Artículos

Eticidad democrática global y superación de la alienación. La escuela de Frankfurt y la reformulación crítica de las potencialidades emancipatorias

ETHICAL LIFE GLOBAL DEMOCRATIC AND OVERCOMING ALIENATION. THE FRANKFURT SCHOOL AND CRITICAL REFORMULATION OF EMANCIPATORY POTENTIAL

OSCAR MEJÍA QUINTANA [*][**]
Universidad Nacional de Colombia, Colombia

Revista Filosofía UIS

Universidad Industrial de Santander, Colombia

ISSN: 1692-2484

ISSN-e: 2145-8529

Periodicidad: Semestral

vol. 16, núm. 1, 2017

revistafilosofia@uis.edu.co

Recepción: 15 Mayo 2016

Aprobación: 30 Agosto 2016



DOI: https://doi.org/10.18273/revfil.v16n1-2017005

Resumen: este escrito reconstruye la problematización que Wellmer hace del planteamiento adorniano sobre el hundimiento de la metafísica y su articulación con una eventual alternativa estética para, inmediatamente, explorar la propuesta integral de la tercera Escuela de Frankfurt en torno a la eticidad democrática, sustentable desde los planteamientos de Dubiel, Honneth y Wellmer, como alternativa para una superación de las aporías que Adorno y la primera Escuela de Frankfurt no logran superar, categoría que nos remite en Habermas a su noción del patriotismo constitucional donde adquiere toda su proyección política postconvencional la eticidad democrática y que concurre en la figura de una opinión pública contestataria, que tanto Habermas como Nancy Fraser han querido fundamentar, como opción contra hegemónica y potencialmente emancipatoria en las sociedades en conflicto, para finalmente articular lo anterior con el talante cosmopolita del republicanismo que enfatiza, desde Nussbaum, Bohman y de nuevo Fraser, la perspectiva transnacional que las aspiraciones emancipatorias pueden tener en un mundo global, cuyas sinergias confluyen y concretan no solo estrategias de convivencia democrática nacionales e internacionales sino además, a través de las mismas, la superación concreta —no meramente ética o estética— de fenómenos de autoritarismo político y alienación social, en tanto mediación idónea, aunque parcial, de reconciliación en las sociedades complejas.

Palabras clave: metafísica, alienación, eticidad democrática, patriotismo constitucional, opinión pública global.

Abstract: This paper reconstructs the problematization Wellmer makes Adornian approach to the collapse of metaphysics and its articulation with an alternative eventual aesthetic to immediately explore the comprehensive proposal for the third Frankfurt School around democratic, sustainable ethics from the approaches of Dubiel, Honneth and Wellmer as an alternative for overcoming the aporias Adorno and the first Frankfurt School cannot overcome, a category that takes us in Habermas to his notion of constitutional patriotism which acquires its postconventional political projection democratic ethics and concurring in the figure of a rebellious public opinion that both Habermas and Nancy Fraser wanted to base, as an option against hegemonic and potentially emancipatory in societies in conflict, to finally articulate this with the cosmopolitan spirit of republicanism emphasizes, from Nussbaum , Bohman and again Fraser, transnational perspective emancipatory aspirations may have in a global world, whose synergies converge and materialize strategies not only national and international democratic coexistence but also, through them, the concrete improvement-not merely ethics or aesthetics of phenomena of political authoritarianism and social alienation, meanwhile, albeit partial, family mediation reconciliation in complex societies.

Keywords: metaphysics, alienation, democratic ethics, constitutional patriotism, global public opinion.

1. Introducción

La alienación como concepto central de la filosofía hegeliana, es el resultado de un largo proceso cuyos antecedentes reposan en los escritos juveniles de Hegel así como en apariciones esporádicas del mismo en algunas escuelas económicas o filosóficas que lo antecedieron (Hegel, 1978). El concepto se encontraba implícito junto al de positividad que Hegel desarrolla durante el “Periodo de Berna” y que significaba una institución o un complejo cultural que se contraponía a la subjetividad humana (Marcuse, 1976, pp. 48-65). En Hegel el problema de la alienación constituye el eje básico tanto de la relación como de la situación del hombre respecto del mundo (Lukács, 1967). Su tratamiento del asunto representa el fundamento último de su filosofía, referido a la realización del sujeto-objeto idéntico que en un curso simétrico y proporcionado al proceso histórico “alcanza el estado del espíritu absoluto con la retrocapción del extrañamiento y la alienación y con la vuelta de la autoconsciencia a sí misma” (Lukács, 1967, p. 25).

El pensamiento de Marx prolonga la reflexión sobre la problemática de la alienación, como claramente lo ha puesto de presente la reconstrucción de Paul Ricoeur, reconceptualizando la secuencia de la categoría desde la noción hegeliana de alienación, vista de manera negativa, a la de objetivación como un proceso social necesario, para continuar con el de división del trabajo donde, según Ricoeur, reside la esencia del planteamiento marxista maduro y la solución de continuidad con la categoría hegeliana para, finalmente, desde la perspectiva de la economía política, plantear el fetichismo de la mercancía como la forma específica que la alienación toma bajo el capitalismo (Ricoeur, 1986, pp.65-77; 109-140).

El problema de la alienación adopta diferentes interpretaciones en otras perspectivas. Por supuesto, en el marxismo ortodoxo queda reducido al fetichismo de la mercancía y su superación, en lo sustancial, restringida al cambio del modo de producción capitalista con lo cual el socialismo quedaba per se exento de tal patología. En la medida en que se subvertía el capitalismo y se instauraba una formación económico-social socialista, sin propiedad privada ni acumulación capitalista, la alienación desaparecía completamente. Sin duda, una de las razones del estalinismo de forzar a abjurar de la teoría de la alienación fue, precisamente, ocultar que en el socialismo estalinista el problema no solo no parecía haber desaparecido sino que, incluso, era obvio que se había agravado y que el cambio del modo de producción no era garantía plena para su superación.

Por su parte, en otro matiz que en buena medida discurre paralelamente, la primera generación de la Escuela de Frankfurt, con Horkheimer, Adorno y Marcuse, particularmente, en un segundo momento de su desarrollo después del suicidio de Walter Benjamin en 1940, radicaliza la lectura sobre el problema de la cosificación en términos de una crítica de la razón instrumental a lo largo de la historia de Occidente, desde los griegos hasta nuestros días. La Crítica de la Razón Instrumenta (Horkheimer, 2002) y, casi enseguida, Dialéctica de la Ilustración ponen de presente no solo la alienación del hombre frente a la naturaleza (“Toda reificación es un olvido”) sino la alienación del hombre frente a la cultura (reducida a la nueva y poderosa industria cultural) y del hombre frente a su propia especie (el Holocausto como expresión histórica de tal extremo) (Horkheimer y Adorno, 1998, pp. 59-96).

Más tarde, esa razón instrumental que se ha alienado del ser humano, será abordada tanto por Marcuse como por Adorno, en términos de una razón unidimensional que todo lo absorbe, incluso los impulsos liberadores y emancipatorios, inmovilizando a la misma clase que estaba llamada a la revolución social, sin duda —para Adorno— generado por una razón identitaria que, desde la dialéctica hegeliana, todo lo subsume, incluso los opuestos, a favor de la realidad misma. El pensamiento, si ha de proyectar algún horizonte emancipatorio, tendrá que hacerlo desbordándose a sí mismo, quizás desde la sensibilidad estética.

En efecto, después del recorrido trazado la alienación como categoría de análisis parece perderse en la “obsolescencia” del concepto (Bewes, 2002, pp. 3-10). Y será un representante de la segunda generación de la Escuela de Frankfurt quien la sacará de nuevo a relucir. Con el Habermas de Teoría de la Acción Comunicativa convergen dos problemáticas determinantes no solo para la tradición marxista, ortodoxa y heterodoxa, sino para la condición social y política contemporánea: en primer lugar, la alienación entendida como un proceso de cosificación social mediado por el derecho (Habermas, 1990, pp. 502-527) y, en segundo, el derecho y su dispositivo de Derechos Fundamentales como instrumento no solo de represión sino de ideologización en las sociedades contemporáneas (Althusser, 1974, pp. 11-51), como medio de subjetivización (Foucault, 1990, pp. 45-94) a través de procesos de individuación (Jaramillo, 2003, pp.11-42).

Pero la reflexión frankfurtiana sobre la alienación no se agota allí. Sin duda los abordamientos de Wellmer, Honneth y Dubiel retoman la secuencia desde ópticas diferentes y complementarias. El diagnóstico del primero en torno al cinismo y la indiferencia de las “tribus postmodernas” así como la intolerancia de las “premodernas” en las sociedades avanzadas son una clara muestra de fenómenos de alienación política que se presentan con fuerza inusitada en el capitalismo global (Wellmer, 1993, pp. 77-102). El abordaje de Honneth, desde una relectura hegeliana, del divorcio que se va produciendo en las relaciones sociales en sus niveles de socialización más primarios a través de situaciones como las que él denomina “heridas morales” de negación y desconocimiento cotidiano del otro, una vez más ponen el acento en manifestaciones de alienación social de permanente vigencia (Honneth, 1997, pp.114-159). Por su parte Dubiel, con su reflexión sobre la orientación elitista-tecnocrática de la democracia contemporánea y su ilegítima “toma” de un poder que simbólicamente debía permanecer vacío en la modernidad, complementa la lectura política que sobre la alienación mantiene como constante la tercera generación de la Escuela de Frankfurt.

En este punto quisiera plantear el problema central que este escrito busca explorar en cuanto el significado que la metafísica tiene en el contexto del hundimiento histórico de la razón ilustrada reducida a mera instrumentalidad y sus posibilidades de proyección a través del arte, en tanto teoría estética, y de la categoría de la sublimidad, así como los alcances que, en cuanto proyecto emancipatorio, puede efectivamente tener en esta dimensión, articulándolo, justamente, con el problema de la alienación que veníamos rastreando. Frente al escepticismo de la primera Escuela de Frankfurt, Adorno le apuesta a la vía estética como opción emancipatoria donde un arte que gira sobre su eje de lo bello a lo sublime permite encontrar las salidas postradicionales de reconciliación de un mundo desgarrado mientras que la tercera generación (Wellmer, Dubiel, Honneth) intentará darle una salida política a través de eticidad democrática como alternativa postconvencional (incluso posthabermasiana) de reconciliación. Lo cual se articula con la figura de opinión pública que, en el marco del pensamiento postsocialista, ha tenido desarrollos claves para precisar el papel crítico que aquella puede asumir en contextos internos, catalizando procesos de defensa democrática de la Constitución, nacionales e internacionales, frente a posturas mayoritarias de corte excluyente y autoritario.

