FIGURAS INMUTABLES DE LO POLÍTICO: CÓMO REPENSAR LA COMUNIDAD *


Laura Suárez González de Araújo:española. Doctora en Filosofía y Psicopatología. Investigadora asociada del laboratorio “Psychanalyse et pratiques sociales” de ED Paris VII-Diderot. Miembro honorario del departamento de “Filosofía del derecho, moral y política II”, de la Facultad de Filosofía de la UCM (Madrid). Correo electrónico: laura.sg.araujo@gmail.com


RESUMEN

Se propone en este artículo destacar una serie de figuras que hemos denominado “invariantes de lo político”, desde las cuales se aspira a contribuir a la problematización de la construcción actual del vínculo político. Tales figuras, EROS (deseo) y ERIS (discordia), van a ser desplegadas tangencialmente sobre dos espacios estrechamente ligados: el espacio común de la ciudad (polis) y el espacio íntimo del alma (psique), así como postuladas desde una doble polaridad: la memoria (la huella imborrable del conflicto) y la conquista de lo inconsciente como condición de toda posibilidad de libertad (vehiculada por el esfuerzo deseante). Nuestra reflexión se basa entonces en un movimiento retrospectivo y prospectivo que aúna en su devenir el terreno de lo político con el terreno de lo psíquico y, desde ahí, lo que queda y lo que se puede en la configuración del vínculo comunitario.

Palabras clave:deseo, conflicto, polis, psique, inconsciente, libertad.


POLITICAL INVARIANTS: ERIS, POLIS, EROS AND PSYCHE

ABSTRACT

This article will review a series of figures that we have termed “political invariants”, with which we attempt to contribute to the problematization of a construction herein, of their relevance to ‘the political’. These figures, EROS (desire) and ERIS (discord), will be tangentially applied to two closely related spheres: the public space of the city (polis) and the intimate space of the soul (psyche), and shall also be examined from the perspective of a double polarity: memory (the indelible trace of conflict) and the conquest of the unconscious as a condition of any and all possibility of freedom (stimulated by the force of desire). As such, our investigation shall take up a retrospective as well as a prospective, or forward-looking, movement bringing together in that instance the terrain of ‘the political’ with the terrain of the psychic, and from there, ‘what remains’ and ‘what can’ be in the configuration of the links between these figures and the community.

Keywords:desire, conflict, polis, psyche, unconscious, freedom.



FIGURAS INMUTABLES DE LO POLÍTICO: CÓMO REPENSAR LA COMUNIDAD


ERIS: LO COMÚN-LITIGIOSO COMO FUNDAMENTO DE LA POLIS

Sabemos gracias a los historiadores y comentadores de la realidad griega arcaica y clásica que los conflictos entre las distintas facciones del conjunto de ciudades griegas ocupaban el centro de los asuntos políticos ya en el período prefilosófico. Estos conflictos, ubicados en el ámbito doméstico (designados bajo el nombre de stásis o guerra civil entre ciudadanos de una misma polis), se aparecían como los elementos más corrosivos y peligrosos para la ciudad (contrariamente a las batallas con los enemigos exteriores), de ahí que para el filósofo constituyeran la causa principal de la enfermedad de Grecia. Las largas reflexiones sobre los riesgos de la stásis y las recomendaciones para su prevención forman una parte esencial de los textos de la tragedia y de la filosofía política clásica, período en el que, en consonancia con el pensamiento arcaico anterior basado en los mitos, la discordia en sus distintos despliegues y alcances es presentada, de continuo, como situación de origen de prácticamente toda realidad divina y humana. La propia Guerra de Troya, referencia mítica mayor de la comunidad y pensamiento griegos, habría tenido a la diosa Éris como instigadora. Éris o la diosa de la Discordia, hija de la Noche según la Teogonía de Hesíodo y la insaciable hermana de Ares de acuerdo con Homero. Empédocles la sitúa como una de las dos fuerzas fundamentales que rigen el proceso del mundo junto con la Amistad, concepción que, varios siglos más tarde, Freud señalará como antesala mayor de sus pulsiones eróticas y de destrucción, las mismas que, según el psicoanalista, estarían en la base de todos los fenómenos de la vida.

