Artículos
A vueltas con la religión. Otra forma de pensar la ciudadanía
THE RELIGION, REVISITED. ANOTHER WAY OF THINKING ABOUT CITIZENSHIP
Revista Filosofía UIS
Universidad Industrial de Santander, Colombia
ISSN: 1692-2484
ISSN-e: 2145-8529
Periodicidad: Semestral
vol. 16, núm. 1, 2017
Recepción: 23 Julio 2016
Aprobación: 28 Noviembre 2016
Resumen: en el presente ensayo se formula la tesis, aparentemente paradójica, según la cual el principio de laicidad y la idea de comunidad política salen reforzados en la medida en que un gobierno sea capaz de arbitrar medidas que aseguren que la religión progrese y goce del mayor desarrollo y consideración posibles. Además, para poner a prueba su virtualidad, se conecta la tesis, así formulada, con un problema práctico, como es si la ley debería permitir el aborto alguna vez, y si es así, bajo qué circunstancias. La conclusión que se extrae es que, al presentar las diferencias de opinión en este tema como diferencias religiosas, se está contribuyendo a la unión política, pues estamos acostumbrados a la idea de que es posible convivir a pesar de que existen profundas diferencias en materia religiosa. El ensayo concluye con una contextualización de la citada tesis en el marco de la tradición política del liberalismo, tomando como referentes a Ronald Dworkin (su autor) y a John Rawls.
Palabras clave: laicismo, religión, aborto, liberalismo, Dworkin.
Abstract: At this paper a thesis is formulated, apparently paradoxical, according to which the principle of secularism and the idea of political community are strengthened to the extent that a government is able to enact measures in order to ensure that religion develops and it is respected. In addition, in order to test its potentiality, thesis is related with a practical problem, whether the law should allow abortion ever, and if so, under what circumstances. The conclusion is that, if we introduce the differences of opinion on this issue as religious differences, we are contributing to political union, because we are accustomed to the idea that it is possible to live together despite deep religious differences. The paper concludes with a contextualization of that thesis at the context of the political tradition of liberalism (by Ronald Dworkin, who is his author, and by John Rawls).
Keywords: Secularism, Religion, Abortion, Liberalism, Dworkin.
En lo que sigue presentaré una tesis que, a primera vista, puede resultar paradójica pero que como trataré de demostrar, lejos de poner en entredicho el principio de laicidad[2], uno de los pilares sobre los que se asienta la convivencia en las sociedades modernas, respeta éste de la mejor manera posible. Formulada con trazos muy gruesos rezaría así: en la medida en que seamos capaces de arbitrar medidas en lo público que aseguren que la religión progrese y goce del mayor desarrollo y consideración posibles, estaremos honrando el citado principio y, con ello, la idea de comunidad política.
En el período moderno, y singularmente con la Reforma, se introdujo un fenómeno nuevo en el devenir histórico: el choque entre religiones que la crítica ulterior caracterizó como salvíficas, fideístas y expansionistas que, al implantar en las concepciones del bien un elemento trascendente que no admite compromiso, desembocó en una guerra civil religiosa interminable. La realidad política actual, lejos de certificar el ocaso de una experiencia de esta envergadura, parece avalar esta premisa. Así, algunas de las discusiones más virulentas que se han producido (y que se están produciendo) en nuestras sociedades parecen tener una causa común: el enfrentamiento entre diferentes doctrinas sin perspectivas de solución. Abundando en la idea, algunos autores no han dudado en caracterizar algunas de las disputas más dramáticas que están teniendo lugar en estos momentos como las nuevas versiones de las terribles guerras de religión que asolaron la Europa del siglo XVII[3].
Desde Colombia, por ejemplo, los medios de comunicación, nacionales e internacionales, se han hecho eco de ciertas actuaciones polémicas emprendidas por el (ex) Procurador General de la Nación, Alejandro Ordóñez, como anular el primer matrimonio entre parejas del mismo sexo celebrado en el país, obstaculizar la prestación de los servicios de interrupción de embarazos incluso en los casos admitidos por la ley, o demandar a una popular revista por la publicación de una parodia erótica de “La última cena”. Este cargo institucional no sólo no ha ocultado sus férreas convicciones religiosas, sino que no ha dudado en presentar éstas como la mejor garantía para el cumplimiento de sus deberes. [4] En El Salvador, todavía está reciente el denominado “caso Beatriz”, una joven de 22 años a la que la Sala Constitucional de la Corte Suprema negó la interrupción del embarazo que estaba poniendo en peligro su vida[5]. Beatriz, a pesar de padecer lupus y otras dolencias graves, corría el riesgo de fallecer en el momento de alumbrar a su hijo, a quien le faltaba parte del cerebro, lo cual hacía inviable además que viviera aunque el embarazo llegase a término. En contra del dictamen de los médicos que la atendieron y de algunas recomendaciones emitidas por ciertos organismos internacionales, el alto tribunal sentenció que existía un impedimento absoluto para autorizar la práctica de un aborto “por contrariar la protección constitucional que se otorga a la persona humana desde el momento de la concepción”. Tras la notificación del fallo, se puso en marcha una campaña, que trascendió las fronteras nacionales, liderada por organizaciones de mujeres y de derechos civiles para permitir la interrupción del embarazo de Beatriz. Finalmente, la decisión de la corte no fue invalidada y la joven dio a luz, mediante cesárea[6], a una niña que falleció entre tres y cinco horas después.
Mi tesis, tal y como enunciaba al principio, es otra. Sostengo que el principio de laicidad, correctamente entendido, asegura la convivencia pacífica entre personas que viven bajo un mismo esquema de gobierno, al tiempo que estimula la diversidad religiosa. A pesar de que los desacuerdos en torno a algunas cuestiones son profundos y que nada asegura su resolución, si somos capaces de argüir que tienen una raíz religiosa, ello, lejos de fracturar, debería contribuir a fomentar la unión y la paz social. En este sentido, el laicismo, al afirmar que las creencias religiosas son, en cuanto tales, dignas de respeto y tolerancia y, por tanto, no susceptibles de ser impuestas, estaría enseñando que es posible vivir en comunidad, a pesar de que existan profundas divisiones en ese aspecto.
