Tensiones en
torno al cuerpo, el género y el deseo en los Programas de estudio de
educación para la afectividad y sexualidad integral de Costa Rica
Tensions around the Body,
Gender and Desire in the Educational Study Programs for Affectivity and
Integral Sexuality of Costa Rica
Resumen
El
presente artículo se ocupa de analizar los Programas de estudio de
educación para la afectividad y sexualidad integral del Ministerio de
Educación Pública de Costa Rica (MEP). Para ello realiza una contextualización,
en primer lugar, histórico-normativa, y, en segundo lugar, política, de dicha
directriz educativa. Asimismo, el texto se interesa en estudiar el modo en que
distintas agendas condicionan y tensan los contenidos de los Programas.
Específicamente, el artículo se adentra en las concepciones del cuerpo, el
género y el deseo de los Programas… para mostrar las visiones
enfrentadas que implícitamente estructuran tales concepciones. El objetivo,
así, es discutir críticamente la Educación Sexual en general, y los Programas
de estudio de educación para la afectividad y sexualidad integral en
particular, más allá de las posiciones dicotómicas (a favor-en contra) que
suelen emplearse para tales efectos.
Palabras clave
Educación sexual, cuerpo, género, deseo, Derechos
Humanos, religión.
Abstract
This article occupies in analyzing the Educational study programs for affectivity and integral sexuality of the Ministry of Public Education of Costa Rica (MEP). For this purpose a contextualization of this education directive is made, firstly historical-normative and secondly political. Likewise, the text takes an interest in studying the mode in which different agendas condition and tense the contents of the Programs Specifically, the article deepens in the conceptions of the body, gender and desire of the Programs to demonstrate the confronted visions that implicitly structure such conceptions. The objective is to discuss critically Sexual Education in general, and Education Study Programs for the Affectivity and Integral Sexuality in particular, beyond the dihcotomic (in favor-against) that are usually utilized for these effects.
Keywords
Sexual education, body, gender, desire, Human Rights, religion.
Tensiones en
torno al cuerpo, el género y el deseo en los Programas de estudio de
educación para la afectividad y sexualidad integral de Costa Rica
Los Programas
de estudio de educación para la afectividad y sexualidad integral del
Ministerio de Educación Pública de Costa Rica fueron aprobados en
el año 2012[2].
Los Programas forman parte de una transformación curricular
más abarcadora (véase la política curricular Educar para una nueva
ciudadanía, aprobada por el Consejo Superior de Educación en acuerdo No.
07-64-2016), también impulsada por ese Ministerio, y recogen contenidos
impartidos a lo largo de toda la primaria y de los primeros años de secundaria.
En términos específicos, los Programas constituyen materiales
didácticos dirigidos a docentes y su objetivo primordial es establecer pautas
para la impartición, en décimo año, de la asignatura Educación para la
Afectividad y Sexualidad Integral. Con ello, el MEP se propone garantizar:
el derecho efectivo de [los] estudiantes a una educación para la afectividad y sexualidad que sea integral, científica, contextualizada e inclusiva y que les permita desarrollar conocimientos, actitudes y habilidades para una vivencia plena y responsable de la sexualidad (MEP, 2017, p. 5).
A nivel de
estructura, los Programas se dividen en un primer capítulo
abocado a la fundamentación teórico-filosófica, un segundo dirigido a perfilar
al estudiantado y el personal docente que se quieren promover hacia el futuro,
un tercero que establece el diseño curricular al que obedecen las nuevas directrices,
un cuarto capítulo que contiene el programa de estudios de la asignatura a
impartir en décimo año y, por último, un glosario que dota de contenido teórico
algunos de los conceptos empleados a lo largo del documento.
La coincidencia
temporal entre el estreno de esa asignatura y las elecciones costarricenses del
2018, crispó los ánimos y polarizó la opinión pública básicamente en dos
“bandos”[3]: por un lado, quienes estaban a favor de que se
impartiera la asignatura y, por otro, quienes la rechazaban en nombre de la familia
y los valores[4]. En términos generales, uno y otro “bando” se nucleó en torno a los
partidos políticos que obtuvieron mayor cantidad de votos y que alcanzaron la
segunda ronda: el oficialista Partido Acción Ciudadana (a la postre ganador de
la elección) y el Partido Restauración Nacional.
Esta correspondencia
entre una polarización con cariz sociocultural y una polarización de carácter
partidario responde a la publicación de la Opinión consultiva OC-24/17 de
la Corte Interamericana de Derechos Humanos. La sentencia ofrece respuesta a
una solicitud realizada por el Estado costarricense el 24 de noviembre del 2017
y en ella se sienta jurisprudencia relacionada con la identidad de género y la
discriminación contra parejas del mismo sexo. La opinión referida establece que
el Estado costarricense debe garantizar el derecho al cambio de nombre y de
género en los documentos de identidad, así como también proteger los derechos
de las personas homosexuales a formar familias y a que estas sean protegidas
del mismo modo que las conformadas por parejas heterosexuales (Corte
Interamericana de Derechos Humanos, 2017, pp. 87-88). Dado el talante
progresista de la sentencia[5] los sectores conservadores
costarricenses, con el candidato presidencial evangélico Fabricio Alvarado del
Partido Restauración Nacional a la cabeza, esgrimieron que la Corte atentaba
contra la soberanía jurídica costarricense y amenazaron con retirar a Costa
Rica del organismo internacional en cuestión si dicho partido ganaba las
elecciones. Según palabras del entonces candidato presidencial,
Costa Rica es un país provida, profamilia, donde imperan valores judeocristianos y estoy seguro de que no tenemos nada que celebrar. No hay nada que acatar. [La resolución de la Corte Interamericana] no es vinculante y si fuera vinculante, un gobierno de Restauración estaría dispuesto a salirse de la Corte porque no estamos dispuestos a una agenda LGBTI, proaborto y una ideología de género (Chinchilla, 2018).
Adicionalmente,
Fabricio Alvarado y los sectores que lo apoyaban aprovecharon para generar, a
partir de dicha opinión consultiva, una equivalencia estratégica entre
“ideología de género” y derechos de las personas LGTBI. De acuerdo con el plan
de gobierno de Restauración Nacional, la agrupación encabezada por Fabricio
Alvarado,
no podemos validar la ideología de género que los grupos LGTBI quieren promover, imponer y arraigar en la función pública y en la educación nacional del país. Para los restauradores es imposible aceptar que haya más de dos géneros, que estos estén divorciados del sexo al nacer, que estos se puedan intercambiar a gusto de las personas, que sustenten nuevas concepciones de matrimonio, que atenten contra la vida gestacional, que se escuden en la salud sexual y reproductiva para lograrlo y, entre otras muchas causales, que pasen de la búsqueda del respeto a la promoción de preferencias” (Alvarado, 2018, p. 48).
Como
consecuencia de esta equivalencia estratégica trazada por Alvarado, la
coyuntura electoral se planteó como una especie de referendo informal a
propósito de los derechos de las personas LGTBI y la pertinencia de que se
impartiera Educación Sexual en los colegios.
