LA APORÍA DE LA FELICIDAD: HACIA UNA HERMENÉUTICA SCHOPENHAUERIANA DEL FAUSTO DE GOETHE *


Juan Diego Hernández Albarracín:colombiano. Comunicador social de la Universidad de Pamplona y Magister en Filosofía de la Universidad Industrial de Santander. Actualmente docente de la Universidad de Pamplona y Simón Bolívar.


RESUMEN

El trabajo que presentamos a continuación tiene la intención de establecer una dinámica hermenéutica sobre el Fausto de Goethe, en donde podremos revisar el comportamiento que desde el fenómeno de la voluntad dentro de la potestad filosófica schopenhaueriana se desenvuelve para negar la felicidad como absoluto, recluyéndola por el contrario, en el terreno de la carencia y la eterna satisfacción de placeres fugaces, cuya extinción paulatina determina el sufrimiento positivo, piso absoluto de nuestra existencia. Generando esta juntura, planteamos una posibilidad fundamental para pensar el fenómeno filosófico de Schopenhauer y su desenvolvimiento temático dentro del terreno poético-literario que nos ofrece la obra en cuestión.

Palabras clave:Hermenéutica, voluntad, existencia, felicidad, sufrimiento.


THE APORIA OF HAPPINESS: TOWARDS A HERMENEUTICS OF GOETHE’S FAUSTUS

ABSTRACT

This paper aims to provide an hermeneutic dynamic on Goethe’s Faustus, in which will be able to review the behavior that along with the Schopenhauer’s Will develops further enough to deny happiness as an absolute, on the contrary he denounces such feeling as a desperate need of satisfaction and a search for instant gratification, pointing that the elimination of those needs would bring a positive suffering which is the ultimate ground of our existence. The intention behind joining these two works is giving context to Schopenhauer’s views inside the poetic-literary field that offers Goethe’s work.

Keywords: Hermeneutics, Will, existence, happiness, suffering.



SUFRIMIENTO Y ERUDICIÓN

“Al regocijo sucede enseguida horrible pesar”
Goethe

Comienzo este escrito que versa sobre la negatividad implícita de la felicitad como absoluto, con la épica alegoría de Goethe sobre Fausto. A través de este viaje vigoroso al que nos somete el poeta alemán, descubriremos paulatinamente la postura schopenhaueriana acerca de la necesidad planteada por intermedio de su fuerza totalizante: “Voluntad”, y regida en dirección a los ámbitos del querer, opresivo estado en donde la necesidad y las satisfacciones superficiales y agotadoras nos sumergen en el descontento y la tristeza continua, teniendo que suplir satisfacción efímera tras satisfacción efímera, para no caer en el desagradable estado de sufrimiento al que positivamente estamos abocados desde la inmanencia devenida de la objetivación de la voluntad que nosotros mismos somos. En el inicio esquemático de nuestro proyecto, observaremos la propuesta de un Fausto visto a la luz de Schopenhauer, donde la predominancia se esclarece en la motivación potencialmente abstracta sobre la relevancia intuitiva, base fundante de la obra del filósofo de Danzig.

En la primera parte de la obra analizada (Fausto), Goethe enmarca su situación bajo el escenario de una atmósfera anochecida. Una estancia gótica nos devela un prominente, aunque desdichado, erudito en su sillón. Este preámbulo al poeta será el catalizador esencial de la fantástica aventura de conocimiento que emprenderá este enigmático personaje, cuyo nombre responderá a Fausto. De esta manera se describe en la obra la agónica situación presente:

Con esta primera señal de incisivo sufrimiento, abre Goethe su tragedia. El doctor Fausto se lamenta del desasosiego que le produce su elevado y profundo conocimiento en distintas áreas. Conocimiento, además, que no le ha generado mayor reconocimiento, y mucho menos el balsámico encuentro con la verdad absoluta, decantada en una inevitable y perdurable felicidad. La sabiduría es falsamente presupuesta por el personaje como búsqueda de gozo, cuando la instrucción filosófica de Schopenhauer nos ha demostrado ser todo lo contrario. El conocimiento solo causa desgracia. Romper el velo de maya nos pone en situación peligrosa, expulsándonos del fenómeno en el cual nos resguardamos, hacia las amplias esferas de la búsqueda donde estamos solos y en la que predomina, como esencia fundamental del mundo, la renombrada voluntad. Acerca de esta reflexión negativa sobre la búsqueda de la felicidad a través del conocimiento, escribe Alexis Philonenko: “Dolor es conocimiento, los que más saben deben soportar el duelo más profundo de esta fatal verdad; el árbol del saber no es el árbol de la vida” (1989, p. 49).

La incisiva preocupación de Fausto, el lamento frecuente por su condición mal remunerada, eleva la cuestión al desencanto producido por la sabiduría adquirida, pero también, a la instancia suprema de la metafísica de Schopenhauer, en donde hay una bifurcación dentro del ambiente cognoscitivo que se asienta sobre el terreno bipartito del conocimiento intuitivo y abstracto. Ambos, fruto del mundo entendido desde la representación, pero siendo el primero (intuitivo) mucho más puro y esencial para el escrutinio fundamental, porque nace de la inmersión necesaria en la práctica mundana, es decir, interviene directamente con el mundo que quiere conocer y no como la segunda instancia (abstracta), que a posteriori y en forma de conceptos partidos de la intuición fundante, es desligado o no suficiente y directamente alimentado del plexo fenoménico. Por ello, dirá Schopenhauer:

La filosofía de Schopenhauer discutirá precisamente con esta condición filosófica que permanecía intocable en el idealismo absoluto (Fichte, Hegel), negando o desvirtuando el cultivo y la profundización en el mundo de la naturaleza. Por el contrario, el filósofo de Danzig se mantenía inquiriendo sobre la esencia del mundo, no a partir de conceptos, sino de la intuición directa del contacto mundano. La filosofía, y lo repetirá Schopenhauer a través de su obra, discute la idea de su sedentario maestro (Kant), al negarse a ver el mundo en toda su inmensidad y diversidad. Es por ello que el pensamiento filosófico no se efectúa a partir de conceptos, sino a través de conceptos, desarrollados estos a partir de la nutrición funcional y esencial de una intuición que enriquezca la experiencia creativa y un conocimiento del fenómeno que me permita como filósofo, atrapar y discutir la esencia de aquello que está siendo desvelado, esto es, el mundo.

La desgracia, tan recurrentemente expresada por Fausto, es evidente a la luz de los planteamientos schopenhauerianos. Tras años de exhortaciones, conjeturas, estudios e investigaciones en cada una de las ciencias y temáticas del pensamiento humano, no ha encontrado ventura y sí, mucha desventura en la acción erudita. La idea que nos acomete con rigor es que, en esta primera etapa, el pensamiento faustiano solo posee una constitución abstracta de las estructuras de la vida y la naturaleza. No hay evidencia de su encuentro directo con el mundo y su incursión profunda enrolada en una excavación positiva por fuera del aparato fenoménico imperante. Es singular percatarse que el mentado doctor no ha encontrado una forma de sobrepasar los límites del velo de maya y mantiene su conocimiento atrapado en las fronteras imaginarias del mismo. Precisamente esto es aquello que se experimenta en el siguiente aparte:

Seguimos encontrando la patética añoranza de bienes, fama y felicidad perpetua, procedente de la aparente promesa que el conocimiento en una instancia primera pretende otorgar a quien decidiese hacerse cargo de su desvelamiento. Desde luego, es necesario para no caer en imprecisiones de orden filosófico, explicitar las posturas metódicas que Arthur Schopenhauer adopta con el fin de escrutar el mundo y el aparente pesimismo que brota a través de sus disquisiciones y planteamientos estructurales.

La obra de Schopenhauer es corta en extensión temática, pues este autor, como lo afirma recurrentemente, se ubica bajo la mirada de un pensamiento único, el cual consiste en develar suficientemente la esencia del mundo. Su obra más importante se titula El mundo como voluntad y representación. En ella encontramos cuatro libros distribuidos en cavilaciones ampliamente explicadas acerca de una postura metafísica propia y original, articuladas a una ética que compone sus finales reflexiones, lo cual surge como necesidad de expiar los males del mundo a través de un enrolamiento místico y ascético en la instauración de una postura que indague originariamente, esto es, que se direccione más allá de las fronteras fenoménicas imperantes en la representación mundana.

El primer libro, “El mundo como representación”, se acentúa en la precisión del principio de razón suficiente: tiempo, espacio, causalidad, los cuales, a su vez, son componentes necesarios de la materia, o sea, del fenómeno, del mundo que captamos con nuestros sentidos y sobre el cual estamos posados de manera concreta. Desde este primer episodio del método, el filósofo acentúa su demostración sobre la intelectualidad de la intuición, considerando que todo sujeto comprende un objeto y viceversa; y teniendo presente que el sujeto es el soporte del mundo y nada puede existir si no hay tal para contemplarlo. De esta indagación, parte la crítica más recurrente al sistema kantiano, porque Schopenhauer, aunque se vale de las consideraciones acerca de la teoría del conocimiento de Kant, afirma, contrario a este, que toda intuición es intelectiva, que no existe una sola primera impresión vacía como pensaba el filósofo de Königsberg, sino que en este primer encuentro con el mundo queda implícito el principio de causalidad, lo cual permite que intuyésemos de forma intelectiva nuestro primer contacto representativo.

