La
visión de lo sagrado: religiosidad en Hölderlin y
Nietzsche
The vision of sacred:
religiosity in Hölderlin and Nietzsche
Resumen
El
siguiente artículo se circunscribe dentro de los campos de la Estética y la
Filosofía de la Religión. Tiene por objeto central el análisis comparativo, a
nivel de la visión de lo sagrado, entre los autores alemanes: Friedrich Hölderlin y Friedrich Nietzsche. Ambos, uno desde el campo
de la poesía y el otro de la filosofía, exponen importantes ideas sobre la
relación del hombre con el fenómeno religioso (religión-religiosidad) como
continuación o superación del mismo. Estos dos enfoques van a influir, de manera
notable, en la reflexión filosófica del siglo XX hasta nuestros días.
Palabras clave
Sagrado, religiosidad-religión, poesía, Hölderlin, Nietzsche.
Abstract
This research is about Aesthetics and Philosophy of Religion. It main purpose is making a comparative analysis, to the sacred level, between the german thinkers: Friedrich Hölderlin and Friedrich Nietzsche. They, one in the field of poetry and other in philosophy field, exposes important ideas about the relationship of man with religiosus phenomenon (religion-religiosity) like continuation or overcoming of this. The two posture influence, in remarkable way, in the philosophical thought from twentieth century to our days.
Keywords
Sacred, religiosity-religion, poetry, Hölderlin, Nietzsche.
La visión
de lo sagrado: religiosidad en Hölderlin y Nietzsche
1. Introducción
Antes de
adentrarnos en la religiosidad en Hölderlin y
Nietzsche, es determinante dejar en claro qué es lo sagrado y la perspectiva
desde la cual se analizan las posturas de ambos autores. En el comienzo de su
libro Lo sagrado y lo profano, Eliade
(1981) sostiene lo siguiente:
Lo sagrado se manifiesta como una realidad de un
orden totalmente diferente al de las realidades “naturales” […] El hombre entra
en conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta, porque se muestra como algo
diferente por completo de lo profano […] Se trata siempre del mismo acto
misterioso: la manifestación de algo “completamente diferente”, de una realidad
que no pertenece a nuestro mundo (pp. 9-10).
Partiendo de
esta introducción dada por Mircea Eliade,
lo sagrado es todo aquello que está fuera del mundo material (profano). Por
tanto, lo sagrado y lo profano (lo natural) están alejados de sí —en teoría— como ocurre en el cristianismo:
Dios separado del mundo; sin embargo, y, paradójicamente, requiere de él para
entrar en contacto con el hombre. Desde este matiz, religiosidad y religión no
pueden separarse el uno del otro. Pero la evolución de las ideas religiosas
(comprendiendo estas desde lo religioso y a-religioso) demuestra otra cuestión,
como se verá a continuación.
En la historia
de la humanidad a menudo se han confundido los términos religión y religiosidad
en dos vertientes: una primera, haciéndolos análogos o que significan lo mismo,
y en una segunda, subordinando el segundo al primero. La religión —de la forma más tradicional[2]— se puede entender como un
conjunto de creencias o dogmas, elaboradas por los hombres de una sociedad
particular, acerca de la divinidad o divinidades (dependerá si la sociedad es
monoteísta o politeísta). La estructura religiosa —a pesar de no ser algo de carácter determinante— condiciona los valores
morales de dicha sociedad. La religiosidad, en cambio, es la forma en que el
hombre muestra su admiración hacia algo que lo maravilla o lo acongoja, es
decir, en él se produce un sentimiento de sublimidad expresado en el
sobrecogimiento ante algo que lo supera, como el porqué de la existencia, la
cuestión de la vida y la muerte e inclusive el problema moral (la relación
bueno-malo, la dicotomía heteronomismo-autonomismo),
y busca a través de diferentes manifestaciones culturales obtener una luz sobre
aquello que lo asombra y a la vez lo perturba. Al respecto Martín (2011)
afirma:
La religión, ésta o aquélla, se fundamenta en un
credo doctrinal particular con historia propia y en un sistema dogmático, no
necesariamente vinculado a un código moral. Y no todos los hombres tienen o
pertenecen a una religión determinada. En cambio, la religiosidad se manifiesta
como cualidad subjetiva humana innata y universal, y se traduce en sentimientos
y en actitudes de sobrecogimiento, inquietud y anhelo ante el misterio de la
vida y del universo y ante la ineludible aspiración de Lo-Trascendente (p. 88).
