DE LAS CRÍTICAS ARQUEOLÓGICAS Y GENEALÓGICAS A MARX A LA GENEALOGÍA DEL MARXISMO *


Cecilia Nuin: argentina. Estudiante avanzada de la Licenciatura en Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.


RESUMEN

Este trabajo se propone analizar las relaciones entre la obra de Foucault y el materialismo histórico a partir de dos niveles complementarios: mientras las principales diferencias metodológicas con relación a Marx tienen lugar dentro de una exposición crítica del método arqueológico (que lo relega a un mero exponente de la filosofía decimonónica) y del genealógico (donde hay una valorización positiva de algunos aspectos de El capital), en cuanto al marxismo las divergencias deben completarse con una exposición histórica en la que Foucault realiza una “genealogía del marxismo”, en tanto analiza el modo en que este intervino en determinados procesos histórico-políticos.

Palabras clave:Foucault, arqueología, genealogía, Marx, marxismo.


FROM THE ARCHEOLOGICAL AND GENEALOGICAL CRITIQUES TO THE GENEALOGY OF THE MARXISM

ABSTRACT

This work proposes to analyze the relations between Foucault’s work and the historical materialism from two complementary levels: while the principal methodological differences inrelation to Marx takes place inside a critical exhibition of the archaeological method (wich relegates it as a mere exponent of the Nineteenth-Century philosophy) and of the genealogical one (where there is a positive valuation of some aspects of The Capital), as to Marxism the differences must be completed by an historical exhibition in which Foucault realizes a “genealogy of the Marxism” while he analyzes the way in which this one intervened in certain historical - political processes.

Keywords:Foucault, arqueology, genealogy, Marx, Marxism.


El retorno de la revolución es nuestro problema. Es cierto que sin él la cuestión del estalinismo no pasaría de ser una simple cuestión académica a un sencillo problema de organización de las sociedades o de validez del esquema marxista. Ahora bien, el estalinismo es otra cosa, usted lo sabe perfectamente: el problema que hoy se plantea es el de si la revolución es deseable

M. Foucault (2000a, pp. 160-161)


INTRODUCCIÓN

Para llevar a cabo el siguiente trabajo es pertinente realizar, en primer lugar, una discriminación en torno al corpus foucaultiano, partiendo de la constatación de que en él no se encuentra un análisis sistemático de la obra de Marx. Para una mayor comprensión del recorrido que se hará, vamos a dividir la obra de Foucault de acuerdo con el siguiente criterio: los libros publicados; los cursos dictados en el Collège de France entre los años 1971-1984; y el conjunto de artículos, conferencias y entrevistas.

A partir de esta discriminación, nuestra primera hipótesis de lectura es que tanto en los libros publicados como así también en los cursos, encontramos el nombre de Marx como un autor cuyo discurso, desde la perspectiva arqueológica, no habría realizado ningún corte epistemológico, sino, por el contrario, como aquel que “se encuentra en el siglo XIX como pez en el agua” (Foucault, 1999e, p.256). Sin embargo, desde una mirada genealógica, esta hipótesis de lectura debe ser moderada en tanto Foucault rescata ciertos aspectos, especialmente de los análisis históricos de Marx, que se encuentran en consonancia con la analítica del poder que llevará a cabo en el periodo genealógico.

En cuanto a las entrevistas y a las notas encontramos, entre otras cosas, un interés por situar las derivas del discurso marxista en el siglo XX, derivas que confluyen bajo el término general de “marxismo”. Por lo tanto, en segundo lugar, sería pertinente distinguir, por un lado, las críticas y las coincidencias de determinados conceptos formulados por Marx —pensador históricamente situado dentro de una determinada episteme— y el marxismo, por otro, entendiéndolo como un término en el que confluyen una manera de pensar la praxis política —Foucault se refiere a los “marxistas académicos” o “blandos”—, como así también la forma en que dicha concepción se tradujo en la existencia concreta de un partido político —el Partido Comunista— o de un Estado —la URSS, por ejemplo—. A la hora de evaluar la presencia de Marx en los trabajos realizados por Foucault, es importante no perder de vista ambas dimensiones, pues en ciertas ocasiones Foucault tiene como interlocutores a intelectuales comprometidos con determinadas realidades sociopolíticas de su tiempo —ya sea Sartre o Althusser, tan solo por mencionar a dos de las figuras más relevantes—, y en ese sentido sus afirmaciones pueden ser comprendidas en función de la coyuntura en la que fueron formuladas.

Siguiendo este doble criterio —en cuanto al corpus foucaultiano y respecto de la distinción trazada en relación con Marx y al marxismo— se va a proponer el siguiente recorrido: mientras que vamos a apelar prioritariamente a los libros publicados y a los cursos para intentar poner de manifiesto las divergencias metodológicas entre un análisis arqueológico y genealógico frente a una concepción materialista, nos centraremos en los artículos y en las entrevistas periodísticas para ver cómo esas divergencias encuentran correlato en una crítica sobre los posibles modos en que el marxismo asume la praxis política en el presente.

El viejo dios Kronos (posteriormente asimilado por alegoría a lo temporal) ha sido identificado con Saturno. No fue obra de la mera casualidad que ambos ocuparan un mismo terreno. El más viejo de los dioses fue el que cometió uno de los crímenes más reprochables, y que por ello fue sometido al ostracismo celestial: ha asesinado a sus hijos, los ha devorado. Aquello que fue sangre de su sangre, ahora se diluye en el ácido de su estómago (los instantes devorándose en fratricidio ininterrumpido). Habitando en la altura, ahora habita en el abismo de abismos por consecuencia de esa acción suya (ostracismo indirecto): “vivía como prisionero o cautivo en el Tártaro, o más debajo de él, y más tarde llegó a pasar por dios de la muerte y de los muertos” (Panofsky et al., 1991, p. 145). El Padre, el que provee vida, es ahora proveedor de miseria y muerte, siendo él mismo miserable. “El señor de la Edad de Oro en que los hombres tenían abundancia de todas las cosas y disfrutaban de la felicidad del hombre inocente de Rousseau, el señor de las Islas de los Bienaventurados […] era el dios triste, destronado y solitario que habitaba en el último confín de la tierra y el mar” (145). A través de influencias babilónicas (147) los griegos fueron identificando las estrellas-planetas, los errantes, con los diferentes dioses babilónicos:

De modo que nuestra hipótesis de lectura va a estar vertebrada a partir de las siguientes tesis:

1. Las nociones de historia, sujeto y verdad, desde la perspectiva arqueológica, se oponen a la concepción marxiana1 que, en tanto deudora del a priori histórico que posibilitó la episteme del siglo XIX, hunde sus supuestos en la antropología y en la filosofía de la historia.

2. En cambio, desde la perspectiva genealógica, intentaremos mostrar que la relación de Foucault con la obra de Marx se encuentra matizada por críticas —el privilegio concedido a la economía y a la localización de las relaciones de poder en una clase o en los aparatos de Estado— y por reconocimientos —la correlación entre las mutaciones tecnológicas del aparato productivo, la división del trabajo, y los procedimientos disciplinarios así como el lugar del cuerpo en dichos procedimientos. Además, dado que Foucault considerará a Marx como “fundador de discursividad” (Foucault, 1999a, p. 344), será preciso analizar la apropiación estratégica que de él ha hecho el “marxismo académico” al privilegiar aquellos aspectos negativos que la arqueología se propuso desterrar: historia, sujeto, verdad, pero recuperados bajo las nociones de revolución, clase, Estado e ideología, a partir de las cuales el marxismo, según Foucault, ha simplificado la complejidad de las relaciones de poder.

3. Por último, desde una mirada que intenta problematizar el presente, Foucault analizará, particularmente en las entrevistas, ya no la insuficiencia —parcial en Marx, absoluta en el marxismo— para explicar cómo se ejercen las relaciones de poder en las sociedades modernas, sino para mostrar las consecuencias histórico-políticas del modo en que el marxismo intervino en determinados procesos de lucha, es decir, la manera en que este ha ejercido relaciones de poder. Por lo tanto, si en el segundo apartado el objetivo será mostrar cómo, desde una perspectiva genealógica, Foucault efectúa una crítica y una recuperación de Marx contra el “marxismo académico”, en el último apartado se intentará mostrar cómo Foucault pone bajo el análisis genealógico al marxismo para indicar la imbricación existente entre el saber y el poder tal como lo ha ejercido en distintas experiencias históricas.


