LA HISTORICIDAD DE LA COMPRENSIÓN EN LA HERMENÉUTICA DE GADAMER
Juan Guillermo Bermúdez Tobón:colombiano. Candidato a Magister de la
Universidad Autónoma de Barcelona.
Correo electrónico: memoensor@yahoo.es
RESUMEN
en este artículo se intenta mostrar la exposición que Gadamer emprende en la tercera parte de Verdad y Método de un tema de gran trascendencia no sólo para la filosofía hermenéutica sino también para la reflexión filosófica contemporánea, a saber: la historicidad de la comprensión. Hacer justicia a la historicidad de la comprensión supone trascender la dimensión metodológica de la hermenéutica que se concibió en el siglo XIX como fundamento epistemológico de las ciencias del espíritu. La clave de esta pretensión, núcleo de la teoría gadameriana de la experiencia hermenéutica, reside en el elaborado reconocimiento de ciertos condicionamientos propios del proceder hermenéutico, esto es, los prejuicios, la historia efectual, la situación hermenéutica y los horizontes. En virtud de este propósito se expone cada una de estas nociones en procura de un vínculo con lo que, en principio, nos ocupa: la historicidad de la comprensión.
Palabras clave: comprensión, hermenéutica, historicidad, tradición, prejuicio.
THE HISTORICITY OF COMPREHENSION IN GADAMER’S HERMENEUTIC
ABSTRACT
This paper attempts to show that Gadamer’s reflection in the third section of Truth and Method about an outstanding topic for hermeneutic philosophy: The historicity of understanding. To be fair with it, it is required to go beyond the methodological dimension of the nineteenth century hermeneutics, conceived as epistemological groundation for humanities. The key for this, implies focusing on the recognition of some specific hermeneutic concepts such as: prejudice, effectual history, situation hermeneutic and horizons. Therefore, each one those concepts will be exposed by trying to relate them with our original concern.
Keywords: Understanding, hermeneutic, historicity, tradition, prejudice.
LA HISTORICIDAD DE LA COMPRENSIÓN EN LA HERMENÉUTICA DE GADAMER
INTRODUCCIÓN
Desde que el idealismo especulativo introdujo la historia y la historicidad en las discusiones filosóficas, la conciencia sobre su importancia no ha hecho más que intensificarse. La problemática de la historicidad irrumpe en la escena filosófica en la obra de Hegel y su interés se perfila en los llamados Escritos teológicos juveniles —redactados entre 1793 y 1800— en contraste con los principios de la teoría kantiana de la moral y con la concepción de Lessing de la misión histórica de las religiones. Pero es en la obra que inaugura su sistema filosófico, en la Fenomenología del espíritu, donde la historicidad de lo humano pasa a un primer plano. En esta obra la historicidad aparece tematizada como una historia de la conciencia o, en términos más generales, como una génesis de formas cognitivas. En la Fenomenología se explicita, en efecto, el camino de autodespliegue histórico de las estructuras constitutivas de la conciencia asegura su mediación desde una concepción teleológica e idealista de la historia, síntesis final de ser y saber. A pesar de ello, Hegel, junto a Heidegger y Gadamer constituyen las fuentes inexcusables para una configuración temporal de la estructura de la subjetividad, y en ese sentido, suponen un punto de partida insoslayable para todo proyecto de transformación de cualquier filosofía que pretenda erigirse sobre categorías que desconozcan los condicionamientos históricos, esto es, los prejuicios, la tradición y la historia efectual.
Tanto se ha extendido esta conciencia que, durante gran parte del siglo XX, se ha convertido en un lugar común de la filosofía afirmar su dependencia histórica respecto a la tradición y, con ella, la contingencia y singularidad de sus argumentos. Cuando a raíz de la crisis de la “filosofía del sujeto” la reflexión filosófica viró a mediados del siglo XIX hacia la historicidad, cosa que puede constatarse en la obra de Hegel, Nietzsche, Dilthey y del historicismo decimonónico, se abrió un periodo extraordinariamente fecundo para la discusión en torno a la naturaleza de lo histórico, presente en las obras fundamentales de Heidegger, Gadamer, Paul Ricoeur, Maurice Merlau Ponty o Habermas. Podría así afirmarse, quizá con una generalización no tan arbitraria, que la reflexión sobre lo histórico aparece ligada de manera invariable a la filosofía contemporánea y en cierto modo como su parte autoconstitutiva. Desde su irrupción en los planteamientos idealistas hasta su conversión en problema central en la obra de Heidegger y Gadamer, el problema de la historicidad de la comprensión, o si se prefiere, de la temporalidad, ha sido un incómodo huésped teórico, marcado siempre por el estigma de lo finito y lo contingente.
En la hermenéutica filosófica la comprensión siempre funciona de manera simultánea en tres formas de temporalidad: pasado, presente y futuro. Para la comprensión de la historia esto significa que el pasado nunca puede concebirse como un objeto con absoluta separación del presente ni del futuro humano. La pretensión historicista de concebir el pasado en cuanto a sí mismo no es más que un ideal que va en contra de la naturaleza de la comprensión, que siempre está en relación con el presente y el futuro. La temporalidad intrínseca de la propia comprensión en la visión del mundo siempre en términos de pasado, presente y futuro es lo que se denomina historicidad de la comprensión. Por tanto, saber apreciar que la especificidad de la comprensión se determina y expresa en un proceso de constitución histórico-contingente, en una constante mediación dialéctica de tradición y presente, carente, sin embargo, de las garantías de un final de la historia en una síntesis absoluta de Ser y Saber, como fue el caso de Hegel y el historicismo, es, sin duda, el gran mérito de la hermenéutica gadameriana.
Hacer justicia a la historicidad de la comprensión supone trascender la dimensión metodológica de la hermenéutica concebida en el siglo XIX a manera de fundamento epistemológico de las ciencias del espíritu. La clave de esta pretensión, núcleo de la teoría gadameriana de la experiencia hermenéutica, reside en el elaborado reconocimiento de ciertos condicionamientos propios del proceder hermenéutico, esto es, los prejuicios, la historia efectual, la situación hermenéutica y los horizontes. Sería un notorio malentendido interpretar estas nociones, desarrolladas por la hermenéutica gadameriana, como una toma de posición interna a la discusión en torno a la fundamentación metódica de las ciencias históricas. Su rehabilitación explícita se concibe en realidad en el contexto de un desplazamiento mediante el cual la hermenéutica gadameriana se emancipa de las cuestiones de orden metódico y de las disputas que desde el siglo XIX se suscitaron sobre la especificidad de las ciencias del espíritu en relación con las ciencias naturales. Es más, si se examina la articulación de estos discernimientos en el capítulo noveno de Verdad y Método se pone de manifiesto que actúan y se perfilan a modo de una respuesta crítica al ideal positivista de una construcción objetiva de la historia. Por lo tanto, para el estudio de la historicidad de la comprensión se deben considerar necesariamente las categorías de prejuicio: la precomprensión ineludible en el acto de comprender; la historia efectual, la historia de existencia y ubicación; y, finalmente la noción de horizonte, que permite ir más allá de las fronteras del presente hacia el logro de la comprensión. En virtud de este propósito se expondrán cada uno de estos conceptos para vincularlos con aquello que, en principio, nos ocupa: la historicidad de la comprensión.
1. LOS PREJUICIOS: ELEMENTOS CONDICIONANTES PARA LA HISTORICIDAD DE LA COMPRENSIÓN
La teoría de la historicidad de la comprensión que Gadamer propone en la segunda parte de Verdad y Método tiene su fundamento filosófico en el descubrimiento heideggeriano de la preestructura de la comprensión y en el concepto de círculo hermenéutico.
Heidegger funda el círculo hermenéutico en una estructura de anticipación de sentido que constituye el modo de ser del Dasein. El sentido de esta estructura de anticipación se transfiere en la hermenéutica gadameriana al concepto de prejuicio y reivindica para él, un sentido positivo como condición de posibilidad de la comprensión. Especial relevancia adquiere aquí el concepto de “anticipación de sentido”, pues la posibilidad de la comprensión radica en que se establezca un preconcepto, como proyecto de una totalidad, que permita dar sentido a las partes del todo. Quien quiere comprender desde esta perspectiva debe actuar de acuerdo con un proyecto que no está configurado únicamente por un acto subjetivo e individual, sino que se determina en relación con la cosa misma (bien sea un texto, un objeto o la tradición) que media toda comprensión.