La religiosidad
está presente en los individuos porque forma parte de su instinto de explicarse
y explicar su mundo. En otras palabras, la religiosidad nace desde el momento
que el ser humano “toma conciencia de sí mismo y del mundo que le rodea […]
preguntarse por su propia condición, su origen y destino: ¡quién soy y qué soy,
de dónde vengo, por qué y para qué existo, qué sentido tiene la vida, qué debo
hacer y qué será de mí!” (Martín, 2011, p. 87). Estas son preguntas que siempre
han estado presentes desde los orígenes de la existencia humana y la religión —como un segundo estadio
inmediato a la religiosidad— es
una de las manifestaciones que ha buscado dar respuestas a tales inquietudes,
logrando así que mediante la creación de un universo divino el hombre pueda
calmar las angustias, deseos y anhelos sobre su existencia. Es algo que se
puede observar desde la era primitiva como lo va sostener Armstrong (2006):
Se puede decir con razón que el Homo
sapiens es también Homo religiosus.
Tan pronto como pudieron ser reconocidos como humanos, varones y mujeres
comenzaron a adorar a los dioses; creaban religiones al mismo tiempo que
creaban obras de arte. Y lo hacían no solamente para que las fuerzas poderosas
les fueran propicias; estas religiones primitivas expresaban la admiración y el
misterio que, al parecer, han sido siempre un componente esencial de la
experiencia humana de este mundo hermoso, pero aterrador. Al igual que el arte,
la religión ha sido un intento de encontrar sentido y valor a la vida (p. 21).
La religión es
el proceso donde el hombre entra en contacto con una realidad sagrada
(divinidad o grupo de divinidades), aquí persisten sentimientos de veneración y
temor hacia esos seres trascendentes. La religión deja expresado este encuentro
mediante diferentes rituales, códigos morales —por ejemplo: los diez mandamientos— obras artísticas, literarias, etc. Sin embargo, y a pesar de que el
hombre desde sus inicios ha necesitado de la religión para paliar sus angustias
existenciales, no le corresponde a ella el único intento por responder a tales
angustias. La filosofía y el arte, como expresiones de igual o mayor valor en
la vida cultural humana, han aportado también alternativas y en muchos casos se
han acercado como alejado de la concepción religiosa tradicional hasta su
oposición más extrema como lo es el ateísmo: la completa aniquilación de
cualquier tipo de entidad más allá del hombre. En ese intento de aproximación
al sentido y valor real de la vida —acercándose y alejándose de dichas concepciones— encontramos a Friedrich Hölderlin y Friedrich Nietzsche. Uno desde el verbo poético
y el otro desde la palabra filosófica han dejado constancia de que en ellos,
como en todos los hombres, existe la inquietud ante el misterio de la
vida, pero a diferencia del individuo común han elaborado una visión
particular de lo sagrado para responder a ese misterio. El primero desde el
romanticismo: el sentimiento por sobre cualquier otra manifestación; y el
segundo desde el vitalismo irracionalista: la vida como el máximo valor, el
hombre no responde a patrones venidos desde afuera (heteronomismo)
sino surgidos desde su biopsicología (autonomismo),
sus instintos, sus necesidades reales.
En ambos
autores alemanes se da la “sacralización de lo profano”: lo
sagrado no parte desde la definición de Eliade como algo
que trasciende el mundo natural (donde se incluye también al hombre) sino que
está inmerso en él, como se expresa en el panteísmo propio del Hölderlin de juventud pero que se supera en Nietzsche con
el “amor a la vida”: “cuando hablamos de valores, lo hacemos bajo la
inspiración, bajo la óptica de la vida […] la vida misma es la que valora a
través de nosotros cuando establecemos valores” (Nietzsche,
1989, p. 57).
2. Hölderlin
y lo sagrado: entre panteísmo y cristianismo
Hölderlin y su
visión de lo sagrado está fuertemente arraigada a su momento histórico, el
Romanticismo Alemán, y su obra responde a la necesidad que tuvieron los
representantes de esta época de recoger los ideales de libertad, espontaneidad
y sobre todo el advenimiento del sentimiento por sobre la razón, postura que ya
se encuentra en el Sturm und Drang (Tempestad e
Ímpetu), el movimiento prerromántico encabezado por las figuras de Schiller y
Goethe, y que influencia directamente a los románticos, como también un segundo
momento donde se da la superación del “estado sentimental” por el “estado
racional”. En relación con esto dice Abbagnano
(1994):
El significado corriente del término “romántico”
que equivale a “sentimental” deriva de uno de los aspectos más llamativos del
movimiento romántico, del reconocimiento del valor por el mismo atribuido al
sentimiento […] Los románticos interpretaron el Principio infinito de dos
maneras fundamentales distintas. La primera interpretación, más próximas a
las Sturm und
Drang, considera el infinito como sentimiento, o
sea, como actividad libre, carente de determinaciones o más allá de toda
determinación y que se revela en el hombre precisamente en aquellas actividades
que se hallan en más estrecha conexión con el sentimiento, esto es, en la
religión y en el arte. La segunda interpretación entendía el infinito como
Razón absoluta que se mueve con necesidad rigurosa de una a otra determinación
de modo que cada determinación puede deducirse de la otra necesariamente y a
priori. Esta es la interpretación que predominó en las grandes figuras del
idealismo romántico, Fichte, Schelling y Hegel (pp.
