RELIGIÓN, SECULARISMO Y JUSTICIA. LA PROPUESTA DE HABERMAS SOBRE EL ROL DE LA RELIGIÓN EN LA ESFERA PÚBLICA Y LA VIRTUD ARISTOTÉLICA DE LA JUSTICIA *


Javier Orlando Aguirre Román: colombiano. Ph.D. en Filosofía Stony Brook University. Profesor Asociado Escuela de Filosofía de la Universidad Industrial de Santander.
Correo electrónico: javierorlandoaguirre@gmail.com

Alonso Silva Rojas: colombiano. Ph.D. en Ciencias Políticas Universidad de Tubingen. Profesor Titular Escuela de Filosofía de la Universidad Industrial de Santander.
Correo electrónico: asilvaster@gmail.com


RESUMEN

La tesis que se quiere plantear, en este artículo, es la relación que tiene la propuesta de Habermas, sobre el rol de la religión en la esfera pública, con el modelo aristotélico de la justicia distributiva. En primer lugar, se tendrá en cuenta, la forma en la que la noción de justicia distributiva de Aristoteles puede servir para valorar la participación en los debates políticos. Luego, el artículo, relacionará tal exposición con la discusión de Habermas sobre el rol de la religión en la esfera pública de una democracia deliberativa. Finalmente, en la tercera parte, se presentarán algunas conclusiones.

Palabras clave:Justicia, Religión, Habermas, Aristóteles, Esfera Pública.


RELIGION, SECULARISM AND JUSTICE. HABERMAS´ ACCOUNT OF THE ROLE OF RELIGION IN THE PUBLIC SPHERE AND THE ARISTOTELIAN VIRTUE OF JUSTICE

ABSTRACT

In this article we propose that Habermas´ account of the role of religion in the public sphere follows the Aristotelian model of distributive justice. After presenting a way in which Aristotle´s notion of distributive justice can be used to assess participation within political debates, the text will relate such a presentation with Habermas´ discussion on the role of religion in the public sphere of a deliberative democracy. Finally, in the third part of the text, we will present some conclusions.

Keywords: Justice, Religion, Habermas, Aristotle, Public Sphere.


RELIGIÓN, SECULARISMO Y JUSTICIA. LA PROPUESTA DE HABERMAS SOBRE EL ROL DE LA RELIGIÓN EN LA ESFERA PÚBLICA Y LA VIRTUD ARISTOTÉLICA DE LA JUSTICIA


1. INTRODUCCIÓN

Para Habermas, las formulaciones que contienen principios de justicia, pueden proporcionar un fundamento (Begründung) de la forma como los sujetos deben desarrollar su interacción, sin embargo, éstas son limitadas a la hora de hacer la propuesta, sobre cómo esos principios se expresan o se desarrollan en las condiciones reales de las sociedades contemporáneas. En su lugar, propone: la ética del discurso; la concepción deliberativa de la democracia y un pensamiento posmetafísico, que se estructuran en un cambio paradigmático, en torno a los elementos que fundan el diálogo y las condiciones propias del debate democrático, en el contexto de un pensamiento abierto al pluralismo. No se pretende, entonces, proponer un principio de la justicia1, por complejo que éste pueda ser, a partir del cual todo lo social estructure su funcionamiento, sino de comprender la interacción humana, como un ámbito en el que los sujetos deciden a través del debate, en el horizonte de su propia realidad, las reglas ético-políticas de su convivencia y desenvolvimiento social. Existe, entonces, un propósito tácito, de parte de Habermas, por ir más allá de la “unilateralidad” de las teorías de la justicia.

Pese a ello, la tesis que se quiere hacer visible en este artículo, es que la propuesta de Habermas, sobre el rol de la religión en la esfera pública, en especial en lo referente a la asignación simétrica de las “cargas en la discusión”, entre los ciudadanos religiosos y seculares, sigue, de una forma muy intensa, el modelo aristotélico de la justicia distributiva. De acuerdo con esta interpretación, en relación con la propuesta de Habermas, se deriva que la actitud esperada de los ciudadanos seculares, antes de ser una concesión cognitiva a favor de la religión, es un “asunto de justicia”. Y, en este sentido, existe una forma de interpretar la teoría aristotélica de la justicia, tal y como es expuesta en el Libro V de la Ética a Nicómaco, que permite reconsiderar la perspectiva de Jürgen Habermas, sobre el rol de la religión, en la esfera pública de una democracia deliberativa2, en términos de una teoría de la justicia, lo que a su vez permite una diferente y más amplia comprensión de su propuesta.

Con el fin de desarrollar esta tesis, el artículo tendrá la siguiente estructura: Primero, se hará un planteamiento, en el cual la noción de Aristóteles de justicia distributiva puede servir para valorar la participación en los debates políticos. Segundo, se relacionará esta exposición con la discusión de Habermas sobre el rol de la religión en la esfera pública de una democracia deliberativa. En este segundo paso, se especificará con más detalle: i) el objeto que está siendo distribuido y ii) la clase de personas entre las que se está realizando la distribución. Finalmente, en la tercera parte, se presentarán algunas conclusiones.


EL ALCANCE DE LA IDEA ARISTOTÉLICA DE JUSTICIA PARTICULAR Y LA PARTICIPACIÓN EN LOS DEBATES POLÍTICOS

La noción de Aristóteles de justicia particular, en principio tiende a encontrarse estrictamente relacionada con bienes perfectamente determinados. En efecto, desde el inicio del Libro V de la Ética a Nicómaco, Aristóteles delimita los bienes con los que la justicia y la injusticia particular se relacionan con aquellos bienes “[...] referentes al éxito y al fracaso [...]” (Aristóteles, 2011, 1129b-5). Posteriormente, Aristóteles presenta una lista que incluye los bienes del honor, el dinero y la seguridad (1130b). Es importante, sin embargo, hacer notar que justo después de presentar esta lista, Aristóteles también afirma que existen “[...] varias clases de justicia, y que, junto a la virtud total, hay otras” (1130b). En un sentido similar, al exponer su noción de justicia distributiva, Aristóteles afirma que existe una especie de justicia particular y de lo justo correspondiente “[...] que se aplica en la distribución de honores, dinero o cualquier cosa compartida entre los miembros de una comunidad (pues, en estas distribuciones, uno puede tener una parte igual o no igual a otro), y otra especie es la que establece los tratos en las relaciones entre los individuos” (1130b30ff).

