Artículos
Ecología profunda y ciudadanía global
DEEP ECOLOGY AND GLOBAL CITIZENSHIP
Revista Filosofía UIS
Universidad Industrial de Santander, Colombia
ISSN: 1692-2484
ISSN-e: 2145-8529
Periodicidad: Semestral
vol. 15, núm. 2, 2016
Recepción: 11 Diciembre 2015
Aprobación: 18 Abril 2016
Resumen: este texto parte de la idea de teóricos como Ulrich Beck y Peter Sloterdijk de que el mundo actual es compacto (esto es, que en el mismo la acción no escapa a consecuencias sistémicas globales) para argumentar por la necesidad de una ciudadanía global; esto es, de un activismo político civil que trascienda las fronteras nacionales. Teniendo en cuenta las barreras para tal tipo de ciudadanía que señala Orion Kriegman, se propone que la idea de yo ampliado, venida de la ecología profunda de Arne Naess, puede proporcionar una base para sortear dichas barreras.
Palabras clave: globalización, ciudadanía global, ecología profunda, yo extendido, responsabilidad.
Abstract: Thinkers such as Ulrich Beck or Peter Sloterdijk argue that the world is compact (that is, that in it action does not escape global systemic consequences). From this basis, I argue for the necessity of global citizenship, that is, of civilian political activism that transcends national boundaries. Bearing in my mind the difficulties to global citizenship outlined by Orion Kriegman, I propose that the idea of extended self, taken from Arne Naess’ Deep Ecology, can provide a basis for overcoming said difficulties.
Keywords: Globalization, Global Citizenship, Deep Ecology, Extended Self, responsibility.
1. Globalidad forzada
Según Ulrich Beck (2009) existen tres categorías de riesgo con carácter global: ambiental, financiero y relativo al terrorismo. Se trata de riesgos cuyas repercusiones alcanzan, o se percibe que alcanzan, a la totalidad del planeta; a diferencia de lo que podría pasar en otras épocas, el riesgo no es asumido individualmente a manera de elección, sino impuesto a todos, y catastrófico. El riesgo es constitutivo de nuestro mundo, porque el capitalismo vive de la explotación del riesgo; y como nuestro mundo es compacto; debido a vínculos mediáticos, energéticos y comerciales, las acciones locales pueden tener impactos globales más allá de lo que el agente puede desear o prever, aún si el agente tiene buenas intenciones (Beck, 1986, 2006).
Un ejemplo: el ambientalista Gunter Pauli desarrolló sus iniciativas de cero emisiones (ZERI) y economía azul (de las que hablaremos más adelante) tras darse cuenta que sus esfuerzos en Europa por mejorar las condiciones de salud de la piel y la pureza de los ríos a través de la producción de jabones biodegradables, estaba aumentando la demanda de aceite de palma, con lo que su iniciativa estaba colaborando con la destrucción de las selvas de Indonesia y el hábitat de los orangutanes (Pauli, 2011). Esta experiencia revela que existen conexiones causales reales entre partes remotas del mundo, de modo que puede decirse que éste es uno sólo. Con esto no se quiere afirmar que haya igualdad ni simetría entre las diferentes regiones o los diferentes agentes del mundo: la misma experiencia de Pauli revela cómo son más visibles y mejor atendidos los pequeños problemas del primer mundo que los grandes problemas del tercero. En términos de Beck (1986, 2006), se diferencian por un reparto desigual del riesgo. Ahora bien, los costos de la destrucción de la selva tropical (la fábrica de oxígeno del mundo) eventualmente alcanzarán a los europeos preocupados por su epidermis: de forma inmediata, los problemas ambientales exacerban la distancia entre ricos y pobres (pues sólo los primeros tienen cómo resguardarse de los costos que se generan); pero a largo plazo y a medida que se hace catastrófica, la crisis ambiental iguala a ricos y pobres (los primeros pueden acceder a agua potable y vivir lejos de los rellenos sanitarios; pero ni los primeros ni los segundos pueden huir del Tsunami, de la sequía global, de un aumento de varios metros en el nivel del mar (Beck, 2009, p.11). El mundo es tan asimétrico como siempre lo ha sido, pero se ha hecho tan compacto que las acciones locales pueden tener repercusiones globales que hay que tener en cuenta; no sólo se es responsable de las consecuencias inmediatas de la acción, sino también de las consecuencias sistémicas.