26-27).
El pensador
de Lauffen am Neckar (lugar
de nacimiento de Hölderlin), no niega la existencia
de la divinidad, pero a diferencia de su amigo Hegel: quien da primacía al
conocimiento filosófico sobre cualquier otro[3],
va a evolucionar desde el panteísmo hacia la perspectiva cristiana de mundo. Por
esta razón, su visión de lo sagrado es muy particular, porque está fundada en
los orígenes del pensamiento filosófico, la Grecia presocrática (cercana al
panteísmo) y el cristianismo (el dios trascendente). Lo que interesa en un
primer momento es la “experiencia griega” de Hölderlin.
Gran parte de la Alemania intelectual de finales del siglo XVIII y el XIX tiene
su mirada en la cultura helena, ya que, consideraban que estos eran los hombres
más logrados que habían existido y que los alemanes eran de cierta manera
herederos de ellos. Uno de los pensadores presocráticos cuya influencia se
sintió más fue la de Heráclito y su filosofía del devenir, es decir, que en el
mundo todo está en un constante cambio: “En los mismos ríos ingresamos y no
ingresamos, estamos y no estamos” (Heráclito en Mondolfo,
2007, p. 36). La concepción de lo sagrado está arraigada al panteísmo: todo en
uno, uno en todo. En la naturaleza se expresa lo divino.
No escuchando a mí sino a la Razón (logos),
sabio es que reconozcas que todas las cosas son uno […] Vive el fuego la muerte
de la tierra, y el aire vive la muerte del fuego; el agua vive la muerte del
aire, la tierra la del agua. Muerte del fuego es nacimiento para el aire, y
muerte del aire es nacimiento para el agua. Muerte del fuego es nacimiento del
aire. Porque la muerte de la tierra es convertirse en aire, y del aire
[convertirse en] fuego, e inversamente […] Del fuego son cambio todas las cosas
y el fuego es cambio de todas, así como el oro [son cambio] las mercancías y de
las mercancías el oro (Heráclito en Mondolfo, 2007,
pp. 36-41).
El acercamiento
entre los presocráticos (en particular Heráclito) y Hölderlin
lo podemos ver reflejado en mayor grado en sus primeros escritos, esto es
notable en el poema titulado A la Naturaleza, que va a mostrar los
lugares donde dialogaba el joven poeta y que va a alcanzar luego la más alta
resonancia en las primeras páginas del Hiperión.
En el
valle o el manantial me ofrecía su frescura,
en el verde de los árboles nuevos
que se aireaba sobre los peñascos,
bajo el éter aparecido entre las ramas,
y yo, volcado entre las flores,
calladamente me embriagaba con sus perfumes
y del cielo descendía sobre mí
una nube de oro aureolada de luz y centellos
[…]
cuando la tempestad desencadenaba
entre las montañas sus ráfagas furiosas,
y el cielo me rodeaba con llamas, ah,
entonces te veía, alma de la Naturaleza […]
En
comunión con todos los seres,
felizmente lejos de la soledad del Tiempo,
cual peregrino que vuelve a la casa paterna,
así volvía yo a los brazos del Infinito (Hölderlin, 1995, pp. 45-ss).
La naturaleza
se convierte en el centro de la visión sagrada del autor, por esa misma
concepción panteísta. Es de destacar que este poema forma parte de sus escritos
de juventud. En el mismo se puede observar como las fuerzas de lo natural lo
llevan a maravillarse y sentirse sobrecogido por la impresión ante ella, similar
a lo sublime kantiano como un juicio estético sobre los objetos de por sí
magnánimos, desmesurados, capaces de suscitar diversas impresiones desde la
armonía o la potencia hasta el miedo y dolor sin lugar a limitaciones. A través
de esta relación con la naturaleza el hombre abraza el Infinito porque entiende
que en ella está la expresión de lo divino.
Cabe realizar
un pequeño paréntesis para subrayar que durante este tiempo, aparte de la
influencia que ejercieron los griegos, también se vio influenciado por las
filosofías Kantiana[4] y
Spinoziana[5].
Kant[6],
aunque de forma paradójica, se convierte en el antecedente directo del Sturm und Drang (ejemplo de ello son las Cartas
sobre la educación estética de Schiller), el romanticismo y, más
cercano a su pensamiento, el idealismo alemán.
