LA TECNICIDAD HUMANA Y ANIMAL EN UN MARCO NATURALISTA. PROBLEMAS Y PERSPECTIVAS EN EL DEBATE CONTEMPORÁNEO*
Andrés Crelier: argentino. Doctor en Filosofía. Universidad Nacional de Mar del Plata /
CONICET / AADIE – Argentina.
Correo electrónico: andrescrelier@yahoo.com.ar
Diego Parente: argentino. Doctor en Filosofía. Universidad Nacional de Mar del Plata /
CONICET / AADIE – Argentina.
Correo electrónico: dparente@uol.sintectis.com.ar
RESUMEN
El trabajo defiende una distinción entre dos modos de relación técnica con el entorno, propias de los animales humanos y de los no humanos respectivamente. En primer lugar, se critica una posición naturalista “ecológica” o “contextualista”, que no permite tal distinción, y que se encuentra en autores como Preston e Ingold. En segundo lugar, se introduce la noción de “affordance intencional”, propuesta por Tomasello, para caracterizar la tecnicidad propiamente humana. En tercer lugar, se esbozan los momentos de una concepción gradualista de la técnica que permita a la vez pensar la diferencia específica de la tecnicidad humana.
Palabras clave: diferencia antropológica, gradualismo, Preston, Ingold, affordance intencional.
HUMAN AND ANIMAL TECHNICITY FROM A
NATURALISTIC VIEWPOINT. PROBLEMS AND
PERSPECTIVES IN THE CONTEMPORARY DEBATE
ABSTRACT
In this paper, we analyze the differences between the human and the nonhuman way of relating technically to the environment. Firstly, we criticize the naturalistic “ecological” or “contextualist” position (Preston, Ingold) because it does not allow such a distinction. Secondly, we put forward the notion of “intentional affordance” (Tomasello) to characterize human technical action. Thirdly, we sketch a gradualist scheme where the specific difference of human technical action can find a place.
Keywords: Specific Difference, Gradualism, Preston, Ingold, Intentional Affordance.
LA TECNICIDAD HUMANA Y ANIMAL EN UN MARCO NATURALISTA. PROBLEMAS Y PERSPECTIVAS EN EL DEBATE CONTEMPORÁNEO
INTRODUCCIÓN
Puede afirmarse que tanto los animales humanos como los no humanos son en parte autores de su entorno, entre otras cosas, porque ambos fabrican y usan artefactos de diversa clase, desde nidos —las aves— hasta diques —los castores—, por mencionar sólo dos ejemplos fuera de la esfera humana. Hasta hace un tiempo se creía, sin embargo, que existía una “diferencia antropológica” representada por la capacidad para fabricar y utilizar una clase particular de artefacto: las herramientas, que agregaban una mediación más compleja y específicamente humana en las relaciones de medio-fin con el entorno.
Como otros candidatos a diferenciarnos del resto de los animales, esta última propuesta basada en la conducta de “tool-use”, ha perdido vigencia teórica. Recordemos la célebre anécdota de Jane Goodall: una mañana fría del año 1960 observó a un chimpancé, David Greybeard, tomando briznas de hierba y arrancándolas para pescar termitas con ellas. Goodall pensó que se trataba del inicio de la fabricación de herramientas. Le escribió entonces a su mentor, el antropólogo Louis Leaky, y éste le respondió en un telegrama que ahora o bien había que definir de nuevo “hombre”, o bien aceptar que los chimpancés eran hombres (Instituto Jane Goodall, s.d.).
Este hecho, que ha sido corroborado más allá de las observaciones anecdóticas (Boesch & Boesch, 1990), reforzó el reconocimiento de que no existe una diferencia cualitativa fundamental entre el mundo técnico animal y el humano. Sin embargo, es notorio que la pregunta acerca de lo propio de la tecnicidad humana sigue en pie y, en consecuencia, es posible pensar que la tecnicidad humana se distingue de la animal. Justamente, el objetivo en este trabajo consistirá en justificar esta última afirmación.
Si se tiene en cuenta, que existen muchas maneras de encarar esta tarea general, conviene delinear la ruta de exposición. El punto de partida será una opción teórica reciente que se opone en principio a la distinción entre tecnicidad humana y animal, pero que proporciona a su vez una interpretación naturalista y gradualista que, con las debidas aclaraciones, resulta adecuada. Es fundamental destacar, los rasgos salientes de esta concepción a partir de textos de Beth Preston (1998) y Tim Ingold (2000). Ambos muestran acertadamente el carácter “holista”, “ecológico” o “contextualista” de toda acción técnica, pero ponen en juego una perspectiva naturalista homogeneizante, que no permite entender la diferencia específica propia de la tecnicidad animal humana.
Para demostrar esto último, hay que observar que determinados fenómenos humanos se montan sobre una base natural o biológica pero aportan a la vez una novedad o especificidad en la dimensión técnica. Ello, en concordancia con la distinción introducida por Michael Tomasello (1999) entre “affordance sensoriomotor” y “affordance intencional”. Con base en esto, esbozaremos finalmente diversos momentos de una concepción de la tecnicidad que dé cuenta de la especificidad humana en un marco naturalista.
