LA LIBERTAD ABSOLUTA EN LA FENOMENOLOGÍA DEL ESPÍRITU DE HEGEL Y SUS ECOS ROUSSEAUNIANOS
Dante A. Baranzelli. Argentino. Candidato a Doctor en Filosofía de la Universidad
de Buenos Aires. Investigador del Instituto de Filosofía, Facultad de Filosofía y
Letras, Universidad de Buenos Aires. Becario de CONICET.
Correo electrónico: baranzellidante@yahoo.com.ar
RESUMEN
Se propone este texto analizar una sección del capítulo VI de la Fenomenología del espíritu de Hegel a la luz de la filosofía política de Rousseau. La hipótesis consiste en demostrar que para Hegel la noción de libertad absoluta, lejos de ser una novedad revolucionaria, ya aparece enunciada en el Contrato social. En este sentido, los conceptos rousseaunianos de voluntad general y del legislador son claves para nuestra interpretación.
Palabras clave: Libertad absoluta, terror, voluntad general, legislador, participación directa.
THE ABSOLUTE LIBERTY IN THE HEGEL’S PHENOMENOLOGY OF SPIRIT AND ITS ROUSSEAUNIAN ECHOES
ABSTRACT
This paper is to analyze a section of chapter VI from Hegel’s Phenomenology of Spirit in light of Rousseau’s political philosophy. Our hypothesis is that for Hegel the notion of absolute liberty, far from being a revolutionary novelty, alredy appears in the Social Contract. The rousseaunian concepts of general will and legislator are keys for our interpretation.
Keywords: Absolute liberty, terror, general will, legislator, direct participation.
LA LIBERTAD ABSOLUTA EN LA FENOMENOLOGÍA DEL ESPÍRITU DE HEGEL Y SUS ECOS ROUSSEAUNIANOS
Hegel consagra el extenso capítulo VI de la Fenomenología del espíritu (1807) a las figuras objetivas y sociales que aparecen a lo largo de la Historia, denominadas en su conjunto “Espíritu”. Allí analiza la relación dialéctica de diversas (y sucesivas) realidades históricas y los movimientos respectivos de la conciencia (social)1. Entre otras cosas, podemos encontrar un parágrafo dedicado a la Revolución Francesa y sus nefastas secuelas bajo el título “La libertad absoluta y el terror”. Se trata, sin lugar a dudas, de uno de los pasajes más frecuentados por los estudiosos de la Fenomenología.
Ahora bien, el propósito de nuestro artículo no consiste en juzgar la exactitud historiográfica de dicho pasaje (Cfr. Wolker, 1998). En cambio, nos proponemos explicar sus conceptos fundamentales y compararlos con otros que pueden hallarse en la obra de Jean-Jacques Rousseau. Nuestra hipótesis es que para Hegel la noción de libertad absoluta, lejos de ser una novedad revolucionaria, ya aparece enunciada en el Contrato social (1762). Mostraremos que la voluntad general es el principio rousseauniano sobre el que pivotea (implícitamente) buena parte (no todo, por supuesto) del análisis hegeliano acerca de la libertad absoluta. Asimismo, el autor de la Fenomenología se esfuerza por mostrar que el terror que instala la Revolución es su corolario fáctico. Sin embargo, para defender la postura hegeliana no sería preciso establecer si los revolucionarios en verdad consultaron el texto de Rousseau; lo cierto es que el filósofo ginebrino expresa un Zeitgeist que trasciende sus escritos.
Nosotros sí sabemos que el joven Hegel leyó con fruición muchos de los textos de Rousseau. Claro está que Hegel interpreta el pensamiento rousseauniano no solo a la luz de su propio sistema filosófico —como sucede con cualquier otro pensador que cae en sus manos—, sino también bajo el impacto histórico de la Revolución francesa y sus consecuencias. Con todo, entendemos que la interpretación hegeliana dista de ser antojadiza y se funda en algunos aspectos de la filosofía política rousseauniana. A lo largo del artículo nos proponemos señalar cuáles son esos elementos que abonan la lectura de Hegel. Nuestro objetivo es doble: por un lado, probar nuestra hipótesis; por el otro, esclarecer aún más el sentido de los pasajes de la Fenomenología en función de su afinidad con ciertos motivos de la filosofía de Rousseau.
De esta manera, el escrito se estructura en tres partes. En primer lugar, presentamos brevemente el concepto de utilidad en el marco de la Ilustración y su condición de antecedente dialéctico de la libertad absoluta. Luego, dilucidamos la noción hegeliana de libertad absoluta y señalamos sus semejanzas con la voluntad general rousseauniana. Dos son los ejes principales sobre los que discurre este apartado de nuestra exposición: 1) la exigencia de participación directa en la vida política y 2) el postulado de una equivalencia inmediata entre el particular y la comunidad. Por otra parte, exponemos la crítica hegeliana al terror fustigado por la causa de la libertad absoluta y perpetrado por los revolucionarios franceses. Desglosamos esta última sección en dos parágrafos: a) uno referido a la imposibilidad de la libertad absoluta para plasmarse en una obra positiva, y b) otro relativo al funesto conflicto entre un gobierno constitutivamente incapaz de satisfacer el interés colectivo y unos ciudadanos siempre sospechosos de traicionar a la comunidad.
