"¿A QUÉ CONTRIBUYE ESTE CONOCIMIENTO?"

Richard Wagner

Si preguntáis para qué puede servir el conocimiento de la decadencia del hombre, dado que todos nos hemos convertido, en virtud de este desarrollo histórico, en lo que somos, se podría en primer lugar con una cierta y reservada distancia rebatir: preguntádselo a los que hicieron, en los más diversos tiempos, verdadera y completamente propio tal conocimiento, y aprended de ellos a compenetrarse con uno mismo. Esto no es nuevo; porque todo gran espíritu ha sido en realidad únicamente guiado por él; interrogad a los grandes poetas de todos los tiempos; interrogad a los auténticos fundadores de las verdaderas religiones. De buena gana, quisiéramos también dirigirnos a los poderosos jefes de estado, si pudiesen darnos garantías de estar verdadera y completamente en posesión de tal conocimiento, lo que es imposible, por la sencilla razón de que los asuntos de que debieron ocuparse les obligaron siempre a situaciones y experiencias de hecho, sin que les fuese concedido dirigir una mirada libre por encima de tales elementos puramente empíricos y sobre sus razones originarias. Precisamente, el jefe de estado es, por contra, aquel que, señalando sus errores, se puede demostrar de modo claro que quiere decir el no haber llegado a aquél conocimiento.

Incluso un Marco Aurelio consiguió sólo llegar a la noción de la nulidad del mundo, pero no a admitir su propia y real decadencia de su mundo, que es otra cosa, y mucho menos llegar a la razón de tal decadencia; sobre esta noción se fundó siempre la concepción pesimista del mundo; la misma concepción, si bien con un cierto criterio de comodidad, por la que se dejan guiar gustosos los hombres de estado y los soberanos déspotas: un conocimiento completo, y de gran amplitud de la razón de nuestra decadencia conduciría a la posibilidad de una completa regeneración, pero esto precisamente dice bien poco de los hombres de estado, dado que un conocimiento tal va más allá del terreno de su violenta pero siempre estéril actividad.

Para darnos, por consiguiente, cuenta de a quien no hay que interrogar para obtener claridad a propósito del conocimiento del mundo, será suficiente considerar las líneas generales de la llamada situación política actual. Se percibirá en seguida el carácter de la misma, echando mano al primer periódico que se nos ponga al alcance, y releyéndolo con el ánimo orientado como si las cosas que en él están impresas no nos interesasen personalmente: no encontraremos sino obligaciones sin bienes, voluntad sin representación, con desmedidas exigencias de poder, que incluso el poderoso dice no poseer, sino que exige un poder aún mayor. Lo que se quiere hacer con todo este poder, sería vano preguntárselo. Nos viene siempre a la mente la figura de Robespierre, quien, después de que la guillotina le hubo quitado de en medio todos los obstáculos que se oponían a sus ideas precursoras de felicidad, no supo ya qué hacer, e intentó salir de apuros con vagas recomendaciones de virtud, del tipo de aquellas que se obtienen mucho más simplemente en una logia masónica. Pero, a lo que parece, hoy, todos los dirigentes de estado tratan de obtener el resultado de Robespierre.