EL NATURALISMO HOLISTA DE PRESTON E INGOLD
Para trazar los contornos de la posición naturalista, que se desea criticar, es necesario utilizar, en primer lugar, el argumento provisto por Beth Preston en su artículo “Cognition and Tool Use”.1 Su tesis holista general —que, creemos, va en la dirección correcta— consiste en sostener que el denominado “uso de herramientas” (tool-use) es una clase de conducta que no puede ser “individuada” de manera “individualista”. Se trata de una tesis que, en rigor, ha de aplicarse a toda clase de conducta, algo que se puede dejar de lado. Dicho con sus palabras:
Para identificar una herramienta o artefacto no alcanza, según Preston, con conocer todas las propiedades del objeto y su historia causal inmediata —como pretendería la individuación individualista— sino que hace falta conocer la forma de vida en que se lo usa normalmente, es decir los aspectos relevantes del entorno, que en este planteamiento incluyen aspectos naturales y culturales indistintamente.
Desde esta posición, en primera instancia adecuada, Preston avanza hacia otra tesis algo más cuestionable, según la cual existiría una conexión entre la negación de la tesis anterior —que expresa el modo incorrecto (individualista) de individuar la conducta de tool-use— y la idea de que esta clase de conducta pertenece a una categoría específica (Preston, 1998, p. 522). Preston criticará esta conexión y —en concordancia con ello— sostendrá que no existe una categoría específica que se pueda denominar tool-use. Dicho de otro modo, sostendrá que su tesis holista inicial —la conducta de tool-use no puede individuarse de manera individualista—, involucra conceptualmente la idea de que no hay tal conducta de tool-use como una categoría determinada. Frente a tal posición, es válido sostener, que el holismo de Preston es correcto, pero que debe ser integrado con el reconocimiento de que existen “fenómenos técnicos” específicos, entre los cuales se destaca la conducta técnica de uso de artefactos, propia de los animales humanos, cuya caracterización se hará más adelante.
Pero veamos con mayor detenimiento la posición de Preston, quien se apoya en una discusión sobre el uso de herramientas en animales y piensa que la aplicación al caso humano se sigue de suyo. La autora presenta la definición de Benjamin Beck (1980) sobre tool-use en animales no humanos y muestra sus consecuencias contra-intuitivas al momento de intentar clasificar diversas conductas. Beck excluye como tool-use los casos en los que los objetos no son llevados o portados por el animal, ya que en caso contrario todo objeto externo que sea usado para un propósito determinado podría ser considerado una herramienta. Un ejemplo particularmente problemático para la estrategia argumentativa de Beck es el de los chimpancés que, si abren las nueces golpeándolas con una piedra, admiten que se clasifique su conducta como tool-use, pero si abren las nueces golpeándolas contra una piedra, no ofrecen sustento para este modo de clasificar sus actos (Preston, 1998, p. 523). La definición de Beck, puesta en cuestión por Preston, separa en dos categorías diferentes conductas que, intuitivamente se categorizan juntas.
Preston expone el dilema de Beck del siguiente modo:
Como vimos, su propuesta consiste en rechazar la categoría conductual de tool-use, algo que según ella encaja perfectamente con el modo no-individualista de entender la conducta.
Preston es consciente de que existen muchas conductas que involucran objetos y que coloquialmente asimilamos (cosa que se ve reflejada en los diccionarios) al tipo de conducta denominada tool-use y que es necesario aún todavía explicar. En lugar de recaer en cuestionables categorías folk, su contrapropuesta consiste en acoplarse al Heidegger de Ser y tiempo y sus categorías funcionales y no individualistas para expresar la praxis funcional. En lugar de tool, Preston prefiere ahora hablar de “equipment” (equipo), término con el que pretende captar la noción de que toda individuación se realiza teniendo en cuenta un contexto funcional. La función entendida de manera holista se desglosaría, pues, en tres clases de referencias o “assignments”, la referencia a la obra a realizar, al usuario y al material (529).
Esta contrapropuesta de categorización afina conceptualmente el holismo o contextualismo, pero no ofrece herramientas conceptuales para distinguir conductas técnicas de diversa clase ni para identificar la especificidad del uso humano de artefactos, que es el objetivo de este trabajo. Puede argüirse que este objetivo no es el de Preston, quien intenta ofrecer una mirada holista sobre el modo de individuar conductas en general. Pero la perspectiva de esta autora deja de ser fiel a los fenómenos cuando conduce a un naturalismo que borra toda distinción entre tecnicidad animal y humana.
En efecto, resulta sensato que Preston considere riesgoso volver a admitir la tecnicidad humana como un fenómeno diferenciado o específico. Como se ha visto, Preston ha utilizado a Heidegger para entender los fenómenos de tecnicidad animal (en cierto modo, Heidegger como superador de Beck) y esto la ha llevado a explicar toda conducta técnica como una relación práctica con el entorno. Admitir la legitimidad de categorías específicas de conducta —como “tool-use” o uso de artefactos—, podría poner en jaque el modo holista de individualización. Quizás por estas razones, entonces, Preston defiende un naturalismo que no ve diferencias fundamentales entre naturaleza y cultura: “En último término, es preciso reconocer que la cultura es un bordado sobre la biología” (1998, p. 537).