Todo lo anterior, evidencia el carácter no exhaustivo de la lista de Aristóteles y permite, por ende, pensar en formas de extenderla o, al menos, interpretarla de una manera amplia. En este sentido, por ejemplo, es intuitivamente legítimo afirmar que: la “justicia” es algo que se puede predicar en los contextos de debates políticos públicos. Esto puede ser ilustrado con cuatro ejemplos:

a) Piénsese en un debate presidencial entre los candidatos A y B. Ambos candidatos tienen un tiempo límite de treinta minutos para presentar sus ideas. Supongamos que el candidato A, se encuentra hablando hasta que se le agota su tiempo. Entonces, como es de esperarse, el moderador del debate lo detiene y le dice que no puede continuar su intervención. Ahora es el turno para la candidata B. Supongamos que ocurre lo mismo. Sin embargo, ella continúa hablando sin ser interrumpida por el moderador. Pasa un minuto, pasan dos, tres, cuatro y ella continúa su intervención. Es de esperar que el candidato A, o al menos alguien de la audiencia, interrumpa de repente gritando “Eso no es justo”. Y al hacerlo, esa persona quiere decir que si al candidato A no se le dio más tiempo para hablar, no es justo que a la candidata B sí se le dé. En efecto, en la medida en que el candidato A y la candidata B son considerados “candidatos iguales”, deben tener una cantidad igual de tiempo para exponer sus ideas. De lo contrario, no tendríamos un debate justo.

b) Supóngase, ahora, que se desarrolla una diferente clase de debate, a saber, un debate público sobre algún tema de salud en el que todos los ciudadanos pueden participar. En este caso las reglas para intervenir indican que existe un máximo de diez minutos para cada participante. Así como en nuestro ejemplo anterior, si algún ciudadano hablara por más de diez minutos, la reacción más esperada de parte de la audiencia sería una exclamación de: “eso no es justo”. Igualmente, si cualquier ciudadano empieza su participación reclamando más tiempo, todos los participantes previos tendrían un fuerte argumento para oponerse a esa propuesta, pues, sin duda, dirían que si ellos pudieron exponer sus ideas en diez minutos no parece justo darle más tiempo a un ciudadano que simplemente así lo exige.

c) Pero, ¿qué pasaría si, en el mismo debate público, el ciudadano que demanda más tiempo es una médica que exige una posibilidad más amplia para exponer sus ideas en virtud de i) la tecnicidad del tema y ii) su experticia y conocimiento cualificado? En este tercer ejemplo, darle más tiempo a la experta no parece algo injusto. Por el contrario, parece lógico, que ella debería tener más tiempo que el “ciudadano regular” para exponer sus ideas ya que, en este caso, en virtud de su conocimiento cualificado del tema, no puede ser considerada como un igual. Por lo tanto, no es justo que tenga la misma cantidad de tiempo3. Esto es, precisamente, algo que es exigido por la idea de justicia aristotélica:

Pero, ¿qué es lo que está siendo distribuido en estos tres ejemplos? ¿Se trata simplemente de “tiempo para hablar”? A primera vista parece que sí, sin embargo, si lo consideramos, con más detenimiento, es más acertado y preciso afirmar que lo que está en juego es la habilidad y la capacidad para participar en las discusiones públicas.

En estos casos, la noción de justicia aristotélica exigiría el establecimiento de una proporción correcta (justa relación) entre las personas involucradas y el tiempo que se les da para intervenir. En palabras de Aristóteles: “Lo justo, entonces, es una especie de proporción [...] Por tanto la unión del término A con el C y del B con el D constituyen lo justo en la distribución, y esta justicia es un término medio en la proporción, porque lo proporcional es un término medio y lo justo es proporcional” (1131a30ff).

En la medida en que, en nuestro primer ejemplo, ambos candidatos son juzgados como iguales, cada uno de ellos debe tener la misma cantidad de tiempo para intervenir. Lo mismo ocurre en el segundo ejemplo, es decir, el ejemplo de los dos ciudadanos regulares. En el tercer ejemplo, sin embargo, se llega a un resultado diferente, pues el tiempo extra dado a la médica, en comparación con el tiempo dado al ciudadano regular, es una exigencia que se da en virtud del valor especial que ella tiene. En este caso, esta ciudadana no es valorada sólo como una ciudadana sino como una médica ciudadana cuyo conocimiento es considerado esencial para el debate.

d) Podríamos aún pensar en un cuarto ejemplo, en el cual, el derecho mismo a participar en un debate está siendo cuestionado. Expandamos un poco más nuestro ejemplo anterior. Así, en cambio de una médica calificada pidiendo más tiempo que el que se les dio a sus conciudadanos, pensemos en otra ciudadana regular que se expresa en una clase especial de lenguaje, a saber, lenguaje religioso. Supongamos que para intervenir en el tema de la controversia, siente que su única opción es expresar su opinión refiriéndose a su propia religión. Para esta ciudadana, su religión representa un rasgo totalizador de un modo de creencia que controla todos los aspectos de su vida diaria. ¿Qué ocurriría si justo al momento de expresar su opinión, encapsulada en un lenguaje religioso, otro ciudadano la interrumpe abruptamente para decirle que ella no tiene el derecho a hablar si los únicos argumentos que puede ofrecer son argumentos religiosos, puesto que la discusión concierne a todo el mundo y no sólo a los ciudadanos religiosos? En esta situación, nos podríamos preguntar, ¿es posible o deseable que cualquiera de sus demás conciudadanos se pare de su asiento y, como en el caso anterior, contradiga a quien la interrumpió diciéndole: “eso no es justo”?

Como se señaló en la introducción, se considera que esto último es, en efecto, lo que un “ciudadano habermasiano” debería hacer. En lo que sigue, se ampliará la presentación de la propuesta de Habermas al interpretarla explícitamente como un caso de aplicación de la idea de justicia distributiva aristotélica. En este sentido, se mostrará que las observaciones de Habermas sobre la democracia deliberativa y la religión, permiten especificar su idea general de justicia en la medida en que se aclara de forma específica: i) el bien que está siendo distribuido y ii) las personas entre las cuales se está haciendo la distribución.

Con respecto al primer elemento, el bien que se está distribuyendo es el uso público de la razón y el derecho a participar en la formación de la voluntad ciudadana. Esto en los contextos de una “esfera pública formal e informal”. Con relación al segundo elemento, tendríamos, por una parte, ciudadanos seculares (también en el contexto de una esfera pública formal e informal) y, por otra, ciudadanos religiosos (en igual contexto). Sin embargo, a pesar de esta clara diferencia, ninguna de las dos categorías de ciudadanos puede perder una característica fundamental: ambos son ciudadanos iguales y libres que se deben concebir a ellos mismos como autores y no como simples sujetos de las leyes.


