Artículos
Bajo el fatum del superviviente o de cómo los perpetradores llevan todas las de ganar y las víctimas, las de perder
Under the Fatum of Survivor Or How The Perpetrators Carry Everything To Gain And Victims, Losing
Revista Filosofía UIS
Universidad Industrial de Santander, Colombia
ISSN: 1692-2484
ISSN-e: 2145-8529
Periodicidad: Semestral
vol. 17, núm. 1, 2018
Recepción: 21 Abril 2017
Aprobación: 10 Agosto 2017
Resumen: con una frecuencia superior a la que cabría esperar, los grandes perpetradores de crímenes resultan, si no exonerados de la responsabilidad que les compete asumir por sus actos delictivos, al menos, sí, tratados con una excesiva indulgencia —cuando no es que son exaltados al nivel de cuasi-héroes— por parte de la sociedad que los padeció. Curiosamente, la responsabilidad de la que se exonera al criminal se suele endilgar a los espectadores, a cuya indiferencia se atribuye el haber hecho posibles los males causados. Entre tanto, las víctimas son relegadas a un segundo plano, como si no contasen para nada. En este trabajo se realiza una indagación acerca de las condiciones que subyacen a esta situación, concluyendo que la razón principal radica en la presión ejercida por el fatum del superviviente.
Palabras clave: superviviente, sobreviviente, perpetrador, espectador, víctima, indiferencia.
Abstract: with a greater frequency than would be expected, the major perpetrators of crimes they are, if not exempted from the responsibility that they bear for their criminal, at least acts, yes, treated with excessive indulgence when it is not who are exalted to quasi-heroes-level by the society that suffered. Interestingly, the responsibility for which exonerate the criminal is often foist viewers, whose indifference is credited with having made possible the evils. Meanwhile, victims are relegated to the background, as if they did not count for anything. In this paper an inquiry into the conditions underlying this situation is done, concluding that the main reason is pressure from fatum of survivor.
Keywords: survivor, perpetrator, spectator, victim, indifference.
Difícil olvidar aquella tarde anodina cuando, al deambular distraído por una calle cualquiera de la ciudad, absorto en efímeras divagaciones, me topé de golpe con un rústico muro en cuya pared blanquecina aparecía escrita, en esforzados caracteres, la conocida locución de origen latino, “Errar es humano” (Errare humanum est). Debajo de aquella cuidadosa inscripción —mediante una caligrafía que denotaba cierto apresuramiento— se encontraba la siguiente réplica, escrita con evidente sorna: “Pero más humano es echarle la culpa a los demás” (lamentablemente no dispongo de la correspondiente versión en latín).
Nada más apropiado para caracterizar nuestro problema que este extraño diálogo entre aquellos dos desconocidos, quienes probablemente nunca se conectaron el uno con el otro más allá de lo que permitía la azarosa contigüidad de sus clamores. Sería divertido imaginar la augusta pose de sabiduría asumida por el primer escribiente. Y también, por supuesto, el malicioso gesto de burla con el cual lo increpó el intruso partícipe de esta anónima declaración. No obstante, eso no debería impedirnos notar cómo, en sus espontáneas sentencias, aquellos publicistas ignotos, sin saberlo, pusieron sobre el tapete una incómoda faceta de la condición humana. Pues bien, he aquí el meollo de una cuestión de hondo calado, por cuanto tiene graves implicaciones que ameritan ser examinadas con mayor detenimiento.
1. Perpetradores y víctimas
Todo esto surgió de la perplejidad suscitada por la sospecha de que en la modernidad se presenta un curioso desplazamiento de la responsabilidad, desde las filas del perpetrador hacia las del espectador, dejando a las víctimas, entre tanto, en un segundo plano. Este desplazamiento, cuyo leitmotiv cobra forma en múltiples versiones de dudosa autenticidad, atribuidas alternativamente a Dante, Leonardo Da Vinci, Edmund Burke, José Martí, Bertold Brecht, Albert Einstein, el Mahatma Gandhi, Martin Luther King, y a otros —como puede constatarse, mediante un rápido examen, en los mentideros de la web—, se evidencia en la siguiente locución que podría considerarse representativa del tema: “No me preocupa la maldad de los malos sino la indiferencia de los buenos”. De acuerdo con esa frase, la amenaza no procede tanto de quienes practican la maldad cuanto de quienes la permiten. Curiosa argumentación que deja al perpetrador ad portas de ser exonerado de sus culpas mientras se descarga toda la responsabilidad sobre los hombros del espectador indiferente.
Así pues, identificado el problema —y teniendo razones para suponer que éste poseía unas raíces más profundas de las que cabría esperar prima facie—, nos pareció que tendría sentido escudriñar los oscuros laberintos de la condición humana, en busca de las recónditas motivaciones que subyacen a la inveterada costumbre de atribuir a otros, la responsabilidad por los efectos perniciosos de las acciones o de las equivocaciones propias.
Por lo pronto, nos ocuparemos de la relación entre los perpetradores y las víctimas, en función del tema central de esta disertación: el sino del superviviente como trasfondo general de la vida. Pero antes deberemos considerar algunos acontecimientos de la modernidad, cuyo advenimiento incide de manera particular en el problema que habremos de abordar, a saber: el abandono de interpretaciones de carácter divino para dar cuenta de los fenómenos naturales y de las vicisitudes humanas; el agotamiento de la creencia en un sentido trascendental de la vida fundamentado en la religión; la cesación de la necesidad de intermediación eclesiástica entre el creyente y su dios; el protagonismo de la racionalidad tecno- científica y, como corolario de todo lo anterior, el hecho de que el hombre se asume como responsable de su propio destino (Giddens, 1993, p. 17).
Y aquí nos topamos con uno de los problemas que queremos destacar. Si, por el dominio técnico de la naturaleza, que ha alcanzado gracias al desarrollo del conocimiento científico, puede el hombre moldear racionalmente su propio destino y no lo hace, si no interviene activamente para encarrilar los hechos naturales o sociales que le resulten adversos como individuo o como miembro de su comunidad, no sólo está incumpliendo su deber, sino que está desperdiciando de manera irresponsable el poder de que dispone. De esta manera, la pasividad del espectador pasa a ser vista como un mal mayor que la misma actividad del malhechor, dado que la indiferencia o neutralidad —si no complicidad— de aquel (el espectador), haría posible la maldad de éste (el malhechor) y —por añadidura— abonaría el terreno para que ésta fuera cubierta por el siniestro manto de la impunidad. Esta es la razón por la cual, la acción orientada a impedir el mal ejercido por otros adquiere el status de un imperativo categórico que incluso se pone por encima del deber moral de no ejecutar el mal por cuenta propia, en contra de quienes no lo merecen.
Acabamos de decir que uno de los credos de la modernidad consiste en considerar al individuo como responsable de su propio destino, y que lo que se les reprocha a las personas es que no hagan nada; que no actúen cuando los hechos son contrarios a sus intereses o a sus convicciones, o cuando deberían serlo. En ese caso, las víctimas podrían ser acusadas de pasividad y los perpetradores de actuar conforme a sus intereses, aunque estén equivocados.
Existe un cliché bastante popular entre quieres se jactan de ser personas de acción, cuya divisa se puede expresar más o menos así: “Más vale actuar equivocadamente, que no actuar por temor a fracasar”. A no dudarlo, estamos ante una apología incondicional de la acción, sin medir sus consecuencias, y de un desprecio radical por la inacción, sin evaluar su pertinencia. Bajo esta perspectiva, la inacción se juzga como un mal mayor que la acción equivocada y, por lo tanto, la responsabilidad de quien no actúa se considera superior a la de quien actúa, incluso cuando las consecuencias de la actuación de este último resulten perjudiciales. En otros términos, para expresarlo en palabras de Bauman se trata de la incompetencia del que sufre:
En nuestra sociedad fuertemente individualizada, donde se considera que cada individuo (hipotéticamente, por así decirlo) ha de asumir la plena responsabilidad de su destino, sugieren la incompetencia del que sufre frente a las acciones de otras personas, evidentemente más exitosas, que parecen triunfar gracias a su mayor destreza y aplicación (2015, p. 128).