Creemos que esta aproximación naturalista, propuesta por Preston, tiene una faceta correcta y otra criticable. Lo correcto es el gradualismo expresado en la última frase de Preston, y que se abona expresamente en este trabajo. Lo criticable, aquí, es su carácter en última instancia reductivista en un sentido particular: si no hay conducta que pueda denominarse legítimamente tool-use, y si no puede haber una distinción categorial entre la tecnicidad animal y la humana, entonces no hay tampoco, para Preston, un uso específicamente humano de artefactos ni a fortiori un mundo técnico propiamente humano. Y es justamente la distinción entre tecnicidad humana y animal lo que pretendemos defender en este trabajo. En efecto, el holismo —tal como lo concibe Preston— presiona para convertirse en un naturalismo que, a su vez, presiona por desembocar en esta variante del reductivismo.3
Sobre este punto, se volverá en el próximo apartado. Pero antes resulta necesario especificar otros aportes que se insertan dentro de la perspectiva holista de corte prestoniano. Entre dichos aportes se destacan las sugerencias realizadas desde la antropología social por Tim Ingold en The Perception of Environment (2000). A diferencia de Preston, la pregunta de Ingold no gira en torno a cómo individuar adecuadamente la conducta práctica sino en torno a cómo ofrecer una descripción adecuada de la acción técnica o, más precisamente, de la destreza (skill). En este marco, Ingold considera injustificado interpretar la conducta técnica aislando elementos inconexos e intentando luego unirlos: “Para entender la verdadera naturaleza de la destreza, debemos movernos en la dirección opuesta, esto es, restablecer al organismo humano en su contexto original de involucramiento activo con los constituyentes de su entorno” (2000, p. 352).
Lo relevante para explicar la destreza está constituido por la totalidad de las relaciones presentes en la acción descrita y no tanto por las propiedades de las entidades que lo componen (mente, cuerpo, intenciones, materiales, fórmulas o reglas de acción, etc.). Más allá de las diferencias de lenguaje y marco epistémico, se trata de un “ecological approach” (353), similar a la individuación no individualista que propone Preston para comprender la acción.
Es pertinente observar un ejemplo de casos cruzados que Ingold pone en escena para intentar corroborar su enfoque. Se trata de comparar la fabricación de bolsas de hilo por parte de un pueblo de Nueva Guinea con la fabricación de elaborados nidos por las aves tejedoras (354 ss.). La comparación es relevante por la similitud, no sólo del producto, sino de la actividad que se pone en escena. El producto refiere a complejos tejidos de nidos elaborados para refugio, en el caso de las aves, y a complejos tejidos de bolsas multiuso, en el otro caso. Ingold muestra que esta complejidad es fruto de habilidades complejas que requieren un proceso de aprendizaje pero que no pueden enseñarse mediante fórmulas, reglas o algoritmos. En tal medida, no dependen completamente de un plan previo de diseño o de intenciones preconcebidas, plasmadas acaso en una materia ideal antes del trabajo concreto con los materiales. Como se ve, el foco está puesto en las destrezas que consisten en una relación activa y compleja con el entorno inmediato: “Las habilidades del ave tejedora, al igual que las del humano que fabrica bolsas de hilo, se desarrollan mediante una exploración activa de las posibilidades ofrecidas por el entorno, en la elección de los materiales y soportes estructurales, y de las capacidades corporales de movimiento, postura y prensión” (359). Dado que ambos fenómenos consisten en esta relación fluida con el entorno, pierde sentido la distinción entre instinto y cultura, o innato y adquirido. Al respecto Ingold escribe: “no puede haber un programa para tareas tales como hacer nudos, rizos y tejidos que no sea inmanente a la actividad misma, y entonces tiene tan poco sentido interpretar la conducta del ave tejedora como el resultado de un programa genético como lo tiene interpretar el hacer bolsas tejidas [bilum] como el resultado de un programa cultural” (360).
Esta breve exposición de la postura de Ingold tiene el propósito de mostrar cómo el holismo, para explicar las conductas, se relaciona en último término con un naturalismo que, radicalizado, no permite diferenciar entre las dimensiones de tecnicidad animal y humana. En efecto, en los dos autores reseñados aparecen los siguientes elementos en común:
CRÍTICA AL REDUCTIVISMO NATURALISTA Y APROXIMACIÓN A LA ESPECIFICIDAD DE LA TECNICIDAD HUMANA
La posición defendida por Preston e Ingold, tal como se ha caracterizado en el apartado anterior, es una explicación de la conducta técnica adecuada en los siguientes puntos: describe correctamente las relaciones de uso o instrumentalización del entorno inmediato. Además, muestra que toda identificación de la conducta, técnica o no técnica, tiene que ser holista o, al menos, no puede ser completamente “individualista” —según la terminología de Preston—, es decir, debe tener en cuenta los elementos relevantes del ambiente, tanto los que se denominan intuitivamente naturales como culturales. Y, finalmente, supone un gradualismo entre la tecnicidad de animales humanos y la de no humanos.
Sin embargo, esta posición posee una falencia importante que consiste en ocultar e incluso impedir la distinción entre dos fenómenos de conducta técnica muy diferentes entre sí, uno de los cuales es específicamente humano. En lo que sigue, se hará un enfoque en este último, con la consiguiente mirada crítica, sobre los autores arriba tratados. Esto va en la dirección de una distinción de dos clases de tecnicidad, lo cual involucrará, a su vez, una clarificación del gradualismo técnico entre animales humanos y no humanos.
