APARIENCIA Y REALIDAD EN LA ECONOMÍA NEOCLÁSICA Y EL HIPIAS DE PLATÓN*


Germán Ulises Bula Caraballo: colombiano. Magíster en Filosofía. Docente Facultad de Filosofía Universidad de la Salle. Estudiante Doctorado Interinstitucional en Educación Universidad Pedagógica Nacional. gbulalo@unisalle.edu.co


RESUMEN

El presente artículo, siguiendo el planteamiento de Paul Krugman, analiza los fallos de la profesión económica que llevaron al desplome en esa materia, en el 2008, en términos de ciertas actitudes frente al conocimiento exhibidas por los sofistas de los diálogos platónicos y en particular por Hipias en el Hipias mayor. Se abordan la sugerencia de Krugman de que los economistas confundieron lo bello con lo verdadero; la relación entre las burbujas económicas y las burbujas cognitivas; el proceder de sofistas y economistas cuando se enfrentan a la reductio ad absurdum; y la confusión entre el éxito y el indicador del éxito. Finalmente, se hacen algunas sugerencias para la disciplina económica a partir de la ironía socrática.

Palabras clave: Economía neoclásica, Platón, sofistas, argumentación, ironía.


APPEARANCE AND REALITY IN NEOCLASICAL ECONOMICS AND PLATO’S HIPPIAS MAJOR

ABSTRACT

The text, following Paul Krugman’s analysis, analizes the failures of the economic profession that led to the crisis of 2008 in terms of certain sophistic attitudes towards knowledge that are exemplified in Plato’s dialogues, specially Hippias Major. Krugman’s suggestion that economists confuse the beautiful with the true is analyzed, as well as the relationship between economic and cognitive bubbles, the procedure of both sophists and economists when faced with a reduction ad abusrdum, and the confusion between success and indicators of success. Finally, some suggestions for the economic profession are made in terms of socratic irony.

Keywords: Neoclassical economics, Plato, sophists, argumentation, irony.


APARIENCIA Y REALIDAD EN LA ECONOMÍA NEOCLÁSICA Y EL HIPIAS DE PLATÓN

Como reacción al desplome económico del 2008 en el mundo, el texto de Paul Krugman How Did Economists Get It So Wrong (2009) se pregunta por las fallas en la disciplina de la economía que llevaron no solo a la incapacidad para predecir y prevenir el desastre, sino a una ingenua creencia en la eficiencia del mercado según la cual las recesiones serían imposibles o fácilmente corregibles mediante la inyección de capital; o bien, en una veta más perversa, que las fallas catastróficas del mercado son necesarias y deseables. La falla principal, de acuerdo con Krugman, fue que los economistas confundieron lo verdadero con lo bello. En lo que sigue, intentaremos mostrar que si el diagnóstico de Krugman es cierto, el error de los economistas coincidiría con cierta actitud que caracteriza a los sofistas en los diálogos de Platón, y en particular a Hipias, protagonista de dos de ellos (Hipias mayor e Hipias menor, así llamados por el tamaño de uno y otro). Esto, a su vez, permitirá pensar los problemas de la economía en un marco más amplio que el de los debates inmersos en la misma disciplina, al vincularlos con ciertos peligros y vicios que pueden afectar a cualquier saber y que tienen que ver con una manera básica de enfrentar la vida, que fue la que Sócrates combatió mediante sus intervenciones públicas y privadas.

Este es un texto de filosofía, cuyo propósito es reflexionar sobre la manera en que ciertas actitudes existenciales influyen en el devenir de la ciencia. En tal sentido, el texto supondrá que el análisis de Krugman es correcto, y no tendrá por objeto los objetos de estudio de la economía, sino el devenir de la disciplina misma (es decir, no hablaremos de bienes y dinero si no de economistas). Se hará una rápida exposición de las ideas de Krugman y un recorrido por el Hipias mayor de Platón,1 centrada en la figura de Hipias y su manera de ser y pensar, para mostrar cómo los fallos de la economía diagnosticados por Krugman responden a la manera de ver y ser del sofista. Finalmente expondremos lo que consideramos que podrían aprender de Sócrates los economistas.

Por supuesto, los contextos sociales y económicos de Estados Unidos en el 2008 y la Atenas del siglo IV a. C. difieren de manera importante; por ejemplo, la teoría y la práctica económica modernas se caracterizan por hacer abstracción de los aspectos morales, mientras que estos son un aspecto determinante de la vida económica de la Antigüedad (Finley, 2004). Pero la reflexión que aquí proponemos no tiene que ver con teorías económicas, sino con una actitud ante la vida y el saber retratada por Platón que, esperamos mostrar, resulta relevante para comprender algunos aspectos de la disciplina económica en la actualidad.


LA CRISIS DEL 2008 Y EL MODELO NEOCLÁSICO

En el año 2008, antes del colapso económico que la tomó por sorpresa, la disciplina económica —el grueso de ella— se felicitaba a sí misma por sus éxitos teóricos y prácticos: en efecto, sus dos escuelas de pensamiento principales, si bien diferían en ciertos puntos, prescribían esencialmente una misma manera de manejar la economía, y esa convergencia se consideraba un punto de llegada para la disciplina. Según Krugman (2009), la disciplina habría entrado en una especie de Medioevo en el que ciertos conocimientos se habían olvidado a medida que se desvanecía la memoria de la Gran Depresión de los años treinta y las doctrinas de Keynes se abandonaban a favor del viejo mercado idealizado del liberalismo clásico, vertido ahora en modelos matemáticos más complejos y desarrollados.

En tanto que Keynes (1965) desconfiaba de la capacidad del mercado libre para abogar por un control de la depresión a través de la intervención gubernamental, mediante la inyección de capital y la inversión en obras públicas (mejorando así la infraestructura productiva y poniendo a circular dinero para reactivar la demanda), los economistas neoclásicos, dominantes a partir de la segunda mitad del siglo XX, siguiendo a Friedman, reafirmaban la fe en la capacidad del mercado libre de asignar de la manera más eficiente los recursos. Friedman explicaba las recesiones (que son caídas en el nivel de la demanda) como efecto de la escasez del dinero; pensaba, por tanto, que el único papel del gobierno en la regulación de la economía debía ser el de incrementar el suministro de dinero cuando fuera necesario, a través de una reducción de las tasas de interés por parte del banco central. Así, a medida que la fe en el mercado se radicalizó, esta posición de Friedman llegó a considerarse neo-keynesiana, pues los economistas neoclásicos de generaciones posteriores llegaron a desestimar inclusive la intervención limitada que Friedman pedía para el gobierno, llegando con esto al extremo de regresar a posiciones como la de Schumpeter, quien veía las depresiones como formas necesarias de autorregulación del mercado.