Dicho esto, ¿cómo habría que argumentar para que ciertas discusiones, y en particular las distintas posiciones involucradas, puedan interpretarse como religiosas? Una vía puede ser desligar, con carácter general, la religión de toda forma de divinidad. Esta estrategia no es desde luego extraña a ciertas formas de pensamiento contemporáneas así como a otras manifestaciones culturales actuales. Con diferentes modulaciones, tienen en común el rechazo de la idea de Dios, aunque reivindicando al tiempo la centralidad de lo inmaterial o trascendente.
Marcel Gauchet (2007), por ejemplo, acepta un “Absoluto” pero “terrenal”; el ser humano, dirá además, puede ser o no ser religioso, pero “no puede dejar de lado a lo inmaterial”. Dawkins (2009), por su parte, a pesar de que se alía con los deconstruccionistas más severos de la religión, propone una concepción de la ciencia capaz de entrañar “belleza”, de manera que el descubrimiento de los mecanismos que rigen los fenómenos naturales, argumentará, “no sólo no destruye su poesía sino que la ensalza”. The Sunday Assembly (2014), que se define como “una iglesia que no es iglesia” o como “una congregación sin Dios”, aglutina cada primer y tercer domingo del mes, en Londres, a un nutrido grupo de personas que se proclaman ateas con el fin de celebrar “las maravillas de la vida”. La lista de evidencias en este sentido es innumerable; simplificando mucho se diría que, en el panorama actual, “la peor parte se la ha llevado Dios”; mientras, la religión “estaría conociendo nuevos retornos”[7].
En realidad, para la tesis que pretendo defender y desarrollar a lo largo de estas páginas no reclamo ninguna originalidad. En este sentido, la obra del filósofo del derecho y de la política recientemente fallecido, R. Dworkin, me va a servir para su ilustración.
Aunque se trata de un pensamiento complejo, puede afirmarse que este autor dedicó sus esfuerzos a articular una concepción del derecho abierta a valores políticos y morales ordenados en torno a una máxima general según la cual el gobierno debe igual consideración y respeto a todos los ciudadanos. El compromiso del autor con una filosofía moral y política de signo liberal-igualitario le llevó a buscar un fundamento, que él creía más sólido, en lo que denominó un conjunto de principios éticos a propósito del significado de la vida y de lo que significa vivir bien[8]. Pues bien, es a estos principios a los que, finalmente, en su obra póstuma titulada Religión sin Dios[9], no ha dudado en catalogar de “religiosos”, aunque incluyendo ya en su primera página la advertencia de que “la religión es un asunto de más calado que la idea de Dios” (religion is deeper than God).
A lo largo de casi doscientas páginas, Dworkin se esfuerza por defender, fiel al ideario liberal de la tolerancia, la oportunidad del debate religioso, que trata de estimular y de hacer progresar desligándolo de la necesidad de un fundamento teísta. De acuerdo con su teoría, creyentes y no creyentes compartirían unos mismos principios “objetivos e independientes” que sintetiza en dos y que encarnan lo que él mismo denomina una “actitud religiosa” en relación con el mundo. El primer principio:
Afirma que la vida humana tiene un significado o importancia objetiva. Cada persona tiene una responsabilidad innata e ineludible de tratar de hacer de su vida una vida exitosa: eso significa vivir bien, aceptar responsabilidades éticas con uno mismo y responsabilidades morales con los demás, no sólo si ocurre que pensamos que esto es importante sino porque es en sí mismo importante si nosotros pensamos así o no (Dworkin, 2013, p. 4).
El segundo principio, por su parte, enuncia que “lo que llamamos naturaleza —el universo en su conjunto y sus partes— no es sólo un hecho bruto sino que en sí mismo tiene algo de sublime: algo intrínsecamente valioso y maravilloso”. Y añade:
sendos principios, considerados conjuntamente, declaran la presencia de un valor inherente en dos dimensiones de la vida humana: la biológica y la biográfica. Somos parte de la naturaleza porque tenemos una existencia y una duración que son físicas: la naturaleza es el lugar y el nutriente de nuestras vidas físicas. Pero somos más que naturaleza porque nos vemos a nosotros mismos conscientemente llevando una vida y teniendo que tomar decisiones que determinan finalmente qué vidas hemos llevado (4).
Indudablemente, la argumentación del autor se mueve, al menos en este punto, en un terreno demasiado abstracto y general. Podemos, sin embargo, tratar de poner a prueba su tesis poniéndola en relación con un problema práctico, con alguna de esas controversias que más disputas ha suscitado y que, presumiblemente, seguirá suscitando en nuestras sociedades. Afortunadamente, el propio autor llevó a cabo un ejercicio de este calibre en un libro anterior titulado El dominio de la vida, donde construye una discusión, a mi juicio muy lúcida, sobre dos temas tan virulentos como son el aborto y la eutanasia (1994)[10].
No le falta razón a Dworkin cuando abre su libro señalando que las discusiones sobre uno y otro tópico:
nunca han sido tan apasionadas y abiertas, las opiniones nunca tan divididas […] como ocurre en estos momentos en Estados Unidos y en Europa” (9). Y añade: “en casi todas partes la batalla del aborto es más encarnizada y más importante políticamente que la discusión acerca de la eutanasia. La guerra entre los grupos abortistas y sus adversarios es la nueva versión (norte) americana de las terribles guerras de religión de la Europa del siglo XVII. Los ejércitos enfrentados marchan por las calles y se aglomeran para protestar en las clínicas donde se practican abortos, en los juzgados y en la Casa Blanca, gritando, insultando y odiándose los unos a los otros. El aborto está lacerando a Estados Unidos. Está también distorsionando su política y creando confusión en su derecho constitucional (9-10).
