la destrucción que ocasiona de los modelos o paradigmas vacíos de pensamiento, comúnmente extendidos en la sociedad, que alienan a la razón y arraigan con los totalitarismos. El pensar hace al hombre ser una persona (moral); lo lleva a ir contra la corriente de los cánones morales erróneos que tantas veces dominan de manera mediática. El pensar purga a la inteligencia, al hombre, de los marcos conceptuales reduccionistas que le impiden a aquella ejercitarse de manera auténtica. El no pensar orienta al individuo a una adhesión ingenua e irracional a las normas morales vigentes en una sociedad y momento determinados. Allí donde se ve que hay una amenaza de subversión de la moralidad, y ciertamente esta amenaza está siempre latente en cada sucesión epocal, ya en el nivel de la política, ya en el de la técnica, el pensar se hace necesario.


4. Algunos acuerdos y diferencias entre Arendt y santo Tomás

La banalidad del mal es una idea que ha trascendido en la historia de la filosofía desde mediados del siglo pasado hasta lo que va de este. Esto se ve en que ha sido objeto de innumerables estudios y escritos hasta el día de hoy. Por supuesto, uno no puede no preguntarse acerca de su solidez y originalidad: ¿es totalmente novedosa?, ¿tiene una fundamentación adecuada y no sujeta a ulteriores cuestionamientos?, ¿cómo cabe entenderla a la vista de sus múltiples interpretaciones y en su relación con el mal radical? Quizá no pueda lograrse un acuerdo definitivo acerca de estos interrogantes, tal como acontece las más de las veces con las indagaciones de carácter especulativo o teorético. Mas lo que ahora viene al caso tiene otra finalidad. Se trata de avistar algunas conexiones entre Arendt y santo Tomás, uno de los representantes más emblemáticos de la philosophia perennis o filosofía realista.

La filosofía de santo Tomás es sistemática, no así la de Arendt. Por eso, las nociones de Arendt, como las de mal banal, conciencia y pensamiento, pueden enmarcarse dentro de un contexto analítico más amplio en santo Tomás. Aunque en Arendt subsiste una hermenéutica constante de algunos de esos conceptos clave, especialmente del de la banalidad del mal, a lo largo de su trayectoria académica. La obra del Aquinate abarca el ancho conjunto de las áreas más características de la filosofía: metafísica, ética, antropología, teoría del conocimiento, cosmología, teología natural, entre otras. La filosofía de Arendt tiende a ser más bien una teoría política y moral. La época y los acontecimientos que rodearon a estos pensadores influyeron, qué duda cabe, en el modo como modelaron sus planteamientos especulativos. Pero este contraste es apenas lo que subyace en la superficie. Por debajo aparecen los contenidos mismos de sus enseñanzas filosóficas que posibilitan instaurar un juicio más a fondo acerca de las diferencias y similitudes entre ambos filósofos.

La primera tarea que se impone, por pronto, es la de pasar revista a la categoría de mal de santo Tomás. El Aquinate conceptualiza esta categoría desde el plano metafísico y moral, a los que entiende no como distanciados, sino como mutuamente imbricados. En sentido ontológico, el mal es una deficiencia o carencia de un bien o perfección que un ente tendría que poseer en conformidad con su naturaleza (De malo q. 1 a. 1) 8 ; por ejemplo, la ceguera es un mal para el león que naturalmente debería tener el sentido de la vista. En sentido moral, el mal consiste en esta misma privación de un bien o perfección que está en consonancia con la naturaleza humana (S. Th. I-II q 71 a. 2). Así, para el hombre, todo aquello que sea contrario a la razón, de donde se toma su naturaleza, es un mal moral. En otras palabras, no ajustar los actos humanos al imperio de la razón implica adentrarse en el mal moral. Aunque, por otro lado, podría decirse que el bien de la acción está en alcanzar el término medio que se ubica entre los extremos o en realizarse a través de la práctica de la virtud. Una acción se hace mala en la medida en que se pervierte en los extremos o excesos viciosos y no consigue ser equilibrada o adecuarse al punto medio que le muestra la razón. La libertad desempeña en esto un papel fundamental, pues es la facultad con la que el hombre elige apartarse de lo bueno y dirigirse hacia el mal.