Del mismo modo que con Kant, del método schopenhaueriano se desprende, adicionalmente, una crítica absoluta a los sistemas empíricos (Locke, Hume), aquellos que parten exclusivamente del objeto, apartando el sujeto, y de sistemas idealistas (Fichte, Hegel, Schelling), que toman el sujeto o el “yo” como el todo generador, olvidándose así de la relevancia epistemológica que guarda en la relación con el mundo. De acuerdo a esto, Schopenhauer escribe lo siguiente:

Hasta aquí tenemos un esbozo general del argumento del primer libro, “El mundo como representación”. Por su parte, el segundo libro, “El mundo como voluntad”, es, a mi juicio, el aporte más original dentro de la experiencia metafísica schopenhaueriana, debido a que rompe con el pensamiento de su tiempo y supera la dificultad kantiana, enmarcada en el conocimiento enigmático de la “cosa en sí”, que el filósofo de Danzig elabora y le da el nombre de voluntad. ¿Pero qué quiere decir este nombre?, ¿cómo puede responder a la afirmación de la cosa en sí, siendo que a primera vista solo suscita una característica del pensamiento en cuanto acto voluntario e intencionado del querer consciente? Precisamente, este paradigma es el que pretende romper la estructura filosófica que aquí invocamos. El querer consciente, es decir, aquel que nace de la primacía del intelecto como ente total y verídico, utilizado mayoritariamente en este sentido por la filosofía de Schelling, queda escindido por una fuerza dominante, ciega y absoluta, creadora del universo entero y esencia de todo cuanto existe.

En especial, la facultad de la voluntad en esta filosofía reveladora se fundamenta aún más allá de la concreción fenoménica, una substancia compleja que es fuerza creadora de todo cuanto es y causa de nuestros sufrimientos y pesares a través de su concentración en el querer y en el ansia desbordada por satisfacer las necesidades de una carencia que habita en nuestro interior a raíz del afán por satisfacer todo aquello que surge del desmedido deseo. En este sentido, el placer y la felicidad son solo placebos momentáneos del inminente padecimiento de existir, el cual se acentúa con cada deseo cumplido, llevándonos a una errancia absoluta y hambrienta por complacer la fatigante y ampulosa carencia, vacío generado en nuestro interior una vez ha sido complacido con el objeto querido. Es esta una ilusión a romper, a quebrar y expulsar de nuestra relación con el mundo. La felicidad es solo una apariencia, una virtud impuesta y deleznable para la prosecución de una existencia vacía y devenida constante a los argumentos de la nada. La voluntad, fuerza extrema de todo lo creado y lo querido (su noción más firme), nos permite permanecer en el velamiento adictivo de una consumación de placeres y una vida repleta de metas que, una vez cumplidas, solo arrojará una infinitud de otras y otras, hasta que decante en la posibilidad de despertar un cansancio extremo que culmine con el aburrimiento o el suicidio. De acuerdo con esto, explica Schopenhauer:

Es entonces concebido por el filósofo alemán, que la voluntad rige el universo entero y está su impulso primordial en todas y cada una de las expresiones, tanto de lo orgánico como de lo inorgánico, siendo aquello que subsiste por debajo de todas las capas posibles sobre las cuales el hombre, dentro de las fronteras del mundo de la representación, puede excavar, cosa que le es imposible, a no ser que, a través de una experiencia metafísica original, sea capaz de conocer este estado fundamental y energético de la naturaleza. Aquí cobra relevancia la discusión que se plantea la filosofía con respecto a la prepotencia del proceder científico. Pues esta (la ciencia) no indaga al mundo como totalidad metafísica fundamental, sino que se centra en descubrir las leyes y principios efectivos dentro del terreno de la representación en el fenómeno, sin interesarse jamás por escrutar la composición originaria del todo existente, pero sí valiéndose del principio de razón para componer su analítica centrada en una verdad que, aunque de carácter valioso, solo es aparente. Este ejercicio científico se muestra ejemplificado en lo que metafóricamente plantea Goethe, donde la ciencia se parece “al gusano que escarba el polvo: mientras busca allí el sustento de su vida” (Goethe, 1978, p. 25), no encuentra más que superficies estériles, y deja de lado y olvidada la esencia vital que le es necesaria. Por ello, la ciencia, como el gusano, desaparecerá desnutrida y sin posibilidades superiores. Dice Schopenhauer:

Con respecto a la precisión de las fases del pensamiento schopenhaueriano en sus dos primeras etapas, podemos hacernos cargo de la inmanencia de la voluntad en nuestro estamento mundanal, al cuyo influjo asistimos a través de la necesidad apremiante por satisfacer los deseos y librarnos del dolor que nos infringe el no hacerlo a cabalidad. Porque en esta filosofía, como ya lo explicitamos hace unos momentos, el sufrimiento actúa de manera positiva, esto es, se desarrolla de manera original, mientras que el placer, el gozo o la felicidad se sustentan en una lógica de aplacamiento, que hace efímero su lapso y perpetúa el devenir de la situación doliente que aqueja la existencia de manera esencial por intermedio de la fuerza absoluta y creadora, es decir, la voluntad de vivir como la cosa en sí schopenhaueriana. Sobre esto, dirá Philonenko: “La gran enemiga de la filosofía es, pues, la voluntad y por extensión, la vida: querer es atarse a las cosas concretas, y prohibirse la contemplación de las esencias que en la tranquila reflexión del intelecto se suceden las unas a través de las otras fuera de toda finalidad pragmática” (1989, p. 63).

Una vez puestas de relieve las consideraciones acerca de la predominante influencia de la voluntad en el mundo y cómo su objetivación primordial o más inmediata, el cuerpo, eleva nuestro sufrimiento hasta estándares desconcertantes. Schopenhauer es un filósofo original en distintas posiciones de su pensamiento, pero si una de esas posiciones ha de resaltar por encima de las demás, es la de haber puesto por primera vez en la historia de la filosofía moderna, el cuerpo como eje central del filosofar, sobrepasando así el empirismo y dejando a un lado el dogmático idealismo. En esta revolucionaria manera de abordar la esencia de la reflexión original, que siempre será la voluntad, por la cual somos dominados e influenciados más allá del querer positivo e intencional de la conciencia, somos incisivos en la mirada pesimista de Schopenhauer al proclamar que “en esencia toda vida es sufrimiento”; análisis que, además, es núcleo interpretativo de este escrito que intenta acometer la búsqueda de un estado de absoluta felicidad como una falacia, de la cual, Fausto se erige comparativamente como su estandarte. Por ello, explica magistralmente Schopenhauer la apertura negativa de su esencia filosófica (voluntad) dentro del establecimiento formal de la felicidad como imposibilidad: “En el fondo, todo esto se debe a que la voluntad tiene que devorarse a sí misma porque fuera de ella nada existe y es una voluntad hambrienta. De ahí la caza, el miedo y el sufrimiento” (2009, p. 368).

En esta indagación dentro de la arquitectura formal de la metafísica schopenhaueriana, es ideal para proseguir con la interpretación de la primera posición de Fausto con respecto a su mundo inmediato, y con cómo el lamento desmedido que orbita sus exclamaciones concretas se fundamenta en la postura de una vida dedicada a la erudición y desdichada a raíz de lo mismo. El doctor Fausto, como comentábamos más arriba, está sometido única y exclusivamente a la divagación conceptual. Su trato con el mundo de manera intuitiva le es ajeno. La mentada intuición, condición y posibilidad bipartita de todo conocer, es solo una sombra que surge de los tratados que tan juiciosamente ha trabajado y digerido en sus años de intelectual vida. Sufre de dolor, pero también de aburrimiento, porque la promesa que en principio pensó que se le hacía, fue rota y solo una pérdida extensiva del deseo se fundamentó en él. Para compensar y salir de tal estado de apatía frente al querer, gira su pretensión y se lamenta de los bienes, la fama y la fortuna que no le dejó su insistencia de coqueteo intelectual, la cual comienza a fraguar una esperanzadora situación en la que todo se resuelve una vez sea saciada tal carencia material.

“Por otra parte carezco de bienes y dinero, de honores y grandezas mundanas” (Goethe, 1978, p. 17). Ese es el grito de un Fausto mal herido, convencido aún de que la vida posee un thelos y que la llave para hallarlo está escrita en algún libro revelador. Esta condición fáustica que se genera a raíz del incansable afán de conocimientos, genera, para aumentar la disquisición al respecto, una culpa surgida de la implacable condición humana de romper las barreras de la ilusión y someterse a sí mismo al escrutinio del mundo, sea de manera superficial o total. Por ello, Fausto se siente culpable de haber traspasado la barrera y encontrado con un mundo carente de sentido y de forma. Quisiera volver a los inocentes y tranquilos estados de la ignorancia, pero ya es muy tarde. Es por ello que “la culpa no radica en el querer, sino en el querer acompañado de conocimiento” (Schopenhauer,2009, p. 211), con lo cual el mencionado personaje se ve arrojado a una travesía epistémica que lo desborda y atormenta una vez ha hecho el relato de su vida.