Aún, en el siglo pasado, esto era menos evidente, pues entonces se combatía abiertamente por los intereses de las dinastías, bajo la esmerada vigilancia de los jesuitas, que, desgraciadamente, incluso últimamente, han conducido a la ruina al último monarca de los franceses. Este creía, para seguridad de su dinastía, y en interés de la civilización, frustrar a Rusia sus propósitos; pero en vista de que Prusia no le ha dejado actuar, ha surgido una guerra por la unidad germánica. La unidad germánica ha sido lograda y firmada contractualmente: lo que quiera significar sería, sin embargo, difícil decirlo. Naturalmente terminaremos por comprenderlo apenas hayamos alcanzado una mayor potencia. La unidad germánica tiene, efectivamente, el deber de mostrar los dientes a todos, aun cuando nada haya que masticar. Parece encontrarse frente a Robespierre, en medio del Comité de Salud Pública, con un serio semblante encaminado, con su orgullosa soledad, a procurarse los medios para ampliar su poder. Prestamos, con todo, gustosos, fe a sus aseveraciones acerca de su amor por la paz; lo triste es, desgraciadamente, que la paz no se puede obtener sino por la guerra, y si bien nosotros no hemos renunciado a la esperanza de ver alguna vez realizada una auténtica paz por medios pacíficos, el poderoso hombre político, que ha destruido al último obstaculizador de la paz, habría podido intuir que, a la guerra, malvada y horrenda, que fue desencadenada, habría debido seguir un otro tipo de paz, distinto del pacto Frankfurt am Main, el cual no hace sino preparar los elementos de una nueva guerra. Un conocimiento de las necesidades y posibilidades de una propia y auténtica regeneración del género humano, víctima de la civilización de la guerra, habría podido inducir a extender un tratado de paz, en virtud del cual, la paz mundial hubiese sido realmente algo positivo: no tratar de conquistar fortalezas sino de derribarlas por los suelos, ni de echar mano a garantías como prenda de una futura seguridad en caso de guerra: Solo se habló de derechos históricos contra pretensiones asimismo históricas, todas fundadas, mesuradas y modeladas sobre el derecho de conquista. Hay que reconocer precisamente que el hombre de estado no puede ver, con su mejor voluntad, nada más de lo que se ha visto en este caso. Todos elaboran fantasías de paz mundial; también Napoleón III pensaba en ello, sólo que debía arreglar las cuentas con Francia: que los poderosos no saben conseguir la paz, sino protegida por una enorme cantidad de cañones.

De cualquier modo, aun cuando nuestro conocimiento debiese parecer inútil, no hay duda de que el que tienen (sic) del mundo los grandes hombres de estado es, sin más, fuente de desdichas.

He constatado, desde hace tiempo, que mis observaciones sobre la decadencia del arte no han encontrado mucha oposición, mientras mis ideas en torno a una regeneración del mismo han suscitado, por el contrario, violentas discusiones. Dejando aparte, sin embargo, a los optimistas y esperanzados pupilos de Abraham, podemos también pensar que la concepción de la decadencia del mundo, de la degeneración y maldad de los hombres en general, no despertara demasiados resentimientos: todos saben qué piensan los unos de los otros; y la misma ciencia no recapacita en ello, porque ha aprendido a arreglar cuentas con el "constante progreso". Pero, ¿la religión? La indignación de Lutero estalló por las sacrílegas indulgencias de la Iglesia romana que, como es sabido, se podían ganar en anticipo de los pecados venideros: sólo que su celo llegó demasiado tarde; el mundo aprendió bien pronto a subestimar el pecado y ahora se espera la redención de los males en base a la física y la química.

Digámoslo francamente: no es difícil conseguir que el mundo reconozca el beneficio de nuestro conocimiento, incluso si está perfectamente convencido de la inutilidad del común conocimiento del mundo. No nos dejemos, sin embargo, desviar por esto del indagar más de cerca la sustancia de aquel beneficio. A tal fin no nos dirigiremos a las masas obtusas, sino a los espíritus mejores, a través de cuya oscuridad, en la que están todos envueltos, no pasa desgraciadamente aún para las masas el rayo liberador del conocimiento verdadero. Tal falta de claridad, aún en estos mejores espíritus, es tan grande, que es realmente sorprendente ver cómo las mismas mentes más altas de todo tiempo han estado confundidas e inducidas a juicios superficiales. Piénsese, por ejemplo, en Goethe, que afirmaba que Cristo era una figura problemática, y el buen Dios estaba ya completamente pasado de moda, reservándose no obstante el derecho de reencontrarle a su modo en la naturaleza; lo que acabó por conducir a toda clase de intentos de experimentos físicos, cuya práctica continua ha arrastrado a la inteligencia actual a la conclusión de que no hay ningún Dios, sino sólo "materia y energía". Debía corresponder a un gran espíritu —¡pero qué tarde!— la misión de dar luz en la confusión más que milenaria por la cual el concepto hebraico de Dios había alcanzado a todo el mundo cristiano: y no hay duda de que sólo gracias al iluminado continuador de Kant, Arthur Schopenhauer, el inquieto pensamiento ha podido al fin poner pie sobre el terreno de un propia y auténtica ética.