El círculo de la comprensión, que el mismo Heidegger llamará en Ser y Tiempo no “círculo hermenéutico”, sino circulus vitiosus, no es de hecho propuesto como un mero círculo vicioso: verlo así sería no entender de raíz el comprender humano. El interés heideggeriano se concentra, ante todo, en el valor ontológico de esta circularidad que explicita la anticipación siempre proyectada al comprender; y no la tradicional circularidad textual del todo y las partes. Heidegger le otorga un estatuto diferente a la noción de comprensión al sustraer al círculo del ámbito estrecho de la interpretación, para ver en él una forma general del modo como la existencia humana está en el mundo. En los parágrafos 31 y 32 de Ser y Tiempo el comprender no se concibe como una simple forma cognitiva entre otras, no es una operación del entendimiento, sino el existenciario fundamental que pone en evidencia la situación de inserción del Dasein en el mundo. En otras palabras, el comprender debe pensarse desde el poder ser, no desde las realizaciones en el sentido de la apropiación o integración de contenidos. Por ello, la palabra comprender es el equivalente tradicional del neologismo “iluminación”, con el que Heidegger conecta a su manera, la metáfora de la luz de la metafísica occidental. Sin embargo, no se trata aquí de la fuente de luz, como el sol en la alegoría de Platón, ni de la luz que ilumina lo demás y lo hace reconocible, sino del estado de una aparición de claridad. La iluminación es el claro del bosque donde se muestra aquello que en otros sitios está oculto. Extrapolándolo, significa la posibilidad originaria de todo acceso al ente, es decir, al propio comportamiento diverso en el mundo. La comprensión abre al Dasein a todas las posibilidades de sentido latentes en el mundo, pero es tarea del ser humano darles concreción y despliegue, según sus propios proyectos y necesidades. Por ejemplo, comprendemos la naturaleza física que nos rodea, es decir, ella nos es familiar, pero esa familiaridad puede concretarse de distintas maneras: como objeto para el goce estético, como reserva de recursos materiales, como objeto de culto religioso. A esa articulación de una comprensión originaria Heidegger la llama “interpretación”. Interpretar es pues hacer expreso lo comprendido, es comprender algo como algo, en la interpretación. No es que comprendamos el mundo y sólo luego lo interpretemos; más bien comprendemos el mundo en tanto lo interpretamos. No se trata de dos operaciones separadas: la interpretación sólo funciona en una interpretación concreta. Por supuesto, esas interpretaciones no se dan tan sólo teórica o discursivamente. Heidegger subraya la presencia de una interpretación aún en actividades cotidianas y prácticas como abrir una puerta y martillar. Justamente en esas interpretaciones actuantes, no temáticas, en ese entenderse con el entorno se hace más manifiesta la estructura existenciaria del comprender que antecede a cualquier comportamiento o teoría.
Se trata pues de una comprensión primaria e inherente a las muy variadas formas de existir y de interpretar el mundo. De ahí que Heidegger distinga entre el comprender (Verstehen) y el interpretar (Auslegung). El comprender que es siempre un comprender afectivo básico, es el fundamento de toda interpretación posible: sólo porque se comprende, se puede interpretar o pensar en general. De esta manera, en lugar de ubicar el conocimiento como algo primario y la comprensión como algo derivado, se invierte la fórmula. Desde esta perspectiva, entonces, lo derivado es la interpretación y lo primario o básico es la comprensión. Se comprende el mundo en ese nivel básico, porque la forma de ser en el mundo y su estancia en él consisten en comprenderlo de una manera preteórica. La clave de todo ello se encuentra en la expresión “ser en el mundo” porque sugiere que aquello que requiere ser explicado no es la conexión entre el sujeto y el objeto, ya que no existe un sujeto sustraído de los objetos, sino esa estructura unitaria de “ser en el mundo”. Así pues, la desconexión de esa unidad es lo que pide explicación, puesto que tales momentos obviamente suceden y ocurren muy frecuentemente, por ejemplo, cuando se cometen errores no sólo cognoscitivos sino prácticos. Esa conexión o unidad básica entre el ser que es y el mundo es el resultado de concebir la existencia humana y el mundo como integrantes de un círculo. La recuperación del círculo hermenéutico que Heidegger emprende en Ser y Tiempo hace valer la tesis de la imposibilidad de una comprensión que no sea prejuiciosa. O bien, en un sentido más amplio, la idea de que toda comprensión es portadora de presupuestos o prejuicios. Ahora bien, lo primero que es preciso señalar, para efectos prácticos y de claridad, es que la valencia hermenéutica de los prejuicios en la comprensión, no significa, sin más, dejarse llevar por concepciones previas:
Si la estructura ontológica de la comprensión conduce a Heidegger a afirmar que toda interpretación requiere siempre de una previa comprensión de lo interpretado, no debe sorprender por lo demás que Gadamer se proponga rehabilitar el prejuicio y rescatar su dimensión positiva frente al matiz peyorativo que habitualmente se le endilga desde la Ilustración. El concepto de prejuicio es de capital importancia en la comprensión del proyecto hermenéutico gadameriano pues allí encuentra un argumento decisivo para probar la historicidad y finitud de la experiencia hermenéutica y para explicitar la forma como se está determinado por la tradición. La revalorización de este concepto en Verdad y Método implica en principio un ajuste de cuentas con el gesto moderno que consiste en poner en cuestión el ser y el valor del prejuicio a partir de una elevada ponderación del conocimiento racional y científico-metódico.
Puede decirse por lo anterior, que la rehabilitación de esta noción se encamina, en términos generales, no sólo contra la hegemonía de la subjetividad moderna sino, de forma aún más fundamental, contra las pretensiones de la razón ilustrada. Antes de adquirir la connotación peyorativa de “juicio falso”, la palabra prejuicio indica, en un sentido más congruente con su etimología, juicio previo, es decir, un juicio que se forma antes de que se hayan considerado todos los elementos que pueden servir en la elaboración de un juicio. La posterior convalidación del prejuicio puede arrojar como resultado su veracidad o falsedad. Al no considerar este aspecto la Ilustración sigue el principio cartesiano de la duda y se identifica así prejuicio con juicio sin fundamento o, dicho en otros términos, con un juicio que no se ha formado según las reglas del método racional. El proyecto ilustrado, en cuanto desafío a todo criterio de sentido que no se origine en la actividad autónoma de la razón, trae consigo una depreciación del prejuicio. Para el ilustrado, la verdad y la corrección moral presuponen la fundación de sus criterios normativos en los juicios reflexivos. Todo juicio previo no asistido es calificado de obstáculo y límite para la razón, indicio de superstición y engaño. Esta valoración del juicio reflexivo a manera de canon de validez es, como afirma Gadamer con cierto sentido irónico, el prejuicio de la Ilustración.
Ahora bien, Gadamer no se circunscribe en la reconstrucción de la crítica que la filosofía moderna esgrime contra el prejuicio sino que establece una peculiar conexión entre el método, la Ilustración, el romanticismo y el historicismo. Desde este punto de vista, es posible afirmar que la crítica ilustrada del prejuicio presupone que, en el ámbito del conocimiento histórico, ya sólo pueda valer la investigación histórica que se rige por patrones racionales en la relación con el pasado y con la tradición. Por ello, no debe sorprender que el historicismo aplique el modelo de investigación histórica nacido de la Ilustración, aunque lo haga, paradójicamente, partiendo de las críticas formuladas por el romanticismo al movimiento ilustrado:
La propensión ilustrada por liberarse de todos los prejuicios del pasado suscitó una tendencia paradójica: reponer lo antiguo por lo antiguo, volver consciente lo inconsciente y, finalmente, a reconocer una sabiduría superior en el mito. Esta tendencia, paradójicamente, logra perpetuar uno de los presupuestos medulares de la Ilustración: la oposición radical de mito y razón. Justamente por ello, toda crítica a la Ilustración seguirá, desde el romanticismo, el camino de esta reconversión romántica de la Ilustración. Además, de esta forma, el historicismo, que hunde sus raíces en el movimiento romántico, no se limita a comprender las épocas pasadas por su papel en la progresiva instauración de la razón en el mundo, sino que intenta valorar cada época desde sí misma. El historicismo, igual que el romanticismo, invierte diametralmente el esquema, pero, en la inversión, lo mantiene. Por ello, y a pesar de ser tributario del movimiento romántico, el historicismo se concibe a sí mismo como la plena realización de la Ilustración histórica. De suerte que si su justificación es la emancipación del espíritu de las cadenas dogmáticas, el historicismo representa entonces la posibilidad más genuina del conocimiento objetivo de la historia, porque elimina el último prejuicio metafísico de la Ilustración: que la historia sea un proyecto de autodespliegue de la razón.