La primera observación consiste entonces en contraponer, a la concepción de Preston, la siguiente intuición: si bien toda caracterización adecuada de una conducta debe ser holista, existen conductas técnicas que involucran el uso de objetos técnicos y otras que no lo hacen. Por ejemplo, abrir nueces con una piedra es una conducta diferente de abrirlas con un cascanueces, aunque tan solo sea porque en el segundo caso se involucra el uso de un objeto diseñado para tal fin. Cuando se intenta hacer una descripción coherente y suficientemente densa de la tecnicidad humana nos encontramos con una clase de entidad sui generis, irreductible a las entidades naturales que encuentra o puede típicamente encontrar un animal en su entorno ecológico. Mientras que en el caso de los animales puede prescindirse (al parecer) de la alusión a artefactos en la individuación de su conducta, en el caso humano dicha individuación requiere, en muchos casos, la mención de estos últimos. Lo relevante es que se trata de entidades que si bien se hallan en el entorno inmediato tienen de antemano, a la tarea de individuación holista de la conducta en cuestión, sus propias condiciones de identidad dadas por sus funciones específicas. Así, para individuar la conducta típicamente humana de cascar nueces se debe hacer alusión al cascanueces como objeto técnico cuyas propiedades funcionales y operacionales son conocidas con anterioridad.
Aquí puede surgir la objeción, que será tratada más adelante, de que los ítems del entorno usados por animales poseen funciones propias. E inversamente podría objetarse que los objetos técnicos humanos se definen también holísticamente a partir de la conducta en un sistema o contexto determinado. Así, es posible hacer una suerte de zoom-in en la conducta anterior, centrar la atención en el cascanueces y, en lugar de simplemente mencionarlo, redescribirlo como un objeto que cumple tal o cual función en determinado contexto y clase de conducta. De esta manera, se puede ir reduciendo las explicaciones que mencionen artefactos hasta llegar a explicaciones más completas, que no involucren ya elementos previamente definidos. En suma, todo elemento y aspecto de una conducta técnica podría explicarse en referencia al sistema entero.
Este modo de proceder, por supuesto, es legítimo, pero no se alcanza a extraer de aquí la conclusión de que todos los fenómenos técnicos son de una misma clase, inicialmente debido a que los fenómenos que involucran artefactos requieren explicaciones funcionales ulteriores y más complejas, anidadas en la conducta inicial y cristalizadas en entidades artefactuales. Pero no es solamente la complejidad de las funciones realizadas por las diversas entidades lo que caracteriza la tecnicidad humana, sino más bien el hecho de que estas funciones sean reconocidas como tales. Es decir, se trata del reconocimiento de funciones estándar o “propias”, que determinados entes no sólo suelen cumplir (ocasionalmente o frecuentemente), sino que se supone que deben cumplir (algo que no sucede con los objetos naturales que no han sido incluidos en un uso estándar determinado). Y esto conduce a su vez a una relación intencional que se supone implícita en los artefactos: se reconoce no sólo la función propia de los cascanueces sino que han sido diseñados y fabricados para cumplir esa función de abrir nueces (por lo demás, esta distinción fenoménica conforma la base para la propia filosofía de la “cultura material” que Preston (2013) ha elaborado recientemente).
Es posible ofrecer, entonces, una explicación de la dimensión ontológica de este fenómeno señalando que el mundo técnico adquiere “solidez ontológica” de manera diferente al mundo natural. En la primera de estas esferas, la conducta se “fosiliza”, “cristaliza” o “inscribe” en entidades cuya descripción, función, carga normativa y sentido técnico pueden ser luego comunicados a otros. Según este “realismo reflexivo”,4 los artefactos son elementos del mundo cuya realidad es independiente de quien los conoce, de modo que es posible aprender de ellos y llegar a conocerlos, como cuando se reconstruye el contexto de uso de un objeto pre-histórico. Por esta razón, al identificar gran parte de las conductas humanas nos valemos de referencias a objetos de los cuales conocemos ya su función. Es en el propio lenguaje corriente donde hallamos estos sentidos funcionales de los objetos, como cuando afirmamos que alguien rema, destapa una botella con un sacacorchos o martilla. En estos casos, una descripción completa requiere explicar el sentido funcional de un martillo, un sacacorchos o un remo. Pero raramente damos una descripción completa, e incluso no nos resultaría sencillo elaborarla, pues este sentido funcional es un patrimonio ya adquirido e incorporado en forma de praxis, en las destrezas adquiridas por el solo hecho de formar parte de una determinada cultura técnica.
LA TECNICIDAD HUMANA Y LOS “AFFORDANCES INTENCIONALES”
En la sección anterior se ha remarcado que la conducta técnica humana involucra entidades de una clase particular, identificadas por propiedades funcionales de determinado tipo. Antes de avanzar, es preciso despejar una objeción que puede surgir en este punto, la cual cobraría impulso si se sostuviera que la conducta técnica humana involucra siempre y necesariamente objetos manipulables.
En efecto, aunque existan instancias intermedias, se suele imaginar que la base más adecuada para una función técnica sería un objeto manipulable que permanece en el tiempo. Sin embargo, además de entrar en tensión con el holismo, esta concepción se expone a multitud de contraejemplos: ¿Es una carretera un objeto en el mismo sentido en que lo es una taza? ¿Debe considerarse que los diversos elementos que conforman un cine, desde el edificio hasta la suma de todas las butacas, conforman un único objeto? Estas preguntas, son alertas, frente a los errores categoriales que pueden surgir de reducir toda conducta humana técnica al uso de objetos manipulables, y sugieren no prejuzgar sobre la naturaleza objetual de los artefactos ni, en tal medida, sobre los objetos involucrados en la tecnicidad humana.
