Artículos

Lenguaje y alegoría. Modos de considerar el arte a partir de Walter Benjamin

LANGUAGE AND ALLEGORY. WAYS TO CONSIDER ART FOLLOWING WALTER BENJAMIN

Carlos Mario Fisgativa Sabogal [*][**]
Universidad del Quindío, Colombia

Revista Filosofía UIS

Universidad Industrial de Santander, Colombia

ISSN: 1692-2484

ISSN-e: 2145-8529

Periodicidad: Semestral

vol. 15, núm. 2, 2016

revistafilosofia@uis.edu.co

Recepción: 16 Diciembre 2015

Aprobación: 30 Junio 2016



Resumen: el vínculo del arte con la filosofía es persistente en los escritos de Walter Benjamin, vínculo nunca ajeno a consideraciones religiosas, políticas e históricas; ya que arte y filosofía son formas de expresión en devenir histórico. Precisamente, los planteamientos sobre el lenguaje que realiza este filósofo son un punto de partida indispensable para su abordaje de cuestiones artísticas. Este texto se ocupará de mostrar cómo en “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje humano”, se prefiguran las relaciones entre lenguaje, arte e historia que se desarrollarán en El origen del Trauerspiel alemán y que desembocarán en el estudio acerca de la alegoría como recurso alternativo al símbolo y de valor teórico para el estudio de las obras de arte.

Palabras clave: nombre, alegoría, barroco, lenguaje, traducción.

Abstract: The link between art and philosophy persists in Walter Benjamin`s writings, it is a link never foreign to religious, political and historical considerations, because Art and Philosophy are ways of expression in historical becoming. Precisely, the statements on language made by this philosopher work as a starting point to consider artistic matters This paper will show how in “On Language as Such and on the Language of Man”, are prefigured the relationships between language, art and history which will be developed in “The Origin of Germanic Tragic Drama” and that will lead to the research about allegory a s an alternative resource to the symbol and having theoretical value to the study of artworks.

Keywords: Name, allegory, baroque, language, translation.

1. El nombrar en el lenguaje de los humanos

En 1916 escribió Benjamin el texto “Sobre el lenguaje en cuanto tal y sobre el lenguaje del hombre”, el cual fue compartido entre sus amigos de aquella época pero fue publicado póstumamente. En este escrito se esboza una filosofía del lenguaje cuyas líneas generales tuvieron un rol importante y ecos en sus obras posteriores. Las posiciones allí expuestas son polémicas, si se tiene en cuenta que en las primeras décadas del siglo XX predominaban las tendencias comunicativas, positivistas y formalistas en el estudio del lenguaje. Un diagnóstico de estas tendencias es elaborado en el texto acerca de la sociología del lenguaje (Benjamin, 2002). La “filosofía del lenguaje” de Benjamin no está encaminada a la purificación de todo aquello que enturbia el lenguaje en busca de su transparencia. No es una teoría que se soporte en la distinción de significado o significante. Tampoco se limita a un uso comunicativo. Si se parte de la pregunta por el nexo entre arte y lenguaje, se puede trazar un recorrido por los planteamientos de Benjamin que de otra forma podría ser interpretados como una mezcla de religión y mística con un estilo poético o literario de escritura inasimilable por otras tendencias de la filosofía para tratar el lenguaje.

Para mostrar cómo la pregunta por el lenguaje se articula con la indagación acerca de las obras de arte, es indispensable tratar acerca de la posibilidad de la traducción entre las lenguas dispersas, de la historicidad y el lenguaje de las cosas, ya que todo esto se soporta en la tendencia hacia el estado originario del lenguaje en el cual se comunicaba consigo mismo de modo inmanente. La noción de historicidad que se esbozó desde los escritos tempranos y que tuvo en la Imagen dialéctica su elaboración más compleja, fue común con otros pensadores de su época como Carl Einstein (2008) —respecto al tiempo no progresivo de la historia del arte—, Aby Warburg (2010) —al tratar acerca de la supervivencia o el montaje de las imágenes—, e incluso se discute actualmente, pues para Georges Didi-Huberman (2008), por ejemplo, es un referente innegable.

Considerar el lenguaje como propio y exclusivo del hombre hace parte de los postulados que Benjamin cuestiona, ya que no solo indaga por qué es lo particular del lenguaje humano, sino también lo propio del “lenguaje en general” del que hace parte. Si el lenguaje se reduce a un instrumento para la comunicación de mensajes o contenidos, estaríamos ante una concepción utilitaria y empobrecida del lenguaje, insuficiente para pensar lo poético o la expresión artística en su particularidad. Ante tal situación, se presenta como alternativa a las teorías burguesas del lenguaje una concepción mágica y mesiánica que comparte límites con la filosofía de la religión, pues hace énfasis en el nombre y no en la intención de comunicar o validar enunciados; sin embargo, no se niega la posibilidad de otros lenguajes o usos del mismo; lo que se plantea es que el uso instrumental del lenguaje no es la expresión más elevada del contenido espiritual del hombre.

Estos planteamientos no son reducibles a una mística y teología que al no tener nada contrastable que decir, debería callarse. Es una apuesta por pensar de otro modo el lenguaje, según otras condiciones y tradiciones. Por lo cual solo puede aumentar la tensión y hacer saltar las restricciones que hacen del lenguaje algo representativo, dirigido a la comunicación, algo práctico o como instrumento para la teoría. El de Benjamin es un modo de pensar el lenguaje del cual no se ha quitado el componente religioso pero que permite abordar filosóficamente el arte.