América Latina no es una excepción. Casos como el de “Beatriz” en El Salvador o algunas de las actuaciones emprendidas por el procurador general de la Nación en Colombia, de las que daba cuenta más arriba, certifican la validez del juicio formulado por Dworkin. Un dato más, que añado ahora, y que puede resultar especialmente revelador. En el continente latinoamericano, actualmente cinco países (a saber, El Salvador, República Dominicana, Chile, Nicaragua y Honduras) prohíben totalmente el aborto, incluido el terapéutico. Esto invita a pensar que en esta parte del mundo, las posiciones, si cabe, se encuentran más enfrentadas que en otros lugares.
La argumentación de Dworkin se desarrolla con arreglo a los siguientes puntos: 1. Si se acepta que la “gran batalla” del aborto se produce por causa del valor intrínseco de una vida humana (singularmente, por las implicaciones que se siguen de dicha afirmación), entonces esa “batalla” tiene, al menos, una naturaleza cuasi religiosa. 2. Desde el momento en que las constituciones modernas garantizan la libertad religiosa, la libertad de elección en materia de aborto se presenta como una consecuencia o derivación necesaria que se sigue del contenido esencial de dicho derecho fundamental. 3. Si las premisas 1 y 2 son verdaderas, entonces un estado no puede prescribir lo que la gente debería pensar acerca de la finalidad última y del valor de la vida humana. Dicho de otro modo, de ser ciertos los enunciados 1 y 2 se infiere que cualquier gobierno que prohíba el aborto (o que lo permita sin más, en cualquier circunstancia) se compromete con una interpretación controvertida de la santidad de la vida y, por lo tanto, limita la libertad, elevada sin embargo al rango de derecho fundamental, al imponer una posición esencialmente religiosa sobre otras posibles. 4. No obstante lo anterior, esto es, del hecho de que se demuestre la verdad de los presupuestos anteriores, no se sigue que la disputa en torno al aborto quede anulada o neutralizada. Antes bien, su afirmación avalaría la tesis de que, a pesar de que existen profundas divisiones religiosas, es posible la idea de una comunidad real.[11] Como tampoco (se deduce de lo afirmado en líneas precedentes) que los estados no tengan el poder de alentar a los ciudadanos para que se planteen seriamente el asunto.
¿Qué significa entonces decir que la vida humana es intrínsecamente importante? Antes de contestar a este interrogante, Dworkin aclara que, a pesar de que mucha gente entiende que ninguna creencia es de índole religiosa a menos que presuponga la creencia en una deidad personal, lo cierto es que la idea de lo sagrado es familiar, incluso un lugar común, en otros dominios, como, por ejemplo, cuando la gente opina sobre el arte o sobre la naturaleza, sin que ello les comprometa necesariamente con una visión teista del mundo y de la vida. Abundando en la idea, la tesis del autor es que, una vez que abandonamos la idea de que cualquier creencia religiosa presupone un dios, es dudoso que podamos descubrir algún rasgo definido y exclusivo de las creencias religiosas:
La creencia de que el valor humano de la vida trasciende el valor que tiene para la criatura que la vive, esto es que la vida humana es impersonal y objetivamente valiosa es una creencia religiosa, incluso cuando es sostenida por individuos que no creen en Dios” ( 212).
Hecha esta aclaración previa, de acuerdo con el autor, cuando se afirma que la vida humana es intrínsecamente importante, se está queriendo expresar, grosso modo, y discutir a propósito de las dos ideas siguientes. Por una parte, que la vida es valiosa en tres sentidos posibles; a saber, “instrumentalmente” hablando, “subjetivamente” hablando e “independientemente” hablando. Por otra, que la idea de que cada ser humano individual es inviolable arraiga en dos “fundamentos” de lo sagrado que se combinan: la “creación natural” y la “creación humana”. Como se verá de inmediato, estas distinciones terminológicas permiten delimitar el problema y las dimensiones implicadas en la discusión del aborto.
Cuando decimos, por ejemplo, que la vida de Mozart fue valiosa porque su música sirvió a los intereses de otros, entonces estamos tratando su vida como instrumentalmente valiosa (algo, nos dirá Dworkin, es instrumentalmente importante si su valor depende de su utilidad para ayudar a las personas a obtener algo que desean). Si afirmamos, sin embargo, que la vida ha perdido su sentido para alguien que está en la ruina, entonces estamos tratando esa vida en sentido subjetivo (una cosa es subjetivamente valiosa sólo para aquellas personas que la desean). El autor advierte, llegados a este punto, que lo que hace problemático el aborto no es el valor personal (o subjetivo) que una vida tiene para la persona de cuya vida se trata —la razón es que casi nadie cree que el feto, en su primera fase, tenga intereses y derechos—, sino el hecho de que la vida de cualquier organismo humano, incluido el feto, tiene “valor intrínseco”, vale decir, es importante en sí mismo, con independencia de que pueda tener además un valor instrumental o subjetivo:
Si tratamos cualquier forma de vida humana como algo que debemos respetar, honrar y proteger por ser maravilloso en sí mismo, entonces el aborto es moralmente problemático. Si es una horrible profanación destruir un cuadro, ¿por qué no debería constituir una profanación mucho más grave destruir algo cuyo valor intrínseco puede ser mucho mayor? (99).
De modo que para cifrar dónde se residencia el mayor valor intrínseco de la vida humana, hay que prestar atención a aquello que la hace inviolable por lo que “representa o encarna”. Aquí, Dworkin estaría introduciendo dos distinciones adicionales. Por una parte, la distinción entre lo que valoramos “incrementalmente” —“aquello de lo que queremos más sin importar cuánto tenemos ya” (100)— y lo que valoramos sólo cuando existe. Lo que diferencia a lo sagrado de lo incrementalmente valioso es que lo sagrado es intrínsecamente valioso
porque existe, y por lo tanto sólo en tanto existe. Es inviolable por lo que representa o encarna. No es importante que haya más personas. Pero una vez que una vida humana ha empezado, es muy importante que florezca y no se desperdicie (1994, p. 100).