El hundimiento de la metafísica se evidencia en un pasaje histórico de la humanidad donde la alienación se ha manifestado en su expresión más cruda e inhumana, el Holocausto, poniendo de presente la pérdida total de los ideales emancipatorios de la razón ilustrada, reducida a una razón instrumental sin posibilidades de reconciliación con la realidad. Pero la pretensión de incondicionalidad de la metafísica ofrecía la distancia frente a la realidad que posibilitaba esa reconciliación con el mundo, es decir, en últimas, concebir las condiciones mínimas para la superación de la alienación que la unidimensionalidad de la razón instrumental ya no permite.

Adorno, más allá de Horkheimer e incluso de Marcuse, le apuesta a la vía estética como opción emancipatoria, ergo reconciliadora, donde un arte que gira sobre su eje de lo bello a lo sublime permite encontrar las salidas postradicionales de reconciliación de un mundo desgarrado suspendido en el abismo. La cuestión a examinar es si el planteamiento de la tercera Escuela de Frankfurt, al intentar darle salida política al problema de la alienación, no logra simultáneamente —como lo sugiere Wellmer— resolver en términos postconvencionales, léase también posthabermasianos, la sin salida de la metafísica en tiempos postmodernos.

En ese orden, la hipótesis que este trabajo quisiera explorar es la siguiente:

El hundimiento de la metafísica (que el holocausto como expresión última de la alienación contemporánea ha revelado en toda su crudeza) plantea a la primera generación de la Escuela de Frankfurt, en especial a Adorno, la pregunta sobre un pensamiento incondicionado que solo puede catalizar en la experiencia estética una eventual proyección emancipatoria que la razón instrumental ha puesto en cuestión. Esta tensión irresoluble parece zanjarse, para la tercera generación de la Escuela de Frankfurt y el pensamiento postsocialista, más que por medio del arte y la habilitación de lo sublime como categoría de la abismalidad, en el reconocimiento de una eticidad democrática, postradicional y postconvencional, que necesariamente remite, con Habermas y Fraser, a la figura de una opinión pública contestataria —de talante republicano— que, en contextos de enajenación autoritaria, pueda catalizar procesos contra hegemónicos de defensa del consenso constitucional de carácter emancipatorio, con aspiración cosmopolita, restituyendo con ello la dimensión incondicionada de una potencial reconciliación política en sociedades complejas en conflicto.

El itinerario que este escrito buscará agotar para la ilustración de esta hipótesis será el de reconstruir la problematización que Wellmer hace del planteamiento adorniano sobre el hundimiento de la metafísica y su articulación con una eventual alternativa estética (1) para, inmediatamente, explorar la propuesta integral de la tercera Escuela de Frankfurt en torno a la eticidad democrática, sustentable desde los planteamientos de Dubiel, Honneth y Wellmer, como alternativa para una superación de las aporías que Adorno y la primera Escuela de Frankfurt no logran superar (2), categoría que nos remite en Habermas a su noción del patriotismo constitucional donde adquiere toda su proyección política postconvencional la eticidad democrática (3) y que concurre en la figura de una opinión pública contestataria, que tanto Habermas como Nancy Fraser ha querido fundamentar, como opción contra hegemónica y potencialmente emancipatoria en las sociedades en conflicto (4).

Finalmente se intentará articular lo anterior con el talante cosmopolita del republicanismo que enfatiza, desde Nussbaum, Bohman y de nuevo Fraser, la perspectiva transnacional que las aspiraciones emancipatorias pueden tener en un mundo global, cuyas sinergias confluyen y concretan no solo estrategias de convivencia democrática nacionales e internacionales sino además, a través de las mismas, la superación concreta —no meramente ética o estética— de fenómenos de autoritarismo político y alienación social, en tanto mediación idónea, aunque parcial, de reconciliación en las sociedades complejas (5).

2. Metafísica y estética

Wellmer reconstruye la problematización del último Adorno sobre la metafísica en el instante de su hundimiento, relacionándola con la teoría estética adorniana donde este intentará encontrar una salida de la aporía ya evidente entre razón y emancipación. Indudablemente, el momento de incondicionalidad de la metafísica, que sería lo único que podría ser reivindicado en el momento de su desmoronamiento, no puede conservarse ya como filosofía o concepto pues todas sus potencialidades emancipatorias para superar la alienación han quedado subsumidas por la razón instrumental. Tienen por tanto que reconfigurase desde el arte y por medio de un recurso estético que, al resimbolizar lo bello en términos de lo sublime, sea capaz de captar la abismalidad y, eventualmente, transmitirla.

2.1. Hundimiento de la metafísica

La intención de Wellmer es señalar cómo Theodor Adorno cuestiona los postulados kantianos sobre la metafísica partiendo de la aporía característica de aquélla, puesto que: 1. el hundimiento de las ideas metafísicas es irrevocable; y, a su vez, 2. la verdad de la metafísica sólo se torna aprehensible en el momento en que la metafísica se hunde. Entendiendo por hundimiento, en un sentido amplio, la última etapa de la ilustración europea desde Kant y, en un sentido estrecho, el holocausto de Auschwitz como instante de la consumación y auto negación de esa Ilustración (Wellmer, 1993, p.220).

De allí la importancia que otorga a la metafísica y la búsqueda que emprende para plantear una estrategia de reconciliación en la aporía señalada. El planteamiento kantiano sobre la metafísica establece límites entre el ámbito de lo empírico y el ámbito de lo inteligible, lo cual es criticado por Adorno al afirmar que Kant circunscribe la posibilidad de atribuir realidad a las ideas de Dios, libertad e inmortalidad, a una serie de conceptos límite, como son los de una ‘voluntad perfectamente buena’ o ‘santa’, el de un reino de los fines, el de un bien supremo etc., “en los que el mundo empírico se trasciende a sí mismo en dirección al inteligible”.

De este modo, estos conceptos límite son paradójicos, en tanto que “ese valor límite susceptible de aproximación infinita, que ellos designan para seres racionales que a la vez son seres sensibles, sólo pueden designarlo borrando en la valor límite de la perfección misma la condición que representa el carácter natural de esos seres racionales” (Wellmer, 1993, p. 222). Tales conceptos, entonces, devienen en formulaciones ideales que niegan las condiciones en las que los seres racionales finitos pueden ser individuados, es decir, su carácter natural, su corporalidad, su sensibilidad y su voluntad. Por tanto, la paradoja consiste en la pretensión de formular experiencias posibles desde postulados que trascienden los límites de la experiencia posible.

Adorno considera que el intento kantiano por salvar la verdad de la metafísica está destinado al fracaso, en cuanto que “resulta impotente contra la vorágine de esa imparable ilustración, por la que las ideas metafísicas se ven atrapadas” (223). Así las cosas, presenta el contenido de verdad de la metafísica en el impulso por el que la metafísica trasciende todo lo existente en dirección hacia un Absoluto.

Pero la característica de dicho impulso trascendedor no se refiere a un más allá del mundo histórico, sino a otra constitución del mundo y, de allí, el contenido materialista que inserta Adorno a la metafísica, pues “es el curso de la historia el que obliga a la metafísica al materialismo, contra el cual venía inicialmente concebida; la obliga a descender de ese “escenario del dolor”, a ese “estrato o nivel somático del viviente, que resulta lejano al sentido”, tras que en los campos de concentración “se quemara sin remedio todo elemento tranquilizador del espíritu” (225).

También en la crítica de Adorno a la doctrina kantiana del “bloque indestructible” se sustenta la noción materialista de la metafísica, ya que para Kant, según Adorno, las formas de la intuición y del conocimiento son dadas de una vez por todas y la conciencia humana no puede escaparse de ello. Por su parte, Adorno considera, acudiendo a Hegel aunque en términos ajenos a éste según lo menciona Wellmer, que a causa de la reciprocidad entre las formas y el contenido éstas se desarrollan constantemente. Es así como “el carácter histórico de las formas del conocimiento le sirve como argumento para sostener que una esperanza en la redención, concebida en términos materialistas, no tiene por qué temer las protestas y reclamaciones de la razón ilustrada” (227).

La noción de Absoluto que pretende otra construcción del mundo cuya materialización emerge de los campos de Auschwitz, evidencia la necesidad de recoger lo impensable en un pensamiento de la reconciliación, siendo la salida propuesta por Adorno para ello, la estética como posibilidad política para que aparezca lo indecible. Es decir, presenta el arte como filosofía de la reconciliación. Para comprender esta propuesta de Adorno, Wellmer sugiere remitirse a las premisas contenidas en Dialéctica de la Ilustración (Horkheimer y Adorno, 2006) puesto que allí se pone en evidencia la ruptura del hombre con la naturaleza, la cual se traduce en alienación en tanto que:

[…] la opresión ejercida sobre la naturaleza interna, con sus impulsos anárquicos hacia la felicidad, es el precio a pagar por la formación de un sí mismo unitario, una formación que fue necesaria por mor de la auto conservación y del dominio de la naturaleza externa […] Ese espíritu instrumental, parte de la naturaleza viviente, al final sólo puede deletrearse incluso a sí mismo en conceptos de una naturaleza muerta; por cuanto objetivador, está olvidado de sí mismo desde sus orígenes, y al olvidarse de sí mismo de ese modo, se independiza hasta convertirse en sistema universal de enmascaramiento de la razón instrumental (Wellmer, 1993, pp.16-17).

Así las cosas, el camino esbozado para alcanzar la reconciliación es que “el concepto se vuelva contra la tendencia cosificadora del pensamiento conceptual” (17). Dicho proceso puede llevarse a cabo a través de la acogida de un elemento mimético en el pensamiento conceptual[2], siendo el arte y la filosofía las dos esferas del espíritu en las que éste irrumpe a través de la costra de cosificación, gracias al acoplamiento del elemento racional con el mimético. Es decir, arte y filosofía se comportan como antítesis frente al mundo del espíritu instrumental y por ello son “negatividad constructiva”, que permiten la síntesis sin violencia de lo disperso, la unidad sin violencia de lo múltiple en la interdependencia reconciliada de todo lo viviente.

2.2. Estética como reconciliación

Para Adorno, “la presencia del espíritu conciliador en un mundo no reconciliado, sólo puede pensarse aporéticamente” (Wellmer, 1993, p. 19) y por ello plantea que la relación constitutiva entre verdad y apariencia, propia de la filosofía de la reconciliación, se define a partir de dos constelaciones aporéticas.

La primera constelación aporética reside en la relación entre arte y filosofía, ya que atrapada en la apariencia estética, “la experiencia estética no entiende la referencia y remisión que la obra de arte hace a algo no presente, a un no- ente”. Entonces, requiere de la reflexión filosófica que “puede descifrar en la apariencia estética la escritura de lo Absoluto reflejada en un espejo y, por medio de ello, traer a lenguaje el ‘contenido de verdad’ del arte como aquello que resulta inconmensurable a la experiencia estética qua experiencia” (Wellmer, 1993, p. 195).