Esta idea se encuentra en la base del prejuicio de que la víctima es la principal responsable de sus desgracias. El perpetrador queda, en cambio, asimilado con el emprendedor, con el benefactor o incluso con el patriota. De hecho, recientemente, el economista James A. Robinson causó un gran debate nacional cuando, sin medir el alcance de sus palabras e indiferente a los métodos y acciones criminales de éste, tomó a Vicente Castaño como modelo de gran empresario promotor de “proyectos productivos de largo plazo” en el cultivo de la palma de aceite, por haber encomendado a sus comandantes la misión de llevar a los ricos “a todas las esquinas del país” para llevarlos a cabo (Robinson, 13 de diciembre de 2014).
Aparte de los medios sangrientos empleados por estos comandantes para cumplir con la misión encomendada, desplazando campesinos mediante terroríficas masacres para despejar las tierras que habrían de ser explotadas u obligándolos a vendérselas a precios irrisorios, aquí nos encontramos ante el retorno de una vieja idea, ya denunciada por Marx, según la cual, los ricos son ricos porque son laboriosos y arriesgados y los pobres son pobres porque son perezosos y timoratos:
Los orígenes de la primitiva acumulación pretenden explicarse relatándolos como una anécdota del pasado. En tiempos muy remotos —se nos dice—, había, de una parte, una minoría trabajadora, inteligente y sobre todo ahorrativa, y de la otra un tropel de descamisados, haraganes, que derrochaban cuanto tenían y aún más. […] Así se explica que mientras los primeros acumulaban riqueza, los segundos acabaron por no tener ya nada que vender más que su pelleja. De este pecado original arranca la pobreza de la gran mayoría, que todavía hoy, a pesar de lo mucho que trabajan, no tienen nada que vender más que sus personas, y la riqueza de una minoría, riqueza que no cesa de crecer, aunque haga ya muchísimo tiempo que sus propietarios han dejado de trabajar. […] Sabido es que en la historia real desempeñan un gran papel la conquista, la esclavización, el robo y el asesinato; la violencia, en una palabra. En la dulce economía política, por el contrario, ha reinado siempre el idilio. Las únicas fuentes de riqueza han sido desde el primer momento la ley y el “trabajo”, exceptuando siempre, naturalmente, “el año en curso”. Pero, en la realidad, los métodos de la acumulación originaria fueron cualquier cosa menos idílicos (Marx, 1977, pp. 607-608).
Tal parece que Mr. Robinson olvidó este conocido texto, otrora de lectura obligatoria para todos los economistas, historiadores y sociólogos en ciernes; pero nosotros no lo hemos olvidado y, por ende, queremos traerlo a colación para recordar un viejo mito, cuya trama develada por el pensador de Tréveris nos permite constatar cómo es posible asumir sin más, que los pobres, así como las víctimas, serían responsables de su trágico destino, mientras los ricos, así como los perpetradores, serían dignos de admiración.
De resultas de todo esto, se podría concluir que el peor mal de los tiempos modernos sería la inacción, porque, como se sabe, ya no habría pretexto para confiarse en las bienaventuranzas de la divina providencia. Bajo esta lógica: el que no actúa, se queda solo y se hunde en el fango de la infamia; en cambio, el que actúa se acompaña de los que actúan como él, y asciende a las alturas de la gloria.
De este modo, asistimos a la exaltación del superviviente que deviene en perpetrador. Se trata de una perversa inversión de los papeles, en donde el perpetrador emerge como el bueno de la película y la víctima se sumerge en el oscuro anonimato; el perpetrador asume el papel de flamante protagonista de la historia mientras la víctima debe resignarse a ser relegada como un simple actor de reparto. El perpetrador produce fascinación y la víctima hastío, desprecio o incluso rechazo. Sólo si presenciáramos directamente su dolor, su atormentado rostro inundado por el llanto, tal vez podríamos estremecernos hasta el punto de sentir, de momento, el angustioso brote de la compasión, para luego dejarnos absorber por el apremiante impulso de alejarnos de allí tan pronto como nos fuese posible, cual si su desgracia nos resultase contagiosa. La compasión fatiga, la indiferencia es cómoda. Sobre este punto llama la atención Bauman cuando recuerda que:
Joseph Roth señaló uno de los mecanismos de esta aclimatación desensibilizadora: “Cuando ocurre una catástrofe, las personas suelen mostrarse solícitas. Ciertamente, las catástrofes graves tienen ese efecto. Al parecer la gente espera que sean breves, pero las catástrofes crónicas son tan difíciles de aceptar por los vecinos que estos se hacen gradualmente indiferentes a ellas y sus víctimas, cuando no claramente impacientes […]. Una vez prolongada la emergencia, las manos que ayudan regresan a los bolsillos, los fuegos de la compasión se enfrían” (2015, p. 60).
Entonces podremos refugiarnos de nuevo en nuestra zona de confort, bajo cuyo manto protector estaríamos resguardados de las inciertas amenazas procedentes del mundo exterior. No cabe duda: la indiferencia repudiada en la modernidad es la que permite las acciones perjudiciales y no la que reciben los afectados por estas. Se proscribe la indiferencia ante los efectos nocivos de la actitud activa, mas no la actitud activa nociva en sí misma, y se trivializa la indiferencia ante la actitud pasiva, que siempre sería nociva.
¿Se ha notado que, la mayoría de las veces, las víctimas pertenecen a los estratos sociales más desfavorecidos? ¿Y que, por lo regular, los ricos se niegan a asumir la condición de víctimas, como si se avergonzaran de ello? La respuesta es obvia: para eso tienen abogados que los representan o recursos para sobreponerse a la desgracia. El poderoso no se asume como víctima sino como objeto de una ofensa o de una agresión que habrá de cobrarse, si la causa se le puede atribuir a un perpetrador. Lo demás sería indigno de él pues desde su encumbrada tribuna:
El vencido es la víctima
La víctima no es el sujeto que actúa
Es el objeto que padece
Es un triste actor secundario
Un convidado de piedra
Un excluido del selecto club de los
triunfadores
Una mancha en el tapete
Un parche en el vestido
Un tronco en el camino
En fin, un estorbo
Un loser[2]
Una carga...[3]
He aquí las razones por las cuales las víctimas son objeto de desprecio en la modernidad. En esa carrera desbocada y dudosa en pos del éxito, las víctimas constituyen las bajas colaterales tiradas al borde de la carretera triunfalista del progreso. Pero ese no es el fundamento principal de la actitud que privilegia el rechazo de la indiferencia del espectador, en lugar de arremeter primeramente en contra de las acciones del perpetrador. Existe una razón todavía más terrible y el propósito de este trabajo consiste en ponerla en evidencia.
2. El superviviente
Digamos pues, sin más preámbulos, que tras la lógica que privilegia la perspectiva del perpetrador subyace el siguiente principio: los que cuentan son los supervivientes. Aunque sería un error identificar al superviviente con el depredador o con el perpetrador de crímenes, sería ingenuo desconocer la estrecha relación que guardan unos con otros. No por nada ha afirmado Canetti que:
La forma más baja de supervivencia consiste en matar. Así como el hombre ha matado al animal que lo alimenta y yace indefenso a sus pies, de modo que puede despedazarlo y repartirlo luego entre los suyos como una presa que es incorporada, así también querrá matar a cualquiera que se cruce en su camino, se plante y le haga frente con intenciones hostiles. Querrá abatirlo para sentir que él sigue existiendo y el otro ya no. Este, sin embargo, no deberá desaparecer del todo: a este sentimiento de triunfo le es indispensable que siga presente como cadáver. El superviviente podrá ahora hacer con él lo que quiera, mientras que el otro nada podrá contra él. Yace por tierra y seguirá yaciendo para siempre; jamás volverá a levantarse. El superviviente podrá arrebatarle el arma, cortarle partes del cuerpo y conservarlas para siempre como trofeos (2011, p. 347).