Volviendo al
panteísmo de Hölderlin, las palabras del hombre
formado en el seminario de Tubinga a la naturaleza recogen también una
tradición que ve en ella el origen de todo, desde las primeras páginas de la
Biblia —ciertamente con una connotación menos poética: “con el sudor de tu
rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste
tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás” Génesis, 3: 19
(Antiguo Testamento), hasta el hermoso canto órfico A la Tierra:
Diosa Tierra, madre de los bienaventurados y de los
humanos mortales, que a todos alimentas y obsequias, culminadora,
destructora de todo, favorecedora de la vegetación, fructífera, rebosante de
hermosos frutos, sede del inmortal universo, multifacética doncella, que
engendras variados frutos en los momentos dolorosos del parto. Eterna, augusta,
de profundo seno, de feliz sino, deidad que disfrutas con el verdor de
abundantes flores y suaves aromas y te alegras con la lluvia; en torno a ti, el
mundo de múltiples astros rueda con un carácter perenne y con un flujo
admirable (Porfirio, 1987, p. 189).
En la
naturaleza consigue el hombre reconocerse como ser en el mundo. Esta idea
encontrada en los himnos órficos, Heráclito y los presocráticos, inclusive en
la propia literatura homérica, y también en los románticos, va a ser
rescatada (aunque con sus variaciones personales) por el Nietzsche de El
Nacimiento de la Tragedia, influenciado por el propio romanticismo[7].
El profesor de Basilea va a sostener que bajo el manto trágico la naturaleza se
va a reencontrar con el hombre.
Bajo la magia de los dionisíaco no sólo se renueva
la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o
subyugada celebra su fiesta de reconocimiento con su hijo perdido, el hombre
[…] Ahora el esclavo es hombre libre, ahora quedan rotas todas las rígidas,
hostiles delimitaciones que la necesidad, la arbitrariedad o la “moda
insolente” han establecido entre los hombres (Nietzsche, 2009, p. 46).
Esta forma de expresarse
no es otra cosa que el mirar el mundo y con ello mirarse el hombre como parte
de ese mundo natural del cual forma parte y del cual no debe huir. El personaje
que mejor refiere esa sensación nietzscheana es Hiperión
(Hölderlin) al afirmar lo siguiente:
¡Pero tú, oh Sol, brillas todavía en el cielo! ¡Y
tú, Tierra, aún continúas verdeciendo! Los ríos todavía hacen correr sus aguas
hacia el mar, y los árboles frondosos aún se estremecen a la brisa del
mediodía. Los cantos voluptuosos de la primavera mecen mis sombríos
pensamientos. La vida, que todo lo reanima en el universo, nutre y sacia hasta
la embriaguez mi pobre alma hambrienta. ¡Oh feliz Naturaleza! No sé lo que
siento cuando elevo mis miradas hacia tus bellezas, pero nada me deleita tanto,
¡oh la más amada de las bienamadas!, como las
lágrimas que vierto al contemplarte (Hölderlin,
1976b, pp. 36-37).
La primera
parte del Hiperión es uno de los
lugares donde el individuo construye su universo trágico, que no es más que el
reconocimiento de la vida como lugar de fuerzas benefactoras y hostiles donde
él al reconocerlas y dominarlas se afirma a partir de ellas. Esta postura de Hölderlin, sin embargo, va cambiando a medida de su
progreso intelectual, a pesar de no apartar completamente la influencia de los
griegos. La “sacralización de lo profano” (divinización de las potencias
naturales) va a ir perdiendo fuerza por la visión de lo sagrado tradicional
(la sobrenaturaleza por sobre la
naturaleza), dejando atrás el panteísmo para acercarse al dios cristiano
—como se dijo anteriormente— sobre todo partiendo de la idea de que el hombre
necesita complacer su espíritu más allá de lo simple material.
Digo que aquella conexión más infinita, mayor que
la que se refiere a las necesidades, aquel más alto destino que el hombre
experimenta en su elemento, es también sentido más infinitamente por él, lo
satisface más infinitamente, y de esta satisfacción procede su vida espiritual,
en la que él en cierta manera repite su vida efectiva (Hölderlin,
1976a, p. 91).
Partiendo de
esta imagen, la religiosidad en el poeta de Lauffen
am Neckar, posterior a sus poemas de juventud,
puede ser entendida como la búsqueda humana de trascendencia más allá de lo
ofrecido por lo mundano (algo que está posteriormente en el Idealismo Alemán y
la idea de la autorrealización del Espíritu Absoluto): el individuo no se
conforma con la complacencia de la materia porque le es insuficiente y por ello
necesita ver más allá de los horizontes de lo concreto y satisfacer el
espíritu, realizarse en él. Para lograr complacer la religiosa búsqueda de
autorrealización del espíritu, el hombre debe escudriñar para encontrar al dios
que sobrepase el mundo natural y éste no puede ser otro que el dios cristiano.