La consideración del odio y la violencia originarias van a constituir, además, la base sobre la cual se van a elaborar, a partir del siglo XVII con el establecimiento de la filosofía política moderna, algunos de los más importantes relatos relativos al estado de naturaleza previo a la institución de la sociedad. Formulaciones como las de Hobbes o Locke, estas teorías del contrato social que van a explicar de diverso modo el paso del estado originario natural al estado societal coinciden, no obstante, en el reconocimiento de la violencia como rasgo común originario de ese período primitivo, un reconocimiento que no ha dejado de ser invocado en la práctica totalidad de las representaciones míticas del origen, desde las pinturas de las cuevas prehistóricas o el relato bíblico, hasta el mismo mito freudiano de la horda primitiva. El conflicto se nos muestra entonces, en su aspecto vincular, como elemento imprescindible de la construcción de una comunidad en el seno de la cual, a la vez, se presenta como su mayor peligro y amenaza.

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Siguiendo esta idea, Freud escribe en el Malestar en la Cultura: “A raíz de esta hostilidad primaria y recíproca de los seres humanos, la sociedad culta se encuentra bajo una permanente amenaza de disolución. [...] La inclinación agresiva es una disposición pulsional autónoma, originaria. La cultura encuentra en ella su obstáculo más poderoso” (Freud, 1979, p. 109). La pulsión, en Freud, al igual que la política para los griegos, pertenece a las cosas que por su especial configuración podrían ser catalogadas como singulares comunes. Ambas son parte de la naturaleza humana, resultado de la especial constitución de los hombres y mujeres como seres dicientes y deseantes que deben organizarse en comunidad para asegurar su supervivencia. Así, la pulsión y la política, siendo propias e indisociables de la naturaleza de cada uno, toman cuerpo y se despliegan en lo común del vínculo con los otros. Recordamos, en este sentido, la apreciación de Aristóteles relativa a la particularidad del ser humano: mientras que los animales tienen instintos y poseen un carácter social que vendría definido por su capacidad de phoné (de mostrarse mutuamente estados de placer y de dolor), los hombres poseemos pulsiones y una facultad política que da forma a nuestra sociabilidad a través del lógos, palabra razonada por medio de la cual podemos discutir sobre lo justo y lo injusto, lo conveniente y lo inconveniente, y de este modo, desarrollar nuestra naturaleza y actualizarla en la organización de la ciudad.

A partir de lo anterior, podríamos entonces atrevernos a decir, avanzando una de nuestras hipótesis fundamentales, que la organización social de la pulsión es el fin y el fundamento de la política. O también que la política es la organización de la sociabilidad de la pulsión, entendida ésta en su dualidad freudiana (pulsión de vida-pulsión de muerte), puesto que, por los mismos rasgos del hombre que acabamos de señalar, la pulsión implica de suyo una alteridad que, ya sea por el choque o aleación con una pulsión contraria, o por el encuentro con la realidad ocupada por el otro, hace que su mínimo deba ser situado en dos. Por otro lado, las pulsiones sólo se harían visibles a través del afecto o carga energética que las representan1. Considerando las particularidades del hombre (su ser deseante, hablante y mortal) y la tendencia de la pulsión hacia un objeto-otro que, como tal, permita su satisfacción (lo que viene a subrayar el carácter naturalmente dependiente del ser humano); todo ello, decimos, hace que el odio en sus diversas manifestaciones pueda ser encuadrado como elemento originario del dispensario afectivo de los individuos. Por ello Freud escribe que, en lo concerniente a la relación objetual del sujeto, es decir, en su relación exterior con el mundo y con los otros hombres que lo representan —que suponen inicialmente una emisión de estímulos que el yo narcisista repulsa—, el odio es más antiguo que el amor (Freud, 2006b, p. 2051).

