Reseña

Repensando la justicia, Los retos de la sociedad por venir de Luis Villoro

Onasis Rafael Ortega Narváez [*][**]
Universidad del Valle, Colombia

Revista Filosofía UIS

Universidad Industrial de Santander, Colombia

ISSN: 1692-2484

ISSN-e: 2145-8529

Periodicidad: Semestral

vol. 17, núm. 2, 2018

revistafilosofia@uis.edu.co

Recepción: 31 Julio 2017

Aprobación: 23 Noviembre 2017



DOI: https://doi.org/10.18273/revfil.v17n2-2018017

Los retos de la sociedad por venir se compone de tres partes y un apéndice. La primera parte del libro está dedicada a la justicia y tiene dos capítulos: Una vía negativa hacia la justicia y De la idea de justicia: en el primero, Villoro traza una idea negativa de justicia considerando la injusticia como la negación del bien común; en el segundo, expone dos modelos de justicia, las antinomias y la superación de las antinomias de la justicia. La segunda parte contiene dos capítulos, uno sobre la democracia comunitaria y republicana y otro sobre la Izquierda como postura moral. La tercera y última parte es sobre el multiculturalismo y la integran cuatro capítulos: condiciones de la interculturalidad, multiculturalismo y derecho, del Estado homogéneo al Estado plural y Multiculturalismo: un liberalismo radical. Cierra el libro un apéndice sobre Lo racional y lo razonable.

La tesis central de Villoro es que la injusticia es la exclusión, a mi juicio esta es la idea que recorre el libro y de ella se derivan otras secundarias como: la injusticia solo puede enfrentarse por vía negativa, el poder es opuesto al valor, la democracia puede expresar una actitud moral que podría ser calificada de izquierda o de derecha, en nuestras sociedades subsiste una pluralidad de culturas con valores diferentes, no sometidas a un poder único.

La justicia como exclusión implica tomar una vía negativa que distingue el entendimiento de la justicia en Villoro de otras que se pusieron en boga en las últimas décadas. Entender la justicia a partir de su ausencia, no solo es una apuesta filosófica original, sino también un intento de comprender la realidad concreta del mundo entorno, donde la experiencia de injusticia es cotidiana, pensar la justicia desde la injusticia, desde la experiencia del sufrimiento, es hacer filosofía desde nuestras circunstancias concretas, hacer una filosofía a partir de nuestra realidad.

En efecto, la vía negativa hacia la justicia la recorre Villoro en cinco momentos. Según Villoro, las recientes teorías de la justicia comparten un contexto de referencia: brotan de sociedades que han superado regímenes políticos tiranos y umbrales insoportables de injusticia económica y social. No obstante, en América Latina debemos pensar los mismos problemas desde contextos muy diferentes:

Sociedades donde aún no se funda sólidamente la democracia, donde reina una desigualdad inconcebible para unos países desarrollados, donde el índice de los expulsados de los beneficios sociales y políticos de la asociación a la que teóricamente pertenecen es elevado. Nuestro punto de vista no puede ser el mismo. En nuestra realidad social no son comunes comportamientos consensuados que tengan por norma principios de justicia incluyentes de todos los sujetos; se hace patente su ausencia. Lo que más nos impacta, al contemplar la realidad a la mano, es la marginalidad y la injusticia (Villoro, 2007, p. 15).

Villoro parte de la diferencia del contexto del que surgen las teorías de la justicia en boga y el contexto latinoamericano. Al hacerlo pone el punto de partida de un reto mayor: construir una teoría de la justicia para esta sociedad, para este contexto, una justicia que integre la experiencia del sufrimiento, que recoja la historia del contexto latinoamericano. De allí que “nuestro punto de vista no puede ser el mismo, si contemplamos la marginalidad y la injusticia que tenemos a la mano”. Es precisamente el contexto de partida el que lleva a Villoro a proponer otra vía de reflexión sobre la justicia, en lugar de partir del consenso para fundar la justicia, el autor parte de su ausencia y no de principios universales para aplicar a una determinada sociedad, propone partir de la percepción de injusticia para plantear cómo remediarla. Para él, “Nuestra situación en este tipo de sociedades nos invita a contraponer a la vía del consenso racional su diseño en negativo: en lugar de buscar los principios de justicia en el acuerdo posible al que llegarían sujetos racionales libres e iguales, intentar determinarlos a partir de su inoperancia en la sociedad real” (16). En otras palabras, no se trata de pensar la justicia desde un sujeto abstracto, sin ningún referente, que se imagina cómo sería una sociedad justa (Rawls), sino desde un sujeto concreto que padece la injusticia. Veamos el desarrollo de este argumento en la primera parte de Los retos de la sociedad por venir.