Varios factores contribuyeron a este cambio en la disciplina, como la estanflación de los años setenta (que parecía refutar las políticas keynesianas), el giro hacia la derecha que dio la política en la misma época, y los mayores incentivos profesionales para los economistas que adoptaban un punto de vista neoclásico. No obstante, para Krugman (2009), el factor principal fue el atractivo intrínseco de los modelos en boga. Si se asume la plena racionalidad del mercado (esto es, que los inversionistas, en conjunto, toman las decisiones de compra y venta más racionales dada la información disponible en el momento, lo que redunda en un precio óptimo de los bienes), es posible crear modelos matemáticos del mercado claros, elegantes, altamente predictivos y fértiles en aplicaciones prácticas ––siempre y cuando se asuma que corresponden a la realidad—.

Por ejemplo, la “hipótesis del mercado eficiente” permitió la creación del Modelo de Determinación de Precios de Activos y Capitales (CAPM, por sus siglas en inglés), un modelo matemático de la economía que, si se asumen sus premisas, permite tomar decisiones de inversión y sirve de base para la creación de instrumentos financieros complejos como los derechos sobre créditos; al tiempo que deja a los economistas lucir sus habilidades matemáticas, dada la complejidad de los cálculos que implica. Cabe anotar que este tipo de predicción exacta y elegante solo es posible si se asume que el mercado no tiene distorsiones.

Un corolario de la hipótesis es que las burbujas económicas —cuando ciertos bienes son sobrevaluados por el mercado durante un tiempo, hasta que se da una corrección violenta del precio con grandes pérdidas para quienes invirtieron en dicho bien— son axiomáticamente imposibles pues, de acuerdo con la hipótesis, el mercado no sobrevalora los bienes sino que les adjudica su precio intrínseco exacto.

Los cambios en la teoría tuvieron efectos en la práctica: la confianza en la sabiduría del mercado hizo que se llenaran los cargos dedicados a la regulación financiera con personas que no creían en la regulación, y que no se tomaran precauciones contra las burbujas económicas, que fueron consideradas quimeras a la luz de la teoría. En concreto, la crisis económica del 2008 tuvo como detonante la burbuja del mercado de la vivienda que los economistas neoclásicos 2 consideraban imposible, los préstamos de alto riesgo que se negaron a regular y los derechos sobre créditos, producto del CAPM, que se suponía estabilizarían el mercado y en realidad contribuyeron a una mayor desestabilización.

Hubo voces que se opusieron a las decisiones que tomó el grueso de la profesión económica (entre ellas, la del propio Krugman), y hubo advertencias más concretas, tales como las caídas en el mercado de valores de comienzos de los años setenta, y el desplome del Dow Jones de 1987, pero estos hechos poco afectaron lo que Krugman llama “la fuerza de una hermosa idea” (2009).

La única herramienta que el consenso económico dejó en pie para controlar la crisis del 2008 fue la inyección de dinero mediante el control de las tasas de interés (que los neokeynesianos consideraban un remedio efectivo a corto plazo y los neoclásicos pensaban que no hacía ni bien ni mal, ya que un suministro mayor de dinero redundaría en una reducción del valor del mismo). Las tasas fueron bajadas hasta casi cero, sin que pudiera revertirse el desplome económico.

Hay quienes se aferran tercamente a la teoría de la racionalidad del mercado, como Casey Mulligan (2012), quien atribuyó el alto desempleo a la voluntad de las personas de no trabajar, producto de una ampliación en los beneficios para desempleados (sin duda un absurdo, que discutiremos en la siguiente sección), pero, frente a la necesidad, de mala gana y arrastrando los pies, con el estímulo económico de Obama en el 2009 y con la ley de regulación financiera Dodd-Frank, se inició un penoso retorno a Keynes.


HIPIAS Y LOS NEOCLÁSICOS

Los sofistas de la Grecia del siglo V a. C. practicaban y enseñaban la retórica, el arte de ganarse la adhesión de un auditorio en una conversación, con independencia de la verdad de la proposición defendida. A esta práctica la acompañaban ciertas posiciones filosóficas consistentes con la misma: en muchos casos sostenían una teoría convencional de la justicia (lo justo no es otra cosa que aquello que un pueblo ha decidido considerar tal, ver Bayona, 1999) y exaltaban el poder sobre los hombres como valor máximo (vale más un retórico que un médico; si uno y otro tratan de convencer a un paciente de tomar medicamentos distintos, prevalecerá el sofista; (Platón, 1983 , 452e). También era consistente con la práctica retórica una cierta actitud hacia la discusión y el debate: no discutían con otros para enriquecer sus propias posiciones o para poner a prueba la validez de sus ideas, sino para ganar la discusión, y aumentar así su prestigio como retóricos (ver Bula, 2005); y en general, guardaban una actitud de jactancia, autoexaltación y seguridad en las propias opiniones.

A esta práctica, actitudes y creencias se opuso Sócrates, quien afirmaba debatir con otros para llegar a la verdad (por ejemplo, en (Platón, 2002, 336e-337a), ver Bula 2005). Rechazaba adornar los discursos para complacer al público (Platón, 1983, 17a-17d), consideraba la justicia, y no el poder, como el valor supremo (por ejemplo, en el Gorgias o el primer libro de la República), buscaba valores como lo bello o la justicia como si fueran ideas objetivas independientes del consenso popular, y tenía frente a su propio saber una actitud profundamente escéptica e irónica (Platón, 1983, 376b-376c, ver Vlastos, 1987). Para Sócrates, la retórica es una parte de la adulación, “cierta ocupación que no tiene nada de arte pero que exige un espíritu sagaz, decidido y apto por naturaleza a las relaciones humanas” (Platón, 1983 , 463 a). No se trata de una ciencia, de un saber propiamente dicho, sino de ganarse astutamente a las personas complaciéndolas; a este respecto.