Frente a este tipo de objeción y procurando a la vez mantener una perspectiva holista centrada en la conducta como unidad última de análisis, y con el objeto de entender el caso humano, proponemos tomar en cuenta la distinción que sugiere Michael Tomasello (1999, p. 84 ss.) entre “affordances sensorio-motoras” y “affordances intencionales”. Esta distinción se inscribe en la tradición de reflexión sobre las “affordances” que, como es sabido, proviene de J. Gibson, quien se refiere con ella a las posibilidades de acción y re-acción que el entorno le ofrece a un organismo (Gibson, 1979). Entre las affordances sensorio-motoras puede incluirse tanto el suelo, que ofrece resistencia para andar, como una roca, que le ofrece a un lagarto la posibilidad de calentarse al sol. Y son las categorías “ecológicas” de superficies, medios y sustancias las que permiten especificar los contornos de estas affordances.
Ahora bien, Gibson se refiere a las affordances del entorno inmediato en un sentido “ecológico” compatible con el holismo que se ha reconstruido en la sección inicial de este trabajo y, por ende, a tono con la indistinción entre tecnicidad humana y animal. Pero, no toda conducta técnica es de la misma clase, incluso si se reconocen los méritos de una perspectiva holista. Es aquí donde la distinción de Tomasello aporta una diferenciación relevante. En el marco de las culturas humanas existe un modo peculiar de aprovechamiento de las potencialidades del entorno que es “indirecto”, que no se tipifica solamente mediante la caracterización de las affordances sensorio-motoras involucradas. Se trata de lo que Tomasello denomina “affordances intencionales”, caracterizadas por el hecho de que, para ser captadas, requieren que el agente comprenda las relaciones intencionales que otros agentes tienen con una entidad técnica determinada (1999, pp. 84-85).
A diferencia de la captación de affordances sensorio-motoras del entorno, abierta a la totalidad de las especies y desarrollada a través de aprendizaje individual directo o emulación, Tomasello sostiene que los agentes humanos, con base en sus particulares capacidades de aprendizaje social, pueden —inclusive desde antes del año de vida— reconocer funciones propias estables usualmente plasmadas por otros en un objeto, distinguiéndolas de funciones impropias. Se trata así de comprender “las relaciones intencionales que otras personas tienen con aquel objeto o artefacto, es decir, la relación intencional que otras personas tienen con el mundo a través del artefacto” (85). Por ejemplo, el comprender que una silla tiene como función propia el permitir sentarse o un cuchillo de cocina tiene la función de cortar alimentos.
La distinción de Tomasello abre, a su vez, una serie de problemas relacionados con el tipo de conducta que se involucra en la captación de estos dos tipos de affordances: ¿se trata de dos clases de conducta excluyentes o coexistentes? Si fueran coexistentes, ¿cómo se vinculan entre sí? Estas preguntas resultan justamente pertinentes para comprender las clases correspondientes de tecnicidad. Por ello exploraremos tres opciones respecto de cómo entender la relación entre las affordances de una y otra clase, y se defenderá la tercera de ellas.
La primera consiste en sostener que la captación de affordances sensorio-motoras e intencionales se excluyen mutuamente: así, los animales no humanos participarían de una relación inmediata y sensorio-motora con el entorno y los humanos en una relación mediada por la comprensión de cómo los demás interactúan con el entorno. En tal medida, si una conducta determinada se describe como el aprovechamiento de una clase de affordance, esto excluiría su descripción como aprovechando el otro tipo de affordance. Esta opción no es convincente porque, como es obvio, la dimensión sensorio-motora impregna todo el trato técnico humano con las cosas, incluso cuando esta relación está mediada por la comprensión de la intencionalidad técnica ajena. De este modo, es preciso ver cómo coexisten ambos modos de relacionarse con el entorno.
La segunda opción ofrece una respuesta a lo anterior, señalando que las affordances intencionales se montan o apoyan en las sensorio-motoras al modo de un objeto en otro o de una propiedad en un objeto o en otra propiedad. Si bien esta opción da cuenta del hecho de que, en el caso de la tecnicidad humana, la affordance de dimensión sensorio-motora y la intencionalmente mediada coexisten, resulta inadecuado entender esa coexistencia con base en la analogía de objetos que se insertan funcionalmente en otros objetos o en sistemas. Mientras que un foco de luz es un objeto que precisa insertarse en un sistema eléctrico, la relación con el entorno puede en cambio ser a la vez sensorio-motora e intencional con el mismo objeto: el cascanueces —por ejemplo— debe ofrecerle a la mano del organismo una empuñadura adecuada. Puede haber entonces dos tipos de relación diferentes con el mismo sistema material.