En el contexto
de esta polarización político-electoral y de la novedad de que se impartieran
los Programas por primera vez, se generó una persecución en
contra de personas sexualmente diversas y se produjo un clima de abierta
homofobia y misoginia. La configuración dicotómica del debate (se estaba o a
favor o en contra de los Programas, lo cual equivalía a estar, a la
vez, o a favor o en contra de los derechos de las personas LGTBI) provocó, por
otra parte, que el contenido de los planes pasara a un segundo plano. De hecho,
paradójicamente, el contenido de los planes nunca llegó a ser discutido
públicamente, pues la agenda mediática se enfocó unilateralmente en ubicar a
candidatos presidenciales, padres de familia y autoridades políticas (los
estudiantes estuvieron sistemáticamente excluidos del debate) de un lado u otro
de la dicotomía antes aludida, dejando de lado los contenidos y alcances de las
reformas educativas impulsadas por el Ministerio.
En contra de
esa inercia dicotómica, en este artículo interesa presentar algunos ejes de
debate referidos a los Programas que, en el contexto surgido
tras las últimas elecciones costarricenses, sería deseable retomar. En
concreto, el presente texto se adentra en las tensiones conceptuales y
presupuestos de los Programas a la hora de referir el cuerpo,
el deseo y la sexualidad. Con ello, la intención es presentar los Programas a
la manera de un índice (es decir, de un indicador, pero a la vez de un lugar de
materialización y de disputa simbólica) de los debates en torno al lugar de la
sexualidad en la vida cultural costarricense. Del mismo modo, importa mostrar
que, en el caso de Costa Rica, más allá de la asunción de una postura dentro
del binomio a favor - en contra de la Educación Sexual, es necesario realizar
una lectura crítica que polemice la Educación Sexual en virtud de sus potenciales
efectos coercitivos.
1. El contexto
político de los Programas de estudio de educación para la efectividad y
sexualidad integral del MEP
La historia de
la Educación Sexual en Costa Rica es la historia de una serie de pugnas,
disputas y pulsos entre, por un lado, sectores clericales tradicionales, y por
otro, movimientos sociales, actores políticos progresistas y una parte del
gremio educativo (Fernández, 2010). Ninguno de esos “bandos”, si es que cabe la
expresión, es, sin embargo, del todo compacto. Carolina Quesada (2012), por
ejemplo, argumenta que el movimiento obrero jugó un papel decisivo para que la
Iglesia pudiese reclamar un lugar en el arbitrio de la vida sexual de la
población costarricense. Dentro del ámbito religioso, asimismo, ha habido
pronunciamientos a favor de los planes, como es el caso de la Iglesia Luterana[6]. También ha habido una parte del sector educativo que se ha pronunciado
en contra de la Educación Sexual en los colegios.
Sin embargo,
más allá de estas particularidades en la composición interna de los actores
involucrados en estas disputas, lo cierto es que la posibilidad de integrar la
Educación Sexual en los programas curriculares costarricenses se ha dado en el
marco de una conflictividad social más amplia. Esto coincide con un panorama
regional (piénsese en países como Brasil, Colombia, Perú, Guatemala o
Nicaragua) en el que el tema de la Educación Sexual también opera como
catalizador entre visiones de mundo enfrentadas en una amplia gama de temas,
entre ellos el aborto, los métodos anticonceptivos, la violencia sexual, el
lugar social de la familia y la diversidad sexual. En este escenario de
enfrentamiento, los sectores socialmente progresistas en Costa Rica se han
visto en la necesidad política de alinearse en torno a la defensa de los planes
propuestos por el MEP, en la medida en que perciben en ellos una punta de lanza
para posicionar temas en la agenda política, para tematizar luchas otrora
invisibles y, sobre todo, para atender una serie de problemas sociales urgentes
vinculados con el sexismo, la homofobia y la transfobia.
En el contexto
anterior, como ya se ha dicho, los Programas del Ministerio de
Educación Pública han tendido a ser examinados desde perspectivas reductivas
que limitan a los interlocutores a decantarse a favor o en contra de la
Educación Sexual pública. Así, frente a los ataques conservadores contra
los Programas, el itinerario seguido por sectores feministas, LGTBI
y por las universidades mismas, ha consistido en una defensa a ultranza
(ciertamente comprensible desde un punto de vista coyuntural) de los nuevos
planes educativos.
No obstante,
quizá haya llegado el momento de preguntar qué es lo que estos sectores han
venido defendiendo con tanto ahínco. Por otro lado, también cabe preguntar
hasta qué punto la filosofía de la sexualidad que subyace a las políticas
actuales del MEP resulta políticamente satisfactoria para dichos sectores. Esta
toma de distancia crítica con los Programas de estudio de educación
para la afectividad y sexualidad integral no se traduce, por cierto,
en una alineación con los sectores que se han decantado en contra de las
prerrogativas del Ministerio. Por el contrario, es probable que salir de una
perspectiva dicotómica permita una reflexión más profunda acerca del lenguaje,
la retórica política y los instrumentos jurídicos y analíticos empleados en las
luchas sexuales actuales.
La intención
acá, por ende, no es someter los Programas del MEP a examen
para medir su grado de radicalidad, ni tampoco dictaminar si se trata de buenos
o malos instrumentos. Por lo demás, ningún programa es en sí mismo garantía de
éxito o fracaso, dado que es en su implementación donde se dirime el tipo de
impacto que una política educativa dada puede llegar a tener.[7] En cambio, lo que sí se desea enfatizar en el contexto de este escrito
es el hecho de que, después de todo, en su génesis, pero también en su
despliegue, la Educación Sexual emerge del mismo pliegue discursivo que las
epistemes higienistas, normalizadoras y medicalizantes (Béjin, 1987) tan certeramente criticadas por los
propios movimientos feministas, queer y LGTBI, así como por los autores y
autoras de esos mismos movimientos. A saber: si bien la Educación Sexual posee
una utilidad política en la medida en que garantiza derechos y augura justicia
y protección a actores sociales de otro modo desprotegidos, también es cierto
que se trata de un dispositivo de control social de la sexualidad, tal y como
se desprende de la crítica foucaultiana plasmada en La voluntad de
saber (Foucault, 2005, pp. 40-41)[8]. En este sentido, cabe también puntualizar el hecho de que el
rechazo de los Programas por parte de los sectores más
conservadores de la sociedad costarricense es en realidad circunstancial, en el
sentido de que hace parte de una agenda más ambiciosa que bien podría optar en
el futuro por una reforma de los planes en clave tradicionalista si es que ello
resultara más estratégico. Dicho de otro modo, no debería confundirse el árbol
con el bosque: los Programas del MEP tienen una valía
coyuntural, pero al mismo tiempo hacen parte, no sin cierta ambigüedad, de un
paisaje político-cultural más amplio, en el que se juega el control social de
la sexualidad. De ahí la necesidad de superar las visiones dicotómicas que
reducen el debate en torno a la Educación Sexual a una lógica de si o no.
2. Los entresijos
intertextuales de los Programas de estudio de educación para la afectividad y
sexualidad integral del MEP
En su propia
estructura retórico-discursiva, los Programas de estudio para la
afectividad y sexualidad del MEP informan de una cierta conflictividad
social en torno a la sexualidad. En su desarrollo, los Programas establecen
una serie de diálogos intertextuales (los cuales serán caracterizados en breve)
con discursos acerca de la sexualidad, y libra con ellos una especie de pulso.