Retomando lo que propone el autor, se destaca que el lenguaje es siempre expresión espiritual, ya que todo lo que tiene un lenguaje está dotado de espíritu y se expresa en el lenguaje. La comunicación del contenido espiritual del hombre es uno entre otros modos del lenguaje y de contenidos espirituales; pues “no hay cosa ni acontecimiento que pueda darse en la naturaleza, en la animada o en la inanimada, que no participe de algún modo en el lenguaje, pues a todo es esencial comunicar su contenido espiritual” (Benjamin, 2010b, p. 145). También las cosas tienen lenguaje (no lingüístico) que les permite de manera limitada comunicar su contenido espiritual dirigido al hombre.

La entidad espiritual se comunica en la entidad lingüística, y no a través de ella. La entidad o el ser lingüístico no es instrumento de comunicación, por el contrario, es el medium en el cual la entidad espiritual se expresa y se comunica consigo misma como lenguaje. “Así pues, el lenguaje comunica el ser lingüístico en la medida en que está inmediatamente contenido en el ser lingüístico, en la medida en que es comunicable” (146). Y por ello, la comunicabilidad es el medium común entre la entidad espiritual y la entidad lingüística.

Se determina así una característica del lenguaje: se comunica a sí mismo en sí mismo, desde su infinitud inmanente y no desde afuera, por medio de un portavoz externo; allí reside su inmediatez y su magia. Hay entonces identidad entre la entidad lingüística y la espiritual que implica una metafísica del lenguaje según la cual “la cosa, de acuerdo con su ser espiritual, será el medio de la comunicación, y lo que se comunica ahí, en ella (en conformidad con la relación medial), es este medio mismo, es el lenguaje. Entonces se concluye que el lenguaje resulta ser el ser espiritual de las cosas” (149-150).

La comunicabilidad es posible gracias a la familiaridad entre los diversos lenguajes; sin embargo, se establecen gradaciones metafísicas de la densidad de cada uno de los mediums; lo que conlleva la jerarquización de las existencias y los seres en relación con su lenguaje. Esta gradación se asemeja a las escalas de perfección propias de la escolástica y ponen un acento teológico a este debate.

El hombre comunica su entidad espiritual en el lenguaje de los nombres que es uno entre otros lenguajes, pues este es de inferior jerarquía. En el tope de la perfección en la jerarquía de las entidades espirituales, está el lenguaje creador de Dios y su espiritualidad infinita; en el otro extremo, están las cosas que por el hombre y su lenguaje son nombradas:

No se nos replique que no conocemos sino el lenguaje humano, pues eso no es cierto. Pero no conocemos otro leguaje denominador que el lenguaje humano; al identificar el lenguaje denominador con el lenguaje en cuanto tal, la teoría del lenguaje se priva de los conocimientos más profundos. Por tanto, el ser lingüístico del hombre consiste en que éste da nombre a las cosas (147).

En esta jerarquía se encuentra la doctrina como la cima que no conoce lo inexpresable o inefable, pues comunica inmediatamente, es la revelación como univocidad entre el contenido espiritual comunicado en su total intensión y extensión. Mientras que en un nivel inferior se encuentran las cosas y las obras de arte, cuyo lenguaje y entidad espiritual-material no se puede comunicar completa e inmediatamente en sí misma, por lo que algo de ellas se pierde cuando se lleva o traduce a otro nivel. Hay aquí un primer elemento para hacer explícitos los nexos de lenguaje con el arte en este texto de Walter Benjamin.

2. Del lenguaje de Adán a la multiplicidad babélica

Benjamin recurre a la interpretación del Génesis respecto a la unidad del lenguaje y el crear. Según la primera versión (Génesis I), Dios creó cada día diferentes espacios y seres, y finalmente, a Adán. Cada una de las creaciones se acompaña del gesto que indica su acuerdo. Pero en el segundo relato de la creación (Génesis II) Dios creó al hombre a partir del barro y le insufló su aliento mediante un soplo. Adán está hecho a imagen y semejanza del Dios, es decir libre frente a la palabra, dotado de un lenguaje y con la posibilidad de conocer la creación, pero no con libertad infinita. Al igual que las cosas, está hecho de materia. Al no estar sometido por la palabra, Adán es libre para nombrar las creaciones que estarán a su servicio. La infinitud creadora divina se diferencia de la finitud nombradora:

El más hondo reflejo de la palabra divina y el punto en el que el lenguaje de los hombres obtiene la más estrecha participación en la divina infinitud de la mera palabra, ese punto en el que el lenguaje humano no puede en cuanto tal no convertirse en palabra finita y en conocimiento, es precisamente el nombre humano. La teoría correspondiente al nombre propio es también la del límite del lenguaje finito frente al infinito. De todos los seres, el ser humano es el único que da nombre a sus semejantes, y también el único al que no le ha dado nombre Dios (Benjamin, 2010b, p. 154).

Según esta interpretación del relato bíblico, el hombre fue creado a semejanza y no en identidad con Dios; a la palabra del hombre corresponde el nombrar y conocer a través de los nombres; ello quiere decir que la voz del hombre no crea como ocurre con la palabra divina a la que corresponde la creación y el conocimiento infinito.

En Dios el nombre era creador porque es palabra, y la palabra de Dios es a su vez conocedora sin duda porque es nombre… Y esto es así porque la relación absoluta del nombre con el conocimiento tan solo se da en Dios… Es decir, que Dios hizo las cosas como cognoscibles en sus nombres. Y el hombre por su parte les da nombre en virtud del conocimiento (153).

Tenemos, entonces, una concepción adamita del lenguaje que remite a un estado paradisíaco en el que no se distingue entre lo nombrado y el nombre. En el paraíso el lenguaje tenía una inmediatez según la cual el nombrar no se disociaba de las cosas, debido a que no daba cabida al significado como mediación entre la palabra y la cosa.