LA UTILIDAD Y EL TRÁNSITO A LA LIBERTAD ABSOLUTA
La Ilustración francesa lucha contra las aspiraciones ultraterrenas de la fe. Quiere suprimir el “más allá” y con ello cree reivindicar el “más acá”. Procura reducir la experiencia humana al plano meramente mundano, despojado de toda significación religiosa trascendente. Este combate se decide a favor de los enciclopedistas. Triunfa, pues, la escisión entre la esencia absoluta, lo divino, y la realidad finita, lo terrenal. El Ser supremo deviene, en el mejor de los casos, en una lisa y llana forma vacía.
La utilidad, según Hegel, es el concepto que corona este desarrollo, la verdad subyacente y hegemónica de la Ilustración. Tal criterio se termina por imponer sobre la fe y la subordina a su mandato, según el cual el valor de todo obedece al beneficio que ofrezca al ser humano. Esta norma rige para todos y todo. Cada individuo es a la vez fin y medio. La utilidad tiñe las relaciones del hombre con su ambiente y con sus semejantes. El interés egoísta organiza la experiencia humana. El mundo es, pues, un conjunto de seres finitos que son a la vez en sí y para otro. Y el utilitarismo expresa en el plano filosófico esta actitud epocal.
La autoconciencia, el ser para sí, se enfrenta a una realidad (social, económica, cultural, religiosa, política, institucional, etc.) que no es obra suya. Sin embargo, le deniega su independencia, puesto que la considera en virtud del propio interés. La utilidad le sustrae al objeto la cualidad de ser algo en sí y lo transforma en algo que es para otro. A su vez, el ser para otro de lo útil no es su verdad definitiva, sino apenas un momento transitorio que desemboca en el para sí, en la autoconciencia. Algo es útil en la medida que el hombre le atribuye un propósito y así lo incorpora a su esencia. De este modo, el ser para otro, la utilidad, media entre el en sí y el para sí.
La conciencia utilitarista se aprehende a sí misma y comprende que ella es la verdad del mundo suprasensible que la fe postula y, también, del mundo sensible que el ilustrado reivindica. De este modo, el sujeto adquiere cierta libertad: la de referir todo a sí mismo sin otro amarre que su propio interés. Pero esta conquista del ilustrado tiene serias desventajas. Se trata de una libertad teórica, que no opera en el mundo sino que se vale del mismo tal como le es dado. Se trata también de una libertad individualista y egotista. Se trata, por último, de una libertad cosificante, que hace de los otros, o simples útiles, o incómodos obstáculos.
La utilidad entraña cierta alienación del sujeto porque la conciencia se enfrenta a un objeto distinto de ella. Y sin embargo, el sujeto ya se posee a sí mismo en lo útil, pues el objeto es aquello que sirve a la autoconciencia. El mundo de la utilidad preanuncia el reino de la libertad absoluta, la total coincidencia de lo en sí y lo para sí. La Aufklärung proclama la utilidad como su verdad y así prepara el momento en el que la certeza y la verdad convienen inmediatamente. “Esta recuperación de la forma de la objetividad de lo útil ya ha acaecido en sí, y de esta conmoción interior surge la real conmoción de la realidad, la nueva figura de la conciencia, la libertad absoluta” (1992: 343). La utilidad, corolario y verdad definitiva de la Aufklärung, apresta el tránsito hacia la subjetividad libre. Como señalamos, lo útil termina por incorporarse a, disolverse en, la autoconciencia. La utilidad resignifica un mundo que le es dado, lo acomoda a los propósitos del sujeto. Por eso mismo, allí persevera “una apariencia vacía de objetividad” (Ibíd.). La objetualidad del útil se limita a su ser para otro. Esta experiencia le enseña a la autoconciencia que lo útil es ella misma en su ser otro.
LA LIBERTAD ABSOLUTA, UN CONCEPTO EN LA SENDA DE ROUSSEAU
La participación directa
El sí mismo, mediante la representación, se autocapta en lo útil todavía como objeto. Pero finalmente la conciencia retorna a sí como autosaber. El sujeto, entonces, se descubre a sí mismo como el conjunto de lo real. De este modo abandona el momento de la utilidad y da el paso hacia la libertad absoluta. Esta nueva instancia expresa lo que ya se insinuaba en el mundo de la utilidad: todo lo existente debe ser expresión de la voluntad de todos, de la voluntad universal. “El mundo es, para la conciencia, simplemente voluntad, y esta es la voluntad universal. Y no es, ciertamente, el pensamiento vacío de la voluntad que se pone en el asentimiento tácito o por representación, sino la voluntad realmente [reell] universal, la voluntad de todos los individuos como tales” (1992: 344). El sujeto comprende que la libertad absoluta solo es posible al abandonar el esquema egoísta e intelectualista del utilitarismo. El mundo ha de convertirse en producto de su intervención activa y comprometida. Su voluntad debe construir realidad. Pero, advierte Hegel, esa voluntad no es un simple conceder, un silente dejar hacer. Tampoco consiste en delegar a terceros para que ellos actúen en mi nombre. Ni asentimiento ni representación.