MARX Y LA ARQUEOLOGÍA

Según el análisis que Foucault hace de Marx en Las palabras y las cosas, este no introdujo ninguna revolución teórica. Por el contrario, lo sitúa en el espacio epistemológico instaurado por David Ricardo, cuya novedad, respecto de los trabajos de Adam Smith, radicaría en haber introducido la dimensión temporal en ese objeto moderno que es el trabajo.

La estrategia de Foucault para sostener esta lectura reposa, en primer lugar, en mostrar cómo se operó el desplazamiento del análisis de las riquezas —cuyo a priori histórico estaba dado por la noción de representación— hacia la economía política —inscribiendo la finitud humana dentro del dispositivo epistemológico de la economía—, para luego señalar de qué manera Marx habría funcionado con sus categorías “como pez en el agua” (Foucault, 1999e, p. 256) dentro de esta episteme.

En el capítulo 6 (“Cambiar”), específicamente en el apartado titulado “La formación de valor”, Foucault analiza el modo en que la atribución de valor en “La investigación sobre la naturaleza y la causa de la riqueza de las naciones” se sostenía en el elemento de la representación dado que toda mercancía representaba una determinada cantidad de trabajo y, en sentido inverso, todo trabajo era susceptible de representar determinada cantidad de mercancía. Según Foucault, lo que hace Ricardo es desanudar esta reciprocidad al poner en el origen del valor la noción de trabajo, distinguiendo, por un lado, la fuerza que el obrero vende y, por otro, el trabajo que produce mercancías; por ello dirá que Marx ha deducido la noción de plusvalía directamente de los análisis realizados por Ricardo (Foucault, 2001b, p. 1034). Pero, más aun, a partir de este corte en la disposición del saber, Ricardo posibilitó tres operaciones epistemológicas de las que Marx sería deudor. En primer lugar, como comenzamos afirmando, se introduce la dimensión temporal, con una causalidad propia en el orden de la producción y por ende en el modo de ser de la economía. “Ricardo, al disociar la formación y la representatividad del valor, ha permitido la articulación de la economía sobre la historia” (Foucault, 1999e, p. 250).

Otra consecuencia de esta mutación epistemológica: la reelaboración de la noción de escasez, que revela una “carencia originaria” al poner de manifiesto que, de ahora en más, la economía va a remitir a la antropología como discurso sobre la finitud del hombre. Por último, a partir de esta disposición antropológica, una tercera consecuencia: la historia, colocada bajo el signo de tal escasez, “no permite al hombre evadirse de sus límites iniciales […], la situación antropológica no deja de dramatizarse cada vez más en su Historia” (254). Este “drama” adoptará, o bien la forma del “pesimismo” de Ricardo —para quien la escasez se limitará a sí misma a través de la estabilización demográfica y el trabajo se ajustará a las necesidades mediante determinado reparto de las riquezas—, o bien la promesa revolucionaria de Marx, según la cual se trastocará la historia de forma radical. Pero estas opciones solo difieren en el nivel de las opiniones, puesto que, como cree haber mostrado Foucault, ambas pertenecen a la misma disposición del saber que hizo posible la emergencia del Hombre y de todos los humanismos2 cuya característica principal radica en que la positividad de estos saberes se asienta en la figura negativa de la finitud. Dicha finitud antropológica no solo es producto de las investigaciones empíricas sino que además pretende operar como fundamento de tales investigaciones; una confusión entre lo empírico y lo trascendental, marca patente de la ambigüedad que va a funcionar como poder y como límite del hombre moderno. Marx, según Foucault, habría quedado preso de esta ambigüedad:

La idea de una historia que sí iría desarrollándose necesariamente se opone a lo que podemos llamar una historia acontecimental. Es en La arqueología del saber donde, a nuestro entender, Foucault expone no solo la maquinaria conceptual mediante la cual llevó a cabo los análisis de Las palabras y las cosas, sino también una ontología del acontecimiento. Y si bien en esta obra se encuentra una leve variación respecto del pensamiento de Marx, la manera de comprender los acontecimientos discursivos en el marco de una historia general sigue siendo el punto de divergencia entre una visión arqueológica y una concepción materialista de la historia.

El texto comienza con una tarea negativa: desprenderse de todos aquellos conceptos que han actuado como garantía de un análisis histórico en términos de continuidad, lo que Foucault denomina historia global. Las operaciones mediante las cuales los historiadores han otorgado un privilegio a la historia global, entendida como progreso ininterrumpido, no sería más que el reverso de seguir manteniendo la soberanía del sujeto. Ambas son caras de una misma moneda: “el tiempo se concibe en términos de totalización y las revoluciones no son jamás en él otra cosa que tomas de conciencia” (Foucault, 2001c, p. 21). A diferencia de lo que había afirmado en Las palabras y las cosas, oponiéndose a la lectura althusseriana, ahora le reconoce a Marx —junto a Nietzsche y a Freud— el intento de realizar un “descentramiento” del hombre al poner las relaciones de producción, las determinaciones económicas y la lucha de clase en el centro del análisis histórico. Sin embargo, creemos que este reconocimiento no alcanza para colocar a Foucault, tal como lo interpreta Dominique Lecourt en Para una crítica de la epistemología, en la tradición del materialismo histórico. Allí, este autor le reconoce a Foucault una gran cantidad de aciertos metodológicos —que no serían otros que aquellos que lo vincularían con una concepción materialista de la historia—, pero determinadas lagunas conceptuales como consecuencia de no adherir plenamente al materialismo… De todos modos, pese a no acordar con la hipótesis general de Para una crítica de la epistemología que emparienta ambas metodologías, luego de especificar lo que consideramos la novedad del planteamiento foucaultiano, vamos a indicar los señalamientos críticos de Lecourt que creemos pertinentes.

¿Por qué decimos que La arqueología del saber expone una ontología del acontecimiento? En primer lugar, porque partimos de la suposición de que toda concepción de la historia implica una concepción de la temporalidad. La temporalidad foucaultiana es una temporalidad medida por una multiplicidad de acontecimientos que no pueden ser reintegrados en la economía de un proceso unidireccional. En ese sentido, las discontinuidades temporales son a la vez el objeto y el método del arqueólogo, en tanto se trata de captar el evento en su singular emergencia. En el caso de las formaciones discursivas, Foucault parte del factum “hay enunciados” y ellos no deben ser interpretados como signo de otra cosa —de las condiciones materiales de existencia, por ejemplo—, puesto que de lo que se trata es de referirlos, no a los objetos o a los sujetos, sino a reglas inmanentes a una práctica discursiva como condición de posibilidad de objetos y sujetos. Estos no son más que posiciones variables en el orden del discurso. Ni razón, ni origen, ni instancia fundadora, ni variables estructurales: la lengua y el sentido no pueden dar cuenta del acontecimiento discursivo en su singularidad.

La historicidad del saber se caracteriza por tres principios: rareza, exterioridad y acumulación (200-209). Justamente, el principio de rareza pone de manifiesto la singularidad del acontecimiento discursivo; el principio de exterioridad se opone a remitir la práctica discursiva a una interioridad en términos de subjetividad trascendental o psicológica y, por último, el principio de acumulación no debe entenderse como la acumulación en la forma de una memoria histórica que recuerda, retiene, progresa, dice Foucault, sino que la historicidad de los discursos tienen sus propias formas de remanencia, aditividad y recurrencia (209-211).