Por otra parte, Canetti rechaza enérgicamente, por considerarla insuficiente, la noción de “instinto de autoconservación, más antigua y desde siempre conocida” (379). Ésta le parece inexacta, “porque presenta al hombre como un individuo aislado” (379) que se limita a alimentarse apaciblemente y a defenderse cuando es atacado. El escritor búlgaro considera que ese tipo de acciones pueden ser válidas para describir el comportamiento de ciertos herbívoros pero no para el hombre, pues salta a la vista que:
La manera como se procura sus presas es insidiosa, sangrienta y pertinaz, y su comportamiento en este caso es todo menos pasivo. No aparta al enemigo con dulces modales, sino que lo ataca no bien lo percibe a lo lejos. Sus armas de ataque están más desarrolladas que aquellas con las que se defiende. El hombre quiere conservarse, es cierto, pero hay otras cosas que quiere igualmente y son inseparables. El hombre quiere matar para sobrevivir a otros. Y no quiere morir para que otros no le sobrevivan (379).
Resulta impactante la crudeza de las imágenes presentadas por Canetti, pero debemos hacer hincapié en que no están completamente fuera de lugar, precisando, eso sí, que no todos los seres humanos se hacen acreedores por igual a dichas acusaciones pues, a decir verdad, unos las merecen más que otros. Valga aclarar que Canetti —como tantos otros— incurre en una generalización desmesurada de sus observaciones, por cuanto toma la parte por el todo, en lugar de aplicar sus juicios sólo al grupo relativamente minoritario de personas que están afectadas por una cierta compulsión a la supervivencia, por cuya causa se encuentran mayormente impelidas por una suerte de voluntad de supervivir, pues este prurito no se reparte por igual entre todos los mortales. Sólo esas personas merecen ser calificadas como supervivientes, pues, de lo contrario, el concepto carecería de valor diferenciador.
Por ello proponemos, como alternativa metodológica a la generalización desmesurada, la que hemos dado en llamar, generalización pluralista ponderada, esto es, un modo de generalización que reconoce la diversidad humana y la existencia de grados y matices en el comportamiento de todos y cada uno de los individuos, por cuanto estos se presentan como seres singulares que, en tanto tales, son únicos e irrepetibles. Cabe afirmar que la sabiduría popular, ese inmenso arsenal de aciertos y extravíos, expresa bastante bien este problema con la sentencia: Hay gente para todo, lo cual significa, para el caso que nos ocupa, que, del hecho de que unos hombres estén dispuestos a hacer lo que sea para sobrevivir —como, por ejemplo, matar— no se debe inferir que todos los demás también lo estén.
Esto no implica pasar por alto el hecho —por lo demás evidente— de que la historia de la humanidad rebosa de ejemplos del tipo referido por Canetti, quien —recordémoslo—, no los extrae exclusivamente de la guerra, pese a su énfasis en el carácter bélico de la supervivencia que, en cierto modo, encuentra su leitmotiv en las contiendas militares; de donde se infiere que, si el superviviente entrase en combate, lo hiciere “con la clara intención de imponerse a los enemigos” pues, para él, “vencer y sobrevivir son una misma cosa” (Canetti, 2011, p. 348). En ese sentido, la condición bélica de la supervivencia implica, de alguna manera, la existencia —actual o virtual— de un enemigo.
Al respecto, Bobbio (2003) nos ha proporcionado una definición muy pertinente:
El enemigo es aquél que debe ser aniquilado; es el que no puede seguir existiendo si quiero continuar existiendo yo; la regla fundamental de la relación enemigo-enemigo es la del gladiador en el circo: mors tua vita mea [la muerte tuya es la vida mía]. Esa relación es tal que no puede terminar más que con la victoria de uno sobre el otro (p. 572).
La supervivencia del individuo se regiría, entonces, por el principio de exclusión: o soy yo o eres tú, pero ambos no cabemos aquí. De allí su condición bélica.
Sin embargo, sería equivocado reducir a priori la supervivencia a la existencia de un rival, un adversario o un enemigo; esto es, a la presencia de un competidor, aunque resulte tentador. Antes bien, si supervivir puede implicar, sin más, el acto de matar, también puede significar —de manera más amplia— no haber muerto en donde otros murieron como resultado de la ocurrencia de tragedias causadas por la naturaleza (tales como: epidemias, accidentes o catástrofes) o de tragedias causadas por el hombre (genocidios, campañas de exterminio, masacres…), en cuyo caso, se cruzan los caminos del superviviente con los del sobreviviente, como veremos más adelante.
Por ahora, merece destacarse el carácter inusual de la sobrevivencia[4], que otorga a quien la experimenta una sensación de excepcionalidad. No obstante, a pesar de que el sobreviviente pueda llegar a sentirse como un hombre privilegiado, que pueda experimentar la sensación de haber sido elegido entre muchos otros, que se sienta de algún modo el mejor[5], no se debe olvidar que la sobrevivencia puede llevar consigo el estigma de la muerte, la cual pudo haberse evitado, en algunos casos, a costa de la vida de otros seres, con lo cual, el sobreviviente deviene en superviviente. Así, ser supervivientes significa que somos donde otros no fueron, que vivimos donde otros perecieron y que quizá estamos aquí en lugar de ellos. De eso trata Canetti (2011) cuando plantea que:
El proceso de procreación, aún no ha sido considerado desde el punto de vista fundamental de la supervivencia. Mucho sabemos, diríamos que todo, acerca del momento en el que el espermatozoide penetra en el óvulo, pero apenas si hemos reflexionado sobre el asombroso número de espermatozoides que no llegan a la meta aun formando parte activa del proceso de fecundación. No es un solo espermatozoide aislado el que se abre camino hacia el óvulo, son unos doscientos millones. Todos han sido expulsados en una sola eyaculación y juntos se dirigen hacia una sola meta […] Ya sea de camino hacia la meta, ya sea en sus inmediaciones, todos esos espermatozoides perecerán. Solo uno penetrará en el óvulo. Bien podríamos considerarlo el superviviente. Es, por así decirlo, el caudillo de todos, y ha logrado lo que todo buen caudillo desea abierta o secretamente: sobrevivir a cuantos le siguieron. De este superviviente entre doscientos millones de iguales que perecen procede todo ser humano (pp. 374-375).
Mutatis mutandis, e incluyendo una inmensa gama de posibilidades, se puede argüir, lato sensu, que todos los vivientes somos supervivientes, aunque, stricto sensu, no todos estemos igualmente impelidos por la pujanza de la supervivencia, por lo cual, se hará necesario distinguir entre viviente y superviviente, como luego se verá. Así nos topamos con esa lógica implacable que ha regido la vida en la tierra a lo largo de los eones: hay que morir para que otros vivan pues, si nos fuese dable considerar la cadena vital como un círculo virtuoso, habremos de admitir que la vida, en gran medida, se alimenta de la vida.
Como veremos más adelante, esta lógica puede materializarse de diversos modos, algunos de los cuales resultan espantosos y, en todo caso, trágicos. Por lo pronto, tengamos en cuenta que aunque, como dice Dröscher (1988): “todo animal, como el hombre, tiende a prolongar su vida al máximo” (p. 32), se puede aspirar, a lo sumo, a la longevidad, mas no a la inmortalidad. De hecho, el deseo de inmortalidad no es más que un sueño: todas y cada una de las especies traen inscritas sus correspondientes fechas de caducidad en sus respetivos genes (Dröscher, 1988, pp. 34-35). Por consiguiente, sin parar mientes en lo insoportable que nos pueda parecer, y pese a las estratagemas que podamos urdir para eludirla —como recurrir al principio de duplicación metafísico (cuerpo-alma, terrenal- celestial, temporal-eterno)—, una realidad se nos impone: somos seres finitos (Mèlich, 2010). Esto significa que nuestra existencia tiene límites imposibles de borrar, aunque nos resistamos a aceptarlo: “El nacer es un delito que se paga con la pena de muerte”, decía, no sin razón, Voltaire (Dröscher, 1988, p. 32).
Esta afirmación adquiere todo su sentido desde el instante mismo en que aceptamos que, en aras de la perpetuación de la vida —o de los genes, de acuerdo con la controversial tesis de Richard Dawkins (1993), según la cual, “somos máquinas de supervivencia, vehículos autómatas programados a ciegas con el fin de preservar las egoístas moléculas conocidas con el nombre de genes” (p. 4)—, todo individuo envejecido y débil ha de ser reemplazado por otro más joven y fuerte, toda generación anacrónica ha de ser sustituida por otra más acorde con los tiempos, y todo lo desgastado debe ser renovado, so pena de dar al traste con el portentoso proyecto global de la corriente general de la vida.