Encontramos aquí una primera similitud con Rousseau, quien pregona el ideal de la participación directa en la vida comunitaria, más precisamente, en el establecimiento de las leyes que rigen la vida comunitaria. “Digo, pues, que no siendo la soberanía sino el ejercicio de la voluntad general, no puede enajenarse jamás, y el soberano, que no es sino un ser colectivo, no puede ser representado más que por sí mismo: el poder es susceptible de ser transmitido, mas no la voluntad” (Rousseau, 1999: 35). El ejercicio de la soberanía es inalienable, puesto que la voluntad es el a priori de todo acto con significación política. La voluntad es un centro existencial intransferible de la condición humana. Si el soberano aceptara obedecer, se autoaniquilaría. Al mismo tiempo, a esta consideración especulativa (casi metafísico-antropológica) Rousseau añade un motivo prudencial para no ceder a un particular o a un grupo de particulares la labor legislativa: solo la participación colectiva garantiza la prosecución del bien común.
La inmediata coincidencia entre lo singular y lo universal
Retornemos ahora al planteamiento hegeliano. Según vimos, la voluntad que emprende el camino de la libertad absoluta involucra a todos y a cada uno de los singulares en la realización de una totalidad.
En este pasaje, como en otros tantos de la sección que nos ocupa, Hegel hace alusión a los ideales de la Revolución Francesa y, como empezamos a notar, a la utopía política de Rousseau. En efecto, en ambos casos se propone abolir el derecho divino sobre el que se asentaba la monarquía absoluta del Ancien Régime y terminar con los privilegios estamentales de la sociedad feudal. Y al mismo tiempo, se proclama la plena libertad del individuo en virtud de su pertenencia al género humano. Como señalamos, la Ilustración —mediante su concepto de utilidad— supo preparar este momento. Ella hizo “de todos y cada uno de los hombres un individuo para el cual es todo lo que existe” (Valls Plana, 1979: 288). El trabajo del individuo ya no se subordina a la especialización social, sino que aspira a llevar a cabo una obra total. Veamos estas cuestiones con más detenimiento.
La libertad absoluta censura la fragmentación del cuerpo social en subconjuntos, porque se considera que la labor corporativa y la división social del trabajo limitan la mirada y alienan. Cuando un hombre permanece dentro de una corporación, parcializa su voluntad a favor de esta; pierde contacto con el universal. La organización en “masas espirituales distintas” (Hegel, 1992: 345) debe desaparecer. Su lugar ha de ser ocupado por la mera contraposición entre la voluntad universal y la singular. Pero, según el concepto de la libertad absoluta, esta oposición es ilusoria. La diferencia entre los particulares y la generalidad desaparece.
Al suprimir las promesas escatológicas y al abolir los estamentos que median entre el individuo y la totalidad, se consigue la perfecta equivalencia entre aquel y esta. Solo la participación directa en la acción común rescata al hombre de su alienación. La obra del individuo es ahora obra universal. Hay entera confianza en la directa convergencia, sin conflicto ni mediaciones, de las finalidades individuales en un único proyecto omnicomprensivo.
Para la conciencia el mundo deviene voluntad, más precisamente voluntad universal, es decir, de la totalidad. Cada uno de los individuos, en cuanto singulares, encuentra en sí mismo lo universal, y viceversa. En principio, cada hombre encarna en sí la humanidad; y la humanidad se instala en cada hombre. Todos somos —de facto y de iure— iguales. En este sentido, el individuo obra por la totalidad, y la totalidad, por cada uno de sus miembros. Voluntad universal y voluntad singular son términos perfectamente intercambiables (Cfr. Labarrière, 1985: 134).
Por este motivo, la conciencia singular debe abstenerse de las tareas particulares, puesto que la apartan de su condición universal. El sujeto ha de actuar y objetivarse solamente en “leyes y acciones de Estado” (Hegel, 1992: 354). En otras palabras, la libertad absoluta reclama un proyecto político que incorpore la voluntad de todos los sujetos y que a la vez respete la subjetividad de cada uno. La genuina libertad se realiza en la labor colectiva. El hombre deviene artífice de su propio mundo. El obrar universal de la conciencia es acción política. Desacreditado el ideal ultraterreno2, el sujeto se aboca a la construcción de la ciudad terrestre. Tal es la esfera en la que ahora pretenden expresarse al unísono la voluntad singular y la universal. El hombre privado deviene ciudadano y aspira a encontrarse íntegramente a sí mismo en el Estado. De igual forma, el Estado lo subsume a su propia lógica y a la vez le respeta su individualidad, porque ella coincide de manera espontánea con lo universal. Tal es el concepto que la conciencia absolutamente libre tiene de sí misma.
Así, no es absurdo plantear que Hegel tuvo en cuenta la conceptualización rousseauniana de la voluntad general al caracterizar la convergencia inmediata entre el universal y el singular que la conciencia postula en la dialéctica de la libertad absoluta. Reparemos, pues, en el alcance de este nuevo paralelismo.
