DE LA MUERTE EN EL CONTEXTO DE LAS INVESTIGACIONES SOBRE BIOPOLÍTICA DE MICHEL FOUCAULT
Cristina López: argentina. Doctora en Filosofía. Directora del Centro de Estudios Filosóficos de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín. Profesora de Filosofía Contemporánea en la carrera de Filosofía de esa universidad y de la Universidad del Salvador.
RESUMEN
siguiendo el hilo de las primeras exposiciones sistemáticas sobre la biopolítica realizadas por Foucault, en este artículo se intenta hacer evidente el poder de muerte que aquella ejerce. Por esta vía, no solo se busca ampliar el registro de la recepción de las investigaciones del pensador francés, sino también poner en consideración los alcances mortíferos de un dispositivo supuestamente dedicado excluyentemente a hacer vivir; y, por último, establecer los mojones que balizan nuestra experiencia de muerte.
Palabras clave:biopolítica, muerte, vida, ontología política, neoliberalismo.
FROM DEATH IN THE CONTEXT OF
FOUCAULT’S BIOPOLITICAL RESEARCHES
ABSTRACT
Based on the first systematic expositions on biopolitics made by Foucault, this article tries to make clear the power of death that it exerts. In this way, not only attempts to extend the record of receiving thinker investigations, but also put into consideration the scope deadliest supposedly dedicated device to do live exclusive manner; and, finally, establish landmarks that mark our death experience.
Keywords:Biopolitics, death, life, political ontology, neoliberalism.
1. INTRODUCCIÓN
Desde que fueron publicados, los cursos y los textos en los que Michel Foucault abordó en forma sistemática la investigación de la biopolítica han concitado un enorme interés, incluso entre aquellos que no se especializan en su obra. No es arbitrario presumir que la razón de tanta atención se encuentra en el hecho de que, además de explicitar aspectos relevantes de su perspectiva teórica y metodológica —al respecto, confróntense sobre todo las primeras clases de cualquiera de los tres cursos dedicados a la cuestión, en donde el autor se explaya en consideraciones sobre su posición teórica (Foucault, 1997, pp. 3-40; 2004a, pp. 3-6; 2004b, pp. 35-38)—, el pensador ponía en consideración en ellos una tecnología de poder de plena vigencia en nuestros días, como es el caso de las formas de gobierno pergeñadas conforme al marco de racionalidad política interpuesta en forma consecutiva, primero, por el liberalismo y, luego, por el neoliberalismo. De manera que, después de casi cuarenta años de producidos, estos materiales siguen permitiendo el examen de un dispositivo que aún hoy regula nuestra vida. De allí que, del estudio de los mismos, hayan surgido líneas de investigación que abarcan tópicos tan diversos como el análisis de las cuestiones teóricas concernientes a las categorías de análisis del dispositivo (Castro, 2008; 2011), la consideración de las distintas aristas de la gubernamentalidad liberal (Lazzarato, 2005; Costa, 2010; Lenke, 2010), el tratamiento de las incidencias del biopoder sobre la vida (Cutro, 2010), el discernimiento de las formas de resistencia previstas por el pensador francés (Lazzarato, 2001; Camargo Brito, 2010; Adorno, 2010), e incluso la revisión de su propia posición política (Bonnafous-Boucher, 2001; Moreno Pestaña, 2010). A pesar de la diversidad de enfoques, todas estas indagaciones coinciden en caracterizar la biopolítica como un poder casi excluyentemente interesado en la vida. Por esta vía, tácitamente han contribuido a generar la impresión de que, el dispositivo —al menos tal como se inferiría de las exposiciones de Foucault— se desentiende completamente de la muerte.
A mi entender, esta tendencia del abordaje de la cuestión ha obnubilado el tratamiento que el propio pensador francés efectuó acerca del poder de muerte del dispositivo y, de esta manera, además de dejar casi totalmente inexplorado un tópico de relevancia en el enfoque foucaultiano de la biopolítica, ha dificultado la ponderación de los alcances mortíferos del dispositivo y del estatuto y del rol que se le asigna a la muerte en este contexto.
De allí que, intentando contrariar esta tendencia, en lo que sigue, y partiendo de las observaciones efectuadas por Foucault en sus primeras exposiciones más sistemáticas de la cuestión (Foucault, 1997; 1976), procuraré desplegar las distintas declinaciones que, en pos de dar cuenta del ejercicio thanático de la biopolítica, el pensador le atribuyó a la expresión “dejar morir”, con la que refirió el accionar del dispositivo respecto de la muerte. El objetivo es relevar la ontología política subyacente en aquellas exposiciones para, a partir de allí, procurar establecer los mojones que delimitan nuestra experiencia actual de la muerte.
EL “DEJAR MORIR” COMO INDIFERENCIA DE LA BIOPOLÍTICA FRENTE A LA MUERTE
En cierto sentido, la estrategia expositiva adoptada por el propio autor favoreció la obnubilación de la cuestión biopolítica en el poder de muerte. En efecto, en su empeño por caracterizar el dispositivo, estableciendo una suerte de contrapunto con el modelo de soberanía, contribuyó a generar la impresión de que la biopolítica es un tipo de poder que se ejerce casi excluyentemente del lado de la vida. Basta con revisar las fórmulas que acuñó con el propósito de dar cuenta de cada modelo, para advertir este efecto.