La ambición de conocimiento infinito llevó a Adán y a Eva a inquirir sobre lo que no tenía nombre en el paraíso; ello acarreó la caída, no sólo al nivel de criaturas mortales, sino también de la palabra de su divinidad nombradora al nivel de la abstracción y del juicio, al abismo del significado y la abstracción que separa las palabras de las cosas. En la inmediatez mágica y paradisíaca del nombre no era necesaria ni posible esa abstracción a la cual el hombre caído ha sido condenado. Sin embargo, el Árbol del conocimiento da como fruto el innecesario conocimiento que separa el bien y el mal:

El saber del bien y del mal es un saber que abandona el nombre, un conocimiento desde fuera; es la imitación no creativa de lo que es la palabra creadora. Y es que el nombre sale de sí mismo a través de tal conocimiento: el pecado original es en efecto el nacimiento de la palabra humana, en la que el hombre ya no vive ileso (157).

Conforme a la interpretación de Benjamin sobre este relato, la culpa recaerá sobre la ambición humana de conocer más allá de los límites impuestos por su finitud. Las creaciones se verán privadas de la palabra donadora de nombres propios, por lo cual permanecerán mudas y mucho más tristes, susurrando sus lamentos. Se hace entonces plausible el componente de luto y duelo en la naturaleza (de la cual el hombre no está excluido). El mundo de las criaturas es el reino de la decadencia y la muerte originadas en la expulsión del paraíso. La naturaleza está triste por su carencia de expresión o comunicación, de allí su luto, su tristeza. Sin embargo, Benjamin considera más precisa la inversión de esta situación y plantea que es el duelo, la tristeza de la naturaleza, la que la vuelve muda, silenciosa, murmurante: “Pero, como es muda, la naturaleza se entristece. Sin embargo, a su vez, la inversión de esta frase nos conduce a mayor profundidad de la esencia de la naturaleza: la tristeza de la naturaleza la hace enmudecer” (160).

El lenguaje mudo y triste de las cosas se dirige al hombre; es en relación con él que logran comunicar su contenido espiritual. Esto determina una intencionalidad, un dirigirse que no se origina en el hombre y que no es movilizado por un “querer decir”. Las cosas permanecen mudas, sólo susurran con un débil aliento, ya que están privadas del sonido, de la voz propia de la entidad espiritual e inmaterial del hombre:

El lenguaje mismo no está enteramente expresado en las cosas. Esta frase tiene un doble sentido de acuerdo al significado figurado y al significado sensorial: los lenguajes propios de las cosas son imperfectos, mudos. Y es que a las cosas les está negado el principio formal lingüístico puro, a saber: el sonido. Y sólo pueden comunicarse mutuamente mediante una comunidad más o menos material; comunidad inmediatamente mágica (también existe la magia en la materia). Lo incomparable del lenguaje humano es pues que su mágica comunidad con las cosas es una comunidad inmaterial, puramente espiritual; y el símbolo de ello es el sonido (151).

Las cosas se encuentran a la espera de que el hombre les dé un aliento más fuerte que traduzca el susurro de su materialidad al lenguaje humano y poético en el que es posible su redención. Esto permite hacer notar que la indagación de Benjamin por los diferentes lenguajes tiene siempre a las obras de arte como un factor de orientación, ya que refieren necesariamente a la materialidad susurrante. Es así como se da la posibilidad de dirigir esta indagación hacia la relación del lenguaje y el arte:

Hay un lenguaje de la escultura, de la pintura o de la poesía. Y así como el lenguaje de la poesía se basa en el lenguaje de nombres del ser humano (al menos en parte), también es pensable que los lenguajes de la escultura o la pintura se basen en ciertos tipos de lenguajes de cosas, que en ellos se dé la traducción del lenguaje de las cosas en otro infinitamente superior, pero tal vez de la misma esfera. Se trata en este caso de unas lenguas sin nombres, sin sonido, lenguas a partir de la materia: hay que pensar por tanto en la comunidad material de las cosas en lo que es su comunicación… Por otra parte no cabe duda alguna de que el lenguaje del arte solamente se puede comprender dentro de la más honda relación con la ciencia propia de los signos (160-161).

Para Walter Benjamin la multiplicidad y fragmentariedad es una consecuencia de la caída del estado de gracia paradisiaco, y no del intento babélico de elevar una torre hasta el cielo. Las cosas al igual que las lenguas se han dispersado. Además, plantea que hay una semejanza remanente a todas las lenguas que permite su traducción, ya que “cada lengua superior (con excepción de la palabra de Dios) puede verse como traducción de todas las otras” (155). Permanece entonces en cada una algo de su estado originario que mantiene una continuidad y permite la traducción entre ellas. “La traducción sirve pues para poner de relieve la íntima relación que guardan los idiomas entre sí” (Benjamin, 1971, p. 131). Pero también permanece en cada uno de ellos una búsqueda por librarse del uso instrumental que disocia la palabra del significado, eliminando así el resto de inefabilidad que es dado por la intencionalidad en el lenguaje, por el querer decir. Por consiguiente, se trata de un lenguaje de expresión inmanente que no quiere decir nada diferente a sí mismo. En esto consiste la suspensión de la instrumentalidad del lenguaje, planteamiento acorde con la lectura de Giorgio Agamben sobre el origen paradisiaco o el fin mesiánico de la historia considerados no como ideales regulativos ni instancias cronológicas, sino como las dos caras de una tensión siempre latente que da cuenta del cruce entre las categorías lingüísticas e históricas en el pensamiento de Benjamin (Agamben, 2007, p. 51).