El pacto inicuo que Rousseau describe en el Discurso sobre la desigualdad (1755) está viciado desde su misma concepción. En efecto, este surge de un engaño y consolida una serie de asimetrías preexistentes. Tal acuerdo no hace al sujeto artífice de su propio mundo, sino que lo hace cómplice (voluntario o no) de un orden injusto que surgió fortuitamente y que algunos hombres buscan perpetuar, al igual que sus privilegios. Sin embargo, a diferencia de lo que una equivocada (o maliciosa)3 lectura del Discurso podría proponer, Rousseau no descalifica toda existencia relativa del hombre. De hecho, la sociabilidad está inscrita —como mera virtualidad— en la misma naturaleza humana. El problema, como señala el autor de Emilio (1762), radica en cómo se desarrolla esa apertura natural.
La disolución del estado civil no es, según Rousseau, la manera de subsanar sus desmesuradas inequidades ni de terminar con el egoísmo del amor propio4, sino la reconstrucción de los vínculos societales sobre nuevas pautas. La clave reside en la prevalencia del interés colectivo por encima del individual, o mejor dicho, en su (re)conciliación.
En el Contrato social, el horizonte de la crítica rousseauniana hacia la sociedad jerárquica contemporánea no es el estado natural, como lo es en el Segundo discurso, sino el cuerpo político conformado a partir de un pacto justo. Allí una nueva subjetividad aparece en escena. De acuerdo con la perspectiva del Contrato social, desarrollada con amplitud en el capítulo 8 del primer libro, el paso instantáneo (mítico, podría decirse) de lo natural a lo sociopolítico genera una mutación no solo en las circunstancias externas que rodean al hombre sino en la misma naturaleza humana (Cfr. Dotti, 1991). Y en Emilio, Rousseau lo confirma.
El ciudadano del orden civil rousseauniano adquiere una “existencia parcial y moral”, deja de ser un sujeto acabado en sí mismo. La vida de este ser sociopolítico se resignifica, distinguiéndose tanto del hombre natural como del ciudadano egoísta. Por un lado, a diferencia del ser humano originario, el ciudadano integra su individualidad a la totalidad del cuerpo social, el “yo aislado” se incorpora a un “yo común”. En otras palabras, los hombres dejan de ser unidades discretas y se transforman en miembros de un nuevo ser. Por otro lado, al contrario del hombre corrompido por un orden sociopolítico injusto, su constitución relativa no lo sumerge en la corriente de los reconocimientos alienantes que ahoga su libertad. Tampoco su interés particular es el único ni el primero que dicta su accionar.
El desafío que asume el contrato justo es generar lazos sociales y políticos que no atenten contra la autonomía original del hombre, y a la vez desarticular las contiendas entre particulares o grupos de particulares. No obstante, el interés individual no se diluye en la vida política sino que perdura y convive en el mismo sujeto junto con la participación en la res publica. El traspaso al estado civil hace que en el mismo hombre se superpongan dos figuras: la del súbdito, preocupado por su beneficio personal, y la del ciudadano, comprometido con el bien común. La asunción del compromiso público implica en cierta medida la neutralización de lo privado pre-político, que no obstante persiste de facto.
Bajo estas circunstancias, si no afrontamos ya una contradicción, por lo menos lidiamos con una tensión dilemática. De acuerdo con Rousseau, su resolución se logra gracias a la voluntad general5. El querer soberano es, por definición, universal. Y sin embargo, allí reside la garantía para los particulares. En efecto, la voluntad general, al no poder atentar autodestructivamente contra el cuerpo político, ni admitir excepciones o privilegios, resguarda el bienestar de cada uno de sus miembros en tanto partes indivisibles de la totalidad. “¿Por qué la voluntad general es siempre recta, y por qué todos quieren constantemente la felicidad de cada uno de ellos, si no es porque no hay nadie que no se apropie estas palabras de cada uno y que no piense en sí mismo al votar para todos?” (Rousseau, 1999: 42). El funcionamiento ideal de la actividad legislativa implica que cada ciudadano expresa su parecer sin asociarse parcialmente con otros ciudadanos. “Importa, pues, para poder fijar bien el enunciado de la voluntad general, que no haya ninguna sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano opine exclusivamente según él mismo” (1999: 40). De esta manera, se logra la mayor heterogeneidad posible en la deliberación. La adición de pequeñas diferencias requiere el menor grado de determinación posible para que todas queden comprendidas bajo la ley, que alcanza así el máximo de generalidad. En otras palabras, la extensión de la ley es inversamente proporcional a su intención.