En consecuencia, la pulsión de muerte freudiana en sus despliegues de agresividad y destrucción, debe ser situada como fundamento del común-litigioso que forma parte inevitable de la vida de relación, de ese ser-con de los hombres en el que Hannah Arendt situaba el topos mismo de la política y que, por lo tanto, resultaría indisociable de ella. De esto, de la centralidad del pathos discordante en la psique y en la polis, los griegos se dieron perfecta cuenta, aunque a veces hicieran verdaderas acrobacias para conjurar el influjo de Eris por medio de la ley o de la palabra del filósofo2.

Acrobacias y conjuros, decimos. En esta línea de cosas, la obra de Nicole Loraux “La Cité Divisée” se propone develar cómo la ciudad griega fundadora de lo político habría sustentado este fundamento en la negación y represión de su connaturalidad con el conflicto intestino, la stásis (mal de males abocado a la destrucción de la pólis misma), y cómo, en una suerte de procedimiento psíquico propio de la teoría freudiana, pareciera que a partir de la imposición del olvido de este mal tras cada nueva reconciliación (amnistía-amnesia), las escenas de discordia se desviasen a lo inconsciente de la ciudad desde donde volverían, como en la elaboración de lo que Freud denomina el proceso secundario psíquico, condensadas o desplazadas bajo otros nombres y otras prohibiciones. En este sentido, la autora habla de la vocación de la ciudad-una de ser tratada, en su más ajustada analogía con el individuo, como sujeto que dice, que olvida, que rechaza y reprime su división estructural con cosidos y parches que se adhieren a su propio discurso, el cual y al igual que en el individuo nietzscheano3, parecería querer decir desde el eco de lo que oculta: “estoy enfermo de mí mismo”. La ciudad enferma de sí misma es la ciudad dividida por la stásis, el conflicto interno que la desgarra y la moviliza hacia el abismo de su existencia. Esta consideración de la stásis o división interna delata el fondo de la cuestión, que no es otro que el carácter ontológico del conflicto inherente a la estructura, tanto de la ciudad como del individuo; un conflicto que la ciudad griega intenta borrar del gesto y de la palabra y que el individuo freudiano va a reprimir de su conciencia para manifestarse en la inevitabilidad de sus formaciones inconscientes (sueños, síntomas, lapsus, actos fallidos).

Hemos señalado que los griegos hacían verdaderas acrobacias legales y discursivas para disimular el alcance y el estatuto ontológico de la stásis en la emergencia misma de la ciudad. ¿Por qué esta maniobra? Quizás porque a la base de este común litigioso se encontraba un registro relegado al ámbito de lo privado, de la casa, es decir, el registro económico considerado como segundón (propio del orden de la necesidad) con respecto a la excelsa y prioritaria vida política (el espacio de la libertad). Por otro lado, sabemos que uno de los temas centrales de la discusión filosófica era aquel orientado a resolver la controversia en torno al mejor régimen de la polis, controversia que, como han mostrado entre otros Léo Strauss, Castoriadis o Rancière más recientemente, traduce el enfrentamiento (prefilosófico) entre grupos de la ciudad por definir las líneas de atribución y distribución de los espacios de visibilidad, disponibilidad y logibilidad4 de aquélla. Tal discusión filosófica, no supone otra cosa que un pensar el modo de evitar el enfrentamiento entre ricos y pobres por la hegemonía de la polis, es decir, por la inyección de sentido que supone hacerse cargo de su politeia, realidad que para los griegos implica una suerte de “hecho social total” que envuelve y alcanza a todos los registros de la vida (éticos, económicos, sociales, espirituales y políticos, tanto en el dominio privado como en el dominio público), y que, por tanto, (tal politeia) en ningún caso será semejante si su significación viene dada por la hegemonía de un grupo oligárquico o de uno democrático. Así, la querella por significar la polis y, más concretamente, por definir el nomos5 que orquesta el sentido de su politeia, traduce el enfrentamiento entre los que rechazan la asignación que se le ha otorgado en los dominios de lo visible, de lo factible y de lo decible, y aquellos que, desde el poder, han dispuesto tales asignaciones, lo que llevado al terreno de la psique y de su significación por la hegemonía de sus partes supone a su vez la oposición entre los poderes rebeldes y sediciosos propios de los instintos y las pasiones y los poderes de la razón y la inteligencia, únicos capaces de poner orden y gobernar legítimamente al conjunto de las partes. Lo económico invade lo político y lo importuna, como si quisiera recordarle que él se encuentra en la base de su fundación y que no puede conjurarlo de una vez por todas ni con leyes ni con el silencio del olvido. Lo económico que insiste en su condición de moneda de doble cara —en su doble alcance pulsional y político— se presenta entonces como el motor propulsor de la turbulencia conflictual que amenaza la armonía entre las partes de la psique y de la polis.