La reducción emprendida por Gadamer de Ilustración, romanticismo e historicismo a un mismo esquema se explica si se tiene presente que todos ellos comparten la misma ruptura de continuidad de sentido con la tradición. Si se erige un patrón de medida para juzgarla, exterior a ella (a la razón ilustrada), es porque se considera que en sí misma la tradición no puede esgrimir los criterios para su valoración. Si se afirma que el presente no reviste ningún valor y que es preciso regresar al pasado es porque se ha perdido, en el devenir de la historia, el sentido de ese pasado. Si, finalmente, el pasado se convierte en objeto de investigación, se lo considera ciertamente como algo pasado, es porque se piensa que ya no guarda ninguna relación con el presente. Los tres planteamientos implican, en última instancia, una ruptura flagrante con el sentido de la tradición y definen, simultáneamente, su reducción a un objeto inamovible.
La rehabilitación de la dimensión positiva de los prejuicios, es decir, su aprehensión como condición ontológica de la comprensión, se sustenta en la reivindicación de los conceptos de autoridad y tradición. En cuanto condiciones ineludibles de la comprensión, tales nociones sitúan a Gadamer, a juicio de sus críticos, en una posición preilustrada donde la fuerza de la autoridad y los prejuicios prevalecen sobre la fuerza de la razón. Una acusación que, a juicio de Gadamer, es totalmente injusta, fruto de una falsa oposición de esos juicios (prejuicio, autoridad y tradición) ante la razón, y que él se propone denunciar de modo explícito mediante su rehabilitación como elementos esenciales para el correcto enfoque del problema hermenéutico. A manera de trasfondo de este debate se halla la discusión sobre el alcance y el significado de reflexión: por un lado, Gadamer limita su alcance con la defensa del carácter universal (ontológico) de la comprensión circunscrita a la tradición desde la que se comprende. Por otro, sus críticos le objetaron ignorar la capacidad y el impulso de la reflexión para trascender esa tradición y le acusaron de soslayar su capacidad crítica y emancipadora. Tras esta disputa sobre el poder de la reflexión laten dos lecturas completamente contrapuestas de Hegel, referente por lo demás ineludible de las dos partes. Gadamer ha aludido a la necesidad de leer la Fenomenología del espíritu de atrás hacia adelante, es decir, como un proyecto de reconciliación del pensamiento con su génesis mediante la restauración autoconsciente de su historia, entendida como la historia de sus objetivaciones. O dicho de otro modo, para Gadamer, la Fenomenología hegeliana no fue sino una gran novela pedagógica del espíritu. Para los defensores de la crítica de las ideologías, sin embargo, sería más bien una novela épica que narra las gestas de la emancipación del espíritu hacia la plena autoconciencia por su fuerza autorreflexiva.
El derrotero que Gadamer prosigue para devolver a los conceptos de autoridad y tradición el lugar que les corresponde en la historicidad de la comprensión, y para restaurarlos en su justa medida frente a sus detractores, gravita sobre dos posiciones intrínsecamente antagónicas: la Ilustración y el romanticismo. Igual que la creencia en la razón conduce inexorablemente a una malinterpretación de la esencia del prejuicio, así mismo el rechazo de la autoridad proviene del desconocimiento de su verdadera esencia. Para que la autoridad sea ejercida, de acuerdo con los presupuestos ilustrados, se requiere que no se atiendan razones sino que se acepte acríticamente aquello que se prescribe y ordene. La Ilustración deformó el concepto de autoridad al vincularla con la idea de heteronomía y con un asunto de corte institucional. Esta restricción institucionalista, desde la religión y la política hasta la educación y la familia, se articula con un presunto uso despótico. Así el concepto remite inmediatamente al privilegio de los mayores y jefes, dentro de una total extrañeza con respecto a la experiencia de amistad.
En la medida en que la validez de la autoridad usurpa el lugar del propio juicio, la autoridad es de hecho una fuente inagotable de prejuicios. Esto no excluye, sin embargo, que ella pueda ser también una fuente de verdad, cosa que la Ilustración omitió sistemáticamente en su repulsa generalizada contra cualquier clase de autoridad. Es más, el rechazo de toda autoridad no sólo devino en un prejuicio consolidado por los presupuestos ilustrados, sino que condujo inexorablemente a una grave deformación del propio concepto. Sobre la base de una concepción ilustrada de razón y libertad el concepto de autoridad deviene simplemente en lo contrario de la razón y la libertad: en el concepto de la obediencia ciega. Ahora bien, el análisis de la esencia de la autoridad pone de manifiesto, como bien afirma Gadamer, que la auténtica autoridad no tiene su fundamento en un acto de sumisión y abdicación de la razón sino en un acto de reconocimiento y conocimiento: se reconoce, en efecto, que la perspectiva del otro es superior y que, en consecuencia, su juicio tiene primacía con respecto al propio (Cfr.Gadamer, 1993). De esta manera, el reconocimiento de la autoridad está siempre relacionado con la idea de que lo que dice o denota es racional o arbitrario, sino que en principio puede ser reconocido como verídico. Pero en tanto la verdadera naturaleza de la autoridad reside en el conocimiento racionalmente asumido, no en la sumisión, aquello que realmente tiene autoridad en este contexto es la tradición.
Justamente por esta razón lo consagrado por la tradición y el pasado reviste una autoridad que se ha hecho anónima, y nuestro ser histórico y finito está determinado ciertamente por el hecho de que la autoridad de lo trasmitido, y no sólo lo que se acepta razonadamente, tiene poder sobre la acción y el comportamiento. Sin embargo, el concepto de tradición es igualmente confuso al de autoridad, y ello por la misma razón, es decir, porque lo condiciona la oposición romántica a los principios de la Ilustración. Lo que realmente Gadamer pretende discutir en este aspecto es que la pretensión ilustrada de decidirlo todo desde el tribunal supremo de la razón, fuente última de toda autoridad, reduce la tradición no sólo al ámbito irracional sino que también erige al logos como el único criterio de verdad. Esta exigencia, fundamentada en la oposición mythos-logos pretende, por medio de la razón y su uso disciplinado, emancipar al hombre de todo rasgo irracional que no por obviar el recto proceder de la razón conduce inexorablemente al error.
Si la reducción de la tradición a favor de la razón es un principio indubitable de la Ilustración, lo que resulta paradójico es el hecho de que la oposición mythos-logos se agudiza radicalmente con la eclosión de la conciencia histórica en el romanticismo. La contraposición crítica del romanticismo frente a la Ilustración desemboca ella misma en Ilustración, pues al desarrollarse como conciencia histórica lo absorbe todo, como lo asegura Gadamer, en el remolino del historicismo (Cfr. Gadamer, 1993). La adscripción del romanticismo al mythos en lugar del logos tiene en este sentido un valor netamente excluyente. El pasado y la tradición se convierten de esta manera en valores absolutos sustraídos de toda situación actual. Lo antiguo se valora porque es antiguo, llegando incluso al reconocimiento de una sabiduría superior en los tiempos primordiales del mythos. Y es justamente esta inversión romántica del patrón ilustrado lo que logra perpetuar el presupuesto de la Ilustración: la oposición abstracta de mythos y logos.