En él se deduce a través de la deidad comunitaria que expone más adelante. Al
respecto sostiene:
Sólo en la medida en que varios hombres tienen una
esfera comunitaria en la que actúan y padecen humanamente, esto es: elevados
por encima de la necesidad, solo en esa medida tienen una deidad comunitaria;
y, si hay una esfera en la que viven todos a la vez y con la cual se sienten en
una relación distinta de la relación de necesidad, entonces —pero también
sólo en esa medida— tienen todos ellos una deidad comunitaria (Hölderlin, 1976a, p. 93).
Ciertamente la
definición puede ser aplicada a los griegos, si en vez de hablar de una deidad
hablamos de deidades, pero hay que recordar que los dioses griegos provienen de
diferentes lugares[8].
Lo expresado también se puede interpretar desde el punto de vista nacionalista:
la creencia en una deidad particular favorece la unión de una comunidad
particular, una idea propia del monoteísmo y no del politeísmo. Hölderlin no es un crítico de la religión sino que la
afirma mediante la superación de la visión hombre-naturaleza↔divinidad (panteísmo) por la relación hombre-divinidad (cristianismo)
pero sin despreciar la concepción inmediatamente anterior.
Nietzsche en
cambio, va ser un crítico de la religión y a través de esa crítica va a
construir una visión de lo sagrado muy original, ya que no es la trascendencia,
ni los dioses la mejor expresión de lo divino sino que va a formular la trasvaloración de los valores históricos
y la ascensión del Superhombre (Übermensch),
aquel capaz de tomar posesión de la vida sin la necesidad de fantasías
(onírico) sino anclado en lo real (la existencia trágico-dionisíaca), como el
reflejo más alto y sublime de alcanzar. Si en el primero religiosidad y
religión se dan la mano, en el segundo prevalecerá la primera, pero se
aniquilará la segunda.
3. Nietzsche y lo
sagrado: de la negación de Dios a la afirmación del (Super)Hombre
Si con la
izquierda hegeliana, Bruno Bauer pero sobre todo Ludwig Feuerbach[9],
comienza una crítica a la religión desde el pensamiento ateo alemán, es con
Friedrich Nietzsche que esa postura alcanza uno de sus lugares más altos y que
más influencia ha ejercido para la posteridad. Desde su primera obra
publicada, El nacimiento de la tragedia, el profesor de Basilea
deja expresado cuál es su significado del cristianismo:
El cristianismo fue desde el comienzo, de manera
esencial y básica, náusea y fastidio contra la vida sentidos por la vida,
náusea y fastidio que no hacían más que disfrazarse, ocultarse y ataviarse con
la creencia en “otra” vida distinta o “mejor”. El odio al “mundo”, la maldición
de los afectos, el miedo a la belleza y a la sensualidad, un más allá inventado
para calumniar un más acá, en el fondo un anhelo de hundirse en la nada
(Nietzsche, 2009, p. 33).
Como lo refleja
la cita expuesta, Nietzsche considera que el cristianismo es una religión que
atenta contra el hombre, ya que, desde ésta se le invita a la yuxtaposición de
una vida de carácter celestial por sobre la vida material. El individuo
cristiano sufre un proceso de enajenación o alienación (idea que también está
en Feuerbach y Marx), es decir, el extrañamiento de sí y con ello de la vida.
Esta posición se va a extender durante todo su recorrido intelectual y para
ello basta con leer sus posteriores obras filosóficas donde la crítica a la
religión se acentúa:
En el cristianismo pasan a primer plano los
instintos de los sometidos y los oprimidos: los estamentos más bajos son los
que buscan en él su salvación […] Cristiano es el odio al espíritu, al valor, a
la libertad, al libertinage [libertinaje]
del espíritu; cristiano es el odio a los sentidos, a las alegrías de los
sentidos, a la alegría en cuanto tal... (Nietzsche, 1993, pp. 46-47).
Para Nietzsche,
en el cristianismo se invierten los valores. Desde la moral aristócrata:
aquella donde el hombre se reconoce en la vida, se degenera a la moral de
rebaño: al igual que las ovejas, el individuo va con la cabeza gacha siguiendo
las normas venidas desde su Dios (bajo la figura del sacerdote) y se olvida del
mundo, incluyendo su propia existencia. Pero, si en el mundo cristiano —y con
ello el religioso— el hombre se transforma en una parodia, porque cada vez se
va alejando de su realidad, entonces ¿dónde está lo sagrado para Nietzsche?, si
tomamos las palabras expresadas en su Ecce
Homo, queda por decir que esa visión no existe porque no le interesa, ya
que es falsa. El pensador de Röcken no
se “preocupa” por cuestiones metafísicas. Al respecto dirá:
“Dios”, “inmortalidad del alma”, “redención”, “más
allá”, todos estos son conceptos a los que no he dedicado ninguna atención,
tampoco ningún tiempo, ni siquiera cuando era niño […] El ateísmo yo no lo
conozco en absoluto como un resultado, aún menos como un acontecimiento: en mí
se da por supuesto, instintivamente. Soy demasiado curioso, demasiado
problemático, demasiado altanero para que me agrade una respuesta burda. Dios
es una respuesta burda, una indelicadeza contra nosotros los pensadores,
incluso en el fondo no es nada más que una burda prohibición que se nos hace:
¡no debéis pensar! (Nietzsche, 2015, p. 48).