Teniendo esto presente, Fausto elige cambiar de telón y enfrascarse en actividades fuera del plexo intelectual asiduo a sus estudios, volcándose a la magia, intentando con esto una respuesta y un sosiego a su aturdida alma sedienta de felicidad y cansada de buscar sin encontrar respuesta. De acuerdo con esta condición un tanto desesperada, un tanto mágica, dentro de la arquitectura poética del lirismo romántico goethiano, Fausto busca en lo desconocido, en lo sobrenatural, una salida a su agonía. De esta forma no atiende al requerimiento posible de enfrentarse a sí mismo en los terrenos metafísicos, esto es, por fuera del entramado representativo, lo cual sería una posición prudente para establecer un punto de inicio que surgiera del interés verídico del escrutar personal, esencial, por fuera del fenómeno externo, como a continuación se observará:

De este volcamiento desesperado de Fausto a los territorios insondables del misterio en la práctica mágica, radica lo que Schopenhauer llama “la necesidad metafísica del hombre”, quien en su tránsito mundanal necesita un asidero por fuera del entramado fenoménico que pueda redimir su existencia y haga que el abismo de la muerte no llegue sin un destino posterior. Esta misma necesidad se hace fácilmente observable en el encuentro del hombre con la religión, asistente a este encuentro desbordado de sí mismo, donde deja sus esperanzas, ilusiones y comportamientos a requerimientos que obren dentro de la lógica de un plexo supramundano capaz de suplir su carencia con respuestas y, consecuentemente, edificar el camino para su feliz existencia en la promesa metafísicamente nefasta de la eternidad. Schopenhauer escribe:

Sobre esta reflexión encontramos dos puntos de quiebre. El primero, radicado en la dominación que ejerce el modelo dogmático sobre el ser humano en su acción por ejecutar diametralmente las características morales del mismo. También, cómo se condiciona la actitud frente al mundo bajo unas improntas definidas que guíen su caminar hacia la gloria. La segunda nace de la inmersión de Schopenhauer en las religiones y posiciones cosmogónicas hindúes (vedanta advaita, upanishad) que preparan al hombre para el tránsito mundanal y su posterior implosión en la fervorosa concreción en la nada, en el fundimiento último donde lo importante no es renacer o vivir eternamente, sino desaparecer de cualquier expectativa existencial de reaparición objetiva. Tomando como fundamento de este opresivo estado de vitalidad necesaria, el primer alegato de Segismundo en la obra de teatro La vida es sueño de Calderón de la Barca, es una señal de este desencanto por la vida y la esperanza de no volver a reaparecer a esta sufriente condición. Con respecto a esto, el poeta español escribe lo siguiente: “¡Ay mísero de mí, y ay infelice!/ apurar, cielos, pretendo,/ ya que me tratáis así,/ qué delito cometí/ contra vosotros naciendo/ aunque si nací, ya entiendo/ qué delito he cometido;/ bastante causa ha tenido vuestra justicia y rigor,/ pues el delito mayor/ del hombre es haber nacido” (Calderón de la Barca, 1985, pp. 34-35).

La exclamación de Segismundo, que encarcelado en su fantasmal castillo brama en un monólogo de dolor la criminal instancia del nacimiento y la permanencia en esta situación como existente, se erige como un arquetipo en la filosofía de Arthur Schopenhauer. La finalidad y esto mismo es pertinentemente expresado en el cuarto libro, “Mundo como voluntad y representación”, lo que radica en suprimir definitivamente la existencia, mortificando a la voluntad mediante la estoica tarea de soportar el sufrimiento que este nos infringe y suprimirnos del todo en una orgía de serenidad y paciencia donde el resultado sea nuestra fundición en los calmos territorios de la nada, bajo la silenciosa promesa de no acontecer de nuevo en este pecado de vida, en este crimen de nacimiento, como lo plantea el poeta español a quien atentamente secunda el filósofo.

En esta necesidad que suscita la supresión de la forma de la vida que yo mismo soy, Schopenhauer toma del cristianismo características fundamentales para expresar el dominio de su filosofía, concebida característicamente en claves menores que dan la impresión de profundo pesimismo y desagrado para con la existencia, adoptando cierta conexión epistemológica con la estructura de pensamiento religioso sobre la cual utiliza como arquetipo para tramar su pensamiento. De esta misma manera, el asceta, que desarrollará como vínculo fundamental de la culminación de su pensamiento filosófico, el cual desenvolverá como ya argüimos, en su cuarto libro de El mundo como voluntad y representación, es pensado a raíz de esta experiencia maravillosa que originalmente se suscitó en el prototipo del eremita cristiano. Con respecto a esto, enuncia el filósofo lo siguiente:

Es de esta manera como vemos que condicionadamente Fausto, después de experimentar pensamientos y esquemas intelectuales de todo tipo, decide, en su actuar, girar hacia la magia, y se convida a probar una especie de practica supramaterial o pseudometafísica distinta, que le otorgue a corto plazo las respuestas, el gozo y la alegría del conocimiento de los principios tan necesarios a todo pensador. Desde luego, esta posición es un vacío, una ilusión constante de bienaventuranza y descontrol. El optimismo y la alegría del conocimiento son una quimera, la vida no tiene más finalidad y destino que la muerte; por ello, la esperanzadora idea de su concreción del destino es una macabra invención de permanencia mundana generada a partir de la moral imperante. No hay un plan superior que sustente el hacer mundano del día a día o un esquema ideal que reemplace a la vida. únicamente impera la deseosa voluntad que actúa en nosotros de manera apremiante, la cual crea necesidades para sustentar su propia vitalidad.

Dentro de esta correspondencia interpretativa sobre la que nos inmiscuimos en el actuar y el sentir de Fausto, encontramos de forma también concreta esa necesidad y ese duelo por encontrar la calma que necesita y por la que tanto ha luchado. Podemos observar, por ejemplo, en la cinta de Ingmar Bergman, El séptimo sello (1957), a un fáustico caballero que de manera insistente le pregunta a la muerte bajo la atmosfera de un decisivo juego de ajedrez por el sentido de la vida, la personalidad de un posible dios y las características configurativas de un más allá conclusivo. Sobre esto, la muerte no responde nada, pues nada hay.

Ella misma es producto ciego del desenfreno de la voluntad, quien extingue y crea sin ninguna propensión un thelos específico. Esto desespera enormemente al caballero, y desde luego a Fausto, quien aún confía en que la vida tiene un destino, que posee un secreto donde el sosiego es la recompensa al sufrimiento que por tanto tiempo le ha sido infringido. De esta forma, escribe Goethe: “No; no me igualo a los dioses. Harto lo percibo. Me asemejo al gusano que escarba el polvo: mientras busca allí el sustento de su vida, le aniquila y sepulta el pie del caminante” (1978, p. 25).

Esta es la bella forma en la que Goethe describe simbólicamente la condición de Fausto. él es el gusano, y el polvo y el barro en el que busca el sustento son el fenómeno en el que anda inmerso. Desde luego, el pie del caminante es el inminente sufrimiento, que positivamente acongoja y oprime la condición esencial del ser humano. Se hace evidente, desde aquí, la necesidad que plantea el poeta al decir que es urgente rasgar el velo y encontrarnos por fuera de las verdades asiduas que se soportan en el interior fenoménico. Subamos la alta montaña del conocimiento y veamos todo en perspectiva porque, paradójicamente, entre más subo, más me adentro en las estructuras propiamente auténticas de la cosa en sí. Ese adentramiento necesario para sobresalir a la inmanencia del fenómeno, indica a su vez un entrometimiento en mí mismo. Por fuera de esta acción, solo polvo, nombres, referencias muertas y superfluas que dragan una capa dentro de las mil que existen antes de llegar a la verdad. Dice Schopenhauer:

La erudición es la primordial enfermedad que atosiga a Fausto. Sus concepciones de mundo se mantienen encerradas en su autoconciencia totalizadora. No conoce más que conceptos e imágenes devenidas de los mismos que lo obligan a hacerse cargo de posturas fantásticas para acometer sobre el mundo. Es necesario, como lo veremos más adelante, que Fausto investigue el mundo, surque el ideal romántico y se vuelque a la aventura, al encuentro fundamental, para dejar de lado la exclusividad erudita que lo mantiene preso de un conocimiento abstracto y carente de vida. Esto, desde luego, no indica que se consiga la felicidad o las respuestas esperadas al recorrer el mundo intuitivamente, enriqueciéndolo con cada experiencia y reorganizando las perspectivas; es, más bien, un necesario ejercicio para comprender la condición existencial y predominante, es decir, la pesadilla de existir, pero a través del mentado ejercicio, soportar y no perecer voluntariamente en este camino espinoso del cual está compuesta la existencia.

Bajo esta nueva perspectiva, la dolencia de Fausto se acentúa en la sonante idea de que ya los libros y el encierro abstracto no lo llenan como en un principio. Solo ve polvo, insuficiencia y una angustia perpetua que orbita su propia humanidad. Quiere huir, pero no sabe a dónde. Esta es la tarea y el arquetipo direccional de la propuesta de Goethe, porque Fausto, su obra, es un viaje interno a todo lo que nos es fundamental en cuanto desvelamiento del misterio que nosotros mismos somos. De esta manera y siendo consecuente con su lamento extendido y que es punto central de esta primera reflexión, escribe Goethe:

Aquí se concreta el lamento. Desde luego, hay un giro en las perspectivas de mundo que contempla el doctor Fausto. Aunque este viraje es solo una apariencia, que en vez de interiorizar sus motivos, y encontrar la respuesta en sí mismo, opta por aventurarse a una mágica travesía que se extingue en su propia exterioridad. Sigue buscando por fuera, aunque ya no lo hará a través de libros y conceptos, sino mediado por posibles goces que puedan llegar y que, así mismo, dignifiquen y signifiquen su perturbada existencia. En términos schopenhauerianos podríamos decir que la aspiración faustiana continúa en el engaño, debido a que no ha sido capaz de salir, hasta este momento, del fenómeno en el que estaba y se mantiene inmerso. Sus preguntas no han sido pertinentes y sus respuestas aún no han surgido, pero seguramente serán igualmente desafortunadas. Aquí debe haber un viraje de la “conciencia empírica”, sobre la que se acentúa y aparece lo fenoménico, a la “conciencia mejor”,1 que indaga por fuera de este mundo de ilusión y propende por engendrar una negación de la Voluntad y una redención de la vida en mortificación de la misma. Es aquella que: “me eleva empero hasta el mundo en el que no hay personalidad ni causalidad, ni sujeto ni objeto” (Safranski,2008, p. 179). Pensamiento este del que nos ocuparemos más adelante. Acerca del sentido en la bifurcación de las conciencias y la permanencia en la maya o fenómeno por parte de Fausto, Rüdiger Safranski comenta:

Es este el mundo donde continuará Fausto. Aparentemente se dio un cambio y de esa manera sucede, pero es solo apariencia, engaño, debido a que el terreno que habita es el mismo. Cambian las condiciones pero la tierra es la misma. Se elabora entonces un escenario en donde la voluntad regía a través del ansia de conocimiento exterior, a uno donde la exterioridad a base de experiencias vacías será una constante. Debe haber una justa medida en la manera de asumir los conflictos del mundo. Un exceso de intuición nos rebajaría a la animalidad y un abuso de conceptos nos dejaría estériles para recrear, vivir y desocultar el mundo. De aquí partimos a decir que la búsqueda de felicidad absoluta es solo una quimera, una fantasmagoría. El mundo no es un lugar agradable. Por ello, hay que soportar los latigazos que la vida nos entrega paso a paso y dejar que las expectativas cobren sentido y proporción. Acerca de esto, Schopenhauer nos enseña:

Una vez pusimos de relieve la condición primera de este personaje goethiano por antonomasia, desenmascarando sus esenciales rasgos en tanto relación con el mundo y el sufrimiento producido por la búsqueda implacable de ese conocimiento que logre calmar o al menos, apaciguar la desbordante marea de necesidades e insatisfacciones que traen consigo la voluntad y el vislumbrar, así sea desde una pequeña rendija, lo que hay por fuera del fenómeno. También establecimos la bifurcación del conocimiento en cuanto intuitivo y abstracto, poniendo de manera presente que Fausto es dignatario del segundo de forma perentoria y unívoca en esta primera instancia considerativa que acabamos de analizar. De esta misma manera, recurrimos a hacer un análisis parcial de la obra de Schopenhauer, específicamente de sus dos primeros libros: “Mundo como representación” y “Mundo como voluntad”. De ahí tomamos camino para ir de la mano a través de la explicitación de la voluntad, tanto en la naturaleza, como en su mayor objetivación, nuestro cuerpo vivo. De todo esto, cimentamos en un primer momento, la consigna guía de este escrito, en el que la postura a afirmar será: que en esencia toda vida es sufrimiento. Debido a esto, a la apremiante necesidad de deseo e insatisfacción impuesta por esta fuerza creadora y originaria a la que Schopenhauer desocultó, denominándola como la “cosa en sí” (voluntad). Esto nos dará paso a observar las circunstancias por la cuales Fausto planea su aventura y el rumbo que tomará ésta debido a su azarosa e inquieta búsqueda de felicidad.


BÚSQUEDA Y SUFRIMIENTO EN EL FENÓMENO

En esta segunda instancia de nuestra aventura desocultativa, entramos a indagar una vez desvelada la atmosfera que encierra al primer Fausto como prototipo de erudición y artífice unívoco de su propia desventura, entramada en la consigna ferviente de una posibilidad de felicidad perpetua a través del permanecer ocupado en las actividades propias del cultivo del conocimiento. Precisamente esta circunstancia, como lo observábamos momentos atrás, logra que el mentado doctor pierda toda esperanza epistemológica, enmarcada en el cultivo de la razón y decida huir al mundo en busca de una liberación de la condición apremiante que lo ahoga. Esta huida del entorno abstracto sobre el que orbita su existencia y el arrojarse plenamente a una búsqueda fáctica en el fenómeno, es puesto de frente por un personaje que será pieza fundante de la aventura que suscita esta obra a todo aquel que se plantea estudiarla. Mefistófeles, el epítome histórico del mal, seduce con argucias y maniobras propias de su antigua astucia al pobre doctor, prometiéndole a cambio de su alma inmortal, una felicidad sin límites que alivie su profundo malestar. Este personaje, que en la tradición judeo-cristiana es concebido como la materialización de la maldad, el contrario de la deidad suprema y bienhechora, siendo por ello desdeñable y rehuido como una afrenta a la ilusión metafísica de la felicidad prometida. Nosotros, en cambio, nos atenemos a este personaje como el arquetipo de la voluntad, una suerte de concreción fantástica que el poeta efectúa como caracterización objetiva de la “cosa en sí” schopenhaueriana, la cual oprime y duele en la existencia humana debido a su influjo deseoso y necesitado.

Mefistófeles, según la interpretación efectuada, atrapa a Fausto en su círculo de necesidades, mostrándole un sinfín de experiencias y posibilidades fácticas que le permitan llenar el vacío en el que se encuentra. Esta voluntad manifiesta, con voz y acción concreta, domina el todo de las escenas, y sabotea la fundamental búsqueda del uno mismo en las recónditas mareas de la existencia, plagando con placeres terrenos y superficiales la actividad y el anhelo de experiencia positiva del doctor Fausto. Con esto presente, el genio de la negatividad se le presenta a Fausto: “Soy el espíritu que siempre niega, y con razón, pues todo cuanto tiene principio merece ser aniquilado, y por lo mismo, mejor fuese que nada viniese a la existencia. Así, pues, todo aquello que vosotros denomináis pecado, destrucción, en una palabra, el Mal, es mi propio elemento” (Goethe, 1978, p. 43).

Bajo esta óptica, es necesario recurrir al lamento de Fausto con respecto a su situación terrena, cómo sus sentimientos de descontrol y ansia de sosiego minan su situación presente e invocan un desfavorable artilugio para que lo exima del peso de existir. La posición fáustica es inherente a su actividad abstracta, porque como encontramos más arriba, el mundo de conocimiento que estaba planteado en primera instancia no funcionó, y trajo solo dolor y sufrimiento profundo. La vida para él no es más que tristeza y desasosiego, solo que en vez de aceptarlo, se lamenta esperando algo mejor. De acuerdo con esto, Goethe escribe:

Es este diálogo que efectúa Fausto con Mefistófeles, a manera de reclamo, una situación tipificante desde la óptica de la negación schopenhaueriana. “¿Qué puede ofrecer el mundo? Absolutamente nada”. La existencia no se basa en destinos preconcebidos que instituyan un desenvolvimiento óptimo y positivo de la misma. Ceguera que anhela la experiencia vital es lo único que subsiste. Fuerza creadora e infinita que nos agobia con el correr de los días debido a su influjo perpetuo y la insatisfacción total que encontramos con cada necesidad satisfecha. Es cierto que en este monólogo faustiano la presencia objetiva del sufrimiento es una constante, aunque su expresión se vuelve punto cardinal, no de una posición que asuma como necesario el sinsentido de la forma vital, sino el descontento al pensar que esta situación pudiese generarse. Fausto arremete contra la expectativa rota; es por ello que su llanto es tan caudaloso y desinhibido. Para esta condición, Schopenhauer escribe lo siguiente:

De esta forma, el filósofo alemán contraría la actitud mundanal faustiana en la que el principio que regía su vida era la posibilidad de felicidad, donde encuentra únicamente la desilusión absoluta, enmarcada como se ha hecho recurrente en la postura que rige este escrito en la frase: toda vida es en esencia sufrimiento. Teniendo esto presente, Fausto trata de evadir de manera abstracta y no práctica la aparición sustancial del evento sufriente en su existencia. “De suerte que la existencia es para mí una penosa carga; ansío la muerte y detesto la vida” (Goethe, 1978, p. 49). Ante esta posibilidad liberadora, que el desesperado doctor interviene en su diálogo con Mefistófeles, cree esclarecer la circunstancia y darle una solución final a su padecimiento.

En este intento por engañar al hábil Mefistófeles, el mentado doctor hace un llamamiento a las musas del suicidio. Esto desde luego es una ilusión de bienestar que los estoicos enseñaron a través de su profundo conocimiento. Tal acción, enseña Schopenhauer, solo afirma, en vez de negar, el influjo concreto de la voluntad. La desaparición no debe ser solo un cese de actividad vital fisiológica, sino la consistente supresión de todo lo que corresponde y comprende la voluntad en sus amplias caracterizaciones; es decir, la supresión total en cuanto a satisfacción del deseo se refiere. Se hace evidente que Fausto no es un suicida. Solo quiere darse dramatismo dentro de la dolencia profunda que padece, con un tono de heroicidad o, al contrario, de liviandad absoluta como condición de un desparpajo de romance y sensualidad. Es por ello que escribe lo siguiente: “¡Oh!, ¡feliz aquel a quien ella [la muerte] le ciñe las sienes con sangrientos lauros en medio del esplendor de la victoria! ¡Dichoso aquel a quien sorprende en brazos de una joven después de vertiginosa y frenética danza! ¡Ah! ¡Si extasiado ante el poder del sublime espíritu, hubiese yo caído allí exánime!” (49).

Esta postura descrita es contrariada por la astucia que soporta Mefistófeles, quien conoce la facultad de la voluntad de vivir que sucede en Fausto y lo sabe incapaz de un acto tal, pues su búsqueda es la felicidad y sabe que no la conseguirá de esta manera. Por ello, Mefistófeles sardónicamente le dice como respuesta a lo que acaba teatralmente de sugerir Fausto: “y con todo, alguien se abstuvo aquella noche de beber cierto licor pardo” (43). De este intercambio de pareceres acerca de las posibilidades que ofrece el mundo en tanto sustrato del sufrimiento descubierto, Mefistófeles descubre sus intenciones y luego de que su coro de espíritus sostenga en bello canto acerca de la inclemencia de la existencia y cómo un cambio sustancial pudiese forjarle un mejor mañana. De esta manera, le propone a Fausto la travesía a través de la aventura de la vida. Esta exploración fenoménica dejará que el doctor acuda por vez primera al mundo, aunque esto, por muy enriquecedor que parezca, está plagado de vanas ilusiones y comprometedores resultados, en los que Mefistófeles, como materialización fantástica de la voluntad, se sabe victorioso. Es por esto que le propone a Fausto:

Este diálogo es el cambio prometido y esperado por Mefistófeles. En esta nueva era de su vida encuentra Fausto la posibilidad de hallar todo aquello que en apariencia la providencia le negó. La conjura ahora es la exaltación de la banalidad, el lanzarse definitivamente al gozo terreno. Aquello que no quiere decir otra cosa que satisfacer la carencia que le plantea positivamente la voluntad, seducido desde luego por el facultado Mefistófeles. Esta nueva experiencia no logrará que cese la inmanente agonía del sufrimiento, sino solo que cambie de forma. La facultad proteica de la “cosa en sí” schopenhaueriana es una condición esencial en su triunfo sobre la vida, esto debido a que estamos convencidos de que lo que nos causa dolor es la extensión de la actividad que llevamos a cabo a menudo y que con el paso del tiempo es menester reconfigurar para que sus valores se repotencien y el gozo entre de lleno. Es por ello que Fausto deja por completo su necesidad de auscultar el mundo como erudito, lanzándose esta vez como aventurero, dedicado al goce y a la sensualidad que ofrece este teatro de las brillantes apariencias, el cual, tras bambalinas, demuestra y representa la tristeza y el sufrimiento de sus actores.