Por otra parte, el autor sugiere una distinción entre dos procesos a través de los cuales algo se vuelve sagrado. El primero es un proceso de “asociación”; el segundo es “su historia, el cómo llegó a ser lo que es” (101). Así, por ejemplo, muchas personas consideran la bandera de su país sagrada, no porque sea incrementalmente valiosa, sino porque su carácter sagrado es una cuestión de asociación. En el caso del arte, adoptaríamos, sin embargo, una actitud diferente. Lo que hace valioso un cuadro no es lo que simboliza (o aquello con lo que se asocia), sino cómo llegó a convertirse en lo que es. Una posición semejante asumimos ante ciertos aspectos del mundo natural. Si tendemos a considerar sagradas a distintas especies animales es por la manera como éstas llegaron a existir: “Lo que creemos importante no es que haya un determinado número de especies sino que una especie que existe ahora no se extinga por nuestra causa”(102). De este postulado, no resulta difícil concluir que “naturalmente, nuestra preocupación por la conservación de las especies animales alcanza su forma más dramática e intensa en el caso de una especie en particular: la nuestra” (103).
Expresado de otra manera, en muchos de los casos familiares -como las obras de arte, la biodiversidad o las culturas-, el “nervio de lo sagrado” reside en el “valor que atribuimos al proceso, empresa o proyecto, más que en el valor que atribuimos a los resultados considerados con independencia de cómo fueron producidos” (105).
Continuando con la argumentación, existirían dos formas moralmente significativas de entender el proceso en virtud del cual un ser humano llega a ser lo que es. Dicho de otro modo, en cada persona tienen lugar, simultáneamente, una inversión “natural” y una inversión “humana” (110-113). Cualquier criatura humana es, al tiempo, un triunfo de la creación (divina o evolutiva) y el resultado de aquello que hacemos con nuestras vidas. De modo que “la vida de un solo organismo humano exige respeto y protección debido a la compleja inversión creativa que representa” (113).
Hechas estas precisiones, los términos de la discusión en torno al aborto quedarían fijados de la siguiente manera. Partiendo de la presuposición básica de que una vida humana es el resultado de una compleja inversión creativa, de forma que una muerte deliberada y prematura supone una frustración (por lo que supone de desperdicio en lo ya invertido), podemos comprender mejor algunos de los desacuerdos acerca de este tema si se toman como reflejos de profundas diferencias acerca de cuál es la importancia moral relativa de las contribuciones natural y humana a la inviolabilidad de las vidas humanas. Así, un conservador extremo tiende a enfatizar la inversión natural, con lo cual creerá que una muerte deliberada y prematura supone la mayor frustración de la vida. Mientras que, por contra, un liberal, también radical, que atribuye más valor a la contribución humana, considerará que es más sensato decidir que la vida se termine antes de que una ulterior y significativa inversión humana se vea condenada al fracaso.
En realidad, aunque las diferencias de opinión en materia de aborto pueden ser explicadas de esta manera, lo cierto es que muy pocas personas adoptan alguna de estas dos posiciones extremas. Así, quienes se declaran liberales no niegan, mayoritariamente, que la concepción de una vida humana sea un hecho de gran importancia moral. Por este motivo coinciden con los conservadores en que, al ir adoptando el feto la figura y la capacidad de un niño, el aborto se convierte progresivamente en un hecho que debe ser evitado y lamentado cada vez más, a medida que la inversión natural va resultando mayor. De la misma manera, la mayoría de los conservadores reconocen la importancia de las contribuciones personales a una vida humana, con lo cual también consideran que una muerte prematura es peor cuando tiene lugar no en la primera infancia sino después de que se han hecho inversiones en términos de esperanza y ambición. Sintetizando:
conservadores y liberales discrepan no porque unos rechacen completamente un valor que los otros consideran cardinal, sino porque adoptan posiciones distintas, a veces dramáticamente distintas, acerca de la importancia relativa de estos valores que tanto unos como otros consideran fundamentales (226).
Conviene recordar, llegados a este punto, los propósitos y el alcance de una estrategia como la desplegada por el autor. Enfrentados a un problema personal y social tan intrincado como es el aborto, el análisis puede proceder sólo por abstracción. Pero la abstracción, como es sabido, ignora la complejidad de la vida real. Dworkin, sabedor de esto, no aspira, pues, ni a elaborar una fórmula para las decisiones reales ni a construir una teoría general del aborto a partir de la cual puedan tomarse soluciones particulares que se ajusten a cada caso concreto. Su fin es, más bien, rediseñar los términos del debate, el objeto sobre el que versa, de modo que se honre el ideal de la tolerancia. Si entendemos y evaluamos los argumentos implicados en la controversia sobre el aborto como reflejos de juicios acerca de cómo y por qué la vida humana es sagrada (y acerca de qué decisión, en circunstancias concretas, respeta mejor lo realmente importante de la vida), entonces actualizamos nuestro compromiso con la tolerancia al aceptar que ninguna vida es buena cuando se la conduce en contra de sus propias convicciones.
En realidad, no le falta razón al autor cuando señala que la cuestión subyacente aquí constituye un tema más universal de moralidad política. Sintéticamente formulado rezaría así: ¿debería cualquier comunidad política hacer que los valores intrínsecos sean objeto de decisión colectiva en lugar de dejarlos a la elección individual?