En Arendt no hay nada de esto, quien, como se sabe, más que hablar del mal moral, habló del mal banal. Pero no por eso aquellas aportaciones del Aquinate pueden echarse al olvido. La libertad y la acción son tópicos ineludibles en la conceptualización del mal moral, como lo son también la virtud y el seguimiento de la recta ratio. En la teoría tomista del acto puede encontrarse un paralelismo con el pensamiento o la capacidad de pensar de Arendt. Si el acto es bueno en tanto se conforma con la razón y se aleja de los excesos viciosos, su realización requiere tener una inteligencia agudizada por la prudencia, la virtud que es, al mismo tiempo, intelectual y moral. El acto virtuoso exige autoconocerse y una consideración de lo que hay que hacer o de lo ya hecho, ya que de esta manera se preparan las obras del presente y futuro (S. Th. II-II q. 47 a. 1 y q. 48 a. 1). El diálogo consigo mismo o pensamiento viene también exigido por la práctica de la virtud.

Con esto, lo que se quiere sugerir es que el pensamiento o diálogo del hombre con su yo, que previene del mal, está presente de cierta manera tanto en la doctrina de la virtud como en la de la prudencia de santo Tomás. Diríase también que lo que hace que el pensamiento o reflexión sea ejercida con honestidad es la virtud y la prudencia. El hombre cauto o prudente medita sus pasos (Pro. 14, 15). La prudencia se ejercita de una forma reflexiva, y no solo en el momento mismo en que hay que tomar una decisión. La prudencia le pone orden a la acción, le traza una justa medida y tiempo oportuno. En palabras de Pieper (201 7), funciona como un conocimiento directivo del acto humano. Esta ordenación que la prudencia inserta en la acción no puede sino hacerse mediante una atenta reflexión o diálogo del hombre consigo mismo acerca de los actos y medios conducentes al bien. La misma virtud demanda reflexión. Aristóteles establece como uno de los requisitos de su adquisición saber o conocer que el acto que se hace es virtuoso (Ethic. II, 4). Es decir, la virtud no puede lograrse sin conocimiento, sin que se sepa que el acto que se ejecuta es bueno en sí mismo o virtuoso. Este conocimiento pleno de un acto virtuoso, al que hay que querer o elegir por sí mismo, reclama por igual la actividad del pensar, el diálogo silencioso consigo mismo en el que se pondera la valía del acto. El diálogo íntimo del hombre con su yo no es, en Arendt, una mera reflexión solipsista; es también una actividad del pensar tendente a dotar de sentido o significado el actuar moral. El bien no es para santo Tomás algo mecánico, derivado de una disposición firmemente arraigada de la virtud en el ánimo, sino algo derivado de la reflexión o pensamiento en sentido arendtiano. Pero, si para Arendt el móvil que corrompe el pensar es una persistente elección por no querer entrar en diálogo consigo mismo, para santo Tomás las causas que trastocan el juicio de la razón son otras: la pasión y el vicio, como se verá abajo.

Acto seguido, hay que traer ahora a colación la categoría de conciencia de santo Tomás para identificar con más claridad las intersecciones en que coincide con Arendt. Santo Tomás conoce por igual lo que es la conciencia psicológica. Así lo deja entrever en De veritate q. 17 q. 1. Allí, como en S. Th. I q. 79 a. 13, el Aquinate le asigna a la conciencia como una de sus operaciones, la de testificar, es decir, la de reconocer que el acto procede del mismo individuo. El individuo se da cuenta o percibe que ha sido el causante de una determinada obra. En esta operación testimonial de la conciencia, el individuo adquiere un conocimiento de sí mismo como causante de una actividad. El individuo solo se conoce a sí mismo en cuanto vuelve sobre sus pasos o lo que ha hecho. La conciencia psicológica está presente en esta funcionalidad suya.