No le interesa
las explicaciones metafísicas, oníricas, su interés se basa en algo real,
concreto, y esto no es más que la vida, ella es el valor más alto que tiene el
hombre y que no necesita de nada para justificarse. Dentro de este vitalismo,
que se afirma en lo trágico de la existencia, en despreciar lo seguro y caminar
bajo el filo del abismo, el ser humano se define en voluntad de poder: “¿Qué es
bueno? —Todo lo que eleva el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el
poder mismo en el hombre […] ¿Qué es felicidad? —El sentimiento de que el poder
crece, de que una resistencia queda superada” (Nietzsche, 1993, p. 28). En
otras palabras, la sustitución de la moral de rebaño por la moral dionisíaca
(aristocrática) que está basada en los valores del instinto y está fuera de
todo sistema ético-metafísico tradicional. La naturaleza por la sobrenaturaleza, primacía de los instintos por encima de la
razón. Pero ¿qué es lo que hace a la vida algo sagrado?, lo trágico que subyace
en ella, y cómo se explica esa visión: “aquel fenómeno de que los dolores
susciten placer, de que el júbilo arranque al pecho sonidos atormentados. En la
alegría más alta resuenan el grito del espanto o el lamento nostálgico por una
perdida insustituible” (Nietzsche, 2009, p. 51). Para él, la tragedia —y con
ello lo dionisíaco por sobre lo apolíneo— es el espíritu que va a liberar al
hombre de todas las “cadenas metafísicas” que le impone su sociedad. En lo
dionisíaco-aristocrático (aceptar la vida tal cual es), reflejo de la “sacralización
de lo profano”, se va transformando el hombre en el superhombre
nietzscheano: aquel que se levanta por sobre la moral de rebaño y se yergue
como un dios.
El hombre aristocrático separa de sí aquellos seres
en lo que se expresa lo contrario de tales estados elevados y orgullosos: los
desprecia […] La especie aristocrática de hombres se siente a sí misma como
determinadora de los valores, no tiene necesidad de dejarse autorizar. Su
juicio es “lo que me es perjudicial a mí, es perjudicial en sí”, sabe que ella
es la que otorga dignidad en absoluto a las cosas, ella es creadora de valores.
Todo lo que conoce que hay en ella misma lo honra: semejante moral es autoglorificación (Nietzsche, 1983, pp. 223-224).
Lo trágico
forma parte de la vida y es lo que la embellece. Si en lo apolíneo (metafísico)
el hombre obedece al “tú debes”, en lo dionisíaco (la vida, los instintos) el
hombre afirma el “yo quiero”, como los grandes héroes de la era mítica:
Aquiles, Edipo, Antígona, Orestes, etc. Esto es la transvaloración de
todos los valores, es decir, desplazar las “viejas tablas” por unas nuevas
y que enaltezcan al hombre como voluntad de poder. Lo bueno es todo aquello que
exalte el poder en el hombre, pero entendido esto como todo lo que eleva al
individuo por sobre el rebaño, que lo hace diferente, que lo convierte en un
eremita como Zaratustra, porque en él triunfa la
conciencia autónoma por sobre la conciencia heterónoma. Con ello se da la
ascensión del Übermensch, la verdadera “religión
nietzscheana”.
4. Para finalizar: Hölderlin y Nietzsche seducidos por la “religión” griega
Friedrich Hölderlin y Friedrich Nietzsche parecen no tener relación
el uno con el otro, sobre todo porque mientras el de Lauffen
am Neckar ve en el dios cristiano el camino
para la autorrealización del hombre para el de Röcken es
la religión cristiana la que mantiene al individuo alejado de sí mismo, al
punto de negar la vida por la esperanza de una existencia transcendente. A
pesar de estas diferencias es de destacar que Hölderlin
fue uno de los poetas favoritos del joven Nietzsche, al punto de estudiarlo en
su estadía en la escuela de Pforta. Pero, más allá de
esto, hay algo que los une y es su fascinación por el mundo griego: desde la
filosofía de Heráclito[10] hasta
los mitos expuestos en la tragedia helénica, sobre todo bajo la figura
atrayente del “dios loco” Dioniso. En relación con
esto se atreve a afirmar Otto (2001):
¡Un dios beodo, un dios loco! Realmente, se trata
de una imagen que invita a una reflexión más profunda […] la historia da fe de
su fuerza y de su verdad. Para los griegos significó la revelación del sentido
de la embriaguez, que pasó a ser tan amplio y tan profundo que, aun habiendo
transcurrido varios siglos desde el declive de su cultura, un Hölderlin o un Nietzsche pudieron expresar sus últimos y
más profundo pensamientos por boca de Dioniso (p.