En la primera parte dedicada a la justicia, Villoro desarrolla dos pasos de argumentación: primero traza una vía negativa hacia la justicia y luego expone una idea de justicia. El punto de partida de esta vía es la vivencia del sufrimiento causado por la injusticia, esta vivencia situada en la vida cotidiana del individuo concreto tiene una particularidad: la de un dolor causado por el otro. De acuerdo con Villoro, solo cuando tenemos la experiencia de un daño injustificado causado por el otro, cuando experimentamos que ese daño no tiene justificación, tenemos una experiencia de injusticia. “La experiencia de la injusticia expresa una vivencia originaria: la vivencia de un mal injustificado, gratuito” (16). La vivencia de un daño injustificado es el mal radical que podría ser, en cuanto injustificado el efecto de una situación de poder.

El primer paso en la vía negativa hacia la justicia es la salida del poder. Existe una relación entre poder y justicia que surge del hecho de que los hombres viven juntos y establecen relaciones entre ellos. En ese sentido, poder es “la capacidad de actuar para causar efectos que alteren la realidad” (17). Villoro se remonta a Thomas Hobbes, quien describió esa pulsión hacia el poder como deseo originario que impulsa la vida; de acuerdo con Hobbes, deseo de vida y temor a la muerte son las dos caras, positiva y negativa, de un principio originario explicativo de las acciones humanas. Sin embargo, lo que escapa al deseo insaciable de poder son las acciones contrarias a su búsqueda. En contraste con Hobbes, Sócrates lleva a pensar que una ciudad ordenada sería aquella que prescinda del deseo de poder. Si la ciudad estuviera gobernada por hombres de bien “maniobrarían para escapar del poder como ahora se maniobra para alcanzarlo” (Platón, citado por Villoro, p. 17).

Frente a la tendencia universal de búsqueda del poder, la alternativa es el no-poder.

El contrario del hombre ansioso de poder no es pues el impotente, no es el que carece de poder, según Sócrates, sino el que se rehúsa a hacer de la voluntad de poder su fin. Buscar la vida no marcada por el poder, sino libre de toda voluntad de poder: ése es el fin que, en contradicción con la tesis que Sócrates atribuye a Trasímaco, constituiría la vida del hombre de bien. El hombre de bien no es esclavo del afán de poder que mueve a los demás hombres, está movido por ‘escapar al poder’ (18).

Villoro invierte la premisa hobbesiana que pone el deseo de poder como pasión mayor de la que deriva una explicación de los actos humanos; lo hace para explicar la dinámica de una serie de luchas y formas de resistencia que alimentan una línea de contrapoder, línea y dinámica que no se explican desde la tesis hobbesiana o que simplemente se invisibilizan. En otras palabras, la resistencia contra el poder no es igual en todos los casos ni se representa en un sujeto unificado; la resistencia es variada y múltiple, si el Estado ejerce dominación por vía jurídica, ideológica, política o militar: “el fin último del contrapoder podría concebirse como la abolición del Estado” (19).

La salida del poder tiene, según Villoro, tres momentos que no son sucesivos en el tiempo sino estadios de complejidad creciente en el desarrollo del orden moral:

  1. 1. Experiencia de la exclusión.
  2. 2. Equiparación con el excluyente.
  3. 3. Reconocimiento del otro.