La respuesta del autor no es ni un sí rotundo ni un no incondicional. Después de argumentar que los estados no tienen poder para imponer a los ciudadanos un punto de vista especial acerca de cómo y por qué la vida es sagrada, reconoce, no obstante, que sí tienen la capacidad de alentar a los ciudadanos para que se planteen seriamente la cuestión del aborto, aunque con la advertencia de que deben ser especialmente cuidadosos a la hora de adoptar medidas destinadas a tal fin. En este sentido, toda restricción que haga imposible el aborto será indebida, así como cualquier otra que, sin convertirlo en inaccesible, lo torne lo suficientemente oneroso o difícil como para que algunas mujeres se vean impelidas a no llevarlo a cabo[12].
Ahora bien, la línea entre la regulación que impone un obstáculo sustancial a la práctica y una que sólo hace que el aborto resulte más inconveniente es difícil de trazar en muchos casos. Pensemos, por ejemplo, en el establecimiento de un período de espera obligatorio[13]. Así pues, no le falta razón a nuestro autor cuando concluye que “los argumentos jurídicos más serios durante los próximos años serán, probablemente, disputas acerca de si una regulación legal sirve al permisible propósito del Estado de alentar la responsabilidad o, por el contrario, al ilegítimo de recurrir a la coacción” (225).
Concluyendo, aunque hay puntos débiles en la argumentación de Dworkin[14], entiendo que su estudio puede resultar provechoso. Al menos por dos razones: porque alienta la tolerancia y porque estimula la reflexión, dos actitudes especialmente valiosas si se trata de estimular un verdadero debate entre quienes nos preciamos de ser ciudadanos.
No quiero concluir este breve ensayo sin ofrecer algunas indicaciones, necesariamente sumarias dadas las restricciones formales que hay que observar, sobre la tradición política en que se inscribe la tesis que acabo de presentar en las páginas precedentes.
En este sentido, la propuesta que articula Dworkin responde al intento de acorazar al liberalismo, él se define como tal, contra un tipo de ataques que se han venido formulando de un modo recurrente desde los comienzos del pensamiento liberal, pero que en las últimas décadas han protagonizado de forma especialmente pugnaz los comunitaristas.
A decir verdad, no es necesario compartir los presupuestos de los comunitaristas ni sus argumentos para reconocer que sus ataques han tocado un punto neurálgico. A juicio de estos autores, el liberalismo, con sus premisas políticas básicas de igualdad, libertad y tolerancia, estarían condenándonos irremediablemente a vivir vidas desprovistas de vínculos afectivos, personales, religiosos…: en definitiva éticos. En realidad, no es que el liberalismo ignore el hecho de que somos seres por así decirlo éticos, lo cual es una obviedad, sino que nos obliga a desprendernos de esta parte de nuestra identidad en las ocasiones políticas (por ejemplo, a la hora de votar), alejando así la política de los valores e intereses fundamentales de los individuos. Expresado de otro modo, el reproche que los comunitaristas dirigen a los liberales es que éstos recomiendan a los individuos ser tolerantes y comportarse de manera imparcial en ocasiones políticamente relevantes donde su conciencia e instintos les dictan lo contrario.
Para entender el dilema ante el que se encuentra el pensamiento liberal, es preciso entender bien el reto al que debe hacer frente.
Mientras en la filosofía antigua, la moral y la ética fluían a partir de una concepción de la vida buena, la relación entre ética y política se ha hecho problemática con la modernidad. La ruptura de la unidad religiosa, el debilitamiento de las tradiciones forjadoras de identidades colectivas y la expansión del espíritu científico han hecho que uno de los rasgos característicos del mundo moderno sea lo que Rawls ha denominado el “hecho del pluralismo”: el hecho de que…
la diversidad de doctrinas religiosas, filosóficas y morales comprehensivas y razonables que se encuentran en las sociedades democráticas no es una mera condición histórica pasajera, sino un rasgo permanente de la cultura pública de la democracia. En las condiciones políticas y sociales aseguradas por los derechos y libertades básicas de instituciones libres, aparecerá y persistirá una diversidad de doctrinas comprehensivas en conflicto e irreconciliables, más aún razonables, si es que no se da ya (1993, p. 36).
Las sociedades democráticas modernas, profundamente divididas ética y religiosamente y en otras dimensiones valorativas, tienen así que resolver el problema de reconciliar a personas con concepciones diferentes de la vida buena, de modo que, sin embargo, se mantenga la unidad social.
“Continuidad” y “discontinuidad” designan dos estrategias diferentes que puede seguir el liberalismo para ofrecerse como una concepción capaz de conseguir la reconciliación entre ética y política.
En la estrategia de la discontinuidad, el liberalismo se concibe a sí mismo y se presenta públicamente como una construcción en cierto sentido artificial, diseñada con el solo objetivo de servir a la discusión pública. Pero si está pensado solamente como una concepción política, orientada a la discusión política, entonces no hay necesidad de que alguien suscriba sus contenidos o principios como “suyos”, con lo cual ética y política resultan finalmente compatibles entre sí. Precisamente el hecho de que se presente independiente de presupuestos éticos permite que puedan abrazarla personas con concepciones éticas diferentes. Tal y como ilustra Dworkin, de la misma manera que alguien puede estar de acuerdo en obligarse mediante un contrato mercantil sin tener que aceptar que sus términos resulten perfectamente equitativos —o, incluso, razonables—, alguien puede estar de acuerdo en abrazar el liberalismo sin necesidad de conceder que sus principios son “verdaderos”.