Para Peter Sloterdijk (2005, 2007), la densidad elevada del mundo globalizado redunda en la inhibición a la posibilidad de acción unilateral: mientras que había horizontes exteriores por conquistar, era posible la acción unilateral, desinhibida, del conquistador. Culminado el proceso de globalización, el agente debe siempre atender a las demandas de otros múltiples agentes, y restringir sus iniciativas a los escasos espacios que permite el multilateralismo (en este sentido, los terroristas serían una especie de románticos, nostálgicos de la acción unilateral en un mundo que en realidad no la permite). Beck interpreta el carácter compacto del mundo como un imperativo estratégico hacia el multilateralismo: éste brinda efectividad y legitimidad a la acción (2009, p. 18). No es un ideal abstracto de humanidad ni un imperativo neokantiano el que invita al multilateralismo sino un reconocimiento del carácter real del mundo: se trata de una Realpolitik de la cooperación y el cosmopolitismo.
En un mundo con conexiones causales densas, en el que la acción de un agente determina y es determinada por la de muchos otros, es necesario obrar con los otros, y con la totalidad, en mente. Esta idea se puede ampliar contrastándola con una manera de actuar más familiar para la modernidad. Si, en efecto, no es posible la acción local sin repercusiones sistémicas, el pensamiento práctico debe superar el modelo de acción que De Certeau llama estrategia:
[…] cálculo de las relaciones de fuerzas que se hace posible desde que un sujeto de voluntad y de poder resulta aislable. La estrategia postula un lugar suceptible de ser circunscrito como algo propio y de ser la base donde administrar las relaciones con una exterioridad [...] Acción cartesiana, si se quiere: circunscribir lo propio en un mundo hechizado por los poderes invisibles del Otro. Acción de la modernidad científica, política o militar (1990, 2000, p. 42).
Según este modelo yo actúo como agente aislado sobre un mundo que para mí es exterioridad; lo que ocurra con dicha exterioridad más allá de mi acción inmediata no sería de mi incumbencia. ¿Funciona así el mundo? Sólo puede argumentarse a favor de esta cuestión de hecho aduciendo hechos. Examinemos algunos.
Según lo admitió la CIA en 2013 (RT.com, 2013), Estados Unidos ayudó a derrocar al gobernante iraní Mossadegh (de tendencia democrática y nacionalista) y a poner y sostener en el poder al odiado Shah de Irán, a cambio de revertir la política de Mossadegh de nacionalizar el petróleo, y por contra entregarlo de nuevo a las petroleras estadounidenses y británicas. El gobierno represivo del Shah culminó con la revolución de 1979 liderada por el Ayatola Khomeini, que puso en el poder a facciones teocráticas chiitas de la sociedad iraní. Desde 1978, año en que Afganistán amenazaba con volverse comunista, Estados Unidos apoyó con por lo menos 6 billones de dólares la toma del poder por parte de los Talibanes, radicales sunitas (Dixon, 2001), que inclusive aparecen como “los buenos” en las películas de Rambo. Son los mismos radicales chiitas que Estados Unidos ayudó indirectamente a tomar el poder los que podrían participar en una guerra nuclear en oriente medio; fueron los mismos radicales sunitas los que Estados Unidos ayudó directamente los que ejecutaron el ataque del 11 de septiembre de 2001. Se podrían multiplicar los ejemplos: el calentamiento global, acelerado fuertemente en Detroit, podría resultar en un aumento del nivel del mar que acabe no sólo con Bangladesh sino con la Florida (p.ej, Ali, 1999; Jancaitis, 2008). En un mundo redondo y pequeño, la suciedad que lanzo tiende a dar la vuelta y volver hacia mí.
En un mundo compacto es imposible externalizar los riesgos de la propia acción, cerrar un subsistema del mundo a lo que ocurra en el sistema total (Beck, 2009, p. 12); la globalización se puede caracterizar como la pérdida de fronteras en lo tecnológico, económico, político y cultural (Beck, 1998, pp. 35-36). Los efectos de mi acción no se limitan a los réditos inmediatos de la misma en lo que a mí concierne, sino que se propagan por un sistema en el que muchas cosas afectan a muchas otras, de modo que eventualmente puedo padecer efectos inesperados de mi acción. Si, como se dice, el aleteo de una mariposa en china puede causar una tormenta en el Caribe (Dizikes, 2008), ¿qué efecto podría tener sobre Nueva York, por ejemplo, el apoyo militar y financiero a talibanes en Afganistán?