Bajo esta atmosfera, se crea la situación que al igual que el hilo de Ariadna, nos conducirá por el laberíntico entramado de la epopeya que nos presenta Goethe en cabeza de su heroico personaje. Su primordial protagonista asistirá por vez primera al mundo guiado bajo la tutela del poderoso personaje que a través de su astucia solo generará necesidades y ansia de experiencias al incrédulo sujeto que bajo la ilusión de cambio y bienaventuranza solo encontrará ese péndulo perpetuo que condiciona la vivencia humana en horizontes de sufrimiento y aburrimiento. Es por esto que Schopenhauer comenta:

Esta enseñanza es recurrente dentro del ambiente filosófico schopenhaueriano, pues en el movimiento pendular de la existencia no anida en modo alguna la esperanza positiva de felicidad. Por el contrario, la sombra que sobresale de su material movimiento es la posibilidad de inmolarnos de esta situación predominante, del fenómeno que atrapa nuestras naturales expectativas y las eleva a inconmensurables dimensiones, para luego, en su orgía de realidad, lanzarnos de su tremenda altura a la dura y agónica verdad. De esta situación, de la sensualidad emprendida por Fausto en su nueva etapa de conocimiento, se expresa una de las más indispensables sabidurías que habitan en la filosofía del citado pensador alemán. Esto es, la fundamental enseñanza de la satisfacción prudente, porque entre más se satisfagan deseos, entre mayor sea la felicidad y el gozo que entreguen estos momentos satisfechos, más elevado será el sufrimiento provocado. Por ello, comentará Schopenhauer citando a Aristóteles: “El prudente no aspira a la felicidad, sino a la ausencia de dolor” (Schopenhauer, 2000, p.46). Esta forma de práctica debe ser entendida como producto de un correlato despierto con las manifestaciones más apremiantes de la voluntad: carencia y deseo. Proporcionando el actuar y teniendo presente que todo placer es quimérico, fantástico, cuya apropiación no se debe a otra cosa que a la aplicación negativa de su condición en cuanto satisfacción de la carencia positiva, que es el sufrimiento. Sobre esto, expresará el filósofo alemán en su regla 24 de los aforismos de El arte de ser feliz: “El necio corre detrás de los placeres de la vida y se ve engañado, porque los males que quería evitar son muy reales; y si ha dado un rodeo demasiado grande para evitarlo abandonando algunos placeres innecesariamente, no ha perdido nada, porque todos los placeres son quimeras. Sería indigno y ridículo lamentarse de placeres perdidos” (69).

Esta necedad será una situación constante en el mundo fáustico, debido a la añoranza de bienaventuranza, que deja de lado las posiciones meramente abstractas y se regocija en las demandas más propias de la sensualidad, objetivación más propia de la voluntad, las cuales, a través de la corporalidad y la genitalidad, dominan de lleno las actividades humanas en tanto relación con sus deseos y necesidades. Sin saberlo aún, Fausto estará cayendo en un abismo de opresión constante a través de su dueño más evidente (Mefistófeles) y en la desmedida búsqueda de acontecimientos. Solo un vacío se establecerá luego de que el éxtasis momentáneo haya cesado. Mientras tanto, se enorgullece de haberse distanciado de su ansia de establecer un carácter a través de una formación erudita y encontrarse en el presente, en una nueva atmósfera de vida, repleta de promesas e ilusiones muy propias de entablar relaciones con terrenos desconocidos. Acerca de esto, comentará:

Con respecto a lo anterior, encontramos algo en esencia curioso. Vemos cómo el doctor Fausto, antaño calculador y concreto, se entrega de lleno a las influencias de la eventualidad. En este frenesí del ahora recurre a una indiferencia absoluta con respecto al estamento calculable que rige el principio de razón, con la esperanza de que este ejercicio se configure bajo estamentos armónicos en lo que concierne al flujo de las situaciones venideras. No es que su diálogo nos plantee una definición del mundo desde la optimista y esperanzadora visión que encontramos, por ejemplo, en la filosofía leibniziana,2 sino más bien, acude a él una posibilidad renovadora, que se acentúa en la irrelevancia y el dolor producido de su antigua e instruida posición. Aquí observamos una constante en las filosofías que tienen que ver con las profundizaciones radicales en la originariedad de la existencia, las cuales se enfocan en sobresalir del entramado seguro de la vida cotidiana y enfrentarse de lleno y de frente con las terribles apariciones demoníacas al que nos entrega el mundo sin velo. Por su parte, de este sueño debía despertar el inocente Cándido, al que su maestro-filósofo Panglós,3 le había enseñado que en este, el mejor de los mundos posibles, todo sucedía para mejorar y que nada se daba sin estar envuelto en un bien mayor. Con estas optimistas sentencias se entrega al mundo el pobre Cándido, quien encuentra, para pesar suyo, todo lo contrario: un sinsentido absoluto envuelto en una noche tan negra en la que ni el brillo aparente de la luna se atrevía a iluminar. Acerca de esto, comenta Cándido su desventura:

En esta instancia, tanto Fausto como Cándido están poseídos por un miedo terrible al haber salido de su estable situación existencial, viéndose arrojados a un frío paraje donde ya nada les tranquiliza. Viven en constante desdén, perpetuando su paranoia con respecto a los acontecimientos venideros en los que cada uno cauteriza la situación de la manera que mejor les convenga. Ya el primero (Fausto) se aboca a la sensualidad y liviandad que el mundo en su fatua espectacularidad le presenta, o el otro (Cándido) queriendo llegar a puerto seguro en la barca ilusoria del amor construido idealmente. Es por esto que hay una necesidad implícita de taparse los ojos ante lo terrible, como el infante que al oír ruidos nocturnos se paraliza y se cubre con su manta esperando que cesen. Esta medida de protección es usada para evadir la responsabilidad de lo sentido y tener que hacer algo al respecto. Es preferible, desde esta óptica establecida, abocarse a la necesidad pública y totalizante del mundo cotidiano, donde las verdades coexisten de forma evidente y asequible a todo aquel que quiera comprarlas, como si el mundo fuese un gran mercado dispuesto a vender verdades al mejor postor. Fausto, ante el estremecimiento que le hiela el alma, escoge la tranquila atmósfera que le suscita fantásticamente Mefistófeles, teniendo como norte la promesa de liberar sus cargas y entregarle gozo y felicidad. Acerca de esta condición, Safranski comenta:

En la exigente tarea de conseguir a través de la experiencia el gozo completo, Fausto surca fronteras diversas. En una de estas, se ve encausado a las aguas del erotismo. A través de una manceba de nombre Margarita, se ocupa algunos momentos, sintiendo la felicidad que eleva a los hombres a dimensiones inconmensurables, pero que al final terminan por hartarse de tal estado y caen desprevenidamente en el resquemor del aburrimiento. En esta ocupación presente, el doctor y su aparente sirviente, Mefistófeles, luchan por la virginidad de la joven como materialización del acto erótico que restituya gozo por dolor. El deseo pide a gritos la consumación y la devoción a la que debe someterse a la voluntad por otorgar tan terrible deleite. De esta manera, atosigado por el influjo tremendo de la fuerza totalizadora, Fausto exclama: “así, ando vacilante del deseo al goce, y en el goce suspiro con el deseo” (Goethe, 1978, p. 113). Esta facultad propia de la voluntad, tan mencionada en este escrito, apresa a Fausto en esta, su nueva idea de vida. El ojo se entreabre para observar la verdad, pero con las mismas ganas que sus parpados se escinden, se vuelven a cerrar ante el movimiento ágil de Mefistófeles, quien cual oráculo lo invita a perpetuar los goces en una orgía de errancia ininterrumpida, prometiendo de esta manera satisfacciones más prolongadas en la costumbre del cambio. Por ello, le sugiere: “¿no os habéis cansado ya de llevar esa vida? ¿Cómo puede gustaros a la larga? Bueno es probarla una vez; pero luego a otra cosa” (113). Este cambio de vida, bajo el cansancio producido por el agotamiento de la situación, es una postura fundamental dentro del acontecer fenoménico de nuestra específica situación contextual. Las instancias se agotan debido a su poca sustancia, haciendo preciso que un venidero cambio, entre más rápido, más prudente, asistan al desdichado y de esta manera calme el dolor que debido a la inmanencia de su accionar agobia hasta el tuétano. La afirmación del querer es la única cosa que realmente importa a la voluntad, donde para no caer en el vacío contemplativo, pareciese decir: “dedicaos a las novedades. únicamente las novedades nos atraen” (141). En este remolino se encuentra Fausto. En la marea de vientos que componen este fenómeno, él es llevado de un lado al otro. Del amor al afán de poder y desde estos, al pesar sufriente en un círculo que vertiginoso y hambriento orbita su propia existencia. Acerca de esto, comenta Nietzsche:

En esta aventura que emprendió nuestro señalado doctor desde que dejó su gótica habitación y decidió lanzarse al mundo en un episodio sensual guiado por el misterioso y seductor Mefistófeles, su vida ha sido contrastada de singulares maneras. En esta Noche de Walpurgis,4 que comprende representativamente el todo de la obra de Goethe, llena de monstruos, teatreros, malabaristas, brujas, hombres y demonios, Fausto se ve encausado diversificadamente a continentes sapiensales que lo hacen estar abocado al cambio permanente. Su condición implica tomar para sí todo lo que es grande y valedero, pero en esa posición descubridora en la que se convierte su aventura intuitiva, se verá a sí mismo inmerso en un torbellino que lo lanzará directamente de una situación deseante a otra, que no le da descanso y sí, una variedad inconmensurable de placeres efímeros. De acuerdo con la visión aventurera de Fausto, Nietzsche afirma: “Y así, Fausto, redentor del mundo, se convierte en cierto modo, en un mero viajero alrededor del mundo. Todos los dominios de la vida y de la naturaleza, todos los pasados, todas las artes, ven pasar apresuradamente al contemplador insaciable; los más profundos deseos son despertados y calmados al punto” (188).