La tradición contractualista, y de modo particular la teoría de Rawls, representarían, a juicio de Dworkin, ejemplos importantes de esta estrategia. Como es sabido en El liberalismo político, Ralws interpretó la teoría contractualista que había desarrollado en Una teoría de la justicia como una concepción liberal de la justicia política, lo que significa al menos tres cosas. Primero, la teoría es política en cuanto a su objeto: es decir, no se presenta como una teoría moral general sino que tiene por objeto las instituciones políticas, sociales y económicas principales de un régimen democrático moderno —lo que Rawls denomina la “estructura básica de la sociedad”—. Segundo, la teoría es política en cuanto a su fundamentación: se presenta como un punto de vista independiente en el sentido de que no forma parte ni es derivable de ninguna posición ética, religiosa, o filosófica particular —en la jerga de Rawls, de ninguna “doctrina comprehensiva”—. Rawls lo ha expresado en una fórmula muy conocida: la teoría de la justicia es política, no “metafísica”. Tercero, la teoría es política en relación con los materiales con que se elabora. El contenido de la teoría está expresado en los términos de ciertas ideas fundamentales que se entienden implícitas o latentes en “la cultura pública de una sociedad democrática”. La tesis de Rawls es que si una teoría de la justicia se considera política en este sentido, y sus principios son razonables, es posible que consiga suscitar un amplio acuerdo en torno a ella, incluso si los ciudadanos siguen sustentando convicciones éticas, filosóficas, muy diversas, incluso contradictorias entre sí. En la medida en que de este modo los principios del liberalismo sean capaces de focalizar un “consenso por solapamiento” entre personas con concepciones éticas diversas, el liberalismo habrá conseguido reconciliar ética y política.
La estrategia de la continuidad intenta reconciliar ética y política presentando los valores políticos del liberalismo como derivados de valores éticos más fundamentales: persigue una experiencia moral más integrada, y en ese sentido se muestra reticente a dejar de lado las convicciones éticas cada vez que hay que entrar a discutir un asunto político. Mientras que en el primer caso el liberalismo, como teoría política, no se levanta sobre una ética específicamente liberal, sino que aspira a poder ser compatible con una cierta variedad de concepciones éticas, cuando adopta la estrategia de continuidad intenta construir una ética que sea capaz de congeniar con los principios políticos liberales —en suma, una ética liberal—. La estrategia de la discontinuidad aspiraba a especificar un conjunto de principios que pudieran ser aceptados como el contenido de la razón pública, a los que debería uno atenerse cuando se discuten en el foro cuestiones fundamentales de justicia. En cambio:
La estrategia de continuidad supone que todas las convicciones éticas están disponibles en política, que la política liberal surge no cuando se dejan de lado algunas de ellas sino, al contrario, cuando se activan plenamente aquellas convicciones éticas que son más globales y filosóficas. Desde este punto de vista, la ética y la política están interrelacionadas de tal forma que algunas de las cuestiones de mayor alcance del carácter de la buena vida son también cuestiones políticas (Dworkin, 1993, p. 65).
Si decíamos hace un momento que el liberalismo “político” de Rawls se puede interpretar como un exponente descollante de la estrategia de discontinuidad, la igualdad liberal de Dworkin aspira a convertirse en paradigma de la estrategia de continuidad ilustrando una nueva concepción o forma de entender el liberalismo como liberalismo “ético”.
Según Dworkin la estrategia de la discontinuidad está desencaminada. Por un lado, aplicada consistentemente, parece condenada a crear un conflicto al modo de Berlin entre los valores éticos y los políticos: se propone resolver el desacuerdo que pueda haber entre las personas a propósito de los valores éticos a costa de un conflicto en cada persona entre sus diversos valores. Pero con ello se condena a los ciudadanos a una existencia dividida. Por otro lado, la estrategia de la discontinuidad elimina de la discusión pública precisamente los temas que en la actualidad centran la atención de la opinión pública. En este sentido, Dworkin llama la atención sobre el hecho de que en los últimos tiempos el centro de gravedad de la discusión pública se haya desplazado desde los temas propios de la justicia —¿qué derechos y obligaciones deben reconocerse unos a otros?— hacia temas característicamente éticos, como los males que se derivan para la sociedad a consecuencia de la proliferación de la pornografía y la pérdida de los valores familiares; más aún, cuando parece que la atención se dirige sobre cuestiones más sociales o políticas, que reclaman una respuesta en términos de justicia, los argumentos de justicia terminan inseparablemente combinados con argumentos no políticos —éste es claramente el caso de las discusiones sobre política de empleo y ayuda a los desempleados, en los que las razones de justicia se encuentran enredadas con argumentos relativos al valor de una sociedad que mantiene un importante número de personas subsidiadas, y al valor mismo de las vidas de esas personas—. La estrategia de la discontinuidad recorta indebidamente el campo argumental del liberalismo y de ese modo debilita su posición en el debate público.
Ahora bien, la estrategia de la continuidad propuesta por Dworkin parece, por su parte, enfrentarse a una objeción: si admitimos que las concepciones comprehensivas de la vida buena son irremediablemente particulares (incluso cuando son compartidas por muchos), un liberalismo que se presente públicamente como una concepción ética ¿no se está arrebatando a sí mismo la posibilidad de focalizar un consenso inclusivo? A decir verdad, se diría que liberalismo político y liberalismo ético son respuestas complementarias, e insatisfactorias, a lo que el mismo Dworkin ha denominado el “dilema consensual”: si el liberalismo político, en la línea de Rawls, paga el consenso al precio del desdoblamiento y el conflicto, el liberalismo ético dworkiniano paga la integridad al precio del consenso.
Dworkin minimiza este inconveniente. Para empezar, Dworkin sugiere que la estrategia rawlsiana del consenso tropieza con serios problemas de aplicabilidad si, como parece sugerir la experiencia, la gente no está dispuesta a preterir sus principios, instintos y convicciones éticas y religiosas más básicas a favor de un conjunto discreto de principios políticos. Por otra parte, Dworkin cree que, a pesar del atractivo que tiene la idea de consenso, el consenso no es necesario para efectos de legitimación de un acuerdo:
Si la estructura política en la que persiste el acuerdo es verdaderamente democrática, entonces es equitativo imponer sus decisiones colectivas incluso a aquellos que se oponen a ellas, e incluso a aquéllos que erróneamente piensan que la estructura del gobierno es injusta (…) No nos enfrentamos a un dilema consensual sino a un dilema democrático: no necesitamos consenso, sino popularidad, al menos popularidad potencial (1993, pp. 9-10).