Aunque, tal vez, lo que más nos incomoda no es tanto el tener que aceptar la inminencia de la muerte, sino la sensación de que la vida es más corta de lo que debería, sin darnos cuenta de que tendríamos la misma sensación amarga aún si nuestro rango de vida fuera mayor, pues, al fin y al cabo, tendrá un final. Como quiera que sea, los límites siempre nos parecerán arbitrarios y nadie lo expresó mejor que Pascal, con todo su patetismo, en sus famosos Pensamientos (Pascal, 1984, pp. 56-57). Pero Séneca se había ocupado del tema dieciséis siglos antes que aquel —saliéndole al paso a los lamentos de esos remordidos tardíos que exhiben sus aflicciones cuando ya no es tiempo de llorar—, al exponer con extrema sobriedad sus tesis acerca de la relatividad de las apreciaciones sobre la duración de la vida, para desmentir a quienes se quejaban de la brevedad de ésta (Séneca, 1992, p. 12).
Por cierto, Séneca nos muestra, a lo largo de toda su disertación, en un discurso ético que propende por un empleo racional del tiempo, que la percepción de la duración de la vida depende del uso que hagamos de ella. Pero sus argumentos no están fundamentados en la observación empírica, sino en un proyecto moral: su propósito es evitar la pérdida de tiempo, bien sea, al dedicarlo a una vida demasiado atareada que provoque el olvido de sí mismo, o bien —lo que para él es aún peor—, al perderse en los abismos de una vida disoluta que también conducen al mismo resultado, aunque en una cuantía incluso mayor. En lugar de ello, Séneca se empeña en auspiciar un aumento del rendimiento del tiempo mediante la aplicación deliberada de todos los esfuerzos en lo que podría llamarse, un ocio productivo. Es en una vida consagrada en su plenitud a la búsqueda de la sabiduría, en donde encuentra el filósofo romano la razón de vivir y la fuente que provee la prolongación de la existencia, pues ésta se expande no sólo por la amplitud del horizonte que se despliega ante los propios ojos del sabio, sino por la apropiación de las experiencias transmitidas por otros sabios que vivieron antes que él.
Pero, en tal caso, se impone una aclaración: no es la vida sino la experiencia lo que se está evaluando. Si por experiencia se entiende, no lo que le sucede a uno, sino lo que uno hace con lo que le sucede, evidentemente, tendrá mayor experiencia quien ha hecho más cosas valiosas en su vida que quien no. Pero la vida no se puede reducir tan sólo a una determinada calificación de la experiencia, antes bien: sin depender del modo en que se viva ni de lo satisfactorio o frustrante que resulte, la vida es precondición de la experiencia; lo demás es ilusión o prejuicio. En definitiva, nos quedaremos con esto: la vida es finita y, al contrario de lo que nos pudiera parecer, no es corta ni larga en sí misma: simplemente dura lo que ha de durar, según la especie, y eso habrá de bastarnos. Pero el problema que nos convoca aquí no es ese.
El problema es que haya quienes se arrogan el derecho de ponerle fin a la vida de otros, antes de que su ciclo vital haya culminado, y sin ninguna justificación socialmente aceptable; porque, si bien resulta aterrador y hasta maligno el sólo mencionarlo, debemos admitir que existen circunstancias en las que dar muerte a un ser vivo —humano o animal— puede estar justificado, aunque, por supuesto, las razones esgrimidas sean diferentes, en uno u otro caso, y la validez de los argumentos dependa de las épocas y de las culturas. Para el primer caso, la legítima defensa puede ser una de ellas —aunque los pacifistas de la no-violencia opongan vehementes argumentos— y, para el segundo, comer carne, puede ser otra —aunque los vegetarianos tengan mucho que decir al respecto (Safran, 2011)—; pero estos son sólo casos particulares de la lucha por la supervivencia o de las opciones de vida.
Por cierto, algunos matan por legítima defensa y, en ese sentido, pueden justificar el homicidio cometido; pero no todos lo hacen. En efecto, existen muchas —muchísimas— situaciones en las cuales, pese a estar justificado el homicidio por legítima defensa, el agredido prefiere dejarse matar o, si le es posible, huir de la amenaza, en lugar de matar al agresor. Es la tragedia de tantos desplazados del país y del mundo. Algunos lo hacen espontáneamente, pero hay quienes pueden hacerlo como resultado de haber adoptado sinceramente el pacifismo de la no- violencia como filosofía de vida.
Esta postura, no obstante, no está exenta de contradicción, como se puede constatar en el debate sostenido, durante la defensa de su tesis doctoral, por Julien Freund con Jean Hyppolite, uno de los miembros del Tribunal que le evaluaba. En aquella ocasión, incapaz de aceptar el argumento de evidente raigambre schmittiana defendido por Freund —antiguo miembro de la Resistencia y ex militante socialista—, de que sólo hay política donde existe un enemigo, Hyppolite —reconocido por su militancia socialista y pacifista—, quien previamente se había negado a continuar con la dirección de la tesis de Freund por encontrar incompatibles con sus propias convicciones las posiciones teóricas asumidas por el brillante estudiante, no pudo dejar de manifestar su desacuerdo, dando lugar al siguiente diálogo:
Si Ud. tiene razón —le dijo Hyppolite— no me queda otra salida que cultivar mi jardín. La respuesta de Freund, que mantuvo intacta su postura desde el comienzo de su investigación, la misma, pues, que le condujo a su ruptura con el viejo profesor, fue contundente: “Como todos los pacifistas piensa que es Ud. mismo quien designa a su enemigo. Si no queremos tener enemigos, no los tendremos, piensa. Ahora bien, es el enemigo el que le designa a Ud. Y si él quiere que Ud. sea su enemigo, lo será. Y le impedirá incluso cultivar su jardín”. La respuesta de Hyppolite, originada por su previa y convencida militancia pacifista, no se hizo esperar: “En tal caso, sólo me queda el suicidio” (Valderrama, 2006, pp. 71-72).
De este modo, el eminente profesor de filosofía hubo de reconocer que quedó atrapado en un callejón sin salida, al declarar que el pacifista de la no- violencia prefiere violentarse a sí mismo antes que violentar a otros, en cuyo caso, no descartaría la violencia del todo, como pretende, sino que se resignaría a sacrificar su propia vida en beneficio del superviviente, dejándonos claro, eso sí, que, a diferencia de éste último, considera que una vida conservada sobre la base de matar al semejante no merece la pena de vivirse.
Hay un vestigio de cándida inocencia —¿o tal vez, de ingenuidad?—, y hasta podría advertirse una sutil aureola de santidad, en aquellos que entregan su vida en lugar de defenderla o que abandonan sus propiedades en lugar de protegerlas, para salvar su vida y la de su familia, sin dañar a otros. ¿Acaso no son ellos y sólo ellos los dignos merecedores del calificativo de justos? Pero ellos no están destinados a perpetuarse porque han puesto un límite infranqueable al alcance de sus acciones y ni siquiera la posibilidad inminente de la muerte los anima a traspasarlo. No son ellos sino otros los que están dispuestos a hacerlo, con un modo de conquistar sus metas que se puede resumir en dos palabras: como sea.
Existe un dicho popular que expresa bastante bien este principio: el agua siempre encuentra su camino. Esto se aplica a las voluntades que están determinadas a conseguir su propósito por medios lícitos, si es factible, o por medios ilícitos, si es necesario. Por supuesto, mientras les sea posible, los implicados se negarán a admitir esto, pues, por lo regular, dispondrán de un oportuno discurso justificativo destinado a exonerarlos de cualquier responsabilidad que pudiera atribuírseles.
Porque el engaño siempre está presente en las formas más abyectas, pero, también, más eficaces de supervivencia. Sin embargo, para que sea eficaz, el engaño debe mantenerse oculto, sobre todo porque los fines que persigue son inconfesables. De allí el estrecho vínculo que existe entre la abyección y la impostura, cosa difícil de detectar, sin embargo, por cuanto, todo transgresor es tramador. De hecho, nada se le debería creer porque éste siempre intentará justificar sus acciones haciendo gala de sus histriónicos recursos. De otro modo: siempre habremos de dudar de sus palabras; siempre habrán de verificarse sus declaraciones; sobre todo, en la valoración de sus actos de guerra, pero también en el enjuiciamiento de sus acciones criminales. Por principio, se debería asumir que los transgresores siempre ocultan segundas intenciones. Y éstas, por ser ocultas, jamás podrán ser sanas.