La sofística y la retórica producen la apariencia de aquello que una ciencia verdadera produce en realidad. En pocas palabras, son prácticas de la superficie y de la apariencia. Bula (2012) ha relacionado este rasgo de la sofística con la tendencia actual a buscar la satisfacción de los indicadores que miden el éxito en un campo más que el verdadero bien en dicho campo; por ejemplo, la tendencia de los colegios a enseñar para producir buenos resultados en las pruebas estandarizadas en lugar de enseñar para dar una educación integral y enriquecedora. Proponemos que el fallo que diagnostica Krugman en los economistas neoclásicos tiene que ver con esta tendencia general, lo que se puede mostrar a través de la figura de Hipias.

El sofista Hipias, interlocutor de Sócrates en dos diálogos, encarna en su persona y actitud la esencia de su práctica. El Hipias mayor comienza así:

Hipias nos presenta su personalidad jactanciosa, la misma que dice “nunca he encontrado a nadie superior a mí en nada” (Platón, 1983, 346a). Por su parte Sócrates, con su selección de los apelativos “elegante y sabio”, nos hace preguntarnos si está hablando de manera irónica. Su siguiente intervención proporciona una pista:

Sócrates elogia a Hipias por su capacidad de ganar dinero y por la fama que ha sido capaz de granjearse. Es decir, elogia a Hipias no por su sabiduría o capacidad sino por lo que serían indicadores externos de la misma, y en esto hay al mismo tiempo un elogio y una crítica. Es, pues, un ejemplo de lo que Vlastos (1987) llama ironía compleja; mientras que en la ironía simple tan solo se da a entender algo enunciando su contrario, en la compleja se da a entender tanto lo que se dice como su contrario: la alabanza superficial a Hipias por lograr ciertas metas oculta una crítica a los objetivos que Hipias ha elegido.

En efecto, Sócrates busca contrastar la pretendida sabiduría de Hipias con la de los sabios antigüos más reconocidos: “Ahora, Hipias, ¿cuál es realmente la causa de que los antigüos, cuyos nombres son famosos por su sabiduría: Pítaco, Bías, Tales de Mileto […], todos o casi todos se hayan mantenido alejados de los asuntos públicos?” (Platón, 1983, 281c). Hipias, en lugar de reconocer que quizás la búsqueda de dinero y renombre público no es acorde con la sabiduría, es llevado a afirmar la superioridad de los sofistas de su tiempo por sobre los sabios del pasado,precisamente porque estos no ganaban tanto dinero:

Aquí se nos aparece una similitud (por ahora superficial) entre Hipias y los economistas: Hipias no dice que los sofistas sean mejores porque hagan mejores discursos o sean mejores maestros que los sabios antigüos, sino porque ganan más dinero. En el mismo sentido, Schumacher (1983, p. 45) ha llamado superficial a la economía clásica en cuanto solo se limita a considerar el precio de las mercancías, soslayando rasgos cualitativos de importancia para el análisis económico (por ejemplo, la diferencia entre mercancías renovables y no renovables). En el pensamiento neoliberal, se llega a pensar que la sabiduría de un ser humano (su personal knowledge) se puede medir por su éxito en el mercado (Vergara, 2005,p. 48).

Sócrates insiste en cuestionar la propiedad de que un maestro reciba recompensas económicas apelando a la ley de Lacedemonia, la cual prohíbe que se pague a maestros extranjeros. Ensaya para esto el procedimiento de la reducción al absurdo, esto es, derivar una consecuencia contradictoria de un conjunto de premisas para mostrar que estas deben revisarse.3 Le hace admitir a Hipias que, según su propia manera de pensar, a) los lacedemonios tienen buenas leyes y son respetuosos de la ley; b) sería beneficioso para los lacedemonios que le pagaran por sus enseñanzas y c) que “lo más beneficioso es lo más propio de la ley” (Platón, 1983, 285a); ahora bien, de b) y c) se seguiría que “infringen la ley los lacedemonios no dándote dinero ni confiándote a sus hijos” (285b), conclusión evidentemente absurda y que riñe con a), por lo que debería llevar a Hipias a revisar sus propias premisas acerca de su propio valor, de la propiedad de cobrar por la enseñanza, de su opinión sobre los lacedemonios o de la naturaleza de la ley.

Por el contrario, Hipias responde así: “Estoy de acuerdo en esto, pues me parece que hablas en mi favor y no debo oponerme” (285b). Frente a la reducción al absurdo, Hipias, por conveniencia, ha decidido aceptar la conclusión absurda que se le propone como cierta, aun si esto implica una contradicción con una premisa previamente aceptada (la premisa a). A falta de un nombre técnico para este procedimiento, proponemos el de “tragarse el sapo”. Tiene que ver con la acusación que Laques, en el diálogo que lleva su nombre, lanza a Nicias, de ocultar sus contradicciones porque: “[…] no quiere reconocer que dice bobadas y se revuelve arriba y abajo intentando ocultar su apuro” (Platón, 1983, 196b). Se trataría de aceptar un corolario contradictorio o contraintuitivo de una premisa porque se desea mantenerla en pie en lugar de revisarla: Laques acusa a Nicias (quien concibe el valor como un tipo de saber) de sostener que los animales no pueden ser valientes solo para no tener que aceptar que ha errado en su definición del valor (197a-197c); mientras que Hipias sostendría a un tiempo que los lacedemonios son respetuosos de la ley y que la violan sea para no tener que admitir su error o bien porque les conviene el corolario. Habría que contrastar esta resistencia a la refutación con, por ejemplo, la disposición de Eutifrón a modificar su primera postura cuando esta es refutada (Platón, 1983, 7a-9e). Un ejemplo más: ante la evidencia de fósiles antediluvianos, pensadores del siglo XIX como Phillip Gosse (1857), deseosos de realizar una interpretación literal de la Biblia, sostuvieron que Dios colocó los fósiles en la Tierra para poner a prueba nuestra fe. En lugar de revisar la premisa de la verdad literal de la Biblia en cuanto a la edad de la Tierra, optaron por tragarse el sapo y aceptar el incómodo postulado de un Dios bueno que, no obstante, intenta engañar a los seres humanos.