La conciencia de un daño causado como carencia sería el primer momento de contra poder, carencia causada por un daño como consecuencia de acciones u omisiones de otros que no pertenecen a la comunidad carente. “Una sociedad carente es una sociedad dañada. La ausencia de valor en ella se experimenta como daño. Daño no es sólo falta, necesidad no satisfecha; es también sufrimiento causado por un agente” (20).

El daño puede tipificarse en el otro concreto, pero también puede venir de macrosujetos como: la sociedad, el sistema, la clase, etc. Puede expresarse mediante la dominación, la opresión o la explotación. Ahora bien, la conciencia la carencia producto de un daño va ligada a la característica común a los miembros de un grupo, es decir, a la conciencia de pertenencia a este. “La conciencia de diferenciarnos de la totalidad social por tener una determinada carencia y sufrir un daño, puede definirse como una conciencia personal de exclusión. […] Así, la conciencia de identidad del carente está ligada a su conciencia de ser diferente y ésta a su experiencia de exclusión” (22). La exclusión de bienes sociales o políticos lleva al excluido a experimentar su exclusión como carencia, carencia que se convierte en móvil de resistencia contra el poder.

La experiencia de la exclusión puede ser vivida como aceptación o discrepancia. Discrepar de la exclusión es rebelarse ante la injusticia, es manifestarse contra el poder que rechaza vuestro valor, esto puede llevar a la apreciación del rechazado por sí mismo frente al agente que lo excluye. Surge entonces una conciencia de equivalencia que impulsa a equipararse con el otro. El daño se toma como un desafío. El carente decía antes: “Yo estoy excluido de los bienes de que tú gozas”; dice ahora: “Yo valgo tanto como tú”. El excluido pasa de ser diferente a ser igual, dice ahora yo soy igual a ti, define así un escenario de lucha en el que se pone como no sometido al otro, como libre de enfrentarlo. Esto es lo que Villoro llama la equiparación con el agresor, equiparación que define el terreno de la contienda en el que el valor que iguala a los adversarios trasciende la diferencia.

De la equiparación con el otro puede derivar, por un lado, el conflicto entre ambos; por otro, la reivindicación mutua de derechos. Lo que se pone en juego es el acceso a bienes de los que el agredido estaba excluido. “La reivindicación de un derecho es la demanda de reconocimiento por el otro de esa pretensión; exigencia de la facultad de acceder a un valor sin ser impedido. Desde el momento en que el excluido se equipara con su agresor, está ya reivindicando ese derecho” (33). La carencia consciente del excluido lo lleva a demandar el acceso a un valor objetivo, lo que reivindica también es el valor de la no-exclusión que posibilita establecer normas y valores comunes. “Al medirse con el otro, el sujeto ya no se ve simplemente como diferente sino que, al mismo tiempo que afirma su diferencia, proclama su igualdad con el oponente” (33). El resultado será el reconocimiento recíproco de la igualdad para acceder a valores comunes sin eliminar la diferencia.

En “De la idea de justicia”, Villoro examina el sentido de la justicia y a partir de allí expone los dos modelos clásicos de ella: teleológico y deontológico, lo hace siguiendo a Aristóteles y Santo Tomás en el primer caso, y a Kant y Rawls en el segundo. Lo que me parece que está en juego aquí es la idea de injusticia como negación del bien común (fin) o como incumplimiento de normas universales, es decir, del deber. Perseguir esta línea negativa es lo que le da sentido a la relectura de los dos modelos y particularmente de la teoría aristotélica y rawlsiana de la justicia.

Como se sabe, la justicia en sentido aristotélico se entiende como una virtud cardinal de la sociedad que liga al individuo con la polis, su carácter es relacional y se expresa en la acción justa. Santo Tomás retoma la idea aristotélica y subraya el carácter general de la justicia, sostiene que “quien busca el bien común de la multitud, también quiere su bien”, puesto que el bien común de una asociación es el bien de todos. Por el contrario, Rawls entiende que la justicia no se deriva de una concepción sustantiva del bien sino de aquello que consideremos debido para una concepción del bien. Para Rawls, la justicia concierne a la sociedad y no al individuo, es el predicado de una sociedad bien ordenada y el orden justo se expresa en principios universales válidos para todos por igual. Pero no haré aquí un examen comparativo de estos dos modelos de justicia, quisiera poner de relieve eso que Villoro llama antinomias.