Los argumentos de Gadamer en este punto se encaminan a mostrar que, aunque en el romanticismo la tradición se constituye en un factor determinante del comportamiento y las instituciones; este movimiento sin embargo, no supera la oposición excluyente entre tradición y libertad racional. Para lograr tal cometido es preciso, por un lado, definir el estado de una razón histórica y finita; y, por otro, que la tradición se conciba no como algo dado, como un en sí, sino como conservación; esto es, como un acto de la razón, aunque caracterizado por el hecho de repeler la atención sobre sí. Reivindicar la conservación de la tradición como un acto de razón hace valer un modo particular de acceso al pasado que corrige la creencia ilustrada de afirmar que la razón se va abriendo paso a través de la historia, deshace las ataduras del pasado e innova y se transforma continuamente en el presente. Al igual que la innovación y la transformación, la conservación es un acto libre. Cuestión sutil y de gran alcance si se tiene presente que en el problema fundamental de la continua relación con el pasado, nunca se puede actuar como si las tradiciones fueran objetos, porque uno mismo es tradición. De suerte, si nunca es posible distanciarse completamente de la tradición, si el ser histórico está ya siempre influido por tradiciones, su conservación debe ser tomada, más allá de una reproducción del pasado y como la única posibilidad de asumir lo que se es.
Puede decirse, en última instancia, que la posición de Gadamer sobre la rehabilitación de la tradición no se puede identificar sin más con consideraciones nostálgicas ni tiene resabios de conservadurismo. Su propósito es más bien epistemológico, toda vez que la comprensión, desde la radicalización ontológica de Heidegger, se concibe más allá de una acción de la subjetividad, como un desplazarse de uno mismo hacia un acontecer de la tradición cuando el pasado y el presente se encuentran en continúa mediación. Es imposible, por tanto, pensar en la tradición desde una distancia alienante, o desde una perspectiva neutral, que soslaya la situación presente y valora únicamente la posibilidad de alcanzar la objetividad de la investigación histórica. El principio que dimana de la especificidad de seres históricos es que se encuentran ya en tradiciones, es decir, siempre los envuelve ese acaecer que es la tradición.
El problema epistemológico de los prejuicios
La rehabilitación de la tradición y la autoridad permiten a Gadamer afirmar que los prejuicios de un individuo son mucho más que sus juicios: son la realidad histórica de su ser (Cfr. Gadamer, 1960, p. 344). Con este reconocimiento se plantea un problema epistemológico de gran trascendencia a la hermenéutica gadameriana, esto es, ¿Cómo distinguir aquellos prejuicios que posibilitan la comprensión (prejuicios positivos) de aquellos que la distorsionan (prejuicios negativos)?
El primer aspecto, los prejuicios positivos, presupone una apertura de quien comprende a la cosa que ha de comprender. Esto, sin embargo, no se traduce en una autodisolución de las opiniones previas. Desde una cierta perspectiva hermenéutica, apertura significa estar dispuesto a dejarse decir algo por el texto que le interpela desde su propia alteridad. Gadamer concibe este proceso en términos aparentemente contradictorios. Por un lado, hacer patente un prejuicio implica poner en suspenso su validez; esta suspensión del prejuicio tiene la estructura lógica de la pregunta, es decir, abre y mantiene abiertas las posibilidades, en la medida en que todo preguntar es la modalidad provisional del saber. Por otro, se dice que el prejuicio sólo entra realmente en juego en cuanto se está ya metido en él. Sólo en la medida en que se ejerce puede llegar a tener noticia la pretensión de verdad del otro y ofrecerle la posibilidad de que éste se ejercite a su vez.
La salida de Gadamer de este punto muerto pasa por la remisión a la naturaleza misma de la comprensión histórica. No se trata de que se pueda hacer patente el prejuicio mediante una apelación a una intuición intelectual. Antes bien, el prejuicio se encuentra siempre en juego y suspenso mientras se piense en la propia historicidad. Fuera de adaptar lo extraño a ellos, la conciencia que reflexiona hermenéuticamente —una conciencia que tiene en consideración que la universalidad de la comprensión se determina y expresa en un proceso histórico contingente— debe reconocer la alteridad en cuanto tal, adaptarse a ella y, así, cambiar o ampliar el horizonte propio del preguntar. Por consiguiente, es la experiencia del encuentro con el texto, lo que justamente instiga el prejuicio y determina qué puede hacerse patente, pues aquello que motiva la comprensión tiene que hacerse valer de algún modo en su propia alteridad.
El segundo aspecto referente a la distinción entre prejuicios verdaderos y prejuicios falsos es considerado por Gadamer como el problema central de una hermenéutica que quiere ser verdaderamente histórica. Una primera aproximación a la respuesta de este aspecto se encuentra en el trasfondo heideggeriano que subyace a la hermenéutica gadameriana. Si el prejuicio se configura como una anticipación de sentido, su verdad o falsedad se encuentra en la cosa misma. Entre ambos —prejuicio y cosa— existe una movilidad dialéctica, al punto tal que el prejuicio muestra la cosa al mismo tiempo que ésta provoca y origina la revisión de aquél. Esta sería sin duda alguna la dinámica del círculo hermenéutico descrita por Heidegger e interpretada por Gadamer:
El discernimiento entre los prejuicios positivos y los negativos pasa también por la remisión a la distancia en el tiempo como su instancia esclarecedora. En la hermenéutica metódica esta dimensión de la comprensión se subestimó al conferirle una connotación exclusivamente negativa: la distancia temporal constituye un abismo entre el intérprete y el autor, que es preciso salvar mediante la trasposición del uno en el otro. Desde el giro ontológico que Heidegger le imprime a la hermenéutica, el tiempo ya no se concibe como un abismo, sino como el fundamento que sostiene el acontecer en el que el presente tiene sus raíces. La pertenencia a la tradición y la historicidad subyacente a toda experiencia neutraliza ese carácter abismal entre el intérprete y aquello que se ha de comprender, pues como sugiere Gadamer, la continuidad de la tradición y de la procedencia a cuya luz se abre todo lo trasmitido, cubre esa distancia (Cfr. Gadamer, 1993, p. 367). Así pues, la valoración positiva de la distancia en el tiempo se explicita con respecto a los prejuicios mediante una doble función: por un lado, ejerce la función de filtro o tamiz sobre los prejuicios erróneos que suscitan los malentendidos; y, por otro, ayuda a que se vayan moviendo los prejuicios de naturaleza particular y permite también que emerjan aquellos que están en condiciones de orientar la comprensión correcta. Dando un paso más sobre este aspecto, Gadamer extrae una consecuencia fundamental: una conciencia hermenéuticamente formada tiene que ser también conciencia histórica. Igualmente, un pensamiento verdaderamente histórico, frente a la entrega historicista al proceder metodológico, tiene que pensar al mismo tiempo su propia historicidad. Gadamer denomina al contenido básico de esta consecuencia: “historia efectual”; un concepto abiertamente polisémico que tiene un trasfondo literario relativo a la recepción de obras o acontecimientos y uno filosófico vinculado a la obra de Heidegger.
2. LA DIMENSIÓN REFLEXIVA Y ONTOLÓGICA DE LA COMPRENSIÓN: LA HISTORIA EFECTUAL
El concepto de historia efectual o historia eficaz es más que un mero concepto. Es un principio que constituye el eje vertebrador de la teoría gadameriana de la historicidad de la comprensión. Tanto es así, que la explicitación del concepto y el análisis de la conciencia de la historia efectual (Wirkungsgeschichtliches BewuBtsein) sobre el plano de la experiencia de la tradición y el lenguaje articulan el contenido general de la teoría de la experiencia hermenéutica. En sí mismo el concepto de historia efectual no es una creación de la hermenéutica gadameriana. Surge en el siglo XIX para designar aquella disciplina que se interesaba por la continuada influencia de la recepción en obras o acontecimientos (Cfr. Grondin, 2003, p. 146). Gadamer incluso subraya el origen historiográfico de esta disciplina al señalar que la problemática del influjo de la historia había sido desde siempre omitida cada vez que una obra tenía que se extraída del claroscuro entre tradición e historiografía y puesta a cielo abierto (Cfr. Gadamer, 1993). Siempre que se quiere conocer un acontecimiento del pasado, no sólo se atiende al acontecimiento tal como sucedió, sino también al efecto que tiene en la historia posterior. La historia efectual es, en estas condiciones, la serie de acontecimientos que tiene su origen y adquiere su sentido por aquel acontecimiento primero. Sin embargo, Gadamer advierte que el principio de la historia efectual no debe confundirse con un problema metodológico: ordenado, sistemático, exacto. Se trata más bien de una exigencia de naturaleza teórica. Cuando se intenta explicitar un fenómeno histórico desde la distancia histórica que determina la situación hermenéutica, se halla siempre en los efectos de la historia efectual. Ella es, en efecto, la que determina lo que es cuestionable o susceptible de investigación.