Por eso es que sería errado creer, como Lecourt, que el concepto de historia de La arqueología del saber se encuentra en “consonancia” con una concepción materialista de la historia dado que, como vimos más arriba, la idea de historia en Marx —aun con sus ambigüedades— sigue siendo fuertemente teleológica, mientras que Foucault pretende restituir la singularidad del acontecimiento sustrayéndolo de todo devenir. Recordemos que en el texto dedicado a Nietzsche, Foucault definía la tarea indispensable de la genealogía como “percibir la singularidad de los sucesos fuera de toda finalidad monótona” (Foucault, 1992, p. 6), puesto que esta “se opone por el contrario al despliegue metahistórico de las significaciones ideales y de los indefinidos teleológicos. Se opone a la búsqueda de ‘origen’” (6). Evento y ruptura serán las dos nociones fundamentales tanto de la arqueología como de la genealogía.

Sin embargo, a pesar de no acordar con la lectura general de Lecourt, creemos que acierta en lo que respecta a la ambigüedad central de La arqueología del saber. En primer lugar, señala la dificultad para precisar lo que Foucault denomina “el régimen de materialidad” del discurso. Ciertamente, Foucault define el enunciado como la unidad elemental del acontecimiento discursivo, cuya cuarta condición es tener una existencia material. La condición de materialidad no es una condición entre otras, es constitutiva. Dice Foucault: “constituye el enunciado mismo: es preciso que un enunciado tenga una sustancia, un soporte, un lugar y una fecha” (Foucault, 2001c, p. 169). Y también: “el régimen de materialidad al que obedecen necesariamente los enunciados es, pues, del orden de la institución más que de la localización espacio-temporal” (169).

Pero el juego entre acontecimientos discursivos e instituciones requiere que se aclare cuál es la relación que existe entre prácticas discursivas y no discursivas. Es ahí a donde se dirige la principal crítica de Lecourt cuando señala que lo que constituye la falencia primordial de La arqueología del saber es que a lo largo de todo el análisis opera esta división que nunca es explicada: ¿cuál es el límite entre las prácticas discursivas y las no discursivas?, y ¿cómo se relacionan ambas prácticas? Lo único que nos dice Foucault al respecto es que existen relaciones “secundarias” con relación a otras que llama “primarias”, y estas, independientemente de todo discurso o de todo objeto de discurso, pueden ser descritas entre instituciones, técnicas, formas sociales, etc., pero nunca aclara la naturaleza del vínculo que existe entre ambas. Para saldar esta cuestión habrá que esperar que Foucault defina el concepto de “dispositivo”, pero ello apenas ocurrirá con las investigaciones en torno a la prisión y a la sexualidad, ya que en La arqueología del saber permanece como problema.

Esta ambigüedad que atraviesa el texto le permite afirmar a Lecourt que “la distinción práctica discursiva/práctica no discursiva es un intento por repensar la distinción ciencia/ideología (1987, p. 109). Sin embargo, creemos que esta distinción, lejos de ser reelaborada por Foucault, es denunciada en La arqueología del saber por ser ella misma ideológica —y la cuestión en torno al concepto de ideología, como veremos más adelante, va a estar en el centro mismo de la discusión con el marxismo—. ¿Cómo define Foucault la ciencia y la ideología en La arqueología del saber?

En primer lugar, enumera cuatro tipos de emergencia histórica del saber, no según el desarrollo interno, persiguiendo algún tipo de modelo ideal, sino a partir del juego de sus propios elementos constitutivos. A estos los denomina umbrales de positividad —que equivalen a una formación discursiva específica, con determinadas reglas de formación de enunciados—, umbrales de epistemologización —cuando una formación discursiva tiene, además, determinadas normas de verificación y coherencia—, umbrales de cientificidad —cuando un conjunto de enunciados responde a determinados criterios formales— y umbrales de formalización —cuando una formación discursiva además de las reglas de formación de enunciados posee cierta cantidad de axiomas— (Foucault, 2001c, p. 314).

Pero, como dice Foucault, “el saber no se analiza en términos de conocimientos; ni la positividad en términos de racionalidad; ni la formación discursiva en términos de ciencia” (Foucault, 1970, p. 258), por ende la dicotomía ciencia/ideología no es pertinente en una historia en que el saber no tiene por objetivo construir una historia de las mentalidades, del progreso del conocimiento, del análisis de las representaciones, de la génesis de la racionalidad o de la epistemología de una ciencia. No se trata de un pasaje sucesivo desde los umbrales de positividad hacia los umbrales de formalización, con sus distintos estadios, en los que gradualmente se irían corrigiendo los errores para llegar a una verdad intemporal.

En cuanto al concepto de ideología, al dejar de lado los conceptos de representación y verdad, no tiene sentido seguir manteniéndolo en oposición a lo que sería la ciencia. Y si con este término, dice Foucault, se hace referencia al uso —o mal uso— que se han hecho de las prácticas discursivas, ello implica referirla a sus relaciones con todo un conjunto de prácticas no discursivas. Nuevamente nos encontramos con el problema que constatábamos más arriba en ocasión de la crítica de Lecourt: Foucault critica esta división a la que cree reducir, al hacer la distinción entre práctica discursiva y no discursiva, pero no es posible aislar un conjunto de características que alcanzaría para definir la regularidad y la historicidad de una práctica no discursiva. Una vez subsanada esta dificultad teórica, podrá afirmarse que “es preciso pensar los problemas políticos de los intelectuales no en términos de ‘ciencia/ideología’ sino en términos de ‘verdad/ poder’” (Foucault 2001b, p. 113).


MARX Y LA GENEALOGÍA. CONTRA LOS “MARXISTAS ACADÉMICOS”

Luego de los debates suscitados en torno a Las palabras y las cosas y a La arqueología del saber, Foucault parece hacerse cargo de las críticas formuladas al método arqueológico, específicamente a este impasse entre prácticas discursivas y no discursivas a partir de la formulación del concepto “dispositivo”. Si la episteme era el objeto de la arqueología, el dispositivo será el objeto del método genealógico, noción central para entender lo que en Vigilar y castigar será definido como “dispositivo disciplinar”, y en el primer tomo de La historia de la sexualidad como “dispositivo de sexualidad”. En principio, un dispositivo es el cruce entre regímenes de enunciación y relaciones de poder, cruce siempre provisorio e inestable dado que se encuentra atravesado por líneas de fuerzas. Abarca un conjunto de elementos heterogéneos —discursos, instituciones, reglamentos, prácticas, etc.— que estructura de manera coherente y en respuesta a una urgencia específica. Es decir, “es un caso mucho más general de la episteme. O mejor que la episteme es un dispositivo específicamente discursivo, en lo que se diferencia del dispositivo, que puede ser discursivo o no discursivo, al ser sus elementos mucho más heterogéneos” (Foucault, 1995b, pp. 128-129). Además, el dispositivo define la naturaleza del vínculo que existe entre esta diversidad de elementos (128-129).

En segundo lugar, Foucault denomina “disciplina” a la tecnología de poder cuyo despegue histórico puede situarse a partir del siglo XVII y que tiene por objeto el control minucioso de las operaciones del cuerpo (Foucault, 2000c, pp. 139-174; 2005, pp. 57-80). Pero este cuerpo no es entendido como una unidad ya dada a la que la disciplina vendría a adosarse, sino que la misma disciplina fabrica materialmente cuerpos dóciles — en términos políticos — y útiles —en términos económicos—, a partir de cuatro operaciones: la creación de la individualidad-célula, es decir el emplazamiento y la distribución espacial de los cuerpos; la creación de la individualidad-organismo, que garantiza la eficacia de los gestos; la creación de la individualidad-génesis, que permite la acumulación de tiempo; y finalmente, la combinación de las fuerzas individuales. Estas operaciones producen una “singularidad somática” sin la cual el desarrollo del capitalismo, según Foucault, habría sido imposible, puesto que este necesitaba anclar el cuerpo del trabajador en la fábrica, hacer de él y del instrumento que manipula una unidad para evitar el gasto inútil, impedir la dilapidación de tiempo, para lo cual se recurre a la serialización de las actividades; y, por último, responder a la cuestión de cómo garantizar una fuerza productiva que debe ser mayor al conjunto de individualidades que la componen o, en otras palabras, cómo asegurar la eficacia de la cooperación. De este modo, ha sido decisivo ejercer una modalidad de control, a través de la vigilancia piramidal, que asegure un mayor rendimiento, al optimizar el tiempo, el espacio y los gestos coordinados. Reconocemos en este punto la mayor proximidad de Foucault respecto de Marx, cuyos análisis de la disciplina militar son fuente de inspiración, tal como lo reconoce en Vigilar y castigar. Para Foucault existe una analogía funcional entre varias instituciones que comparten dicha modalidad disciplinaria en el ejercicio del poder:

Esta cita es importante porque pone de manifiesto dos cosas: la primera de ellas, que Foucault habla del poder como “aparato de coacciones”, lo que indica que aún en este periodo tiene una concepción del poder en la que se cuela la noción de “represión”, que con posterioridad —como veremos en La voluntad de saber— va a rechazar firmemente. En segundo lugar, nótese que afirma que la modalidad disciplinaria de ejercicio del poder fue una de las condiciones para el funcionamiento del capitalismo. Pero, a su vez, los mecanismos del dispositivo disciplinar se han desarrollado rápidamente en estrecha conexión con el crecimiento del aparato productivo y el aumento de la población. El primer fenómeno —crecimiento del aparato productivo— es el que requería fijar el cuerpo del obrero a la fábrica, extrayendo de él su máxima capacidad de trabajo y la mayor eficacia de los resultados, de lo que se sigue que el capitalismo no pudo desarrollarse con un poder político indiferente a los individuos3 Foucault, 2012, p. 36; Foucault, 2003, pp. 146-147); es decir, sin una “anatomopolítica”. Foucault, refiriéndose a Marx, dirá acumulación de capital, sí, pero para ello fue imprescindible la “acumulación de hombres” (Foucault, 2000c, p. 223)4 que pudiera acelerar el movimiento de acumulación de capital:

No se puede explicar el desarrollo de la sociedad capitalista sin la conjunción de estos dos fenómenos —acumulación de hombres y de capital—. La anatomopolítica, con sus dispositivos disciplinarios, permitió la “acumulación de hombres” que posibilitó la acumulación de capital; a su vez, las innovaciones tecnológicas del aparato productivo incrementaron la “acumulación de hombres” y la invención de nuevos dispositivos disciplinarios. Frente a esta circularidad, no se trata de reinstaurar una causalidad determinante,5 dado que ambos fenómenos se encuentran entrelazados en una reciprocidad imposible de desatar, sino de realizar, desde una perspectiva genealógica, lo que denomina “eventualización”, esto es “considerar el evento singular “como proceso, un ‘polígono’ o, más bien, un ‘poliedro de inteligibilidad’, cuyo número de caras no está definido de antemano y que jamás puede ser considerado como totalmente acabado” (Foucault, 1982, p. 62).

Como consecuencia de esta concepción, Foucault mantendrá dos críticas hacia el modo en que Marx interpreta las relaciones de poder. Por un lado, dado que estas técnicas disciplinarias no han surgido en bloque —la genealogía muestra que sus raíces históricas se remontan al poder pastoral—, no puede decirse que tengan su origen en un individuo, ni en la burguesía, ni en una institución ni en el Estado: se han ido superponiendo a partir de urgencias locales concretas. Se trata, entonces, de estrategias sin sujetos, de procesos intencionales —puesto que fueron delineados trazando objetivos específicos—, pero no subjetivos (Foucault, 1995a, p. 25) —y en tanto tal no pueden adjudicarse a una decisión de sujetos individuales—. Por otro lado, en cuanto a su función, la invención de técnicas disciplinarias responde de manera táctica a determinados problemas locales, uno de los cuales atañe a relaciones de producción pero no se agota en ellas, es decir no tienen para Foucault, a diferencia de Marx, únicamente la función de reproducir y mantener las relaciones de producción (Foucault, 1992, p. 121). La prueba de ello, dirá, está en que sus análisis privilegian el modo de disciplinar individuos que se encuentran por fuera de los circuitos del trabajo productivo —locos, enfermos, prisioneros—, de modo tal que estos métodos quedan expuestos en sus implicancias directamente políticas. Ambas críticas se resumen en lo que Foucault denomina “funcionalidad económica” del poder, es decir, que “el papel del poder consistiría, en esencia, en mantener las relaciones de producción y, a la vez, en prorrogar una dominación de clase que el desarrollo y las modalidades características de la apropiación de las fuerzas productivas hicieron posible” (Foucault, 2000b, p. 27).

Frente a esta concepción genealógica del poder las críticas de los marxistas no se hicieron esperar. El ataque se dirigió, principalmente, a la concepción del poder de Foucault como un principio metafísico: “una voluntad de poder omnímoda que late en todas las estructuras psíquicas y sociales cualesquiera sean estas. (…) Una vez hipostasiado como nuevo principio, al estilo de Zaratustra, el poder pierde cualquier determinación histórica”, (Anderson, 1983, p. 59; Fine, 1993, pp. 138-139; Cacciari, 1993, pp. 235-236). Sin embargo, Foucault negó explícitamente la posibilidad de interpretar lo que denominaba “analítica del poder” como una “metafísica del Poder” cuya ubicuidad disolvería las instancias específicas de su ejercicio y la posibilidad de resistencia a las mismas dado que los sujetos desde siempre estarían atrapados en las relaciones de poder. Sobre este último aspecto también se alzó la voz crítica: si el poder era entendido en términos ontológicos, la resistencia que engendraba no podía ser interpretada más que como una instancia que para autoafirmarse generaba y contenía a su propio contrario. Pero, en tanto Foucault recusaba esta concepción ontológica del poder, la noción de resistencia que encontramos en sus textos se encuentra lejos de esta interpretación.

Otro aspecto, sin duda, el más debatido de sus textos por parte de los marxistas fue la poca importancia que concedía a los aparatos de Estado. Sin embargo, Foucault no niega que diferentes disciplinas pudieran ser colonizadas por una clase, por una institución o estatizadas para sostener una relación de sujeción,6 pero, no obstante, afirma que ellas no dimanan en primera instancia de arriba hacia abajo —esquema de soberanía, dirá— y, pese a ser reorientadas hacia una coherencia de conjunto, permanecen ligadas a la especificidad dentro de la cual nacieron. De allí que el análisis del poder no puede partir del resultado de las formas terminales, dado que hasta imponerse en una forma global se desarrollaron según diversas relaciones de fuerzas a lo largo del campo social, relaciones que nunca permanecen absolutamente fijas, motivo por el cual permiten la posibilidad de llevar adelante una resistencia concreta.

Por último, frente a esta concepción, sus detractores hicieron hincapié en el aspecto pragmático del análisis microfísico, puesto que él “no puede inspirar ningún proceso de organización de las masas para la lucha, sino tan solo una estrategia de pequeñas resistencias que deja de lado, negando su existencia, el nudo principal de toda lucha política que pretenda transformar las bases de determinada relación social: el poder del Estado” (Lecourt, 1993, p. 80; Weeks, 1993, p. 106). ¿Acaso Foucault pretendía “inspirar” algún tipo de movimiento social? Como veremos más adelante, otro de los puntos de divergencia inconciliable entre Foucault y el marxismo será la concepción del “intelectual específico”, que según Foucault es aquel que a través de sus análisis provee las herramientas (Foucault, 1999c, p. 107) para hacer visible cómo actúa el poder, pero que se abstiene de dar una respuesta a la pregunta “¿qué hacer?”, tal como lo hace proféticamente el “intelectual universal”.7 En cuanto a la posibilidad de impedir el funcionamiento del poder del Estado, la respuesta de Foucault es que ello solo es posible en la medida en que se atacan las pequeñas instancias locales sin las cuales el funcionamiento del Estado sería muy difícil.8 Para Foucault es evidente la correlación entre la manera en que se hace inteligible el poder a partir de un esquema de soberanía —que el marxismo, “rousseaunizando” a Marx habría privilegiado— y la concepción de lucha que de él se sigue teniendo el Estado como blanco (Foucault, 2008, pp. 90-94). Frente a este esquema de soberanía, Foucault pretende retomar algunas indicaciones del libro II de El capital para llevar a cabo una analítica del poder desde el punto de vista tecnológico-productivo y no jurídico-represivo (Foucault, 1999b, p. 241). Sobre este último aspecto se centrará especialmente La voluntad de saber, donde el adversario es el “freudomarxismo”, encarnado en las figuras de Reich y Marcuse.