Sloterdijk dice algo similar cuando habla de sociedades de “paredes finas” (2004, p. 863), que no sólo quiere decir que se han eliminado fronteras (políticas, causales, mediáticas, económicas), sino que asistimos a “un proceso de desterritorialización, un movimiento de descentramiento donde se produce una combinación entre lo geográfico, lo simbólico y lo disciplinario. Las fronteras se vuelven móviles, cambian dependiendo del espacio en el cual se encuentra el individuo” (Rocca, 2009, p. 171). Quien obra en un mundo desterritorializado no sólo debe atender a vínculos causales difusos y sistémicos, sino a contextos cambiantes, en los cuales la propia identidad del individuo va cambiando.
Si todo esto es cierto, ya no se puede pensar la acción en términos estratégicos cartesianos, sino que debe pensarse en términos globales y sistémicos. Para Beck (2009), la imposibilidad (mediática, financiera, energética, sistémica) de alejarnos de los otros, nos obliga a tenerlos en cuenta; se crea un espacio global de responsabilidad en el que aún el aislacionismo y la indiferencia son respuestas a la ineludible presencia del otro y de lo otro. Lo que queremos pensar aquí es la posibilidad de la acción ciudadana en un mundo compacto y sistémico, plagado de problemas para los que el viejo marco del estado nacional se ha quedado pequeño.
2. Hacia una ciudadanía global
No resulta sorprendente que el problema de la acción ciudadana a nivel global haya sido pensado con profundidad por un movimiento cuya preocupación central (la salud ambiental del planeta Tierra como totalidad) exige justamente esta clase de acción; esto es, el movimiento de la ecología profunda (que se contrapone a lo que se llamaría ecología superficial por su valoración del mundo natural por sí mismo, y no por la utilidad que pueda traer a los seres humanos). Para este movimiento resulta significativo que en el siglo XX hayan surgido tres grandes movimientos a escala global y conscientes de sus conexiones mutuas: el movimiento por la justicia social, el movimiento pacifista y el movimiento ecologista (Drengson, Devall y Schroll, 2011, p. 101). No sólo se trataría de movimientos que trascienden la barrera del estado nacional, sino que comprenden cómo sus luchas están relacionadas entre sí. Un ejemplo claro es el activismo de Chico Mendes, quien fuera al mismo tiempo un ambientalista, un sindicalista, y un luchador en pro del modo de vida tradicional de los habitantes de la Amazonía brasilera. Si bien la lucha de Chico Mendes tiene por objeto un lugar específico en el espacio (la selva amazónica), la protección de la misma frente a la depredación de las empresas multinacionales involucra a múltiples actores con diversidad geográfica (primer y tercer mundo), cultural (ecologistas del primer mundo, caucheros brasileños, indígenas amazónicos) y axiológica (mientras el interés central de los ambientalistas es el mundo natural, el de los indígenas y sindicalistas es la protección de su forma de vida; y en éstos últimos, desde una perspectiva de lucha de clases). Mendes no sólo es capaz de formar coaliciones entre estos grupos diversos, sino de promover un intercambio de prácticas y lenguajes entre ellos (ver, por ejemplo, Flores, Spinosa & Dreyfus, 1997, pp. 109-115). Baste por ahora esta caracterización ostensiva de lo que es la ciudadanía global; que más que una idea acabada y bien delimitada, es algo a cuya invención queremos contribuir.
Orion Kriegman (2006, pp. 3-12) presenta algunas señales de la posible emergencia de un movimiento ciudadano global, tales como un aumento en los fondos gubernamentales para organizaciones de la sociedad civil en años recientes; un esfuerzo creciente para coordinar las acciones entre las organizaciones de la sociedad civil del primer mundo y del tercero; y la emergencia y continuidad del Foro Social Mundial, que darían cuenta de una vaga conciencia de que la humanidad tiene un solo destino y está necesitada de activismo y soluciones globales. A esta actitud vendría unida una cierta sensación de impotencia ante la enormidad y complejidad del problema, una necesidad de un movimiento global en el que las acciones y esperanzas de los activistas locales se vean articulados y puedan lograr efectos sinérgicos.
Se oponen a la formación de un movimiento ciudadano global los poderosos intereses que se verían perjudicados por su éxito, el poder de los medios de comunicación, y el consumismo individualista como forma de vida imperante de nuestro tiempo (Kriegman, 2006, p. 14). Además, la inseguridad ontológica propia de un mundo compacto y complejo aumenta el atractivo de las ideologías fundamentalistas y unilaterales que simplifican los problemas del mundo al autocomplaciente esquema de “ellos contra nosotros” (Beck, 2009, p. 9). Mientras que la esperanza podría llevar a un movimiento ciudadano global; la desesperanza llevaría a la indiferencia consumista; y el miedo a fundamentalismos de diversa índole. Ninguna de estas posibilidades es mutuamente excluyente; hoy en día asistimos a un ascenso notable de partidos nacionalistas y xenofóbicos en Europa (Aisch, Pearce y Rousseau, 2016), pero también a movimientos ciudadanos globales con un reconocido impacto cultural, como Occupy Wall Street (Calhoun, 2013).