Aquí viene como anillo al dedo la famosa “formula trascendental” del derecho público enunciada por Kant (1972): “Las acciones referentes al derecho de otros hombres son injustas, si su máxima no admite publicidad” (p. 151). Nada más cierto, pues, si una cosa no puede ser revelada, es porque implica algo perjudicial para alguien. El único caso en que esto podría justificarse sería cuando, quien guarda el secreto, esté protegiendo su propia intimidad y resulte ser el único perjudicado con los resultados de sus propias acciones. De otro modo, las acciones culposas o dolosas en perjuicio de otros, siempre deberían ser develadas. De donde, las investigaciones sobre estos temas deberían centrarse más en lo no dicho que en lo dicho por los perpetradores de la transgresión. Ahí radica, realmente el quid de la cuestión. Es eso que no se quiere decir, eso que no se quiere reconocer, eso que no se quiere que se sepa y que habrá que averiguar con otros medios, siempre y cuando sean legales, por supuesto...
De este modo, hemos puesto en evidencia dos vías de la supervivencia: la vía del depredador y la vía del impostor. Existen otras, algunas incluso loables, pero estas dos se encuentran entre las más perniciosas de todo el mundo viviente y suelen estar asociadas. Por lo demás, el engaño constituye una condición generalizada en el mundo de la vida, encontrándose incluso en las fases más tempranas de la existencia, tal y como pone de presente Dawkins (1993):
Pero Dawkins ofrece muchas otras evidencias —algunas de extremada crueldad— que se presentan en los distintos órdenes del mundo viviente. De ellas, se puede inferir que todo apunta a resolver el problema de cómo sobrevivir a otros, demostrando que en este juego todo se vale. Dada su importancia, este tema es ampliamente desarrollado por Trivers (2013), para quien las formas más eficaces del engaño son aquellas que han logrado desarrollar sofisticados mecanismos de autoengaño pues, si uno llegara a creerse sus propias mentiras ¿por qué no habrían de hacerlo también los demás?
Ahora bien, teniendo en cuenta el estrecho vínculo existente entre la supervivencia y el engaño, por simple y elemental prudencia, convendría abstenerse de creer en las justificaciones ofrecidas por los supervivientes, mientras no aporten pruebas en favor de lo que dicen. Como quiera que sea, poseemos suficientes razones para creer que un alto grado de maldad y, por qué no, de injusticia, está presente en la conquista de la supervivencia. Así pues, no exageraríamos si afirmáramos que en la alegoría bíblica de Caín y Abel se puede encontrar la significación de la supervivencia en toda su terribilidad. Es el momento, entonces, de abordar la problemática planteada por Primo Levi.
3. El sobreviviente
Químico, escritor y poeta, pero, más que nada, sobreviviente de un campo de exterminio nazi, este judío de origen italiano nos legó en su Trilogía de Auschwitz (2005) —compuesta por los libros Si esto es un hombre, La tregua y Los hundidos y los salvados— un testimonio desgarrador de su paso por aquellas infernales fábricas de muerte. Levi fue capturado por la milicia fascista el 13 de diciembre de 1943, poco después de haber ingresado a la resistencia antifascista italiana; el 22 de febrero de 1944 fue entregado a los nazis, quienes lo remitieron inmediatamente al campo de Monowitz, por entonces satélite del inmenso campo de trabajo forzado de Auschwitz. Allí permaneció algo más de diez meses, recibiendo todo tipo de vejámenes y humillaciones, mal alimentado y reducido a inclementes condiciones de esclavitud diseñadas por los nazis para obtener el máximo provecho de sus prisioneros, hasta extraer de ellos el último aliento.
Exhausto, famélico y a punto de morir de inanición, pues el trabajo era mucho y el alimento muy poco, fue rescatado cuando el campo fue desmantelado por el ejército rojo, que retuvo a los prisioneros liberados durante unos ocho meses más, en un absurdo periplo por remotos campamentos rusos, hasta su liberación definitiva el 15 de septiembre de 1945. Tras una odisea de 35 días, sobrellevando adicionales penurias, obviamente más soportables que las padecidas en el Lager, finalmente llega a Turín el 19 de octubre de ese mismo año.
Levi, un hombre que dio muestras fehacientes durante toda su vida de una formidable entereza moral, jamás se sintió cómodo en su condición de sobreviviente. Antes, todo lo contrario; sus relatos, dotados de una sinceridad inusual y de una profundidad reveladora, están cargados de autocrítica, de culpa y hasta de vergüenza. El recuerdo de sus compañeros caídos le acompañó hasta el final de sus días, y nunca superó la angustia que le causaba el no haber sido uno de ellos:
¿Es que te avergüenzas de estar vivo en el lugar de otro? Y sobre todo ¿de un hombre más generoso, más sensible, más sabio, más útil, más digno de vivir que tú? No puedes soslayarlo: [...] Se trata sólo de una suposición, de la sombra de una sospecha: de que todos seamos el Caín de nuestros hermanos, de que todos nosotros [...] hayamos suplantado a nuestro prójimo y estemos viviendo su vida [...] Los “salvados” de Auschwitz no eran los mejores, los predestinados al bien [...] Preferentemente sobrevivían los peores, los egoístas, los violentos, los insensibles, los colaboradores de «la zona gris», los espías [...] Sobrevivían los peores, es decir, los más aptos; los mejores han muerto todos [...] Los sobrevivientes somos una minoría anómala además de exigua: somos aquellos que por sus prevaricaciones, o su habilidad, o su suerte, no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gorgona, no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo; son ellos, los «musulmanes», los hundidos, los verdaderos testigos [...] Ellos son la regla, nosotros la excepción (Levi, 2005, pp. 539-542).
Valga aclarar que en los campos de la muerte se empleaba, entre los prisioneros judíos, el término muselmänner para referirse, de manera despectiva, a los cautivos que ya estaban desahuciados y sólo les esperaba la muerte. Esta angustiosa situación la padecían, casi en su totalidad, los prisioneros más antiguos, es decir, los que llevaban tan sólo unos meses allí y no se las habían arreglado para sacar alguna ventaja de las pocas oportunidades que se les presentaban. Frankl (1991) nos ha proporcionado, en palabras de uno de sus compañeros de infortunio, una definición muy diáfana del infame vocablo:
¿Sabéis a quién llamamos aquí un «musulmán»? Al que tiene un aspecto miserable, por dentro y por fuera, enfermo y demacrado y es incapaz de realizar trabajos duros por más tiempo: ése es un “musulmán”. Más pronto o más tarde, por regla general más pronto, el “musulmán” acaba en la cámara de gas (p. 28).
Indudablemente, estos relatos son sobrecogedores. No porque nos muestren la maldad de los verdugos nazis, pues eso lo sabemos desde siempre. No. Lo escalofriante en estos relatos es la forma como se nos muestran, en toda su crudeza, los efectos perversos de la degradación impuesta a personas que de otro modo habrían llevado una vida respetable; cómo los seres humanos, sometidos a condiciones extremas de envilecimiento, pueden llegar a convertirse en los verdugos de sus propios hermanos, con tal de sobrevivir al menos un día más.
Precisamente, a eso fueron reducidos los cautivos judíos por sus captores nazis. De allí el título del primer libro de Levi: Si esto es un hombre. En efecto, los nazis se esmeraron en extraer de aquellos desgastados cuerpos hasta la última gota de humanidad y, según podemos concluir tras la lectura del libro, prácticamente lo consiguieron. Pero los estragos de la degradación no afectaron negativamente a todos por igual. Levi destaca, sobre todo, a quienes se encuadraron en lo que él llamó la “zona gris”: los colaboradores de los verdugos nazis; esos torcidos que prefirieron traicionar a sus desventurados hermanos, convirtiéndose en Kapos o en espías del régimen, a cambio de un exiguo privilegio. Por increíble que pudiere parecer, los peores maltratos recibidos por los cautivos los propinaban los llamados Kapos, esos siniestros personajes, en gran parte judíos, reclutados entre la peor escoria de los prisioneros del campo, quienes se prestaban para realizar las tareas más abyectas que les pudieran asignar, con la evidente intención de sacar alguna ventaja y sobrevivir. Y, en efecto, muchos de ellos lo consiguieron.