No obstante, la filosofía tampoco puede decirle a la experiencia estética todo lo que trata de decirle, en tanto que continúa ligada al pensamiento identificante, “lo más que puede hacer es circunscribir lo Absoluto, un no-ente, que sin embargo ha de ser algo más que nada, apuntar a él, tratar de hacerlo visible indirectamente y ex negativo como el punto de fuga no visible y no pensable de todo pensamiento y de todo lo decible” (Wellmer, 1993, p. 195). Es en esta aporética relación donde encuentra Adorno que se hace visible la huella del Absoluto.

La segunda constelación aporética tiene que ver con la posibilidad de un arte auténtico en una situación de completa negatividad, que consiste en el intento del gran arte de desprenderse de su apariencia, de lo que sea puramente ilusivo para poder ser verdadero, pero no puede hacerlo ya que el carácter de arte es inseparable de la apariencia estética.

Tal condición da lugar al surgimiento de la ley del movimiento del arte moderno (que se caracteriza por la tensión que genera el movimiento entre el intento del arte por desprenderse de la apariencia para ser verdadero y la imposibilidad de conseguirlo dado que la apariencia es una característica constitutiva del arte) y, con ello, a la aparición del arte de lo sublime en estrecha relación con la filosofía de la reconciliación, puesto que “lo sublime designa en Adorno una condición de posibilidad de aquello que en el arte moderno puede llamarse todavía belleza; se convierte en elemento constituyente de lo bello en el arte” (Wellmer, 1993, p. 197).

Para que lo sublime adquiera estas características, Adorno lo distancia de las postulados kantianos, pues encuentra que el concepto kantiano de lo sublime es inteligible y, como tal, es incompatible con el concepto de un espíritu que está ligado al ente material individuado y, por tanto, al cuerpo y al lenguaje. En ese sentido, “lo que Adorno trata desalvar en el concepto de lo inteligible es la utopía de un espíritu reconciliado, el Absoluto como algo que todavía no es” (198).

La pregunta que enseguida plantea Wellmer es: “¿cómo de la destrucción de la polaridad kantiana del yo finito y del yo inteligible, sólo con base en la cual puede entenderse, según Kant, el sentimiento de lo sublime, puede resultar un nuevo sublime, lo sublime del arte moderno?” (199). En la propuesta de Adorno se encuentran dos respuestas, ambas evidencian una noción de lo sublime como resistencia.

La primera respuesta se plantea en términos de la filosofía de la reflexión, que se presenta como tensión entre un estado de completa negatividad y el estado de redención, donde “es la obra de arte al permitir que entre en ella, sin ningún tipo de tapujos, la negatividad de la realidad, logra ‘mantenerse’ ante, logra ‘resistir’ a, la superpotencia de una realidad carente de sentido, en nombre de un absoluto todavía no existente, en nombre del espíritu reconciliado” (200). La segunda respuesta nace de un concepto pos metafísico de modernidad, en donde se pone de relieve “el precio que los sujetos que se emancipan tienen que pagar por esa, su emancipación: se trata de la conexión interna entre la pérdida de sentido objetivamente garantizado y la emancipación de los sujetos” (200).

Lo sublime visto así, coloca al arte de lo sublime en conflicto con el sentido del juicio del gusto kantiano, pues lo que pretende Adorno es que el arte sea verdadero y sólo puede serlo en la medida en que haga aparecer lo real como irreconciliado y desgarrado por antagonismos, en cuanto de testimonio de lo irreconciliado y, a la vez, tienda a reconciliarlo.

Adorno presenta tres definiciones de lo sublime que dan cuenta del arte como filosofía de la reconciliación: en primer lugar, definición genética: lo sublime en el arte aparece como algo que nos choca, nos arrebate, que nos sacude y estremece, que nos abruma; en segundo lugar, definición estructural: lo sublime en el arte es la negación de toda síntesis estética sin fisuras ni rupturas, es decir, de toda compenetración sin rupturas entre los sensible y lo espiritual en el sentido de un concepto idealista de belleza. La negación, por tanto, de la forma bella, de la medida, del equilibrio, de la unidad sin contradicciones, de la armonía, en una palabra: de la bella apariencia; en tercer lugar, definición lógico-evolutiva: penetración de lo sublime en el arte denota una tendencia hacia una progresiva espiritualización del arte moderno, la apertura del arte a lo extraño al sentido, a ese reverso del mundo del sentido lingüísticamente abierto, que resulta lejano al sentido, significa a la vez, un aumento de sus rasgos constitutivos y reflexivos.

El arte así entendido como pura negatividad se constituye, en palabras de Wellmer, en antítesis de la mentira de la fachada sensible de la cultura. Se convierte en bello en cuanto sublime, en cuanta expresión del Absoluto. En ello se manifiesta la fuerza de un sujeto emancipado que, sin el paraguas de convenciones estéticas, se abandona a la experiencia de lo no-idéntico para objetivarla estéticamente (202-204). En otras palabras, “el arte sólo puede sobrevivir como auténtico produciendo sentido estético y, a la vez, negándolo, balanceándose sobre el más fino de los filos entre apariencia afirmativa y antiarte sin apariencia” (Wellmer, 1993, p. 23).

En Teoría Estética Adorno va más allá de Dialéctica Negativa, pues entiende “el arte moderno como la memoria de la naturaleza en el sujeto, ligada a la fuerza de un sujeto que es capaz de resistir y hacer frente a la experiencia de su propio carácter natural” (Wellmer, 1993, p. 205). Es por ello, que el arte está llamado a reinventarse, a pelear con sus propios límites, de lo contrario no podrá producir sentido estético sino ser una reproducción siempre de lo igual.

Wellmer critica la pretensión de Adorno de configurar la ecuación: “arte auténtico=negación=verdad”, que se opone a “cultura de masas=afirmación= mentira”, pues considera que el arte deslimitador critica y afirmativamente, a la vez, se vuelve al mundo histórico del que procede, por lo que no resulta posible establecer un límite fijo entre cultura “superior” y cultura “inferior”.[3] Ahora bien, ese sentido que está llamado a adquirir el arte en la modernidad no puede ser entendido como el dador de una transformación de la sociedad, es más bien un impulso que “permite mantener vivo ese potencial de practicar metamorfosis siempre nuevas del mundo” (207).

Wellmer aclara que la idea de reconciliación no se encuentra en la categoría de lo sublime moderno, sino en el concepto radical que Adorno tiene de la negatividad. Entonces, el arte que se abre al dolor, a lo negativo, al sin sentido, es aquel que permite “dar durabilidad a lo inaprehensible y a lo huidizo, trae al lenguaje lo que escapa al lenguaje, vuelve visible lo no visto y hace audible lo no oído” (216).

El arte objetiva el Absoluto negativo.[4] Desde esta perspectiva los artistas innovadores deben hacer un arriesgado balance entre mimesis y racionalidad, “que siempre lleva consigo algo de regresión controlada, de un afloramiento de los límites del yo. Cuando ese balance se logra, resultan importantes innovaciones estéticas, cuando no se logra, el resultado es un balbuceo estéticamente estúpido” (Gómez, 1994, p.39).

Las fuerzas de la reconciliación presentadas por Adorno, que emergen de la negatividad consumada, de acuerdo con Wellmer, lo llevan a entender la esperanza de una reconciliación en términos totales, lo cual termina por devaluar toda reconciliación históricamente posible, entre otras razones, porque esta última siempre tiene un momento de desgarramiento y Adorno no lo quiso aceptar, por tanto, sólo planteó la negación en términos de resistencia que convertía al arte en arte sublime, pero ello no es suficiente, en la interpretación wellmeriana, para la reconciliación históricamente posible. Es por ello que Wellmer decide dar salida a la reconciliación de Adorno, inyectándole a ésta característica de la racionalidad comunicativa.

En ese sentido, por ejemplo, afirma Wellmer que Adorno no desarrolló un concepto adecuado de intersubjetividad lingüística que le hubiera permitido poner en conexión el desencantamiento del mundo —la explosión del sentido metafísico—, con la posibilidad de un aumento de racionalidad comunicativa. Dicho en sus palabras: “permitiría que el quedar escindido del mundo de la reconciliación, no sea la catástrofe del espíritu como lo entendió Adorno, sino que sería el estado de un espíritu que sabe aprehenderse a sí mismo como finito, el cual, profundizándose en su finitud, podría a la vez redescubrir y desplegar sus potenciales, como los potenciales de una razón comunicativa” (Wellmer, 1993, p. 201). Así mismo, anota Wellmer que “la emancipación del arte estaría en relación con una posible fluidificación de las relaciones sociales y de la auto comprensión de los individuos: no como un vislumbre o avance de ella, sino como un correlato de ella […]” (201).

En la preocupación de Adorno por la metafísica subyace el interés por el contenido de verdad de la metafísica. El problema de la verdad parecería esfumarse bien por la vía del fundamentalismo con un retorno a la metafísica o, bien por el camino del relativismo como un nihilismo absurdo. Con el ánimo de rescatar la verdad y lo absoluto, Wellmer plantea la posibilidad de su solución en la teoría consensual de la verdad que trata de “explicar un concepto ‘absoluto’, es decir, no-relativista de verdad en términos de un concepto no-relativista de racionalidad. Según esta teoría un consenso sería racional en un sentido no-relativista cuando se produjese bajo las condiciones de una estructura ideal de comunicación; y ‘verdad’ sería entonces el contenido de tal consenso” (235). Ello podría lograrse generando una comunidad ideal de comunicación, la cual tiene dos condiciones que pueden limitar la posibilidad de su realización: primero, designa condiciones ideales del entendimiento y segundo, designa una situación ideal de estar-de- acuerdo. Es decir, “en el valor límite de la comunidad ideal de comunicación queda, por tanto, suprimida la constitutiva pluralidad de quienes sirven de signos, a favor de la singularidad de un sujeto trascendental (colectivo) de acuerdo consigo mismo en todas direcciones, que en tanto que devenido, esto es, en tanto que realizado, estaría, por así decir, en la verdad” (237).

3. Reconstrucción de la eticidad democrática

De lo anterior se infiere que la transmisión de la experiencia abismal no puede ser sino comunicativa y, por tanto y en últimas, política. La propuesta de la tercera generación de la Teoría Crítica explorará esa posibilidad como un intento de superación de las aporías que la primera Escuela de Frankfurt no logran resolver, apuntando a lo político como la instancia público-discursiva que, al rescatar la paradójica vaciedad del trono del poder que solo puede ser ocupada por una eticidad democrática de carácter postradicional y, en consecuencia no sustancial y fundamentalmente procedimental, alcanza a rescatar en términos políticos —vinculantes subjetivamenter en anagrama postconvencional— el momento de incondicionalidad que el hundimiento de la metafísica intentaba preservar en clave dialéctico-negativa y estética en Adorno.