Dado que, como dijimos más arriba, el poder disciplinario no puede separarse de dos acontecimientos históricos precisos, el desarrollo de la sociedad industrial y el crecimiento demográfico, es en relación a este último punto que en La voluntad de saber Foucault analizará el “dispositivo de sexualidad” como gozne entre la sociedad disciplinaria, cuyo objeto es el cuerpo del individuo y su función es crear una “singularidad somática”, y la biopolítica, cuyo objeto es la población y su función es regular los procesos biológicos en tanto especie (mortalidad, natalidad, etc.). Al igual que las disciplinas, la biopolítica no ha surgido de un punto focal; su genealogía, llevada a cabo con posterioridad a la publicación de La voluntad de saber, mostrará que la tecnología de la población se remonta a la razón de Estado y especialmente a la ciencia de la policía surgida en el transcurso de los siglos XVII y XVIII. Y aunque en la gestión y regulación de la vida de la población los aparatos de Estado tengan un protagonismo relevante, a menudo lo rebasan, como pondrá de manifiesto a partir del análisis de la mutación de la familia relacional a la familia-célula y de todas las figuras institucionales —policía, medicina, psiquiatría, justicia penal, instituciones educativas, etc.— que van a centrar su atención y administración en torno a ella, produciendo normas de saber y de poder, es decir, a través de ciertos rituales que les harán decir a los cuerpos la “verdad” sobre su sexo.

En La voluntad de saber, Foucault parte de una pregunta histórica: ¿Hay evidencia de que nuestra sexualidad, a partir del siglo XVII, es producto de prácticas represivas sobre el sexo, represión que coincidirían con el nacimiento de la moral burguesa y el desarrollo del capitalismo? Luego se desplaza hacia una interrogación metodológica: ¿La prohibición es el modo general en que se ejercen relaciones de poder en nuestra sociedad? Finalmente, una tercera cuestión de orden político: Si, como pretende mostrar, la noción de represión es una construcción histórica que no se ajusta ni a la evidencia empírica ni al funcionamiento general de las relaciones de poder tal como se ejercen en la sociedad moderna, ¿cuál es la función de la “hipótesis represiva” —cuyo grano epistemológico es compartido tanto por el psicoanálisis como por el marxismo— en la economía general de los discursos? Y esta pregunta conlleva la siguiente sospecha: “¿El discurso crítico que se dirige a la represión forma parte de la misma red histórica de lo que denuncia (y sin duda disfraza) llamándolo represión?” (Foucault, 2008, p. 16).

En relación con la primera pregunta, Foucault va a demostrar que, lejos de reprimir, la época moderna se caracteriza por producir permanentemente vastos discursos a partir de determinados dispositivos que intensifican la visibilidad de múltiples sexualidades —niños, histéricas, perversos, etc.— a las que hacen hablar, no con el objetivo de prescribirles una ley, de marcar la frontera de lo lícito y de lo ilícito, puesto que nuestras sociedades ya no son sociedades de soberanía, como las antiguas monarquías, edificadas sobre sistemas de derechos. Es erróneo seguir sosteniendo esta vieja representación del poder jurídico-discursiva: así como hay que analizar al poder en términos de tecnologías —poder sin rey—, hay que analizar al sexo sin ley. De modo que los lineamientos generales en torno al funcionamiento de las relaciones de poder —segunda pregunta que pretendía responder— podrían resumirse de la siguiente manera: en primer lugar, ellas deben entenderse en su aspecto estrictamente relacional, porque el poder no es un bien —“modelo mercancía” que tanto el liberalismo como Marx habrían compartido en su “economicismo” (Foucault, 2000b, p. 16)—, sino un modo de ejercicio; no se encuentran en relación de exterioridad respecto de las relaciones de producción o de conocimiento sino que son inmanentes a ellas; no puede reducirse al esquema binario de dominadores y dominados; tampoco tiene por función reprimir sino que se trata de una potencia que produce, creando la modalidad de su propio ejercicio; por último, para que haya relaciones de poder es preciso que haya libertad y esta incita permanentemente a la resistencia (Foucault, 2008, pp. 90-92).

Volviendo a la primera pregunta, visto que no es posible decir que el sexo fue reprimido sino todo lo contrario, es preciso responder si el dispositivo de sexualidad tuvo correlación con el modo de producción capitalista, si fue una estrategia de la burguesía para impedir el goce en las clases populares y evitar el gasto inútil. Foucault nuevamente dirá que no se trata de un plan impuesto desde arriba, ni de una tecnología del sexo que ha nacido de un solo golpe ni que ha sido puesta en práctica para disciplinar a la clase trabajadora, antes bien, el primer objetivo estuvo destinado a la familia burguesa que quiso dotarse de un “cuerpo de clase” (Foucault, 2008, p. 115): esta necesitaba una salud, una higiene y una descendencia que la legitimara frente a la “sangre” de la aristocracia. Y dice: “Que me perdonen aquellos para quienes la burguesía significa elisión del cuerpo y represión de la sexualidad, aquellos para quienes la lucha de clases implica combate para anular esa represión” (121) y continúa, más adelante:

Sin lugar a dudas, Foucault se está refiriendo a los marxistas cuyos análisis de las relaciones de poder se asientan sobre la noción de ideología, a partir de la cual restituyen aquellas categorías que La arqueología quería desterrar, básicamente la oposición ciencia/verdad, cuando de lo que se trata es de ver cómo se producen históricamente efectos de verdad, y un sujeto de conocimiento cuyas representaciones falsas serían producto de una determinante económico, material (Foucault, 1992, p. 185; Foucault, 2003, p. 12), cuando la genealogía ha mostrado que los dispositivos disciplinarios de la tecnología moderna de poder son condiciones fundamentales para el desarrollo de las fuerzas productivas. Ciertamente, reconoce que durante el siglo XIX, el dispositivo de sexualidad alcanza a las clases populares, básicamente con el control de las conductas procreadoras por parte del Estado, cuya racionalidad política exigía la individualización disciplinaria pero también la homogeneización de la población; y que ese fue uno de los elementos indispensables para el capitalismo. Pero insiste nuevamente en que no puede decirse que primariamente hayan nacido de una clase con el objeto de dominar a otra, sino que han sido fenómenos locales, dispersos, que hasta ser utilizados globalmente para obtener un rédito económico y político se han ido desplazando, transformando, a lo largo del campo social, lo que pondría de manifiesto que las tecnologías de poder son autónomas9

Hacia el final del texto se perfila entonces la respuesta a la pregunta que se formulaba al inicio de La voluntad de saber: ¿Por qué se insiste con la “hipótesis represiva”? Y su respuesta va a ser radical: la noción de “represión” forma parte de cierta “astucia” del poder en general, puesto que al enunciarse como prohibición no expone su propio mecanismo productivo y aquellos discursos que invocan esta categoría para llevar a cabo sus análisis del poder demuestran no solo que son estériles para dar cuenta del funcionamiento efectivo de las relaciones de poder sino que se benefician positivamente de este discurso a partir del cual proponen una “liberación” futura. La última frase de La voluntad de saber es sumamente clara al respecto: “Ironía del dispositivo de sexualidad: nos hace creer que en él reside nuestra 'liberación' ” (Foucault, 2008, p. 152). Aquellos discursos que hablan de represión y de liberación (marxismo y psicoanálisis) estarían ejerciendo relaciones de poder dentro del mismo dispositivo que dicen querer combatir. Por ello se hace necesario someterlos a una genealogía.