En el caso de la soberanía, a la que según la teoría política clásica le asistía el derecho de disponer de la vida de sus súbditos cuando mediara una causa legítima, la fórmula empleada parece ajustarse perfectamente. ¿Qué expresión podría reflejar mejor el sesgo predominante de un poder cuya manifestación requiere de la exposición a la muerte, que aquella que reza “hacer morir, dejar vivir”? De hecho, como lo refirió el autor en las primeras páginas de Surveiller et punir (Foucault, 1975, pp. 36-72), la manifestación más cabal de la soberanía acontece cuando hace morir, frente al pueblo congregado en la plaza, a quien desafió el poder delinquiendo. De allí la disimetría que caracteriza el ejercicio de este poder, el cual repara en la vida de los individuos en dos circunstancias diametralmente opuestas: para disponer de ella o para eximirla de la muerte cuando, haciendo uso de su prerrogativa, la exceptúa del castigo o del riesgo cierto de morir en una guerra. Por donde se infiere que con “dejar vivir”, Foucault no se refería a una acción efectiva y positiva de la soberanía, sino más bien a una suerte de dispensa o excepción. En todo caso, “dejar vivir” solo le interesaba en tanto prenda de cambio o prueba de magnanimidad. Y es que toda la efectividad de la soberanía se patentizaba en la acción de “hacer morir”. Ciertamente, era ejerciendo su derecho a dar muerte que ponía en evidencia todo su poderío. Así las cosas, como sostuvo Foucault, la soberanía es un poder que se ejerce “del lado de la muerte” (Foucault, 1997, p. 214).
Para dar cuenta de la biopolítica, cuya aparición implicó “una de las más masivas transformaciones del derecho político” (214), Foucault acuñó la fórmula “hacer vivir, dejar morir”. Analizada en contrapunto especular con la anterior, la expresión parece enfatizar la capacidad de este dispositivo para promover y estimular la vida. De hecho, según describía nuestro autor en sus primeras exposiciones, son procesos como los de natalidad, morbilidad y longevidad, los que concitan el interés de la biopolítica (216-220): si los pone en su mira es para extraer de todos ellos la información necesaria para expandir los límites de la vida. Hacia ese objetivo se orientarían los mecanismos de que se sirve el dispositivo. Se trataría, en todo caso, de intervenir “positivamente” en una serie de procesos de carácter natural; esto es, no con intención anonadante, sino con criterio optimizador. En este ejercicio positivo en vistas a “hacer vivir” consistiría la biopolítica. De acuerdo con esto, la vida sería su objeto y su objetivo.
Una y otra vez durante su exposición en la última clase del curso de 1976, Foucault repetía la enumeración de procesos biológicos de interés para la biopolítica, generando la impresión de que esta solo intervendría “del lado de la vida”. La muerte no entraría en sus cálculos más que como una eventualidad que, solo en el extremo, se vuelve inevitable. En este marco e interpretada literalmente, la expresión “dejar morir” podría ser considerada como manifestación de una anodina indiferencia o de una piadosa resignación del dispositivo frente a la muerte. En otras palabras, el dispositivo se las vería con ella solo cuando se agotaran sus recursos para “hacer vivir”. Desde este punto de vista, la biopolítica dejaría morir, no como consecuencia de su accionar, sino, por el contrario, como resultado de la inviabilidad de su intervención. En ese sentido, en el extremo, podría incluso suponerse que la biopolítica no tiene incidencia alguna en el morir. De acuerdo con esta hipótesis, la muerte sería una instancia que sobrevendría “naturalmente” sin injerencia alguna de un dispositivo que la ignora. En suma, la muerte acontecería sin más trámite al término del proceso biológico. Después de todo, podría pensarse, cualquiera que fuera el dispositivo, la muerte sería siempre la misma.
DEL “DEJAR MORIR” COMO ESTRATEGIA DEL PODER FRENTE A UNA MUERTE QUE CORROE LA VIDA
No obstante, fue el propio Foucault quien se encargó de desmentir esta impresión de indiferencia o pasividad del dispositivo frente a la muerte.
En principio, bien leído, el contrapunto entre ambos dispositivos permite advertir la diferencia que media entre soberanía y biopolítica en lo que respecta a la concepción de la vida y la muerte. En efecto, para la soberanía, “la vida y la muerte no son esos fenómenos naturales, inmediatos, en cierto sentido originarios o radicales que caerían fuera del campo del poder político” (Foucault, 1997, p. 214). Ocurre que, en tanto modelo jurídico, la soberanía no se ejerce sobre la naturaleza, sino a través de la interposición del derecho. En ese sentido, su competencia atañe al derecho de vida y de muerte, más que a la vida y la muerte biológicamente consideradas. De hecho, para la teoría política clásica, el derecho de vida y de muerte era uno de sus atributos fundamentales. A tal punto que, como sostuvo Foucault, “frente al poder, el sujeto no está de pleno derecho, ni vivo ni muerto. Desde el punto de vista de la vida y de la muerte, el sujeto es neutro, y es sólo gracias a la intervención del soberano que el sujeto tiene derecho a estar vivo o tiene derecho, eventualmente, a ser muerto” (214). No obstante, el soberano no ejerce su poder de forma absoluta e incondicional: el mismo derecho que lo habilita delimita sus aplicaciones y alcances. De manera que solo puede hacer uso del derecho de vida y de muerte únicamente en las ocasiones previstas por la ley.