Quien quiera hacerse una idea de la confusión del pensamiento moderno, y de en qué medida el intelecto de nuestro tiempo está paralizado, considere tan sólo las singulares dificultades que encuentra la comprensión del más claro de todos los sistemas filosóficos, es decir, el de Schopenhauer. La razón de ello resulta evidente apenas se reflexione que la verdadera comprensión de esta filosofía incita a una transformación radical de nuestro tradicional modo de ver las cosas, no distinta de la que se produjo cuando los paganos abrazaron el cristianismo. Y aún es espantosamente deplorable - que los resultados de una filosofía que se funda en una ética perfecta, sean considerados de naturaleza pesimista; de lo que se deduce que aspiramos en realidad a ser optimistas sin una verdadera eticidad. El hecho de que la despiadada renuncia de Schopenahuer al mundo, tal y como se nos muestra únicamente en su aspecto histórico, tenga su razón en la maldad de los corazones, asusta solamente a los que no se toman la molestia de aprender precisamente los únicos caminos que Schopenhauer señala para llegar la transformación de la desviada virtud mundana. Estos caminos, que verdaderamente pueden conducir a una esperanza, están sin embargo indicados con gran claridad y precisión por nuestro filósofo, en un sentido que corresponde al de la más sublime de las religiones; y no es culpa suya el que la preocupación de trazar una exacta representación del mundo, que sólo él consiguió percibir ocupe de modo tan exclusivo su mente, que lo induzca a dejarnos después a nosotros la tarea de indagar más de cerca y seguir aquellos senderos que, por otra parte no se pueden recorrer sino con nuestros propios pies.

En este sentido, y como encaminamiento a un recorrido autónomo de los senderos de la verdadera esperanza, no se puede menos que, según la situación de nuestra educación actual, recomendar fundamentalmente colocar la filosofía de Schopenhauer en la base de todo paso ulterior de nuestra cultura espiritual y moral; y no tendremos que pensar ya en otra cosa. Si tuviésemos éxito en esto, las ventajas de una benéfica y real regeneración serían incalculables considerando a qué deficiencias morales y espirituales nos ha conducido la carencia de un verdadero conocimiento fundamental de la esencia del mundo.

Los papas sabían muy bien lo que hacían cuando sustraían al pueblo la Biblia, ya que el Viejo Testamento, en concreto, unido a los Evangelios, podía llegar a desviar el puro pensamiento cristiano, hasta el punto de hacer posible la justificación de toda violencia e insensatez, por lo que el empleo de tales instrumentos pareció sabio reservarlo a la Iglesia, que no dejarlo al dominio del pueblo. Hay que considerar precisamente como una particular desgracia el hecho de que Lutero no haya tenido, contra la degeneración de la Iglesia romana, ninguna otra arma de autoridad a su disposición que precisamente la Biblia, de la que no pudo omitir ni una línea, porque de otro modo se le habría escapado de las manos su misma arma. Esta le sirvió para recopilar un catecismo destinado a la masa popular, que había quedado sin guía; con que desesperación, no obstante, se aprestó a ello, se puede intuir de la conmovedora introducción que precede a aquel pequeño libro. ¡Escuchamos y entendemos el sentido del grito de dolor y de compasión que se elevó del pecho del reformador con el apresuramiento de quien está salvando a un ahogado, cuando, en el momento del mayor peligro, echó una mano a su pueblo ofreciéndole el alimento espiritual y la vestimenta que encontró disponible! Entonces encontraremos también el valor de sustituir en adelante aquel alimento, hoy ya inadecuado, por algo más sólido, para encontrar el camino de salida, recordemos las bellas palabras escritas por Schiller en una de sus cartas a Goethe:"El verdadero carácter del cristianismo, que los distingue de todas las religiones monoteistas, no consiste en otra cosa que en la suspensión de la ley, del imperativo kantiano, cuyo puesto es sustituido por la libre elección; es, pues, en su forma pura, expresión de una noble eticidad y de la humanización de lo sacro, y en este sentido, la única religión verdaderamente estética". Si de lo alto de este concepto echamos una mirada a los diez mandamientos de la ley mosaica, a los que también Lutero creyó que debía obligarse a un pueblo completamente embrutecido espiritual y moralmente por la señoría de la Iglesia romana y del brazo secular germánico, no encontramos en ellos nada de verdaderamente cristiano; mirando bien en el fondo, son moralmente prohibiciones, a las cuales sólo las explicaciones y comentarios de Lutero confieren el carácter de mandamientos. No nos corresponde aquí a nosotros la tarea de hacer una crítica de los mismos, ya que acabaríamos sólo en nuestra legislación penal y de policía, a la cual aquellos mandamientos han pasado en herencia con finalidad de bienestar burgués; se llega, incluso, al castigo del ateismo, con un cierto respeto humano para "los otros dioses junto a mí".