La psique y la polis, localidades esenciales de la pulsión y la política, atraviesan al hombre fracturándolo, dividiéndolo en sí mismo y frente a los otros, de los cuales depende para constituirse y mantenerse. Así, a partir del mutuo involucrarse de lo psíquico y de lo político, y del exponente mayor que lo representa, esto es, el conflicto, cabría hacerse la pregunta por el origen. Pero la cuestión sobre si fue primero el huevo o la gallina pierde en estos registros su sentido porque no podemos pensar efectivamente al individuo fuera de la comunidad ni la comunidad al margen del individuo (no podemos pensar lo pre-político o lo pre-lingüístico más allá de los mitos que ya forman parte de lo lingüístico y de la organización política) y, por lo tanto, no podemos pensar tampoco la pulsión sin lo político ni éste sin aquélla. Los griegos priorizaron por diversas razones históricas, las lógicas políticas de lo común vinculadas a la ciudad sobre lo psíquico individual y, en esta superioridad que no dejaba de reconocer su implicación con la psique, el conflicto y sus manifestaciones intentaron ser conjuradas hasta el final de la misma polis griega destruida y vencida por la corrosión de la stásis. Por su parte, la investigación freudiana construida sobre el dominio de lo inconsciente y desarrollada en un proyecto metapsicológico, devolvió la legitimidad al conflicto y a su status de realidad ontológica de la existencia de los hombres, reforzando tal legitimidad al señalar el contenido colectivo de lo inconsciente y la consecuente dignidad del sufrimiento humano, resultado éste de su implicación inevitable con lo común de la discordia y con la discordia de lo común.

No obstante, junto a la implacable Éris, en su ambivalencia fundadora, emerge el contrapeso de un Eros, igualmente eruptivo, que se impone desde sus efectos conformadores.


EROS: EL ESFUERZO POR ORGANIZAR LOS BUENOS ENCUENTROS

Es igualmente recurrente, en los textos griegos, la referencia a la gama de elaboraciones libidinales que caracteriza al registro irracional de la existencia individual y que guarda una íntima relación con la gama de elaboraciones políticas que determinan la existencia colectiva en el marco de la polis. Varios trabajos, en especial los de Foucault, han mostrado que no se puede entender el saber político despejado en la Grecia del siglo IV a.C. sin tener en cuenta todo el esfuerzo equidistante del saber deseante sobre el cual el primero se elabora. Un saber de y sobre el deseo que se desarrolla tanto en el discurso mítico como en el discurso lógico del filósofo (pensemos en el relato de Diotima o de Aristófanes) y que, como decimos, tiende a remarcar la reciprocidad entre el sujeto y la comunidad vehiculada por la disposición erótico-deseante. Esta imbricación de lo individual y lo colectivo, puesta de manifiesto en las recurrentes analogías entre la psique y la polis descritas en los textos de Platón y Aristóteles, hace de la problemática política, una problemática ligada al deseo y a sus disposiciones. Es más, podría decirse que el sujeto del deseo es el presupuesto del sujeto ético y del sujeto político en Grecia, o dicho de otra manera, que el fundamento de la ética y de la política, el principio desde el cual ambos dominios son elaborados y pensados, no es otro que el principio deseante.