Para la biopolítica, en cambio, se trata precisamente de lidiar con fenómenos biológicos. Es que a partir de la aparición del dispositivo biopolítico, el derecho cede su primacía en beneficio de la norma, la cual, en este contexto, más que como una interposición, actúa como una herramienta para el ejercicio del poder. Ello conlleva una doble consecuencia, a saber: la vida pierde su amparo; y el dispositivo, su límite. Librada entonces a su ambición, la biopolítica puede disponer de la vida misma.
Sin embargo, contra toda apariencia, no es solo de la vida que dispone. Según lo hizo constar el mismo Foucault (217), la biopolítica también se interesa por la muerte. Pero, no por cualquier muerte. Ciertamente, ya no tiene que vérselas con la muerte multiplicada y devenida inminente para todos, producida por las epidemias durante la Edad Media. En contexto biopolítico, y a medida que la medicina comenzó a desempeñar un rol estratégico como agente de la higiene pública, la biopolítica fue desentendiéndose de esa forma de la muerte que se abate repentina y brutalmente sobre la vida, para avocarse al tratamiento de las enfermedades que aquejan recurrentemente a la población.
Ya en Naissance de la clinique, Foucault había puesto en evidencia que con la aparición de la medicina clínica y, fundamentalmente, de la anatomía patológica, se conformó una concepción diferente de la muerte. Desde que patólogos como Bichat empezaron a abrir los cadáveres buscando ampliar el conocimiento de los estragos que produce la enfermedad, se advirtió que la muerte no alcanza a la vida desde fuera sino que la corroe desde dentro. La biopolítica se ocupa, pues, de esta muerte que se desliza subrepticiamente en la vida. Hay que tener en cuenta que, hasta bien entrado el siglo xx, la exploración de la muerte era casi la única vía acreditada para dar cuenta de las incidencias de la vida. En términos de Foucault, “la muerte era la única posibilidad de dar a la vida una verdad positiva” (Foucault, 1963, p. 147).
En rigor de verdad, no solo la medicina moderna comenzó a escudriñar la muerte buscando explicaciones sobre la vida. Si atendemos a la reseña formulada por Georges Canguilhem en su artículo “Vie”, advertiremos que también la biología reparó en ella. No en vano, Canguilhem eligió iniciar su recuento citando a Valery, quien en su Discours aux chirurgiens, sostuvo: “¿Quién sabe si la primera noción de biología que el hombre pudo formarse no sea aquella [que dice]: es posible dar muerte?” (Canguilhem, 1996). Es que la alusión a la muerte como parte de la vida está presente desde las primeras hasta las últimas caracterizaciones de la vida reseñadas por el historiador, esto es, desde Aristóteles hasta Claude Bernard, quien osciló entre asociar la vida a la creación, como lo hizo en 1865, y asociarla a la muerte, como lo postuló diez años después.
La filosofía “moderna” tampoco fue ajena a ese interés por la muerte. De ello da cuenta su conversión en “analítica de la finitud”, cuestión que antes de desplegar en Les mots et les choses, Foucault abordó en Naissance de la Clinique, señalando el vínculo estrecho entre filosofía y medicina (Foucault, 1963, pp. 199- 203). Ya en aquel texto, el pensador francés tenía claro que solo a partir de la confrontación con su propia destrucción, el hombre pudo devenir sujeto y objeto del saber para dar lugar así a la formación de las ciencias humanas. En el caso de la filosofía, esa confrontación tuvo lugar a partir del momento en que la finitud dejó de ser considerada como un concepto negativo en permanente contrapunto con lo infinito, y el hombre se convirtió entonces en el portador de las condiciones de posibilidad del conocimiento.
Más allá de esto, en el ámbito filosófico, la confrontación con la finitud no da lugar solamente a una indagación gnoseológica. Como sabemos, esta deriva en un planteamiento ontológico como el que Heidegger formuló en Ser y tiempo, en donde caracterizó al “ser ahí” como un “ser relativamente a la muerte” y sostuvo que esta es “su posibilidad más peculiar, irreverente e irrebasable” (Heidegger, 1977, p. 283). Según estas expresiones, para el ser ahí, la muerte no representa un fin al que arriba en un determinado momento de la vida o que le llega desde fuera accidentalmente cuando aún no está preparado para ello. El propio Heidegger reconoce que “La muerte en su más amplio sentido es un fenómeno de la vida” (269), y a tal punto que determina su modo de ser, el cual, por ello, se define en su finitud.
La literatura también se comprometió, como consignó Foucault: “Esta experiencia que inaugura el siglo xVIII y del cual aún no hemos escapado, está ligada a una exposición de las formas de la finitud, de la cual la muerte es sin dudas la más amenazante, pero también la más plena” (Foucault, 1963, p. 202). Las obras de Rilke y Hölderlin son un testimonio de ello, en la medida en que dan cuenta del fin de la primacía de lo infinito sobre el mundo y de las consecuencias que devienen de pasar a estar regido por “la dura ley del límite” (202), sin que los dioses o sus mediadores puedan venir en resguardo de los mortales.
De lo expuesto resulta que, más que indiferentes o desentendidas del problema de la muerte, las prácticas discursivas que conforman el dispositivo de la biopolítica se muestran decididamente proactivas a la hora de interrogarlo, pensarlo y exaltarlo poéticamente, a fin de que dé cuenta de la vida. En ese sentido, como bien señaló Foucault, “El vitalismo apareció sobre el fondo de este ‘mortalismo’” (147).