Apelando al principio de la historia efectual Gadamer piensa las consecuencias que tiene para la comprensión el hecho de que el hombre sea un “ser histórico”. Si “ser histórico” quiere decir que se capta el mundo de acuerdo con las concepciones dominantes de la época, el principio de la historia efectual no pasa de ser una pura concesión al relativismo del historicismo. Se trata más bien de pensar que el carácter histórico del hombre, lejos de ser un obstáculo para la comprensión, es su condición de posibilidad. O bien, en un sentido más amplio, pensar que el poder de la condicionalidad histórica es tal que supera la propia conciencia y determina radicalmente la finitud de toda conciencia hermenéutica, es decir, los límites de la autoconciencia del individuo. Ahora bien, es preciso aclarar que la intención de Gadamer al subrayar el fenómeno de la historicidad humana y su finitud no implica ontologizar la historia, sino más bien rechazar cualquier posición dogmática que trate de enfrentar razón y tradición.
En este modo de concebir las cosas se hallan dos cuestiones claramente delimitadas:1) La cuestión ontológica: la historia efectual; 2) La cuestión reflexiva: la conciencia de la historia efectual. La primera atiende a las raíces ontológicas que determinan y, a la vez, posibilitan la comprensión humana del mundo. La segunda se refiere, por el contrario, a los límites que esas condiciones ontológicas imponen a todo intento filosófico de saltar por encima de ellas y abarcarlas en la reflexión. De esta manera, se separan dos asuntos que en Gadamer se presentan indisolublemente ligados y que dan lugar a equívocos y ambigüedades. Por un lado, la historicidad de la comprensión supone responder a la pregunta. ¿Por qué el Dasein es histórico? Por otro, la necesidad de pensar la propia historicidad es una pregunta por la posibilidad de reflexionar sobre la historia (dimensión reflexiva). —En el prólogo a la segunda edición de Verdad y Método Gadamer reconoce la ambigüedad en la que se mueve el principio de la historia efectual: “Esta ambigüedad consiste en que con él se designa por una parte lo producido por el curso de la historia y a la conciencia determinada por ella, y por otra a la conciencia de este mismo haberse producido y estar determinado” (Gadamer, 1993, p. 16)—.
Sólo teniendo el pleno conocimiento de la doble dimensión planteada en el párrafo anterior, es posible comprender la exigencia que Gadamer formula a la conciencia histórica: la de ser capaz de pensar su propia historicidad y, consiguientemente, la de mostrar en la comprensión misma la realidad de la historia, esto es, la de tener presente que la correcta mediación entre pasado y presente es constitutiva del ser. De ahí, precisamente, la urgencia con que se impone la necesidad de hacer consciente la historia efectual: así lo precisa la propia conciencia científica, aunque por otro lado esto no se traduce necesariamente en un imperativo que deba satisfacerse categóricamente. La afirmación de que la historia efectual pueda llegar a ser plenamente consciente es, según Gadamer, tan híbrida como la pretensión hegeliana de un saber absoluto donde la historia llega a su completa autotransparencia y se eleva así hasta la altura del concepto (Cfr. Gadamer, 1993, p. 372). Dicho en otros términos, la conciencia de la historia efectual ha de entenderse como un momento en la realización de la comprensión que, si bien persigue su autotransparencia, la pretensión de una completa consciencia es, sin embargo, un imposible. La reflexión sobre el principio de la historia efectual vulneraría sus propios presupuestos, es decir, los de una conciencia históricamente mediada, si se afirma su plena autotrasparencia.
Para Gadamer la historia efectual es, ante todo, conciencia de la situación hermenéutica (Cfr. Gadamer, 1993). El concepto de situación apunta al modo como la tradición condiciona al intérprete en su intento por comprender el pasado y, consiguientemente, al punto de vista que le viene impuesto de manera vinculante en la forma de una autocomprensión no reflexiva, previa a todo juicio, que le proporciona, a su vez, la pertenencia a las realidades históricas y sociales donde vive. Estos dos rasgos que encierra el concepto de situación comportan, frente a la historicidad de la comprensión, dos consecuencias: si se halla ya siempre en una situación determinada, no se puede tener un saber objetivo de ella y, por otra parte, nunca se podrá iluminar dicha situación totalmente, toda vez que una de las consecuencias fundamentales de la condición del ser histórico es, según uno de los principios hermenéuticos de Gadamer, el no agotarse nunca en el saberse. En Gadamer, por lo tanto, la elaboración de la situación hermenéutica se interpreta como la obtención del horizonte correcto para las cuestiones que se plantean de cara a la tradición. Y puesto que el concepto de horizonte pertenece esencialmente a la noción de situación, el análisis que puede alumbrar la situación pasa necesariamente por la explicación del concepto de horizonte.
La introducción del concepto de horizonte indica el origen fenomenológico de las reflexiones gadamerianas. Mediante su remisión Husserl explica, según Gadamer, el origen de cada vivencia intencional a partir de la unidad de la corriente de las vivencias. En virtud de los análisis acerca de la constitución del tiempo, Husserl supera la concepción de la vivencia como correlato intencional y une, simultáneamente, a cada vivencia en un horizonte vacío de dos caras que acompaña en todo momento el objeto constituido. La unidad de la corriente de las vivencias, la conciencia, no proviene del mero unir las vivencias con sus correlatos, sino de la naturaleza horizontal que destaca la vivencia singular. El horizonte, pues, no es algo fijo ni estable sino que se desplaza con cada nueva vivencia de la conciencia, de modo que, si la unidad de la conciencia es “horizontal”; a los correlatos objetivos de la conciencia les debe corresponder igualmente un horizonte intencional: el horizonte del mundo.
El concepto de horizonte se contempla como un límite a la conciencia. Este concepto expresa, ante todo, una perspectiva global de sentido, presupuesta y no necesariamente explícita, que predetermina el sentido y significado de cualquier hecho o palabra ubicado en ella. Sirve, además, para replantear en nuevas coordenadas el viejo problema del “cómo” del conocimiento humano y para decidir entre las alternativas clásicas “positivismo-idealismo” y “empirismo-apriorismo”. Comprender en horizonte significa, entonces, ganar en amplitud de perspectiva y, consecuentemente, desvincular los objetos del contorno achicado de su cercanía. La posibilidad de poder ver queda limitada a un punto de vista, ya que no se da un punto absoluto desde el que se pudiera contemplar todo. Ahora bien, si la vinculación a una posición determinada es la que caracteriza de modo esencial al ver humano, tener horizonte significa saber valorar el significado de las cosas que caen dentro de este horizonte según la cercanía o la lejanía, lo grande y lo pequeño. El problema hermenéutico de salvar la distancia entre los dos polos de la comprensión se plantea ahora del siguiente modo: ¿Cómo se establece la conexión entre el horizonte del pasado y el horizonte del presente? , ¿Se puede legitimar la trasposición al horizonte de pasado al prescindir del propio horizonte? y ¿Cómo acontece, entonces, la experiencia de la tradición? En este aspecto Gadamer se distancia una vez más de la hermenéutica metódica. La teoría de la trasposición en el otro elaborada por la hermenéutica del siglo XIX, que llega a hipostasiar el horizonte del pasado, representa para él una pura abstracción en la medida en que tal concepción soslaya la propia situación hermenéutica o la condicionalidad histórica del presente. Siguiendo los análisis del concepto de experiencia, Gadamer sostiene que no hay horizontes diferentes, uno donde se vive y se mueve quien comprende y otro, el horizonte histórico, al que intenta desplazarse. El horizonte, lo mismo que la verdad y la “cosa”, es siempre abierto y móvil. No supone un límite fijo y estable de la existencia humana, pues su movilidad histórica estriba precisamente en que no hay una vinculación absoluta a una determinada posición y, en este sentido, no hay horizontes realmente cerrados.