El estudio y determinación de la virtud ciudadana llevado a cabo en los textos filosóficos (no hay virtud posible para el excluido de la participación libre en la polis) requiere, entonces, del estudio y determinación de lo más íntimo del hombre figurado por la estructuración afectiva de su alma. Si la libertad constituye el bien más preciado para un griego de pleno derecho, su alcance y ejercicio pasa por una serie de requisitos en los que un específico “saber hacer” con el deseo se impone como condición primera. Nos encontramos con lo que se puede llamar una lógica condicional de acceso al terreno de lo político. Si el correcto cumplimiento y realización de las necesidades propias del estrato familiar y privado de la casa (oikos) es la antesala insoslayable del correcto cumplimiento y realización de las necesidades requeridas por el espacio público, previo al primero, y requisito de su posibilidad, se sitúa la correcta ordenación y entrenamiento (askesis) de las disposiciones propias de la psique, y dentro de ellas, la lógica particular del deseo y sus exigencias ocupa una dedicación prioritaria. El “buen uso” del deseo precisa de un entrenamiento que apunta hacia la virtud temperante (sophrosine) propia de los seres libres que pueden gobernar de acuerdo con la justicia y la armonía, oponiéndose a la desmesura (hybris) en la psique y en la polis. En este sentido, el tratamiento del deseo abre el espacio de la alteridad y de su organización, condiciona la gestión política de la intersubjetividad y perfila la asignación de roles en la polis. El tirano y el esclavo, por ejemplo, comparten una misma ordenación subjetiva: los deseos y apetitos son primeros con respecto a la razón. El tirano es el que, sometido al despotismo de sus propios deseos, gobierna injustamente. La esclavitud comienza en el terreno del pathos, y la obediencia reclamada al esclavo por su dueño es una consecuencia directa de la sujeción inmoral del primero a sus propios deseos que traduce la insubordinación del cuerpo a la necesaria autoridad del alma y la razón.

La lógica del “dominio de sí”, defendida a lo largo de los textos griegos, enmarca el paradigma del deseo “deseable” y el cuidado de la libertad, oponiendo a la impetuosidad del apetito intemperante y desmelenado (propio del esclavo), un apetito reglado, orientado hacia la verdad y, como tal, presupuesto del buen gobierno. El ejercicio del poder está, de este modo, íntimamente ligado al poder sobre sí y un particular “savoir faire” con los deseos y las pasiones se erige como fundamento primero del disfrute de la libertad activa en la ciudad. Dicho de otra manera, el saber hacer con el deseo de uno es condición del poder hacer con el deseo de todos.

Lo que interesa para nuestro propósito es esta idea griega de “saber hacer” con el deseo reclamada en el espacio político y su íntima relación con el ejercicio de la libertad. Spinoza ha sido, sin duda, uno de los filósofos que más ha contribuido a despejar esta lógica condicional que localiza al deseo de los individuos (y a su causalidad inconsciente) como presupuesto de una existencia libre que insiste en su potencia. Desde luego, encontramos en la Ética algunas líneas precursoras de la hipótesis freudiana de lo inconsciente relativas a la parte que, precisamente de no sabido, determina nuestra actividad pensante y deseante. Más aún, el filósofo holandés expone en este mismo trabajo una de las preguntas clave para el pensamiento político de la modernidad (psicoanálisis incluido) y que delata crudamente la estrecha intimidad entre la economía deseante y la economía política: cómo sucede que los hombres “luchen por su servidumbre como si lo hicieran por su salvación” (Spinoza, 1997. p.64). Pensadores más o menos afines al psicoanálisis, y en todo caso preocupados por el alcance de las disposiciones inconscientes en las estructuras de poder (Reich, Marcuse o Deleuze, más allá del propio Freud y de Lacan), han hecho grandes esfuerzos por problematizar el doble pliegue que caracteriza al deseo en su función tanto adhesiva como subversiva a tales estructuras de poder y sometimiento, especialmente sofisticadas en el marco de las sociedades capitalistas avanzadas. La sujeción erótico-libidinal de los individuos a la artefactualidad desplegada por el discurso de la comunidad del consumo (que ha visto escurrirse de su configuración el sentido de lo político en pos de lo económico-técnico), reactualiza la cuestión de un saber-hacer del deseo (saber sobre él para hacer con él) que permita pensar la posibilidad activa de su desnormalización, tanto como su potencial revulsivo.