Pero, de lo expuesto también se infiere que, para la época de los cursos sobre biopolítica, nuestro autor no interpretaba este mortalismo en el marco de una ontología fundamental al estilo heideggeriano. En efecto, el racconto de las prácticas discursivas que, en el marco del dispositivo biopolítico, dan una consistencia ineludible a la muerte, permite suponer que estaba completando el esbozo de una ontología histórico-política que había iniciado en Surveiller et punir, cuando se propuso analizar las prácticas punitivas como vía para trazar la genealogía del sujeto moderno. Considerada en el marco de esta ontología, la muerte no es siempre la misma ni acontece “naturalmente”. Por el contrario, en virtud de las prácticas discursivas y estratégicas operantes en cada momento histórico, cada época concibe y produce su propia muerte.
EL “DEJAR MORIR” COMO “DESCALIFICACIÓN PROGRESIVA DE LA MUERTE”
Ahora bien, paradójicamente, en el otro extremo y con la intención de liberarse prontamente de los efectos teóricos y políticos que “ese fondo de mortalismo” entrañaría, el mismo dispositivo se aplicó a descalificar la muerte y para ello —como bien advirtió Foucault— no dudó en manifestar concretamente todo su poder. Es cierto que para cumplir este objetivo no necesita “hacer morir”. Pero, para obnubilar a la muerte hasta volverla invisible, fue necesario que se las ingeniara para hacer desaparecer los rituales con los que antaño se la acompañaba. Tal desaparición delata, como sostuvo Philippe Ariès en un texto al que Foucault aludió implícitamente (Foucault, 1997, p. 220), que durante el siglo xx se produjo en las sociedades occidentales un gran cambio de actitud ante la muerte.
Según refieren los estudios de Ariès, el hombre de la Alta Edad Media sabía de su muerte, la asumía como parte de un destino común y, por ende, cuando sentía que su hora había llegado, se disponía sin miedo ni desesperación a morir en compañía de familiares, amigos y vecinos. Su muerte acontecía, entonces, en público, en el transcurso de una ceremonia de despedida que el moribundo mismo organizaba. Esta ceremonia tenía, a decir de Ariès, tanta importancia como la de los funerales y el duelo: de hecho, permitía familiarizarse con la muerte y aceptarla sosegadamente como parte de un orden natural que acaba por imponerse a todos por igual. En definitiva, si como rezaba la sentencia “todos moriremos”, no había por qué desesperar.
Esta familiaridad con la muerte no se perdió ni siquiera cuando el hombre de la baja Edad Media comenzó a forjarse una conciencia de su individualidad y, por ende, a experimentar su muerte como propia y desvinculada del destino común de los otros hombres.
A partir del siglo xVIII, se produjo un cambio de actitud que se reflejó en un desplazamiento notorio: ya no se trajinaba por la propia muerte, sino que se exaltaba y dramatizaba la muerte del otro. El ceremonial de despedida perduró, pero los asistentes, en lugar de acompañar piadosa y discretamente al moribundo, manifestaban ostentosamente su dolor. Para Ariès, este afecto de los sobrevivientes propició el culto moderno de las tumbas y los cementerios como forma de expresión del rechazo a aceptar la desaparición total del ser querido. Con todo, los cambios reseñados, lejos de opacar, contribuyeron a hacer aun más visible a la muerte.
Fue apenas a partir del siglo xx, con el aumento de la tasa de industrialización y urbanización, que “la muerte antaño tan presente y familiar, tiende a ocultarse y desaparecer. Se vuelve vergonzosa y un objeto de censura” (Ariès, 2007, p. 72); a tal punto que su inminencia ya no es asumida ni por el agonizante ni por su familia, uno porque no quiere enterarse y los otros porque, antes de pasar por el trance de revelarle la gravedad de su estado, prefieren escamotearle la posibilidad de elaborar su muerte. En una época en la cual el mandato de ser feliz o al menos de parecerlo es tan fuerte, el dolor ante la muerte propia o ajena debe disimularse.
No necesitamos recurrir al estudio de Ariès para advertir que, a fin de apaciguar las emociones y evitar incomodidades, ya no se muere en la propia casa, rodeado de la familia, cuando la naturaleza lo prescribe, sino a solas, en un hospital, cuando la ciencia se da por vencida. En la mayoría de los casos, se procura evitar el velorio y pasar sin ceremonia alguna al cementerio, en donde empleados idóneos en el manejo de los tiempos se ocupan con premura de enterrar o de cremar el cadáver. Lo importante, aun en contra de los propios sentimientos, es restablecer lo más pronto posible el orden cotidiano de la vida. A pesar de ello, en rigor de verdad, la extrañeza ante la muerte, lejos de evitar o sintetizar el duelo, lo demora, lo extiende indefinidamente y lo enmascara, disfrazándolo de malestar ocasionado por la vacuidad de la vida que se empecina en no dejarse completar con ninguno de los productos que consumimos a tal efecto.