Recordemos la manera en que Mulligan (2012) concilia la racionalidad del mercado con la recesión: la ampliación de los beneficios de desempleo habría causado un descenso en la oferta laboral. Dicho de otro modo, ante los tentadores beneficios del desempleo, una gran porción de los estadounidenses habría decidido rascarse el ombligo en lugar de buscar trabajo: el absurdo salta a la vista, si se tiene en cuenta lo magros que son los beneficios y el sufrimiento humano que implica el desempleo para la mayoría de las personas. Ahora bien, si a) el modelo económico que manejo afirma que el mercado es perfectamente racional b) hay altos niveles de desempleo, ¡solo puede seguirse que el desempleo es voluntario! De lo contrario, Mulligan tendría que revisar la premisa a), la validez de su modelo (dado que un dato duro como b es difícil de negar). Se resiste a la reducción al absurdo de la misma manera que Hipias, aceptando la conclusión absurda en lugar de revisar la premisa que la produjo. De manera más amplia, Krugman (2009) pinta un panorama de resistencia por parte de la profesión económica a revisar sus supuestos, aun ante señales de peligro como el desplome del Dow Jones en 1987.

Tenemos, pues, por ahora, dos similitudes entre Hipias y los economistas: 1) el uso del dinero como única medida de valor, o medida de valor por excelencia; 4 y 2) una cierta resistencia al procedimiento lógico de la reducción al absurdo, esto es, preferir tragarse el sapo de la conclusión absurda en lugar de revisar sus premisas. Estas dos características se enlazarán cuando veamos una tercera, a partir de lo que Hipias tiene que decir con respecto a la belleza.


LA PREGUNTA POR LO BELLO

No obstante la negativa de los lacedemonios a pagar dinero a Hipias, este sostiene que los lacedemonios escuchan con agrado sus bellos discursos. Sócrates aprovecha la ocasión para pedirle a Hipias que defina lo bello, suponiendo que solo se puede hablar de lo bello si se conoce la definición o esencia de la palabra (Farieta, 2002). Sócrates se toma el trabajo de aclarar que no busca ejemplos de lo bello sino aquello por lo cual las cosas bellas son bellas; no obstante, la respuesta de Hipias es que lo bello es una bella doncella (Platón, 1983, 287b-287e). Más aún, Hipias no parece distinguir entre la pregunta por “lo bello” y la pregunta por “algo bello” (287d). La respuesta de Hipias resulta desconcertante, dada la inteligencia que se requiere para ser un sofista exitoso. Sugerimos que si bien esta es una respuesta insatisfactoria desde el punto de vista de la argumentación, podría ser bien recibida por un auditorio inculto o dispuesto a ser deslumbrado por un famoso sofista (Platón, 1983, 464d-464e); lo que explicaría el que Hipias la eligiera.

Sócrates le hace ver a Hipias que la belleza de una doncella es relativa, que podría resultar fea en comparación con una diosa (Platón, 1983, 289b), mientras que lo bello debe serlo en un sentido absoluto, y debe ser aquello que hace que las cosas bellas concretas sean bellas (pues se busca la esencia de lo bello). Hipias sigue empeñado en dar por respuesta algún objeto concreto, en lugar de una definición abstracta que dé cuenta de todas las cosas que son bellas; en este sentido, su respuesta resulta interesante: el oro, ya que “a lo que esto se añade, aunque antes pareciera feo, al adornarse con oro, aparece bello” (289e).

Para Hipias, si un objeto cualquiera es adornado o recubierto de oro, resultará bello. Sin duda este criterio estético es cuestionable; Sócrates se lo hace ver con el ejemplo de las esculturas del gran Fidias, quien no elige hacer sus estatuas todas de oro sino cada parte según el material más conveniente (290a-290b). Ahora bien, al elegir el oro como lo bello, Hipias está pensando en su valor de uso en la producción de objetos bellos. Pero elige precisamente el oro, cuya función por excelencia es como medio de cambio. Quizás Hipias atribuye tan maravilloso valor de uso al oro (embellecer cualquier cosa), porque lo confunde con su valor en cuanto medio de cambio (es aquello por lo que se mide el valor de cambio de cualquier cosa). Tal confusión se expresa magistralmente en el relato que hace Ovidio de Midas, quien ha pedido a Baco la virtud de convertir en oro todo lo que toca:

Recordemos que Hipias ha hecho de las ganancias el rasero por el cual se han de comparar los sabios, confundiendo el valor de cambio de un sabio (cuánto gana como maestro u orador) con su valor de uso (qué tan sabio es). Si esta confusión es sistemática, cualquier cualidad intrínseca de un objeto (belleza, sabiduría, etc.) resultará equivalente al valor de cambio de la cosa misma. 5 A manera de exageración, podemos imaginarnos a alguien que pregunta por el precio de una casa y al escuchar que son mil billones exclama “¡qué bella es esa casa!”. Según esta manera de pensar, si se añade oro (valor de cambio) a cualquier cosa, esta se hará más bella (valor de uso). Un rostro en el que cada diente es un diente de oro será, ceteris paribus, más bello que uno con un solo diente de oro, o con ninguno.

La siguiente pregunta de Sócrates está dirigida, precisamente, a lograr que Hipias reconozca que hay una cualidad intrínseca en los objetos: su adecuación a una tarea específica, que es diferente a su valor de cambio; “¿Qué es lo adecuado […] cuando se hace hervir, llena de hermosas legumbres, la [olla]: una cuchara de oro o de madera de higuera?” (Platón, 1983, 290d). En efecto, a pesar de valer menos, la cuchara de madera “[d]a más aroma a la legumbre y […] no nos podría romper la olla ni derramaría la verdura ni apagaría el fuego dejando sin un plato muy agradable a los que iban a comer” (290e). En la medida en que es más adecuada, la cuchara de madera resultaría más bella. Con esto, Sócrates propone lo adecuado como definición de lo bello, idea que Hipias interpreta muy a su manera:

Para Sócrates, la respuesta de Hipias invalidaría que lo adecuado sea la definición de lo bello, pues el parecer bello es, para Sócrates, algo diferente a serlo; y hay que buscar lo que hace que las cosas sean bellas, “lo parezcan o no” (294b). Para Hipias, en cambio, “lo adecuado […] si está presente, hace que las cosas parezcan y sean bellas” (294c).