Con ello, la consideración del deseo inconsciente hace de éste una figura de implicaciones profundamente políticas que reenvían la organización ética de lo común, a un registro que sobrepasa lo susceptible de ser dominado por el pensamiento consciente. La ilusión de la centralidad de la conciencia constituye sin duda uno de los puntos centrales de la crítica spinozista (desde luego también freudiana) y una de sus apuestas de fondo de cara a la efectiva conquista de la libertad de los individuos. Tal conquista pasará por un hacerse cargo de los determinantes inconsciente del deseo, esencia del ser del hombre y terreno desde el cual se componen y se organizan, para nuestro filósofo, las relaciones de una cosa con otra, de una idea con otra idea y de un cuerpo con otro cuerpo. El deseo en Spinoza es el esfuerzo o la insistencia por perseverar en la existencia a partir de la actualización de nuestro poder de ser afectados, esto es, a partir de la transmutación de las determinaciones externas al sujeto (afectos pasivos, pasiones), en determinaciones internas dirigidas por la razón y de las que aquél se vuelva poseedor (afectos activos). El hombre tiende a hacerse dueño de su propia potencia —vale decir de su inconsciente, de su deseo—, a hacerse causa eficiente de sus ideas y de las acciones de su cuerpo.

Lo que Spinoza pretende con este planteamiento sobre la conquista de lo inconsciente, que determina el pensamiento y el cuerpo, no es sino limitar el riesgo de los “malos encuentros” que atenten contra el esfuerzo por mantenerse en la existencia, esto es, reducir al mínimo por la vía del conocimiento, la posibilidad de descomposición de las relaciones que dibujan y aseguran nuestra propia conservación. El objetivo del filósofo es, así, evitar la impotencia en el existir de cada cosa, una impotencia que comienza con la esclavitud (cuyo presupuesto es la ignorancia) y termina en el extremo con la muerte. Desde aquí se comprende por qué el proyecto de Spinoza es una ética y no una moral6, un alegato por los modos de vida definidos por una libertad que, por la vía del conocer, sea capaz de restringir toda forma de tristeza e intoxicación (tanto moral como vital), que anule el emponzoñamiento propio de los hombres del resentimiento, que apueste por el derecho más que por el deber, por la inmanencia más que por una entidad trascendente a la cual atribuir responsabilidades. El no saber de nuestra potencia (de nuestro deseo) conlleva, en efecto, un no poder hacer con ella que la traspone en sometimiento, es decir, que la encomienda a sofismas moralizantes que entrampan la existencia y catapultan su posibilidad de afirmación y de experiencia.

El calado político de la ética spinozista se hace entonces evidente: el desconocimiento individual de la capacidad de organizar unos encuentros convenientes alcanza en el dominio de la ciudad su mayor catástrofe, donde la falta de conciencia de los hombres —el no saber de su esencia deseante— los arroja al padecimiento (más o menos camuflado) y a la derrota de la existencia comunitaria (la fragmentación del vínculo que la sostiene). Así, la crítica de una política moralista, que se apoya en un no comprender con vistas a la obediencia ciega de los individuos, encuentra en el deseo el primer objeto de problematización, pues, en la medida en que su anclaje en el sujeto determina las posibilidades de su actualización y de su experiencia activa con los otros (el deseo funciona como testigo de la necesidad de la alteridad para la configuración de la existencia), el conocimiento de sus mecanismos y de sus pliegues (el saber de lo inconsciente del deseo), se vuelve condición de toda libertad y de toda posibilidad revolucionaria. El reclamo de una liberalización progresiva de la disposición deseante será un elemento constante tanto en la doctrina de Lacan como en la filosofía de Deleuze, quienes, a pesar de sus discrepancias teóricas y de sus desacuerdos prácticos, coinciden en situar, siguiendo la estela de Spinoza (pero también la del propio Freud), la ignorancia y represión del fenómeno del deseo —el malestar deseante— como causa primera de la opresión de los individuos y de los pueblos —malestar en la cultura—. Así, el alcance de estos planteamientos debe entenderse a partir del reconocimiento de la implicación de la estructura subjetiva y de la estructura política por la vía del deseo, un deseo que concebido como algo distinto de la voluntad y de la conciencia abre la vía hacia la conquista de sus causas inconscientes toda vez que se quiera facilitar su posesión, o como hemos dicho con Spinoza, toda vez que se quiera favorecer un hacerse cargo que asegure e insista en la existencia individual y comunitaria.