Al ritmo de ese pulso el texto retrocede, introduce matices, realiza
concesiones a posiciones en pugna, se inscribe en tradiciones discursivas a
veces incompatibles y se ubica en medio de unos antagonistas imaginarios que, a
menudo, estructuran y tensionan el contenido del documento. En breve: los Programas se
saben parte de un contexto social escindido en torno al rol cultural de la
sexualidad y el placer.
De manera
esquemática, y en función de trazar una cartografía de los entresijos
intertextuales que estructuran los Programas, es posible distinguir
cuatro interlocuciones ramales que atraviesan los mismos. Con este mapeo, la
intención es mostrar cómo la reforma curricular planteada por el MEP se
encuentra acosada por varias agendas políticas que entienden la sexualidad de
modos distintos y que reclaman, cada una por su lado, incidencia en las
políticas públicas.
Un primer intertexto presente
en los Programas remite al universo jurídico y, más
concretamente, a los instrumentos de Derechos Humanos. Según el documento: “la
vivencia de la sexualidad desde un enfoque de Derechos Humanos busca fortalecer
la noción de sujetos de derechos y responsabilidades, reconociendo que es
derecho de todas las personas vivir una sexualidad segura, informada,
corresponsable, placentera y saludable” (MEP, 2017, p. 5). Esta apelación al
discurso de Derechos Humanos opera a lo largo del documento, a la vez, a la
manera de una fuente de legitimación y de coerción. En otras palabras,
los Programas… apelan a una discursividad jurídica que se advierte
prácticamente incontrovertible dentro del imaginario social, pues nadie
afirma —al menos no pública ni frontalmente— estar en contra de los Derechos Humanos.
No debería olvidarse, sin embargo, que, en materia de sexualidad, a menudo el
“derecho se erige […] como una arena de disputas […] pero también
como un discurso instrumentalizado mediante el cual se pueden regular los
cuerpos” (Morán, 2018, p. 13). Así, tras esa apelación, se encuentra implícita
una elección ético-epistemológica anterior: la inscripción de la sexualidad
dentro de matrices filosóficas universalistas y humanistas, con todo y los
potenciales efectos de normalización presentes en ellas. En esta línea, el
documento refiere, por ejemplo, que “los Derechos sexuales y Derechos
reproductivos [guardan] relación con los valores éticos universales” (MEP,
2017, p. 21), con lo cual los Programas se blindan contra
posicionamientos refractarios a las políticas igualitaristas, al tiempo que
postulan un humanismo universalista eventualmente excluyente. El universalismo
como matriz filosófica y los Derechos Humanos como matriz jurídica custodian,
así, las políticas del MEP en contra de la crítica a unos ciertos mínimos
ético-jurídicos que, de lo contrario, quedarían expuestos al cuestionamiento
por parte de visiones conservadores.
En segundo
término, los Programas establecen un diálogo, a veces velado y
otras veces más bien explícito, con sectores religiosos. Ya sea que se invoque
la espiritualidad como imbricada fundamentalmente con la sexualidad (2017, p.
15), o que se vea en esta última un fenómeno con cariz religioso, es claro que
el documento reconoce en la autoridad religiosa a un interlocutor. Así, según
el documento, “la sexualidad es el resultado de la interacción de factores
biológico, psicológicos, socioeconómicos, culturales, éticos y religiosos o
espirituales” (2017, p. 8). Respecto de esta interlocución con actores
religiosos cabe señalar que los Programas eligen un
posicionamiento más bien concesivo (se ofrecerán ejemplos de esas concesiones
en apartados posteriores). La consigna, pareciera, es no suscitar escándalo
innecesariamente entre esos grupos. En consecuencia, el documento establece un
compromiso tácito con ellos al no sustraer del todo el aura espiritualista con
que las religiones han rodeado históricamente la sexualidad.
Esto entra en
contradicción directa con un tercer discurso que nutre ideológicamente
los Programas, a saber: el discurso científico. A menudo, en
efecto, se evoca la ciencia como fundamento epistemológico de los planes, con
lo cual el enfoque religioso queda puesto en entredicho. De este modo,
los Programas refieren continuamente la necesidad de proveer
una “información amplia, objetiva y científica” (MEP, 2017, p. 11) que
colisiona con el espiritualismo propio de los discursos religiosos presentes en
el documento. Aun cuando, más adelante, se estudiarán acá con cierto nivel de
detalle los efectos que esa evocación de lo científico posee en el texto, por
ahora interesa señalar el hecho de que tal fundamentación es reivindicada no
sin cierto pudor positivista. La ciencia, en efecto, aparece como fuente de
evidencia incontrovertible (MEP, 2017, p. 18), como elemento objetivador de
la experiencia sexual y como discurso que compele al acatamiento obligatorio.
Por último,
existe un diálogo subterráneo en los Programas en relación con
los enfoques que analizan la sexualidad en términos de su despliegue
histórico-social. A partir de una serie de referencias, algunas veces veladas
pero otras veces explícitas, el texto ve en la sexualidad un fenómeno sociohistóricamente moldeado
y propenso a la reconfiguración, a la aculturación y al influjo del poder, y
refiere la importancia de visibilizar los “movimientos sociales que se han
desarrollado en Costa Rica, a lo largo de la historia, para la defensa de los
derechos sexuales” (MEP, 2017, p. 52). En tal sentido, el documento ofrece
noticia sobre la importancia de las luchas libradas por el feminismo y los
movimientos LGTBI, al tiempo que hace mención de la posibilidad, para algunos
cuerpos, de sufrir “sanciones sociales” (p. 39) cuando no coinciden con las
normas hegemónicas.
De este modo,
mientras los Derechos Humanos fungen en el texto como fundamento jurídico y los
discursos científicos como fundamento epistemológico, las explicaciones
sociohistóricas de la sexualidad aparecen en pugna con los encuadres religiosos
por ver cuál proporciona el marco ético más adecuado para la vivencia de la
sexualidad.
Las complejas
interacciones entre esas cuatro matrices marcan el tono de cuanto los Programas dicen.
El documento propuesto por el MEP se quiere un instrumento pedagógico capaz de
atender algunos de los problemas sociales relacionados con la sexualidad
adolescente, pero con la difícil tarea de satisfacer, en el medio, preceptos
religiosos, postulados científicos, exigencias jurídicas de organismos
internacionales y reivindicaciones políticas de movimientos sociales. Es verdad
que hay algo en ello de voluntad conciliatoria y de vocación sincera al
diálogo. También es cierto que, dependiendo de cómo se tomen, esas matrices no
siempre entran en contradicción. Pero es igualmente cierto que podría verse en
tal empresa un intento condenado al fracaso de concertar posiciones que, fuera
del documento, a menudo antagonizan abiertamente. Dicho en lenguaje coloquial,
todo ocurre como si los Programas apuntaran a “quedar bien con
Dios y con el Diablo”.