En lo que sigue voy a presentar el concepto de eticidad democrática en las tres categorías que lo sustentan: en primer lugar, la propuesta de Dubiel sobre la democracia como dispositivo simbólico que nos remite al lugar vacío del poder que la modernidad política nos legó simbólicamente como mínimo irrenunciable de la político; en segundo lugar, la de la eticidad postradicional de Honneth que busca presentar la necesidad de superar la dimensión tradicional como lazo subjetivo vinculante en la sociedades complejas; y, finalmente, la de la eticidad democrática propiamente dicha que Wellmer quiere oponer frente a la intolerancia y la indiferencia con que las eticidades sustanciales pre o postmodernas intentan colmar el ámbito político.

3.1. Dubiel: La democracia como dispositivo simbólico

Para Dubiel, el proceso de secularización de la política separa lo fáctico y lo simbólico del poder. Este es el sentido de la metáfora de los dos cuerpos del monarca: hasta donde el príncipe ejercía un poder legítimo actuaba como representante del orden sacro, no del terrenal. La ejecución de los monarcas (Jacobo II y Luís XVI) en las revoluciones democráticas, liquida a la vista de todos, la personificación del soberano y su orden del más allá, cuya valoración en el plano terrenal es ahora ilegítimo. Esta es la esencia de la política secularizada y del dispositivo simbólico de la democracia.

El dispositivo simbólico de la democracia reconoce a todos los miembros de la sociedad civil el derecho a acceder al espacio público y participar en la resolución de los conflictos sociales para reivindicar la perenne lucha por el acceso a lo público y por el derecho fundamental a tener derechos. Esta lucha extrae sus energías de una idea de autodeterminación que pone en movimiento la imaginación política y la práxis reivindicativa que se opone a los privilegios y jerarquias sociales tradicionales de un orden social heterónomo (Dubiel, 1997, p. 169).

Con la ejecución del soberano absolutista como ocupante ilegitimo del espacio del poder, el trono del poder queda vacío en el plano simbólico. En adelante, ninguna persona ni grupo puede formular frente a la sociedad civil una exigencia legítima de personificar y perpetuarse en el poder. Esto plantea la esencia de la cuestión democrática: la democracia moderna es la forma de gobierno donde ni el príncipe o un pequeño número (oligarquía) se pueden adueñar del poder. Su carácter reside en la fortaleza de su institucionalidad. Así, los procesos constituyentes republicano- democráticos representan históricamente el primer acto de autoinstitución explicita de la sociedad civil.

En la Revolución Francesa la voluntad del pueblo quiso ocupar el lugar del poder que había quedado vacío: Dubiel pone de presente cómo un grupo de revolucionarios franceses impone el proyecto de autolegislación racional, en primera instancia políticamente y después por la fuerza en contra de otros grupos. La razón se apoderó del lugar vacío del poder y como voluntad racional quiso, ilegítimamente, transformarse en esencia de la política secularizada y pos- metafísica.

Los regímenes totalitarios, contrario a la cuestión democrática, desembocan en la destrucción del dispositivo simbólico y la pretensión de sometimiento de la sociedad por la violencia a una ideología determinada. Con la idea de una sociedad sin clases, por encima de la libertad y la igualdad de las personas, se instaura un interés general homogéneo que, si bien proporciona criterios para la justicia, intenta legitimar el poder del partido, suprimiendo la representación simbólica de una sociedad civil.

La línea de separación entre Estado y sociedad civil se desvanece como también la línea que separa el poder político del administrativo. El poder deja estar vacío y se presenta como un órgano personificado, capaz de reunir todas las fuerzas de la sociedad. La fusión simbólica de sociedad y poder político origina la instrumentalización de la sociedad como objeto en procura de lograr objetivos de desarrollo social. El dispositivo simbólico de la democracia queda sometido a una razón instrumental que se apodera del lugar vacío del poder (149-150).

El capitalismo tardío acelera la desacralización de la cuestión democrática y, en su exacerbación procedimentalista, logra en su inercia despersonalizar el poder, sometiéndolo —como tiene que ser— a la alternancia partidista. El lugar vacío del poder se recupera pero al costo de una liturgia procedimental fría y distante que parece clamar por ser colmada. La pregunta es entonces: ¿quién puede llenar, en términos postmetafísicos y postconvencionales, el trono vacío del poder?

3.2. Eticidad postradicionales: Honneth

La pregunta abierta oír Dubiel será respondida por los otros compañeros de ruta de esta otra generación de la Escuela de Frankfurt (Raulet, 2009, pp.318- 326). Un primer paso decisivo lo podemos encontrar en Axel Honneth cuyos planteamientos se distancian de las posturas morales kantianas al considerar que no se trata de la autonomía moral del hombre sino de las condiciones de su autorrealización y, en ese orden de ideas, se apoya en la noción de eticidad hegeliana (Honneth, 1997, pp. 206-215).

Esta perspectiva se sustenta en los modelos de reconocimiento hegelianos, de acuerdo con los cuales la construcción del sentido individual que permite generar lazos comunitarios se aleja del individualismo liberal, puesto que la autorrealización tiene como condición sine qua non la experiencia del reconocimiento.

Pero el modelo de reconocimiento, resalta Honneth, no es a histórico, sino que el presupuesto intersubjetivo de una vida autorrealizada tiene un carácter históricamente variable. Así, las formas del reconocimiento del “amor, el derecho y la solidaridad, se constituyen en los preparativos intersubjetivos de protección que aseguran la libertad interior y exterior” (210). La libertad –sostiene Honneth- no queda reducida a ausencia de obstáculos externos, como lo pregona el ideario liberal, sino que adquiere relevancia también la idea de libertad interior, para la cual el reconocimiento constituye un factor central.

Honneth retoma los conceptos formales de eticidad que le permiten transitar a un modelo de eticidad postradicional, sustentada en los supuestos hegelianos. Este reconocimiento postradicional requiere de la experiencia del amor, retomando la idea hegeliana sobre la relación patriarcal de la familia burguesa, pues “la experiencia del amor representa, cualquiera sea la forma que históricamente haya adoptado, el núcleo más profundo de cualquier forma de vida que se califique de ética” (213).

De este modo, el amor se constituye en la base del reconocimiento social y esto implica examinar las condiciones que prevalecen en determinados contextos, las cuales permiten el disfrute de los derechos positivamente consagrados. El derecho queda entonces anclado a condiciones intersubjetivas para su realización sin las cuales se convertiría en lo que es: una simple consagración procedimental de reconocimiento.

Y será gracias a los principios del derecho, sustentado intersubjetivamente, que puede entenderse el rol que juega la solidaridad que, en este contexto, define la posibilidad de una valoración simétrica entre ciudadanos jurídicamente autónomos y que sólo pueden surgir si existen objetivos socialmente compartidos. El lugar vacío del poder empieza a ser llenado por una eticidad postradicional capaz de articular estas tres condiciones en el marco de una república democrática que logra balancear los fríos procedimientos formales con la tibieza de una solidaridad entre extraños (215).

3.3. Eticidad democrática: Wellmer

Pero la mediación política no es suficientemente explícita en Honneth. La alternativa puede encontrarse mejor en el concepto de eticidad democrática que Wellmer reconstruye en la discusión entre liberales y comunitaristas (Wellmer, 1993, pp. 77-101). Para Wellmer, las dos corrientes subrayan elementos complementarios de una misma tradición: los liberales acentúan la insuperabilidad de los derechos fundamentales y el derecho de libertad liberales. Los comunitaristas apelan al republicanismo de los orígenes de la sociedad americana y las tradiciones de autogobierno democrático en municipios y asociaciones.

Para los liberales, los derechos individuales de libertad constituyen el núcleo normativo de la tradición liberal y la democracia moderna. Los comunitaristas reivindican los presupuestos olvidados, en los cuales los derechos de libertad son producidos en formas de vida comunitaria: los primeros protegen los derechos fundamentales individuales, mientras que los segundos, la primacía de la vida comunitaria y el derecho de autodeterminación colectiva.

Wellmer busca integrar las motivaciones comunitaristas a la teoría liberal en lo cual se apoya en Michael Walzer para quien el comunitarismo correctamente entendido sería liberalismo correctamente entendido (80-81). Walzer sostiene que los valores fundamentales liberales y democráticos se remiten recíprocamente los unos a los otros, y la crítica comunitarista a la sociedad liberal lo que reclama es la legitimidad de la conexión interna entre derechos fundamentales liberales y participación democrática (83).

La idea de democracia es una forma de praxis comunitaria que no puede desligarse de los derechos fundamentales liberales. De tal forma, la democracia es un proyecto liberal y comunitario necesariamente sustentado en una expresión postradicional de eticidad democrática que, como tal, tiene que ser concebida procedimentalmente. El trono vacío del poder solo puede ser llenado por una eticidad democrática que procedimentalmente garantiza la alteridad del poder.

La democracia es un proyecto liberal a la vez que comunitario: ambos presuponen… la ruptura histórica con formas de vida sustanciales… En la sociedad… democrática no hay idea de la vida buena, no hay orientaciones valorativas o identidades culturales de tipo sustancial que puedan quedar substraídas a la revisión y a la crítica, ni siquiera las interpretaciones de ese consenso liberal y democrático, que es el único fundamento posible de eticidad democrática. En ese sentido la democracia moderna es esencialmente transgresiva y sin ningún suelo firme… Lo que en el concepto de una eticidad democrática aparece paradójico es que habría que definirlo no en términos “sustanciales” […] sino […] “procedimentales” […] un núcleo procedimental de la éticidad democrática (90).

4. HABERMAS: EL PATRIOTISMO DE LA CONSTITUCIÓN

El momento de incondicionalidad del absoluto que –más allá del arte-supera la abismalidad sólo en términos dialógicos y comunicativos a través de una eticidad democrática que garantiza tanto el desbordamiento de las eticidades tradicionales sustantivas como la incondicional garantía de alternación del trono vacío del poder, logrando con ello la reconciliación —al menos parcial— con el entorno social y la superación transitoria de la alienación política, por lo menos, requiere sin embargo, el elemento subjetivo/objetivo vinculante que se constituya en el lazo cohesionante de la sociedad plural y fragmentada que de facto es. Habermas le apostará, en esa dirección, a lo que denominará el “patriotismo de la constitución”, el pacto político- constitucional de mínimos con el que las diferentes formas de vida pueden asegurar su convivencia como extraños entre sí.

En efecto, la eticidad democrática llamada a ocupar y garantizar la alternación del trono vacío del poder requería ser —permítanmelo definir así— procedimentalizada democráticamente, sin caer en el triunfalismo de una democracia liberal que, aunque supuestamente triunfante, seguía adoleciendo de fallas estructurales. Habermas asumirá esa tarea, primero deshipostasiando la noción liberal-burguesa de soberanía popular, enseguida fundamentando su noción de “patriotismo de la constitución” y, finalmente, señalando este como el único sustrato normativo —frente a las “patrias de mano en pecho”— del estado democrático de derecho en las sociedades complejas contemporáneas.