Ahora bien, la imposibilidad de penar la muerte propia o ajena, además de evidenciar una dificultad para lidiar con las emociones, es reveladora de una dificultad mayor: la que deviene de la imposibilidad de asumir nuestra condición de mortales. En ese sentido, el mundo contemporáneo hace oídos sordos a la sentencia medieval que proclamaba que “todos moriremos”. De hecho, en buena medida y gracias a la eficaz intervención del dispositivo, vivimos como si estuviéramos convencidos de que “nunca moriremos”. De allí nuestra sorpresa, incomodidad y vergüenza frente a una muerte que, en este contexto, solo parece justificable aludiendo a la mala suerte o a una falla del moribundo: en su agonía, Iván Ilich, el protagonista de una celebre novela de Tolstoi, advierte que para su esposa él era el culpable de la enfermedad que acabaría por matarlo. La inconsistente presunción es que se mueren los débiles, los que no se cuidan como es debido, los que “algo habrán hecho” para ponerse en condiciones de morir.
Parafraseando a Foucault, podríamos decir que, de este vitalismo edificado sobre la base de la renegación del mortalismo, surge nuestra vivencia actual de la muerte. De hecho, nuestra experiencia parece estar atenazada entre una suerte de optimismo vitalista que rehúye todo contacto con el dolor y con cualquier índice que, como la vejez, dé cuenta de la inminencia de la muerte y el mortalismo, al que no solo tributan las prácticas discursivas, sino también, como veremos, las prácticas estratégicas que no dudan en arrojar a la muerte, por medio de masacres, holocaustos o simplemente medidas de restricción económica, a esa parte de la población que no ingresa en sus cálculos.
EL “DEJAR MORIR” COMO “DEJAR CAER LA MUERTE”
No obstante, para Foucault, la invisibilidad actual de la muerte no se explica por un cambio de actitud o de sensibilidad motivado por las urgencias de la sociedad de consumo. En todo caso, a su entender, las urgencias de la sociedad de consumo son parte de la estrategia biopolítica para anonadar la muerte. Desde su perspectiva, este anonadamiento es producto de la intolerancia de un dispositivo tan empeñado en “hacer vivir” que considera el momento de su extinción como una amenaza a su poderío. Dicho con palabras del autor, en este contexto, “la muerte, como término de la vida, es evidentemente el término, el límite, el fin del poder. Ella está del lado de afuera, por referencia al poder: es aquello que cae fuera de su alcance” (Foucault, 1997, p. 221). Según esto, en el marco de la biopolítica, la muerte se comportaría como un principio de delimitación de las pretensiones de un dispositivo que parece abarcar todos los resquicios de la vida. Lo que en el extremo implicaría que el dispositivo sería impotente frente a la muerte. En este contexto, entonces, “el dejar morir” debería ser interpretado, como sugiere Foucault, como un “dejar caer la muerte”; y, en correspondencia, la muerte debería considerarse como un punto de fuga del dispositivo. De allí que el suicidio implique una conducta digna de un estudio sociológico. En efecto, ¿cómo interpretar esa obstinación en morir en una sociedad consagrada a vivir, si no es como una estrategia para eludir el poder? Al menos, así parecía entenderlo nuestro autor cuando afirmaba que el suicidio “hacía aparecer en las fronteras y en los intersticios del poder que se ejerce sobre la vida, el derecho individual y privado de morir” (Foucault, 1976, p. 182).
Tomadas literalmente, estas expresiones parecen no dejar dudas acerca de la convicción de Foucault respecto del rol “liberador” que cumpliría la muerte en este dispositivo. Aunque es controversial esta posición, ya había sido explorada por nuestro pensador: más de uno de los autores abordados en sus trabajos de los años sesenta se manifestaron al respecto, particularmente Bataille quien ha dedicado a la cuestión de la muerte y su potencial liberador más de un trabajo. Es el caso del artículo “La práctica de la alegría frente a la muerte” (Bataille, 2005, pp.163-170), en donde sostuvo que “Feliz es solamente aquel que habiendo experimentado el vértigo hasta temblar en todos sus huesos y al punto de no poder ya medir nada de su caída, reencuentra repentinamente el poder inesperado de hacer de su agonía una alegría capaz de helar y de transfigurar a quienes la encuentran” (164). Ocurre que para Bataille, “pareciera necesaria una pérdida no menor que la muerte para que el brillo de la vida atraviese y transfigure la existencia empañada, puesto que es solamente su extirpación libre la que se convierte en mí en el poder de la vida y del tiempo” (169). De las citas se desprende que, para este autor, la muerte sería una exigencia de la vida misma en la búsqueda de su consumación y, por ello, más que a experimentarla como una instancia penosa, convoca a celebrarla.
En una documentada biografía sobre Foucault, James Miller planteó una controversial hipótesis según la cual una temprana fascinación por la muerte habría orientado la trayectoria tanto intelectual como la personal del pensador francés. A juicio de Miller, a esa fascinación obedecerían la preocupación teórica y la exploración experimental de prácticas de desasimiento de sí llevadas a cabo por Foucault en la búsqueda de liberarse de sí mismo. Según los testimonios que recoge Miller en su biografía (Miller, 1996, pp. 493-500), este anhelo habría prevalecido incluso en la agonía de Foucault, momento en el cual, a decir de su amigo Hervé Guibert, se refería a la muerte como una instancia liberadora.