Como sea, hay
que reconocer que la confección e implementación de los Programas…
constituye una demostración sociológica del impacto que los sectores
progresistas —provengan estos de los movimientos feministas, queer, LGTBI o del ámbito universitario— han tenido en el imaginario social y la agenda
política costarricense. En otras palabras, el hecho de que un programa
educativo del gobierno haya de intentar equilibrar sus puntos de vista
ponderando la reacción y posición de los movimientos sociales relacionados con
la sexualidad, sea que estos apelen a un discurso de corte más jurídico o que
sostengan posiciones más radicales, da cuenta del hecho de que se ha abierto
una herida en el seno de la moral conservadora costarricense. El rol del Estado
en ello, por cierto, no ha sido menor, en la medida en que ha reconocido la
legitimidad de ciertas reivindicaciones impulsadas por movimientos feministas y
LGTBI, cosa que no necesariamente ha ocurrido a lo largo del orbe ni tampoco en
la mayoría de países de nuestra región.
Esto no impide,
sin embargo, que los Programas promovidos por el MEP contengan
una serie de postulados, posiciones y perspectivas que reclaman revisión. De
hecho, desde una perspectiva crítico-filosófico, cabe someter a
cuestionamiento no únicamente la naturalización de la sexualidad por vía
religiosa, sino también la normalización de la sexualidad que, por vía
científica, e incluso jurídica, opera en algunos fragmentos de los Programas.
En adelante, me
centraré en mostrar de qué manera subyacen a los Programas algunos
de esos núcleos conceptuales discutibles desde una política sexual progresista.
En concreto, me centraré en presentar críticas puntuales a las nociones de
cuerpo, género y deseo de los Programas, con el
objetivo de mostrar ciertas tensiones conceptuales y consecuencias normativas
que se desprenden de las políticas educativas del MEP.
3. Del cuerpo de
los Programas a la programación de los cuerpos
La irrupción
del cuerpo en los Programas es señal de una voluntad de sustraer
la sexualidad de cierto ámbito metafísico en el que esta suele estar inscrita
en la mayoría de los discursos conservadores. A saber: si la sexualidad suele
remitirse a conceptos trascendentales (v. gr. “la persona” o “los valores”)
como parte de una estrategia de des-incardinación, la referencia al cuerpo
devuelve a la sexualidad su dimensión eminentemente material. Sin embargo, esa
ruptura con las perspectivas metafísicas es en los Programas, desde
un principio, vacilante. Según el documento del MEP, en efecto, “la
sexualidad no se desarrolla en abstracto y no se refiere solamente a la
dimensión emocional y espiritual [sino que] se expresa en el cuerpo y a través
de él, aunque también lo trasciende” (MEP, 2017, pp. 25-26). Dentro de esta
perspectiva, la sexualidad ocurre en el cuerpo y, por tanto, constituye un
fenómeno físico, pero, al mismo tiempo, se trata de un fenómeno que excede ese
cuerpo. En otras palabras, el cuerpo opera como la instancia en la que la
sexualidad tiene lugar, pero la esencia de esta última se juega en otra parte,
en la medida en que “las corporalidades, […] trascienden lo meramente físico y
biológico” (MEP, 2017, p. 26). Este mismo desdoblamiento es detectable en la
dicotomía que opone el cuerpo a la corporalidad. Según reza el documento del
MEP:
la corporalidad hace referencia a la vivencia subjetiva del cuerpo, la cual comprende los afectos y vínculos, el placer, las identidades y diversidades, la salud, el bienestar, la cultura, el poder y la violencia. Se trata de un cuerpo cargado de representaciones sociales y culturales así como de un cuerpo sujeto de derechos (2017, p. 61).
De forma
distinta a la corporalidad, el cuerpo de los Programas remite,
así, a una “realidad objetiva” (MEP, 2017, p. 26), regida ya no por lo simbólico
ni por la percepción, sino por las leyes anatómicas. En torno a lo corpóreo
existiría, pues, un plano subjetivo, conformado por la corporalidad, las
vivencias, los afectos y la cultura, y un plano objetivo, en el que el cuerpo
no conoce de aculturación ni es susceptible de modificaciones, porque
está-ya-ahí.
Estos
desdoblamientos, ya sea entre cuerpo y corporalidad, ya sea entre cuerpo y
espiritualidad, tienen, como se sabe, un largo abolengo dentro de la filosofía
y la teología occidentales. En efecto, toda una tradición platónica-cristiana
enarbola la separación del espíritu y el cuerpo, como un modo de tutelar la
vida de este último. Posteriormente, de la mano del cartesianismo, acaece toda
una reformulación moderna de este modelo dualista. Por supuesto, este no es el
lugar apropiado para enumerar cada una de las consecuencias políticamente
indeseables que este dualismo occidental ha acarreado para el cuerpo. No
obstante, con ocasión de su presencia en los Programas, quizá sí
sea pertinente recordar la gran cantidad de relaciones de poder que dicho
dualismo ha propiciado en el campo de la sexualidad. Me refiero al hecho de
que, mediante una serie de estrategias discursivas e institucionales, el
dualismo ha sido empleado históricamente para subordinar la somaticidad, para
abstraer la sexualidad de las condiciones materiales de existencia y para
imponer preceptos morales (tal es el caso, por ejemplo, de las argumentaciones
dualistas empleadas en la prohibición del aborto, de las políticas dualistas de
la Iglesia Católica dirigidas al control de la sexualidad de los feligreses, o
de la utilización política del dualismo para prohibir la fecundación in
vitro, por mencionar solo algunos ejemplos).
Por otra parte,
resulta igualmente pertinente recordar el modo en que dicho dualismo ha sido
sometido a interrogación en reiteradas ocasiones por movimientos feministas y
LGTBI, así como también por diversos autores y autoras de dichos movimientos.
Para el feminismo de Luce Irigaray (1978), por ejemplo, el dualismo se encuentra
no solo en el centro de los mecanismos de poder occidentales, sino que opera al
interior de toda la metafísica occidental, orientando y estructurando los
modelos epistemológicos y ontológicos socialmente dominantes. Desde un punto de
vista queer, asimismo, los dualismos no solo resultan
tributarios de filosofías de la sexualidad típicamente conservadoras, sino que
además resultan centrales en los proyectos de esencialización de los sujetos. En este sentido, estos
enfoques enfatizan el modo en que, a través del dualismo, el cuerpo
es sujetado a partir de una esencia que se supone que lo antecede, y que
desconoce la dimensión performativa de la existencia encarnada (Butler, 2007).
En otras palabras, el dualismo resulta un enclave fundamental para el gobierno
de los cuerpos, por cuanto establece una serie de normas de subjetivación a
partir de las cuales se exige al cuerpo ajustes y se reclama a los sujetos
adherencia a arquetipos identitarios.
El problema,
sin embargo, no es únicamente la apelación de los Programas a
visiones dualistas ancladas en visiones metafísico-religiosas de la afectividad
y la sexualidad. Antes bien, ocurre que a partir de ese dualismo el cuerpo,
escindido de la esfera más “aculturable” de la corporalidad, encuentra su propio régimen
de control. En otras palabras, el desdoblamiento de la sexualidad en una
dimensión espiritual-subjetiva y otra carnal-objetiva, no solo abre las puertas
a una eventual educación religiosa de la dimensión supuestamente inmaterial de
la sexualidad, sino que, a la vez, crea las condiciones para que, en su
dimensión “objetiva” y carnal, el cuerpo quede confinado a un control
biopolítico ejercido en nombre de la ciencia.