Ya observamos cómo la pasión de Fausto por Margarita queda sustituida por una huida despavorida a la novedad. Como si de un buen perfumista se tratase, Mefistófeles le da a Fausto a probar distintos aromas que guarda especialmente en su repertorio para distraer su mente. Una vez agotado el amor genital, quiere que pruebe el poder detrás del trono del emperador de Alemania. En esta nueva y proteica situación, Mefistófeles se presenta ante el emperador como consejero del bufón y exhibe ante este al astrólogo, que en sí mismo solo repite, cual títere de feria, las palabras y pensamientos del sabio Mefistófeles, en el que este inmaculado hechicero, bajo la batuta del astuto demonio, observa en la conformación de las estrellas los devenires configurativos de la humanidad concreta. Curiosa situación evocada por Mefistófeles y que, desde luego, en su estado contractual quiere arrastrar a Fausto. Aprovechando la desventura económica y política del imperio en el que los nobles y sirvientes al trono no quieren pagar tributo y además, los ejércitos enfurecidos claman por paga como recompensa de guerra.

En este truculento panorama actúa Mefistófeles, prometiendo la gran riqueza que yace dormida. El dorado que reposa incólume en las arcas de la tierra. ¡Explotemos el mundo, canjeemos la riqueza natural por dividendos económicos, comerciemos con todo lo que podamos! Es lo que propone el astuto demonio. Esta permanente desventura de lo originario, su explotación y comercialización, es una de las profundas cualidades de la voluntad vista desde la egoísta conciencia humana. “La naturaleza se convierte así en una única estación gigantesca de gasolina, en fuente de energía para la técnica y la industria modernas” (Heidegger, 1989, p. 23), visto esto a través de la fuerza original e histórica que todo lo dispone, manteniendo en un constante polemos que inunda de forma efectiva el todo de la vida natural, pero que al llegar al ser humano bajo la configuración utilitaria de su idea de sí mismo, decide utilizar aquello que ve como objeto de cambio. Acerca de esto, escribe Schopenhauer:

Este planteamiento pareciese haber presagiado el filosofar fáctico de Heidegger con respecto al dominio de la técnica moderna sobre la naturaleza. Donde esta, basada en un profundo olvido del ser, se enfrasca en el allanamiento y la explotación del todo material natural, extinguiendo las riquezas que originariamente se forjaron con el correr espiritual histórico y se decantó en esta era absurda, en una materia inerte, ya no venerable y sí, objeto utilizable del afán devorador e individual de consumo y poder. Por ello, Heidegger dirá al respecto: “Hemos dicho: en la tierra, en torno a ella, se está produciendo un oscurecimiento universal. Sus acontecimientos son: la huida de los dioses, la destrucción de la tierra, la masificación del hombre, la prevalencia de la mediocridad” (2001, pp.48-49).

Esta fundamentación del nihilismo Heideggeriano entramado en la condición del olvido del ser y la postura schopenhaueriana fundamentada en el polemos de la voluntad de vivir, se entrelazan eficazmente a la postura adquirida en el mundo fáustico con la manera en que Mefistófeles en cualquiera de las formas que se le quiera interpretar, acude a hacer posible este vaticinio.5 El desierto crece, se extiende y solo sufrimiento ha de causar, tanto para la conciencia del hombre-Fausto como para el todo de la humanidad que vive la esperanza del progreso en la explotación tecnológica de los recursos naturales. Es acerca de esto que Mefistófeles dirá:

Una vez satisfecha la explotación de la tierra y el allanamiento de la riqueza que dormitaba en ella, tanto el emperador como Fausto se encuentran deseosos de nuevos accionares. Esta vez, dado el poder mostrado por el genio fáustico para cumplir las ansias del querer y aplacar el dolor en cuestiones materiales. El llamado emperador lo convoca nuevamente, para ennoblecer su situación a que encuentre el modelo perfecto de Hombre y la Mujer. Por ello el doctor, valiéndose de los artilugios de su guía, viaja a los confines del mito en busca de Helena. En esta instancia la asequibilidad de la felicidad se encuentra atrapada en lo absurdo del tiempo, el cual acapara los instantes en espacios lógicos que podamos representar para asentarnos en un determinado contexto. Debido a esto, Fausto rompe con tales espacios, encuentra lo buscado y de nuevo la dinámica insaciable de lo positivo se concreta sobre él.

Este viaje a los parajes más profundos de la existencia de Fausto en busca de la quimérica belleza y felicidad perpetuas que documentamos más arriba y cuyo desenlace dará como condición imperante el desarrollo de nuestro tercer y último aparte. Por lo pronto, desvelamos el hecho de que la condición fáustica de aventura es un incesante ir y venir del dolor al gozo y del gozo nuevamente al dolor en un pendular movimiento, perpetuo y desgarrador. El amor genital, tanto como el poder de la riqueza, no le fueron suficientes para serenar su insistente humanidad. El deseo, materializado en Mefistófeles, se le impone constantemente para que siga de lleno y sin plazos la coherencia configurativa que desde el inicio de la naturaleza, los animales y las cosas impone como inicio generador y regulador la voluntad de vivir, sobre la cual Fausto está enclaustrado y dominado debido al espectro de felicidad que el avance vertiginoso de los momentos presentes pretende otorgarle.


DUELO, APORÍA Y REDENCIÓN

En esta tercera etapa del desenvolvimiento hermenéutico al entramado fáustico, entramos por fin, una vez evidenciada la dificultad de hallar la felicidad mediante la entrega a factores de índole amorosa, y la resolución desesperada de volcar su querer hacia otros estamentos mucho más fenoménicos. Si bien el sexo, el amor familiar, las influencias imperiales y la gloria no pudieron asegurarle una finalidad bienaventurada, llegó el momento de establecer un control egoísta sobre todo, de expurgar en el fenómeno y observar las posibilidades que aún yacen inexploradas para satisfacer el ansia de poder. “Este globo terrestre ofrece todavía campo para grandes acciones. Han de realizarse cosas dignas de admiración; siéntome con fuerzas para una osada actividad” (Goethe, 1978, p. 339). Esta insistencia por parte de Fausto es encausada sobre una vana ilusión, haciendo sus anhelos cada vez más elevados y complejos, precipitándose bajo la disposición elevada del deseo ferviente a una caída directamente proporcional a la altura de expectativa que se planteó en un principio, golpeándose contra el duro y concreto estado de desilusión y sufrimiento que se hace más rudo en la medida de extensión de la prominencia del deseo.

Siguiendo este curso en los anhelos de posición generadora de felicidad, el doctor consulta a Mefistófeles de nuevo acerca del descubrimiento de aquello que finalmente lo hará dichoso. Desde aquí observáremos a un Fausto desobligado, no interesado en la perduración absoluta de su nombre y hazañas heroicas. él percibe su propia infelicidad, pero aún vacilante de asumirla y dirigirse a su desocultación óptima a totalidad y como condición absoluta del entorno vital. Esta vacilante condición que se cierne sobre el héroe goethiano decanta en un profundo egoísmo en el que el sujeto se enfoca en su propio Yo seguro, perdiéndose a causa de ello en los terrenos dominantes de su autoconciencia. El sufrimiento que lo agobia lo hace miserable porque presiente que el mismo mundo, el cual sustenta desde su representación, le es tormentoso. En esta nueva lógica procedimental, Fausto como Yo absoluto se aboca al señorío, a regir los hilos del destino del pueblo para de esta manera calmar el dolor que se le presenta a cada instante, evitando sucesivamente distraer la existencia del inminente golpe pendular que funda la muerte o el aburrimiento.