4.1. Soberanía popular deshipostasiada

La clave de bóveda que requería Habermas para concretar su teoría del estado democrático de derecho la encuentra en un significativo texto que le permite desarrollar una audaz reinterpretación de la revolución francesa y además, paradójicamente, tomar partido por Bakunin frente a Marx (Habermas, 1998).

La pregunta recurrente es de qué forma conciliar el derecho de la mayoría con el derecho de las minorías, señala Habermas, de tal forma que la voluntad general no conduzca a una dictadura de la mayoría, excluyendo los intereses de los grupos minoritarios. Habermas supera esta dicotomía recurriendo, con Julius Fröbel a una versión de la democracia que se fundamenta, además de la mayoría, en el principio de la libre discusión como complemento de aquella ((Habermas, 1998, pp. 589-617).

El problema de la formación política de la voluntad popular nunca fue asumido por los clásicos marxistas cuyo principal interés se centró en la crítica de la economía política. La cuestión democrática no es abordada de manera proactiva por el marxismo ortodoxo, dejando que ese vacío fuera llenado exclusivamente por el pensamiento liberal. Pero en cambio, si fue el anarquismo de Bakunin el que entró a mediar en esta contradicción entre soberanía popular y procedimientos democráticos.

La propuesta anarquista de un sistema de organización social basado en la dinámica de las asociaciones espontáneas constituye la solución normativa a esa dicotomía insuperable entre liberalismo y marxismo sobre la democracia. La soberanía popular no se limita al procedimiento democrático-liberal juridizado ni puede ser reducida a una expresión ideológico-alienante de la sociedad capitalista. Se trata —digámoslo en categorías postmodernas— de “deconstruir” la soberanía popular, deshipostasiándola qua entelequía jurídica unitaria y unívoca en que el pensamiento liberal la encasquetó para concebirla mejor en su compleja multiplicidad plural desde una perspectiva anarquista (52-53).

Con esta fórmula Habermas confronta el concepto de legitimación procedimental que el positivismo liberal convalida, mostrando que la reconstrucción normativa de la legitimidad está mediada por un proceso consensual de formación y voluntad de opinión pública autónoma que le confiere contenido sustancial a los procesos jurídico-institucionales. Sólo así la soberanía popular puede representar, en palabras de Hanna Arendt, el dinámico y múltiple poder comunicativo del mundo de la vida que se expresa a través de la amplísima red de espacios y discursos públicos de una sociedad (55-56).

Una soberanía popular plural, no única ni unívoca, procedimentalizada democráticamente, y que así tiene que ser interpretada por el tribunal constitucional. La constitución pierde su carácter estático y queda sujeta a interpretaciones en flujo. La constitución no es letra momificada: su contenido se revoluciona permanentemente a la luz de las representaciones renovadoras que se infieren de la praxis discursiva de los múltiples sujetos colectivos de la sociedad. La democracia es un proyecto social abierto fundado en una constitución falible e institucionalizada en procedimientos de formación de voluntad colectiva. Tal es la mediación de una eticidad democrática procedimentalizada como fundamento normativo de una cultura política democrática (55).

4.2. Patriotismo constitucional

A raíz de las discusiones sobre la conciencia histórica y la identidad nacional, Habermas reflexiona en torno de los elementos comunes que pueden identificar a una colectividad cohesionada por un territorio común pero fragmentada y polarizada sobre los elementos de su ser nacional e, incluso, en la interpretación de su propia historia[5].

La conciencia histórica y la identidad nacional no pueden seguir definiéndose desde las proyecciones de un “yo nacional” aparente que eventualmente mimetice la autoconciencia ya de una minoría dominante, ya de una mayoría totalitaria, o reivindicando tradiciones contextuales que se imponen como comunes, o una identidad excluyente que no considere las minorías existentes (Prieto, 2003, pp.440-447).

Habermas muestra como la modernidad tardía se resuelve, primero, desde expresiones postradicionales de conciencia y, segundo, desde formas postnacionales de identidad. En el primer caso, la referencia a una tradición común da paso, no solo a la tolerancia y el pluralismo de múltiples formas de vida, sino al reconocimiento institucional de las mismas en el marco de un estado democrático de derecho. En el segundo, a identidades que desbordan los estrechos marcos de una nacionalidad ficticia, consagrando y garantizando la convivencia democrática de las diferentes formas de vida que coexisten en un territorio dado (Habermas, 1989, pp. 83-121).

En este punto es que se ambienta la figura del patriotismo de la constitución como la forma de conciencia, identidad y asociación históricas postconvencionales, es decir, basada en los únicos principios que pueden ser ya comunes, los derivados consensualmente de un pacto constitucional donde la multiplicad de formas de vida se dan el orden jurídico-político que concertan en el marco de procesos constituyentes o constitucionales vinculantes (Velasco, 2003, pp. 127-148)

Este constituye la única forma de solidaridad social que las sociedades complejas pueden admitir hoy en día, acudiendo, ya no a tradiciones comunes (estadio preconvencional) o a intereses generales (estadio convencional) sino a la determinación consensual de principios normativos, morales, jurídicos y políticos, que posibiliten la convivencia de las diferentes eticidades y sujetos colectivos que buscan compartir un mismo territorio y constituir una organización societaria común (Habermas, 1996).

4.3. Fundamentos postseculares del Estado democrático

En su polémica con el entonces Cardenal Ratzinger, Habermas refuerza su posición problematizando la posibilidad de una fundamentación prepolítica del estado democrático de derecho (Habermas y Ratzinger, 2008, pp. 9-33). Frente a los argumentos de Ratzinger para cimentar el estado liberal desde presupuestos prepolíticos, Habermas profundiza su línea de pensamiento para defender la legitimación del poder político desde una perspectiva secularizada, reflexionando sobre los límites recíprocos que tanto un pensamiento postilustrado como confesional deben tener entre sí para respetar sus propias órbitas (12-13).

Partiendo del planteamiento Rawlsiano la base sociológica que, en términos de un liberalismo político, tienen de facto las sociedades postseculares, Habermas parte de una “justificación no religiosa y postmetafísica de los principios normativos del Estado constitucional democrático” que, en la línea de Kant, renuncia al iusnaturalismo, tanto tradicional como religioso, con derivaciones salvíficas (11).

Pero el punto central tiene que ver de nuevo con la solidaridad ciudadana. Habermas rechaza tanto la legitimidad legal-racional weberiana como la funcional parsoniana y le apuesta a la única forma de legitimidad postconvencional justificable en sociedades complejas: una legitimidad discursiva cuya fuente solo pueden ser los consensos socio- políticos consagrados constitucionalmente.

Así como un tipo de solidaridad mediada jurídicamente no logra consolidar el lazo social horadado tampoco la vuelta a fundamentos religiosos prepolíticos puede garantizarlo para una sociedad fragmentada en una multiplicidad de formas de vida. En cualquiera de los dos caminos, las formas de vida minoritarias son las que se ven afectadas por esquemas de discriminación y exclusión, morales y políticos.

Para Habermas, solo los derechos de comunicación y de participación de una colectividad pueden mediar para que las diferentes formas de vida generen una solidaridad común. Tales derechos, que tienen que ser garantizados constitucional y jurídicamente, solo pueden concretar la aspiración de una comunidad dada a través de un pacto político que necesariamente sea postmetafisico, postconvencional y postreligioso. Sin negar el origen particular de sus eventuales raíces prepolíticas, las bases motivacionales postnacionales solo pueden estructurarse en términos postradicionales.

Tal es el “vinculo unificador”, no religioso ni fundado en tradiciones particulares, que, al amparo de la constitución, vehiculiza una democrática y cohesionada legitimidad y solidaridad ciudadanas. Es, de nuevo aquí, donde se revela el sentido y proyección de un patriotismo constitucional como única posibilidad de fundamentación y vinculación social de una sociedad postsecular (29).

5. Hacia un concepto de opinión pública

La experiencia de abismalidad que el arte nos revela y que en últimas expresa la enajenación, subjetiva y objetiva, en que vivimos, para lo cual la eticidad democrática nos ofrece, normativamente, una alternativa de superación de la enajenación política objetiva y el patriotismo de la constitución la posibilidad de vinculatoriedad subjetiva entre extraños, sin volver a las formas tradicionales de cohesión, en la dimensión de la filosofía política práctica requiere mediaciones concretas que lo posibiliten.

En la vida política cotidiana, la eticidad democrática que sustenta el patriotismo constitucional como la posibilidad permanente de alternación del poder está dada por un espacio político público donde la esfera pública genera procesos de formación y voluntad de opinión pública que garantiza efectivamente, discursiva y democráticamente, la presencia de públicos y contra públicos, tanto nacionales como transnacionales

5.1. Espacio político público

Así, el otro elemento que articula el modelo sociológico de democracia deliberativa de doble vía en Habermas es el de espacio político público, concebido como una estructura de comunicación que, a través de la base que para ella representa la sociedad civil, queda enraizada en el mundo de la vida (Habermas, 1998, p. 439). Este se convierte en una caja de resonancia que permite el desplazamiento de los problemas del mundo de la vida a la esfera de discusión del sistema político (ver esquema más abajo).

Para Habermas, los problemas son detectados por una serie de sensores, al servicio del espacio político público, dispersos a lo largo del entramado social. Los sensores cumplen características básicas, una primera, la de no ser especializados favoreciendo así su distribución a lo largo del conjunto de subsistemas sociales y, en segundo lugar, la de tener la capacidad de transmitir sus impresiones a lo largo y ancho de toda la red. Con el apoyo de estos sensores, el espacio político público detecta el lugar y las causas que originan los problemas significativos y los organiza para que representen un elemento de presión para las instituciones que operan en el espacio político.

El espacio político público tiene sus raíces en el mundo de la vida en la esfera de la opinión pública. La opinión pública no puede entenderse como una serie de instituciones u organizaciones que operan sistémicamente. Por el contrario, es una red comunicacional espontánea de contenidos y opiniones amarradas a temas específicos y dirigidos hacia cuestiones políticamente relevantes, que se caracteriza por poseer un horizonte abierto. Su origen se encuentra en la acción comunicativa, ejercida por medio del lenguaje natural.

Los agentes a su interior no son actores estratégicos, concebidos para el logro de determinados fines, sino actores generados comunicativamente, constituidos a través de sus interpretaciones y opiniones. Esto genera un proceso discursivo de inclusión que impone nuevas condiciones a la dinámica comunicativa en cuanto supone mayor explicitación de los temas a discutir, poniendo de presente su importancia y forzando a la política a hacer uso de lenguajes asequibles a todos los individuos.

Habermas no desconoce la importancia que tienen dentro de la sociedad los sistemas complejos. En últimas las decisiones no son tomadas por la ciudadanía, sino por sistemas especializados. El papel de la opinión pública es proporcionar una serie de mecanismos que permitan valorar las disposiciones tomadas por el poder administrativo y, en caso de no estar de acuerdo con alguna de ellas, ejercer presión, incluso a través de la desobediencia civil, para obligar a su reevaluación. Estos presupuestos se ponen de manifiesto en el modelo sociológico de política deliberativa de doble vía que Habermas ilustra con su metáfora hidráulica de esclusas (440-441).