De hecho, en
los Programas la sexualidad se encuentra inscrita en un
régimen de verdad signado por los discursos medicalizantes que la circunscriben al ámbito de la
salud. Para Morán, se trata de una situación generalizada en la región, toda
vez que
de uno u otro modo, los argumentos basados en el pecado, la animación del cuerpo o los dogmas eclesiales, son reemplazados por discusiones sobre el rol de las hormonas, las neuronas y los genes. La ciencia, como discurso de poder, [resulta de esta manera] motorizada como espacio de construcción de una verdad en torno al cuerpo, en resistencia a los nuevos paradigmas sexuales” (Morán, 2018, p. 112).
La presencia de
tal tipo de procedimiento resulta particularmente notorio en
uno de los ejercicios planteados en los Programas En él se propone
que los y las estudiantes distribuyan la información que poseen sobre la
sexualidad en torno a dos columnas: la de los “mitos” referidos al placer y el
sexo, y la de las “verdades” relacionadas con estos. Como es previsible, tras
el ejercicio, la persona docente debe encargarse “de que quede suficientemente
claro cuáles son los mitos y cuál es la información correcta que los aclarara”
(MEP, 2017, p. 32). El ejercicio, sin duda, pone en marcha lo que Foucault
denominó el “beneficio del locutor”, en la medida que otorga potestad al
profesor de catalogar los conocimientos previos de sus estudiantes como
mitológicos o verdaderos según unos criterios de validez preestablecidos[9].
El documento, de hecho, resume el rol del docente en el aula señalando que, en
el ejercicio, “la persona facilitadora retoma lo producido por el grupo y
realiza un aporte científico” (p. 18). En otras palabras, en el entramado de
saber-poder dispuesto por los Programas, el conocimiento sobre la
sexualidad se construye colectivamente, pero en el entendido de que dicho
conocimiento debe ajustarse a unos estándares epistémicos preestablecidos,
dispuestos por el Ministerio en la figura del profesor.
Empero, más que
realizar una crítica al dispositivo pedagógico propuesto en los Programas,
lo que se desea ejemplificar acá es el modo en que la dimensión objetiva del
cuerpo es postulada como una manera de incrustar la sexualidad en el ámbito
biopolítico del saber biomédico.[10] En
dicho ámbito, la ciencia se erige como criterio de verdad y, por lo tanto, como
límite infranqueable para la deconstrucción[11]. El resultado general de esta dicotomía cuerpo-corporalidad o, si
se prefiere, cuerpo-espiritualidad produce, así, una escisión entre una esfera
simbólica peligrosamente propensa al adiestramiento espiritual de un lado, y un
cuerpo objetivo propenso al control biopolítico del otro.
El asunto no se
resuelve, sin embargo, con una simple reivindicación monista frente al dualismo
de los Programas, ni tampoco sustrayendo —si es que tal cosa fuera
posible, o si quiera deseable— los contenidos científicos de los mismos;
tampoco se agota substituyendo una epistemología de la sexualidad “incorrecta”
por otra “correcta”, pues ello simplemente nos desplazaría de un régimen de
verdad a otro. Más bien, el señalamiento central que acá se desea realizar es
que la pragmática del documento del MEP postula una corporeidad desdoblada en
la que lo somático queda regulado mediante aparatos de control de la carne, de
forma complementaria al modo en que la consciencia queda aún en los dominios de
los antiguos dispositivos de control de las almas. Todo ocurre como si, al
margen del cuerpo, o al lado de él, el discurso religioso acosara a los Programas, demandando
el reconocimiento de una esfera espiritual que debe ser postulada para
que el documento sea admisible. Así, del cuerpo de los Programas se
termina desprendiendo una política de programación de los cuerpos en la que
prima la vieja scientia sexualis descrita por Foucault, pero en
contubernio con las lógicas religiosas de control de la sexualidad por vía del
alma.
4. Diversidad sexo-genérica
y políticas de la identidad
Los Programas
de estudio de educación para la afectividad y sexualidad integral realizan,
alrededor de la noción de género, un auténtico esfuerzo por implementar algunos
de los aportes epistemológicos formulados por el feminismo y la teoría queer[12]. En el documento, el género remite a una serie
de construcciones y significados elaborados culturalmente, con lo cual las
diferencias biológicas no agotan las posibilidades de los cuerpos generizados sino
que, más bien, los abren a distintas posibilidades más allá de la dicotomía
hombre-mujer. En otras palabras, los Programas establecen la
posibilidad de una Educación Sexual no binaria, en la que los significados y la
autopercepción del cuerpo no encuentran su límite último e irreductible en la
anatomía.
No obstante,
este enfoque entra en contradicción con cierta naturalización de los sexos que
también recorre el documento. Acá, de nuevo, la adscripción al discurso
cientificista, y más específicamente biologicista, impone un límite a una
política del género más radical[13].
Mientras que, a partir del discurso sobre diversidad se plantea un “paradigma
[que] pretende trascender la dualidad normal-anormal [y] comprender que todas
las expresiones son válidas” (MEP, 2017, p. 63), la invocación de los Programas a
la “salud sexual” (p. 9) defiende, de forma no exenta de contradicciones, un
paradigma sanitario adscrito a biopolíticas naturalizadoras del sexo[14].
De este modo, aun cuando, en el marco del documento, “salud” remita a un estado
no restringido a la ausencia de enfermedad y ligado a la posibilidad de
desarrollo personal y social, lo cierto es que la citación de dicho concepto
trae consigo toda una estela semántica con derivas medicalizadoras y naturalizantes del
sexo.
De hecho, la apelación
de los Programas a un sexo medicalizado tiene, de nuevo, el
efecto de incrustar la Educación Sexual en un régimen de verdad científico que
le proporciona legitimidad social. Así, cuando los Programas proceden
a disertar a propósito del lugar de la naturaleza respecto al sexo, señalan que
este último:
corresponde a características biológicas (genéticas, endocrinas y anatómicas) que usualmente son utilizadas para agrupar a los seres humanos como miembros de un grupo masculino o femenino. Si bien es cierto estos conjuntos de características biológicas no son mutuamente excluyentes, pues existen diferentes grados en la forma en que se manifiestan, en la práctica han sido utilizados para establecer una diferenciación dentro de un sistema binario (hombre-mujer; macho-hembra) (MEP, 2017, p. 68).
A partir de
este enfoque, el sexo responde a una dimensión biológica que admite solo de
forma muy ambigua interpretación y adaptación socioculturales. A saber: el sexo
posee en los Programas una constitución binaria inherente, cuya
deconstrucción solo es posible, temporal y ontológicamente, en la instancia
posterior y degradada de la significación; la sexualidad, así, “forma parte de
la naturaleza humana y […] constituye una dimensión
intrínseca a la existencia de la persona” (MEP, 2017, p.7; énfasis
propio). Según esta óptica, en síntesis, la distancia con el binarismo solo
puede ser relativa, toda vez que el sexo se encuentra natural y ontológicamente
configurado en virtud de una constitución intrínseca del cuerpo (p. 64).
Evidentemente,
la tensión entre naturalismo y constructivismo es compleja y difícilmente
resoluble en un documento institucional con las características de los Programas.