EL ENFOQUE DE HABERMAS SOBRE LA RELIGIÓN EN LA ESFERA PÚBLICA COMO UNA APLICACIÓN DE LA VIRTUD ARISTOTÉLICA DE LA JUSTICIA

Con el fin de presentar el argumento propuesto, se necesita desarrollar con más detalle otros elementos de la concepción aristotélica, en relación con el concepto de una persona justa. En este sentido, se considera que esta persona está caracterizada por el deseo fuerte de mantener la posición que merece como miembro de su comunidad política. Ésto no significa de ninguna manera, que esta persona no quiera tener más dinero u honor del que ya tiene. Ese deseo, lo puede o no acompañar. Pero, si lo tiene, en la medida en que una persona justa no intentará alcanzar esa cantidad adicional de bienes por medios que le otorguen una ventaja ilegítima, en comparación con otras personas, puesto que esta ventaja ilegítima iría en contra del valor propio que merece y, a la vez, el valor que merecen las otras personas. Es por esto, que para Aristóteles existe una relación entre la reciprocidad y la justicia y en este sentido “[...] lo que buscamos es no solo la justicia absoluta, sino también la política. Ésta existe, por razón de la autarquía, en una comunidad de vida entre personas libres e iguales, ya sea proporcional ya aritméticamente” (1134a25ff)4. En este sentido, el agente justo no actuará de forma tal que rompa esa igualdad o proporción general de valor.

Por el contrario, el agente injusto, se caracteriza por actuar como si tuviera una posición privilegiada dentro de su comunidad; una que realmente no merece y que consiste en la posibilidad de actuar bajo el supuesto de que las reglas que les aplican a todos los demás no se le aplican a él. Esta ilegitimidad puede ocurrir, por una parte, con respecto a las leyes generales de la comunidad, y, por otra, con respecto a: i) su propio valor, ii) el valor de los otros, iii) los objetos que merece en virtud de i), y iv) los objetos que merecen los otros, en virtud de ii).

Esta lectura, de la virtud aristotélica de la justicia, puede verse tanto en su enfoque universal como en su perspectiva particular sobre la justicia distributiva. De acuerdo con Aristóteles, “Parece que es injusto el transgresor de la ley, pero lo es también el codicioso y el que no es equitativo; luego, es evidente que el justo será el que observa la ley y también el equitativo” (1129a32). En efecto, la persona que rompe la ley, se pone a sí misma en una posición privilegiada ilegítima al interior de su comunidad, esto es, en una posición en la que cree que la ley no aplica para ella. Al hacer esto, está pasando por encima del lugar de la ley, alegando una supuesta superioridad sobre la misma y, a la vez, está afirmando la inferioridad de sus conciudadanos, en la medida en que ellos sí se ven obligados a respetarla5.

Pero la pretensión de situarse en una posición privilegiada ilegítima se ve más claramente en la noción de Aristóteles de justicia particular distributiva. De acuerdo con Aristóteles, “[...] cuando se codicia, no se actúa, muchas veces, de acuerdo con ninguno de estos vicios, ni tampoco de todos ellos, sino guiado por cierta maldad (pues lo censuramos) e injusticia” (1130a20).

Ahora bien, para Aristóteles el vicio opuesto que causa la injusticia es la pleonexia.

Pleonexia, como es sabido, ha sido traducido como codicia6. De forma general, sin embargo, la idea clave involucrada en ese término es la de “tomar más que mi merecida ración”. En este sentido, la pleonexia aristotélica implica que la persona injusta actúa de forma tal que, en virtud de una ventaja ilegítima, es decir, la posición privilegiada ilegítima desde la que actúa, es capaz de acceder a una cantidad de bienes que, de otra forma, no habría podido tener. Ahora bien, como esta persona pertenece a una comunidad de agentes libres e iguales, sus acciones simultáneamente implican que otras personas son puestas en una posición de inferioridad que tampoco merecen. En este aspecto, esta interpretación no difiere considerablemente de la perspectiva de Young. Para él:

Ahora bien, es necesario dar un paso más allá, del que da Young y afirmar que la relación diferente, con respecto a las otras virtudes, que la persona injusta tiene con el honor, la riqueza y la seguridad, consiste principalmente en su forma particular y errónea de sobreestimar su propio valor; lo que demuestra, al mismo tiempo, su actitud hacia la riqueza y su actitud hacia los otros ciudadanos, cuyo valor es subestimado.

En este contexto, es de suma importancia evidenciar, siguiendo a O´Connor, que la clase de bienes que Aristóteles identifica como aquellos involucrados en las acciones injustas son “bienes por los que los hombres luchan” (perimacheta); esto es, bienes como el honor y el dinero. En palabras de Aristóteles:

Y más adelante, en el Libro IX Aristóteles afirmará que:

Con lo anterior en mente, es posible analizar ahora con detenimiento el famoso y curioso ejemplo de Aristóteles, respecto de la persona codiciosa que comete adulterio. Para Aristóteles, “[...] si uno comete adulterio por ganar dinero y lo recibe, mientras que otro lo hace pagando dinero y sufriendo castigo por su concupiscencia, éste será considerado por licencioso más que por codicioso, y el primero por injusto, pero no por licencioso” (Aristóteles, 2011, 1130a20ff).

El dinero, como lo vimos, es, para Aristóteles, uno de los bienes por los que las personas luchan (perimacheta). En otras palabras, el dinero es uno de los bienes por los que la gente compite. Por ende, en ese contexto competitivo, si alguien obtiene una gran cantidad de dinero, esa persona puede y debe ser alabada por ello. Pero esto no debería ocurrir si ha obtenido su dinero por cualquier medio. En efecto, si los medios usados son de la clase que Aristóteles describe en el ejemplo, es claro que tenemos que concluir, que esa persona no merece ser alabada en cuanto realmente no merecía el dinero que consiguió. Por lo tanto, cualquier otra persona podría concluir “ella puede tener más dinero que yo, pero yo sé que ella no lo obtuvo por ser mejor que yo”.

En otras palabras, ella no obtuvo el dinero “justamente”, lo cual significa que lo obtuvo al ponerse a sí misma en una posición privilegiada ilegítima, desde la cual realizó ciertas acciones vedadas para los demás, es decir, para todas las otras personas, que no actuaban desde una posición ilegítima. Ella se puso a sí misma en una posición privilegiada, en la que las reglas que aplican generalmente a todas las demás personas (trabajar duro en trabajos legales y legítimos para obtener dinero) no aplicaron para ella. Un caso similar y tal vez más claro para nosotros es el caso de un colega que es ascendido no por su valor como profesor sino porque tuvo un affair con la directora del departamento.

Estos son casos de acciones en las que la persona injusta actúa desde una posición privilegiada pero ilegítima con respecto a i) su propio valor, ii) el valor de los otros, iii) los bienes que merece en virtud de i) y iv) los bienes que otros merecen en virtud de ii). Algo que, como lo nota Young, coincide con el enfoque aristotélico de la justicia particular distributiva (Young, 2006, 185, traducción propia)7.

En este sentido, la persona injusta sobreestima su propio valor y, al hacer esto, subestima el valor de los demás. Como consecuencia de esto, ella obtiene más bienes que los que realmente merece y, simultáneamente, otras personas reciben menos. Ahora bien, una persona “verdaderamente” injusta debería, de acuerdo con Aristóteles, decidir de forma consciente e informada sus acciones y disfrutarlas plenamente. Por esto, para Young8, la persona injusta se asemeja al agente malvado descrito por Rawls (Young, 2006, 191-192b).