Para Habermas la sociedad se debe construir sobre un modelo de esferas concéntricas, comunicadas a través de un sistema de esclusas que permite que la presión que se da en las esferas más alejadas del centro se pueda transmitir a éste. De igual manera, las reacciones y respuestas que el centro produce se comunican a la periferia. Dentro del modelo, el Estado está ubicado en la esfera del centro, rodeado por sucesivos círculos que comprenden la sociedad civil kantiana, periferia interna, con toda la formalización que posee, y la sociedad civil hegeliana, periferia externa, compuesta por las diferentes formas de vida, donde tienen cabida todas las particularidades propias de los sujetos colectivos particulares.

Gráfico No. 1.
Gráfico No. 1.

Modelo Sociológico de política deliberativa de doble vía (Metáfora Hidráulica de Esclusas)

Habermas, 1998.

Lo anterior define una estrategia de iniciativa exógena frente a lo político que aplica cualquier grupo fuera de la estructura de gobierno y, reivindicando lo que eventualmente sea una vulneración de sus intereses, propende por involucrar en el problema a otros actores para introducir el tema en la agenda pública, creando una presión sobre quienes toman las decisiones (460-466). La sociedad civil periférica posee mayor sensibilidad ante los problemas porque está imbuida de ellos. Por su parte, quienes actúan en el escenario político deben su influencia al público en general.

Y aunque los temas, sostiene Habermas, cobran importancia sólo cuando los medios de comunicación los propagan al público, eventualmente son también necesarias acciones de protesta masiva para que los temas sean reconocidos en el ámbito político. De esta manera se genera una conciencia de crisis vehiculizada a través de movilizaciones ciudadanas que, por medio de una comunicación pública informal, se mueve por vías que impiden la formación de masas adoctrinadas, reforzando así los potenciales críticos del público.

5. 2. Fraser: esfera pública postburguesa

Fraser hace un análisis del triunfo relativo de la democracia liberal en 1989 cuando se comienza a hablar del “fin de la historia”. Frente a ello, el reto para el pensamiento crítico postsocialista es construir una teoría crítica de la democracia, con más urgencia en países antes socialistas o con anteriores dictaduras o regimenes de dominación racial. En esa línea, Fraser reconstruye críticamente el concepto de esfera pública y muestra la confusión que se generó en el socialismo con relación a los movimientos sociales y la delimitación del Estado, los espacios públicos y las asociaciones ciudadanas. Confusión que impulsó formas estatistas autoritarias en el socialismo en lugar de formas democráticas participativas (Fraser, 1997).

Para Fraser, el concepto de esfera pública de Habermas supera en parte las anteriores dificultades, designando el foro donde se participa a través del habla. Es un espacio institucionalizado de interacción discursiva, distinto al Estado, donde se producen y circulan discursos. Es diferente a la economía porque hay relaciones discursivas donde se debate y delibera.

Al realizar el estudio sobre la esfera pública, Habermas aborda, de una parte, el surgimiento y decadencia histórica de la esfera pública y, de otra, cuestiona el modelo normativo de la esfera pública burguesa. Esto último tiene el doble propósito de identificar las condiciones que hicieron posible la esfera pública y evaluar la viabilidad del modelo liberal. El resultado, según Fraser, es que, en las condiciones de la democracia masiva del Estado de Bienestar, no es factible la esfera pública burguesa en su modelo liberal: es necesaria una nueva esfera pública que salve la función crítica e institucionalice la democracia.

Para Fraser, Habermas no logra desarrollar un nuevo modelo postburgués por lo cual no se dispone de una concepción diferente a la liberal sobre la esfera pública burguesa que supla las necesidades actuales de la teoría crítica. Para aquel, la esfera pública se refería a un grupo de sujetos privados que se reunían para discutir asuntos de interés común generando un contrapeso a los Estados absolutistas decimonónicos. Ello generó la exigencia de exponer el funcionamiento del Estado al escrutinio de la opinión pública, sobre la que se construyó la idea de interés general de la sociedad burguesa a través de la libre expresión, la libertad de prensa y la libertad de asociación junto con la institución parlamentaria de un gobierno representativo.

En tal sentido, la esfera pública designa un mecanismo institucional que racionalizó la dominación política, haciendo responsable al Estado frente a los ciudadanos, definiendo un tipo específico de dinámica discursiva que debía ser abierta, estar al alcance de todos, rechazar los intereses privados, poner entre paréntesis la desigualdad de condición, excluir el poder excesivo e introducir la deliberación entre pares: el resultado fue la opinión pública acerca del bien común (Fraser, 1997, pp. 99-100).

Para Habermas, este potencial de la esfera pública del modelo burgués nunca se materializó por la conquista del Estado por la burguesía, con lo cual la diferenciación de aquel con la esfera económica nunca se llevó a cabo pues ello suponía una discusión pública que excluía intereses privados. Posteriormente, con la democracia de masas del Estado de Bienestar, se superpuso sociedad y Estado y la publicidad como análisis crítico fue remplazada por las relaciones públicas.

Fraser propone una alternativa matizada sobre la esfera pública que complementa el planteamiento habermasiano. De la problematización de Fraser se concluye que el modelo de opinión pública burgués liberal no es el adecuado para sociedades complejas y de ahí la necesidad de concebir y propender por un modelo postburgués de esfera pública que piense en públicos fuertes y débiles, así como en sus eventuales formas hibridas, conceptualizando las posibles relaciones de públicos y contrapúblicos entre sí que permitan concebir una democracia deliberativa más allá de la democracia liberal existente. La multiplicidad de públicos es preferible a una única esfera pública. Nancy Fraser habla de la necesidad de explorar formas híbridas de esferas públicas y la articulación de públicos débiles y públicos fuertes, públicos hegemónicos y contrapúblicos subalternos, en los que la opinión y la decisión puedan encontrar formas de negociar y recombinar sus relaciones.

Fraser introduce el concepto de “contrapúblicos subalternos” para referirse a los “espacios discursivos paralelos donde los miembros de los grupos sociales subordinados inventan y hacen circular contra-discursos, lo que a su vez les permite formular interpretaciones opuestas de sus identidades, intereses y necesidades” y añade: “… en las sociedades estratificadas, los contrapúblicos subalternos tiene un doble carácter. Por un lado, funcionan como espacios de retiro y reagrupamiento; por el otro funcionan también como bases y campos de entrenamiento para actividades de agitación dirigidas a públicos más amplios. Es precisamente en la dialéctica entre estas dos funciones donde reside su potencial emancipatorio” (Fraser, 1997, pp.115-117).

Tal exploración sobre los contrapúblicos conduce a una esfera pública postburguesa, que no debe identificarse necesariamente con el estado. Hoy podemos reconocer síntomas de la aparición de esferas públicas no estatales surgidas de iniciativas de la sociedad civil. Del rechazo a una concepción consensual de los públicos aparece un modelo pedagógico en relación a la cultura orientado hacia la experimentación de formas de auto-organización y auto-aprendizaje.

El objetivo es producir nuevas estructuras que puedan dar lugar a formas inéditas (en red, desjerarquizadas, descentralizadas, deslocalizadas) de articulación de procesos culturales y procesos sociales, dando así agenciamiento a los públicos, al favorecer su capacidad de acción y superar las limitaciones de las divisiones tradicionales de actor y espectador, productor y consumidor.

6. Republicanismo transnacional y opinión pública postwesfaliana

6.1. Tradición republicana y eticidad Democrática

6.1.1. El neo-republicanismo anglosajon

El republicanismo, que durante gran parte de la modernidad había permanecido desconocido y poco trabajado, fue reintroducido en el debate filosófico político a mediados de los setenta por obras de Quentin Skinner (1975) y Pocock (1990). Quienes realizaron una recuperación del pensamiento de Nicolas Maquiavelo y pretendieron encontrar en él una teoría contitutiva para un tercer movimiento surgido de la modernidad, alternativo tanto al liberalismo como al socialismo.

Skinner, coloca el origen del ideal republicano en la filosofía moral romana y especialmente en los planteamientos de autores que constribuyeron a dar realce al ideal de la Republica, como fueron Livio, Salustio y Ciceron. Con posterioridad a Roma, este ideal fue recuperado en la Italia del renacimiento y de manera paradigmática por Maquiavelo, quien hizo uso de él para desarrollar su propuesta sobre la autonomía de las ciudades-estados de la época, como independientes y completamente ajenas al poder de la iglesia. Bajo la influencia de Maquiavelo autores ingleses como James Harrington y John Milton adelantaron defensas acerca de los estados libres, que terminaron cristalizando en la independencia de los Estados Unidos (Skinner, 1992, pp. 211-224).

Skinner[6] parte de la reformulación del ideal republicano, tal como aparecía expresado en la obra de Maquiavelo, para concluir que el republicanismo no podía interpretarse como un movimiento antimoderno en su esencia, puesto que la tradición maquiavélica en su integridad presenta una reivindicación de la libertad negativa[7]. La principal propuesta de Skinner sostiene que para construir el ideal republicano se debe tener como punto fundamental una serie de virtudes civicas dentro de las que figuraban entre otras

[…] la igualdad, la simplicidad, la honestidad, la benevolencia, la frugalidad, el patriotismo, la integridad, la sobriedad, la abnegación, la laboriosidad, el amor a la justicia, la generosidad, la nobleza, la solidaridad y, en general, el compromiso con la suerte de los demás […]. [Pues] sólo gracias a la presencia de ciudadanos así dispuestos hacia su comunidad la república iba a tener la oportunidad de sobrevivir frente a contratiempos seguros (Gargarella, 1999, p. 164).

En esta línea también se encuentra Pocock, quien parte del rechazo a la separación, originada por el liberalismo, entre derecho y moral, que se constituirá en la base de una estrategia de regeneración moral, donde se desarrollara como ideal ético la idea de un humanismo cívico, y de esa manera recuperan la idea tocquevilliana de un republicanismo político, puesto que:

La comunidad debe representar una perfecta unión entre todos los ciudadanos y todos los valores dado que, si fuera menos que eso, una parte gobernaría en el nombre del resto [consagrando así] el despotismo y la corrupción de sus propios valores. El ciudadano debe ser un ciudadano perfecto dado que, si fuera menos que eso, impediría que la comunidad alcanzase la perfección y tentaría a sus conciudadanos…hacia la injusticia y la corrupción […] La negligencia de uno solo de tales ciudadanos, así, reduce las oportunidades de todo el resto, de alcanzar y mantener la virtud, dado que la virtud aparece ahora politizada; consiste en un ejercicio compartido donde cada uno gobierna y es gobernado por los demás (Pocock, p. 75. Citado en Gargarella, 1999, pp.164-165.)