Así pues, el encuentro de dos horizontes no responde al propio hacer sino al hacer de la historia efectual que no pertenece ni al pasado ni al presente, sino que accede a su expresión no en calidad de cosa propia o de un autor, sino como cosa común a todos. Según el modelo del diálogo desde el que se comprende la relación entre horizontes, la comprensión de la tradición no se realiza partiendo de un horizonte del presente en sí mismo formado al margen del pasado. La escisión entre horizonte del presente y del pasado es puramente artificial dentro del juego dialéctico de toda comprensión, ya que quien comprende lleva siempre su propio horizonte cuando se introduce en un horizonte extraño. En la comprensión, por tanto, acontece una especie de fusión o mezcla de horizontes que encierra un componente dialéctico, donde se da una relación tensional entre lo otro y lo propio, lo trasmitido por la tradición y la propia situación hermenéutica —Para efectos de claridad es importante señalar que la comprensión no sólo necesita de una fusión de horizontes. La comprensión sólo es posible sobre la base de una continuidad del pasado con el presente, de lo contrario los horizontes no podrían fusionarse. Justamente por este motivo Gadamer introduce en Verdad y Método la categoría de lo clásico, que reúne las características atribuidas a la comprensión hermenéutica. De suerte, pues, que si lo clásico es una especie de presente intemporal, la comprensión hermenéutica implica una simultaneidad del pasado con el presente y apela por una pertenencia y permanencia del texto con el presente (Cfr. Gadamer, 1993, p. 353ss)—. La fusión de horizontes es siempre un proceso de integración: integrar la tradición por medio de la comprensión.
El esfuerzo hermenéutico de la integración, desde esta consideración, consiste en reconocer la alteridad de la tradición, en identificar su sentido propio y diferente; al tiempo que la propia conciencia hermenéutica reconoce su alteridad frente a la tradición en cuestión. Saberse como otro que se enfrenta a otro. Sólo en tanto la conciencia hermenéutica se reconoce como otra puede resaltar la alteridad de la tradición, y es justamente por esta razón que Gadamer sostiene que “el horizonte del presente no se forma al margen del pasado. No existe un horizonte del presente en sí mismo ni hay horizontes históricos que hubiera que ganar. Comprender es siempre el proceso de fusión de estos presuntos horizontes para sí mismos” (1993, pp. 376-377). Será, entonces, tarea de la hermenéutica gadameriana hacer consciente esa fusión de horizontes, sin soslayar la tensión inherente a la experiencia del encuentro con la tradición. Gadamer había señalado ya como una exigencia de la conciencia de la historia efectual la elaboración de la situación hermenéutica y el destacar la alteridad propia respecto al pasado. Sin embargo, puesto que una situación hermenéutica está determinada por los prejuicios que nos acompañan, es necesario examinar y tomar conciencia de ellos, con el propósito de que el horizonte del presente se destaque en relación con el horizonte del pasado. La fusión de horizontes parte de la exigencia de un planteamiento histórico-efectual, que consiste en un reconocimiento del carácter situacional e histórico de toda comprensión, en un tener conciencia de la propia historicidad y de la propia finitud. Este tener conciencia no hace referencia a una conciencia teórica sino a una práctica. Entonces, la historia efectual es un proceso que nunca termina, un momento de la realización de la comprensión. La historia efectual es una experiencia y no un concepto, y por tanto es finita, inacabada, situacional, momentánea, provisoria, no definitiva ni perentoria.
La experiencia como estructura de la historia efectual
Apelando a Hegel, Gadamer caracteriza en términos de experiencia la historicidad interna de la conciencia de la historia efectual. Y es justamente en este concepto, con la especificidad que Hegel le confirió en la Fenomenología del espíritu, donde se explicita el problema de la articulación de lo históricamente singular, el de la historicidad universal y el de su exposición determinada, así como la cuestión del entrelazamiento del actuar y padecer históricos. El concepto de experiencia se presenta como uno de los conceptos menos ilustrados y aclarados en las discusiones filosóficas. Su esquematización y reducción al ámbito epistemológico en manos de la investigación científica ha desatendido su naturaleza histórica o, más correctamente, su historicidad interna. Tanto en las ciencias naturales, orientadas a la realización de experimentos, como en las ciencias del espíritu, la objetividad queda garantizada por el control metodológico: sistemático, que posibilita la reproductibilidad de las experiencias por cualquiera que esté dispuesto a seguir los mismos pasos. El saber científico se caracteriza, entonces, por suprimir absolutamente lo irrepetible en cada experiencia realizada (su historicidad), a favor del resultado mismo y de la adquisición del saber objetivo.
Esta esquematización epistemológica que sufrió el concepto de experiencia en las ciencias naturales, como consecuencia de haber sido subsumido en el paradigma tradicional de la teoría del conocimiento, parece ser la causa principal de que toda relación personal del sujeto que investiga y todo momento histórico quede marginado en detrimento del resultado científico. El procedimiento metodológico de la ciencia limita, pues, la experiencia a la “revisabilidad” y “reproducibilidad”. Las experiencias, de acuerdo con esta concepción, se integran en expectativas propias y se confirman de tal manera que la consecución de la verdad queda limitada únicamente a la confirmación. Ahora bien, que la teoría de la experiencia se refiera de una manera completamente teleológica a la adquisición de la verdad alcanzada en ella no es en consecuencia una parcialidad casual de la moderna teoría de la ciencia, sino que posee un fundamento en las cosas mismas.
Contra esta conceptualización de la experiencia, Gadamer opone como su rasgo constitutivo la apertura (Offenheit) y se sirve para ello de la teoría aristotélica de la inducción. El testimonio de Aristóteles, en efecto, ofrece la posibilidad, con ciertos matices, de definir la empeiria (experiencia) como algo intermedio entre la aisthesis (percepción) y la generalidad de la episteme (ciencia). Ahora bien, en la experiencia también hay generalidad pero, puesto que se origina sólo a partir de las observaciones particulares, ella no puede surgir de una generalidad ya dada. Más bien la generalidad de la experiencia queda abierta porque está siempre referida a la posibilidad del error y necesita entonces confirmarse continuamente. Por ello, la refutación de una experiencia no significa que la experiencia no se realice, sino que ésta deviene en otra cosa distinta.
Esta determinación de la experiencia como apertura es contemplada por Gadamer en el ejemplo aristotélico del ejército en fuga que comparaba las diversas observaciones realizadas. Pero cuando se detiene uno de los fugados para ver si el enemigo sigue su persecución y, sucesivamente se van deteniendo los demás, el ejército termina por parar y obedece nuevamente a la unidad de mando. El dominio unitario del conjunto es aquí la unidad de la ciencia y de la verdad general (Cfr. Gadamer, 1993). Si bien es cierto que la metáfora aristotélica es importante porque ilustra el momento decisivo de la esencia de la experiencia, ésta adolece, sin embargo, de cierta unilateralidad, pues se parte de que antes de la fuga hay un momento de reposo; y para lo que aquí se trata de reflejar, que es cómo surge el saber, esto no es admisible. Sin embargo, precisamente a través de este defecto se pone de relieve lo que tenía que mostrar la metáfora en cuestión: que la experiencia tiene lugar como un acontecer del que nadie es dueño, que no está determinada por el peso propio de una u otra observación sino que en ella todo viene a ordenarse de una manera realmente impenetrable (Cfr. Gadamer, 1993). Es justamente en este rasgo donde reside la generalidad de la experiencia y, por lo tanto, donde surge la verdadera generalidad del concepto y la posibilidad de la ciencia.