Mucho más recientemente y tomando como punto de partida para sus reflexiones los planteamientos de Foucault respecto de la muerte y del suicidio, en un artículo en el que analizó las formas de resistencia al biopoder, Francesco Paolo Adorno consideró “legítimo interrogarse acerca de la posibilidad de que una forma de resistencia a la invasión de la biopolítica pueda consistir en la oposición a la pérdida progresiva del sentido de la muerte y a la optimización indefinida de su acontecimiento” (Adorno, 2010, p. 449). Al respecto, Adorno propuso la definición de una tanatopolítica: esta “articulada sobre los fenómenos an-económicos, improductivos, impotentes ligados a la muerte” (449). Así las cosas, tomando como referencia la tradición platónica de la melethê thanatou —a la que interpreta como una apertura hacia una filosofía organizada alrededor de la muerte y no alrededor de la vida—, la dialéctica del amo y el esclavo en Hegel, el ser para la muerte de Heidegger, los planteamientos de Bataille y Blanchot, y la relación de las culturas arcaicas con la muerte en general y el cadáver en particular, Adorno sugiere resistir los embates de la biopolítica reorganizando la cultura y la sociedad en torno a la muerte.
No obstante, la hipótesis de la muerte como punto de fuga del biopoder es una cuestión discutible, como lo evidencia el ejemplo propuesto por Foucault precisamente para demostrar que “El poder no conoce más la muerte. En sentido estricto, el poder deja caer la muerte” (Foucault, 1997, p. 221). En efecto, para ilustrar la cuestión, nuestro pensador refirió los acontecimientos que rodearon el fallecimiento del dictador español Francisco Franco, pero de su relato surgen indicios que sirven tanto para poner en evidencia la impotencia del biopoder respecto de la muerte como para sugerir su capacidad para operar sobre ella. Recordemos que, a fin de garantizar una transición en los términos previstos por el dictador, se prolongó su agonía hasta “hacer vivir al individuo más allá incluso de su muerte” (221). De esta manera, más que a desentenderse de la muerte, el dispositivo se muestra predispuesto, sino a gobernarla, al menos a administrarla. Una predisposición que no pasaba desapercibida para nuestro autor, quien al respecto sostuvo: “Y, por un poder que no es simplemente proeza científica sino ejercicio efectivamente de este biopoder político que fue puesto en acto en el siglo xIx, se hace realmente vivir a la gente en el momento mismo en que deberían, biológicamente, estar muertos desde hace largo tiempo” (221). Se podrá objetar que estos dichos son lo suficientemente ambiguos como para interpretarlos dando cuenta del ejercicio efectivo del poder “del lado de la vida” al igual que “del lado de la muerte”. De hecho, el autor concluyó su relato sosteniendo que, por una burla del destino, este dictador, acostumbrado a decidir sobre la vida y la muerte de los otros, cayó bajo el arbitrio de un poder que “mira tan poco a la muerte que no percibió que él ya estaba muerto y que lo estaba haciendo vivir después de su muerte” (221). Pero, esta prolongación de la vida cuando ya se debería estar muerto, ¿no es acaso prueba de la intervención efectiva del biopoder incluso en el ámbito de la muerte?
DEL “DEJAR MORIR” COMO “ACTO DE HACER MORIR”
En cualquier caso, no fue en dirección a explorar las posibilidades liberadoras de la muerte que se orientó Foucault. Antes bien, como se advierte en los textos, se centró en el análisis de los alcances mortíferos del dispositivo biopolítico.
Es cierto que en una de sus primeras exposiciones de la cuestión osciló entre atribuir el cumplimiento del “imperativo de muerte” (228), en contexto biopolítico, a una suerte de reactivación del régimen de soberanía, y explicarlo refiriendo la aparición del fenómeno contemporáneo del racismo de Estado. Una oscilación completamente comprensible en dos puntos diversos: uno, en el marco amplio de un curso que —como su autor explícitamente especificó— tomó la teoría clásica de la soberanía como telón de fondo para el análisis del rol de la guerra de razas en el nacimiento de los estados modernos; y, otro, en el marco restringido de la última clase destinada “a mostrar cómo el tema de la raza va, no a desaparecer, sino a ser retomado en algo diferente que es el racismo de Estado” (213), en la que, por ende, el abordaje de la biopolítica es considerado como un largo recorrido solo justificable a los efectos de un mejor planteamiento de la cuestión —Foucault se excusó: “pour ces longs parcours à propos du bio- pouvoir, mais je crois que c´est sur ce fond-là que l´on peut retrouver le problème que j´avais essayé de poser” (1997, p.226) "por estas largas travesías a propósito del biopoder, pero creo que es sobre este trasfondo que podemos reencontrar el problema que intenté plantear" (Traducción propia)—.
En esta encrucijada, el autor optó por saldar tal oscilación, respondiendo a las preguntas “¿cómo puede dejar morir este poder que tiene esencialmente por objetivo hacer vivir? ¿Cómo ejercer el poder de la muerte, cómo ejercer la función de la muerte en un sistema político centrado sobre el biopoder?” (227), a través de una estrategia que conjuga soberanía y racismo, como se hace patente cuando sostiene que “Si el poder de normalización quiere ejercer el viejo derecho soberano de matar, es necesario que pase por el racismo” (228).