No obstante, lo que se desea enfatizar acá es cómo estas tensiones entre constructivismo
y naturalismo responden a agendas encontradas que el documento procura, no sin
cierto malabarismo retórico, poner a funcionar en paralelo.
Ello ocurre
también en lo tocante al posicionamiento del documento del MEP respecto de las
actuales polémicas relacionadas con la noción de identidad. Como se sabe,
mientras que las primeras teorizaciones feministas encontraron su fundamento en
la defensa y reivindicación de la identidad femenina, las
elaboraciones feministas y queer contemporáneas han señalado una serie de limitaciones de ese enfoque[15].
Tanto en la teoría como en la práctica de los actuales movimientos feministas y
LGTBI, la identidad se revela como un constructo engañoso que, al tiempo que
permite reivindicar una serie de derechos, petrifica formas subjetivas en
realidad móviles, inacabadas o en curso. De este modo, las políticas de la
identidad, si bien útiles en términos de la consecución de derechos, resultan
hasta cierto punto esencilizadoras del sexo.
En los Programas (aun
y cuando hay que decir que se trata de una limitación que excede el marco de la
Educación Sexual costarricense), el lugar de estas antiguas políticas de la
identidad resulta, una vez más, ambiguo. Por un lado, la adscripción del
enfoque jurídico de Derechos Humanos sintoniza con las políticas esencializantes del
sexo, pero por otro, la apelación a visiones radicalmente construccionistas
comulga con visiones de corte postidentitario. El texto, empero, no apunta a conjugar ambas
visiones ni a ponerlas en relación. Antes bien, el documento apela por igual a
la idea de que el género es una expresión de una identidad sexual ya dada, como
a la idea de que la identidad constituye un constructo resultante de prácticas
negativas de discriminación. Puede que esa doble apelación no resulte en sí
misma escandalosa, e inclusive que llegue a tener algún rédito estratégico,
pero ocurre que en los Programas no media proceso analítico
alguno de puesta en relación entre dos agendas que, fuera de la política
educativa del MEP son, hasta cierto punto, antagonistas. Así, el documento se
encuentra una vez más tensado por distintas visiones políticas que, pese a que
se advierten contradictorias, se intentan mantener en una convivencia
no reflexionada. El resultado es de una tensa coexistencia entre matrices
cuyos alcances progresistas se encuentran a menudo revocados por visiones más
afines a los imaginarios sexuales de corte conservador.
5. El deseo como
promesa de autorrealización
En ningún caso
los alcances limitados de los Programas se revelan con mayor
fuerza que en lo tocante a su utilización del concepto de deseo. Si bien
los Programas no entran a definir explícitamente ese concepto
(la noción, de hecho, no tiene su entrada en el glosario que figura al final
del documento, como sí ocurre en el caso de otras categorías), a lo largo del
texto se encuentra implícita una visión del deseo en el que este se liga a la
autorrealización del yo y a la consecución de la plenitud psicológica. Esta
visión es deudora, a la vez, de una concepción de la subjetividad que atraviesa
todo el proyecto pedagógico de los Programas. En otras palabras,
mediante el imaginario sobre el deseo articulado en los Programas es
dable rastrear el paradigma subjetivo que pretenden impulsar las reformas
educativas del MEP en materia sexual.
Pero ¿en qué
consiste dicho paradigma?, ¿de qué modo aparece el deseo como elemento
institucional y, más en concreto, estatalmente programable? La parte inicial
del documento del MEP resulta crucial para responder estas preguntas. En ella
se establece el racionalismo como basamento filosófico de las reformas
educativas a impulsar en materia de sexualidad y, de la mano de ese basamento,
se plantea toda una antropología filosófica y un proyecto de pedagogía. El
racionalismo, tal y como lo entienden los Programas a partir
de la Política educativa hacia el siglo XXI del Consejo
Superior de Educación,
reconoce al ser humano como un ser dotado de una capacidad racional que le permite “captar objetivamente la realidad en todas sus formas, construir y perfeccionar de continuo los saberes y hacer posible el progreso humano, el entendimiento en las personas” (Consejo Superior de Educación; 1994; p.6) (sic) (MEP, 2017, p. 13).
Esta visión
de lo humano, por lo demás típicamente ilustrada, postula un
tipo de subjetividad en la que el deseo difícilmente encuentra lugar. Al
suscribir una antropología filosófica prototípicamente moderna en la que el
sujeto se define primordialmente por sus cualidades racionales, el deseo queda
postulado como una cualidad por educar. Freud (1927) sometió tempranamente esta
comprensión del deseo a una severa crítica en la medida de su omisión del
carácter eminentemente negativo o destructivo del deseo. En efecto, aún cuando el
psiquiatra vienés comulgó con la deseabilidad de someter el deseo a cierto
nivel de contención para garantizar la sostenibilidad de la cultura, su postura
es que la libido posee una faceta irreductiblemente destructiva que no admite
una pedagogización completa. En una palabra: ya el propio
psicoanálisis había interrogado el optimismo antropológico de la Ilustración
señalando su olvido de la pulsión de muerte. Así, a partir de las elaboraciones
del psicoanálisis, pero también de otras corrientes posteriores como la
genealogía nietzscheana, la imagen moderna de un sujeto cuyos deseos se
encuentran recortados a la medida de su razón ha venido siendo sistemáticamente
criticada por su falta de reconocimiento de la dimensión negativa o destructiva
del placer y el inconsciente.
Las
reelaboraciones queer de estas críticas freudianas enfatizan,
por su parte, el modo en que tal dibujo ilustrado de la economía libidinal de
los sujetos ofrece réditos a la hora de programar la sexualidad. Guy Hocquenghuem (2009),
por ejemplo, plantea a partir de su lectura crítica de Freud que la
educabilidad del deseo genera las condiciones de posibilidad para su heterosexualización.
En una lectura de mayor afinidad para con el psicoanálisis, Leo Bersani (2011)
encuentra en el placer sexual un elemento generador de crítica, precisamente
por cuanto acarrea consigo una deconstrucción de lo que creemos saber del yo.
Lee Edelman (2004), por último, postula, en la misma línea de Bersani, la
pulsión de muerte como locus de resistencia queer en contra de los esfuerzos culturales por contener el inconsciente
y organizarlo para garantizar la “viabilidad de lo social” (20). En todos estos
planteamientos queer se rechaza la programación del deseo en
nombre de una negatividad crítica que reniega de las visiones ilustradas, en
virtud del hecho de que, en ellas, la libido se presenta unilateralmente como
un capital por ser administrado.
Volviendo a
los Programas, la postulación de un sujeto primordialmente racional
redunda en una visión del deseo prefreudiana (y en consecuencia pre-queer)
en la que la libido posee una misión edificadora, cosa que se advierte ya en la
conexión establecida en el título del documento entre sexualidad, afectividad e
integralidad. La vivencia de la sexualidad, según esta perspectiva, “garantiza
bienestar y desarrollo para las personas, y, por ende, para las familias, las
comunidades y las sociedades en general” (MEP, 2017, p. 26). Educar la
sexualidad es, así, educar al ciudadano para que construya una sociedad
mejor, aún cuando no está claro en qué consiste tal sociedad, o si consiste
en lo mismo para todos y todas. Ocurre, sin embargo, que la libido posee, según
lo argumentan las teorías del deseo antes referidas, una faceta negativa que
riñe con esta visión. La opacidad del deseo defendida tanto por el
psicoanálisis como por la teoría y el activismo queer —opacidad ligada directamente a sus
posibilidades de insubordinación— resulta, así, borrada de un plumazo en
los Programas, en nombre de un enfoque prístino y puro del
deseo en el que la vivencia de la sexualidad se torna una suerte de obligación
cívica. En una palabra, toda aquella pulsión sexual que no resulte socialmente
constructiva desde el punto de vista del optimismo ilustrado, resulta de una
peligrosidad que exige pedagogización.