Por otro lado, parece contrario a la formación de movimientos globales el hecho de que la actividad de los activistas se circunscribe a un ámbito local y a problemáticas bien definidas relacionadas con una identidad de grupo: los feministas luchan por causas rosa, los ambientalistas por causas verdes, sin que haya conexión ni articulación; los éxitos locales de activistas no se amplifican ni redundan en la cohesión de movimientos más amplios (Kriegman, 2006). La compartimentalización de las problemáticas inclusive lleva a tensión entre los movimientos sociales: los movimientos indigenistas apoyan relaciones de género que los feministas quieren modernizar; los ambientalistas rechazan prácticas productivas que los sindicalistas consideran generadoras de empleo (13). Los movimientos sociales a veces soslayan la necesidad de discutir en términos de una visión articulada a través de una retórica de ser movimientos sin líderes u organizaciones rizomáticas, retórica que puede restar transparencia a la política interna de los movimientos (13). Otro posible obstáculo para un proyecto progresista reformador puede ser, como señala Sloterdijk (2007, pp. 311-312), pensar en una humanidad o globalidad en términos abstractos e ideales que ignoren la real asimetría entre las regiones y entre los seres humanos, sus diferentes historias y símbolos, sus relaciones de poder, su arraigo al terruño propio.
Un genuino movimiento ciudadano global tendría que combinar el reformismo y el ataque de síntomas (efectos de males sociales más profudos) a corto plazo con esfuerzos encaminados hacia un cambio sistémico a largo plazo, proporcionando un espacio de diálogo y articulación entre los diferentes activistas de modo que se produzca con claridad una visión global de cambio, y la esperanza en sus posibilidades de éxito (Kriegman, 2006, pp. 8 y 17). Por tanto, no basta con una cierta masa crítica de activismo social, se necesita de un liderazgo que articule una visión plausible e incluyente, en la que los diferentes activistas locales puedan sentirse en casa (16).
Un liderazgo jerárquico y monolítico difícilmente podría lograr la adhesión de la gran diversidad de movimientos sociales que hay en el mundo. Teniendo en cuenta que la acción compartida implica una identidad compartida, el liderazgo de un movimiento ciudadano global tendría que ser capaz, al mismo tiempo, de articular esfuerzos y visiones locales, y de preservar una diversidad tensa y muchas veces contradictoria en el seno del movimiento (14). Tendría que construir una identidad global amplia y flexible. Diversidad y cohesión son variables en tensión; pero es posible, con habilidad, maximizar ambas: lo prueba la diversidad cohesionada de un ecosistema de clímax, o de una fuga de Bach (Bula, 2010a).
3. El problema de una identidad global
Por muy globales que sean nuestros problemas más importantes, seguimos siendo seres locales y parroquianos, y también lo son nuestros problemas más urgentes. El estado nacional, como señala Sloterdijk (2007, pp. 180 ss.), es una estructura de inmunidad psicológica a un tiempo imaginaria y real: si bien no es necesario que la identidad esté ligada al territorio, y que éste es históricamente una creación, no obstante compartimos con nuestros co-nacionales una hermenéutica nacional. Los habitantes de los Llanos Orientales colombianos y los Llanos Occidentales venezolanos tienen mucho más en común, entre sí, cultural, social y económicamente, de lo que los primeros tienen en común con los bogotanos, o los segundos con los caraqueños. Inclusive los hermanan problemas, como la aftosa en su ganado. Pero los llaneros de este lado celebraron el 5-0 de Colombia a Argentina y se lamentaron de ver a Omaira hundirse tras la tragedia de Armero; y los del otro lado se enorgullecen de los héroes del 41, que ganaron la copa mundial de béisbol en Cuba; y lloraron con la tragedia de Vargas, cuando las lluvias causaron derrumbes que cobraron varios miles de víctimas.
Los mismos movimientos sociales tienden a basarse en la homogeneidad de una identidad compartida, cuya reivindicación a menudo motiva la acción (Kriegman, 2006, p. 9): es el caso de los movimientos indigenistas, o del movimiento LGBTQ (y lo ejemplifica la progresiva adición de letras que han sufrido las siglas). Esta política de la identidad tiende a causar fragmentación en los movimientos sociales que, además, temen al unanimismo ideológico y el liderazgo autoritario que mostró el comunismo en el siglo XX.