44).
Ahora bien ¿de
qué trata la “religión” griega? y ¿por qué ha seducido a personajes como Hölderlin y Nietzsche, y todavía nos sigue seduciendo hoy
en día? La religión griega le dio características divinas a los fenómenos
naturales, idea que recoge de las comunidades primitivas, quienes al verse
maravillados (religiosidad) y sobrepasados en sus explicaciones comienza
entonces a divinizar a las fuerzas de la naturaleza. Pero, antes que Nietzsche
con Apolo y Dioniso, los griegos volvieron las
cualidades del hombre (vicios y virtudes) en dioses, es decir, respondieron a
la vida terrenal antes que a la celestial, algo que invirtió el cristianismo.
Al respecto de esto nos dice Feuerbach (2002), precediendo a Nietzsche, lo
siguiente: “hacían de las manifestaciones del espíritu seres reales, de sus
sentimientos, cualidades de las cosas, de las pasiones dominantes, poderes que
gobiernan el mundo; en una palabra, transformaban las propiedades de su propio
ser, conocidas o desconocidas, en seres independientes” (p. 73). Esta
concepción, a pesar de estar enmarcada dentro de lo que es la religión pagana,
está más cercana a la religiosidad humana porque el individuo se encuentra
reflejado en ella y constantemente se está divinizando y divinizando lo que le
rodea.
Así lo muestra
Esquilo en su Prometeo Encadenado, donde la Fuerza y
la Violencia dos actitudes del hombre cobran vida como seres
independientes, y, junto a Hefestos el dios cojo, el dios de los metales, son
los encargados de encadenar al titán Prometeo en un lugar del Cáucaso por orden
del señor de los dioses, Zeus, en castigo por robar el fuego y entregarlo a los
humanos. Los conflictos enunciados en esta obra de Esquilo, así también en las
de Sófocles y Eurípides, nos muestran como en los grandes dioses de su
civilización dejan expresados los conflictos propios del hombre griego y del
actual —igual que lo
haría después Hölderlin con los lamentos de su héroe Hiperión— porque
ellos no son más que reflejos de nosotros:
Los dioses griegos son demasiados humanos,
apasionados y falibles como ellos, aunque de vida más fácil e inmortales. Un
tanto frívolos. Pero como vio Nietzsche “los dioses frívolos: éste es el más
alto embellecimiento que ha logrado el mundo; es el sentimiento de la gravedad
de la vida” (García Gual, 1998, p. 7).
Por esa
búsqueda de explicar al hombre a través de los “hombres divinizados” (dioses
antropomórficos que reflejan lo natural, que reflejan el mundo humano) es que
la religión griega, o mejor dicho la religiosidad griega, logra seducir a Hölderlin y luego a Nietzsche, convirtiéndose así en el
primer lugar común de ambos pensadores. Los griegos expresaban su religión en
su poesía: La Teogonía, Los Himnos Órficos, La
Ilíada, las tragedias, el arte en general era el lugar para expresar su
visión de lo sagrado.
Sería, así, poética según su esencia toda religión.
Aquí se puede aún hablar de la unión de varias religiones en una, allí donde
cada uno venera en representaciones poéticas su dios y todos uno comunitario,
donde cada uno festeja míticamente su propia vida más alta y todos una vida más
alta comunitaria, la fiesta de la vida (Hölderlin,
1976a, p. 96).
La poesía[11] (segundo
punto de encuentro entre ambos pensadores, quienes ven en el arte una de las
manifestaciones más alta) da legitimidad a lo religioso, es decir, en lo
poético encuentra una civilización, y en el caso que nos atañe la griega, sus
fuentes para fortalecer a su dios o a sus dioses, que es en el fondo el fortalecimiento
de sus hombres. El propio Hölderlin lo va a expresar
en su poema Recuerdo: “lo que permanece lo fundan los poetas”, y si
hubo unos seres que entendieron bien lo expresado aquí fueron los griegos. Es,
por tanto, lo poético sinónimo de religiosidad: a través de él comienza el
hombre a expresar lo que le asombra, le extraña de su realidad, llevándolo a
construir un mundo sagrado —así lo hicieron las religiones monoteístas— o a
sacralizar lo mundano como hizo el paganismo grecolatino.
Referencias
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Fecha de recepción: 3 de mayo de 2018
Fecha de aceptación: 7 de diciembre de 2018
Forma de citar (APA): Valero-Sánchez, G. (2019). La visión de lo sagrado: religiosidad en Hölderlin y Nietzsche. Revista Filosofía UIS, 18(1), doi: http://dx.doi.org/10.18273/revfil.v18n1-2019010
Forma de citar (Harvard): Valero-Sánchez, G.