6.1.2. El postrepublicanismo francés

La línea francesa, que suscriben Messure, Ferry y Renaut, realiza una crítica directa a los anglosajones arguyendo que ellos han desviado el ideal republicano al convertirlo en una mera instrumentalización que tiende a corregir de manera formal y funcional los mencionados problemas del liberalismo. En abierta oposición a este modelo instrumental, los autores proponen un “republicanismo político” que crea estructuras políticas más participativas y democráticas a lo largo de toda la sociedad, para mostrar al individuo que su participación en la soberanía popular no es inútil y corresponde a su interés. La comprensión de este punto constituye la única garantía de funcionamiento del Estado de Derecho democrático. Es decir, sólo la democracia realmente liberal puede corregir los defectos y patologías del individualismo.

Messure y Renaut exponen un primer intento de respuesta, desarrollado por los republicanos franceses en el siglo XIX quienes, además de querer imprimir una inflexión original a los principios de la modernidad, buscan recoger y enriquecer la herencia de 1789. De ella recogen la idea de la existencia de un tipo de derecho natural, no reducible al derecho positivo e independiente de cualquier tradición, absoluto y ahistorico, en lo que constituye una fuerte divergencia con el historicismo marxista que reduce el derecho a un simple epifenómeno de la lucha histórica de clases (Mesure y Renaut, 1984).

Para estos republicanos el derecho se fundamenta en normas meta-históricas y meta- positivas, según las cuales lo que da legitimidad a una norma es su conformidad con las exigencias de la razón. Para el republicanismo la razón sobrepasa la historia y define ideales atemporales, de ahí que se lo considere como un “racionalismo político”. En acuerdo con este fundamento racional los principios republicanos deben ser enseñables y la educación misma se convierte en elemento central dentro de su planteamiento: ella introduce al individuo en la sociedad para que pueda desenvolverse cívicamente dentro de la comunidad.

Otro elemento decisivo para el republicanismo es su original interpretación de la declaración de los derechos del hombre. Frente a la pregunta sobre cuáles son los valores jurídicos irreductibles a condiciones históricas de emergencia, los liberales toman partido por los “derechos libertades” (particulares) mientras los socialistas se la juegan por los “derechos créditos” (sociales). Los republicanos toman un camino alternativo que consiste en hacer aparecer al lado de las libertades fundamentales una consideración que afirma “la felicidad común es la meta de la sociedad”, aun cuando, a diferencia de los socialistas, no realizan una crítica de las libertades formales.

Así pues, frente al derecho individual liberal, los republicanos rescatan una especie de “derecho social” entendido como un deber de ser solidario con la comunidad. Este concepto de solidaridad se debe entender en términos de “fraternidad”, de ahí que para los republicanos sea una obligación de la nación el asegurar la subsistencia de los menos favorecidos de sus integrantes. De este modo, con los derechos alternativos, llamados derechos participación, el republicanismo supone que los derechos libertades garantizan, por su propio ejercicio, el respeto a las ideas de solidaridad y fraternidad (Ferry y Renaut, 1984).

6.1.3. El republicanismo irlandés

En la actualidad el exponente más destacado del republicanismo es el irlandés Philip Pettit, quien interpreta el republicanismo desde la noción de libertad como no- dominación. Frente al debate de la libertad en sentido positivo (o de los antiguos) y negativo (o de los modernos), Pettit postula un tercer tipo de libertad como no dominación, la cual es entendida ya no en términos de autodominio o ausencia de interferencia sino en términos de ausencia de servidumbre (Pettit, 1999). Con base en esto considera que el republicanismo se define por tres condiciones, la primera de ellas es la no incertidumbre, la segunda es la no sumisión a los poderosos y la última es la no subordinación. Esas características configuran una democracia disputatoria que tiene como elementos esenciales el ser deliberativa, incluyente y responsable, propendiendo por mecanismos que puedan controlar el poder de las mayorías y concibiendo la virtud cívica de los ciudadanos en términos de su capacidad de participación y deliberación públicas.

Dentro de las estrategias para conseguir la no dominación, Pettit identifica la necesidad de un gobierno que satisfaga condiciones constitucionales tales como imperio de la ley, división de poderes y protección contra mayoritaria. En adición, se hace necesaria la promoción de un tipo disputatorio de democracia. Tal necesidad parte del reconocimiento de una posible falibilidad de las condiciones constitucionales. De esta suerte, para excluir la toma arbitraria de decisiones por parte de los legisladores y los jueces, fundadas en sus intereses o interpretaciones personales, se hace imperativo garantizar que la toma pública de decisiones atienda a los intereses y las interpretaciones de los ciudadanos por ella afectados.

La garantía de ello no se encuentra en la apelación a consensos como en el criterio de disputabilidad, pues solo en la medida en que el ciudadano es capaz de disputar y criticar cualquier interferencia que no corresponda a sus propios intereses e interpretaciones, puede decirse que la interrupción del legislador no es arbitraria, y que por lo mismo no es dominador (Pettit, 1999, p.96). Con esto, Pettit subvierte el modo tradicional de legitimación de las decisiones fundado en el consentimiento, para definirlo en clave de contestación o apelación efectiva.

Con el fin de que la toma pública decisiones sea realmente disputable, Pettit señala al menos tres precondiciones que deben quedar satisfechas. En primer lugar, que la toma de decisiones se conduzca de modo tal que haya una base potencial para la disputa. En segundo lugar, de haya también un canal o una voz por cuyo cauce pueda discurrir la disputa. En tercer lugar, que exista un foro adecuado en el cual hacer audibles las disputas (266).

Si bien esta democracia disputatoria no parece concebir, en una primera reflexión, más que la desobediencia civil en términos más enfáticos por el carácter mismo que la disputación entraña y puede adquirir en la práctica, sin duda la apelación a la contestación ciudadana abre las puertas a expresiones de desobediencia ciudadana más radicales y extremas, exponencialmente proporcionales a la no satisfacción de las condiciones institucionales de disputatibilidad enunciadas. Si estas condiciones no son cumplidas para una disputación institucional de la ciudadanía, se dan por contraposición las condiciones para una contestación ciudadana más radical en aras a garantizar el contrapeso fáctico de la legalidad desbordada[8].

Frente al criterio sustancial de participación y deliberación que las tres ramificaciones del republicanismo compartirían, la tradición irlandesa reivindica un rasgo adicional determinante que la distinguiría de aquellas: más que una democracia disputatoria deliberante y participativa, es una democracia que en un momento dado adopta incluso un carácter contestatario, es decir, beligerante en términos tanto de resistencia como de desobediencia civil en contra, ya de otras minorías, ya de mayorías que pretendan imponer su dominación.

6.2. Republicanismo y cosmopolitismo

6.2.1. Nussbaum: cosmopolitismo vs nacionalismo

Voy a introducir la problemática del cosmopolitismo con Martha Nussbaum quien origina con su escrito “Patriotismo y cosmopolitismo”, publicado originalmente en el Boston Review en 1994 replicando a Richard Rorty y su defensa del patriotismo, un interesante debate al que más tarde se vincula lo más granado de la intelectualidad norteamericana y cuyos ensayos finalmente son recopilados en el libro Los límites del Patriotismo (Nussbaum, 1999, pp. 13- 32). Allí Nussbaum confronta esa modalidad de patriotismo nacionalista que rescata no pocas veces valores funcionales y tradiciones gastadas, oponiendo un cosmopolitismo de raíces estoicas que reivindica el ideal antiguo de un ciudadano universal de sólida educación y formación cívicas (Trueba, 2009, pp.181-204).

Para Nussbaum, el orgullo patriótico subvierte los ideales de justicia e igualdad al imponer esquemas de justicia desigual. El nacionalismo, además, reprime la deliberación abierta, imponiendo prejuicios sobre el análisis desapasionado. De ahí que la política nacionalista, basada en la exaltación de la identidad nacional, tenga que ser confrontada a través de una política fundada en ideales cosmopolitas, asentada en una formación universal. Ello permite tomar distancia del patriotismo y reexaminar la vida desde los ideales universales del bien y la justicia. Nussbaum rescata la noción kantiana de “reino de los fines” para sostener que, hoy por hoy, son las ONG las que permiten practicar ese ideal de ciudadanía mundial en la medida en que tales organismos confrontan los contextos locales autoritarios o que violentan el DIH.

Nussbaum fundamenta su proyecto cosmopolita acudiendo a dos fuentes del pensamiento antiguo: el planteamiento socrático y el estoicismo. Sócrates le permite sostener una defensa de la democracia en tanto ella representa un juicio meditado sobre el bien común. Juicio meditado común que incentiva una educación liberal, entendida como aquella que libera la mente de la esclavitud de los hábitos y costumbres y que se fundamentaría en cuatro enunciados: educación para todos los seres humanos; adaptación a las circunstancias concretas de estos; necesidad de ser pluralistas; y, finalmente, la consideración de que la autoridad no debe derivar en autoritarismo.

Por su parte, el cosmopolitismo antiguo es asumido desde la interpretación de Diógenes el Cínico y su concepto de Kosmou Polites (ciudadano del mundo). Nussbaum resimboliza esto en términos de un imperativo de educación cívica que eduque para la ciudadanía mundial, lo cual supone la asunción crítica de valores y tradiciones, sin que ello implique negar su importancia. Solo una perspectiva cosmopolita garantiza el pluralismo e incentiva la democracia, en sentido socrático, sin imponer un parámetro único, posibilitando sobrevivir en un mundo complejo. La razón es la base de una ciudadanía universal.

Con esto Nussbaum apuntala su crítica a un patriotismo nacionalista que, atrincherándose en la exaltación acrítica y sentimental de valores y tradiciones propias, termina justificando posturas sesgadas de intolerancia y exclusión, no solo frente al mundo, sino en especial contra minorías internas que intenten disentir, cultural, política o socialmente, de las posiciones mayoritarias. Adelantándose a la política del miedo que los execrables sucesos del 11/S desataron, Martha Nussbaum ya advertía de los riesgos que una exaltación emotiva del nacionalismo podía generar en nuestras sociedades.

6.2.2. Bohman: republicanismo y democracia transnacional

Es interesante referenciar la sugestiva interpretación que en términos análogos ha hecho James Bohman de lo que él denomina el republicanismo transnacional y que fundamenta un tipo de democracia cosmopolita (Bohman, 2009, pp. 107- 140). Bohman, discípulo de Habermas, y quien introduce su última obra en Estados Unidos, parece transitar hacia un republicanismo radical en la línea de Pettit pero, a diferencia de aquel, y en la línea de Negri y Hardt, reivindicando el carácter transnacional que las demandas democráticas hoy adoptan en un capitalismo mundial cuyo régimen de acumulación postfordista impone globalmente.

Republicanismo se desplaza del moderno Estado europeo hacia una forma transnacional que confronta los imperios coloniales. El homo republicanus se transforma a la luz del colonialismo y la libertad como no dominación se traslada hacia la oposición de los imperios. La lectura de Bohman desborda el elitismo del republicanismo original y cuestiona formas políticas monárquicas, imperiales y dictatoriales.