En un discurso ante las Naciones Unidas en 1987, Ronald Reagan sugirió que la unión entre naciones se conseguiría si el planeta se viera atacado por una fuerza extraterrestre (Koenig, 2013). La historia muestra, en efecto, que un enemigo común puede crear una identidad común entre gentes diversas: es el caso de las diversas polis griegas en su enfrentamiento con el imperio persa (Kriegman, 2006, p. 7). Beck (2009, p. 5) señala que, a través de los medios de comunicación, ciertas tragedias son vividas como eventos globales que despiertan cierta solidaridad cosmopolita (el tsunami del sureste asiático, los atentados del 11 de septiembre de 2011, el desastre nuclear en Japón). Ahora bien, una identidad basada en un enemigo común dura mientras dure el enemigo; y la conciencia y empatía global que generan los desastres mediatizados es, de entrada, bien superficial, y tiende a disiparse en cuanto los medios se enfocan en otra cosa. Una verdadera identidad cosmopolita que fundamente un movimiento capaz de contribuir a transformaciones de fondo a nivel global no puede basarse en crisis puntuales que despiertan emociones reactivas. Como mostraremos más adelante, el tipo de identidad cosmopolita que sustente la ciudadanía global tendría que ver con una ampliación del Yo, como propone la ecología profunda.
Hay antecedentes históricos de una ampliación profunda y permanente de la identidad individual: en efecto, con la creación de los estados nacionales se crearon identidades nacionales (con sus relatos, símbolos y místicas) a partir de unidades geográficas y culturales más pequeñas (Kriegman, 2006, p. 7), no sin resistencia por parte de éstas, en un esfuerzo por proteger su identidad. España y su identidad nacional fueron una creación deliberada; aún en la dictadura de Franco estaba prohibido el uso del catalán en la vida pública (Gulstad-Kristiansen, 2015, p. 17).
Cabe distinguir, con Kriegman (2006, p. 6), entre las comunidades institucionales a las que pertenecemos por razones políticas y contractuales, y las comunidades imaginadas, a menudo implícitas, a las que pertenecemos por lazos efectivos de intercambios simbólicos y materiales. En este sentido cabe anotar que mientras la identidad nacional está referida a los bordes arbitrarios del estado nacional, la identidad global está basada en bordes reales (7-8): es un hecho físico, no político, que compartimos la misma atmósfera. En este sentido, la identidad global se parecería más a la identificación que tenemos con una región, con nuestra patria chica, no por lazos políticos, sino porque es la región con cuyas gentes tratamos y cuyo clima respiramos. Como señalamos haciendo referencia a Sloterdijk, los bordes son contextuales: el que hay entre Colombia y Venezuela existe en el contexto de la migración; y no existe para un huracán que atacara la región; y sí existe en lo relativo a las ayudas estatales para aliviar los estragos del mismo.
Pero ¿para qué querríamos construir una identidad global? Por un lado, una identidad global común parece poner en peligro las identidades nacionales y regionales que nos enorgullecen y constituyen, y que a menudo han sido ganadas con esfuerzo. Por otro, parece más abarcable por la razón y el corazón ocuparse de lo propio y de los propios, obrar al nivel local en el que los impactos de mis acciones son tangibles y en el que beneficio a aquellos con los que más unido me siento. A esto se responde que hemos entrado, forzados por las circunstancias, en una era de responsabilidad global.
4. Responsabilidad global
El subtítulo del importante texto de Stafford Beer (1996), “The Culpabliss Error” traduce “un cálculo ético para un mundo sistémico”. Se trata de una protesta contra la evaluación ética común y tradicional según la cual sólo se es responsable de los efectos inmediatos de la propia acción: un fabricante de armas es responsable de las ganancias o pérdidas de su compañía pero no de las guerras que estimula; la industria farmacéutica a veces se hace responsable de los daños que producen sus drogas en sus consumidores, pero no del daño que producen en los seres vivos de ríos y mares a donde van a parar, directamente o a través de la materia fecal; el juez es responsable de sentenciar al joven criminal a varios años de prisión, pero no de las violaciones sexuales que casi con certeza sufrirá en el sistema penal; se considera benéfico al Plan Colombia porque erradica algunas hectáreas de siembras de coca, pero no se tiene en cuenta el daño ambiental que produce; el etcétera es larguísimo. “Culpabliss” es una palabra inventada por Beer para significar “ignorancia culposa de las consecuencias sistémicas de mis actos”; viene de “culpa” y “bliss”, dicha, por aquello de que la ignorancia es dicha. El concepto es importante; el término es esotérico y desafortunado, y lo reemplazamos aquí por el de “culpa sistémica”. La idea de la culpa sistémica, sería, pues, la de responsabilizar a un agente no sólo de las consecuencias inmediatas de sus actos sino de las consecuencias sistémicas que se den a través de conductos causales remotos, siempre y cuando dichas consecuencias sean, en principio, previsibles; de modo que la ignorancia de las consecuencias remotas resulta culposa.