Estos planteamientos sobre la posibilidad de traducción entre las lenguas son afirmaciones iniciales que Benjamin elabora con más detalle en el texto de 1923, “La tarea del traductor”, en el que explora la posible traducibilidad del contenido de las obras como una condición para su supervivencia, pero también para su creación e interpretación. La familiaridad por el parentesco no responde a la relación de original y copia, sino que es cuestión de afinidad; por ello la traducción evidencia el parentesco más que la obra original. Además de la traducción entre las lenguas humanas, existe la posibilidad de traducir el lenguaje mudo de las cosas a un lenguaje superior como el humano. Esta es la base de la redención alegórica, ya que, tal y como plantea Rochtliz: “la crítica y la traducción son funciones mesiánicas en el proceso de la historia” (1996, p. 29), en las que se mantiene la aspiración a recuperar ese lenguaje puro u originario. Lo recién expuesto ubica la indagación de Walter Benjamin en el ámbito de la literatura, la poesía, de la crítica o la teoría como modos del arte impregnados por el lenguaje.

La traducción es un asunto relacionado directamente con la forma de la obra literaria, poética, filosófica; obras cuya forma y esencia exigen una traducción. Pero también con la posibilidad de supervivencia, pues hay vida en las lenguas y en las obras que no se limita a lo orgánico, sino que es una vida necesariamente histórica. De esta manera, se configura la exigencia, no necesariamente humana sino del pensamiento divino, de no pasar al olvido.

La traducción es ante todo una forma. Para comprenderla de este modo es preciso volver al original, ya que en él está contenida su ley, así como la posibilidad de su traducción… Y puede significar también —con mayor propiedad— que la obra, en su esencia, consiente una traducción y, por consiguiente, la exige, de acuerdo con la significación de su forma (Benjamin, 1971, p. 128).

Una consecuencia de gran importancia que se deriva de los planteamientos de Benjamin sobre el lenguaje de las cosas, es que abren una perspectiva para pensar a propósito de las obras de arte a partir de la materialidad de su lenguaje mudo, de la supervivencia histórica de su forma o de la imagen (lo que recuerda la supervivencia de las imágenes planteada por Warburg). A continuación se rastrea en el texto sobre el Trauerspiel el desarrollo de estos planteamientos acerca de la historicidad del lenguaje, del lenguaje de las cosas y de su traducibilidad en el arte.

3. Entre idealismo y mesianismo

En el “Prólogo epistemocrítico” a El origen del Trauerspiel Alemán, Benjamin formula un método para la investigación acerca del arte, en contraste con los enfoques simbolizantes, deductivistas, sistematicistas e idealistas que en la tradición filosófica son frecuentes. Es una discusión con teóricos del arte en la que se expone la forma y los materiales determinantes de una obra, sin remitir a la experiencia o sensaciones producidas, pues no es una estética de la experiencia subjetiva, sin reducirse a una relación intencional entre un sujeto y un fenómeno (como conciencia de algo), sino que es un intento de ir a las formas artísticas, que no se restringe a la existencia empírica de las obras, pero se expresa en ellas. Propone otro modo de abordar el arte que requiere otro tipo de “objeto” y que reconfigura el nexo del arte con la historia y la filosofía.

Lo anterior es un punto de partida diferente según el cual no se busca una sistematización que prescinda del método de investigación y de exposición de las ideas como si fuese un simple medio. Se trata de una epistemología no científica que distingue entre verdad y conocimiento. A la verdad en tanto revelación corresponde la contemplación y autoexposición en la que conserva su trascendencia. Las ideas en tanto trascendentes no son cognoscibles, no se dejan reducir o poseer, pero sus manifestaciones pueden ser contempladas o percibidas, por ejemplo, en la forma de las obras de arte. Mientras que el conocimiento y sus conceptos remiten no a las ideas, sino, a sus manifestaciones, a lo empírico o fenoménico, a lo que se puede poseer (Benjamin, 2010a, pp. 225-224). Los conceptos están entre las ideas y los fenómenos y permiten salvar a estos últimos al comunicarlos con las ideas.

Las ideas como posibilidad de encuentro entre la verdad y la belleza, ponen en conexión la reflexión filosófica con cuestiones del arte, pero a la vez le permiten a Benjamin sostener y ampliar las propuestas de los escritos sobre el lenguaje que perfilaban la teoría del nombrar, de la traducibilidad, de la historicidad en tanto que relacionados con la vida y supervivencia de lo esencial de las obras de arte: de su forma, pero, en esta ocasión, ante un ámbito académico e institucional, Benjamin entabla discusión con planteamientos de Platón, Leibniz, Hegel (2010a, p. 228).

Las ideas son lo más cercano a la inmediatez del lenguaje de “Adán, el padre de los hombres, en tanto padre de la filosofía” (233); tras el idealismo yace la posibilidad de una “salvación platónica”, que pone en conexión la anamnesis de las ideas con el lenguaje de los nombres, ya que en éstos se rememora la percepción originaría de la palabra en su inmediatez. Aunque no se puede volver a la inmediata comunicación de la palabra y la cosa característica del lenguaje adamita, permanece esa aspiración, el pulso latente de un mesianismo débil que no se agota en el signo ni en el uso instrumental del lenguaje. Mesianismo y redención que son replanteados por Benjamin en diferentes ocasiones, como en las “Tesis sobre filosofía de historia”, cuando habla del índice temporal del pasado “mediante el cual queda remitido a la redención”, de la cita entre diversas generaciones pasadas y presentes: “Y como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada una débil (schwache) fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos” (Benjamin, 1989, p. 178).