Para Hipias, no hay diferencia entre ser bello y parecer bello; nos encontramos, pues, con una instancia particular del convencionalismo sofista, encarnado por excelencia en Protágoras. La sentencia de este, “el hombre es la medida de todas las cosas”, resume la doctrina de la homomensura, según la cual tanto las cualidades perceptivas como los valores no dependen de los objetos sino de quienes los contemplan:

En últimas, es el acuerdo entre los hombres lo que decide si una determinada cosa tiene valor o no. Por ello cobra sentido que ser bello y parecer bello resulten, para un sofista, una y la misma cosa.

Bajo la hipótesis del mercado eficiente, que postula un mercado perfectamente racional, regresa la homomensura en una forma perfeccionada: no es ni siquiera necesario el diálogo entre los hombres para llegar al acuerdo convencional, el tire y afloje de la oferta y la demanda determinará cuál es el valor de alguna cosa, esto es, cuánto están los hombres dispuestos a pagar por ella. Si en el mercado eficiente se venden las cosas por lo que valen, no cabe discusión ulterior sobre el valor intrínseco de las mismas: un médico que esculpe senos de silicona es más valioso que uno que cura el cáncer, porque gana más; y sin duda un buen par de senos es algo bello para la mayoría de los hombres. Cabe aquí el estribillo socrático: “yo no preguntaba qué le parece bello a la mayoría, sino qué es lo bello” (Platón, 1983, 299b).

A partir de la homomensura podemos comprender mejor la extraña idea de Hipias de que el oro, agregado a cualquier objeto, lo hace bello. El oro sería bello en cuanto es tenido por bello; y en la opinión popular no hay una distinción clara entre el valor de uso y el valor de cambio, por lo que tampoco la hay en el pensar de Hipias (quien se ocupa de ganarse la opinión popular). Perelman (2004) caracteriza la retórica como la adaptación de un discurso a un auditorio determinado; como Pablo de Tarso, hay que ser “judío con los judíos y griego con los griegos” para ganarlos a la causa (1. Cor. 9,20). El buen retórico, por tanto, corre el riesgo de descender al nivel de inteligencia de su auditorio habitual: he aquí una posible explicación de por qué Hipias parece ser incapaz de distinguir entre la pregunta por “lo bello” y la pregunta por “algo bello” que señalábamos al comienzo de esta sección.

Al final de la sección anterior referíamos dos similitudes entre los economistas neoclásicos e Hipias: 1) el uso del dinero como medida del valor intrínseco de las cosas, y 2) la resistencia a la reducción al absurdo. Ahora tenemos un tercer rasgo en común entre Hipias y los economistas neoclásicos: 3) su superficialidad, debida, en el primero, a la homomensura y, en los segundos, a la confianza en el mercado. Con esto, podemos explicar el rasgo 1) fácilmente, ya que no es sino una forma de la superficialidad que comparten unos y otros.

El rasgo 2) también podría explicarse apelando a la homomensura: ausente toda medida objetiva en una discusión y siendo la adhesión de los interlocutores el rasero de verdad, resulta posible, si no ganar, al menos empatar la discusión aceptando las consecuencias absurdas de mis premisas erradas y, por lo tanto, conservando la adhesión original a mis premisas (aunque no gane la adhesión del contrario). Dicho de otro modo, si me trago el sapo de la reducción al absurdo, no tengo que admitir que estaba equivocado y, desde la superficialidad que considera la opinión de los hombres y no la verdad de las cosas, no estar equivocado resulta más importante que tener una ciencia verdadera de las cosas. En el fondo, sería esto lo que motivaría a Hipias y a los neoclásicos; el primero porque en ello le va su orgullo y prestigio como retórico y los segundos, si hemos de creer a Krugman (2009), por razones similares sumadas a un cierto enamoramiento con el modelo económico clásico. Habría en todo esto una cierta irresponsabilidad con los hechos y a favor de las posturas asumidas en un momento previo, que exploraremos en la siguiente sección.


BURBUJAS

El término burbuja tiene dos usos distintos pero relacionados entre sí. Hablamos de una burbuja financiera cuando un determinado bien o conjunto de bienes resulta sobrevalorado en el mercado debido a la especulación, lo que, más adelante, resulta en una caída súbita de los precios. Un ejemplo claro de esto es la burbuja en la finca raíz estadounidense durante el gobierno de G. W. Bush, cuya filosofía económica negaba la posibilidad misma de que tal burbuja ocurriera.

Con lo que arribamos a las burbujas cognitivas: a través del aislamiento respecto a posiciones contrarias, es posible crear una fuerte convicción en las propias posiciones, aun si son extremas o falseadas por la evidencia empírica. Por ejemplo, Cass Sunstein (2003) advierte que el internet, en cuanto permite a cada usuario seleccionar los contenidos a los que se expone, hace posible que quien tiene un sesgo determinado (por ejemplo, de derecha en política) termine por consultar, de manera exclusiva, páginas que blinden y refuercen este sesgo. Vergara, por su parte, señala un esfuerzo explícito por parte de los neoliberales para excluir de su consideración cualquier idea que los haga dudar de la sabiduría del mercado: “[…] consideran cualquier cuestionamiento —sea este […] a partir del principio de respeto de toda forma de vida, desde la necesidad de la solidaridad y de la equidad social […]— como un obstáculo al desarrollo del mercado, y buscan ignorarlo o anularlo” (2005, p. 55). Desde adentro de una burbuja cognitiva, las tareas del saber resultan fáciles; así hablan Sócrates e Hipias tras haber descartado la hipótesis prometedora de que lo bello es lo adecuado:

Ausentes las refutaciones de Sócrates es evidente que Hipias, en su burbuja, podría llegar fácilmente a una definición satisfactoria (para él, al menos).