En efecto, asistimos hoy en día a una gran proliferación de culpa sistémica: los subsistemas de nuestro sistema social producen, en su conjunto, una serie de problemas para cuya solución ninguno de ellos está equipado, y por los que ninguno de ellos se hace responsable. El asunto del banquero es que funcione bien la banca, el de la industria de los videojuegos sacar títulos vendedores, el de los ingenieros diseñar mejores consolas: pero entre todos hacen aumentar la demanda por el coltán (el “oro azul”, un mineral que requieren muchos aparatos electrónicos) y, así, fomentan la guerra y la esclavitud en el Congo (Leonard, 2010, p. 74). Beck llama a este estado de cosas “irresponsabilidad organizada” (2009, p. 8). De forma más o menos consciente, más o menos cínica, se toman riesgos buscando consecuencias inmediatas sin tener en cuenta sus costos a largo plazo y a larga distancia: esta manera de obrar se apoya en una marcada asimetría entre quien toma el riesgo y quien lo recibe (Beck, 2009, p. 9): la guerra por coltán en el Congo no toca personalmente a los ejecutivos de la industria de videojuegos, y los hijos de los vendedores de armas no van a la guerra. La crisis financiera de 2008 se atribuye, en buena medida, a la toma excesiva de riesgos por parte de los bancos[2] ¿qué podría motivar dicho comportamiento riesgoso? En la medida en que las grandes instituciones financieras podían contar con ser rescatadas si incurrían en grandes pérdidas, estaban jugando un juego de “cara, yo gano; sello, tu pierdes”, en el que la ganancia estaba privatizada y el riesgo socializado (Krugman, 2008). Este es un claro ejemplo de asimetría en el riesgo social.
Ocultarse de la culpa sistémica sólo es posible si se toma una perspectiva parroquial, si se conciben como ajenos e indiferentes a mí los receptores de los males sistémicos que genero. Cuando Gunter Pauli se dio cuenta de que sus jabones biodegradables acababan con las selvas indonesias, pudo comprender su culpa sistémica, porque no sólo le importaba Europa, sino el mundo en su totalidad. A partir de esta comprensión, Pauli lanzó sus iniciativas de cero emisiones y de economía azul: la primera se trata de granjas en las que (como en un ecosistema) todo desperdicio es un insumo para un nuevo proceso productivo, de modo que todo encaja en un ciclo cerrado y no se producen desperdicios (Las Gaviotas, en la Orinoquía colombiana es un centro pionero de este tipo); la economía azul es la perspectiva de cero emisiones llevada a la totalidad de la producción económica, sería un diseño de economía en cascada en el que todo desperdicio de una industria es insumo para otra. Este es el paso de la culpa sistémica a la responsabilidad sistémica (es de notar que, frente a la economía verde que propone aumentar la eficiencia, la idea de Pauli de la economía azul, en cuanto propone producción en ciclo cerrado de materiales, salvaría la paradoja de Jevons, explicada, por ejemplo, en Alcott, 2005). Pauli (2011) anota que en este cambio en su perspectiva ambientalista tuvo un papel crucial su encuentro con la ecología profunda y la obra de Arne Naess.
Hasta aquí, hemos mostrado que un movimiento ciudadano global necesitaría de una identidad común que pudiera incluir una gran diversidad de individuos, y de una noción ampliada de responsabilidad de carácter sistémico. En lo que sigue mostraremos que ciertas ideas provenientes del movimiento de la ecología profunda, permiten pensar estos requerimientos.
5. Ecología profunda
Naess define la ecología profunda por contraposición a la ecología superficial: Superficial sería la preocupación ecológica motivada por los problemas de salud y de riqueza que podría traer a los humanos el mal manejo del medio ambiente; profunda sería la ecología que encuentra un valor intrínseco en el mundo natural que defiende (1973, p. 95).