Sin embargo, el carácter propiamente moral o ético de la conciencia emana de sus dos posteriores operaciones, ambas relacionadas con la finalidad de juzgar si el acto ha sido recto o no. Una de estas operaciones sucede con anticipación a la práctica del acto; la otra, con posterioridad. La conciencia induce u obliga, es decir, promueve o invita a tomar parte en una acción, con anterioridad a su puesta en marcha, cuando la considera justa o buena (De veritate q. 17 a. 1; S. Th. I q. 79 a. 13). Este funcionamiento de la conciencia tiene lugar con anterioridad a la realización del acto. Pero si el acto ha sido efectuado, la conciencia asume el compromiso de evaluarlo. Si la evaluación del acto ha sido positiva porque se ha visto como bueno, la conciencia excusa o pacifica la interioridad del autor del acto (De veritate q. 17 a. 1; S. Th. I q. 79 a. 13). Si, en contraste, la evaluación ha sido negativa porque el acto ha sido examinado como malo, la conciencia acusa o remuerde suscitando tristeza o intranquilidad por lo hecho (De veritate q. 17 a. 1; S. Th. I q. 79 a. 13). En estas operaciones, la conciencia sopesa el acto, por realizar o ya ejecutado, a partir de los principios morales de la sindéresis. En esta aplicación de la sindéresis al acto, que lleva a cabo la conciencia, tiene lugar un diálogo del hombre consigo mismo. El Aquinate explica también que la conciencia procede de forma silogística en la evaluación que hace del acto (Supersent. lib. 2 d. 24 q 4. a. 2). La conciencia es, para santo Tomás, el juicio de la razón práctica por el cual el hombre examina la bondad o maldad inherente al acto humano.

La conciencia analiza el acto humano y emite un dictamen sobre la cualidad moral de este con base en la ley natural. La sindéresis es el conocimiento universal que tiene la razón de los principios generales de la moralidad. La conciencia abaja este conocimiento moral universal hasta la acción concreta o singular. La conciencia verifica o no el cumplimiento de la ley natural en el acto humano particular. Esto la obliga a concatenar un razonamiento silogístico cuya premisa mayor está integrada por las normas morales de la sindéresis. Desde acá se desciende a una conclusión aprobatoria o condenatoria del acto. En el silogismo de la conciencia, con el cual se evalúa la bondad o maldad de la obra, es posible entrever lo que Arendt subrayaba acerca del pensamiento: el diálogo o reflexión del hombre consigo mismo. Este modus procedendi de la conciencia muestra que el papel que Arendt le daba al pensamiento en el ámbito moral puede también asimilarse a las posturas de santo Tomás sobre la conciencia. El pensar por sí mismo, tan querido por Arendt, máxime a la luz de la alienación efectuada en el Tercer Reich, está reflejado en esta operatividad silogística e inmanente de la conciencia. Aunque claramente la conciencia puede equivocarse al constituir el silogismo con el que se juzga el acto.

La conciencia puede también falsearse en santo Tomás. Es decir, puede confundirse respecto de lo que es bueno o malo y, de esta manera, no suscitar el arrepentimiento, o puede, en cambio, impulsar el cometido de una obra mala en tanto que es entendida como buena. Para Arendt, como se dijo antes, la conciencia puede entorpecerse -desviarse de las coordenadas del bien y mal- a causa de la superficialidad, la irreflexión, la huida del diálogo con uno mismo. Este elemento está también en santo Tomás, aunque cabe encuadrarlo de otra manera. Lo que origina una falsa conciencia en santo Tomás son, según comenta en De veritate q. 16 a. 3 ad 1, la pasión y el vicio. Una y otro influyen en la elaboración del silogismo erróneo de la conciencia, a la vez que intervienen en su falseamiento o estado de deformación moral. La pasión y el vicio pueden acallar la conciencia, como también insensibilizarla con respecto al verdadero bien moral.