Al prevalecer en la batalla y como resultado de la bélica acción, se convierte en un latifundista ponderado, donde la consigna primordial de su nuevo episodio de búsqueda se encuentra encausada por el afán de tenencia, en la acumulación de territorio y bienes que lo protejan y sean testigos de su inigualable felicidad. Sobre esta situación que lo apremia en la presentación del ahora, dice Fausto: “lo que yo ambiciono es el dominio, el señorío. La acción es todo, la gloria nada” (340). Con este requerimiento en el entramado de la necesidad fáustica, seguimos en el mismo plano del querer que solo desea de manera vacía. El fenómeno es permanencia en el devenir fáustico, escarbando el polvo del suelo mientras busca algún sustrato valedero y servil a sus intenciones. No se modera en deseos, cada momento crecen y se instituyen enormes y fantasiosos hasta el punto de caer en un estado de puro egoísmo que vuelva al mundo centro unívoco y sostenible desde su representación. Por ello, si alguien se atraviesa en su camino es menester apartarlo o destrozarlo; todo esto con tal de no enturbiar el flujo seguro de su querer direccionado eficazmente al advenimiento positivo de su felicidad. Acerca de esta condición, del yo como sujeto absoluto del egoísmo, escribe Schopenhauer:

Este estado de puro egoísmo que suscita la creencia consciente de establecerse como centro absoluto del universo, en el que todas las fuerzas solo deben existir para satisfacer sus necesidades, es lo que sucede en el ambiente de requerimientos fáusticos. Sus propias necesidades se ven aseguradas por encima de las demás no importando qué valederas y suficientes sean, ni mucho menos que estas ambiciones personales minen la existencia concreta del otro y el albedrío contundente de su propia voluntad. Mentada condición, donde una voluntad se superpone a la otra, ya sea para apartarla o cegarla, es lo que en la filosofía schopenhaueriana se conoce como injusticia. En un pasaje fundamental se ilustra esta condición de manera contundente y encontramos ante la aplicación de mencionada condición y siendo ya Fausto señor de tierras extensas, un aquejamiento punzante debido a la no satisfacción total de su propia aventura. Al desear apoderarse del todo, los inconvenientes no le son ajenos y en el flujo consistente en el allanamiento egoísta de la totalidad, se impacienta y sufre al serle esquiva la posesión, sin importarle al respecto, las nimias recompensas comparadas con lo ya conseguido. Este momento es decisivo en la transformación de Fausto, del sujeto de puro egoísmo a uno de elevada compasión que no vea la individualidad sino la idea general y absoluta del todo constitutivo y del cual somos parte integrante.

Las tierras donde señorea Fausto son atormentadas por un diminuto lugar en medio de la inmensidad poseída que se resiste a su dominación. El pasaje literario revela a un par de ancianos que se resisten a desocupar las tierras que desde siempre cuidaron y trabajaron. Por su parte, el gran señor irritado al acercarse a su balcón y vislumbrar aquello que ve como suyo, es acongojado por la realidad de no poseerlo todo. Esta situación, se ve expresada de la siguiente manera:

En este frenesí motivado por el querer desmedido y el egoísmo propio de su angustiosa situación, Fausto encomienda a Mefistófeles la tarea de asegurar para él las tierras que no le permiten tranquilidad. El astuto demonio encomienda a tres mercenarios la tarea. En su ciega ambición, el señor de tierras no se dio cuenta de que mandaba al diablo a resolver su inconveniente y esperando una permuta, gana una masacre. La voluntad de los ancianos fue inextricablemente cegada definitivamente a causa de la obsesiva ambición de Fausto. Al enterarse del mencionado suceso, el quiebre final de un hombre agobiado se precisa haciendo aparecer por fin la inquietud esencial y descorriendo lentamente el velo que se sostenía en su mirar. Una vez inmiscuido en el dolor del mundo, resigna su condición a un mañana negro. Comprende finalmente que su travesía ha sido infructuosa y que ese demonio a quien tan inocente confió su porvenir, le llenó de ilusas patrañas, las cuales, estaban dirigidas a perpetuar su labor y concretar el sufrimiento.

Esta verdad que se suscitó en un mundo aparentemente seguro, solo fue posible debido al advenimiento concreto de la mirada reflexiva ante el horror del otro. La naciente compasión, despertó en el personaje su necesaria mirada por fuera de sí, dejando de lado su hasta entonces fortificado egoísmo y encaminando su posición hasta la aceptación del tormento de existir, reconociendo que ese andar desmesurado basado en la ecléctica unión de lo real y lo fantástico, solo aseguró que su dolor fuese más elevado. Con cada requerimiento mayor, la burbuja de necesidades se hacía más grande llegando al punto de su resistencia y decantando en la inevitable explosión. Rota la burbuja, Fausto pudo sentir y observar la terrible verdad de existir y la posición absurda sobre la cual basaba sus ambiciones.

Esta confirmación desvelada en el tránsito de Fausto por el fenómeno es una evidencia de su propio conocimiento. La entrega desmedida a lo aparente y la virtud encaminada a satisfacer las ansias procedentes del querer y justificadas mediante la argucia de la felicidad decantan en nosotros, como en el héroe goethiano, un estado de puro egoísmo que al no reconocer en el otro facultades propias a las nuestras, nos creemos en el derecho de apartarlas, cegarlas o ignorarlas. Injusticia y sufrimiento son las postreras sensaciones de una vida concebida en satisfacer el flujo contante e inagotable de nuestros requerimientos. La conquista fundamental no es sobre el entramado fenoménico, que únicamente es superficie y finitud, sino en la condición en la que mi propia conciencia necesita negar al mundo mediante la negación de sí misma. Porque ante todo y en esto estoy de acuerdo con Séneca y los demás padres estoicos, es menester prepararnos antes para la muerte que para la vida. Antes para la negación que para la afirmación, de esta manera nos ahorraríamos profundos pesares. De esta forma, evito los afanes que a causa de la voluntad intrigan mi alma, perpetuando mi deseo y absorbiendo una a una las fuerzas que aún me quedan en mantenerme en esta vitalidad penosa y atormentada. Por ello, como enseña el sabio estoico, es menester vivir bien, esto es, con prudencia, resignado y aguardando siempre el momento finito en el que negamos la vida y nos extinguimos sin tristeza o añoranza por la importancia que suscita lo aparentemente perdido. Sobre lo anterior, escribe Séneca:

Si bien Schopenhauer no estaba del todo de acuerdo con los postulados estoicos debido a su constante indiferencia hacia la vida y la búsqueda de felicidad a través de la supresión de las ambiciones y lujos que soportaran una cómoda existencia personal, estamos seguros de que la renuncia que estos emprenden y la desconfiguración de un estamento privilegiado en el yo o en la autoconciencia como absoluto, es fundamental en la creación considerativa de la eticidad que nos plantea el filósofo alemán, generando una conexión pertinente para aprovechar el encuentro de estos dos pensamientos.

Es en este sentido, en el que nos preparamos conscientemente para la negación y la resignación, que surge como resultado reflexivo de la ética de Schopenhauer. Incitándonos de esta forma a desprendernos de la unívoca y regente mirada del sujeto creador y ambicioso desde donde se desprende la fundamentación filosófica cartesiana que lo posiciona como valor de todos los valores, aquel que tiene como tarea disipar la duda y revelar al mundo. En contra de esto, el filósofo alemán plantea un acabamiento a tal veneración, sustrayendo de esto, que el egoísmo es la principal barrera que nos impide ver primero al otro y concebir la posición perceptiva del mundo como entorno sufriente y absoluto. Por ello, Alexis Philonenko considera que “el ego a que nos apegamos tan ávida y tan ingenuamente no vale nada. La fenomenología de la vida ética debe ser la mensajera de una ética anti cartesiana” (1989, p. 272). En esta instancia, se nos muestra la única manera de redimirnos del mundo: Olvidar nuestro yo absoluto y enfocarnos en asistir a la extinción del mismo mediante la aceptación de su tormentoso estado, lavando el dolor con dolor y vinculando nuestra esperanza en la extinción de la vida mediante la mortificación de la voluntad, lo cual es implementado a través de la negación de la vida en la forma de la aceptación del martirio y la no satisfacción de los deseos que se elaboran a cada momento como condición efectiva de la voluntad de vivir. Es por esto mismo que Fausto comentaba más arriba: “El globo terrestre me es bastante conocido. Hacia el más allá la vista nos está cerrada” (Goethe, 1978, p. 383). Lo cual no es sino la comprensión de que es necesario observar más allá del fenómeno representativo y contemplar el en sí de la vida como sufrimiento. Por esto mismo afirma que: “Insensato es quien dirige los ojos pestañeando, quien imagina encontrar su igual más arriba de las nubes. Manténgase firme y mire aquí en torno suyo” (383). Debido a lo anterior es fundamental liberarse de la supremacía del estado de conciencia autorreferencial que como realidad fundante elabora la voluntad para que creamos que participamos del control, cuando en realidad estamos desterrados del querer consciente y autónomo, enfocados en satisfacer las necesidades de la fuerza que todo lo crea y domina.

Finalmente, la travesía que emprendió el esperanzado Fausto culmina con la aceptación del sufrimiento de la existencia en la angustia de su propio estado de egoísmo. Por fin el tiempo se agota y el reloj que se había ralentizado por intermedio de su magia cubre con creces la humanidad fáustica. Aunque este, ya reconociendo la situación vital en la que se encuentra, recibe el final con ferviente resignación. Como ya se adujo anteriormente, la condición imperante del gozo goethiano es el disfrute del instante. Por esto mismo, Fausto, al desprenderse de su riqueza material, se inscribe en el libro de la renuncia, y adquiere para sí una pobreza positiva que sostiene su existencia en aquello que le es más propio y que reconoce en mentada acción la oportunidad de reparar en el otro como coexistente, teniendo presente que somos creados bajo un mismo y único principio.

Esta pobreza a la cual se alude en la cúspide del cuidado propio de sí mismo, no se atiene a requerimientos de orden causal y material únicamente como podría suceder bajo la mirada estrictamente sociopolítica, donde la riqueza y la pobreza son alusiones de orden concreto verificadas o no en el ámbito de la tenencia. Esta mencionada carencia es el poder sustraerse al brillo despampanante de lo ente, cerrando el plexo de vivencia fenoménica y caminando hacia lo más propio y original, es decir, al cultivo de mi propia situación como ser sufriente y existente, que en esta tónica debe renunciar al fenómeno como entidad verídica y unívoca, ganándose por ello mismo de forma autentica en la negación y supresión del querer. Acerca de lo anterior, escribe Heidegger:

En esta medida, observamos la posición fáustica de renuncia, de pobreza exterior absoluta. Como ya adujimos, no se trata de que se desprenda como los antiguos soberanos quienes salían de su fortuna al final de su vida, dejándoselo todo a alguna asociación mística o religiosa para de esa forma asegurar donando la materia de su egoísmo, el paraíso o bienestar perpetuo que promete la designada institución.