Sin embargo, cuando se concibe la esencia de la experiencia en virtud de la ciencia y su resultado se soslaya el verdadero proceso donde se produce: la negatividad. El momento negativo no es sólo la posibilidad del error, sino la situación misma anterior a la experiencia. Desde esta perspectiva, lo que se posee, una vez realizada la experiencia, no es un conocimiento de objetos, sino un saber con el que se puede acceder a un discernimiento que antes de la experiencia estaba simplemente vedado. Gadamer lo denomina “saber abarcante” y al proceso por el que se adquiere: “dialéctica” (Cfr. Gadamer, 1993). Para explicitar el carácter dialéctico de la experiencia Gadamer apela a la Fenomenología del Espíritu de Hegel, quien subraya, sobre todo, la historicidad (la estructura móvil de la experiencia) y la negatividad que encierra el concepto de experiencia:
En la descripción hegeliana la inversión de la conciencia sobre sí misma se analiza correctamente en la historicidad de la experiencia, “el lugar” donde se produce el saber. El acierto de Hegel consiste en haber dado expresión, mediante el juego entre el en-sí y el para-sí, a un hecho fundamental de la esencia de la experiencia, a saber: que sólo quién se siente a sí mismo experimentado puede ganar un nuevo horizonte dentro del cual algo puede convertirse en experiencia. Dicho en otros términos, Hegel explica la historicidad interna de la experiencia y muestra cómo la conciencia que quiere alcanzar la conciencia hace su experiencia. Pero el interés de Gadamer se concentra principalmente en la proposición hegeliana que enuncia la ciencia misma de la experiencia: “Este movimiento dialéctico que la conciencia lleva a cabo en sí misma, tanto en su saber como en su objeto, en cuanto brota en ella el nuevo objeto verdadero, es propiamente lo que se llama experiencia” (Hegel, 2002, p. 58).
Gadamer piensa que la experiencia es movimiento dialéctico y dialógico porque tiene la estructura de una “inversión de la conciencia”. Es esta inversión, en efecto, lo que constituye la verdadera esencia de la experiencia. Ahora bien, ¿Cómo interpreta Gadamer este proceso? Siguiendo a Hegel, así entiende que en ese proceso dialéctico-dialógico aparece la negatividad en un primer plano. Es decir, toda experiencia es esencialmente negativa: siempre se experimenta algo que no es como se había supuesto, de tal manera que en toda experiencia se sabe otra cosa que antes no se sabía. El camino de la experiencia conduce entonces a un saberse. Pero ninguna experiencia se consuma en un saber absoluto, sino que siempre está abierta a nuevas experiencias. He aquí porqué la dimensión de la finitud, que forma parte de la esencia histórica del hombre, constituye a juicio de Gadamer, el fundamento más determinante del fenómeno hermenéutico (Cfr. Gadamer, 1993).
Esta negatividad tiene al mismo tiempo una dimensión productiva. Así por ejemplo, cuando se tiene una experiencia con un objeto, se da lugar a una transformación tanto del objeto (se sabe otra cosa que antes no se sabía) como del sujeto (se sabe más, hay un incremento de ser). La negatividad se da, por tanto, en primer término del lado del objeto. La conciencia experimenta la nulidad y la no verdad de su objeto, con lo cual accede a un nuevo objeto y con ello a una nueva verdad. Se cambia el objeto y uno nuevo entra en su lugar, se abre un nuevo horizonte y se dilata el ámbito de lo objetivo. En segundo puesto, el sujeto (la conciencia) no permanece indiferente ni neutral en ese proceso, como si fuera un mero espectador. El mismo sujeto se encuentra inmerso en el ámbito de lo objetivo que se amplía, pues la autoconciencia y la conciencia del objeto se muestran como lo uno y lo mismo. La producción genética del saber se realiza mediante un desarrollo simultáneo de la conciencia y su objeto. La conciencia, por tanto, que ha superado su objeto se convierte de esta forma en una conciencia nueva y más rica. Pero, ¿Qué es lo que ha acontecido en semejante proceso? Por una parte, una ampliación del ámbito objetivo; por otra, un enriquecimiento de la conciencia. Expresado en términos hegelianos se ha producido una “inversión de la conciencia” que Gadamer concibe como la verdadera esencia de la experiencia. La pregunta que plantea este proceso en el momento de especificar la historicidad interna de la experiencia es la siguiente: ¿A dónde lleva este movimiento dialéctico de la experiencia? Gadamer está de acuerdo de nuevo con Hegel en que el camino de la experiencia conduce a un saberse. Este saber que procede de la experiencia de la propia historicidad puede ser llamado también autoconocimiento y, en cuanto tal, es un saber genuinamente filosófico. En este sentido la dialéctica hegeliana y la hermenéutica filosófica, fundamentadas en el concepto de experiencia, culminarían en un saberse del sujeto que experimenta, en tanto conscientes de su propio carácter filosófico. Ahora bien, cuando se trata ya de determinar el significado último de este “saberse” la distancia entre ambos autores es abismal. Para Hegel este saber quiere decir un “saber absoluto”, en el que ya no hay nada extraño ni distinto fuera de sí. El proceso de la experiencia de la conciencia quedaría consumado en la identidad de conciencia y objeto. Para Gadamer, que admite ser en todo hegeliano menos en la concepción del espíritu absoluto, el concepto del “saber absoluto” contradice el significado más genuino de la experiencia como apertura y como conciencia de la propia finitud. La experiencia nunca puede llegar a esa identidad completa entre conciencia y objeto, porque nunca puede llegar a ser ciencia. Al concepto de experiencia formulado en Verdad y Método subyace una ambigüedad que procede, en primer lugar, de la estructura argumentativa del libro en su conjunto: en vez de disputar con lo que se crítica, Gadamer reconoce un derecho que en el curso de la discusión conduce más allá de lo criticado. Esto ocurre, sobre todo, con la interpretación gadameriana de Hegel: la mediación hegeliana de historia y verdad es para Gadamer el mismo tema del que se ocupa la conciencia de la historia efectual. Gadamer escribe: “La filosofía del espíritu de Hegel pretende lograr una mediación total de historia y presente. En ella no se trata de un formalismo de la reflexión sino del mismo tema al que debemos atenernos nosotros. Hegel pensó hasta el final la dimensión histórica en la que tiene sus raíces el problema de la hermenéutica”(Gadamer, 1993, p. 420).
Una vez caracterizada la estructura de la historia efectual en términos de experiencia y, consecuentemente, después de que ella se definió como experiencia de la historicidad humana, cabe preguntarse lo siguiente: ¿De qué manera realiza la conciencia de la historia efectual el movimiento de la experiencia que se acaba de describir? El análisis emprendido por Gadamer no resulta fácil de seguir, pues, en lugar de introducirse directamente en esta confrontación, lo asume de una manera velada a través de las consideraciones sobre el lenguaje que en este punto comienzan: “La experiencia hermenéutica tiene que ver con la tradición. Es ésta la que tiene que acceder a la experiencia. Sin embargo, la tradición no es un simple acontecer que pudiera conocerse y dominarse por la experiencia, sino que es lenguaje, esto es, habla por sí misma como lo hace un tú” (1993, p. 434).
La introducción de la dimensión del lenguaje no se traduce en una ruptura con el argumento expuesto en líneas anteriores, esto es, en el capítulo noveno de Verdad y Método. El que la tradición, esa base histórica y substancial de la conciencia de la historia efectual, sea más lenguaje que acontecer, señala aquí la renuncia de Gadamer a la elaboración de una hermenéutica exclusivamente histórica —Reconducir la hermenéutica por la vía del lenguaje significa abrir el camino a lo denominado: el “giro ontológico” de la hermenéutica de Gadamer; es decir, a la tesis que sostiene la unidad de pensamiento y lenguaje, palabra y cosa, lenguaje y ser. En el lenguaje puede medirse la relación con el ser y con la historia. En virtud de su función ontológica, que el último Heidegger describió, el lenguaje se presenta como el horizonte que todo lo abarca y al que todo hace referencia—. Se trata en este lugar del giro que, tomando como punto de partida la reflexión sobre la especificidad de las ciencias del espíritu, conduce al planteamiento de una hermenéutica universal ontológica que toma al lenguaje como hilo conductor. El papel medular del concepto de experiencia al interior de la filosofía de Gadamer consiste entonces en permitir el tránsito desde una discusión de naturaleza epistemológica con el historicismo, hasta la elaboración de una teoría hermenéutica universal basada en el papel constitutivo y ontológico del lenguaje. Que las discusiones epistemológicas sobre la comprensión del pasado cedan su lugar a una concepción ontológica, se evidencia claramente en el hecho de que Gadamer se refiera al movimiento de la conciencia de la historia efectual en términos de una dialéctica de preguntas y respuestas.