Según se elabora en este prólogo, las ideas son mónadas de densidades distintas que se relacionan entre ellas como en una constelación en la que las estrellas mantienen una armonía (musical). Al hablar de constelaciones se propone un modo de organización que es móvil, provisorio; en la que los elementos se relacionan manteniendo su aislamiento, su individualidad y dispersión. En estas consideraciones metodológicas, tanto como en los desarrollos realizados a lo largo del libro, se hace explícito el nexo entre los planteamientos previos que Benjamin hacía sobre el lenguaje, sobre la traducción, sobre el tiempo histórico y una filosofía que encuentra en el arte un anclaje material, así como una forma privilegiada de su saber y su expresión.

El “Prólogo epistemocrítico” plantea la posibilidad de un saber sobre el arte que dé cuenta de la multiplicidad que conforma las ideas y que se ordena a modo de constelaciones, lo cual se relaciona con el procedimiento de montaje que Benjamin emplea posteriormente en El libro de los pasajes (2005, p.462). Esta perspectiva metodológica implica un modo de intervención práctica, constructiva y no sistemática que permite una interpretación alternativa del libro sobre el Barroco, sin limitarse a la explicación a partir de la acidia y la contemplación melancólica ante la fragmentación alegórica, ante la dispersión de las lenguas y la escisión entre palabra y significado.

Lo anteriormente expuesto permite avanzar en el planteamiento de que persisten aspectos determinantes de la investigación benjaminiana desde los textos de 1916 y los posteriores debates en torno al arte (fotografía, cine, literatura y teatro), la historia y la política. Esta perspectiva de investigación e interpretación continúa en el camino de las observaciones de Luis Ignacio García (2010) sobre la tensión siempre dialéctica entre diferentes procedimientos en los escritos de Benjamin: una parte destructiva, que desmonta y desarticula (la fragmentación alegórica o posparadisiaca) y otra que interviene sobre esos fragmentos de modo constructivo, que hace montaje con elementos heterogéneos. Esto es posible a partir de “los conceptos de “alegoría” y de “montaje”, que ciertamente están a la base de las posteriores elaboraciones benjaminianas sobre la historia y sobre la “imagen dialéctica” (García, 2010, p 160). Asimismo, Michael Löwy (2007), al analizar el texto sobre el surrealismo, publicado en 1929, señala que no hay una ruptura entre estos proyectos, sino que por el contrario, la metodología Benjaminiana es aplicada a la situación política y las vanguardias artísticas de su época, como evidencia de ello alude a la publicación en 1926 de Einbahnstraße y el libro sobre el Barroco. A lo cual agregamos la sentencia que pone en consonancia la investigación de El libro de los pasajes con El origen del Trauerspiel Alemán: “De un modo análogo a como el libro sobre el Barroco ilumina el siglo XVII mediante el presente, pero con más claridad, debe ocurrir aquí con el siglo XIX” [N 1 a, 2] (Benjamin, 2005, p. 461). No obstante, se debe notar que los materiales, la época y el “objeto” al que se dirige en cada caso es diferente, sea el siglo XVI, el XIX, o las vanguardias artísticas de principios del XX, el cine o la fotografía.

4. Tragedia y Trauerspiel

En 1916 Benjamin se proponía realizar una investigación acerca de la tragedia y el Trauerspiel a partir de consideraciones acerca de la temporalidad, en lenguaje, la música y la culpa trágica. En ese momento la alegoría no tenía el rol teórico que le otorgará en 1925, cuando redacta el texto para su habilitación docente. En él propone alejarse de las concepciones reinantes en las disquisiciones estéticas que interpretan los Trauerspiele desde los parámetros heredados de la poética aristotélica como epígonos o desarrollos empobrecidos de la tragedia antigua, sin percatarse de la extrapolación en que se desvanecen las particularidades de estas formas artísticas, “sin preguntar siquiera si lo trágico es una forma que pueda cumplimentarse actualmente o de modo general o si no será por el contrario una forma históricamente condicionada […]” (Benjamin, 2010a, p. 236). Las obras de arte condensan y expresan las condiciones que las han hecho posibles, son la memoria de su propio acontecer histórico, material e incluso técnico. Esto se hace explícito también en “La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica” cuando se tratan las disputas entre pintura y fotografía, puesto que, “de hecho, esta disputa era expresión de un vuelco en el seno de la historia universal […]” (Benjamin, 2008, p. 63).

Para Benjamin, el material comúnmente usado para trabajar el tema del Trauerspiel no encarna lo más representativo del teatro barroco, sino que son obras de escritores “más débiles”, en las cuales se plasma el esqueleto de una forma, así como en las ruinas o fragmentos se condensan los detalles:

La forma misma, cuya vida no es idéntica a la obra por ella determinada, es más, cuya plasmación puede ser inversamente proporcional a la perfección de una obra literaria, salta a la vista precisamente en el enjuto cuerpo de la obra pobre, como su esqueleto en cierto modo (Benjamin, 2010a, p. 260).

Gryphius, Hallman, Lohenstein son los autores de Trauerspile a los que se dirige la indagación de Benjamin; no obstante, también remite a Calderón de la Barca y a Shakespeare, representantes de la grandeza del teatro barroco, pero, sobre todo, para perfilar las diferencias entre las obras gestadas en la misma época en España e Inglaterra, siendo este un modo negativo de encontrar lo específico del drama barroco alemán.