Esta visión
abiertamente normalizante de la sexualidad (cuyo apotegma pareciera
ser que solo es válida la sexualidad que contribuye a la sociedad, cualquier
cosa que eso signifique) entronca, además, con la visión sanitaria del sexo a
la que he hecho referencia antes en varias ocasiones. A partir de este
entronque, la sexualidad de los Programas se revela como
ámbito decisivo en el despliegue de dispositivos biopolíticos ligados a la
gestión de la salud, el control de la reproducción y la medicalización del
sexo. En concordancia con el régimen discursivo instaurado por la scientia sexualis, el placer se torna, de este modo, blanco
epistemológico de discursos abocados a “conocer las verdades del placer” (MEP,
2017, p. 32). Esta inscripción del deseo en el campo de la salud y en el
régimen de verdad que le es concomitante, suprime, a la vez, la posibilidad de
un “erotismo descentrado”, abierto a la resignificación performativa[16]. Dicho de otro modo, el placer y el erotismo se presentan en
los Programas como fuente por antonomasia de autorrealización
y completud, y con ello se allana el camino para hacer de
la programación del deseo un bien incuestionable (toda vez que se trata de un
derecho). El deseo, postulado como telos del sexo, queda así entrampado en un régimen obligatorio que no admite
resignificación.
Esta esencialización del
deseo, no obstante, riñe una vez más con la veta progresista de los Programas. Tal
parece, en efecto, que la reivindicación de la diversidad, la crítica de la
exclusión y la denuncia de la violencia sexual encuentran en esta visión
normativa del deseo su límite, pues más allá de esta vivencia del placer como
fuente de realización plena no pareciera haber sexualidad pensable. De este
modo, si las políticas inclusivas y los discursos de Derechos Humanos tienen en
la equidad y el igualitarismo su punto de partida, le pregunta sigue siendo qué
ocurre cuando aparecen sexualidades y deseos que no se corresponden con nuestra
imagen previa de lo igual, y que se anclan, por el contrario, en la diferencia y
la negatividad radicales.
6. La resolución
práctica de las tensiones: la influencia conservadora en la implementación de
los Programas
A manera de
recapitulación, cabe señalar que, tal y como ocurre con distintas políticas
públicas, los Programas de estudio de educación para la afectividad y
sexualidad integral del Ministerio de Educación Pública de Costa Rica
están atravesados por pugnas sociales que los preceden y estructuran. En el
caso específico de esta disposición educativa, diversas visiones sobre la
sexualidad —o más concretamente sobre el cuerpo, el género y el deseo— pugnan en
direcciones contrarias. Al interior de los Programas existe un
esfuerzo por conciliar esas posiciones encontradas (o a veces confrontadas).
Sin embargo, esos esfuerzos conciliatorios no resuelven, y posiblemente no
pueden resolver, los conflictos sociales que los han suscitado en primer
término.
De hecho, a
partir de las disputas de la coyuntura electoral aludida al inicio de este
texto, algunas de las tensiones conceptuales internas a los Programas fueron
resueltas fuera de los mismos. A saber: como resultado de una negociación entre
el partido ganador de las elecciones (en la figura de su candidato electo
Carlos Alvarado) y el Partido Unidad Social Cristiana, algunos contenidos de
los Programas fueron suspendidos. Más específicamente, el
glosario que figuraba al final de los Programas como material
de apoyo para los docentes, y una de las actividades propuestas para la
asignatura de décimo año, fueron retirados a partir de la solicitud del ex
candidato Rodolfo Piza[17]. Tanto la actividad como el glosario contenían
algunas de las posiciones más sugerentes en términos de una política sexual
radical, en cuenta la defensa de una sexualidad no biologicista y el
perfilamiento de conceptos desanturalizadores de la homosexualidad y el binarismo de
género. En otras palabras, las tensiones conceptuales que he marcado en las
páginas precedentes se han resuelto, de momento, a partir de un cálculo
político-electoral, en favor de las posiciones más conservadoras del espectro
político costarricense. Esa concesión supone un decidido retroceso en la agenda
de los movimientos feministas y LGTBI más radicales.
En resumen, el
panorama que se abre a partir del análisis precedente deja ver que, en materia
sexual, los sectores conservadores costarricenses no se van a contentar con
posiciones conciliatorias, sino que intentarán imponer su agenda. En razón de
ello, los sectores progresistas debemos hacer otro tanto y abocarnos
decididamente a posicionar nuestra propia agenda, pues más allá de la dicotomía
chantajista a favor-en contra de los Programas, lo cierto es que
las luchas político-sexuales no se agotan en la aprobación o el rechazo de una
política educativa.
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…………………………………………………………….
Fecha de recepción: 27 de julio de 2018
Fecha de aceptación: 30 noviembre de 2018
Forma de citar (APA): Retana, C. (2019). Tensiones en torno al cuerpo, el género y el
deseo en los Programas de estudio de
educación para la afectividad y sexualidad integral de Costa Rica. Revista
Filosofía UIS, 18(1), http://dx.doi.org/10.18273/revfil.v18n1-2019006
Forma de citar (Harvard): Retana, C. (2019). Tensiones en torno al cuerpo,
el género y el deseo en los Programas de
estudio de educación para la afectividad y sexualidad integral de Costa
Rica. Revista Filosofía UIS, 18(1), 129-150.
[1] Costarricense. Doctor en Filosofía. Profesor de la
Universidad de Costa Rica.
Correo electrónico: camiloretana@gmail.com
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-6442-7092
[2] Para efectos de facilitación de la lectura, de ahora en adelante,
se referirá las más de las veces el documento en cuestión como los Programas.
[3] Por supuesto, reducir la pluralidad de posturas y opiniones a dos
polos equivale a incurrir en una simplificación imperdonable. La utilización
provisional de esta dicotomía, en consecuencia, es meramente analítica y
pretende delinear el panorama que acá nos ocupa antes que explicarlo a cabalidad.
[4] La evocación de la familia y los valores como argumentos para
controlar la sexualidad no es nueva. La historiadora costarricense Carolina
Quesada (2012) argumenta convincentemente que la injerencia de la religión en
la historia de la política pública costarricense se encuentra empotrada en la
invención misma de la nación costarricense.
[5] Progresismo designa, en el contexto de este artículo, una tesitura
política de izquierda que se opone a cierto imaginario según el cual, dado que
todo tiempo pasado fue mejor, la sociedad debe empeñarse en que las cosas jamás
se modifiquen. Desde este punto de vista, tal como lo indica el filósofo
argentino-costarricense Roberto Fragomeno, “lo progresista es un acompañante
semántico de lo revolucionario […]. El progreso hace progresar, sosteniendo la
insatisfacción. Así, la idea de progreso no es un “ingrediente” u órgano de la
modernidad, sino el indicador de su homesotasis general” (2018, p. 32).