Santo Tomás trata in extenso de la pasión y el vicio como causas internas del pecado o acto malo en S. Th. I-II qq. 77-78 y en De malo q. 3 aa. 9-14. ¿Qué efecto tiene la pasión sobre el acto malo? Al mal cometido por la pasión, santo Tomás lo llama debilidad, porque la razón se halla impedida de restringir el ímpetu o vehemencia con que la pasión surge en el apetito sensitivo. La pasión desenfrenada absorbe la razón, la ciega, lo cual hace que esta se vea imposibilitada para atender el conocimiento que posee, por la sindéresis, de lo que es bueno. La razón conoce lo que es bueno, pero la pasión la desvía de considerarlo o seguirlo a través de la elección. La pasión distrae a la razón de lo que conoce como bueno. Más aún, la pasión suele inclinarse a aquello que contraría el bien de la razón. O puede llevar a que la razón no conciba como buena una obra particular que en sí misma es buena. La pasión puede anteceder o ser consecuente al acto. Cuando lo antecede, puede oscurecer y hasta suprimir el juicio de la razón. Cuando es consiguiente o posterior al acto, la voluntad suscita el movimiento de la pasión ocasionando mayor deleite y gravedad en el acto.

La pasión no solo afecta el sentido del deber moral conocido por la razón, sino también el mismo dictamen objetivo de la conciencia. La pasión no dominada por la razón hace que la valoración de la conciencia se vuelva errónea. La pasión detiene el examen de la conciencia, aunque cuando su influjo ha pasado el hombre queda nuevamente dispuesto a poder juzgar con objetividad sus acciones. La conciencia puede así enjuiciar, ya sin el concurso de la pasión, el acto moral. Esto conlleva una vuelta a la acción por parte de la razón y la conciencia en orden a recomponer la moralidad del acto y a enmendarlo en las ocasiones futuras. Aquí hay una diferencia y semejanza entre Arendt y santo Tomás. Si en Arendt el pensamiento rehúye el diálogo consigo mismo, para no percatarse de la incoherencia interna o por simple superficialidad, la conciencia que razona, para santo Tomás, puedo hacerlo equivocadamente bajo la influencia de la pasión. Pero, en definitiva, en ambas situaciones se trata de lo mismo, de un desconocimiento de que lo que se hace no es malo sino bueno o cuando menos se estima como neutral.

De otro lado, el vicio incide también en la percepción de la razón y la conciencia sobre el bien 9 . El vicio "se opone al orden de la razón" (S. Th. I-II q. 71 a. 2). El vicio inclina a la voluntad a la consecución de un bien aparente en detrimento de uno real y verdadero. El vicio, por ser un hábito, es como una segunda naturaleza en el hombre que lo orienta a "pecar por elección, deliberadamente, con conocimiento cierto de causa o por malicia" (De malo q. 3 a. 12). El vicio, a diferencia de la pasión, suspende el uso equilibrado de la razón no ya de una manera pasajera, sino permanente, pues el vicio es un hábito estable y firme. Por eso también ocasiona que la voluntad sea constante en el mal y no se arrepienta fácilmente. El vicio hace que se tienda a un fin malo con constancia y plena deliberación; hace, dicho de otra manera, que la voluntad quiera el mal. El hombre sabe qué está bien y qué mal, pero el vicio le hace orientarse hacia lo que conoce a todas luces como malo. El vicio, como forma que impulsa a la acción, es fuente de los actos malos. Puede suponerse, sin error, que el hombre vicioso emplea su inteligencia para calcular el mal. La razón, actualizada por el vicio, permanece en disposición de discernir con facilidad y prontitud los medios que la dirigen al mal. El vicio aguza a la inteligencia para que busque con eficacia el mal.