Pero si lo que se busca no es consenso sino popularidad, Dworkin sugiere, en contra de lo defendido por Rawls, empezar a construir la fundamentación del liberalismo “aguas arriba” de lo que nos divide, en lugar de “aguas abajo”: intentar ganar popularidad para los principios políticos liberales presentándolos como insertos en valores ampliamente compartidos, que puedan ser aceptados por todos, a pesar de los desacuerdos sobre temas éticos y religiosos más concretos que persistirían entre nosotros.
Continuando con la argumentación, Dworkin ve en lo que denomina “el individualismo ético” la clave de esa ética liberal que puede llegar a ser “popular”.
El individualismo ético está construido sobre la base de dos grandes principios: el principio de “igual importancia” y el principio de “especial responsabilidad”. Dworkin formula el primero de ellos en los siguientes términos:
“Es importante, desde un punto de vista objetivo, que las vidas humanas tengan éxito y no se desperdicien, y esto es igualmente importante, desde ese punto de vista objetivo, en relación con la vida humana” (Dworkin, 2000, p. 15).
La propia enunciación informa ya que estamos ante un principio complejo que contiene dos partes: una parte más sustantiva, que insiste en el carácter objetivo del valor de la vida humana, y otra más formal o de procedimiento, que reclama una extensión universal de la exigencia contenida en el primer principio. De acuerdo con la primera parte del principio es importante cómo se viva: es importante que una vida, una vez que ha comenzado, florezca y prospere, que “no se eche a perder”. En suma, es importante que la gente haga algo bueno de sus vidas. Pero además eso es importante desde un punto de vista objetivo, independientemente de lo que la gente pueda llegar a opinar al respecto.
Dworkin admite que a favor de esta tesis fuertemente objetivista no dispone de un argumento estrictamente concluyente capaz de convencer a quien rechaza ese principio. Recurriendo más bien a la técnica del equilibrio reflexivo como procedimiento para construir una teoría en primera y segunda persona, confía en que, tras la debida reflexión, nos persuadamos de que la mayor parte de nosotros realmente ya lo acepta. Para mostrar que eso es así, invoca una distinción, que ya conocemos[15], entre los que él denomina intereses y/o ambiciones volitivas e intereses y/o ambiciones críticas. Una vez que se toma en consideración esta distinción no es difícil explicar por qué la mayoría de nosotros aceptamos ya que cómo vivamos tiene una importancia objetiva, un valor ético objetivo. Aprobamos este principio precisamente porque aceptamos que nuestras ambiciones e intereses no son sólo volitivos sino también críticos; pues sólo podemos discriminar entre unos y otros si admitimos que la vida tiene un valor ético objetivo. Nuestro “deseo comprehensivo” de llevar una vida buena es lo que nos permite distinguir entre intereses volitivos y críticos.
Podría replicarse que, en realidad, ese deseo más abstracto de llevar adelante una vida buena tiene un valor secundario en nuestras vidas, y que no juega ningún papel en nuestras reflexiones, que lo que en realidad nos preocupa es hacer determinadas “cosas” —por ejemplo, componer música— que son las que realmente nos interesan. Pero a juicio de Dworkin, hay aquí una confusión. Si uno piensa que sería un hecho lamentable no cultivar su talento musical, debe ser porque piensa que para él una vida que no incluya entre sus intereses explotar las aptitudes musicales es una vida que no vale la pena ser vivida. Una advertencia final: el hecho de que el valor ético sea una valor objetivo no impide que alguien pueda llegar a albergar en algún momento de su vida una actitud de profunda (o de relativa) incertidumbre —en una palabra, una actitud escéptica— a propósito del valor de la vida. Dworkin no sólo no descarta esta posibilidad sino que sospecha que esto es algo que a todos nos ocurre alguna vez en la vida, en nuestras “horas bajas”, aunque normalmente su incidencia no es tan severa como para que pueda llegar a instalarse definitivamente en nuestras vidas dejándonos paralizados e inermes, a la manera del Oblómov de Goncharov[16], quien repentinamente consideró que no veía ninguna razón para levantarse de la cama.
Por lo demás, no sólo es objetivamente importante cómo se viva, sino que eso vale en relación con todas las vidas. No hay nada que haga que mi vida sea importante, y que no pueda decirse también de las demás vidas. Uno podría decir que no debe dejar que su vida se desperdicie porque es un miembro del pueblo elegido por Dios, o porque Dios le ha concedido un talento muy especial que no debería perderse, etc. Aunque no hay nada incorrecto desde un punto de vista lógico en estas respuestas, Dworkin sostiene que eso no es lo que pensamos después de reflexionar. Es cierto que somos diferentes, que provenimos de culturas y tradiciones muy diversas, que tenemos talentos distintos, y que cada uno debería vivir de acuerdo a quien es y lo que es. Pero todos estos factores son parte del desafío vital al que nos enfrentamos, no razones por las cuales afrontamos ese reto. Fuera del hecho de que somos humanos y mortales que tenemos que vivir una vida, no hay ninguna otra razón para pensar que es importante la forma como se viva: no pensamos que no importaría cómo viviésemos si no fuésemos judíos, o norteamericanos, o poetas, o músicos, etc. Desde estos presupuestos, la segunda parte del primer principio del individualismo ético quedaría enunciada del siguiente modo: es igualmente importante, desde un punto de vista objetivo, que todas las vidas, una vez que han comenzado, prosperen y florezcan.