GENEALOGÍA DEL MARXISMO

Si en los apartados anteriores nos dedicamos a reconstruir cómo Foucault lee la obra de Marx y la interpretación del marxismo, primero desde su análisis arqueológico —hipótesis sobre la perspectiva arqueológica en torno a Marx—, y luego desde su análisis genealógico —hipótesis gnoseológica en torno a Marx y al marxismo—, ahora en cambio vamos a tratar de esbozar algunos lineamientos para trazar una genealogía del marxismo, que es también una “problematización” en torno a la pregunta de si ¿todavía es deseable la revolución? Pregunta que, como señalamos al comienzo de este trabajo, aún persiste en la filosofía, y Foucault va a tratar de situar su legitimidad desde los problemas del presente que solicitan su respuesta.

Específicamente respecto del marxismo, afirmaba que no era “ni un adversario ni un partidario […]; lo cuestiono sobre lo que tiene que decir de experiencias que le plantean interrogantes” (Foucault, 1999b, p. 357). ¿Cuáles son estas experiencias a las que hacía referencia Foucault? En sus palabras:

Ya hemos visto, desde sus análisis, que el marxismo en cuanto teoría se reduce a simples fórmulas que no logran explicar la complejidad de las relaciones del poder-saber. En cambio, podemos realizar un análisis del modo en que el marxismo como experiencia ha ejercido relaciones de poder-saber en la sociedad moderna, siguiendo el texto “Metodología para el conocimiento del mundo: cómo deshacerse del marxismo”. Allí Foucault propone distinguir tres aspectos del marxismo solidarios entre sí (93): 1. El marxismo como profecía; 2. El marxismo como partido político y como Estado; 3. El marxismo como ciencia, es decir, como portador de una cierta cantidad de proposiciones verdaderas. Creemos que estos tres aspectos pueden ser redefinidos de la siguiente manera: mientras el primero atañe la modalidad de ejercicio, el segundo responde a la forma y el tercero al contenido. Veamos estas tres instancias.

1. La modalidad. Dice Foucault: “[…] la mayor parte de los movimientos revolucionarios que se han desarrollado recientemente a lo largo del mundo han estado más cerca de Rosa Luxemburgo que de Lenin: han dado mayor crédito a la espontaneidad de las masas que al análisis teórico” (Foucault, 2001a, 1140). El profetismo de la revolución ha sido un esfuerzo por domesticar la espontaneidad de la sublevación, por prescribirle su ley, por repatriarla al interior de del desenvolvimiento histórico. Pero el aspecto profético al prescribir cómo debe llevarse a cabo la lucha pierde de vista cómo estas se dan de hecho en la historia. Las sublevaciones no siguen

2. La forma. La función del partido es que el proletariado adquiera una conciencia de clase, que a través de su organización una clase se constituye en un sujeto con una voluntad individual. Al respecto, Foucault dirá varias cosas: en principio, descree de estas figuras de mediación, ya sea vanguardia política o intelectual comprometido, que tratan de modelar la voluntad política de los demás. La genealogía justamente se propone rescatar los saberes menores, locales, de una conciencia que ya existe solo que no tiene al alcance poder de difusión. Ese es el rol del intelectual específico, según Foucault, darles la voz a los que luchan.10 En segundo lugar, no se trata de una única lucha sino de múltiples. En “El sujeto y el poder” (Foucault, 2001d, pp. 244-245), Foucault va a distinguir al menos tres tipos, cada una con sus especificidades: contra las formas de dominación social, étnica y religiosa —cuya manera predominó en la época feudal—; contra las formas de explotación que separa a los individuos de lo que producen —el siglo XIX habría sido el escenario de este combate—; contra las formas de sujeción que vinculan al sujeto consigo mismo —que predomina en la actualidad—. Así demarcadas, queda claro que una no debe ni deducirse ni supeditarse ni desecharse en función de otras sino que deben darse todas al mismo tiempo. Se trata de fenómenos transversales y descentrados, que no tienen la forma unitaria que los partidos revolucionarios pretenden: luchas contra el poder psiquiátrico y la medicalización, luchas contra el sistema penal, etc. No dar lugar a la multiplicidad de voluntades que se oponen a ejercicios concretos del poder implicará, para Foucault, que dichas relaciones de poder se mantendrán estables aun cuando las relaciones de producción cambien de modalidad. Y no se trata de reivindicar un reformismo tibio. Desde su perspectiva, hay que distinguir el reformismo como práctica política y el reformismo como descalificación de las consecuencias de ciertas luchas, crítica que proviene de la izquierda que identifica que un ataque local solo tiene sentido si apunta al eslabón más débil que haga saltar la totalidad la cadena. Es en función de esta concepción que los partidos comunistas han eliminado de sus programas todas aquellas luchas que no tuvieran por blanco aparatos de Estado. Por ende, en tercer lugar, al privilegiar la lucha contra el Estado, los movimientos revolucionarios marxistas tuvieron que adoptar una estratificación jerárquica a su imagen y resolver la siguiente cuestión frente a “la toma del aparato estatal ¿se considera como una ocupación con eventuales modificaciones o la ocasión de su destrucción? Si se miran los ejemplos históricos, la cuestión se zanjó de esta manera: como la lucha de clases no está concluida, es preciso mantener el aparato de Estado durante la dictadura del proletariado” (109). El caso de Rusia, dirá, es la prueba de que el Estado ha cambiado de manos pero las relaciones de poder en la familia, las jerarquías sociales, la sexualidad, el cuerpo, no se han modificado (109).

3. El contenido. Es interesante ver cómo Foucault se detiene a analizar el discurso de algunos intelectuales, contemporáneos suyos, y militantes del Partido Comunista francés. ¿Qué hicieron frente a la realidad que les planteaba la Unión Soviética? Volvieron a la letra de Marx y de Lenin para denunciar la desviación que había hecho posible el gulag. Luego, estableciendo la partición entre un verdadero y un pseudosocialismo, han reclamado los beneficios de la cientificidad. Foucault dirá que del mismo modo que las relaciones de poder no se analizan en términos de ideología o falsas creencias, es preciso analizar al gulag no como “error” sino en términos positivos, no como disfuncionamiento a corregir sino como el operador económico y político que es en un Estado socialista, contra toda disociación utópica que opone un buen socialismo a un mal socialismo, “la verdadera barba de Marx contra la nariz falsa de Stalin” (Foucault, 2001b, p. 279). En esta misma empresa, Foucault situaba a Althusser (Foucault, 2012, p. 105), cuyo método pretendía mostrar “cómo se malinterpretó la palabra del profeta Marx” o a Balibar (Foucault, 1999c, pp. 146-147), cuyo intento por demostrar que Marx habría previsto la desaparición del Estado le permitía no hablar de la preeminencia real del Estado soviético.

Profundizando esta misma crítica, Foucault realizará otra de mayor importancia como consecuencia de centrar su investigación en torno a la biopolítica, a partir de la cual analizará toda una literatura de las artes de gobernar producida entre los siglos XVI y XVIII, que le permitirán dejar atrás la “hipótesis Nietzsche” para adoptar la noción de “gubernamentalidad”: las relaciones de poder ya no se analizarán a partir de la categoría de lucha, es decir en términos de táctica y de estrategia, sino en función de esta noción, entendida como “dirección de conductas” (175-198), que se van a regir de acuerdo con una determinada racionalización del ejercicio de poder. Es desde esta variación metodológica que hará una crítica al marxismo que atañe, específicamente, a la relación entre el segundo aspecto (la forma Estado) y el tercero (la cientificidad del marxismo), y que se resumen en una interrogación: ¿Por qué se insiste con la pregunta por el verdadero socialismo? Dice al respecto:

En cuanto a la práctica real, frente a esta ausencia, el socialismo ha funcionado, según Foucault, ajustando su racionalidad económica a una forma de gobierno definida por el Estado de policía en algunos casos, mientras que en otros ha adoptado formas propias de un Estado liberal con la consecuente transposición de las instituciones administrativas, normativas, de castigo, control, etc. que dichas formas de gobernar requieren para su funcionamiento. Se entiende ahora por qué Foucault afirmaba lo siguiente: “Una cosa es determinante: que el marxismo haya contribuido y contribuye siempre al empobrecimiento de la imaginación política” (Foucault, 2012, p. 91), empobrecimiento que persistirá en tanto y en cuanto se vuelva a la exégesis de los libros, dado que, “si hay una gubernamentalidad efectivamente socialista, no está oculta en el interior del socialismo y sus textos. No se la puede deducir. Hay que inventarla” (Foucault, 2007, p. 120).