Dejemos, pues, estos mandamientos, por demás bien custodiados, fuera de discusión, y miremos al mandamiento cristiano —suponiendo que se pueda hablar aún de mandamiento— en el panorama de las tres llamadas virtudes teológicas. Estas son, generalmente, citadas en un orden que no nos parece del todo idóneo a fin de expresar el verdadero sentido cristiano, que nos parece mejor precisado diciendo "amor, fe y esperanza" antes que "fe, amor y esperanza". Hacer de esta redentora y serenadora trinidad un complejo de virtudes por antonomasia, y prescribir su ejercicio como mandamientos puede parecer lógico, dado que son consideradas como dones de la gracia. Qué frutos produce en quienes se compenetran con ellas podemos intuirlo rápidamente, si primero nos ponemos a considerar bien qué extraordinaria exigencia implica para el hombre natural el mandamiento del "amor" en el sublime sentido cristiano. ¿Por qué naufraga toda nuestra civilización sino por falta de amor?

Los jóvenes a quienes se les va descubriendo con creciente claridad el mundo actual ¿cómo puede amarlo, sino se les recomienda más que prudencia y recelo en los contactos con el mismo? Podría existir sólo un camino en la dirección exacta: ni más ni menos que el de entender la aridez del mundo bajo la forma del dolor: la compasión que surgiría de ello nos daría la fuerza necesaria para sustraernos a las causas del mismo, esto es, al deseo de las pasiones, calmando el dolor de los otros. ¿Pero cómo despertar en el hombre natural el conocimiento necesario, dado que es precisamente el prójimo el elemento más incomprensible del mundo? Es imposible despertar en este sentido un conocimiento únicamente mediante mandamientos; sólo puede ser suscitado mediante un justo encaminamiento a la comprensión del origen natural de todo lo que vive. Lo único que, en nuestra opinión, puede conducir del modo más seguro, o mejor dicho, del único modo seguro, a una comprensión verdadera, es la doctrina de Schopenhauer, cuyo resultado final, para vergüenza de todos los sistemas filosóficos precedentes, es el reconocimiento del significado moral del mundo, resultante, en la cima del conocimiento, de la propia ética de Schopenhauer. Sólo el amor que surge de la compasión, hasta la total anulación del egoísmo es el amor cristiano que redime: en él están comprendidas automáticamente, también, la fe y la esperanza, la fe como conocimiento infalible, confirmada por la norma divina, de ese significado moral del mundo; la esperanza, como el saber beatificante de la imposibilidad de un engaño de aquel conocimiento.

¿De dónde podremos sacar una indicación más clara que dirigir al ánimo angustiado por el engaño de la apariencia material del mundo, sino de nuestro filósofo, cuya palabra, en nuestra opinión, puede ser comprendida incluso por el intelecto del hombre más en ayunas de ciencia? En tal sentido, se podría intentar un compendio para uso popular de la excelente disertación titulada: "Especulación trascendente a la aparente determinación en el destino del individuo"; ¡Qué fácil sería entonces entender en su verdadero significado esa "Providencia Eterna" de la que tanto uso se hace en el habla vulgar, con el resultado que el contrasentido contenido en su expresión literal acaba por inducir al que desespera al más craso ateísmo! Los que se dejan intimidar por la arrogancia de nuestros físicos y químicos, y temen parecer deficientes, al costarles aceptar la explicación del mundo en base al dogma de la "materia y energía", harían bien en dirigirse a nuestro filósofo, con lo que, en nuestro parecer, advertiría pronto qué clase de grosería se halla bajo los esquemas de los "átomos" y de las "moléculas". Por otra parte, ¡qué enorme ganancia obtendrían, por un lado, los que están asustados ante las amenazas de la Iglesia, por otro, los que se ven ya inducidos a la desesperación a causa de las afirmaciones de nuestro físicos, una vez que la noble estructura de la trinidad "del amor, de la fe, y de la esperanza" uniesen un claro conocimiento de la idealidad del mundo, determinada por las leyes del espacio y el tiempo, que son las únicas cosas que están en la base de nuestra percepción. Con esto, terminarían de parecer dignas sólo de serena sonrisa las preguntas que suele hacerse al espíritu íntimo del hombre en torno al "dónde" y "cuándo" del "otro mundo". Porque si hay una respuesta a estos problemas tan importantes, sin duda nos la ha dado nuestro filósofo, con insuperable precisión y belleza, cuando ha definido así la idealidad del tiempo y del espacio: "Paz, calma y serenidad, hay sólo allí donde no existen ya ni un dónde ni un cuándo".