Rousseau censura la mezquindad de las conductas corporativas. La supresión de las asociaciones parciales, de los estamentos, o para decirlo en términos hegelianos, de las “masas espirituales distintas”, es un requisito para la producción de la ley. Todos los ciudadanos deben poder reconocerse en ella, puesto que son miembros del soberano. Por otra parte, la bondad de la voluntad general está garantizada en tanto que todo hombre por naturaleza persigue su beneficio personal. Obsérvese que el amor a sí mismo, pasión natural que lleva a cada individuo a procurar su propio bienestar, está al servicio de la ley positiva. Además, el objeto de la ley nunca es particular, jamás se declara sobre algún hombre en especial ni sobre un hecho singular; por ende, cada uno se somete necesariamente a las condiciones que él impone a los demás. La ley emana de un sujeto colectivo y legisla sobre un objeto general. Todo acto soberano es de naturaleza universal, es decir, es una ley, según explica Rousseau en el Contrato social, libro II, capítulo 6.
La ausencia de un contenido sustantivo de la ley permite conjugar, de un lado, la isonomía, y, de otro, la disparidad de las vidas individuales. Así pues, Rousseau encuentra en la homogeneidad legislativa el reaseguramiento no solo del bienestar colectivo sino también del individual. De esta manera, se evita el enfrentamiento tanto de las voluntades particulares o facciosas entre sí, como también entre las voluntades particulares o facciosas y la voluntad general. Asimismo, la voluntad general resuelve la tensión entre libertad y justicia; concilia ambos términos. Cuando el soberano formula la ley, no solo introduce o refuerza la igualdad entre los miembros del Estado, sino que también hace a los ciudadanos libres, ya que al obedecer la ley no hacen más que obrar según su propia voluntad, es decir, se autodeterminan.
Ahora bien, la igualdad jurídica traduce en términos positivos la igualdad originaria que, según un “axioma” contractualista, existía entre los hombres, y así repara las pequeñas desigualdades que admitía el estado de naturaleza, especialmente en sus etapas más avanzadas. Pero esa nivelación legitimada por el contrato social no es sinónimo de una completa equiparación de las condiciones de vida de los súbditos ni, por supuesto, de sus capacidades naturales. La desigualdad de riquezas o de poder es aceptable en tanto y en cuanto guarde proporción con la desigualdad natural, esto es, con la fuerza y la inteligencia de que da muestra el súbdito. Es decir, el mérito personal es el criterio al que debe atender la justicia distributiva a la hora de determinar la validez de las desigualdades sociales.
Al mismo tiempo, la ley pierde eficacia en un marco de asimetrías económicas y/o políticas descomedidas. Su ideal social es la medianía de los recursos de la población, y la moderación y la legalidad en el ejercicio del poder. La igualdad formal y legal solo tiene sentido si es acompañada por una igualdad sustancial y social. De lo contrario, aquella degenera en una herramienta útil para quienes forjaron su fortuna y poderío a expensas del trabajo y el sometimiento ajeno, tal como sucedió con el pacto inicuo. En consecuencia, Rousseau define una república de hombres iguales ante la ley, en la que cada uno como ciudadano participa de y contribuye a la voluntad general, y en tanto súbdito se somete a sus mandatos; una república con una repartición equitativa de los recursos, acorde a los merecimientos personales pero sin que esto genere grietas sociales insalvables.
En la sociedad equitativa, surge una nueva alteridad de la que al mismo tiempo se es partícipe: el Estado soberano. La totalidad del cuerpo social se constituye como un nuevo individuo que integra a los hombres previamente dispersos en el estado de naturaleza o bien enemistados en el estado civil injusto y perverso. La identificación se resuelve en el ámbito político gracias a la secular ley universal producida por la voluntad general inmanente. En el espejo de la voluntad general, el hombre ya no ve al hombre, sino que el ciudadano ve al soberano. La subjetividad adquiere, entonces, un nuevo status. El yo pierde su singularidad empírica y se integra a los otros en la amalgama de lo universal abstracto, más allá de los eventuales conflictos entre los intereses privados aún persistentes, que la ley supuestamente debe remediar o, mejor dicho, compatibilizar. Y sin embargo, cabe dudar de la posibilidad de conciliar la fuerza homogeneizante del contrato social y la multiplicidad de los propósitos personales. Este serio inconveniente es el que desnuda Hegel con su crítica al terror.
EL TERROR O EL OBRAR DE LA LIBERTAD ABSOLUTA
La imposibilidad de la obra positiva
La máxima libertad reside en no tener que superar ningún obstáculo, en no tener que lidiar con un objeto extraño a ella. La libertad absoluta es el movimiento no mediado de la autoconciencia, que “no deja nada en la figura de un objeto libre enfrentado a ella” (Hegel, 1992: 345). Movimiento sin limitaciones extrínsecas ni divisiones intestinas. Pero precisamente aquí surge un inconveniente. Para realizarse, la conciencia debe exteriorizarse, oponerse a sí misma, situarse a sí misma fuera de sí. Sin exteriorización no hay resultados positivos, solo interioridad cargada de anhelos improductivos.