De acuerdo con lo señalado anteriormente, esta “ausencia de una inhibición particular” puede también ser expresada como el deseo por ponerse a uno mismo en una posición ilegítima de superioridad que, a la vez, pone a otras personas en una posición ilegítima de inferioridad. Es por esto que, para Aristóteles, “[...] la conducta justa es un término medio entre cometer injusticia y padecerla; lo primero es tener más, lo segundo tener menos” (Aristóteles, 2011, 1133b30ff). En el primer caso, me estoy poniendo en una posición ilegítima de superioridad mientras que, en el último, estoy siendo puesto en una posición ilegítima de inferioridad.

De acuerdo con Young9, la doctrina del justo medio, tal y como la expone Aristóteles en la virtud de la justicia, implica que, a la larga, la persona justa se debería caracterizar por ser un árbitro imparcial (Young, 2006, p. 193. Traducción propia).

O´Connor, en contraste, cree que Young va demasiado lejos. Para O´Connor, la justicia aristotélica, no expresa en forma directa una capacidad humana para el altruismo y la imparcialidad sino que se trata del hecho de ser coequipero y tener colegialidad (partnership or collegiality), lo cual se aplica en principio a nuestras interacciones con otros, concebidos como coequiperos (sin embargo no necesariamente iguales) que comparten nuestra concepción y búsqueda del bien, y no en cuanto nos confrontamos con los otros concebidos como fuentes independientes de valoración (O’Connor, 1988, p. 424). En este sentido, la justicia aristotélica es más afín a las virtudes que hacen de alguien un buen colega que aquellas que lo hacen un buen juez, más opuesta directamente al amor por los honores que mueve a algunos académicos que monopolizan la conversación, o llenan el departamento con partidarios que con la indiferencia de extranjeros que dejan morir de hambre a los pobres (426)10.

La interpretación de Young es, en efecto, problemática en cuanto, si se reduce la idea de la persona justa a la de un árbitro imparcial, se dejan por fuera muchas situaciones, como las indicadas por O´Connor y por el mismo Aristóteles, en las cuales, no existe ninguna decisión arbitral a tomar. Sin embargo, la noción de Young de un árbitro imparcial, enfatiza correctamente la idea de auto reflexividad que, sin lugar a dudas, la persona justa debe tener. Igualmente, es acertada la idea de O´Connor, según la cual la persona justa es aquella que acepta ser parte de un objetivo común que sus acciones no deben pisotear.

Ambos aspectos, a saber, la autoreflexividad propia de un árbitro imparcial, así como la pertenencia a una comunidad política con objetivos compartidos, se encuentran profundamente involucrados en la noción aristotélica de justicia. En este sentido, si concebimos al agente injusto como alguien que actúa de forma tal que, por una parte, se pone a sí mismo en una posición privilegiada ilegítima y, por la otra, pone a las otras personas en una posición de inferioridad, estamos reflejando los dos aspectos mencionados.

La persona injusta, así concebida, revela una fuerte carencia de autoreflexividad que lo lleva a errar su valoración propia y las pretensiones legítimas que puede tener, como parte de una comunidad en la que todo lo anterior debe ser sopesado en relación con el valor y las pretensiones de otras personas. Igualmente, tal agente injusto revela una falta de auto comprensión, como colega o compañero con respecto a otras personas, quienes, así como él, deben ser respetadas y valoradas en la medida en que, una vez más como él, contribuyen al mismo objetivo y comparten una vida en común.

Así entendida, entonces, la noción aristotélica de justicia podría ser aplicada para interpretar la propuesta de Habermas sobre el rol de la religión en la esfera pública. Para Habermas, en efecto, la democracia se funda en la interacción de ciudadanos libres e iguales que cooperan y comparten la praxis democrática de la autodeterminación. Pero esto implica, también un cierto sentido de imparcialidad o, al menos, de autoreflexividad sobre la legitimidad del valor propio y de las pretensiones propias, con relación a las ajenas11 (Habermas, 2006, p. 128).

Como es sabido, la propuesta de Habermas sobre el rol de la religión, en la esfera pública, es presentada como una corrección de la perspectiva de Rawls12. Habermas está de acuerdo con Rawls en que, al nivel institucional de los parlamentos, las cortes, los ministerios y las administraciones, todo tiene que ser expresado en un lenguaje que sea igualmente accesible a todos los ciudadanos. Para Habermas, todo ciudadano debe saber y aceptar que después del umbral institucional que divide la esfera pública informal del ámbito del congreso, las cortes y la administración, las razones seculares son las únicas que cuentan. Esto significa que, a este nivel, ningún argumento religioso sería aceptable para justificar o expresar alguna ley o política aplicable a todos los ciudadanos13.

Sin embargo, el desacuerdo de Habermas con Rawls, emerge al nivel de la esfera pública informal. Allí, Habermas considera que la cláusula (proviso) de Rawls es excesiva. La condición o la cláusula de Rawls expresa que “reasonable comprehensive doctrines, religious or non-religious, may be introduced in public political discussion at any time, provided that in due course proper political reasons —and not reasons given solely by comprehensive doctrines— are presented that are sufficient to support whatever the comprehensive doctrines are said to support” (Rawls, 1997, p. 783).

Para Habermas, la condición de Rawls en la esfera pública informal, representa una carga mental y psicológica irrazonable para los ciudadanos religiosos, los cuales deberían poder expresar y justificar sus convicciones en un lenguaje religioso si no pueden encontrar ‘traducciones’ seculares para ellas.

Además, y de forma decisiva, esta corrección de la propuesta rawlsiana, tiene, para Habermas, un corolario referido a los ciudadanos seculares. En efecto, si los ciudadanos religiosos pueden realizar contribuciones públicas en un lenguaje religioso, con la esperanza de que sus argumentos puedan ser traducidos, esta expectativa, sólo es realista si los ciudadanos seculares tienen su mente lo suficientemente abierta para hallar el posible contenido de verdad y validez encapsulado en tales contribuciones. En última instancia, de lo que se trata es de hacer posible un diálogo cooperativo, en el cual, los ciudadanos estén dispuestos a participar en el ejercicio de traducción necesario para que al final del día las intuiciones religiosas puedan convertirse en argumentos accesibles para todos y así puedan ser tenidas en cuenta en la esfera institucional.

Esto implicaría, entonces, al menos, tres deberes para los ciudadanos seculares: Primero, ellos no podrían negar de entrada el potencial de verdad que tienen las concepciones religiosas de mundo. Segundo, ellos no podrían discutir el derecho de los ciudadanos creyentes a realizar contribuciones a los debates públicos, así se encuentren envueltas en lenguajes religiosos. Tercero, se espera que ellos participen en los esfuerzos por traducir las contribuciones importantes de un lenguaje religioso a uno públicamente accesible (Habermas, 2006b, p. 60).