El modo bajo el cual esos dos tipos de acceso práctico coexisten puede expresarse mediante una tercera opción: en el caso de la tecnicidad, las affordances intencionales requieren la presencia de ciertas affordances sensorio-motoras. Estas últimas, ofrecen una base material donde se determina la función propia estándar en el seno de una cultura (y, ampliando la mirada, también pueden determinarse allí funciones sistémicas relativamente estandarizadas, tema que no tocaremos aquí). Así, entre las posibilidades de acción que ofrece un cascanueces, existen algunos usos convencionalmente privilegiados, justamente aquellos por los que estas entidades han sido fabricadas. Si bien este objeto ofrece potencialidades (sensorio-motoras) que incluyen ser arrojado como arma, o servir de peso para que un conjunto de hojas no sea llevado por el viento, su función propia es efectivamente la de abrir nueces. Coexisten entonces dos modos de acceso: el agente comprende la función estándar y, si decide aplicarla, aprovecha determinados affordances sensorio-motores del objeto en cuestión en detrimento de otros. De hecho, la determinación de las funciones de los objetos y entidades del entorno requiere que éstos posean ya, independientemente de esta determinación cultural, determinadas potencialidades materiales (que pueden, por supuesto, ser fruto del diseño y la fabricación intencional).
Siguiendo el vocabulario de Tomasello, por tanto, se puede afirmar que las affordances sensorio-motoras son condición necesaria aunque no suficiente para establecer funciones propias de manera intencional. Toda affordance intencional (en este caso vinculada a objetos técnicos) supone una materialidad, la cual le ofrece al agente posibilidades concretas de acción técnica. Y también podemos afirmar que las affordances intencionales están infradeterminadas por las sensorio-motoras.5 Estas últimas ofrecen una variedad de posibilidades de acción, de acuerdo también a las características del organismo. La idea es que, entre estas posibilidades materiales, en el caso humano prepondera una (o unas pocas), que constituye la función propia intencionalmente asignada en una cultura.
Siempre dentro de esta necesaria infradeterminación sensorio-motora, las affordances intencionales abren una dimensión simbólica que tiene, en parte, sus propias leyes. Tomasello ilustra esto con el fenómeno del juego por parte de los niños humanos, quienes pueden, por ejemplo, actuar como si un lápiz fuera un martillo, cambiando el uso convencional con fines lúdicos (1999, p. 85). El hecho de que un niño logre “jugar”, en este sentido específico, supone que ha comprendido primero la función propia del artefacto para, posteriormente, dejar de lado dicha función asignándole, transitoriamente, una nueva función. Este ejemplo del juego se inscribe en la relación específicamente humana que los individuos aculturados mantienen con un entorno de affordances intencionales. Ciertamente, en el juego de los niños se actualizan constantemente posibilidades de acción materiales, pero esta actualización tiene lugar en un orden simbólico y mediante una diversidad de actitudes intencionales hacia los artefactos. En suma, el “como si”, que caracteriza al juego del niño es resultado de la capacidad del agente humano para percibir affordances de esta clase.
LA TECNICIDAD HUMANA Y NO HUMANA: ESBOZO DE UN MARCO GRADUALISTA
Ahora bien, en este punto del recorrido de este trabajo, podría objetarse, con cierta razón, que fue precipitado atribuir la capacidad para comprender affordances intencionales exclusivamente a los animales humanos. Resulta más exacto sostener que se ha ahondado en una distinción entre dos maneras de relacionarse técnicamente con el entorno. El corte es, pues, conceptual y no atañe a priori a los agentes que han de ubicarse en uno u otro sector. Más aún, si bien esta diferencia entre ambos modos es notable, admite una mirada gradualista entre hombre y animal.
De hecho, a continuación, se esbozará un esquema gradualista acerca de los diversos modos de relación técnica con el entorno, que debe someterse a discusión —tanto conceptual como empírica—, pero que puede contribuir a la comprensión de los fenómenos técnicos y de su singularidad. Los niveles o momentos de la tecnicidad, ordenados desde los más simples hasta los más complejos, serían los siguientes:
1. Captación y uso de affordances sensorio-motoras del entorno inmediato por parte de un organismo vivo: caminar sobre una superficie dura, volar, beber agua. Se trata de conductas que involucran actividades básicas de los organismos que no requieren en principio una conducta compleja de “medio-fin” con elementos del entorno. Sin embargo, estas conductas pueden entenderse también como “proto-técnicas”, en el sentido de que admiten la siguiente descripción: un organismo usa elementos del entorno para —por ejemplo— satisfacer una necesidad vital. Como hemos sostenido, esta instrumentalidad general e indiferenciada no captura todos los momentos relevantes de la relación técnica con el entorno, ni siquiera en el ámbito de las criaturas no humanas.
2. Captación y uso complejo de la funcionalidad de elementos del entorno, en el sentido de una racionalidad o “proto-racionalidad” instrumental o al menos de conductas innatas cuyo desenvolvimiento es complejo y que se describe utilizando las categorías de medio-fin. Ejemplos de esta conducta son la construcción de panales de abejas, termiteros, nidos tejidos por pájaros, castores que construyen canales como refugio, entre otras funciones asignables (Gould, 2007).
3. Fabricación y uso de objetos con funciones determinables, en el sentido de la racionalidad instrumental medio-fin, no sólo en la descripción de la conducta sino en la realización de la misma por parte del agente: construcción de palitos termiteros por parte de chimpancés (Boesch & Boesch, 1990).
4. Trasmisión entre congéneres de la funcionalidad de los artefactos mediante mecanismos no-lingüísticos como el aprendizaje, mayormente no tutelado, a través de la emulación de la conducta de otro.
En consecuencia, la actualización de las capacidades resumidas en estos cuatro momentos da lugar a un incipiente “mundo técnico”. O, visto de otro modo, teniendo en cuenta que esta expresión es un tanto estipulativa, puede afirmarse que la justificación para hablar de un mundo técnico no-humano consiste en reseñar estas capacidades, con lo cual se le puede dar un sentido algo más concreto a la tecnicidad fuera del ámbito específicamente humano.