Esto entraña dos dificultades, que acaso sean una. Por un lado, la voluntad no quiere objetivarse, porque entonces su creación se le opondría y coartaría su libertad. Por el otro, la acción forzosamente compromete al individuo con lo particular. La conciencia revolucionaria no puede concretarse en una obra positiva, sea esta una ley, un orden estamental, una institución o un acto de gobierno. Ella tampoco acepta la parcelación ni la delegación de sus facultades. De admitir alguna de estas cosas la subjetividad libre “dejaría de ser una autoconciencia en verdad universal” (Hegel, 1992: 346). Su acción desemboca en la devastación del status quo sin llegar a consolidar un orden propio. La conciencia entiende que el establecimiento de una nueva organización significaría un retroceso al estadio anterior, una segmentación social de nuevo cuño. Pero eso es precisamente lo que quiere evitar. “Ninguna obra ni actos positivos puede producir la libertad universal; a dicha libertad solo le resta el obrar negativo; es solamente la furia del desaparecer” (Ibíd.). Solo el vacío garantiza la libertad absoluta. Asimismo, la libertad absoluta garantiza solo el vacío. El obrar de una voluntad universal que no acepta objetivarse solo puede ser negativo. Obrar avasallante que no acepta compromiso alguno con lo singular. Obrar desvinculado de toda determinación. Obrar destructivo. Terror.
La culpa y la sospecha
Como vimos, la conciencia descubre el carácter espiritual de toda realidad. El mundo emana de la voluntad universal; y asimismo, esta se identifica con la voluntad singular. Ahora, el fracaso de la Revolución Francesa no resulta de este principio (de inspiración rousseauniana) que la anima, sino de la inmediatez que postula en la conversión de ambos términos (también de indudable linaje rousseauniano). La supuesta consonancia inmediata entre lo universal y lo singular se revierte en una flagrante oposición entre dos polos abstractos: el universal puro, la voluntad general una e indivisible, y la singularidad pura, los individuos disgregados. Mera oposición —no dialectizada, inflexible, trabada— que de por sí a nada conduce. O peor.
Para que la voluntad general pueda llevar adelante su trabajo es preciso que se encarne en un individuo que concentre en sí el poder de decisión. En efecto, ella no ofrecería resultados concretos si no hubiese un gobierno con alguien a la cabeza. Y dicha autoridad pretende ser el diáfano vector de la totalidad.
Rousseau presta especial atención a esta cuestión, aunque, a diferencia del análisis hegeliano, la restringe al ámbito legislativo y deja explícitamente de lado todo lo relativo a las tareas administrativas. En el séptimo capítulo del libro II del Contrato social, el autor presenta al enigmático personaje del legislador. Se trata de quien asume la función de poner bajo la consideración y el sufragio del pueblo el conjunto de leyes que organizará su modo de vida, el cual —recordémoslo— no puede referirse a hechos o personas particulares. Y aunque es un individuo, su obra ha de expresar y defender el interés general. Al mismo tiempo, la paradójica misión del legislador consiste en instituir las normas necesarias para una sociedad justa mediante el libre sufragio de hombres que solo han de volverse equitativos en virtud de la institución de dichas leyes. Por este motivo, el legislador no puede ser un hombre cualquiera, sino una figura de genio excepcional y capaz de persuadir al pueblo con su carisma6. Es evidente, pues, que Rousseau no ignora la complicación inherente a la tarea del legislador, pero confía en su viabilidad, aunque con muchos recaudos.
Por su parte, Hegel, acaso aleccionado por el estrepitoso fracaso de la Revolución Francesa, señala el peligro inherente a las premisas rousseaunianas. La acción —legislativa, pero también ejecutiva— de un singular excluye completa o parcialmente el resto de los singulares, aun cuando se lleve a cabo en nombre del interés general. El gobierno traiciona necesariamente la universalidad, puesto que la acción implica diferencia, particularización. Aquel emerge del ascenso al poder de una facción triunfante que impone su voluntad. La potestad que se implementa bajo el auspicio de la libertad absoluta es facciosa y, por ende, culpable. En este sentido, el gobierno se halla atenazado por una contradicción que él mismo cultiva.
Ahora bien, el gobierno es el único capaz de realizar la voluntad universal. A su vez, como vimos, por eso mismo la traiciona y se opone a ella. Pero, ¿qué es en rigor aquello a lo que el gobierno se opone en su acción particular? A la voluntad universal irreal, o sea, a las intenciones que los sujetos abrigan en su interior. Los ciudadanos que no participan del gobierno no hacen nada. Tan solo impugnan lo que hace la facción gobernante. Denuncian la singularidad de las acciones gubernamentales y proclaman la integridad de sus propios designios. Así, el antagonismo entre las obras que llevan adelante el gobierno y los anhelos de la muchedumbre ciudadana son fuente de otro conflicto. En efecto, la masa inoperante resulta sospechosa para el gobierno porque ella mantiene propósitos ocultos. La suspicacia gubernamental se extiende al conjunto de la ciudadanía y se extrema ante el más mínimo gesto.
En resumen, mientras el gobierno se hace culpable en virtud de su actuación, el individuo es sospechoso a causa de su abstención. Paradójicamente, coinciden la dictadura revolucionaria y la anarquía. La suerte de ambos términos es sombría. El gobierno está destinado a desaparecer. Entre tanto, este se encarga de hacer desaparecer a sus potenciales enemigos en nombre del bien común. Al no objetivarse, los opositores solo pueden ser alcanzados en su existencia biológica.