Ahora bien, en medio de la irritante desazón que nos producen sus relatos, habremos de admitir que con su descarnado testimonio y sus agudos análisis, Levi nos ha mostrado otra faceta de la corrupción, antes desapercibida, la cual podemos presentar en los siguientes términos: si la posesión extrema del poder, corrompe extremadamente —parafraseando el célebre epigrama de Lord Acton—, debe añadirse que la carencia extrema de aquel, también produce similares efectos, con lo cual se pone de presente la curiosa proximidad entre el extremismo —es decir, la ausencia de límites— y el mal.
Se habrá notado que, sutilmente, hemos pasado de hablar de superviviente a sobreviviente. Aclaremos que este desplazamiento no se debe a la casualidad ni al descuido; por el contrario, se trata de algo intencional ya que estos dos términos no son completamente intercambiables. ¿En qué radica pues la sutil diferencia? Veamos: superviviente es, de acuerdo con Canetti, quien, con tal de vivir, puede llegar hasta a matar, incluso a quien no le ha dado motivos para hacerlo; sólo le basta suponer que alguien se ha interpuesto en su camino o que posee algo que él quiere o necesita. Sobreviviente, en cambio, es la víctima que, para utilizar la expresión de Levi, se salvó y no se hundió, es decir, resistió la presión hasta ser rescatada o escapar, y logró esquivar a la muerte.
Podría objetarse que existen víctimas que han evitado la muerte matando a sus victimarios o lesionándolos gravemente, en lugar de limitarse a huir para escapar de su control, con lo cual nos encontramos ante verdaderos supervivientes; pero, en este caso, lo que las define como sobrevivientes es el hecho de haber pasado primero por la condición de víctimas, habiendo sido capaces de levantarse después, sin importar el medio utilizado. No obstante, debemos reconocer que también existen víctimas sin perpetrador, como es el caso de quienes han padecido enfermedades graves, accidentes de alto impacto, catástrofes naturales o incluso condiciones sociales deplorables como la pobreza, por sólo mencionar algunos ejemplos.
Por ello, habremos de aceptar que, en un sentido más general, sobreviviente es todo aquel que se levanta después de haber caído o quien se esfuerza por mantenerse a flote —ganándose la vida por medios formales o informales pero, en todo caso, legales— para no dejarse hundir, por lo cual, este concepto es aplicable a la gran mayoría de los vivientes pues, dicho sea de paso, no son pocos quienes se ven obligados a resistir los embates del infortunio mediante el despliegue de su prodigiosa resiliencia. Ahora bien, no está de más señalar que, aunque algunos sobrevivientes pueden ser, a la vez, supervivientes, ello no significa que todo superviviente sea, por fuerza, un sobreviviente, pues, insistamos, para que esto último ocurra, el superviviente debe haber superado previamente la prueba de la victimización.
Y éste es, precisamente, el caso de Primo Levi, quien, antes de ser apresado por los fascistas se había graduado como químico y se había enrolado en un grupo —algo mediocre, hay que decirlo— de partisanos antifascistas (Galcerà, 2016), lo cual, pese a todo, lo ubica de antemano en la categoría de superviviente- sobreviviente. Por lo demás, puede afirmarse que, en condiciones extremas, sólo los supervivientes tienen alguna probabilidad de sobrevivir. Cabe observar que, cuando han cometido algún delito, los supervivientes pueden incurrir en la que llamaremos falacia del perpetrador, consistente en presentarse como víctimas —y, por lo tanto, como sobrevivientes— con el propósito de obtener algún beneficio o incluso para conseguir la impunidad, en cuyo caso, se hace bastante difícil desenmascararlos.
Las observaciones anteriores nos permiten hacer una aclaración adicional: si bien las víctimas que se sobreponen a la adversidad se convierten en sobrevivientes, y estos pueden ser o no ser supervivientes, ello no significa que lo contrario de los sobrevivientes y de los supervivientes sean las víctimas en sí, y aquí se hace necesario hacer algunas precisiones: 1) lo contrario del superviviente es el viviente (es decir, el individuo común y corriente); 2) lo contrario del sobreviviente es el caído (o el hundido, como lo llama Levi); 3) la condición de superviviente o de viviente es trascendente, mientras que la de sobreviviente o de caído es contingente (es decir, la primera es estructural o propia del ser, y la segunda es coyuntural, o propia del devenir) y, 4) lo contrario de las víctimas son los perpetradores, aunque, como se acaba de ver, también pueden existir víctimas sin perpetrador, pero ésta es una cuestión que desborda los alcances de esta reflexión.
Eso sí: no cabe ninguna duda de que todos los perpetradores son supervivientes, aunque no siempre se presente la condición inversa. Ahora bien, gracias a los reflexivos testimonios de Levi pudimos identificar el sobreviviente, como tipo particular, pero hay que insistir en que no se debe confundir el sobreviviente con el superviviente, sobre todo, en los casos en los que éste último se identifica con el perpetrador.
Primo Levi murió en extrañas circunstancias —tan sólo unos meses después de haber publicado Los hundidos y los salvados—, como consecuencia de los golpes recibidos tras caer desde el tercer piso de las escaleras interiores del edificio en el que vivía. Mucho se ha discutido acerca de si se trató de un accidente o de un suicidio. Al respecto, afirma Todorov (2002):
Pienso [...] que debemos abstenernos de atribuir a Levi la responsabilidad de su muerte [...] Como advierten varios comentadores, entre ellos algunos amigos íntimos de Levi, no es seguro que en su caso se tratara de un suicidio. No dejó mensaje alguno en este sentido y nunca habló con sus amigos de poner fin a su vida. No está excluido que encontrara la muerte por accidente en el hueco de la escalera, no al saltar, sino al caer a consecuencia de un desvanecimiento. Si hubiera querido suicidarse, ¿habría elegido, un químico como él, un medio tan poco seguro? Nunca podrá aclararse, definitivamente, la duda sobre ello [...] (p. 224).
Sin embargo, Rastier (2016) parece aportar argumentos concluyentes en favor de la hipótesis del suicidio:
El 11 de abril de 1987, entre las diez y veinte y las diez y treinta minutos de la mañana, Levi llamó por teléfono al gran rabino de Roma, Elio Toaff, y le dijo: “No sé cómo seguir. Ya no soporto esta vida. Mi madre está enferma de cáncer, y cada vez que veo su rostro me acuerdo de los rostros de los hombres que yacían en las tablas de los camastros de Auschwitz”. Hacia las once, quizás huyendo de su obsesión, se lanzó por el hueco de la escalera del edificio donde había vivido desde su infancia (p. 75).
Así se puso fin a una existencia que, después de lo que hubo de soportar y presenciar, sólo encontró una razón para vivir dando cumplimiento a la promesa de dar testimonio de los horrores padecidos. Cuando lo hizo, todo estuvo consumado.
4. La supervivencia y el mal
No existe, que sepamos, mejor evidencia que la proporcionada por Levi para motivar el veredicto de culpabilidad que pesa sobre los supervivientes. Ahora podemos estar seguros de que la supervivencia constituye nuestro verdadero pecado original. Con ella se pone al descubierto la terrible lógica que gobierna el devenir de la vida: sacar a unos del camino para que otros puedan transitarlo; lógica que está presente tanto en las relaciones intraespecíficas, cuanto en las interespecíficas, es decir, ocurre, bien sea entre individuos o entre especies. Obviamente, la lucha por la supervivencia de la que habla Darwin se desarrolla propiamente entre especies, no entre individuos, aunque tampoco se puede decir que esta última esté descartada del todo, pues son los individuos los que contribuyen, caso por caso, al resultado final.
Y aquí arribamos a una encrucijada en donde la mencionada lógica cobraría toda su terribilidad: la sospecha de que el Homo sapiens haya estado seriamente comprometido en la extinción de otras especies humanas que pudieron haber coexistido con él en algún período de la historia de la tierra (Homo erectus, Homo neanderthalensis, Homo soloensis, Homo floresiensis, Homo denisova, entre otros), si nos atenemos a lo señalado por Harari (2015), quien afirma:
Lo cierto es que desde hace unos 2 millones de años hasta hace aproximadamente 10.000 años, el mundo fue el hogar, a la vez, de varias especies humanas. ¿Y por qué no? En la actualidad hay muchas especies de zorros, osos y cerdos. La tierra de hace cien milenios fue hollada por al menos seis especies diferentes de hombres. Es nuestra exclusividad actual, y no este pasado multiespecífico, lo que es peculiar […] y quizás incriminador (pp. 19-20).