El vicio pervierte la razón. La dispone a decidirse en contra de lo que conoce como bueno. Además, engendra en la voluntad el firme propósito de hacer el mal. La razón, movida por el vicio, está pronta para adherirse al mal, como inhabilitada para develar las opciones concretas por el bien. El vicio implica que la razón construya razonamientos morales engañosos con los cuales se justifica la permanencia y comisión del mal. El vicio ahoga, de otra parte, el dictamen correcto de la conciencia, lo cual se observa en que en el hombre desaparece la sensación del arrepentimiento. La conciencia amonesta con respecto a la obra mala; pero la perseverancia inquebrantable en el acto malo, que a la vez va suscitando el deleite de la voluntad, apaga más temprano que tarde el sano reproche de la conciencia. El vicio, contrariamente a la pasión, ejerce un efecto más duradero y devastador sobre la conciencia, pues la corrompe en sus dictámenes morales sobre la acción. Una conciencia que no se remuerde de lo que objetivamente es malo, está deformada o impedida para elaborar juicios morales con acierto. La deformación de la conciencia, como consecuencia del vicio, se palpa en esa ausencia de remordimiento por el mal. Podría decirse con Arendt que la conciencia, afectada por el vicio, genera un sentimiento de pesar o inconformidad, toda vez que el mal no haya podido consumarse a través de la libre actuación. El vicio desorienta con más determinación a la conciencia.


5. Conclusiones

Arendt y santo Tomás coinciden como divergen en ciertos aspectos relativos a los temas arriba tratados. Pero, allí donde las diferencias son acentuadas, aparecen las complementariedades. Ciertamente, el comienzo de esta andadura ha sido la idea tradicional de la banalidad del mal. El mal banal es, para Arendt, irreflexión o falta de pensamiento. El hombre irreflexivo es aquel que no entra dentro de sí, que no puede mantenerse en diálogo consigo mismo. Un hombre así se vuelve superficial, permanece absorto en las cosas y preocupaciones cotidianas, a las que no puede hallarles un sentido auténtico, porque está necesitado precisamente de la capacidad de pensar. Este hombre tampoco es capaz de juzgar por sí mismo -y con justicia- lo que sucede a su alrededor de dimensiones morales. Este hombre, al escapar voluntariamente del diálogo con su yo, no tiene nada de lo cual lamentarse, porque no padece de una contradicción o desarmonía en su intimidad que solo el diálogo consigo mismo podría mostrarle.

Pero el mal banal alude también, como se dijo, a una conciencia intrínsecamente errónea, que ha trocado el mal en bien y, viceversa, el bien en mal. Arendt asumió la conciencia de Eichmann como uno de los temas centrales de los reportajes que produjo del juicio en contra de este oficial alemán. Las referencias que hizo al respecto son múltiples en Eichmann en Jerusalén. La incapacidad de pensar obnubila la conciencia, la hace lejana a la conversión. Lo que le permitió a Eichmann sostenerse en su ominosa labor de encargado de las deportaciones fue que llegó a no verla como algo malo, sino como algo bueno o cuando menos justificable. La conciencia de Eichmann había estado permeada por las leyes del Führer y las directrices de la Solución Final. Solo así se explica que hubiera permanecido inconmovible ante la muerte de millones de inocentes. La incapacidad de pensar conduce, desde los planteos de Arendt, a la deformación de la conciencia y, por ende, al mal banal. La incapacidad de pensar y la deformación de la conciencia están correlacionadas, pero esta última es consecuencia de lo primero.

Arendt no ahonda en la pérdida del pensamiento o, por mejor decir, uno no encuentra en sus escritos una explicación detallada acerca de cómo sucede esa fractura en la capacidad de pensar y la conciencia. Santo Tomás le concede a la razón un puesto trascendental dentro de la moral: es la que dirige el acto hacia el bien o mal. La razón tiene que discurrir consigo misma acerca del bien que debe ponerse en marcha a través de la acción. Sus fallos en este punto obedecen a las interferencias de la pasión y el vicio. La inteligencia razona con acierto sobre el bien moral concreto a instancias de la prudencia. Esta virtud exige el desarrollo de un carácter reflexivo en el hombre. Las virtudes en general no se consiguen si no es, por utilizar una expresión de Arendt, ejercitándose en la reflexión o capacidad de pensar. El pensar no está alejado de la práctica de la virtud, colinda con ella. Hace falta reflexión para alcanzar la virtud. Esto sirve a esclarecer lo que Arendt enseña sobre el pensamiento, pues uno podría preguntarse qué hace que el pensar no yerre en su función directiva del acto moral. La solución del lado de santo Tomás se enmarca en la prudencia y la conciencia.