CONCLUSIONES

Quisiéramos concluir resaltando la continuidad y la coherencia entre las críticas al materialismo desde una metodología arqueológica (tesis A) y genealógica (tesis B en su doble deriva hacia los principios gnoseológicos de Marx y del marxismo) y las críticas que se siguen como consecuencia de una genealogía del marxismo (tesis C). Creemos que es posible afirmar que las críticas a Marx del periodo arqueológico se corresponden con aquellas críticas de la genealogía del marxismo que se centraban en el modo de expresión de los partidos revolucionarios, y las críticas gnoseológicas a Marx y al marxismo desde una perspectiva genealógica encuentran en consonancia con el contenido que dichos partidos adoptan en sus programas.

Como vimos al comienzo, Foucault, al situar a Marx en la episteme del siglo XIX, centraba su crítica especialmente en las categorías deudoras de una filosofía de la historia. Y en ese sentido es que afirmamos que las críticas a Marx desde esta perspectiva encuentran correlato en la crítica al modo de expresión que asumen los partidos revolucionarios. Si relacionamos la modalidad profética con la forma de los partidos revolucionarios, vemos que hay una fuerte conexión con lo que habíamos mencionado al comienzo a raíz de la perspectiva arqueológica en torno a Marx: la tensión entre la idea de una necesidad histórica y una teoría de la voluntad se expresó en la ambigüedad entre la dimensión profética y la dirección del partido y, según Foucault, esta situación se resolvió adjudicándole a este la forma de una voluntad monolítica encargada de interpretar el momento preciso en que la acción debía inscribirse en el desenvolvimiento de la historia (Foucault,2012, p. 108).

Hemos visto luego las consecuencias en términos de ejercicio de poder que Foucault le adjudica a una concepción teórica semejante: implica situarse por fuera de las relaciones de poder y enunciar, desde ese lugar de clarividencia, la posibilidad de la liberación que, además, deberá privilegiar unas luchas en detrimento de otras a las que va a obturar. Es así como este tipo de discurso —afirma Foucault— “es, de hecho, un formidable instrumento de control y de poder. Se sirve, como siempre, de lo que dice, lo que siente, lo que espera la gente. Explota su tentación de creer que para ser felices basta con franquear el umbral del discurso y levantar alguna que otra prohibición. Y acaba recortando y domesticando los movimientos de revuelta y liberación” (Foucault, 2000a, p. 151). Por lo tanto, la concepción de Marx de una historia global implica concebir la lucha también en términos globales: todas las luchas deben supeditarse a la lucha de clases. Frente a esto, Foucault intentará restituir el carácter de acontecimiento singular de las luchas específicas cuya emergencia no puede ser reducida al sentido en el devenir de una historia global. Y aquí mismo nos encontramos con la definición de la genealogía como el “[…] acoplamiento de los conocimientos eruditos y de las memorias locales, acoplamiento que permite la constitución de un saber histórico de las luchas y la utilización de este saber en las tácticas actuales” (Foucault, 2000b, p. 22). A partir de allí vemos que las críticas genealógicas a Marx van a estar en consonancia con la crítica al contenido que asumen los partidos revolucionarios.

¿Cuáles son, según hemos visto, las principales críticas de la genealogía? A partir del análisis del “dispositivo disciplinario” y del “dispositivo de sexualidad” se trató, en primer lugar, de poner de manifiesto: el déficit de los análisis que privilegian el aspecto economicista de las relaciones de poder, es decir que su función esencial consistiría en mantener las relaciones de producción, como así también aquellos análisis que se centran en el aspecto jurídico del poder, es decir aquellos análisis del poder en términos ley y de prohibición y que lo localizan sus formas terminales (poder en términos de soberanía); en segundo lugar, vimos la crítica a la noción de ideología, en tanto se concibe al poder como una instancia de mecanismos represivos.

A partir de estas críticas genealógicas vimos que Foucault establecía una relación entre el hecho de privilegiar —como hace el marxismo— esa dimensión de los análisis de Marx que pone el acento en la “funcionalidad económica” de las relaciones de poder, suponer que este se localiza en la burguesía y en los aparatos de Estado —a partir de los cuales los partidos revolucionarios definen su blanco a atacar—, de allí deducir que estos tienen como objetivo principal mantener las relaciones de producción y para ello se basan en mecanismos represivos. Todo lo cual permite mantener, en el plano teórico, la noción de ideología (poder como represión) y, en el plano de las praxis política, la noción de de liberación (promesa revolucionaria). Y en este punto vemos la profunda imbricación entre contenido —la funcionalidad económica de los análisis del poder, el rol del Estado y de la burguesía como aquellos que ejercen su dominación ideológica de clase— y el modo de expresión —modalidad profética la lucha de clases y forma-partido como instancia de mediación de la toma de conciencia de la clase trabajadora—.

Frente a esto Foucault propone: 1) Una analítica del poder donde este no sea analizado en términos de fenómeno secundario derivado de una determinante económica; 2) considerarlo positivamente en su aspecto tecnológico y no en términos jurídicos de contrato; 3) partir del ejercicio de las relaciones de poder en su instancia microfísica, capilar, local y no desde un foco de soberanía estatal; 4) eliminar la noción de represión para dar cuenta del carácter productivo del poder en tanto no se trata de reponer un sujeto natural para explicar cómo este se convierte en sujeto jurídico y a partir del cual se genera el soberano y el Estado, como así tampoco se trata de un sujeto natural del deseo que la moral burguesa habría reprimido. De allí la recusación de Foucault de la noción de represión, cuya utilización, lejos de ser inconducente para el análisis de las relaciones de poder, implicaba una modalidad en el ejercicio mismo de poder a partir de la cual se invocaba una futura liberación, tal como concluía en La voluntad de saber. Este texto, además, nos llevó a la dimensión de la biopolítica como aquella vertiente del biopoder que, a diferencia de las disciplinas —cuyo objeto de aplicación es el cuerpo del individuo—, tiene por objeto regular, mantener y aumentar todos aquellos aspectos que conciernen directamente a la vida del viviente en tanto que especie: los nacimientos, la mortalidad, la tasa de reproducción, las enfermedades endémicas, la higiene pública, las relaciones con el medio ambiente, etc.

A partir del estudio de la biopolítica, Foucault va a realizar un desplazamiento hacia lo que denomina “gubernamentalidad”, es decir, las formas de racionalidad política en el ejercicio del poder moderno que, según Foucault, nuevamente no pueden reducirse a la formación del Estado moderno sino que su genealogía mostrará que las formas de racionalidad de dicho poder son el producto de la conjunción entre la apropiación y transformación de dos prácticas precisas: el ejercicio del poder pastoral, como factor de invidualización —a partir de las técnicas de confesión y de la dirección de conciencia— y la razón de Estado como factor de totalización de la población (Foucault, 1999d, p. 205). Como consecuencia de adoptar esta noción de “gubernamentalidad”, vimos también que había una variación respecto de la noción de poder. Dice Foucault: “Las relaciones propias del poder, por eso mismo, no podrían ponerse en un sitio de violencia o de lucha, ni en uno de vínculos voluntarios (todos los cuales pueden ser, en el mejor de los casos, solo instrumentos de poder) sino más bien en el área del modo de acción singular, ni belicoso, ni jurídico, que es el gobierno”(Foucault, 2001d, p. 254).

Dentro de esta nueva redefinición del poder como gobierno de conductas. Foucault va a analizar el Estado gubernamentalizado, última etapa en la evolución del Estado moderno, y la especificidad del liberalismo como principio y método de racionalización del ejercicio del gobierno. En este contexto teórico y a la luz de las experiencias del presente es donde va a surgir la crítica a la ausencia de racionalidad gubernamental intrínseca al socialismo, cuya consecuencia ha sido, en el ámbito del conocimiento, la condena a permanecer fiel a la exégesis de Marx y, además, dicho vacío de racionalidad gubernamental ha permitido que aun cuando las relaciones de producción se hayan modificado las relaciones de poder se han mantenido tal como funcionan en las sociedades capitalistas.