La concepción relacional de la existencia que se deriva de esta consideración del deseo como “esencia del ser” abre la posibilidad de una política interesada en los intersticios, en las relaciones entre las cosas, y más precisamente, en potenciar los buenos encuentros que, a la vez que refuerzan las existencias singulares reconocidas en su diferencia, aseguran y consolidan la existencia colectiva, sin reducirla a la uniformidad que otorgan unos patrones morales introducidos por un principio trascendente (ya sea Dios o ya sea el Mercado mismo). En Spinoza, como ocurrirá con Nietzsche, no existe el criterio del bien ni del mal, sólo el de lo bueno y de lo malo que depende de la conveniencia de las composiciones entre los cuerpos, del aumento o disminución de la capacidad de obrar de los existentes. La ética es un problema de potencia, nunca de deber7,, y como tal, el deseo en Spinoza se postula como fuerza, flujo de intensidad que tiende a la conservación potenciada de la existencia individual y comunitaria. Si, además y como señala Deleuze “basta con no comprender para moralizar. Está claro que una ley, desde el momento en que no se comprende, aparece bajo la categoría moral del « hay que »”8,(Deleuze, 2005, p.36); si asumimos lo anterior, decimos, entonces la apelación spinozista por un pensamiento que trascienda la conciencia traduce la apuesta ética por la libertad de unos individuos que, por comprender, se dicen a sí mismos y entre sí: “yo puedo”. Este “yo puedo”, vehiculado por un saber hacer del deseo, que nada tiene que ver con la autosuficiencia sino con la reciprocidad potenciada con los otros —“yo puedo contigo, nosotros podemos juntos”— es lo que urge rescatar en un momento en el que la segmentación del vínculo de la comunidad se refuerza por la impotencia al que lo condena el imperio de lo técnico-económico. Es, entonces, lo político comprendido como potencia compartida, deseada y deseante, lo que debemos reclamar para pensar y actualizar una nueva manera de organizar los encuentros con los otros.

Para concluir, un último apunte a modo recapitulación formulado desde la ecuación lacaniana: “el inconsciente, es la política”. En primer lugar, la máxima del psicoanalista francés implica reconocer el alcance relacional y transindividual de un inconsciente que depende para su configuración del discurso de un Afuera: el inconsciente es el discurso del Otro en tanto que Otro del lenguaje, localidad del conjunto de significantes que todo sujeto precisa para constituirse. Implica también asumir que lo inconsciente y la política comparten una misma estructura discursiva articulada por un principio organizador o significante amo en torno al cual, se ordena el sentido de la realidad —se ordena y se fija el deslizamiento infinito de significantes— y hacia el cual tiende a vincularse el individuo en búsqueda de una identidad nunca estabilizada. El discurso propio de la política es aquél que regla las identificaciones del sujeto, que lo representa y que define el modo de relacionarse con los otros a través de una lógica de interpelación-renuncia, lógica que incide de lleno en la dinámica erótica y erítica que atraviesa a la subjetividad inconsciente.

Asistimos hoy a la hegemonía del discurso capitalista y de sus aparatos ideológicos que convoca perniciosamente a la lógica deseante a la vez que desestima toda posibilidad de fractura interna y discordante, que captura los flujos eróticos y eríticos vaciándolos de su potencial político y desviándolos hacia el terreno de un autismo compartido en el que el vínculo entre los sujetos aparece más fracturado que nunca. La ignorancia de los flujos de deseo y la represión/olvido de la dinámica conflictual aparecen hoy especialmente rentables a un sistema que encuentra su fuerza y su duración en la despotencialización individual y comunitaria. Por eso, en un momento en el que el calado perverso de todo el entramado comienza a vislumbrarse; en un periodo en el que la semblatización de lo político deja aparecer su peor cara (aquélla en la que el maquillaje del disfrute sin dialéctica y los mañanas que cantan comienza a emborronarse) insistir en la idea de un saber hacer con y del deseo (tanto como de un saber hacer de y con la discordia) puede contribuir a la construcción de un nuevo vínculo político en el que la toma de conciencia y la libertad aseguren y refuercen la existencia comunitaria.