[6] José Manuel Morán
(2018) señala los riesgos de reducir el activismo conservador en materia sexual
a un activismo de tipo religioso. El problema con dicha reducción, señala
Morán, es que no permite aprehender, en su complejidad heterogeneidad, la
composición interna real de dichos movimientos y, por ende, tampoco permite descifrar
su modus operandi.
[7] El asunto de la implementación de los Programas excede
los límites del presente escrito. A propósito de algunos de los desafíos que
puede llegar a comportar dicha implementación puede verse León et al. (2013).
Daniel Fernández (2017) también rastrea, aunque con mucha mayor solvencia
analítica y consistencia teórica, algunas de las preconcepciones y prejuicios
relacionados con la sexualidad que suelen circular en el ámbito educativo
costarricense y que, sin duda, dibujan un panorama poco halagüeño para la
implementación de cualquier política educativa progresista en esa materia.
[8] A
propósito de las limitaciones y eventuales alcances emancipatorios de las
políticas institucionales en materia sexual, me permito referir al lector o lectora
al esclarecedor texto de Kathya Araujo Entre el
paradigma libertario y el paradigma de derechos: límites en el debate sobre
sexualidades en América Latina. Tal y como lo anticipa el
título de su artículo, Araujo distingue entre un “paradigma de los derechos” y un “paradigma
libertario”. En su opinión, se trata de matrices epistemológico-políticas que se decantan por opciones
hasta cierto punto inversas. Mientras que en el “paradigma de derechos” se
apuesta por regular estatalmente la sexualidad en virtud de su inscripción
dentro de campos de poder, en el segundo se opta por una liberalización de la
sexualidad más escéptica respecto de los efectos emancipadores de los aparatos
jurídicos. En términos de Educación Sexual, el “paradigma de derechos” considera
el tutelaje estatal como un elemento necesario más allá de sus consecuencias a
nivel de control social, debido a que pone coto a distintas formas de violencia
relacionadas con la sexualidad. Según el “paradigma libertario”, en cambio, la
Educación Sexual participa de un conjunto de mecanismos de control estatal que
excluyen y castigan las sexualidades disidentes. El presente artículo se
inscribe fundamentalmente dentro de esta segunda tradición.
[9] El “beneficio del locutor” constituye una estratagema retórica que
tiene lugar en torno al sexo. En esta estratagema, el locutor reniega de la
represión y con ello se rodea de un aura transgresora. No obstante, mientras
simula hablar desde fuera del poder, enuncia unas supuestas verdades sobre el
sexo que, a la postre, plantea como de acatamiento obligatorio (véase Foucault,
2005, p. 13).
[10] Sobre
el modo en que el cuerpo sexuado ingresa al ámbito biopolítico de los cálculos
y la gubernamentalidad estatal en Occidente a través discursos sanitarios, véase el
análisis foucaultiano —ya hoy clásico— desarrollado
en la parte final de La voluntad de saber.
[11] Para una discusión pormenorizada acerca del modo en que se han
establecido históricamente límites a la deconstructibilidad del cuerpo sexuado.
(véase, Butler, 2008, pp. 53-94).
[12] En su
glosario, por ejemplo, el documento incorporaba inicialmente nociones de una
enorme radicalidad crítica, como por ejemplo el concepto de
“heteronormatividad”. Se trata, en este caso puntual, de un constructo de
incuestionables alcances emancipadores, en virtud de su acento en la dimensión
irreductiblemente sociocultural de la sexualidad. Sin embargo, la noción fue
sustraída de los Programas como resultado de una
negociación política sobre la cual se volverá al final del presente texto.
[13] Es
verdad que no toda visión científica en lo general, ni biológica en lo
particular, participa necesariamente de políticas naturalizantes del sexo. De
hecho, distintas autoras al interior del feminismo y la teoría queer han reivindicado visiones científicas
y biológicas con vocación antinaturalizante (piénsese en los aportes pioneros
de autoras como Fausto-Sterling o Donna Haraway). En el caso de los Programas, sin embargo, los discursos científicos operan más bien imponiendo un
límite a la deconstrucción de los sexos, tal y como mostraré en breve.
[14] Las sociedades normalizadoras aparecen conceptualmente empotradas,
tal y como sabemos a partir de los trabajos de Foucault, en la dicotomía
normalidad/patología. Dicha dicotomía, a su vez, aparece en el seno de las
sociedades modernas de la mano de una episteme médica que, desde muy temprano,
otorgó connotaciones morales a lo patológico. Esquemáticamente, las sociedades
normalizadoras tienen, así, su génesis en la patologización de la enfermedad y
en la superposición discursiva del mal, lo anormal y la enfermedad. El castigo
a las desviaciones de las normas encuentra, en esta misma medida, su justificación
epistémica en las visiones naturalizadoras-sanitarias de los sexos. Por
supuesto, como cualquier otro concepto, la noción de “salud” admite
resemantización. No obstante, en el caso de los Programas, no
basta con acometer tal resemantización: sería asimismo necesario dar cuenta de
cómo conviven, en un mismo marco, éticas jurídicas normalizadoras de la sexualidad
y éticas libertarias de la diversidad sexual (aún cuando el asunto no pase
simplemente por decantarse dogmáticamente por uno u otro modelo ético). De
nuevo el texto de Araujo y su distinción entre el “paradigma libertario” y el
“paradigma de derechos” resulta en este
punto crucial, en la medida en que, en un plano más general, da con el nudo
central del dilema que acá se intenta plantear, a saber, el hecho de que “en
América Latina, la coexistencia muchas veces inadvertida de estas posiciones
[…] deja sin percibir y recoger un abanico significativo de problemas y
preguntas” (2008, p. 31).
[15] Para
una pormenorizada y completa crónica de los desplazamientos feministas con
respecto a la noción de identidad, véase María Luisa Femenías, Sobre sujeto y género (2012).
[16] Por “erotismo descentrado” me refiero a un cierto tipo de ética
sexual que no se somete a una verdad fija, sino que se plantea como un conjunto
de prácticas provisorias, ciertamente relacionadas con normas y criterios de
verdad, pero cuyo énfasis se encuentra puesto en lo que Foucault llamaría los
“modos de sujeción” a esas normas, y no tanto en las normas en sí. El “erotismo
descentrado” privilegia, en consecuencia, el desplazamiento, la ironía y la crítica
de unas “verdades” que, aun siendo vinculantes para los sujetos, no determinan
su vivencia del placer. Desde esta perspectiva, las normas sexuales son de
todos modos mutables, en razón del efecto trastocador de las adhesiones
variopintas que los sujetos realizan a ellas.
[17] En
realidad, más que una solicitud, se trataba de una condición de cara a la segunda
ronda electoral: si el entonces candidato —y hoy presidente— Carlos
Alvarado accedía a la petición de Piza, este, a su vez, accedería a conformar una alianza
electoral. Alvarado, a la postre, acabó consintiendo la solicitud y la alianza
firmada por ambos partidos ganó la elección. Hoy Piza es el Ministro de
la Presidencia de la gestión Alvarado.