Además de las características particulares de las tragedias y los dramas barrocos es posible encontrar sus diferencias. Por ejemplo, los personajes tienen diferentes relaciones con la temporalidad, con la divinidad, con la ley. Por una parte, el héroe griego no es el mismo que el príncipe y los cortesanos de los dramas barrocos que representan el poder divino (cristiano) en la tierra, pues al héroe trágico le corresponde el origen mítico y una relación con el destino que le es insalvable. Por otro lado, a diferencia del tiempo mítico de la tragedia, la temporalidad de los dramas barrocos es histórica y no se determina por un tiempo vacío, ya que “el tiempo de la historia es otra cosa muy distinta del tiempo de la mecánica” (Benjamin, 2010b, p. 138). Estos planteamientos hacen parte de la formulación inicial de la investigación contenida en dos breves textos de 1916, “El significado del lenguaje en el Trauerspiel y la tragedia” y “Trauerspiel y tragedia” en los que lo sonoro y la musicalidad son relevantes:

Trauerspiel y tragedia se distinguen por su diferente posición ante el tiempo histórico. En la tragedia antigua, el héroe muere porque en el tiempo consumado no hay nadie que sea capaz de vivir. El héroe muere de inmortalidad. La muerte es una inmortalidad irónica, tal es el origen de la ironía trágica. El origen de la culpa trágica se encuentra exactamente en idéntico ámbito. Y es que la culpa trágica se basa en ese tiempo propio del héroe trágico, que queda consumado de manera estricta y puramente individual (139).

Este fragmento permite enfatizar que los niveles de individuación expresados en los caracteres son diferentes, uno es un primer destello de la subjetividad que se enfrenta a los dioses míticos para afirmarse y que, en consecuencia, es culpable por una transgresión que le genera sufrimientos insalvables. Mientras que el soberano del barroco se debate entre los extremos de su naturaleza humana encarnada y su papel de representante de Dios en un mundo en decadencia. Lo que lleva también a señalar las diferencias respecto a la ley; ya que la transgresión del orden mítico produce el mutismo y la culpa del héroe trágico, mientras que el soberano del barroco es representante de la ley en un mundo cargado de culpa; mundo en el que las leyes (naturales y humanas) ya están determinadas por su carácter escrito.

Las relaciones con la divinidad, en el contexto de la Reforma y la Contrarreforma, configuran un panorama que divergen de aquel de la Antigüedad. El Barroco se puede caracterizar como momento histórico en que la relación con lo absoluto y la trascendencia se encuentran rotas, pero se añoran. La conmoción política acompaña al estremecimiento religioso, configurando un horizonte en que la vida y obras terrenales carecen de valor y alientan la pulsión por la trascendencia, por el más allá de la muerte. Por ello el drama barroco escenifica una perturbada relación con la divinidad que ha dejado de ser inmediata y que expone a las criaturas mundanas a los sufrimientos de la carne.

Después de la incursión del cristianismo los dioses de la antigüedad se tornaron antagonistas del monoteísmo y eran combatidos como lo profano. En el contexto de la Contrarreforma, el arte no solo expresa la ruptura con la trascendencia que significó la Reforma, sino que servía para intentar exorcizar los dioses paganos reavivados por el espíritu pseudo-antiguo renacentista. Pero también el cristianismo fue reanimado, estas tensiones religiosas e históricas están condensadas en la forma de expresión alegórica:

La concepción alegórica posee su origen en la confrontación entre la phýsis cargada de culpa que instituyó el cristianismo y una más pura natura deorum que se incorporó al Panteón. Al reavivarse lo pagano con el renacimiento, y lo cristiano con la contrarreforma, también la alegoría, en cuanto forma de su contradicción, debió renovarse (Benjamin, 2010a, p. 449).

La tarea que se propone Benjamin en el libro sobre el Trauerspiel es, por lo menos, doble: por un lado, cuestiona la temporalidad progresiva y lineal en que se soportan los periodos, estilos y géneros con que se interpretan las obras de arte. Por ejemplo, la supuesta continuidad entre tragedia y Trauerspiel. Simultáneamente, encuentra que las periodizaciones históricas y estilísticas son porosas, que hay restos, retornos y, por lo tanto, la temporalidad dialéctica ha de ser tenida en cuenta en la indagación histórica sobre el arte.

5. Símbolo y alegoría

Reconsiderar la función teórica de la alegoría lleva a cuestionar la suposición de que sólo el romanticismo representó una alternativa a las elaboraciones artísticas y teorizaciones sobre el arte gestadas desde el renacimiento.

Al realizar un diagnóstico acerca de los tratamientos que la teoría del arte había dado a la alegoría, Benjamin subraya que esta se encontraba devaluada frente a la superioridad otorgada al símbolo plástico, ya que se asociaba con lo convencional, no se la considera una forma de expresión del pensamiento, “en efecto, la alegoría es ambas cosas, y ambas son antagónicas por naturaleza […] La alegoría del siglo XVII no es pues convención de la expresión, sino expresión de la convención” (Benjamin, 2010a, p. 393).

La alegoría es devaluada incluso desde la perspectiva romántica, para la cual el símbolo plástico supone la renuncia a lo desbordante y lo desmesurado del símbolo místico, cuyo fondo de inefabilidad excede la forma y oscurece la visión; por ello, Benjamin considera que el símbolo es el usurpador que garantizaba al romanticismo el acceso a lo absoluto, a la unidad inmediata que pone a la trascendencia en ella misma, haciendo sensible lo suprasensible y resolviendo el conflicto entre la forma y el contenido. Pero, a la vez, destaca que si se considera la obra artística como “expresión” de una idea o símbolo no se explica la unidad supuesta entre forma y contenido, pues “al carecer de un temple dialéctico, en el análisis formal se pierde el contenido y en la estética del contenido se pierde la forma” (376).