Se trata, en definitiva y retomando de nuevo a Spinoza, de trascender nuestra condición de “autómatas espirituales” para devenir sujetos activos de nuestra potencia singular y comunitaria, conocedores de nuestras relaciones constituyentes y poseedores de nuestros campos intensivos9Φ


*Artículo de reflexión.

1 Freud comienza a problematizar y matizar su concepto de pulsión a partir de 1915 en sus trabajos sobre metapsicología. En el artículo La Represión se expone la noción central de representatividad de la pulsión, esto es, su manifestación o delegación psíquica —las pulsiones forman parte de la organización corporal— a través de una idea investida de un monto de energía susceptible de transformarse en afecto (la libido sería el mayor exponente de esta carga energética). En el texto del mismo año, Lo inconsciente, leemos que “si la pulsión no se enlazara a una idea ni se manifestase como un estado afectivo, nada podríamos saber de ella” (Freud, 2006a, p. 2067).

2Para Platón y Aristóteles, la stásis es considerada como motivo mayor de discordia en la polis (motivo mayor que se traduce en un cambio de régimen), así como un atentado contra la misma ley de la ciudad —que intenta, mediante sus instrumentos legales, evitar a toda costa el mal que puede disolverla—, y el precio a pagar por su promoción conlleva la peor de las afrentas para un ateniense, a saber: su consideración de enemigo de la ciudad, la pérdida de ciudadanía y, en consecuencia, de la libertad. Para un desarrollo detallado del tema, consultar la excelente obra de Nicole Loraux, La Cité Divisée, Payot, Paris, 2005.

3“Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia dentro-esto es lo que yo llamo interiorización del hombre: únicamente con esto se desarrolla lo que más tarde se denomina su alma. [...] Aquellos bastiones con los que la organización estatal se protegía contra los viejos instintos de la libertad, hicieron que todos aquellos instintos del hombre salvaje, libre, vagabundo, diesen vuelta atrás, se volviesen contra el hombre mismo. La enemistad, la crueldad, el placer en la persecución, en la agresión, en el cambio, en la destrucción-todo esto vuelto contra el poseedor de tales instintos; ése es el origen de la “mala conciencia” [...] Pero con ella se había introducido la dolencia más grande, la más siniestra, una dolencia de la que la humanidad no se ha curado hoy, el sufrimiento del hombre por el hombre, por sí mismo” (Nietzsche, 1995, p. 96-97).

4(Rancière, 1996, p.43).

5Según Martínez Marzoa, nomos procede del verbo némein, que remite a las acciones de “repartir, distribuir, asignar a cada uno y a cosa lo suyo, su papel y/o su lugar” (Marzoa, 1995, p.80).

6Para profundizar en la distinción entre lo ético y lo moral en la obra de Spinoza se recomienda el análisis crítico realizado por Gilles Deleuze en su texto Philosophie Pratique, Les Éditions de Minuit, Paris, 2005.

7(Deleuze, 1978).

8(Deleuze, 2005, p.36).

9“Un poder de ser afectado es realmente una intensidad o un umbral de intensidad. Lo que realmente quiere Spinoza es definir la esencia de alguien de una manera intensiva, como cantidad intensiva. Mientras no conozcan sus intensidades se arriesgan al mal encuentro y tendrán que decir: que es bueno el exceso y la desmesura… no la desmesura total, ahí solo hay fracaso, nada más que fracaso. Advertencia para las sobredosis. Precisamente el fenómeno del poder de ser afectado es superado con una destrucción total” (Deleuze, 1978).


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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CIBERGRAFÍA

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