¿Cómo se encuentra un valor intrínseco en el mundo natural? Resulta crucial el concepto de relación intrínseca: una relación entre A y B es intrínseca cuando la misma pertenece a la esencia de A y B, de modo que A no sería A por fuera de dicha relación (95). Naess aprende de la ciencia de la ecología el punto de vista ecológico: no se trata de una valoración alta de lo vivo o lo verde, sino de extender a la existencia en general la comprensión, venida de la ecología, de que no se puede comprender un determinado organismo sino en relación con su entorno y con todos los otros procesos con los que entre en relación en su nicho ecológico (2008). Un nicho ecológico no puede existir sino en relación con un entorno más amplio: no hay arrecife de coral sin manglar que controle los sedimientos, ni manglar sin páramo que produzca el agua ni, a fin de cuentas, páramo sin arrecife de coral. Pero este punto de vista relacional se extiende más allá de las relaciones químicas y energéticas: un individuo es lo que es en sus relaciones psicológicas, simbólicas, económicas con una comunidad. En términos generales, un ser finito es un nodo en una red de relaciones que abarca la totalidad del universo, y sus características dependen de su posición en la red. Dicha concepción del self invita a tomar la perspectiva del sistema total, no la de las partes; y a concebir la “supervivencia del más apto” darwiniana no en el sentido de la competencia, sino de la capacidad de coexistencia y simbiosis (Naess, 1973). Quien comprende su propio carácter relacional, comprende que su yo no se acaba en la epidermis, sino que se extiende y riega en sus relaciones. De este modo, lo que entiendo como “mí mismo” se extiende a mi comunidad social, a mi nicho ecológico, a mi planeta. El cuidado que espontáneamente extiendo a mí mismo, lo extiendo con la misma espontaneidad a aquello que entiendo que hace parte de mi yo ampliado[3]). Es a través del yo ampliado que se puede encontrar un valor intrínseco en el mundo natural; en efecto, valoro al mundo natural como me valoro a mí mismo. Mientras que en otros sistemas éticos la valoración del otro pasaría por un reconocimiento de su racionalidad, capacidad de dolor, o capacidad de acción moral; aquí el mundo natural se valora como extensión de mi propio self.
En términos de acción política, dicha visión ecológica valoraría lo diferente como fuente de creatividad, y como aportando aquello que no se encuentra en lo propio; así como en la simbiosis entre organismos cada uno aporta al otro lo que el otro no tiene, así debería plantearse una relación entre agentes sociales en la que se valora su diversidad, articulándola en lugar de buscar homogeneizarla. Naess propone pasos concretos para conseguir dicha articulación: por ejemplo, hacer explícitas las propias creencias personales y examinar detenidamente su coherencia interna y el compromiso que se tiene con ellas: una persona que tiene una relación madura y clara con sus propias creencias no se sentirá amenazado en su propia identidad al escuchar y tener en cuenta las de otro (Drengson et. al., 2011, pp. 106-113).
El movimiento de la ecología profunda distingue entre el apoyo a una causa y la adhesión ideológica: una cosa es apoyar los derechos de las mujeres y otra ser feminista; una buscar que se reduzcan las emisiones de carbono en la atmósfera, y otra ser ambientalista, o ecologista (107). Estos “ismos” a menudo implican una adhesión a ciertas premisas ideológicas que excluyen y ponen como “otro” a quien no las sostiene. Lo cierto es que personas de diversas filosofías pueden coincidir en el apoyo a determinados valores y metas sin necesidad de coincidir en sus premisas filosóficas. O bien, una comunidad puede coincidir en que quiere los mismos bienes aunque sus miembros difieran en el ordenamiento de los bienes, en qué bienes tienen prioridad (Flores, Spinosa y Dreyfus, 1997, 2000, pp.230-235).
Reconociendo esta unidad en la diferencia, son posibles las alianzas entre grupos filosóficamente antagónicos: entre humanistas que quieren ayudar a adolescentes en dificultades a tener más control sobre sus vidas y católicos que quieren reducir el número de abortos se puede tener una agencia que ayude a adolescentes embarazadas a poner sus hijos en adopción; un proyecto de alimentación vegetariana puede tener el apoyo de rastafaris que se rehúsan a lastimar animales por razones religiosas, socialistas que consideran que la alimentación vegetariana es más igualitaria y ambientalistas que consideran que puede reducir las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera. No importa si a los socialistas no les importe si los animales sienten dolor, o a los rastafari el efecto invernadero.