Ahora bien, en el caso de los ciudadanos religiosos, Habermas también identifica tres deberes concretos que ellos tendrían que cumplir para ser ciudadanos democráticos. Estos deberes son un reflejo de los tres desafíos que la modernidad le ha planteado a las conciencias religiosas, a saber: el hecho del pluralismo religioso, el avance de las ciencias modernas y el establecimiento del derecho positivo y la moral secular social. En efecto, afirma el filósofo, las comunidades religiosas ya han tenido que emprender un trabajo interno de autorreflexión hermenéutica que, sin embargo, deben continuar y fortalecer, si de lo que se trata es de comportarse como ciudadanos religiosos democráticos.

Todo esto se concreta en las tres exigencias siguientes: primero, los ciudadanos religiosos deben desarrollar una actitud epistémica tolerante y positiva hacia otras religiones. Segundo, los ciudadanos religiosos deben desarrollar una actitud epistémica tolerante con la independencia y autonomía del conocimiento secular. Finalmente, los ciudadanos religiosos deben desarrollar una actitud epistémica tolerante con la idea según la cual las razones seculares tienen primacía en la arena política, es decir, en la esfera pública formal (145).

Como se ve, un elemento esencial de la propuesta de Habermas, radica en su interés por lograr que las responsabilidades que deben asumir los dos grupos de ciudadanos, a saber los ciudadanos religiosos y los ciudadanos seculares, sean simétricas. Y esta característica de su propuesta, de hallarse fuertemente comprometida con la “simetría”, es hecha explícita por el propio filósofo, al expresar que: “lo que nos interesa es la cuestión aún no resuelta de si la concepción revisada de la ciudadanía que yo he propuesto no sigue imponiendo después de todo una carga asimétrica a las tradiciones religiosas y a las comunidades religiosas” (146). De forma similar, justo después de presentar su propuesta, Habermas afirma lo siguiente: “Este trabajo de traducción tiene que ser entendido como una tarea cooperativa en la que toman también parte los ciudadanos no religiosos para que los conciudadanos religiosos que son capaces y están dispuestos a participar no tengan que soportar una carga de una manera asimétrica” (139). Igualmente, en la parte final de su texto, Habermas concluye lo siguiente:

Desde esta perspectiva, entonces, en una comunidad constituida por valores constitucionales, los ciudadanos religiosos tienen que aceptar, que en el nivel institucional del Estado y la administración (parlamentos, cortes, ministerios, etc.), en el nivel de la “esfera pública formal” únicamente cuentan el lenguaje y los argumentos seculares. A este nivel, ellos tienen que aceptar que sus argumentos religiosos no pueden hacer parte de la “razón pública”15 (143). De lo contrario estaríamos en una situación, donde los ciudadanos religiosos que apoyan tales argumentos se estarían poniendo a sí mismos en una posición privilegiada ilegítima con respecto a los demás ciudadanos, es decir, a los ciudadanos pertenecientes a otras religiones y a los ciudadanos seculares. Esto es lo que justifica, entonces, el principio de la separación de la iglesia y el Estado16 (139).

En este sentido, el derecho a la libertad de cultos es garantizado para todos (incluso para aquellos que no desean tener una religión) sí y solo sí el Estado se mantiene neutral hacia la imágenes religiosas de mundo, que “compiten entre sí”. En este marco, cualquier ciudadano religioso que quiera disminuir este principio, estaría evidenciando un deseo por la injusticia, en la medida en que estaría tratando ilegítimamente de privilegiar su propia posición religiosa en detrimento de las visiones de mundo del resto de sus conciudadanos17 (137). Si esto ocurre, la decisión tomada sería ilegítima, en cuanto violaría el principio de neutralidad de acuerdo con el cual todas las decisiones políticas obligatorias deben ser formuladas y justificadas en un lenguaje que sea igualmente accesible a todos los ciudadanos.

Ahora bien, desde una perspectiva aristotélica, podríamos decir que sería una decisión injusta en cuanto un grupo de ciudadanos, a saber aquellos que pertenecen a una religión determinada, estarían poniéndose a sí mismos en una posición ilegítima de superioridad; una que, a la vez, pone a sus conciudadanos en una posición inferior. Lo injusto sería, entonces, como se observó con respecto al argumento de Habermas, una distribución asimétrica de las cargas y los beneficios sociales. En este escenario, los ciudadanos pertenecientes a esta religión particular, estarían tomándose para ellos “todas las partes” de la razón pública. Así, desde esta perspectiva, es la virtud de la justicia distributiva, la que exige que los ciudadanos religiosos soporten las cargas de aceptar el principio de neutralidad y, por ende, acepten que sus argumentos religiosos pueden contar a un nivel institucional (la esfera pública formal), sí y solo sí, han sido expresados previamente en un lenguaje secular, esto es, en un lenguaje comprensible por todos los ciudadanos. De lo contrario, los ciudadanos no religiosos, y los que pertenezcan a una religión diferente, no serían capaces de reconocerse a sí mismos como autores y no como simples súbditos de las leyes. Lo que significaría que su honor como ciudadanos les habría sido negado, y una injusticia se habría cometido.

Sin embargo, por razones similares, los ciudadanos seculares tampoco se pueden poner a sí mismos en una posición privilegiada al adoptar una actitud secularista, es decir, aquella que le niega todo valor a la religión y la considera, si acaso, una “reliquia del pasado”.

Para Habermas, existe una razón muy simple, con la cual se puede afirmar que los ciudadanos religiosos sí tienen un lugar de honor como ciudadanos en el Estado liberal: el Estado liberal garantiza el derecho a la libertad de religión y cultos. Por ende, un Estado, no puede cargar a sus ciudadanos, a los que garantiza libertad de expresión religiosa, con deberes que son incompatibles con la búsqueda de una vida devota. El Estado democrático, no puede exigirle a estos ciudadanos que justifiquen sus planteamientos y posiciones políticas de forma independiente de sus convicciones religiosas o visiones de mundo (Habermas, 2006, p. 135)18.

Por lo tanto, si el Estado liberal protege la experiencia religiosa de sus ciudadanos y los declara, así, ciudadanos “completos”, esto es, miembros libres e iguales de la comunidad política que se conciben a sí mismos (y exigen que los demás los conciban así) como autores y no como simples sujetos de las leyes, los ciudadanos religiosos, no deben temer participar, como ciudadanos religiosos, en las discusiones políticas de la esfera pública informal. Esto, pues, se espera y se presume la previa aceptación del principio de neutralidad de acuerdo con el cual, al nivel institucional de la administración, esto es, al nivel de la esfera pública formal, únicamente cuentan los argumentos y el lenguaje seculares. De acuerdo con Habermas:

Ahora bien, en este contexto, un ciudadano secularista que no desee cooperar en esta tarea, por considerar simplemente que la religión como tal es “el opio del pueblo”, se estaría poniendo a sí mismo en una posición privilegiada e ilegítima; una que también reduce a sus conciudadanos religiosos a una posición de inferioridad19 (146 – 147).