La obra propia de la libertad absoluta, que no tolera la diferencia, es dar persecución y matanza a todo sospechoso. Su hacer es la destrucción de todo contenido. El obrar universal no puede ser más que la eliminación del singular que resurge una y otra vez. De este modo, la acción del gobierno revolucionario-dictatorial es asesina, pero además suicida. Conduce al exterminio de los opositores y también al propio.
Cabe preguntarse si este peligro no asoma ya en una conocida sentencia rousseauniana de connotación jacobina: “Quienquiera se niegue a obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo. Esto no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre” (Rousseau, 1999: 28-29). Rousseau declara que solo la obediencia a la ley —sea espontánea o impuesta, da igual— conduce a la libertad. La experiencia de la Revolución Francesa deja una enseñanza bien distinta a la utopía rousseauniana: “La autoconciencia absolutamente libre encuentra esta su realidad completamente distinta del concepto que ella tenía de sí misma, según el cual la voluntad universal es solamente la esencia positiva de la personalidad y, por tanto, esta sólo se sabe en aquella personalidad de un modo positivo o conservada” (Hegel, 1992: 348). La realización de la libertad universal desmiente su concepto. La imposición de la voluntad general aniquila la individualidad, no la conserva. Su manifestación es la muerte más absurda. Muerte sin resultados ulteriores. Muerte ejecutada con idénticas apatía e inocuidad que al momento de trozar una verdura o tragar un líquido insípido. En otras palabras, la acción histórica de la utopía rousseauniana, según Hegel la interpreta, trae aparejados efectos catastróficos. La libertad absoluta desemboca en la pura negatividad sin positividad inmediata, en la negación lisa y llana que no adhiere a ningún contenido, en la muerte sin más. La experiencia del terror que hace la autoconciencia libre modifica el concepto que ella tenía de sí misma. En definitiva, la libertad absoluta se objetiva en la guillotina.
A MODO DE CONCLUSIÓN
La victoria de la Ilustración sobre las aspiraciones trascendentes de la religión ciñe la experiencia humana a la esfera terrenal. A partir de entonces, la utilidad es el criterio que dirige la conciencia. Las cosas y los hombres valen por el servicio que puedan prestar al ser humano. Todo ser finito, humano o no, carece de un valor intrínseco; en cambio, su sentido equivale al beneficio que reporte a la autoconciencia. En virtud de la utilidad, lo que es en sí deviene en algo para otro. Dicho de otro modo, el sujeto integra a su esencia diversos objetos que le son dados, les deniega su independencia y los subsume a sus designios. Sin embargo, lo útil conserva cierta apariencia de objetualidad, pese a que tiene en el para sí su verdad definitiva. La utilidad permite al para sí captarse a sí mismo en el mundo, pero aún como objeto. La equivalencia entre el en sí y el para sí todavía no es completa, pero ya puede vislumbrarse.
A fin de que la autoconciencia pueda empoderarse plenamente de sí misma, ella debe producir su objeto, y no solo incorporar algo —o a alguien— extraño a sus propósitos. El hombre debe dejar atrás la utilidad para comenzar a ser absolutamente libre. Todos y cada uno de los individuos deben asumir en primera persona la tarea de crear su propio mundo. Hegel hace eco de la exigencia rousseauniana de participación directa en la construcción política. El asentimiento y la representación nunca son vías auténticas ni recomendables para el ejercicio de la soberanía. La voluntad de todos aquellos que conforman un Estado es la protagonista irremplazable de la acción colectiva. La cesión de este derecho comprometería la libertad y el bienestar de los ciudadanos.
Ahora, con el fin de que intereses mezquinos e inicuos no contaminen la participación ciudadana, es menester disolver todo tipo de asociación parcial dentro del cuerpo político. El concierto entre el individuo y el Estado se logra merced a la supresión de las facciones sociales. Una vez más, la sintonía entre el análisis hegeliano de la libertad absoluta y la noción rousseauniana de la voluntad general parece difícil de negar. En ambos casos se sostiene que cada individuo encuentra lo universal en su singularidad. Pero la desigualdad social y la división de tareas amenazan esa afinidad espontánea, puesto que empujan a los hombres a defender sus intereses corporativos, antes que los comunes. Por ese motivo, Rousseau sostiene que al momento de votar una ley los ciudadanos deben seguir tan solo su opinión personal. Podemos observar que la voluntad general descansa paradójicamente en cierto egoísmo. Al legislar, todos deben elegir lo que consideran mejor para ellos mismos individualmente. Pero a la vez, la norma sancionada rige para todos7. Así, Rousseau cree reconciliar los intereses individuales y el bienestar colectivo.
La libertad absoluta, al igual que la voluntad general, rechaza todo tipo de mediación entre el singular y el universal. La inmediata coincidencia de ambos términos es posible gracias a la disolución de los estamentos sociales. La Revolución Francesa cumple con esa promesa, pero también deja en evidencia sus flaquezas.
Aquí Hegel señala una dificultad implícita en el concepto. La libertad absoluta se resiste a objetivarse, pues entonces debería particularizarse, condicionarse. En consecuencia, la subjetividad absolutamente libre es incapaz de concretar alguna obra positiva. Su obrar es negativo sin más. A continuación resumimos las sombrías consecuencias de esta imposibilidad.