El modelo de activismo de la ecología profunda tiene más o menos la estructura de un corbatín vertical. En la parte superior, ancha, estarían las diversas filosofías que, de modos diversos, inspiran a la acción social. En el medio, en la parte estrecha, estarían los valores y metas comunes a las diversas filosofías (teniendo en cuenta que una misma conclusión es derivable desde múltiples premisas; Drengson et. al., 2011, p. 112), y en la parte inferior, ancha, los diferentes cursos de acción que se llevan a cabo para cumplir con dichas metas y valores. El diagrama se ensancha de nuevo en la parte inferior, porque la acción siempre es local y cada individuo o movimiento social debe decidir la mejor manera de actuar en su situación particular (107-112). No sólo se puede sacar una misma conclusión de diversas premisas, sino que de una misma conclusión se pueden derivar diversos corolarios.
Diversas premisas, diversos corolarios, pero no infinitos. Es claro que una filosofía unilateral no puede encontrar un campo común con ninguna otra filosofía, que no puede ocupar la parte superior del corbatín. Todos los fundamentalismos (basados en revelaciones religiosas, o en premisas supuestamente científicas pero no cuestionables ni revisables) son unilaterales: el libro de Mormón enseña que todas las demás religiones son una abominación para Dios (Ostling, 2007); los fanáticos neoliberales, y los fanáticos marxistas que quedan por ahí, se niegan a someter sus premisas a revisión y consideran ignorante a quien no comparte su filosofía. Así mismo, no cualquier tipo de acción local puede considerarse como apoyando los valores y metas de un movimiento global.
A través de la idea de un yo ampliado, que entiende su determinación a través de lo otro, y su identidad con lo otro, podemos pensar en una subjetividad cosmopolita y capaz de responsabilidad sistémica, cuyo aprecio por la diversidad le permite pensar en modos de acción conjunta que puedan abarcar diversas filosofías y diversos modos de acción local. Ahora bien, podría criticarse a esta idea que la condición para articular diversas filosofías y activismos es que todos los que participen acepten la filosofía del yo ampliado y su ontología relacional; es decir, que en cierto modo se busca imponer una única filosofía.
Para solventar esta dificultad, acudimos a la categoría de Arne Naess de auto-realización: quiere decir ser más uno mismo, ampliar la propia autonomía, riqueza vivencial y rango de acción (2008, pp. 81-96). Si el mundo es relacional, y si nosotros mismos también lo somos, entonces el esfuerzo por la auto-realización, por ser yo mismo, sin importar de qué yo mismo se trate, sea este yo mismo católico, budista o utilitarista ateo, redundará en un yo ampliado. Es decir, la perspectiva del yo ampliado puede acoger múltiples filosofías de vida, aunque no todas. Y en esta medida, puede formar la base para una ciudadanía global.
En efecto, tienen mucho de parecido los seres auto-realizados de Peter Singer, Francisco de Asís, o el Dalai Lama. Cada uno dice, a su manera, que el yo es parte de una totalidad más amplia: Peter Singer habla de un solo mundo ético que debe incluir a todas las naciones (2002, 2003) y a los animales sentientes (2009); Francisco de Asís predicaba la solidaridad y comunión con los animales (Boersema, 2002, p. 62); por su parte el Dalai Lama habla de un egoísmo inteligente, que comprende que la mejor forma de ser egoísta es ser generoso (Velez de Cea, 2013). Este encuentro con un yo ampliado no anula las diferencias entre los puntos de partida: el yo ampliado de San Francisco es característicamente católico, y bien distinto del de Singer. Somos nodos en una red infinita y nuestras características dependen de la posición que tenemos en la red, de nuestras relaciones, pero el identificarnos cada vez más con la red a medida que avanzamos en nuestra auto-realización no niega que tenemos un punto de partida particular y que la visión total que buscamos la buscamos desde nuestro punto de vista: Algo similar dice Leibniz de las sustancias individuales, que contienen cada una el universo entero:
[…] toda sustancia es como un mundo completo y como un espejo de Dios, o bien, de todo el universo que cada una de ellas expresa a su manera, algo así como una misma ciudad es vista de diferente manera según las diversas situaciones del que la contempla. Así el universo está multiplicado, en cierto modo, tantas veces como sustancias hay, y la gloria de Dios está redoblada por otras tantas representaciones diferentes de su obra (Leibniz, 1983, p. 74).
El reconocimiento de que el nuestro es un mundo compacto, estrechamente interrelacionado mediante múltiples vínculos causales, lleva a la necesidad de pensar en una ciudadanía global, que pueda crear alianzas entre sectores geográfica, social y culturalmente diversos, incorporando la responsabilidad sistémica por la totalidad de nuestro sistema común. La idea del yo ampliado de la ecología profunda parece ser capaz de dar cuenta tanto de la perspectiva de totalidad que se requiere como de la forma en que es posible comprender y coordinar la acción mancomunada de sectores diversosφ
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