Benjamin sostiene que el sello distintivo del clasicismo de Winckelmann se mantiene en estas interpretaciones y en las de teóricos como Creuzer, cuando determinan al símbolo artístico y religioso como lo momentáneo, lo total, lo insondable y necesario (380). Estas son características de la teorización del símbolo plástico griego (por lo tanto, profano) que retornan en el renacimiento con el clasicismo en la teoría del arte y que mantienen algunos de sus postulados en las critica romántica del arte y su tendencia a hacer converger lo bello con lo teológico, en la que lo bello se resuelve en lo divino y lo ético es inmanente a lo bello, pero sin continuidad dialéctica.

Mientras que la belleza y la tendencia hacia la totalidad son características del símbolo plástico, de su equilibrio entre lo finito y lo infinito, la alegoría da cabida a lo caduco, retirando toda apariencia nos muestra la calavera que hay bajo el bello rostro. De allí que la alegoría esté en oposición con el símbolo plástico del clasicismo y con la noción de símbolo como totalidad, ya que en lo alegórico no se concilian los extremos, sino que se reaviva su tensión dialéctica y temporal. La alegoría supone un movimiento excéntrico que excede la interioridad del individuo del clasicismo (que no tiene contrarios) y tampoco se corresponde con un individuo romántico insertado en un decurso infinito.

Benjamin encuentra que lo contradictorio de la alegoría manifiesta el espíritu barroco en sus tensiones propias, en la encrucijada entre la inmanencia y la trascendencia que expresa la historicidad de una naturaleza decadente, caída y mortal pero sobrecargada de significado. En la particularidad dialéctica de esta forma de expresión reside la posibilidad de su comprensión. “La violencia con la cual el movimiento dialéctico se agita en este abismo de la alegoría debe revelarla el estudio de la forma del Trauerspiel con mucha más calidad que cualquier otro” (382). Este valor dialéctico y contradictorio de la alegoría prefigura los planteamientos que Benjamin realiza años después en “Tesis de filosofía de la historia” acerca de la imagen dialéctica que hace chocar temporalidades heterogéneas “para hacer saltar el continuum de la historia” (Benjamin, 1989, p. 189).

6. La escritura de la naturaleza y la historia del luto

Debido a los malentendidos que fundamentaban la interpretación de la literatura barroca, la alegoría fue relegada a una mera figura literaria ambigua, extravagante y entendida como signo que intercambia una cosa por otra. Benjamin indicó que algunos teóricos desconocieron los documentos que sostienen la moderna concepción alegórica: la emblemática, los jeroglíficos y la literatura barroca. Citó a Schopenhauer, a Goethe, cuando afirmaron que la alegoría parte de lo particular hacia un paradigma universal inalcanzable, mientras que el símbolo y la poesía sí lo logran. Se sorprendió de que incluso Yeats sostuviera que la alegoría era una relación convencional entre una imagen decorativa y su significado (Benjamin, 2010a, pp. 377-378).

Estas interpretaciones no tienen en cuenta que la alegoría, a pesar de ser escritura, no se reduce a lo convencional, sino que expresa una codificación que exige interpretación; allí reside la posibilidad de su lectura y comprensión profana, que se aleja de la totalidad del símbolo y su pretendido nexo con lo divino.

Algo que sucede en el barroco. Allí, exterior y estilísticamente —tanto en la drasticidad de la composición tipográfica como en la metáfora sobrecargada—, lo escrito tiende hacia la imagen. No es pensable un contraste más brutal con el símbolo artístico, el símbolo plástico o la imagen de la totalidad orgánica, que ese amorfo fragmento que resulta el ideograma alegórico. En su seno, el Barroco se revela como soberana contraparte del Clasicismo, algo que hasta ahora solamente en el Romanticismo se había aceptado reconocer (394).

Benjamin destaca, entonces, que las iconologías surgieron del análisis de los jeroglíficos (“verdaderas copias de las ideas divinas”), pues mezclan la escritura con la imagen. Estos antecedentes le permiten a Benjamin avanzar en una reconsideración teórica de la alegoría, pero también desarrollar un método de investigación dialéctico y anacrónico que se ocupa de la tensión dialéctica irresoluble entre imagen y lenguaje. Esta problemática es replanteada en los textos sobre fotografía y cine, en las tesis sobre la historia o en el Libro de los pasajes cuando se ocupa de la imagen dialéctica “Sólo las imágenes dialécticas son auténticas imágenes (esto es, no arcaicas), y el lugar donde se las encuentra es el lenguaje” [N2 a, 3] (Benjamin, 2005, p. 464). Tensión entre imágenes y lenguaje que se destaca en “Pequeña historia de la fotografía” de 1930 al tratar sobre los pie de fotos (Benjamin, 2010b, p. 403). Pero ya en 1926 se planteó la tesis de que la alegoría no es un mero signo convencional ni una técnica de producción de imágenes sino que es una forma de expresión que supone una tensión entre imagen y palabra, cuya configuración hace posible un saber histórico y filosófico: “Pero la alegoría —y demostrarlo es la misión de las páginas siguientes— no es una técnica lúdica de producción de imágenes, sino que es expresión, tal como es sin duda expresión el lenguaje y también la escritura” (Benjamin, 2010a, p. 379).