Pero podría considerarse aún peor el exterminio —y en cifras millonarias—, no ya de otras especies humanas, sino de pueblos enteros de la propia especie, como se puede constatar en las múltiples guerras y proyectos políticos llevados a cabo a lo largo de la historia de la humanidad, de las que da cuenta White (2012) y, en un sentido más específico, la aniquilación colonialista de tantas comunidades, practicada en los últimos siglos por las naciones civilizadas modernas y denunciada, entre otros, por Ferro (2005).
Ante tales evidencias, cabe afirmar que el círculo virtuoso se ha convertido en un círculo vicioso. Sin embargo, aun así, se puede suponer que, en los tiempos críticos de la prehistoria de la humanidad, fueron los supervivientes quienes asumieron las tareas más riesgosas que se requirieron para la preservación de la especie, incluso sacrificando su propia vida, al enfrentar las amenazas externas que se les presentaron a sus pequeñas comunidades o sorteando los retos más difíciles. En efecto, sin ellos, la especie humana habría estado condenada a la extinción.
No obstante, por lo menos desde la revolución agrícola (hace unos 11.000 años), se han venido reduciendo las fuentes de peligro que amenazan a la humanidad desde el exterior (sólo quedan los microorganismos), hasta el punto de que actualmente sería un despropósito seguir afirmando que exista alguna amenaza que requiera la intervención salvadora de los supervivientes —exceptuando, por supuesto, la de los científicos—. Antes bien, en el mundo actual, la principal fuente de amenaza contra la supervivencia de la humanidad procede, paradójicamente, de los propios supervivientes (científicos, militares, políticos o, simplemente, criminales), quienes, a no dudarlo, serían los directos responsables de una catástrofe nuclear o de algo similar, en caso de que una cosa así llegare a suceder.
Empero, debe aclararse que, aunque no existen amenazas exteriores a la humanidad (excepto en el caso improbable de una invasión extraterrestre, donde volverían a ser indispensables los supervivientes), sí pueden existir, y, de hecho, han existido, amenazas exteriores a la propia sociedad (explotación colonial, ejércitos invasores o de ocupación, países vecinos hostiles), lideradas por los dirigentes, es decir, los supervivientes, de las otras sociedades. En ese caso, los pueblos y las comunidades extraerían de su fuente de reserva de supervivientes, los ejércitos de liberación contra la opresión foránea (vr. gr.: los patriotas en las guerras de independencia) o las fuerzas de resistencia a las agresiones procedentes del exterior (por ejemplo: los combatientes de la Resistencia contra los nazis).
Sin esos supervivientes que defienden a sus comunidades frente a la amenaza de los forajidos, toda sociedad estaría expuesta a ser sojuzgada o exterminada por invasores foráneos o incluso por depredadores nativos. El problema es que no siempre resulta viable diferenciar a los defensores, de los agresores, como sucede, por ejemplo, en las guerras civiles, donde parecería que todos los ejércitos actuaran totalmente en contra de la población civil, y exclusivamente en beneficio propio. Esto, como se sabe, sucede sobre todo en las contiendas prolongadas, donde la indefinición de resultados suele derivar en un escalonamiento de las atrocidades cometidas por cada grupo, preferentemente en contra de las comunidades desarmadas, en tanto evitan al máximo el enfrentamiento directo entre ellos mismos. Lo que cuenta allí es la eficacia alcanzada, el impacto conseguido, el avance logrado, y no las víctimas civiles causadas.
En estas guerras, cada bando pretende representar los intereses de sectores no combatientes cuya opinión ni siquiera se molestan en consultar. Sorprendentemente, con frecuencia logran que una parte de estos se encomienden a ellos con la esperanza de sobrevivir, mientras otros lo hacen presas del terror, para evitar la muerte. En resumidas cuentas, ya se trate de defensores auténticos o simulados, de benefactores o de malhechores, de protectores o de perpetradores, estos actores acceden por igual a esos territorios ignotos de la maldad que permanecen inaccesibles a la mayoría de las personas, suscitando en los espectadores insólitas sensaciones de éxtasis.
A pesar de lo que se acaba de decir, no debería inferirse que todos los supervivientes son necesariamente unos malvados —pues cabe suponer que existen supervivientes beneficiosos, al menos hasta que demuestren lo contrario—, aunque sí podamos afirmar lo inverso; esto es: todos los malvados son supervivientes. Como quiera que sea, los supervivientes siempre están a la vanguardia. Avanzan donde otros se detienen o retroceden. Siempre se aventuran a ir más allá, hasta el punto de que parecen haber conseguido domeñar la muerte: se han resistido a su llamado y han logrado salir triunfantes.
Aquí cabe recordar aquella historia del marino colombiano inmortalizado por García Márquez en su “Relato de un náufrago que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre” (2012, pp.15-124). Aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre, pero sólo porque sus declaraciones se convirtieron en denuncias que no resultaron del agrado de sus superiores ni del gobierno de la época. En lo demás, vale destacar el hecho de que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad. ¿Y eso por qué? Pues por su doble condición de sobreviviente y de superviviente ya que, si bien el protagonista no tuvo qué matar a nadie para sobrevivir, sí hubo muertos en la epopeya, y eso cuenta. En ese sentido, podemos observar que superviviente es todo aquel que, por su propio mérito y esfuerzo, consigue posponer su cita con la muerte, frente a otros que fracasaron en el intento.
Esa es la razón primordial de la fascinación que ejercen estos personajes, cuyo carisma irradia de esta aparente tautología: sin supervivientes no hay supervivencia. Decimos aparente por el simple hecho de que el primer término se refiere a la supervivencia individual y, el segundo, a la supervivencia de la especie. Recuérdese que la supervivencia de la especie se materializa en la supervivencia de cada individuo, la cual depende también de la capacidad que tenga éste de vivir con otros como él, esto es, de la convivencia colectiva. En otras palabras: la supervivencia de la especie depende de la compatibilidad que exista entre la supervivencia individual y la convivencia colectiva, pues la lucha exclusiva por la supervivencia individual podría dar al traste con la supervivencia de la especie, como se sabe.
Quizás, después de todo lo dicho hasta ahora, podría afirmarse categóricamente lo siguiente: El bien y el mal son inherentes a la vida; pero aquí se hace necesario hacer una precisión, para no dar lugar a malos entendidos. Realmente, en la afirmación anterior se están confundiendo elementos de dos tipos o clases distintas, que se corresponden con lo que podríamos considerar, por un lado, una perspectiva axiológica y, por otro, una perspectiva biológica. Si se asume una perspectiva axiológica, la supervivencia podría ser juzgada como un mal, en cambio, si se adopta una perspectiva biológica, la supervivencia será necesariamente considerada como un bien (nótese cómo terminamos cruzándonos aquí con el viejo conflicto entre moral y política, del cual Maquiavelo es el máximo exponente).
5. Epílogo
En esta oportunidad nos hemos detenido en los efectos perversos de la supervivencia, es decir, en la supervivencia individual egoísta. Dejaremos para otra ocasión el examen de la convivencia colectiva en función de la supervivencia de la especie o del grupo, y la cuestión de la empatía, la cooperación y el altruismo (Waal, 2011). Por ahora, para terminar, nos conformaremos con preguntarnos si acaso no sería deseable definir unas pautas que enseñasen cómo reconocer a los supervivientes y estableciesen, de paso, qué deberíamos hacer con ellos.
En cuanto a lo primero, no sería difícil identificar algunos indicios, pero, en lo fundamental, podemos afirmar que el superviviente se acomoda bastante bien a la definición propuesta por Aristóteles para caracterizar al injusto. El injusto —decía el estagirita— es aquel que pretende recibir, de dos bienes, el mayor, y de dos males, el menor, a costa de los demás. Siempre intentará sacar ventaja, llevarse lo mejor:
El injusto no siempre escoge la parte mayor, sino también la menor cuando se trata de males absolutos; pero, como parece que el mal menor es también, en cierto modo, un bien, y la codicia lo es de lo que es bueno, parece, por esta razón, codicioso (Aristóteles, 1997, p. 120).