En efecto, en este marco, el recurso a la soberanía le permitía explicar en términos de “derecho de dar muerte” la persistencia de la función mortífera en una sociedad concernida por la vida, y la referencia al racismo le permitía justificar la propensión de exponer la vida, al menos la de una parte de la población, a su exterminio. De hecho, merced al racismo se introduce una diferencia en el continuum de la vida que habilita a considerar como una amenaza biológica a parte de la población y, por ende, a eliminarla en beneficio de la salvación de la otra parte. En otros términos, el racismo provee una excusa de carácter biológico —la única aceptable en este marco— para que resulte viable el ejercicio del “derecho de matar” en esta sociedad. En verdad, más que una excusa, el racismo parece proferir un mandato de la forma “si quieres vivir, es necesario que hagas morir, es necesario que puedas matar” (227).
Lo interesante de este primer y restringido enfoque de la cuestión es que nuestro autor no ejemplificó solo recurriendo al caso histórico paroxístico del nazismo, sino que incluyó al Estado capitalista y al socialismo entre los gobiernos que saben echar mano de la excusa del racismo, toda vez que deciden “poner a morir” a parte de su población. Al ampliar de esta forma el registro de aplicación del racismo, Foucault no solo alertaba a su auditorio sobre “la mecánica inscripta en el funcionamiento del Estado moderno” (232), sino que él mismo empezaba a intuir la insuficiencia de su explicación. En rigor de verdad, lo que empezaba a intuir era que el imperativo de muerte no es un asunto de incumbencia excluyente de sociedades racistas, sino una estrategia puesta en práctica por los estados modernos, ya sea de administración socialista o liberal.
EL “DEJAR MORIR” COMO “ARROJAR EN LA MUERTE”
Incluso en este marco, a Foucault no le pasaba desapercibida “la paradoja” a la que se enfrentaba este dispositivo, cuando se cotejaba con la amenaza de supresión total de la vida que implicaba la expansión del poderío atómico. Evidentemente, la invocación a la conjunción de racismo y soberanía no sirve a la hora de explicar la connivencia de la biopolítica con el gusto por las masacres y los holocaustos detectable en los últimos siglos. Mucho menos se aplica a fenómenos como el genocidio que, como el concepto lo indica, supone la mise a mort de individuos que pertenecen al mismo grupo étnico.
De allí que, en “Droit de mort et pouvoir sur la vie”, el autor dejará atrás su hipótesis sobre la reactivación de la soberanía y la excusa racial, para comenzar a admitir que “Si el genocidio es el sueño de los poderes modernos, no es por un retorno del viejo derecho de matar, es porque el poder se sitúa y se ejerce al nivel de la vida, de la especie, de la raza y de los fenómenos masivos de la población” (Foucault, 1976, p. 180). Semejante afirmación evidencia la magnitud del viraje de nuestro autor respecto de su posición inicial, según la cual la biopolítica era tan reactiva y ajena a la producción de muerte, que el cumplimiento de la función mortífera solo parecía explicable al recurrir a los argumentos ya reseñados. Es que entre el dictado del curso y el primer volumen de la historia de la sexualidad, Foucault descubrió que necesitaba una grilla diferente a la guerra de razas —de hecho, Foucault ya se había pronunciado en la primera clase del curso de 1976 frente a las insuficiencias de la grilla belicosa que lo llevaban a considerar la posibilidad de abandonarla (Foucault, 1997, p. 18)— y a la soberanía, para analizar los avatares de un poder que atañe a la vida de la población. Y, aunque fue tan solo a partir del curso de 1979 que empezó a emplear la categoría de gobierno y a asociar biopolítica y liberalismo, no es forzado decir que ya a lo largo del texto sobre la sexualidad había advertido el vínculo estrecho entre la lógica de la economía maximal y la que rige el dispositivo de sexualidad. De hecho, leído retrospectivamente, este primer volumen puede ser interpretado como un esfuerzo por mostrar cómo contribuyó al desarrollo del capitalismo en su forma liberal la regulación de la vida instrumentada a partir del dispositivo de sexualidad.Ahora bien, de los dichos citados claramente se desprende que, incluso bajo sus formas paroxísticas como las guerras, las masacres, la amenaza de holocausto nuclear y los genocidios, la función mortífera no es ajena a la biopolítica, sino que, por el contrario, le es inherente precisamente por tratarse de un poder que se ejerce sobre la vida. Según esto, “ese formidable poder de muerte” que suponen todas las formas aludidas no responde a una causa exógena, sino que “se da ahora como el complementario de un poder que se ejerce positivamente sobre la vida” (180). Más aún, Foucault llegó a decir que es ese formidable poder de muerte el que le da parte de la fuerza y del cinismo que la biopolítica necesita para ampliar sus propios límites. De manera que la muerte no le resulta en absoluto indiferente al dispositivo. Por el contrario, tiene una función positiva consistente en la expansión de los alcances del poder y, para su cumplimiento, no duda en servirse del sexo e incluso en inventar el amor de modo de “hacer aceptable la muerte” (206). Vista, entonces, a través de la grilla del proyecto de una historia de la sexualidad, la biopolítica se muestra tan compenetrada con la muerte, que nuestro autor se vio obligado a modificar su fórmula inicial a fin de reflejar su propensión a “arrojar en la muerte” a una parte de la población.