Al contraponer los dos modelos anteriores, Villoro centra su atención en el modo cómo se concibe el papel del sujeto moral en la sociedad y el orden normativo que deba erigirse en ella, esto es, el problema se ubica en la conexión entre concepción moral del sujeto y orden social. ¿Cuál es el orden social que resultaría de una determinada concepción moral del sujeto? y ¿cuál es el orden social adecuado a un determinado sujeto moral? La solución a esa tensión plantea alternativas y propuestas políticas divergentes, se trata de un asunto ético sustancial que da pie a posiciones políticas diferentes. Villoro resume la contraposición de los dos modelos en cuestión en cuatro antinomias:

  1. 1. La antinomia del sujeto.
  2. 2. La antinomia del orden normativo.
  3. 3. La antinomia del tipo de asociación.
  4. 4. La antinomia del deber y del fin.

En filosofía suele entenderse por antinomia la contraposición de dos tesis cuyo examen implica poner de presente los supuestos que comparten, para luego reelaborarlas de modo que resulten compatibles y se pueda lograr una síntesis. Villoro va en esa línea cuando afirma que: “Por antinomia entendemos la oposición entre dos propuestas teóricas, ambas justificadas en razones, que resultan incompatibles entre sí” (85).

La antinomia del sujeto

La concepción de persona moral y su relación con el orden normativo es distinta en uno y otro modelo. La concepción liberal de persona entiende al sujeto como libre y autónomo. “Por lo tanto, la persona, en la medida en que esté movida por una voluntad moral, no obedece a intereses excluyentes de los demás, quiere un bien compartible por todos” (85). En consecuencia, todas las personas son iguales y tienen los mismos derechos, sin importar las características empíricas que diferencian a los individuos entre sí.

Para la concepción aristotélica lo que define a la persona moral es la persecución y elección del bien. Como lo expresa Maclntyre: “(…) el bien está ligado al fin (telos)”.

“Llamar a x bueno [...] es decir que es la clase de x que escogería cualquiera que necesitara un x para el propósito que busca característicamente en los x” (87). El fin es el que le da sentido a la persona capaz de ejercitar su virtud. Lo cual quiere decir también que el hombre, en cuanto ser social, no puede separar su fin del papel que desempeña en la comunidad. Esta relación entre el fin, el bien y el papel del sujeto en la comunidad contrasta con un sujeto puro, abstraído de su situación social, que aparece como un ente vacío. La superación de la antinomia supondría una concepción de persona moral que fuera concreta y universalizable.

La antinomia del orden normativo

Como ya dijimos, a la concepción del sujeto moral le corresponde otra del orden normativo, del orden social. Para la concepción basada en la igualdad las normas que rigen la sociedad son justas sólo si son válidas para todos los ciudadanos por igual:

Si queremos una sociedad bien ordenada según lo que sea moralmente debido, los principios de justicia conformes a la razón deben prevalecer sobre las reglas establecidas de hecho en una sociedad dada. Sólo así al orden del poder y de los intereses reales podría remplazar un orden según la justicia, pues las normas justas no se fundan en el mundo de los hechos sino en el del valor y el deber (90).

La concepción aristotélica de justicia que reconoce las diferentes entidades concretas, tendrá que sostener junto al carácter concreto de persona moral, normas morales aplicables a situaciones concretas.

Ambas concepciones derivan en posturas políticas diferentes. En el primer caso vale proponer a las convenciones sociales normas racionales universalizables o plantear acciones disruptivas ante esas convenciones, el riesgo es que a nombre de sujetos abstractos se ha oprimido a las personas concretas y destruido la comunidad, como ha ocurrido en algunas revoluciones. La segunda concepción implica proyectos políticos que respondan a situaciones concretas y respondan a realidades diferenciadas en la misma sociedad. En este caso, el riego sería que:

Por una parte, reivindicar, frente a la generalidad formal de las normas racionales, necesidades reales de grupos específicos marginados; en otra dirección, puede sostener programas conservadores de la estructura de poder establecida y de las convenciones sociales. Ambas concepciones pueden cumplir, por lo tanto, una función de cambio o una función de conservación de las estructuras políticas (93).