El superviviente es, entonces, aquel que trata de aprovecharse de los otros cada vez que puede; aquel que, llegando de último, siempre quiere partir de primero; aquel que no duda en infringir las normas, desde las más leves hasta las más serias, si ello le reporta algún beneficio. La razón es que, sin importar si los hechos lo confirman, el superviviente tiende a creerse mejor que los demás y actúa en consecuencia. Eso no significa que sea forzosamente exitoso pues, a veces, le sale el tiro por la culata, como se dice popularmente, siendo descubierto o desenmascarado, y pagando un precio por ello. Pero la eficacia y la impunidad que suele acompañar sus acciones transgresoras, alimentan su creencia en que las reglas colectivas —las normas y las leyes— no se le aplican a él. Su divisa es: si no lo hago yo, otro lo hará, por lo cual, podemos asumir que es un free rider consumado[6].
Atención: no se debe confundir al superviviente con el que podríamos denominar seudosuperviviente, y el contraste es la mejor manera de diferenciarlos: el primero está animado por el frenesí, el segundo está dominado por la ansiedad; el primero está orientado al logro, el segundo, al fracaso; el primero es voluntarioso, el segundo, inconstante; el primero es peligroso, el segundo es… peligrosísimo.
Resulta tentador ubicar en la famosa tipología de Cipolla, a los supervivientes entre los inteligentes y los malvados, a los vivientes entre los incautos y a los seudosuperviventes entre los estúpidos. A estos últimos, les dedica su famosa Tercera Ley Fundamental (Ley de oro), según la cual: “Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio” (Cipolla, 1996, p. 45). No sobra recordar que el autor considera a este tipo de personas como las más peligrosas entre todas, por irracionales, incomprensibles e impredecibles.
Pero no podemos pasar de largo sin mencionar que aquí aparece de nuevo la contradicción entre la perspectiva biológica y la perspectiva axiológica de que tratamos antes. Las interpretaciones económicas, sobre todo las que se inspiran en la Teoría de la Elección Racional TER (Individuos Egoístas Racionales que buscan maximizar beneficios y minimizar perjuicios), encajan bastante bien dentro de la perspectiva biológica. Sería distinto si la lectura se hiciese desde un punto de vista ético, donde el incauto sería considerado como altruista, el malvado como egoísta, el inteligente como justo y el estúpido... como estúpido.
El fatum del superviviente se puede detectar fácilmente entre quienes consideramos despabilados, avispados, recursivos, innovadores, aventureros, arriesgados, emprendedores, persistentes, temerarios, astutos, oportunistas, vividores[7], trepadores, codiciosos, ambiciosos, y en todos los líderes. Además, aparece muy marcado en las naturalezas inescrupulosas, como los abusadores, los acosadores y los perpetradores de bullying. Por obvias razones, también se lo encuentra entre los parásitos, los saqueadores, los explotadores, los impostores y, obviamente, en el súmmum del espécimen: los depredadores. Pero, al contrario de lo que podría suponerse, en la mayoría de las personas se encuentra muy atenuado, hasta el punto de no alcanzar a hacerse visible. De otro modo, solo se manifiesta en una minoría; en cierta forma hasta podría hablarse de una especie de élite.
En cuanto a lo segundo, se desprende de lo dicho que deberemos tratar de neutralizar a los supervivientes siempre que sea necesario y, por cierto, haremos bien en cuidarnos de ellos pues, si lo requieren, no dudarán en clavarnos el puñal, de frente o por la espalda, ante el menor descuido y como sea. Con seguridad, podemos contar con que harán lo que tengan qué hacer para supervivir: precisamente, por eso se los llama supervivientes. También deberíamos aprender de ellos, pagándoles con la misma moneda mientras resulte factible y sea legal, pues aquí, lo mismo que en el juego conocido como el dilema del prisionero iterativo, la mejor estrategia es la del toma y daca (Axelrod, 1996).
Pero sólo si no nos enfrentamos con malvados empedernidos pues, en caso contrario, estaríamos fregados ya que, por la carencia de límites propia de la naturaleza del mal, “cuando se está entre malos, hay que tratar de ser el peor” (Cereijido, 2013, p. 190). Y en ese caso, llevaríamos todas las de perder. De cualquier forma, no vendría mal tratar de poner en práctica una máxima, muy famosa entre los evolucionistas: Root hog, or die: do the necessary work or suffer the consequences[8] (Cereijido, 2013, pp. 221-222). o, para expresarlo con las contundentes palabras de Cereijido: “A veces no hay más remedio que ser hijo de puta” (227). Pero quizás la regla más apropiada para saber qué hacer con los supervivientes podría ser ésta: si no podemos convertirnos todos en supervivientes, al menos, en tiempos de guerra tendríamos que ganarlos para nuestra causa y, en tiempos de paz, deberíamos mantenerlos bajo custodia. Esto último no debería ser un problema, excepto por el pequeño detalle, para nada trivial, de que —hasta ahora— los supervivientes han sido quienes han monopolizado el dominio del mundo.
Referencias
Aguiar, F. (1991). Intereses individuales y acción colectiva. Madrid: Pablo Iglesias.
Aristóteles (1997). Ética Nicomáquea. Madrid: Gredos.
Axelrod, R. (1996). La evolución de la cooperación. El dilema del prisionero y la teoría de juegos. Madrid: Alianza.
Bauman, Z. (2015). Ceguera moral. La pérdida de sensibilidad en la modernidad líquida. Barcelona: Paidós.
Bobbio, N. (2003). Teoría general de la política. Madrid: Trotta.
Canetti, E. (2011). Masa y poder. Barcelona: Random House Mondadori.
Cereijido, M. (2013). Hacia una teoría general sobre los hijos de puta. México: Tusquets.
Cipolla, C. M. (1996). Allegro ma non troppo. Barcelona: Crítica.
Dawkins, R. (1993). El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta. Barcelona: Salvat Editores.
Dröscher, V. (1988). Sobrevivir. La gran lección del reino animal. Bogotá: Planeta.
Ferro, M. (Comp.). (2005). El libro negro del colonialismo. Siglos XVI al XXI: del exterminio al arrepentimiento. Madrid: La esfera de los libros.
Frankl, V. (1991). El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder.
Galcerá, D. (2016). La pregunta por el hombre: Primo Levi y la zona gris. Madrid: Anthropos.
García Márquez, G. (2012). Relato de un náufrago. Barcelona: VicensVives.
Giddens, A. (1993). Las nuevas reglas del método sociológico. Crítica positiva de las sociologías interpretativas. Buenos Aires: Amorrortu.
Harari, N. (2015). De animales a dioses. Breve historia de la humanidad. Bogotá: Penguin Random House.
Kant, I. (1972). Lo bello y lo sublime. La paz perpetua. Madrid: Espasa-Calpe.
Levi, P. (2005). Trilogía de Auschwitz. Barcelona: Océano. Marx, K. (1977). El capital. T. I. Bogotá: FCE.
Mèlich, J. (2010). Ética de la compasión. Barcelona: Herder.
Pascal, B. (1984). Pensamientos. Madrid: Sarpe.
Rastier, F. (2016). Ulises en Auschwitz. Primo Levi el sobreviviente. Madrid: Sequitur.
Robinson, J. (13 de diciembre de 2014). ¿Cómo modernizar a Colombia? El espectador. Recuperado de http://www.elespectador.com/noticias/elmundo/modernizar-colombia-articulo-532967.
Safran, J. (2011). Comer animales. Bogotá: Planeta.
Séneca (1992). De la brevedad de la vida y otros escritos. Madrid: Aguilar.
Todorov, T. (2002). Memoria del mal, tentación del bien. Indagación sobre el siglo XX. Barcelona: Península.
Valderrama, J. (2006). Julien Freund, la imperiosa obligación de lo real. Sociedad de Estudios Políticos de la Región de Murcia.
Waal, F. (2011). La edad de la empatía. ¿Somos altruistas por naturaleza? Barcelona: Tusquets.
White, M. (2012). El libro negro de la humanidad. Crónica de las grandes atrocidades de la historia. Barcelona: Crítica.
Notas
Notas de autor