Cuando Gadamer identifica la tradición con un tú introduce consideraciones que cambian sensiblemente su concepción de la experiencia hasta ahora alcanzada. Esta modificación es decisiva porque, por un lado, convierte la experiencia en un fenómeno moral, y por otro, instiga a Gadamer a definir la experiencia hermenéutica a partir de la experiencia del tú y no de la experiencia en general. No obstante, los momentos explicados en líneas anteriores, la apertura y la negatividad, siguen manteniendo su validez y podrán ser reconocidos en las distintas experiencias del tú que Gadamer describe hasta alcanzar lo correspondiente a la genuina experiencia hermenéutica.
Una primera forma de experiencia del tú, a la que Gadamer le da el nombre de conocimiento de gentes, es aquella en la que se busca clasificar al otro dentro de ideas-tipo, con el fin de tener una cierta previsión con él. Se identifica al otro con aquello que pertenece al campo de la propia experiencia y su consentimiento se utiliza para fines propios. En el ámbito de las ciencias del espíritu este tipo de experiencia del tú correspondería a la pretensión metódica de considerar la tradición como un mero objeto de conocimiento, como si el propio sujeto no se viese afectado por la misma tradición. Este modelo de interacción intersubjetiva respondería a todo posible intento de aplicar el método de las ciencias naturales al estudio del hombre.
Una segunda forma de experiencia del tú sería aquella en la que éste es reconocido como una persona con sus propias pretensiones. Esta autorreferencia procede de la apariencia dialéctica que lleva consigo la dialéctica de la relación entre el yo y el tú. Así el tú pierde la inmediatez con que orienta sus pretensiones hacia uno. Es comprendido, pero en el sentido de que es anticipado y aprehendido desde la posición del otro (Cfr. Gadamer, 1993). El sentido de esta dialéctica aparente parece indicar que la comunicación intersubjetiva es pura apariencia: el otro permanece radicalmente otro. En la hermenéutica esta forma de experiencia correspondería a lo llamado: la conciencia histórica, cuyo saber busca en el pasado aquello que es históricamente único. Gadamer imputa a esta manera de relacionarse con el pasado la pretensión de elevarse por encima de los propios condicionamientos históricos, con lo cual la comunicación del pasado se convierte, en realidad, en su dominio. El no reconocimiento de la pertenencia a la tradición y de los propios prejuicios contribuye a distorsionar su verdadero sentido. La conciencia que quiere comprender la tradición no puede abandonarse al modelo metódico de trabajo con que se acerca a las fuentes, como si aquella fuese suficiente para prevenir la contaminación con sus propios juicios y prejuicios. La auténtica experiencia tiene que pensar su propia historicidad, puesto que el modo de ser del hombre como “ser en tradiciones”, constituye la condición de posibilidad de la comprensión.
Por último, existe una tercera posibilidad de entender la experiencia hermenéutica: la apertura a la tradición que posee la conciencia de la historia efectual. Se trata de aquella experiencia en la que el otro no se considera ni como un objeto clasificable, ni como alteridad radical, algo cerrado en sí mismo, sino como algo que se hace valer en sus propias pretensiones. El rasgo determinante de esta experiencia lo constituye la apertura o, más correctamente, el reconcomiendo de que debo estar dispuesto a dejar valer en mí algo contra mí, aunque no haya ningún otro que lo vaya a hacer valer contra mí (Cfr. Gadamer, 1993). Este sería, en efecto, el modelo de la auténtica experiencia hermenéutica, de la experiencia que la conciencia de la historia efectual hace de la tradición. Lejos de circunscribirse a un mero reconocimiento de la alteridad del pasado, la conciencia de la historia efectual encuentra en la tradición una palabra que le interpela y una verdad que debe hacer suya. La comprensión es posible, entonces, siempre y cuando se conciba a la tradición como el ámbito de pertenencia y mediación.
CONCLUSIÓN
Con el reconocimiento de la historicidad de la comprensión se abre una problemática de gran calado, que atañe directamente a la autocomprensión de la razón misma, en cuanto instancia del pensamiento y el lenguaje; y en conexión con ello, a la posibilidad del conocimiento objetivo tal y como se había concebido en la modernidad. Que toda comprensión esté atravesada por la historicidad supone trascender no sólo el concepto de comprensión como imitación o reproducción, que subyace a la hermenéutica del siglo XIX, sino que también le confiere validez a la convicción, fundamental tanto a Heidegger como a Gadamer, de que la finitud, la historicidad o la temporalidad, es decir, los elementos estructurales de la facticidad existencial, más que límites infranqueables a la comprensión son su condición de posibilidad. Semejante transformación trae como corolario la apertura de un gran problema en el centro de la reflexión filosófica contemporánea, a saber: la historización de la razón y la idea de que todo acto de comprensión está indisolublemente ligado a las condiciones históricas restrictivas del intérprete, que no constituyen un acto definitivo y único, sino un proceso temporal. De acuerdo con ello, no hay razón universal como conciencia trascendental fuera de la historia, toda vez que se vuelve problemática la unidad de la razón al no poder derivarse en forma inmediata de la razón misma y tener que realizarse y asegurarse en la propia historicidad. Si en esta nueva tesitura de historización es posible aún hablar de “razón” será sólo en el sentido de una “razón hermenéutica”, cuyo concepto dependerá en cada caso de las condiciones inexcusables de un comprender histórico genuino, condiciones que se muestran refractarias al supuesto poder constituyente de la razón, precisamente porque la trascienden, en cuanto condiciones temporales y finitas que arraigan en la facticidad de la existencia.
La radical expresión de la historicidad de la comprensión afecta además a la relación entre historia y conciencia en dos sentidos. El primero de ellos supone que la conciencia está determinada históricamente y que el hermeneuta deformaría el conocimiento de la historia si desconociera su pertenencia a ella, pues en ese caso estaría haciendo subrepticiamente de lo trasmitido un objeto susceptible de estudiarse metódicamente. Sin embargo, aún admitiendo esta posibilidad se presenta la alternativa de que la conciencia de este mismo fenómeno pudiera facilitar una investigación metódica en la que la reflexión histórica se hiciera cargo de controlar la historicidad de la comprensión y garantizar así un saber objetivo y trasparente. Esto es, precisamente, lo que sugería la Escuela histórica alemana y lo que, quizás, de manera velada, se hallaba en el prurito diltheyano por conferir objetividad a la ciencia de la historia. Justamente de esta perspectiva es desde donde se puede aprehender el segundo sentido de la relación entre historia y conciencia. La conciencia de la historia efectual no puede elevarse sobre la historicidad, pues la supone como nervadura suya. No puede devenir en una “crítica de la razón histórica” o en una fundamentación de parámetros universales ahistóricos, pues no toma acto de presencia en un plano lógico de validación. Es la conciencia sobre la propia situación hermenéutica. Esta toma de conciencia, por otro lado, no es una expresión meramente inocua. Su pretensión se concentra más bien en poner de manifiesto cómo, de hecho, funciona la comprensión humana del mundo, inmersa siempre en tradiciones y comportamientos socialmente asentadosΦ
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Gadamer, Hans-G. (1993). Verdad y Método. Barcelona: Sígueme.
Grondin, J. (2003). Introducción a Gadamer. Barcelona: Herder.
Hegel, G.W.F. (2002). Fenomenología del espíritu. México: Fondo de Cultura Económica.
Heidegger, M. (2003). Ser y Tiempo. Madrid: Trotta.