Como se desprende de lo argumentado en la sección anterior, la frontera imprecisa que permite entender la especificidad técnica humana estaría conformada por la siguiente facultad:
5. Captación de “affordances intencionales” a partir de la conducta de otros: el agente es capaz de entender la relación intencional que existe entre otros agentes y una clase de artefactos, y de interactuar, él mismo, según las pautas de esta relación. Los objetos poseen, de acuerdo con esta perspectiva, una función estándar asignada por grupos de agentes.
Ahora bien, ante esta última afirmación surge la pregunta de si efectivamente existe esta capacidad fuera de la esfera humana. Inicialmente Tomasello (1999, p. 173 ss.) sostuvo que sólo los primates humanos pueden captar la intencionalidad de otros agentes y la inscripción de la intencionalidad en objetos, aunque luego ha cambiado de parecer y ha argumentado en sentido contrario a partir de otro modo de interpretar la evidencia empírica (Tomasello, 2008, p. 44 ss.). Este problema depende en gran medida de cómo se resuelve la discusión acerca de si determinados primates actuales (y otros animales evolutivamente cercanos al hombre) son capaces de leer los pensamientos de otros (en términos más técnicos, de tener una “teoría de la mente”).
Existen aquí interpretaciones alternativas (un estado reciente de la cuestión se encuentra en Andrews, 2012). Frente a autores como Cheney y Seyfarth (2007), quienes consideran a determinados primates como incipientes lectores de mente, Povinelli (2003) y otros tienden a pensar que las correspondientes conductas, por ejemplo de chimpancés, pueden explicarse como el aprendizaje de reglas procedimentales, con base en un gran número de experiencias semejantes.
¿Cómo podemos orientarnos en esta “zona gris” de transición entre la tecnicidad animal humana y la no humana en referencia al tema que nos ocupa? Una posición equilibrada consiste en asumir tanto el gradualismo implícito en una interpretación caritativa de las capacidades animales no humanas (al menos en algunos casos) como también una diferenciación entre modos de tecnicidad. En efecto, la capacidad incipiente de captar la intencionalidad de los otros en los propios artefactos (algo que está en discusión fuera de la esfera humana) se diferencia claramente de la correspondiente capacidad plena (algo que no está en discusión en la esfera humana).
Respecto de la capacidad incipiente, el ejemplo citado de la fabricación de herramientas para pescar hormigas por parte de algunos grupos de chimpancés sugiere que éstos son capaces, incluso sin el dominio de un lenguaje articulado, de estandarizar tanto la fabricación como el uso de algunas entidades técnicas. Si a esto se le agrega la posibilidad de enseñar y transmitir en alguna medida estas capacidades, estamos ya ante la inscripción de intenciones en entidades del entorno que define al mundo técnico. De hecho, Boesch & Boesch han observado que entre los chimpancés de Tai existen conductas de fabricación y uso de herramientas que recién se desarrollan completamente en la vida adulta de estos primates (1990, p. 96). Asimismo, la mediatez del uso y las inferencias que debe hacer la criatura sobre un uso futuro sugieren que podemos hablar de un objeto que es el portador de la funcionalidad, y no de una propiedad evanescente o inmediata del entorno (Mulcahy et. al., 2006).
Respecto de la capacidad plena y sus consecuencias para un mundo técnico, puede afirmarse, ante todo, que la dimensión social que hace posible y potencia el aprendizaje y la innovación técnica parece ser muy reducida fuera de nuestra especie. En el debate filosófico contemporáneo se ha señalado insistentemente que las conductas de tool-use, por parte de los chimpancés, se desarrollan de modo individual; no son conductas sociales ni mucho menos específicamente colaborativas, algo que caracteriza a los humanos (Preston, 2013, p. 37; Reynolds, 1993, p. 412).Teniendo en cuenta este marco de baja sociabilidad (en contraste, al menos, con la sociabilidad típicamente humana), si ya es difícil sostener de manera concluyente que algunos animales entienden la conducta de los otros de manera intencional, más difícil será sostener que son capaces de entender la intencionalidad presente en las funciones técnicas en un entorno técnicamente normado, es decir, una suerte de “lectura de mente en objetos”.
Poder leer la conducta de los otros en términos intencionales permite representar al otro como un agente en relación con el mundo, es decir, en relación con su propia conducta y los entes con los que esta conducta se relaciona. Con base en esta capacidad previa, es posible entender que las conductas intencionales se dirigen a entidades del entorno (en el uso o la fabricación), en donde se depositan finalmente funciones normales, socialmente reconocibles y esperables. Es precisamente, por este rasgo que se puede afirmar que el artefacto “comunica” algo respecto de sí mismo, tal como afirma R. Dipert (1993). Esto implica entender que una entidad es depositaria de una intencionalidad, y agrega un nivel de complejidad a la relación intencional con el mundo y su interpretación. Cuando esta capacidad de lectura de mente en objetos funciona plenamente, la realidad se transforma: ahora lo manifiesto en el entorno no son sólo conductas que interpretamos atribuyendo actitudes intencionales, sino también entidades técnicas depositarias de estas actitudes que pasan a poblar el mundo de las affordances o posibilidades de acción actualizables.