Santo Tomás expone una serie de tesis acerca del modo como se deforma la conciencia moral. Estas proposiciones suyas llenan el vacío dejado por Arendt en torno a qué fue lo que transmutó la conciencia de Eichmann. La conciencia se altera, desde el punto de vista de santo Tomás, en virtud de la pasión y el vicio. Ambos desvían a la razón en su conocimiento del bien particular y conducción justa del acto, y hacen algo semejante o igual con la conciencia. La conciencia, influida por la pasión y el vicio, no valora con rectitud la acción moral. Pero el vicio ocasiona sobre ella un efecto más incisivo que la pasión, por cuanto no permite que alguien pueda apartarse de sus obras malas y hace que el mal venga a disfrutarse sin que se suscite pena alguna. La conciencia afectada por la pasión y el vicio articula razonamientos o valoraciones equivocadas sobre el acto. Así, con esta confusión de la razón y la conciencia, va surgiendo el mal banal en el mundo.

Por último, vale la pena señalar lo siguiente: Arendt aprecia mucho a Sócrates y sus esfuerzos por hacer pensar a sus conciudadanos atenienses. Ya se ha hablado del papel que ocupa en Arendt el pensamiento como antídoto del mal banal. Por tal razón, Arendt sigue, en la misma línea de Sócrates, una ética intelectualista. Por el contrario, las aportaciones de santo Tomás no pueden circunscribirse dentro de un intelectualismo moral. Su visión de la voluntad, las pasiones, el vicio y la virtud, entre otros, hacen más globales o integrales sus enseñanzas éticas.


Notas

[1] Véase Basic Moral Propositions, un texto inédito de Arendt que está en Library of Congress. La traducción de este corto pasaje es propia. En el original dice más extensamente: "Conscience is nothing but the voice of society, of those who are around us" (p. 024533).

[2] Kohn (s. f.), el último asistente de investigación de Arendt, cita una afirmación de la filósofa alemana de 1963 en la que cuenta que ella había pensado durante treinta años en la naturaleza del mal.

[3] El texto de Arendt de este año es El pensar y las reflexiones morales. Bernstein (1997) estima que Arendt provee allí una de las mejores y más claras definiciones del mal banal. Hace también saber que Arendt preparó este texto para un curso que dio en la New School for Social Research (Bernstein, 2019).

[4] Kohn habla de la influencia de la conciencia en el significado del mal banal en la introducción que realiza a Responsabilidad y juicio, una obra póstuma de Arendt que él editó y apareció originalmente en inglés en 2003.

[5] Véase especialmente el capítulo Eichmann in Jerusalem: The Crisis of Conscience.

[6] Véase especialmente el capítulo Conscience, the Banality of Evil, ant the Idea of a Representative Perpetrator.

[7] Véase Teeteto 189e y Sofista 263e.

[8] Las obras del Aquinate se citan con abreviaturas latinas, siguiendo el estilo de la Edad Media. Lo mismo se hace abajo con la Etica a Nicómaco de Aristóteles. Santo Tomás la nombra de manera abreviada como Ethic.

[9] Malicia y vicio...

[10] colombiano. Licenciado en Filosofía y Humanidades por la Universidad Sergio Arboleda. Magister en Ciencia Política por la Universidad de los Andes. Estudiante del Doctorado en Humanidades para el Mundo Contemporáneo de la Universidad Abat Oliba. Profesor de tiempo completo del Departamento de Humanidades y Formación Integral de la Universidad Santo Tomás, Seccional Tunja. Comunicación: diego.barrios@usantoto.edu.co


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