Para finalizar, esperamos que se hayan podido percibir los desplazamientos metodológicos llevados a cabo a partir de la necesidad interna de reconfigurar los sucesivos objetos de análisis.

En primer lugar, vimos que Foucault abandona el concepto arqueológico de episteme y desde la perspectiva genealógica concibe la noción de dispositivo como un término general que permite integrar las prácticas no discursivas para definirlas desde esta nueva instancia de análisis del poder de modo positivo, es decir, por lo que éstas son y no como aquello irreductible al discurso. En segundo lugar, vimos que desde la crítica marxista se acusaba a Foucault de no poder dar cuenta del rol del Estado en las relaciones de poder. Sin embargo, luego del análisis disciplinario, Foucault prosigue en una dirección que lo lleva al análisis de la biopolítica y de esta a la “gubernamentalidad”, una de cuyas líneas de investigación será el gobierno de sí (aspecto ético), mientras que la otra tendrá como objeto de estudio el gobierno de los otros, donde analiza lo que denomina el Estado gubernamental. Estos desplazamientos en la obra de Foucault, lejos de señalar vacíos e indicar contradicciones, enriquecen y complejizan un pensamiento que no dejó de volver sobre sus propios principios metodológicos, para interrogar tanto los supuestos de los que partía como de las evidencias que se creían firmemente alcanzadas. Es en este gesto crítico que reconocemos la continuidad con la tradición kantiana dentro de la que él mismo solía ubicarse, definiendo la actitud crítica en un triple sentido: como aquella que caracteriza un área de “problematización”, como aquella que plantea un interrogante y, a la vez, cuestiona la legitimidad de la interrogación que la impulsa desde el presente. Esa es la dimensión política que sustentaba su interés por la historia: no solamente como objeto de saber sino como un modo de mostrar la contingencia de lo que hemos llegado a ser para poner en evidencia que podríamos ser de otro modoΦ


*Revisión de tema.

** Este escrito no hubiera sido posible sin la atenta lectura y los valiosos comentarios de Mario Martín Gómez Pedrido, a quien debo agradecerle que aquello que comenzó siendo una colección de notas dispersas haya culminado en la elaboración final de este trabajo.

1 De acuerdo con la bibliografía especializada, el término técnico “marxiano” se refiere a las categorías desarrollas en los escritos de Marx, mientras que el término genérico “marxista” se utiliza para designar todo aquello que se vincula tanto con la producción teórica de sus comentadores como así también con la práctica política de sus partidarios.

2 Hay que tener presente que este texto, publicado en 1966, tiene como blanco principal la crítica a Sartre, del que dirá que “escribiendo la Crítica de la razón dialéctica, en cierto sentido ha puesto un punto final, ha cerrado el paréntesis para todo un episodio de nuestra cultura que comienza con Hegel [...]. La Crítica de la razón dialéctica es el magnífico y patético esfuerzo de un hombre del siglo XIX para pensar el siglo XX. En este sentido, Sartre es el último hegeliano y, también diría, el último marxista”, traducción de Foucault (2001a, pp. 569-570). Pero no es menos cierto que también pretende impugnar la interpretación althusseriana, expuesta en dos textos publicados en 1965, Para leer El capital y La revolución teórica de Marx, en los que intenta desvincular el “joven Marx” del Marx “antihumanista”. “Entre Althusser y yo hay una diferencia evidente: el emplea el concepto de corte epistemológico a propósito de Marx y yo afirmo inversamente que Marx no representa un corte epistemológico”, traducción de Foucault (2001a, p. 64).

3 “No se puede comprender el desarrollo de las fuerzas productivas propias del capitalismo, ni imaginar su desarrollo tecnológico, si no se conocen al mismo tiempo los aparatos de poder. En el caso, por ejemplo, de la división de trabajo en los grandes talleres del siglo XVIII, ¿cómo se habría llegado a este reparto de tareas si no hubiese existido una nueva distribución del poder al propio nivel del remodelamiento de las fuerzas productivas? […] fue necesario que se produjera a la vez esta nueva distribución de poder que se llama disciplina, con sus jerarquías, sus cuadros, sus inspecciones, sus ejercicios, sus condicionamientos y domesticaciones” Foucault (1995a, p. 25). Stéphane Legrand interpreta que los trabajos genealógicos de Foucault vendrían a complementar el punto ciego de la obra de Marx: el análisis de la producción —de la fuerza de trabajo— anterior a la producción, tal como en el curso —aún inédito— La société punite punitive Foucault lo reconocería mientras que, según Legrand, en Vigilar y castigar Foucault habría escamoteado lo que le debe a la obra de Marx (Legrand, 2006, pp. 34-35).

4 Como bien señala Mark Poster, mientras Marx parte de la premisa del trabajo que consiste en la interacción entre sujetos y objetos, Foucault parte de tecnologías de poder que utilizan distintas “técnicas de dominación” entre individuos, motivo por el cual “Foucault puede plantear el problema del cuerpo con mayor eficacia que Marx” (Poster, 1987, pp. 75, 79).

5 Dice Foucault: “existen múltiples relaciones entre, por ejemplo, la tecnología del poder y el desarrollo de las fuerzas productivas. No podemos comprender dicho desarrollo a menos que descubramos en la industria y en la sociedad un tipo particular o varios tipos de poder actuantes —y actuantes dentro de las fuerzas productivas” (1999b, p. 75).

6 Foucault expresa: “Muy a pesar de su complejidad y su diversidad, esas relaciones de poder logran organizarse en una especie de figura global. […] Pero no me parece que sean la clase burguesa o tales o cuales de sus elementos los que imponen el conjunto de esas relaciones de poder. Digamos que esas clases las aprovechan, las utiliza, las modifica, trata de intensificar algunas de esas relaciones de poder o, al contrario, de atenuar algunas otras. No hay, pues, un foco único del que todas ellas salgan como si fuera por emanación, sino un entrelazamiento de relaciones de poder que, en suma, hace posible la dominación de una clase sobre otra, de un grupo sobre otro” (2012, p. 42). Y más adelante: “Si la acumulación de capital fue un rasgo esencial de nuestra sociedad no lo fue en menor medida la acumulación de saber” (Trombadori, 2010, p. 146).

7 En traducción propia, dice Foucault: “Durante mucho tiempo, el llamado intelectual ‘de izquierdas’ tomó la palabra arrogándose el derecho de hablar como maestro de la verdad y la justicia. Le escuchábamos, o se hacía escuchar, como representante de lo universal. Ser intelectual, era ser un poco la conciencia de todos” (2001b, p. 1009).

8 “Si bien es cierto que esas relaciones de poder son muchas veces regidas, inducidas desde arriba por los grandes poderes del Estado o las grandes dominaciones de clase hay que decir, además, que, en sentido inverso, una dominación de clase o una estructura de Estado solo pueden funcionar bien si en la base existen esas pequeñas relaciones de poder” (Foucault 2012, pp. 75-76).

9 Dice Foucault: “En general, se privilegia el poder de Estado. Mucha gente piensa que las otras formas de poder derivan de él. Al contrario, pienso que, no solo que el poder de Estado deriva de otras formas del poder, sino que él se funda sobre estas, son ellas las que le permiten al Estado existir como tal” (1992, pp. 121-122).

10 “Actualmente, no creo que el intelectual mantenga el papel de decir verdades, de decir verdades proféticas sobre el futuro. Puede que el ‘diagnosticador’ del presente, como decía anteriormente, pueda intentar hacer comprender a la gente lo que está pasando, en los dominios en los cuales dicho intelectual es competente. A través del pequeño gesto que consiste en desplazar la mirada, el intelectual vuelve visible lo que es visible, hace aparecer lo que está cerca, tan inmediato, tan íntimamente ligado a nosotros mismos que no lo vemos” (Foucault 1999b, p. 168).


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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