La naturaleza decadente, histórica y significante es como un libro en el cual todo tiene su lenguaje, todo puede ser leído. El significado es el horizonte de la posibilidad de inteligibilidad y lectura de una historia que entró en la naturaleza como escritura, como lenguaje y expresión que se plasma sobre las ruinas o en una calavera. En la alegoría se cruza la naturaleza y la historia, en tanto que da cuenta de la tensión contradictoria entre vida y muerte, finitud y trascendencia. A diferencia del símbolo, la alegoría introduce la temporalidad y la historicidad en la naturaleza; es decir, es una forma de expresión artística que da cuenta de la caducidad.

Si con el Trauerspiel la historia entra en escena, esto lo hace en tanto que escritura. La naturaleza lleva “historia” escrita en el rostro con los caracteres de la caducidad. La fisonomía alegórica de la historia-naturaleza que escenifica el Trauerspiel está presente en tanto que ruina. Pero con ésta, la historia se redujo sensiblemente a escenario. Y así configurada, la historia no se plasma ciertamente como proceso de una vida eterna, más bien como decadencia incontenible. La alegoría se reconoce en ello mucho más allá de la belleza. Las alegorías son en el reino de los pensamientos lo que las ruinas en el reino de las cosas. De ahí el culto barroco a la ruina (396).

La ruina y la calavera son las alegorías barrocas por excelencia, los instantes petrificados, las mónadas que tienen en sí el germen de la totalidad ruinosa, porque ponen de manifiesto la caducidad de la naturaleza, su dirigirse a la muerte y lo extremo, y no a lo bello o mesurado. “Lo que allí yace reducido a escombros, el fragmento altamente significativo, el mero trozo, es la materia más noble de la creación barroca” (397). Esto contradice el ideal winckelmanniano de lo bello y el movimiento progresivo de la historia que caracterizó el abordaje clasicista del arte.

El decaer es una característica definitoria de la naturaleza en el horizonte barroco que configura el drama de la criatura y su conciencia religiosa caída en las desgracias de la vida terrenal, que conserva una pequeña esperanza de redimirse a través de los sufrimientos de la carne, “pues la comprensión de lo caduco de las cosas y esa preocupación por salvarlo en lo eterno es en lo alegórico uno de los motivos más potentes […]” (446). Se cambia la relación con la muerte, que ahora es el único camino a la salvación, el modo de alegorizar la phýsis; de allí las imágenes de cadáveres por montones que se encuentran en los dramas barrocos: “Por ello, los personajes del Trauerspiel mueren porque sólo así, como cadáveres, pueden ingresar en la patria alegórica. Mueren no por mor de la inmortalidad sino por mor de los cadáveres (439)”.

La fragmentación alegórica se lleva tanto a los cuerpos, como al lenguaje disperso después de la caída del paraíso, “reducido a escombros, el lenguaje deja de servir como mero medio de comunicación […]” (428). La antinomia de la alegoría consiste en el ser devaluado del mundo y las cosas; y, por otra parte, en su supervivencia y aspiración a la redención que posibilita la lectura alegórica. El melancólico alegorista se sumerge en sus meditaciones y abstracciones, intentado sobreponerse al abismo del significar que separa las palabras y las cosas, pero el silencio de las cosas (ruinas) es un llamado a la lectura, a la interpretación profana. La cosa muerta o muda no irradia significado propio, por lo que queda a merced del significado que otro, el alegorista, el artista, el crítico, poeta, filósofo o traductor le otorgue, y es así que devienen alegóricas: “Ser nombrado […] quizás siga siendo un barrunto del luto. Pero cuanto más no ser nombrado, sino solo leído, leído inseguramente por el alegórico, y tan sólo por este devenir altamente significativo” (447).

En uno de los apartados finales del libro sobre el Trauerspiel, Benjamin retoma esta discusión en la cual los planteamientos acerca de la alegoría están conectados con los elaborados en la primer parte de este texto acerca del luto, la traducción y la historicidad del lenguaje. Antes de la caída, la inmediatez y magia del lenguaje nombrador no necesitaba del significado. El abismo del significar y de la abstracción se origina en la traición de Adán que por su deseo de conocimiento infinito intensificó el mutismo y la privación de la palabra que comunicaba con Dios: “La unidad de culpa y el significar emerge así en tanto que abstracción ante el árbol del “conocimiento” […] Lo alegórico tiene su morada en la caída misma en el pecado” (457). En la caída se origina la historia y la abstracción del significado característica del lenguaje post paradisiaco.

Pensar la vida desde la historia y no sólo desde lo orgánico, tal y como se plantea en “La tarea del traductor” (Benjamin, 1971, p. 129), permite indagar acerca de las obras de arte como formas de vida y de supervivencia traducibles en historia, el pulso de las formas que mantiene latente el estado originario del lenguaje en que este comunicaba su magia inmanente. La alegoría traduce el lenguaje propio de las cosas al lenguaje de la espiritualidad humana gracias al parentesco y la supervivencia inmanente de las lenguas. También en la alegoría está latente el fin mesiánico de la historia y la vida de las lenguas: “Pero si éstas se desarrollan así hasta el fin mesiánico de sus historias, la traducción se alumbra en la eterna supervivencia de las obras y en el infinito renacer de las lenguas” (134).

Estas son, precisamente, las condiciones que hacen posible lo alegórico, aquello que Benjamin indaga desde la perspectiva de un saber histórico-filosófico sobre las formas artísticas, en particular, sobre la alegoría y el Trauerspielφ

Referencias

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Benjamin, W. (1971). “La tarea del traductor”. Angelus novus. Barcelona: Edhasa.

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Warburg, A. (2010). Atlas Mnemosyne. España: Akal

Notas de autor

[*] colombiano. Doctorando en Filosofía, Universidad de Buenos Aires-Argentina. Investigador, Universidad del Quindío-Colombia.
[**] Artículo de reflexión
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