(2019). La visión de lo sagrado: religiosidad en Hölderlin
y Nietzsche. Revista Filosofía UIS, 18(1), 207-221
[1] Gerardo
José Valero Sánchez: venezolano. Magíster en Filosofía. Profesor Universidad de
los Andes, Venezuela.
Correo electrónico: gerardoj_valeros@hotmail.com
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-1712-4777
[2] Se debe tener en cuenta que hoy en día existen diferentes tipos de
manifestaciones religiosas más allá de las tradicionales monoteístas propias de
las religiones del libro: judaísmo, cristianismo e islam, o de los politeísmos
(el más actual y que todavía mantiene fuerza en el mundo contemporáneo es el
hinduismo). Existen religiones con trascendencia, pero sin Dios o dioses como
el confucionismo y el budismo, pero también encontramos otras más excéntricas
como la cienciología o cientología.
[3] Todos los
saberes no-filosóficos los tiene siempre por inferiores a la filosofía y la
razón de ello es clara: tales saberes, como también la religión, porque se
valen de la representación, contemplan sus objetos como algo enfrentado al
sujeto que los conoce y separados de él: las cosas o Dios de un lado y nosotros
del otro. La filosofía, por el contrario, valiéndose del concepto, comprende el
lazo que constituye la unidad del universo. Bajo su luz, los objetos se
presentan entonces unidos entre sí y al sujeto que los conoce, porque lo
conceptual en que la filosofía consiste es siempre orgánico y articulador. Dios
o los objetos en nosotros, y nosotros en ellos. Unidos y distintos, cada uno
vive en el otro. Solo el concepto nos presenta así la realidad entera y nos
revela de forma transparente el sentido o verdad del universo (Valls, 2010, p.
208).
[4] En una carta a Hegel de 1794 (con el cual formó una amistad en su
tiempo de estudiante en el seminario de Tubinga) le refiere lo siguiente: “Mi
tarea se halla ahora bastante concentrada. Kant y los griegos son casi mi única
lectura. Sobre todo trato de asimilar la parte estética de la filosofía
crítica” (Hölderlin citado por Hegel, 1978, p. 50).
[5] Baruch Spinoza es el principal representante del panteísmo moderno.
[6] También el joven Nietzsche se ve influenciado por el filósofo
prusiano, así lo hace saber en el “Ensayo de autocrítica” que el mismo autor
agrega a la tercera edición de El nacimiento de la tragedia (1886),
donde lamenta “el que intentase expresar penosamente, con fórmulas schopenhauerianas y kantianas, unas valoraciones extrañas y
nuevas, que iban radicalmente en contra tanto del espíritu de Kant y de
Schopenhauer como de su gusto” (Nietzsche, 2009, p. 34).
[7] Nietzsche se vio influenciado también por el romanticismo alemán.
Señala Sánchez Pascual en relación al Ensayo de autocrítica de 1886: “En un
borrador para este prólogo Nietzsche lamenta su «romanticismo» en la época
(1870-1871) en que escribió el libro (romanticismo que lo «condenó» a someterse
a la fascinación de Wagner, «el más grande de todos los románticos») (Sánchez
Pascual en Nietzsche, 2009, p. 273).
[8] Uno de los cultos más populares del mundo helénico, era el culto a Dioniso, quien era un dios venido desde Tracia y Frigia:
“En nuestros días se da por cierto que Dioniso entró
como extranjero en Grecia y que su reconocimiento se impuso únicamente tras
vencer una reticencia extrema. Se le considera oriundo de Tracia y de la Frigia
habitada por una población afín a la de aquella” (Otto, 2001, p. 44).
[9] “La religión es la escisión del hombre consigo mismo; considera a
Dios como un ser que le es opuesto. Dios no es lo que es el hombre, el hombre
no es lo que es Dios. Dios es el ser infinito, el hombre, el ser finito; Dios
es perfecto, el hombre, imperfecto; Dios es eterno, el hombre, temporal; Dios
es omnipotente, el hombre, impotente; Dios es santo, el hombre, pecaminoso.
Dios y el hombre son extremos; Dios es lo absolutamente positivo, la suma de
todas las realidades, el hombre es lo absolutamente negativo, la suma de todas
las negaciones” (Feuerbach, 2002, p. 85)
[10] “Entre los hombres, Heráclito fue, en tanto que uno de ellos,
increíble […] Aunque sus vaticinios se enuncien «sin sonrisas, sin ornamentos
ni sahumerios», y más bien, con «boca delirante», deberán incidir en los
milenios venideros. En efecto, el mundo necesita eternamente de la verdad; he
ahí por qué necesita eternamente a Heráclito” (Nietzsche, 2003, p. 74).
[11] Al igual que Hölderlin, también Nietzsche
escribió poesía, sus más famosos poemas son los Ditirambos Dionisíacos.