Dworkin realiza no obstante dos precisiones importantes a esta formulación. Por una parte, señala que la exigencia de igual valor no es idéntica a la exigencia de igual consideración y respeto: que sea importante que todas las vidas se resuelvan con éxito no significa que debamos dedicar la misma atención a todas ellas, —por ejemplo, a la mía, a la de mis amigos y a la de mi familia, que a la de un extraño—: igual solicitud es la virtud especial e indispensable de los soberanos, pero no de los individuos. Por otra, advierte que no deben interpretarse erróneamente las implicaciones políticas del principio de igual importancia. Sería erróneo interpretar que de él deriva para el gobierno un deber de tratar por igual a todos. Es innegable que entre este principio ético y el principio político básico según el cual el gobierno debe prestar igual solicitud a todos existe un estrecho parentesco, pero eso no significa que deba hacer todo lo que esté en sus manos para reducir al máximo las desigualdades entre los ciudadanos sin importar la fuente de esas desigualdades, tal y como se verá de inmediato.
En relación con el principio de especial responsabilidad, el segundo principio del individualismo ético, éste atribuye a cada persona una responsabilidad especial sobre el éxito de su propia vida. Dworkin lo formula en los siguientes términos:
En la medida en que han de llevarse a cabo elecciones sobre el tipo de vida que vive una persona, dentro de cualquier campo de elección permitido por los recursos y la cultura, esa persona es responsable por hacer esas elecciones (2000, p. 262).
Dworkin aclara la conexión que el principio establece entre una persona y su vida señalando que es asimilable a la que mantiene un representante o fiduciario con el cargo que se le ha confiado. Una persona tiene sobre su propia vida una relación de responsabilidad análoga a la que recae sobre un fiduciario, para quien la gestión del negocio que se le ha confiado es un asunto indelegable y personalísimo: aunque puede pedir consejo a otros sobre cómo dirigir sus actividades profesionales, la decisión última le corresponde sólo a él.
El principio de especial responsabilidad explica experiencias muy conocidas de fuerte satisfacción o frustración cuando, haciendo el balance de una vida, uno advierte que su vida ha valido la pena, o se ha desperdiciado. Dworkin recurre en ocasiones al ejemplo imaginario del Ivan Ilich de Tolstoi, 2013, quien, al borde de la muerte, hizo un recuento apresurado de los acontecimientos más importantes que habían jalonado su vida, y reaccionó con angustia no sólo porque veía que aquello que en su momento había juzgado importante carecía ahora de valor, sino también porque consideraba que él mismo era el responsable de que su vida se hubiera echado a perder.
Para entender correctamente este segundo principio es conveniente precisar que no asigna a cada uno toda la responsabilidad —ni siquiera siempre la responsabilidad más importante— por lo que pueda ocurrir con su vida, cosa que, como la experiencia muestra, muy a menudo escapa al control de uno. Más bien:
Asigna a cada persona responsabilidad por el diseño evaluativo de su vida: asigna a cada persona la responsabilidad de amoldar su vida a una concepción del valor ético elegida o endosada por él más que por otra persona o grupo (16).
Atribuir a las personas responsabilidad por el “diseño evaluativo de su vida” no significa suponer (como a veces se ha atribuido críticamente al liberalismo) que sean seres asociales, capaces de formar y organizar sus aspiraciones libres de toda influencia cultural y al margen de la red de relaciones humanas en que se encuentran. Esa atribución de responsabilidad tampoco presupone un compromiso con una concepción metafísica de la libertad. Independientemente de cómo hayan podido formarse de hecho las convicciones y presuposiciones desde las que uno actúa; lo verdaderamente determinante a la hora de certificar el grado de cumplimiento del principio es que esas convicciones y presuposiciones puedan ser juzgadas como suyas. La forma como Dworkin entiende el principio de especial responsabilidad no depende, pues, de una teoría social atomística; tampoco impide reconocer la importancia que desempeña, en el diseño de nuestros planes de vida, lo que Dworkin llama “influencias deliberadas”, por ejemplo, las de nuestros padres y nuestros maestros. A menos que los procesos de influencia recurran a la coerción, no puede decirse que afecten a nuestra soberanía ética sobre nosotros mismos.
Una vez que ha quedado expuesta en sus líneas fundamentales la concepción ética sobre la que Dworkin pretende asentar su proyecto filosófico-político, entiendo (y espero) que quede más clara su postura en el tema del aborto. En este sentido, el compromiso del autor con el individualismo ético le lleva a concluir que cualquier decisión que adopte un gobierno al respecto debe dejar que las mujeres se responsabilicen de sus actos en la medida en que son reflejo de sus particulares convicciones éticas. El hecho de que los demás piensen de otro modo, o que consideren que tal o cual decisión son peores para ellas, no justifica su prohibición.
En el marco de la teoría de Dworkin, las conductas pueden prohibirse por razones de justicia pero no, en cambio, por razones éticas. Bien entendido que el liberalismo ético es tolerante con aquellas formas de vida que no violan exigencias de justicia, pero no lo es con aquellas otras que comportan injusticias, incluso si se apoyan en convicciones éticas muy intensas (2011, pp. 377-378-313)φ
Referencia
Dawkins, R. (2009). Destejiendo el arco iris. Ciencia, ilusión y el deseo de asombro. Madrid: Tusquets.
Dworkin, R. (1994). El dominio de la vida. Una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual. Barcelona: Ariel.
Dworkin, R. (1993). Ética privada e igualitarismo político. Barcelona: Paidós.
Dworkin, R. (2000). Virtud soberana. La teoría y la práctica de la igualdad. Barcelona: Paidós.
Dworkin, R. (2011). Justice for Hedgehogs. Cambridge: Harvard University Press.
Dworkin, R. (2013). Religion without God. Cambridge: Harvard University Press.
Fraijó, M. (2012). ¿Religión sin Dios? Isegoría, (47) (julio-diciembre), 381-419.
Gauchet, M. (2007). Lo religioso después de la religión. Madrid: Anthropos.
Pushkin, A. (2003). Narraciones completas. Madrid: Alba Editorial.
Rawls, J. (1996). Liberalismo político. Barcelona: Grijalbo.
Tolstoi, L. (2013). La muerte de Iván Ilich. Madrid: Editorial Nórdica.
Notas
Notas de autor