En este sentido, las “cargas” impuestas a los ciudadanos seculares se justifican en la búsqueda del reconocimiento mutuo de todos los ciudadanos en sus roles como ciudadanos, que se conciben a sí mismos (y exigen que los otros ciudadanos los conciban así) como autores y no como simples súbditos de las leyes. El ciudadano secularista debe ser capaz de tomar seriamente a sus conciudadanos religiosos como potenciales contribuyentes racionales a la discusión. Ciertamente no los debe rechazar de plano, desde el inicio, por estar hablando en un lenguaje religioso. Si no lo hace, estaría pretendiendo para sí mismo el derecho de determinar a priori y de una buena vez lo que pertenece a la esfera pública informal (Lafont, 2009, p. 250). Pero esto constituye una posición privilegiada ilegítima desde la cual, él está concibiendo a sus conciudadanos religiosos como inferiores y, así, les está negando el honor y el valor que tienen como ciudadanos que se conciben a sí mismos como autores y no como simples súbditos de las leyes. Además, él también, los estaría privando del más importante bien que merecen como ciudadanos, a saber, el uso público de la razón y el derecho a participar en la práctica democrática de la autodeterminación. Y esto, como se señaló, constituye también un acto de injusticia.

En consecuencia, el requerimiento de traducción de argumentos religiosos a argumentos seculares, debe ser concebido como una tarea cooperativa en la medida en que los ciudadanos seculares no se pueden poner a sí mismos en una posición privilegiada con respecto a sus conciudadanos religiosos.

El privilegio que los argumentos seculares pueden tener, solo se refiere al nivel de la esfera pública formal. Pero en los demás debates políticos que se desarrollan en el contexto de la esfera pública informal, los ciudadanos seculares no tienen ninguna posición de privilegio, lo que significa que no pueden tratar de forma desigual y sin el debido respeto a sus conciudadanos religiosos20 (Habermas, 2006, pp. 139–140)


A MODO DE CONCLUSIÓN

Es claro que Aristóteles, en sus análisis de Ética a Nicómaco (obra en la que la justicia aparece como una hexis de los individuos), estaba interesado en una noción “institucional” de la justicia. Sin embargo, no se trata de cualquier individuo aislado de su comunidad. Al contrario, se trata del individuo en su rol de ciudadano. Para Young, en efecto, “Aristóteles argumenta en la Ética a Nicómaco que la justicia [...] es la virtud que expresa la concepción que uno tiene de sí mismo como miembro de una comunidad de seres humanos libres e iguales, esto es, de ciudadanos” (Young, 2006, p. 179, traducción propia).

Ahora bien, O´Connor, afirma que el modelo aristotélico no ofrece una respuesta directa a nuestras cuestiones acerca de la posición de la metafísica como una virtud personal. Las preguntas de Aristóteles son diferentes de las nuestras y nosotros podemos aprender más teniendo en cuenta esas diferencias que haciendo que él, de manera precipitada, se refiera a nuestras preocupaciones (O’Connor, 1988, p. 418). Sin embargo, como se ha visto en este texto, a diferencia de lo que O´Connor afirma, existen aún formas en las que nuestras preguntas se relacionan en efecto con las de Aristóteles.

En ese sentido, este artículo, mostró cómo la justicia, como una virtud esperada de los individuos en su papel como ciudadanos, se encuentra operativa en la propuesta de Habermas sobre el rol de la religión en la esfera pública. Interpretada de esa forma, la virtud aristotélica de la justicia puede ser fácilmente predicada en los contextos de debates públicos políticos.

En el primer ejemplo, dado en este artículo, a la segunda candidata presidencial, en el debate referido, se le estaba dando una posición de superioridad que no tenía con respecto al otro candidato quien, a la vez, estaba siendo puesto en una posición de inferioridad. De forma similar, el ciudadano que pedía más tiempo estaba, en el fondo, pidiendo ser considerado en una posición de superioridad, con detrimento de los ciudadanos que hablaron previamente. En el caso de la médica, sin embargo, se mostró que había una razón de peso para que, en efecto, ella pudiera ponerse en una posición de superioridad, en razón de su conocimiento especializado en el tema que se discutía. Finalmente, si se le niega a un ciudadano religioso el derecho de hablar y expresarse en un lenguaje religioso, simple y llanamente, se le está negando el valor que tiene como ciudadano. En este caso, como un ciudadano religioso que es, en efecto, protegido por el Estado liberal. En todos estos casos, como se ve, la virtud aristotélica de la justicia sí tiene un rol que desempeñar.

Por su parte, Habermas espera también que los ciudadanos religiosos desarrollen la habilidad epistémica para considerar a su propia fe reflexivamente, desde afuera y poder relacionarla con las perspectivas seculares21 (Habermas, 2006, p. 144). Por otro lado, en el caso de los ciudadanos seculares, Habermas ha intentado mostrar que una actitud secularista no es suficiente para la cooperación esperada con los compañeros ciudadanos que son religiosos. La misma ética ciudadana, exige que se trascienda de una forma autoreflexiva, la visión secularista de la modernidad22 (147).

El ciudadano secular, con tendencias secularistas, debe comenzar a entender que la religión aún tiene un lugar en la modernidad y debe reconocer que si concibe a sus conciudadanos religiosos como una especie en vía de extinción, los estaría tratando como ciudadanos de segunda clase y, de esa forma, estaría cometiendo una injusticia. Por ende, el ciudadano secular que aprecia la virtud de la justicia no debería desear poner a sus conciudadanos religiosos en una posición de inferioridad; una que, de acuerdo con el mismo Estado liberal al que pertenece, ellos no merecen.

La virtud aristotélica de la justicia puede, entonces, aportar una buena razón para que los ciudadanos seculares empiecen por abrir su mente a los argumentos de sus conciudadanos religiosos. Como lo señala Young:

La justicia particular aristotélica nos invita, al conducir nuestras relaciones con los otros, a asumir una perspectiva, desde la cual, nos veamos a nosotros mismos y a los demás como miembros de una comunidad de seres humanos libres e iguales, y a tomar nuestras decisiones desde esa perspectiva. Si somos capaces de alcanzar tal perspectiva, e incorporarla a nuestros pensamientos, sentimientos, deseos y decisiones, habremos alcanzado la justicia particular aristotélica. Cuando actuamos desde esa perspectiva, expresaremos una concepción de nosotros mismos como miembros iguales y libres de una comunidad política, esto es, como ciudadanos (Young, 2006, p. 1996, traducción propia).

Finalmente, el valor de la justicia, también, puede constituir una buena razón a la hora de justificar la compatibilidad que debe existir entre las visiones de mundo religiosas y las perspectivas seculares desde las cuales se justifica la protección misma de la libertad de cultosΦ


*El presente texto constituye un resultado del proyecto de investigación titulado Análisis de la propuesta de Jürgen Habermas acerca del rol de la religión en la esfera pública. Tres casos de la jurisprudencia de la Corte Constitucional de Colombia. Este proyecto es adelantado por el grupo de investigación Politeia, adscrito la Escuela de Filosofía de la Universidad Industrial de Santander y es financiado por la Vicerrectoría de Investigación y Extensión (VIE) de la Universidad Industrial de Santander. El código del proyecto es 1376.