¿Cuál es la relación entre ambas clases de burbujas? Keynes comparaba los mercados especulativos con ciertos concursos que se hacían en los periódicos en los que había que escoger los seis rostros más bellos de entre cien fotografías, siendo el ganador aquel cuya selección resultara más cercana al promedio de las de sus competidores; de modo que no se trataba ni de elegir los rostros objetivamente más bellos, ni los rostros que a cada quien le gustan más, sino los que podrían gustar más a los demás: el precio de un bien en el mercado es determinado por la demanda que tiene; el éxito en la especulación financiera depende de saber hacia dónde van a querer ir los otros inversionistas (Krugman, 2009). Si los inversionistas se encuentran dentro de una burbuja cognitiva (como ocurrió en el caso de la finca raíz en Estados Unidos), esto producirá una burbuja financiera, y los tiempos de duración de una y otra estarán emparentados, pues si una se revienta la otra lo hará en poco tiempo. Más aún, mientras duren las burbujas, lo mejor que puede hacer un especulador es guiarse por las tendencias del mercado, entrar voluntariamente a la burbuja, aun si sabe que los bienes en cuestión están sobrevalorados (y tratar de salir del mercado antes de que la burbuja reviente). Otra similitud interesante es que si se asume la hipótesis del mercado eficiente resultan imposibles las burbujas financieras, si se acepta el principio de la homomensura resultan imposibles las burbujas cognitivas (pues lo que todo el mundo cree es, por definición, cierto).

Si mi interés es ganar la discusión, poder sostener que tengo razón o ganarme la adhesión de un auditorio y no me interesa arribar a la verdad, resulta deseable producir una burbuja cognitiva (por ejemplo, así se ha descrito a la cadena de noticias derechista Fox News; Palermo, 2012; Grindley, 2012). Tiene sentido que Hipias quiera huir de las refutaciones de Sócrates, o que un inversionista quiera cegarse y cegar a otros respecto a información que lastimaría el valor de sus acciones.

La homomensura, en forma de una especie de gregarismo académico, contribuyó a crear una burbuja protectora contra modelos económicos alternativos: Cochrane, economista de la universidad de Chicago, ridiculizó la posibilidad de volver a Keynes porque sus teorías ya no se enseñan en las universidades (no tienen valor, porque no son valoradas) (Krugman, 2009). Se ha argumentado que no es que los neoliberales hayan rechazado propuestas alternativas como la de Keynes, sino que las desconocen (Krugman, 2009; Vergara, 2005). Como es explícito en pensadores como Hayek, la ideología neoliberal incluye la creencia en que existe una élite definida por el éxito económico y por la creencia en la virtud del egoísmo y la sabiduría del mercado, que debería por derecho y rango ser la clase gobernante (Vergara, 2005, p. 47; Hayek, 1978). Según esta creencia, el debate con posiciones contrarias al mercado es tan solo un ejercicio necesario para asegurar el poder de la ideología neoliberal, en el que apenas resulta útil vencer, y no escuchar. Desde este punto de vista, tiene sentido que los economistas neoclásicos únicamente quieran escuchar a otros de la misma clase superior de elegidos, lo que redundaría en una burbuja cognitiva. Por otro lado, ya hemos visto el estímulo implícito en el mercado a creer lo que todo el mundo cree y pensar lo que todo el mundo piensa; de modo que cuando la ideología del mercado se hace dominante se produce un efecto de retroalimentación positiva por el cual esta queda protegida por una sólida burbuja, que a veces ni siquiera los más duros hechos pueden penetrar.

Si postulamos que los economistas neoclásicos se encontraban en una burbuja cognitiva, podemos comprender su imposibilidad para diagnosticar, reconocer y reparar la crisis económica del 2008. Pensemos en la manera en que se ofrecieron pruebas empíricas a favor del Modelo de Determinación de Precios de Activos y Capitales (CAPM). Efectivamente, se produjo una gran cantidad de evidencia estadística a favor del modelo, pero esta tenía un carácter curiosamente circular. El CAPM se basa en la idea de que el mercado asigna precios correctos a las acciones; quienes ofrecieron evidencia a su favor alegaban que esto era cierto con relación a otras acciones en el mercado y no con relación al comportamiento de las compañías en el mundo real (por ejemplo, sus ganancias) (Krugman, 2009). Es decir, se demostró que el mercado asignaba precios correctos para un bien en relación con otros bienes en el mercado y no en relación con las características intrínsecas del mismo: esta demostración solo funciona si se supone, de entrada, que el mercado asigna el precio correcto a los bienes, pero es esto mismo lo que se está demostrando. De ahí la burla de Larry Summers que relata Krugman (2009): los defensores del CAPM demuestran la racionalidad del mercado porque las botellas de 500 g de salsa de tomate se venden a la mitad de precio que las de 1000 g (y nótese cómo un precio es evidencia de la racionalidad del otro y viceversa).

En la medida en que la racionalidad del mercado opera como axioma incuestionado, se crea una burbuja cognitiva en la que su racionalidad se refuerza mediante el pensamiento circular (Boldeman, 2007); por ejemplo, las negativas del presidente de la reserva federal Alan Greenspan respecto a la existencia de una burbuja en la finca raíz no estaban basadas en evidencia alguna más allá de la aseveración axiomática de que las burbujas eran imposibles (Krugman, 2009): se trata de una mente cautiva de un modelo. Un paroxismo de este cautiverio puede ser el análisis que hace Friedman (1986) sobre la manera en que una pareja decide si debe tener hijos: Friedman recomienda considerarlos sea como bienes de consumo, sea como bienes de capital, y pensar si son deseables o no comparándolos con otros bienes de uno u otro tipo en el mercado (Vergara, 2005).

Krugman (2009) atribuye el poder cautivante del modelo neoclásico a la elegancia, complejidad y posibilidades matemáticas del mismo, que resultan atractivas para un economista de profesión: en efecto, la posibilidad de expresar ideas y realizar proyecciones en términos matemáticos resultan atractivas para quien está entrenado a pensar que en esto yace la seriedad o cientificidad de una rama del saber. Krugman (1994) ha sugerido que la rama de la economía conocida como economía del desarrollo fue abandonada no por falsa o irrelevante, sino porque sus ideas no se prestaban fácilmente a la modelación matemática.