Se hace, ahora prudente, relocalizar el bosquejo inicial de clases de tecnicidad: aun admitiendo una capacidad incipiente para captar la relación técnica intencional de los otros y para ponerla en práctica, esta capacidad en los animales no-humanos no se ha desarrollado en sinergia con otras capacidades y disposiciones, en el contexto de una cultura acumulativa y un mundo técnico como el humano (Sterelny, 2012). La diferencia entre humanos y no humanos sería, en todo caso, relativa aunque insuperable. El gradualismo naturalista, no choca necesariamente con la posibilidad de postular una diferencia antropológica clara. Es preciso, ahora, agregar las capacidades que claramente no poseen los animales no humanos y que dan cuenta de nuestra denominada “cultura material”.
6. Disponibilidad de un lenguaje público y articulado, cuya arquitectura permite no sólo transmitir sino especialmente legar y acceder a la comprensión de la funcionalidad de los objetos técnicos. Entendemos aquí por lenguaje un sistema articulado de signos que permite combinar sus unidades, de modo tal que cada combinación (potencialmente infinita) da lugar (o puede darlo) a una nueva unidad de sentido.6
7. Cultura acumulativa: en el ámbito técnico, la tradición humana, lingüísticamente potenciada, da lugar a linajes de entidades técnicas. Así, los artefactos devienen no sólo colección de memoria colectiva de gestos e intenciones que mantiene vivas las destrezas sino también un soporte objetivo material para la acumulación de información heredable.
8. Capacidad de creación de nuevos artefactos con base en una tradición técnica recibida (lo que podríamos denominar el factor de “variabilidad de la técnica”). La tecnicidad humana se caracteriza fuertemente por este rasgo, al punto que en las culturas modernas prácticamente no existe fabricación de artefactos que no introduzca alguna clase de variación respecto de las entidades precedentes en el linaje.
Un comentario final requiere dirigirse al interior de la capacidad lingüística que, como hemos afirmado, no sólo potencia capacidades previamente existentes sino que permite abrir dimensiones nuevas de la tecnicidad. Esto es así porque el lenguaje permite la identificación, reidentificación y transmisión de las intenciones inscritas en los objetos, es decir, de sus funciones, que de otro modo permanecerían inescrutables. Podemos ilustrar esto último a través de una anécdota relatada por Beth Preston:
¿De qué otro modo, si no es mediante una explicación lingüística, podríamos identificar la función propia auténtica de objetos como éste, en especial cuando están aislados de un contexto de sentido (o entorno) que ya no existe? Al modo de los arqueólogos, a menudo es preciso el lenguaje siquiera para equivocarse y asignar una función que el objeto en verdad nunca tuvo. A su vez, al atribuirle al lenguaje capacidades inéditas respecto de la técnica, no se está restableciendo una brecha tajante entre la tecnicidad animal humana y no humana, entre otras cosas, porque la comunicación y la inteligencia social exceden las capacidades específicamente lingüísticas.
En definitiva, de acuerdo con lo trabajado a lo largo de este artículo, la exploración de la diferencia antropológica no debería conducir a una suerte de planteamiento anti-naturalista. Por el contrario, el recorrido argumentativo realizado intenta mostrar que es factible imaginar un marco naturalizado y a la vez gradualista para pensar el lugar de la tecnicidad humana de manera coherente. Es decir, un marco que permita identificarnos como organismos cuya historia evolutiva es dependiente de la dinámica de un ambiente determinado; pero, que, simultáneamente, permita preservar el espesor normativo propio de los mundos artificiales humanosΦ
*Artículo de investigación
1Si bien este texto no representa toda la obra de esta autora, tiene la ventaja de que permite caracterizar con precisión nuestro objeto inicial de crítica, además de que propone una orientación teórica general de la que, en ciertos aspectos, Preston nunca ha renegado por completo. La tendencia naturalista esbozada en dicho paper sigue presente, por ejemplo, en su libro más reciente A philosophy of material culture. Action, function and mind, publicado en 2013.
2En esta y las siguientes citas traducidas en este trabajo, la traducción nos pertenece.
3Este es un camino que no encajaría completamente con la concepción del mundo técnico como algo inherentemente normativo que expresa la misma autora en su obra más reciente (Preston, 2013).
4Elegimos la denominación “realismo reflexivo” (Crelier y Parente, 2011 y 2013) para indicar que los artefactos son entidades cuya existencia es dependiente de las intenciones humanas pero no por eso menos real. Se trata de una perspectiva ontológica defendida actualmente por autores como A. Thomasson y L.R. Baker.
5Una idea similar es la de “realizabilidad múltiple” de las funciones, según la cual diferentes estructuras materiales pueden cumplir una misma función, como sucede con diferentes clases de sacacorchos o relojes. Al respecto véase Lawler, 2009.
5No introdujimos aquí el problema de la atribución de capacidades conceptuales sin lenguaje, pues entendemos que se trata de un tema altamente debatido que no cambia sustancialmente nuestro esbozo gradualista. De hecho, el corte entre lo conceptual y lo no conceptual puede ser ubicado más arriba o más abajo de nuestra escala sin que la distinción entre dos modos de tecnicidad se vea afectada (sobre diversas posiciones sobre conceptos en animales sin lenguaje. Veáse: Beck, 2012).
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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CIBERGRAFÍA
Goodall, J. (n.d.). Recuperado el 30 de Octubre de 2013, de: http://www. janegoodall.es/es/gombe50.html