1Esto coincide con una tendencia común en el ámbito de la filosofía política. Para O'Connor, por ejemplo: "A la justicia, no le ha ido muy bien en el resurgimiento de la ética de la virtud. La justicia, parece estar más ubicada en los debates acerca de las políticas públicas y las instituciones sociales, que en las descripciones de las fortalezas y debilidades morales de los individuos. Nos sentimos, más inclinados a elogiar una política por ser justa que a una persona. Y cuando, sí, alabamos a los individuos por su justicia, por lo general, nos referimos a las circunstancias en las que se destacan por su desempeño en roles especializados tales como jueces o árbitros” (O'Connor, 1988, p. 417, traducción propia).

2El principal texto en donde Habermas analiza este problema es Religion in the Public Sphere publicado en el año 2006 en el European Journal of Philosophy. Existe, sin embargo, otra versión del texto publicada un año antes, a saber, Religion in the Public Sphere: Cognitive Presuppositions for the ‘Public Use of Reason’ by Religious and Secular Citizens. Este texto es el quinto capítulo del libro de Habermas Between Naturalism and Religion. Este último texto cuenta con una traducción al español: el libro titulado Entre naturalismo y religión.

3Lo deseable en estos casos, por supuesto, es que previamente las reglas del debate estuvieran claras para todos y no tuvieran que ser cambiadas en el desarrollo mismo de la discusión.

4Se interpreta acá la expresión “lo que es justo simplemente” como equivalente a “lo que es justo en la vida política”, siguiendo en este sentido, las interpretaciones de Young (2006) y de Lockwood (2006).

5 En estricto sentido, ésta, no es la razón explícita que da Aristóteles para identificar a la justicia general con la legalidad. Para Aristóteles: “Puesto que el transgresor de la ley era injusto y el legal justo, es evidente que todo lo legal es, en cierto modo, justo, pues lo establecido por la legislación es legal y cada una de estas disposiciones decimos que es justa. Pero las leyes se ocupan de todas las materias, apuntando al interés común de todos o de los mejores, o de los que tienen autoridad, o a alguna otra cosa semejante; de modo que, en un sentido, llamamos justo a lo que produce o preserva la felicidad o sus elementos para la comunidad política. También la ley ordena hacer lo que es propio del valiente, por ejemplo, no abandonar el sitio, ni huir ni arrojar las armas; y lo que es propio del moderado, como no cometer adulterio, ni insolentarse, y lo que es propio del apacible, como no dar golpes ni hablar mal de nadie; e, igualmente, lo que es propio de las demás virtudes y formas de maldad, mandando lo uno y prohibiendo lo otro, rectamente cuando la ley está bien establecida, y pero cuando ha sido arbitrariamente establecida” (Aristóteles, 2011,1129b10ff). Se puede considerar, sin embargo, que aún es posible argumentar que esta lectura se encuentra implícita en la perspectiva explícita de Aristóteles. En efecto, la persona que no realiza los actos de una persona valiente, tal y como es ordenado por la ley, está poniéndose a sí misma en una posición de superioridad con respecto a las demás personas que sí los realizan.

6 En las traducciones al inglés ha sido traducido como graspingness o greed.

7En palabras de Young: “En al análisis de Aristóteles, la justicia distributiva tiene que ver con la asignación de porciones de ciertos bienes a las personas (V.3.1131a19-20). Tal distribución será justa si y solo si personas iguales reciben porciones iguales (1131a20-24). Igualdad de porciones —lo que equivale a una porción igual de riqueza, honor o seguridad — será relativamente fácil de medir. Igualdad de personas será por lo general más difícil. Como lo señala el mismo Aristóteles, todo el mundo está de acuerdo en que la distribución deberá realizarse con base en alguna idea de distribución de honor, pero justamente los desacuerdos surgen en el significado de esta idea (1131a25-7)” (Aristóteles citado por Young, 2006, p. 185. Traducción propia)

8Según Young, en efecto, Rawls considera que las personas malvadas no solo quieren más que su justa parte o ración de bienes, sino que, además, quieren “exhibir su superioridad sobre los otros y humillarlos. Esas personas aman la injusticia misma, y no simplemente los bienes externos que las acciones injusticias les generan [...], si esto es lo que describe la forma de ser de las personas injustas, entonces la diferencia entre la gente injusta y la justa, será, que las personas justas desean los bienes externos solamente cuando su búsqueda apropiada es legítima, mientras que las personas injustas continúan deseando tales bienes incluso cuando su búsqueda es ilegítima [...] Entendida de esta forma, la avidez aristotélica no debe identificarse simplemente con alguna forma, simple o compleja, del deseo por una ganancia excesiva. Consiste, en contraste, en la ausencia de cierta restricción en nuestro deseo por la ganancia. Una persona justa no quiere obtener ganancias cuando implica tomar lo que le pertenece a otra persona. Una persona injusta, por el contrario, no tiene tal restricción” (Young, 2006, p. 191-192).

9Para Young, Aristóteles, “cree que la perspectiva de un distribuidor es la perspectiva que deberé asumir para poder poner entre paréntesis mi interés personal ante los resultados de diversas decisiones y, de esta forma, ser capaz de ver, de una manera desinteresada, qué es lo que la virtud de la justicia exige de mí” (Young, 2006, p. 193, traducción propia).

10De esta manera, afirma O’ Connor, “al elogiar una acción por su justicia, la visión aristotélica se concentrará en la excelencia de la acción en relación con su contribución a una búsqueda común de un bien, esto es, a su adecuación a un contexto de vida compartida [...] La justicia tiene su aplicación más importante y clara al interior de las comunidades que buscan una concepción compartida del bien” (O’ Connor, 1988, p. 424, traducción propia).

11Para Habermas, el modo deliberativo de la formación de la voluntad democrática es el mejor procedimiento para garantizar que diversas partes con diferentes perspectivas del mundo, alcancen acuerdos juntos, al comprometerse previamente a tomar en cuenta la perspectiva de los otros. La razón, es que: “El procedimiento democrático debe su fuerza generativa de legitimación a dos componentes: por un lado, a la participación política igualitaria de los ciudadanos, que garantiza que los destinatarios de las leyes, puedan también entenderse a sí mismos al mismo tiempo como los autores de esas leyes; y, por otro lado, a la dimensión epistémica de las formas de discusión y de acuerdo dirigidas deliberativamente, que justifican la presunción de resultados racionalmente aceptables”. Estos dos componentes de legitimidad, constituyen los fundamentos de la práctica compartida de la autodeterminación democrática en virtud de la cual, a pesar de sus diferencias, los ciudadanos deben respetarse uno a otro como miembros libres e iguales de su comunidad política.