Ahora bien, es imposible pensar sin modelos o axiomas, y para que sean de utilidad hay que creer en ellos. Podría argumentarse, contra lo dicho aquí, que según esto toda rama del saber estaría presa de alguna burbuja, en la medida en que parte de ciertos modelos que la constituyen como rama del saber. Distingamos entre pensamiento vertical y pensamiento horizontal: por el primero entendamos la derivación de consecuencias a partir de un conjunto de axiomas; por el segundo, la reflexión que parte del diálogo entre maneras de pensar, entre diferentes conjuntos de axiomas. Quien piensa monológicamente, esto es, quien tiende a no dialogar con otros, o a dialogar solo con quien tiene pensamientos afines, puede llegar a grandes refinamientos en el plano vertical: por ejemplo, el refinamiento del CAPM, que requiere del mismo nivel de matemáticas que la física teórica. O por ejemplo, el “Manifiesto del Unabomber” (1995), el proyecto político del terrorista y otrora respetado matemático Ted Kacynski, quien vivió muchos años recluido en el bosque: el texto es desquiciado, pero también interesante y argumentado con complejidad y solidez. Por otro lado, el pensamiento exclusivamente dialógico u horizontal tiende a recoger ampliamente las ideas que se dan en un determinado contexto sin mayor profundidad o desarrollo de las premisas: casi cualquier columnista de opinión sirve de ejemplo. Por lo que abogamos aquí no es más que la vieja doctrina del justo medio: toda ciencia, para ser profunda, debe tener verticalidad; pero no puede soslayar la horizontalidad, a riesgo de quedar cautiva de sus propios modelos.

Sócrates puede ayudar en la tarea de conseguir este equilibrio. Más que una diferencia de ideas, lo que muestra el Hipias es una diferencia en las actitudes vitales de ambos interlocutores; hay algo en la actitud de Sócrates de lo que podría aprender la disciplina económica, como mostraremos en la siguiente sección.


IRONÍA

Como muchos de los diálogos de Platón, el Hipias es un diálogo aporético, en el que se abandona el intento de definir un término antes de haber llegado a una conclusión satisfactoria. Después de que Hipias ha manifestado que la conversación ha sido una pérdida de tiempo, Sócrates se expresa así: “me parece que me ha sido beneficiosa la conversación […]. Creo que entiendo el sentido del proverbio que dice ‘Lo bello es difícil” (Platón, 1983, 304e). En el contexto del Hipias mayor, el proverbio se trataría de una reconvención contra la soberbia de Hipias y, más en general, una manera de expresar el tema socrático de que solo reconociendo la propia ignorancia es posible emprender el camino del aprendizaje (Mintz, 2010, p. 292). El proverbio aparece también en el Cratilo y la República como forma de animar a los interlocutores de Sócrates a emprender la difícil tarea del conocimiento (Mintz, 2010).

A menudo, Sócrates se encuentra con interlocutores que, frente a las dificultades en las que los involucra, sienten deseos de abandonar la tarea. Es el caso de Eutifrón, que después de haber estado buscando por un tiempo la definición de lo “santo” junto con Sócrates y llegar a la conclusión de que hay que comenzar de nuevo desde cero, decide más bien abandonar el diálogo. La respuesta de Sócrates es notable:

Mientras Eutifrón, cansado o aburrido, quiere abandonar la búsqueda, Sócrates, decidido a llevar una vida mejor, manifiesta la intención de comenzar, otra vez, desde cero, más bien aupado que cohibido por la dificultad.

En el 2008, ocurrió un colapso económico descomunal: el grueso de la profesión económica prescribió políticas que contribuyeron a ocasionarlo; y fue incapaz de diagnosticarlo a pesar de múltiples señales de advertencia. Habría que considerar esta una ocasión para empezar de cero o, por lo menos, “poner entre paréntesis” los supuestos y axiomas de la profesión económica y someterlos a examen. En este sentido, Krugman (2009) pide a la profesión económica que se sacuda de su enamoramiento con la idea de un mercado perfecto y libre de fricciones; se puede conservar la idea de economía de mercado como horizonte, siempre y cuando se reconozcan y estudien las fuentes de fricción y ruido que hacen que el mercado se desvíe del ideal, a veces de forma masiva y grave. Habrá que abandonar el marco teórico neoclásico, en su claridad, completud y belleza matemática, y contentarse, al menos por lo pronto, con teorías provisionales y parciales. Lo bello es difícil.

Adoptar este camino implicaría una actitud contraria a cierto celo propio de la profesión económica (el celo que lleva a Mulligan a atribuir la recesión a un deseo masivo de tomarse el sabático), que puede verse encarnado en la prescripción de Frank Knight de inculcar a los estudiantes de economía la idea de que las teorías económicas son sagradas, y no hipótesis sujetas a debate (Klein, 2007, p. 61). El celo excesivo debe atemperarse con ironía, y en esto Sócrates es un experto.

Arriba mencionábamos la ironía compleja que caracteriza cierta manera de hablar; ahora nos referimos a la ironía como una actitud y manera de vivir. Sócrates, dedicado siempre a examinar las ideas propias y de otros (Platón, 1983, 21a), poniendo a prueba su validez, vive sin certezas: “yo ando vacilante de un lado a otro […] y nunca tengo la misma opinión” (Platón, 1983, 376c).