Bohman reinterpreta así la no dominación en un sentido normativo fuerte que no depende de factores circunstanciales sino más bien la refiere a los poderes ciudadanos activos lo que le permite fundarla en el estatus de una ciudadanía con capacidad para crear y modificar sus propias obligaciones y deberes, más que en seguir su imposición.

Con base en esto, Bohman considera los derechos básicos como un poder normativo suficiente para asegurar la no dominación y en ese orden pueden ser concebidos como la condición para ser miembro de la comunidad política humana cuyo núcleo normativo sería la deliberación abierta para todos. La república de la humanidad que de esto se infiere conduce a reconocer la comunidad política transnacional como alternativa a la tiranía del imperio.

El cosmopolitismo republicano se constituye en la vuelta de tuerca del republicanismo clásico, tomando distancia de estado nacional y sus estrechas fronteras. Ser libre ya no es solo ser “ciudadano de un Estado” sino ser miembro de una comunidad política humana, como ideal normativo. Republicanismo cosmopolita que tiene en las instituciones internacionales, políticas y de justicia, su garantía de eficacia.

6.2.3. Opinión pública postwesfaliana

Fraser, sin embargo, en su último libro da un paso adelante en su planteamiento sobre la esfera pública al mostrar la necesidad de repensarla en términos postwesfalianos (Fraser, 2008, pp. 145-184). En efecto, la teoría clásica de la esfera pública había gravitado sobre lo que Fraser denomina el imaginario político westfaliano (IPW), es decir, una esfera pública que gravitaba en torno al estado- nación territorial. Este IPW determina, por supuesto, la reflexión habermasiana, pero también las críticas feministas y multiculturales que no logran reconocer la constelación postnacional la nueva condición de transnacionalización de la esfera pública que se evidencia en el surgimiento de esferas públicas diaspóricas, islámicas y, en últimas, globales.

Este IPW se ha sustentado en seis supuestos: primero, en que los participantes de la esfera pública son conciudadanos de una comunidad delimitada; Segundo, que su topos se mueve sobre las relaciones económicas de esa comunidad política; tercero, que la discusión en la esfera pública está mediada por un lenguaje nacional; cuarto, que la afianzamiento de la esfera pública está correlacionada con el surgimiento y consolidación del estado-nación; quinto, que la opinión pública es territorializada y vehiculizada por los medios de comunicación nacionales; y, finalmente, sexto, que la estructura subjetiva que soporta tales procesos de opinión pública está basada en comunidades imaginadas de nación.

Habermas ya ha puesto de presente en sus discusiones recientes que la única forma de cohesión e integración social en sociedades complejas o estratificadas no puede ser sino postconvencional, es decir, fundada en principios concertados constitucionalmente por las diferentes formas de vida que comparten una territorialidad: Es lo que ha denomina el “patriotismo de la constitución (Habermas, 2008, pp. 9-33). Esta integración social que se concibe solo se puede admitir en forma postnacionalista y que emancipa, según Fraser, al estado democrático de su coraza nacionalista, cuestiona radicalmente y permite desbordar los supuestos más afianzados del IPW. Sin duda, todos estos cambios responden a una transformación estructural de la esfera pública en tanto las movilizaciones actuales de la opinión pública no se detienen en las fronteras nacionales, así como los problemas debatidos desbordan los espacios nacionales. La globalización, glocalización e hibridación han hecho estallar el marco westfaliano e imponen repensar la esfera pública.

Fundamentar un modelo postwestfaliano de soberanía dispersa es el reto de una nueva teoría crítica. Reto que conduce a dilucidar las condiciones de posibilidad de la legitimidad normativa y la eficacia política de una opinión pública en un mundo postwesfaliano. Preguntas que conducen a replantear las circunstancias de paridad participativa e inclusividad que puedan hacer legitima esa opinión pública global así como las condiciones de traslación y capacidad que concreten su potencial de eficacia. Lo primero desborda la noción de ciudadanía nacional como fundamento de legitimidad y lo segundo supone apuntar a poderes transnacionales con capacidad de transformar e implementar, en términos vinculantes, la voluntad transnacional formada discursivamente.

7. Conclusión

Este escrito quiso reconstruir el problema que Adorno plantea, ya en el otoño de su vida, en torno al significado que la metafísica tiene en el contexto del hundimiento histórico de la razón ilustrada, una razón reducida —como lo había desarrollado Horkheimer— a mera instrumentalidad, y las consecuentes o eventuales posibilidades de proyección que la misma tendría a través del arte, en tanto teoría estética. Igualmente, en ese orden, los alcances que, en cuanto proyecto emancipatorio, puede efectivamente tener a través de esa dimensión estética frente a la condición histórica de la alienación contemporánea.

En efecto, confrontando el escepticismo de la primera Escuela de Frankfurt, y ante el aparante agotamiento de la metafísica, Adorno le apuesta a la vía estética como opción emancipatoria donde un arte que gira sobre su eje —es decir, que transita de la categoría de lo bello a la de lo sublime— permite descubrir las salidas postradicionales de reconciliación de un mundo desgarrado. Ambientando el camino que, más tarde, la tercera generación de frankfurtianos (Wellmer, Dubiel, Honneth) intentará rastrear, recuperando el momento de incondicionalidad de la metafísica pero sumándole una legitimidad discursiva cuya salida política nos referirá necesariamente a una eticidad democrática como alternativa postconvencional (incluso posthabermasiana) de reconciliación.

El itinerario que este escrito buscó agotar para la ilustración de su hipótesis fue la de reconstruir la problematización que Wellmer hace del planteamiento adorniano sobre el hundimiento de la metafísica y su articulación con una eventual alternativa estética. El momento de incondicionalidad de la metafísica, que sería lo único que podría ser reivindicado en el instante de su hundimiento, no puede conservarse ya como filosofía o concepto pues todas sus potencialidades emancipatorias para superar la alienación han quedado subsumidas por la razón instrumental. Tienen que tanto que reconfigurase desde el arte y es por tanto un momento estético, que logra resimbolizar lo bello en términos de lo sublime, el único capaz de captar la abismalidad y, eventualmente, transmitirla.

Pero precisamente esa transmisión de la experiencia abismal no puede ser sino comunicativa y, por tanto y en últimas, política. La propuesta de Dubiel sobre la democracia como dispositivo simbólico explora esa posibilidad como un primer momento para la superación de las aporías que Adorno y la primera Escuela de Frankfurt no logran resolver, apuntando a lo político como la instancia simbólica que rescata no solo la incondicionalidad sino la paradójica vaciedad del poder.

Pero esa vaciedad del poder que la modernidad nos lega, para ser llenada efectivamente en términos políticos pero postradicionales y postconvencionales, nos remite a la categoría de eticidad democrática que, sin embargo, va sufriendo un largo proceso de maduración. Inicialmente será Habermas quien la ambienta en las figuras del patriotismo de la constitución y, como mediación de este, de la opinión pública. Honneth dará un paso adelante al mostrar que el reconocimiento exige ya una eticidad postradicional cuyo trasfondo de solidaridad y proyección jurídica no puede estar anclada a identidades tradicionales ni sustantivas.

Pero será Wellmer, en esta misma dirección, quien concrete no solo la única vía en que el lugar vacío del poder puede ser colmado, a través de una eticidad democrática no sustancial sino procedimental, en términos de Hegel, lo cual garantiza que todas las formas de vida puedan acceder al mismo sin perpetuarse, concretando a través de ello, no solo la única forma de convivencia posible sino el único medio de reconciliación en las sociedades complejas y, con ello, la superación de la alienación que el momento de la incondicionalidad de la metafísica buscaba superar.

De manera análoga he intentado poner de presente, en orden a ilustrar la hipótesis de trabajo, que el concepto de “opinión pública” supone una dinámica de públicos y contrapúblicos, hegemónicos y contrahegemónicos, que constituyen la dialéctica propia de la esfera pública y que, como tal, no puede ser asimilada a la voz de las mayorías como quiso presentarse en Colombia con la gaseosa noción de “estado de opinión”. La opinión pública, más cuando es considerada por los tribunales constitucionales en términos de justicia constitucional, supone la consideración estructural de la voz de las minorías en la toma de decisiones institucionales.

Finalmente, la categoría de opinión pública postwsfaliana puso de presente la posibilidad de acudir a procesos de formación de voluntad y opinión pública transnacionales que desde una perspectiva cosmopolita democrática coadyuven a defender esa patria de la constitución donde todas las minorías y formas de vida tengan cabida cuando pretenda ser sitiada, no solo por los violentos o por los intolerantes, sino por mayorías excluyentes plebiscitarias que no quieran aceptar la diversidad y el pluralismo de sociedades complejas como las nuestrasφ

Referencias

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Notas

2. Se está entendiendo por mímesis las formas comunicativas de comportamiento del ser vivo que no tienden al control del otro, sino que se acomodan al otro dejándolo ser lo que es. Así las cosas, el concepto de una mejor razón es el concepto de una razón en el que mímesis y racionalidad formasen una constelación que les permitiese iluminarse mutuamente.
3. Wellmer critica la pretensión de Adorno de configurar la ecuación: “arte auténtico= negación= verdad”, que se opone a “cultura de masas= afirmación= mentira”, pues considera que el arte deslimitador critica y afirmativamente, a la vez, se vuelve al mundo histórico del que procede, por lo que no resulta posible establecer un límite fijo entre cultura “superior” y cultura “inferior”.
4. Entonces, podría pensarse que la intención de Adorno al criticar la Ilustración y plantear un estado de reconciliación, es conseguir que los potenciales humanos acumulados en el proceso de civilización pudieran quedar liberados de las cadenas del espíritu dominador de la naturaleza y mostrar su rostro humano.
5. Consultar Habermas, 1989; Habermas, 1996; Habermas, 1998.
6. También consultese Skinner, 1992 y Skinner, 1998.
7. Para profundizar sobre los conceptos de libertad negativa y libertad positiva, véase Berlin, Four Essays on Liberty, 1969.
8. En este punto, Pettit parece coincidir con otros teóricos de la democracia deliberativa como Cass Sunstein y Quentin Skinner. Al respecto véanse Q. Skinner, The Fundations in Modern Political Thought, 1978; Liberty before Liberalism, 1998; Los Fundamentos del Pensamiento Político Moderno, 1986; Machiavelli, 1981; así como Cass Sunstein, Democracia y Libertad, 2003; After the Rights Revolution, 1993; Designing Democracy: what Constitutions Do, 2001.

Notas de autor

[*] colombiano. Profesor titular de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia. Filósofo (UNC): magíster en Filosofía Moral y Ph.D. en Filosofía Política (P.W.U., USA). Adelantó su segundo Doctorado en Filosofía del Derecho (UNC) bajo la dirección del Profesor Guillermo Hoyos.
[**] Artículo de revisión de tema.
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