Claro que, en concordancia con el marco de racionalidad política en que está incursa —el pergeñado por el liberalismo y el neoliberalismo—, en lugar de fundamentar esta propensión refiriendo una diferencia racial amenazante, esgrime como única justificación el cumplimiento de las exigencias que demanda una eficiente administración de la vida. En efecto, en contexto liberal y, más todavía, en contexto neoliberal, no es la aversión al otro lo que justifica el ejercicio mortífero de la biopolítica, sino más bien sus propias convicciones respecto a la autorregulación del mercado. La teoría del capital humano, que Foucault analizó en su último curso sobre biopolítica, es un claro índice de las consecuencias mortíferas de la expansión del criterio economicista a ámbitos como el de la salud. Concebida entonces en este marco de racionalidad política, la biopolítica, para ejercer su poder de muerte, no requiere solamente del estrépito de la guerra, sino además de medidas que sigilosamente arbitran si corresponde intervenir o dejar a su suerte el capital humano del que dispone. Un cálculo relativamente sencillo orienta sus decisiones: si solo hay trabajo para un porcentaje restringido de la población, la vida del resto se vuelve prescindible.
Con esta explicitación del rol proactivo de las tecnologías de poder en “dejar morir”, el pensador francés terminaba de delinear su esbozo de una ontología histórico-política en la que la producción de muerte va de la mano de la promoción de la vida. Más aún, si seguimos a pie juntillas los dichos del propio pensador, podemos afirmar que es parte de su estrategia de expansión.
De allí que, en lugar de aprestarnos a explorar hipótesis que asignan a la muerte un rol liberador, prefiramos seguir las indicaciones del propio Foucault, quien, advertido de que el dispositivo biopolítico no necesita de ninguna otra excusa para matar que la que se deriva de su propia lógica, antes que explorar las posibilidades que se derivarían de la propuesta de una cultura thanática de incierto rendimiento político, optó por puntualizar que es sobre la vida que se apoyan en nuestros días las fuerzas que resisten. Según sus dichos, desde el siglo pasado las luchas que ponen en jaque al poder no se hacen más en nombre de la revolución o de las utopías, sino que reclaman por la vida. En contra de la normalización a la que tiende el dispositivo, revindican el derecho “a encontrar aquello que se es y todo aquello que se puede ser” (191).
En este sentido, podría decirse que las fuerzas que resisten luchan por darse otras técnicas y, por ende, otras modalidades de vida. En este contexto y habida cuenta del rol asignado a la sexualidad como mecanismo regulatorio al servicio de una biopolítica, se atrevió a sugerir otros puntos de resistencia. En sus términos, “Contra el dispositivo de sexualidad, el punto de apoyo del contra-ataque no debe ser el sexo-deseo sino el cuerpo y los placeres” (208). Como sabemos, desde la publicación de los dos últimos volúmenes de Histoire de la sexualité, y vamos descubriendo a medida que se publican los cursos faltantes, nuestro autor se orientó precisamente a reseñar otras tecnologías de vida.
CONCLUSIÓN
Lo expuesto muestra con claridad que, en modo alguno, a Foucault le pasó desapercibido el enorme poder de muerte que ejerce de diversas maneras la biopolítica. En ese sentido, ya en sus primeras exposiciones de la cuestión fue clarificando el sentido de la expresión “dejar morir”, de forma de poner en consideración la lógica mortífera de un dispositivo que es capaz de arrojar en la muerte a una parte importante de la población, por un asunto de cálculo económico, y para ello puede servirse tanto del recurso al racismo como de medidas que ponderan los beneficios de intervenir para optimizar el capital humano. En el curso de esas exposiciones, el autor francés fue delineando una ontología histórico-política que, al igual que en Surveiller et punir, adjudicaba a las prácticas discursivas y a las tecnologías de poder un rol preponderante en la constitución y configuración del sujeto moderno, en el caso del texto sobre las prisiones, y de la vida y la muerte, en el caso de los cursos sobre biopolítica. En referencia a la muerte, esa ontología da cuenta de la peculiaridad que le asignan en nuestros días saberes como la medicina que, a decir de Foucault, se ha convertido en “una técnica política de intervención con efectos de poder propios” (225). Pero, tampoco omite resaltar esta ontología el rol que cumplen las tecnologías de poder, en procura de descalificar y hasta volver imperceptible la muerte, toda vez que la consideran como una delimitación de su poderío. Es en el marco de esta tensión entre la exacerbación de nuestro carácter de mortales y la renegación de la muerte que opera el dispositivo, que se configura nuestra controversial experiencia de la muerte propia y ajena, caracterizada, en ambos casos, por una seria dificultad para apropiárnosla. Es en ese sentido que Philippe Ariès afirma que, en las sociedades modernas, se nos escamotea la muerte.
Ahora bien, justo es reconocer que, contrario a lo que sostienen desde diferentes perspectivas comentadores como Adorno o Miller, Foucault no se dejó embargar por ese espíritu mortuorio. De hecho, como se puede advertir en los cursos posteriores al año 1979, a través de la noción de gobierno, se reorientó hacia el estudio en primer lugar de las relaciones entre ejercicio del poder, manifestación de la verdad y constitución del sujeto en el cristianismo primitivo y la antigüedad clásica, y finalmente, se centró en el análisis del nexo entre el decir verdadero y las modalidades de vida filosófica propuestas por distintas corrientes filosóficas, en particular la de los cínicos, cuya singularidad consistió en encarnar en un modo de vida soberano sus principios.
Con este viraje, Foucault no abandonó su preocupación por el presente, sino que llevó a cabo una exploración que le permitió indagar las posibilidades de “encontrar todo aquello que se es y todo aquello que se puede ser”, cuando las prácticas vigentes no pugnan por normalizarΦ
REFERENCIAS
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