La actitud irónica de Sócrates se hace patente en un rasgo del mismo que hasta ahora habíamos omitido de nuestra presentación del Hipias mayor; a lo largo del diálogo, Sócrates alude a un cierto amigo que lo examinará así como este examina a Hipias, y usa a este amigo como pretexto para llevar a cabo la interrogación:

Cuando Sócrates comienza a construir su argumento acerca de la cuchara de oro y la cuchara de madera, lo pone en boca de este amigo, excusando así el talante vulgar (a los ojos de Hipias) de la argumentación: “Así es él, Hipias, desatildado, grosero, sin otra preocupación que la verdad” (288d). Hacia el final del diálogo, después de que Hipias lo ha acusado de perder el tiempo con su manera escéptica de dialogar y centrada en nimiedades, Sócrates habla así:

Es evidente que el “amigo” es el propio Sócrates; es él quien se refuta constantemente, y no se permite hablar como sabio mientras su saber no tenga un sólido fundamento. Este desdoblamiento no es un mero recurso retórico: expresa de manera concreta una forma irónica de vida. El irónico se examina a sí mismo y es su juez más severo; cuestiona, en tercera persona, cualquier creencia que haya adoptado en primera persona. Hay que adoptar hipótesis y verdades provisionales (y debidamente examinadas) porque hay que tomar decisiones prácticas (Véase el Critón); pero ninguna verdad está exenta de examen, y siempre es posible que haya que comenzar de cero otra vez. Por lo tanto, ninguna teoría será verdad sagrada; la ironía es la vacuna contra las burbujas cognitivas y la forma de conseguir horizontalidad en el saber. Mientras que Hipias pedía que Sócrates lo dejara solo para evitar sus preguntas, resulta que Sócrates nunca está solo.

Para la economía, la actitud irónica se haría concreta de dos maneras. Primero, la economía debe operar desde la sospecha de que no da cuenta de la totalidad de lo humano, y de que resulta útil escuchar lo que tienen que decir otras disciplinas y miradas. El riesgo de absolutizar la propia mirada se da en toda disciplina, pero es particularmente agudo en la economía, dado que todo bien humano parece traducible en términos económicos. La economía ha llegado pensar que el único criterio de racionalidad de una decisión es si esta es “económica” o “antieconómica” (Schumacher, 1983, p. 43). El riesgo de que el punto de vista económico se volviera el único árbitro de los asuntos humanos se intuía desde el nacimiento de la disciplina:

Segundo, la economía debe ser consciente de que sus modelos son, precisamente, modelos; esto es, mapas simplificados de la realidad, que corren el riesgo de dejar por fuera rasgos relevantes (Beer, 1993). Dicho de otro modo, los economistas deben ser conscientes de que la economía está basada en una serie de supuestos que la disciplina asume como punto de partida, y que no cuestiona; lo que Schumacher llama la metaeconomía (1983, p. 47). Los fracasos de la economía deben llevar a los economistas a cuestionar la metaeconomía, a pensar, otra vez desde cero, la naturaleza del dinero, de la competencia, de la riqueza humana. Para Krugman, los economistas han dejado de lado la tarea de revisar sus modelos porque están deslumbrados por la belleza de los mismos, y han confundido la verdad con la belleza. Desde una perspectiva socrática, el mismo diagnóstico podría formularse diciendo que se han olvidado de que lo bello es difícil.

Hay quienes atribuyen el fracaso de la economía neoclásica a una corrupción de la profesión, a que esta se ha convertido en vocera de los intereses de la clase más adinerada, disfrazando sus intereses particulares en un lenguaje neutral y técnico (Klein, 2007, p. 68). A lo largo de este texto hemos asumido la buena fe de la profesión económica. Desde este punto de vista, a la profesión le augura un futuro brillante, proporcional a los retos que trae consigo el siglo XXI. Hay que preguntar, de nuevo, y a la luz del colapso financiero, la erosión de la democracia y el deterioro del medio ambiente, entre otras cosas, ¿en qué consiste la riqueza humana?, ¿cómo se relaciona la política económica con la democracia?, ¿qué papel cumple la actividad especulativa en un mercado sano?, ¿qué papel tiene la inversión pública en la construcción de una sociedad genuinamente rica Φ


*Artículo de reflexión derivado de la investigación Problemas globales, nuevas ciudadanías del grupo Estudios Hobbesianos, de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de la Salle.

1La autenticidad del Hipias mayor como obra de Platón ha sido motivo de debate. Consideramos que los argumentos de Paul Woodruff (Platón y Woodruff, 1982) son suficientes para tratar el texto como auténtico.

2A lo largo de este texto usaremos el término economistas neoclásicos para denotar a quienes suscriben teorías económicas en las que se asume la racionalidad del mercado, y el término neoliberales a quienes sostienen el neoliberalismo como ideología política en un sentido amplio (ver Vergara, 2005); es decir, a quienes además de sostener las tesis económicas neoclásicas sostienen también ciertas ideas políticas afines a ellas (ver Hayek, 1978 y 2002; y Friedman 1982). En este sentido, los neoliberales serían un subconjunto importante de los neoclásicos.

3Un ejemplo claro de reducción al absurdo se encuentra en (Platón, 1983, 7a-8b). Eutifrón define lo pío como aquello que es amado por los dioses, y lo impío como lo que es odiado por los mismos. Sócrates acepta provisionalmente la premisa y le pregunta a Eutifrón si no es cierto que los dioses pelean entre sí, justamente porque unos consideran amable lo que otros consideran odioso, a lo que Eutifrón, fiel a las creencias griegas, responde que sí. Si se acepta tanto la definición como la premisa sobre las peleas, se sigue que hay cosas al mismo tiempo pías e impías, en cuanto simultáneamente odiadas y amadas por los dioses. Pero es absurdo que algo sea una cosa y su contrario, luego es necesario desechar la definición de lo pío planteada por Eutifrón.

4Por supuesto, que sea el dinero difiere de forma importante en la actualidad con respecto a la Antigüedad clásica. Con todo, se puede observar una similitud entre la forma en que Hipias y los economistas neoclásicos adscriben valor a las cosas según si estas son valoradas por otros; de modo que no se pondera el valor de una cosa por sus características intrínsecas. La importancia de esta similitud se verá con claridad más adelante, cuando mostremos una tercera similitud entre Hipias y los neoclásicos: su superficialidad.

5En un pasaje de Dinero, de Aristófanes, se presenta el dinero como superior a cualquier bien con valor de uso, en cuanto nadie se puede hartar del dinero. Mientras que es posible el hartazgo de la comida, la música o los honores, “El que recibe trece talentos, con mucha más gana quiere conseguir dieciséis. Y si los logra, quiere cuarenta, y dice que no le vale la pena vivir si no los llega a tener” (2003, p. 196).


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