Por un lado, el gobierno está obligado a actuar. Y al hacerlo, manifiesta de manera ineludible su particularidad. Se declara intérprete de las expectativas colectivas, pero su acción las defrauda. Tarde o temprano la culpabilidad menoscaba su labor. Por otro lado, quienes se mantienen al margen del compromiso político se consideran portadores de la genuina universalidad. Su interioridad, sostienen, da refugio al interés común lesionado por la facción gobernante. La abstención santifica las intenciones ciudadanas, pero al mismo tiempo las oculta. Como consecuencia, el gobierno recela de la masa inactiva y adivina una amenaza detrás de la circunspección.
La culpa y la sospecha perturban la relación entre el gobierno y los ciudadanos. Entonces, la violencia más feroz se apodera del cuerpo político. Como el gobierno evita en lo posible la acción, por fuerza de índole particular, pero a la vez no puede dejar de actuar, su obra más propia es la destrucción de sus presuntos enemigos y su destino la disolución. Impera el terror. Esta experiencia revela el fracaso de la libertad absoluta. Su realización refuta su máxima ambición: la comunidad inmediata entre el singular y el universal.
Frente al señorío de la muerte, la conciencia ya no se resiste a la organización social. Acepta que las masas se estructuren en diversos grupos. Pero este paso no es un retroceso. La experiencia del terror no ha ocurrido en vano. “La conciencia se encuentra en sociedad no solamente como universal sino también como individuo singular” (Valls Plana, 1979: 290). El próximo momento del desarrollo dialéctico ha de buscar la compenetración de la universalidad y la singularidadΦ
1 Para una cuidada explicación general de sus etapas, ver: Dri (1998), Hyppolite (1991: 289-478), Kojève (1999: 113-161) y Valls Plana (1979: 213-322).
2El “más allá” del creyente ha sido aniquilado o, cuando menos, ha perdido toda importancia. El Dios trascendente de la fe parece haber muerto y su presencia, haberse evaporado. Así lo expresa Hegel en la Fenomenología: “El más allá de esta su realidad [la de la conciencia universal] flota sobre el cadáver de la independencia del ser real [reales] o creído por la fe solamente como la emanación de un insípido gas, del vacío Être suprème” (Hegel, 1992: 345).
3Recordemos que Voltaire se burló de Rousseau al comentar las ganas de caminar en cuatro patas que le vinieron luego de leer el Segundo discurso.
4El amor propio es un concepto clave de la filosofía rousseauniana que en este trabajo no podemos abordar con profundidad. Digamos tan solo que se trata de una pasión artificial que incentiva la competencia entre los individuos por conquistar exclusivamente para sí el reconocimiento de su (pretendida) superioridad y que, en consecuencia, pervierte los lazos sociales. Dicho sentimiento egoísta resulta de la corrupción del natural y sano amor a sí mismo (o instinto de autoconservación).
5Vale aclarar que Rousseau es consciente del desajuste existente entre el interés individual y el bienestar comunitario. De hecho, creemos que la religión civil y la educación pública son dispositivos que el filósofo ginebrino contempla como posibles soluciones a esta discordancia. La intención aquí no es desarrollar sus particularidades, sino tan solo indicar el carácter problemático del asunto para la filosofía política rousseauniana.
6Para ahondar en las características particulares del legislador y en su vínculo con la religión civil, puede consultarse el libro de Waterlot (2008).
7Según nuestro entender, la mecánica legislativa que Rousseau imagina para la escena política anticipa en cierta medida la ética kantiana.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Dotti, Jorge E. (ed.), (1991). El mundo de Juan Jacobo Rousseau, Buenos Aires: Centro Editor de América Latina.
Dri, Rubén (1998). La odisea de la conciencia moderna: Hermenéutica del capítulo VI de la Fenomenología del espíritu, Buenos Aires: Biblos.
Hegel, Georg Wilhelm Friedrick (1992). Fenomenología del espíritu, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Hyppolite, Jean (1991). Génesis y estructura de la Fenomenología del espíritu de Hegel, Barcelona: Península.
Kojève, Alexandre (1999). La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel, Buenos Aires: Fausto.
Labarrière, Pierre-Jean (1985). “VI. Libertad y naturaleza”, en: La Fenomenología del espíritu de Hegel: Introducción a una lectura, México: Fondo de Cultura Económica.
Rousseau, Jean-Jacques (1990). Emilio o De la educación, Madrid: Alianza.
Rousseau, Jean-Jacques (1999). Contrato social o Principios de derecho político, Madrid: Boreal.
Valls Plana, Ramón (1979). Del yo al nosotros: Lectura de la Fenomenología del espíritu de Hegel, Barcelona: Laia.
Waterlot, Ghislain (2008). Rousseau: Religión y política, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Wokler, Robert (1998). “Contextualizing Hegel’s phenomenology of the French Revolution and the terror”, Political Theory, Vol. 26, N.° 1, febrero, pp. 33-55.