El pueblo, del cual por desgracia, estamos temerosamente alejados, pretende una representación sensible y realista de la eternidad divina en sentido afirmativo, que puede serle proporcionada, por la propia teología, sólo en el sentido negativo de la "extemporaneidad". Incluso la religión sólo ha conseguido satisfacer esta necesidad mediante mitos e imágenes alegóricas, de donde después derivó la Iglesia su construcción dogmática, la cual está ya en ruinas. Cómo, sin embargo, sus piedras dispersas han servido de base a un nuevo arte, que el mundo antiguo no había conocido jamás, es lo que he intentado demostrar en mi artículo precedente sobre "Religión y Arte". Qué significado, con todo, podría adquirir este mismo, arte incluso para el "pueblo", una vez liberado de las exigencias inmorales que le abruman es algo que debemos considerar seriamente. A este fin, podría de nuevo orientamos nuestro filósofo, abriendo un horizonte enormemente rico de promesas, una vez que nos tomemos la molestia de profundizar en el contenido de la profunda observación debida a su pluma: "La perfecta satisfacción, la condición verdaderamente deseable de la existencia, se nos manifiesta sólo bajo la forma de imagen, es decir, en la obra de arte, en la poesía, en la música. Parece casi que todo esté realmente presente en algún mundo ideal". Lo que en el contexto de un discurso estrictamente filosófico, parece casi dicho como diversión, puede servir muy bien como punto de partida de serias deducciones ulteriores. El símbolo de la obra de arte puede, con el arrobamiento que provoca sobre el espíritu, conducirnos al claro reencuentro de aquel arquetipo, cuyo "lugar" puede aparecer únicamente a nuestra interioridad, repleta, más allá de todo tiempo y espacio, de amor, de fe y esperanza.

Pero la más grande de las artes no puede encontrar la energía necesaria para una tal revelación, si le falta el fundamento del símbolo religioso, es decir, la imagen de un orden moral del mundo, mediante el que el pueblo puede llegar a comprenderla: extrayendo de la misma vida los símbolos de lo divino, sólo la obra de arte puede conducirlo cerca de la vida, incitándolo a la paz y a la liberación del mundo.

Con esto podremos considerar definido un campo de indagaciones cuyos límites no son fáciles de percibir, por su misma lejanía de la vida común, pero cuya búsqueda es, sin embargo, extremadamente importante. Que para esto no puede servir de guía el hombre político creemos haberlo expuesto claramente, y es por ello importante mantenemos lejos del terreno político, el cual no puede dar ningún fruto a nuestras indagaciones. Por el contrario, debemos acercarnos a todo sector humano que pueda conducirnos a la conformación de una verdadera eticidad. Nada más puede animarnos sino el ganar compañeros y colaboradores. Ya tenemos muchos; así, por ejemplo, nuestra participación en el movimiento contra la vivisección nos ha hecho conocer espíritus afines en el campo de la fisiología, que con sus conocimientos especializados han estado a nuestro lado en la lucha contra la malvada ceremonia de esos malhechores autorizados por la ciencia, si bien —¡Cómo no podía ser de otro modo!— sin resultado práctico por ahora. Las asociaciones, a las cuales parece casi naturalmente restituida la actuación práctica de nuestras ideas, las hemos nombrado ya otras veces, y ahora no nos queda sino desear ver venir a nosotros a colaboradores capaces de encontrar sus particulares intereses en otro más grande, que puede expresarse poco más o menos de este modo: reconocemos el principio de la decadencia de la humanidad histórica y la necesidad de una regeneración; creemos en la posibilidad de esta regeneración y nos dedicamos a su promoción en todos los sentidos.

Es dudoso si la colaboración de una tal asociación podrá extenderse mucho más allá de los fines próximos de las comunicaciones a un patronato de festivales teatrales. Sin embargo, queremos esperar que los honorables miembros de este patronato dediquen, de ahora en adelante, y de buena gana, su atención a estos temas. Por lo que respecta al autor de las presentes líneas, él, de cualquier modo que sea, declara que de ahora en adelante no se ocupará más de comunicaciones de tal género.

Bayreuther Blätter, diciembre de 1880Φ