12 En lo que sigue presentaremos sucintamente la perspectiva de Habermas sobre el rol de la religión en la esfera pública. Para profundizar este tema se puede consultar, entre otros, los siguientes textos: Walhof (2013), Cerella (2012), Aguirre (2012), Singh (2012), Garzón (2010 y 2012), Baumeister(2011), Bernstein (2010), Hoyos et al. (2011), Boettcher (2009), Lafont (2009 y 2007), Chambers (2007), Cooke (2007 y 2006), etc.

13Para Habermas, esta es propiamente la esfera institucional. Sin embargo, para facilitar la exposición hemos decidido llamar a este ámbito de discusión la “esfera pública formal”.

14Este es un elemento que ha sido criticado fuertemente por algunos de los intérpretes de Habermas, quienes señalan que el filósofo no especifica el por qué su propuesta se encuentra comprometida de una forma tan fuerte con la simetría. Según Cristina Lafont, por ejemplo, “no existe garantía a priori de que el requisito de cargas cognitivas distribuidas entre los ciudadanos será compatible con las condiciones discursivas necesarias para un proceso de formación de la voluntad y la opinión políticas significativo a través de la deliberación colectiva en la esfera pública. Dado que tales condiciones, sean las que sean, deben tener prioridad en un enfoque discursivo de la ética de la ciudadanía democrática, si es posible una idea de democracia deliberativa, el enfoque discursivo debe dejar abierta la cuestión de si las cargas cognitivas que se derivan de esas condiciones resultan estar simétricamente distribuidas entre los ciudadanos o no” (Lafont, 2007, p. 259, traducción propia). Creemos que en este texto mostramos por qué efectivamente es importante para Habermas comprometerse con la simetría o la justicia.

15Esto, es lo que diferencia una comunidad integrada por valores constitucionales, de una comunidad segmentada a través de las líneas divisorias de perspectivas del mundo en competencia. En la primera, los ciudadanos se perciben a sí mismos como participantes, libres e iguales, en las prácticas compartidas de la formación de opinión y voluntad democrática y donde se deben entre sí razones que justifiquen sus afirmaciones y actitudes políticas. La segunda, en cambio, “descarga a los ciudadanos religiosos y seculares en las relaciones que mantienen, unos con otros, de la obligación recíproca de justificarse los unos a los otros, en torno a las cuestiones políticas controvertidas” (Habermas, 2006, p. 143).

16De acuerdo con Habermas: “En el parlamento, por ejemplo, el reglamento de la cámara tiene que facultar al presidente para suprimir del protocolo los posicionamientos y justificaciones religiosas” (Habermas, 2006, p. 139).

17Así, el Estado liberal, debe esperar de sus ciudadanos que: “reconozcan el principio de que el ejercicio de la dominación se ejerce con neutralidad respecto a las visiones del mundo. Todo ciudadano tiene que saber y aceptar que sólo cuentan las razones seculares más allá del umbral institucional que separa a la esfera pública informal de los parlamentos, los tribunales, los ministerios y las administraciones” (Habermas, 2006, p. 137).

18Para Habermas, esta “estricta demanda sólo se puede dirigir a los políticos que están sujetos dentro de las instituciones estatales a la obligación de mantenerse neutrales con respecto a las visiones del mundo; en otras palabras, dicha demanda sólo puede hacerse a todos los que ocupan cargos públicos o que son candidatos a tales cargos” (Habermas, 2006, p. 135).

19Habermas lo expresa de la siguiente manera: “En la medida en que los ciudadanos seculares estén convencidos de que las tradiciones religiosas y las comunidades de religión son, en cierto modo, una reliquia arcaica de las sociedades premodernas que continúa perviviendo en el momento presente, sólo podrán entender la libertad de religión como si fuera una variante cultural de la preservación natural de especies en vías de extinción. Desde su punto de vista, la religión ya no tiene ninguna justificación interna. Y el principio de la separación entre la iglesia y el Estado ya sólo puede tener para ellos el significado laicista de un indiferentismo indulgente. Según la versión secularista, podemos prever que a la larga las concepciones religiosas se disolverán a la luz de la crítica científica y que las comunidades religiosas no serán capaces de resistir a la presión de una progresiva modernización social y cultural. A los ciudadanos que adopten tal actitud epistémica hacia la religión no se les puede pedir, como es obvio, que se tomen en serio las contribuciones religiosas a las cuestiones políticas controvertidas ni que examinen en una búsqueda cooperativa de la verdad un contenido que posiblemente sea susceptible de ser expresado en un lenguaje secular y de ser justificado en un habla justificativa” (Habermas, 2006, pp. 146–147).

20En palabras de Habermas: “Los ciudadanos religiosos pueden manifestarse en su propio lenguaje sólo si se atienen a la reserva de la traducibilidad; esta carga queda compensada con la expectativa normativa de que los ciudadanos seculares abran sus mentes al posible contenido de verdad de las contribuciones religiosas y se embarquen en diálogos de los que bien puede ocurrir que resulten razones religiosas en la forma transformada de argumentos universalmente accesibles. Los ciudadanos de una comunidad democrática se deben recíprocamente razones para sus tomas de postura políticas. Aun cuando las contribuciones de la parte religiosa en la esfera público-política no están sometidas a ninguna autocensura, esas contribuciones dependen de los esfuerzos cooperativos de traducción. Pues, sin una traducción lograda no hay ninguna perspectiva de que el contenido de las voces religiosas encuentre acceso a las agendas y negociaciones dentro de las instituciones estatales ni de que «cuente» en el más amplio proceso político” (Habermas, 2006, pp. 139–140).

21Esto es algo que, según Habermas, ha sido históricamente alcanzado en muchos aspectos. En sus propias palabras, “nuestra cultura occidental propició un cambio en la forma de la conciencia religiosa desde los tiempos de la Reforma y de la Ilustración. Los sociólogos han descrito esta «modernización» como una respuesta de la conciencia religiosa a tres desafíos de la modernidad, a saber, al hecho del pluralismo religioso, al avance de las ciencias modernas y a la consagración del derecho positivo y de la moralidad profana de la sociedad” (Habermas, 2006, p. 144).

22Para Habermas, “En vez de ser algo natural y sobrentendido, la intuición de los ciudadanos seculares de que viven en una sociedad postsecular que también está ajustada en sus actitudes epistémicas a la persistencia de comunidades religiosas requiere más bien un cambio de mentalidad que no es menos cognitivamente exigente que la adaptación de la conciencia religiosa a los desafíos de un entorno que se seculariza cada vez más. Con arreglo a los criterios de una Ilustración que se cerciora críticamente de sus propias limitaciones, los ciudadanos seculares comprenden su falta de coincidencia con las concepciones religiosas como un desacuerdo con el que hay que contar razonablemente” (Habermas, 2006, p. 147).


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