Lo que Goethe nos plantea en su obra es, precisamente, la posibilidad de salvación bajo la mirada interior y la aceptación del mundo como el todo sufriente donde se habita, quien a través de su esencia suscita sólo profundos dolores y tormentos sobre el existente. Fausto no renuncia a un mundo para ganar un cielo. Se trata más bien de renunciar a su afanosa búsqueda de felicidad. De esta manera, al comprender auténticamente la imposibilidad de su propia ambición como causa perdida, mentado descubrimiento le genera un estado balsámico, de aquietamiento y no de gozo absoluto. Es entonces, la facultad desocultativa de tal condición la que permite aquietar el proceder normativo de la voluntad y detenerse en la sensación positiva del deseo comprendido como carencia en la lógica impuesta por la voluntad de vivir a través del sufrimiento de la misma.

Esta desaparición de Fausto logra mortificar bruscamente a la voluntad, encarnada en el seductor Mefistófeles, quien intenta a toda costa hacer valer su acuerdo contractual y devolver a Fausto a una existencia, para que de esa forma pague por la promesa efectuada en un principio. Tal entidad no soporta que se extinga en la nada absoluta y que su existencia quede reducida a un suspiro de tiempo que se evapora lentamente hasta no quedar nada, ni tan solo el recuerdo, perdiendo por ello su apuesta primigenia y la consigna de agobio que su propia esencia le exige. Así, exclama indignado ante la muerte de Fausto:

Con esto, comienza Mefistófeles la dura batalla por la re-existencia de Fausto. Llama a sus lémures y otros esbirros e intenta arrancar al doctor de su reducción final. De inmediato, y al establecerse la tragedia en clave épica, un mismo ejército llega del cielo para combatir el mal que intenta hacer frente al bien. Con todo el poder de sus condiciones dialécticas, estas dos fuerzas se enfrascan en una feroz batalla: La milicia divina, contra la hueste infernal. De este choque de poderes, el bien termina por reducir a su adversario y el alma de Fausto es dirigida al cielo donde un coro de niños, serafines y padres celestiales, atesoran y dan la bienvenida al extinto doctor, permitiéndole hacer parte de experimentar la gloria eterna. Esta alegoría final que el poeta alemán nos enuncia al culmen de su obra, actúa dentro del campo de nuestro horizonte hermenéutico como la simbólica posición de Fausto en su camino hacia la fundición esencial con la nada, mientras que la voluntad, por su parte, lucha ferozmente para no perder influjo y dominio. Esta idea de Goethe, radicada en la articulación de la obra en clave mística, donde el bien y el mal se concentran en una lucha de caracteres ancestrales, es consecuente con la lógica de las religiones, quienes para develar la verdad, deben cubrirla no a totalidad, sino bajo la influencia de la fábula y la alegoría, debido a que al común de los hombres les es difícil y ajeno llevar a práctica un proceder tan radicalmente abstracto y desesperanzador. De acuerdo con esto, las religiones iluminan sus verdades en estas instauraciones míticas, para de esa forma dirigir pedagógicamente a sus seguidores, en donde la posibilidad de descorrer el velo no cause tanto espanto y decepción. Sobre esto, Schopenhauer escribe:

Sobre este punto, el filósofo resume la tendencia fabulosa que emprende la religión para popularizar la verdad, entregando una versión mejorada y hasta preciosista de lo que es el tétrico y espantoso trasegar por los senderos de la existencia, en el que para escapar de tal sufrimiento, es menester denegar al todo creador y advenirse en la instancias que internamente nos permitan inmolarlos de este suspiro de vida, con la condición efectiva de no renacer. Esto lo tenía presente Fausto. Desde luego a Goethe, debido a su condición de poeta, le era necesario utilizar las figuras que graficaran tal idea de forma poética, en que la simbólica del bien se enfrascara en una lucha histórica por conseguir la derrota del mal, radicada en el escape del fenómeno representativo y su posterior bienaventuranza por fuera de él; esperanzada en encontrar un entorno más afable y perdurable, donde el querer no es una amenaza a la vida y solo reina la tranquilidad perpetua que se superpone al proyecto humano ordinario bajo la sombra implacable de la voluntad.

De esta manera y cumpliendo con el requerimiento analítico sobre el cual propusimos este trabajo en primera instancia, damos por concluida la intervención a este aparte fundamental, encaminado a desvelar la condición fáustica como el epítome de la incesante búsqueda de felicidad, su posterior reconocimiento de la tragedia de la vida y la redención al establecerse como extinto en la inmensidad de la nada. Con este proceder hermenéutico de la obra más famosa de Goethe, intentamos dirigirnos sobre aspectos que surgen de la generalidad del todo humano, escogiendo, por supuesto, una obra maestra para de esa forma asistir al evento de la filosofía desde el estamento poético y realizar una profunda inmersión en las arcas más insondables de la existencia, donde la conjura pareciese tener como norte un optimismo desmedido y una confianza profunda en las fuerzas del progreso y el entretenimiento.

En este trabajo, quisimos mostrar lo contrario. La felicidad es una quimera, un falso anhelo producido por la incesante voluntad que despierta en nosotros el querer para perdurarse como dominadora dentro del mundo fenoménico. Para ello, es menester descorrer el velo, arrancarse la máscara que creó la tradición y entregarnos a una contemplación pura de la vida en la que reconozcamos de modo auténtico esta nueva y fundamental ética que adquirimos a través del estudio de la filosofía schopenhaueriana, cuyo pensamiento plantea rigurosamente que la esencia de la vida, esto entendido como generalidad dentro de la holística viviente, es sufrimiento. De esta forma moderamos los picos elevados de expectativa existencial y aceptamos el dolor del mundo como propio y necesario para asegurar un proyecto más sólido y estable. Con la interpretación de Fausto, no solo inquirimos sobre la obra del poeta sino que la idea era extender la reflexión al mundo en general, dentro de los fecundos horizontes de pensamiento que provoca en nosotros el hacer filosófico de Arthur Schopenhauer. Bajo esta visión aporética de la esencialidad de la vida y el descubrimiento polémico del sufrimiento viviente, nos enfrentamos a un develar original y por ello necesario, en el que la direccionalidad de la reflexión era la conjunción de la vida y su inclemente caminar bajo las directrices de la voluntad. Por ello, indagamos en la metafísica schopenhaueriana donde el núcleo central de su pesimismo mundano nos abrió las puertas para intervenir hermenéuticamente la obra de Goethe, elevando debido a esto la discusión hacia terrenos verídicos de implementación práctica del terrible anhelo de vivir y su condición perdurable en cuanto satisfacción del deseo. Si Goethe comprendió y aplicó en su obra del todo a Schopenhauer, no lo sabemos, pero si de algo estamos seguros es que la lógica de su proceder poético, al igual que el del filósofo, no busca reivindicar la vida de modo optimista mediante el avance histórico de progreso y esperanza, sino que intenta negarla mediante la visualización profunda de la aporía, esto es, de concebir el mundo por fuera del fenómeno y abocarse a internarse en las cavernas tremendas del acontecer del mundo en cuanto objetivación de la voluntadΦ


*Artículo de reflexión

1 Aunque la idea de “conciencia mejor”, que divide el pensamiento de Schopenhauer para diferenciarlo de la “conciencia empírica” en la que Kant ya había descubierto posiciones revolucionarias, no aparece como tal en su obra magna (El mundo como voluntad y representación), sino que, en el periodo berlinés, será lo que a posteriori la encasillará como la idea de redención en cuanto negación de la voluntad de vivir.

2 Es bien sabida la posición del filósofo alemán Gottfried Leibniz (1646-1716) acerca del optimismo que impera en este, como dice él, el mejor de los mundos posibles y que todo lo que acaece está bajo un principio intrínseco de progreso o bienestar general, negando así la tragedia o el absurdo de existir. Argumento identificable en Cándido de Voltaire.

3 Panglós es un personaje en la obra filosófico-literaria del pensador francés Voltaire, cuyo argumento está enmarcado en las posiciones ideales de encuentro con la divinidad organizada y bienhechora de “el mejor de los mundos posibles”. Este personaje es dentro de la escritura satírica volteriana quien propende por enseñarle al inocente Cándido, cómo funciona el mundo y recordarle una y otra vez que todos los eventos, sin importar lo terrible que parezcan, suceden para mejorar. Argumento que conecta bien, con la relación, que tiene Fausto con Mefistófeles y que interpretamos como la agonía que produce la carencia en el frenesí de búsqueda de felicidad absoluta pensada filosóficamente por Schopenhauer.

4 Es una festividad que se práctica en el centro y norte de Europa, desde el 30 de abril al primero de mayo. Es también conocida como la noche de las brujas. Es en este festejo donde Mefistófeles lleva a Fausto a que se codee con el mundo demoniaco y hechicero desde donde este reina.

5 La alusión a Heidegger está determinada por sus posturas filosóficas al respecto del desbordamiento de la técnica moderna y su incesante desarrollo estructural, en el que se olvida la esencial naturaleza (physis) del mundo, asumiéndose por ello, la aparente necesidad de su aprovechamiento en la lógica de lo explotable y utilizable, situación que es pensada por Goethe y Schopenhauer en el siglo XIX.


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Heidegger, M. (2008). La pobreza. Buenos aires: Amorrortu.

Nietzsche, F. (1932). Tercera consideración intempestiva: Schopenhauer como educador. Madrid: Aguilar.

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Safranski, R. (2008). Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía. Madrid: Tusquets.

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Schopenhauer, A. (2009). El mundo como voluntad y presentación Tomos i y ii. Madrid: Trotta.

Séneca, L. A. (1984). Cartas morales a Lucilio. Barcelona: Orbis.

Voltaire (2004). Cándido o el optimista. Madrid: Edhasa.