La antinomia del tipo de asociación

En la concepción que se inscribe Rawls, la sociedad es una asociación de hombres libres y autónomos que persiguen sus propios fines, unidos socialmente por un contrato y unos principios de justicia operados por las instituciones; al tiempo están profundamente divididos por sus concepciones del bien, religiosas o filosóficas. En la concepción aristotélica, la sociedad se define por el logro de un fin común que une a todos los ciudadanos, ellos en cuanto sujetos, entienden que el bien de uno es el bien para todos y que perseguir su propio bien se justifica si redunda en el bien de todos. El bien particular va ligado al bien común, uno no es posible sin el otro, la parte y el todo se complementan:

La sociedad no se explica a partir de los individuos, el individuo se entiende por su pertenencia a una sociedad. La comunidad no se genera por un contrato entre hombres libres, tal como serían sin pertenecer a ella; preexiste a los individuos, es una continuidad histórica que los acoge y envuelve. El vínculo comunitario rebasa los intereses personales, se logra por la adhesión a un fin común (96).

La primera concepción antepone la sociedad al individuo, la segunda, la comunidad a la persona, pero el reto de superar esta antinomia lo expresa Carlos Thiebaut: “¿Cómo remitirnos a una comunidad moral sin ser no obstante antimodernos, sin renunciar a nuestra identidad constituida en las crisis mismas de la modernidad? ¿Cómo ser, a la vez, postilustrados sin perder aquel asidero en la dignidad humana que la Ilustración nos legó?” (pp. 98-99).

Antinomia del deber y del fin

Las acciones, las instituciones o la sociedad pueden considerarse justos desde dos puntos de vista: por el cumplimiento del derecho (deber) o porque logran el bien común de manera satisfactoria. Rawls identifica la justicia con lo debido y sostiene la prioridad de lo justo sobre lo bueno en el marco de una teoría normativa y procedimental de justicia. Michael Sandel plantea lo contrario:

Lo que está en cuestión en el debate entre el liberalismo de Rawls y el punto de vista que yo propongo [...] no es si los derechos (rights) son importantes sino si los derechos pueden identificarse y justificarse de una manera que no presuponga ninguna concepción particular de la vida buena [...] La cuestión fundamental, en otras palabras, es si lo debido o conforme a derecho (right) es prioritario sobre lo bueno (good) (p. 100).

La prioridad de lo debido sobre el bien se basa en el hecho de que el bien es variable e intenta asegurar la universalidad de los principios de justicia. La perspectiva aristotélica sostiene, por el contrario, que la vida buena no se concluye de las concepciones de bien que se profesan en la sociedad, no se justifica por las reglas generales de lo debido, sino por los fines que promueve (MacIntyre). La prioridad de lo debido y la supuesta neutralidad liberal no dejan de generar críticas y fuertes sospechas. Villoro reconoce las ventajas del modelo de lo debido, sin embargo, “(…) esa gran ventaja moral del liberalismo político se logra al costo de renunciar a otro valor social fundamental: la posibilidad de fomentar virtudes cívicas dirigidas a fines comunes, única condición que hace posible la solidaridad y la fraternidad en una auténtica comunidad” (103).

En resumen, sociedad y comunidad son dos formas de asociación que no se relacionan entre sí. La sociedad tiene en su seno la comunidad; las comunidades albergan en su interior relaciones individuales propias del modelo individualista. Villoro piensa que la antinomia entre lo debido y lo bueno se plantea solamente en el marco de la sociedad occidental, tal antinomia va atada a los valores de esa cultura y a su ideal de bien. La idea de justicia podría superar las antinomias por dos caminos:

1) siguiendo su evolución en el tiempo; y 2) contrastándola con su negación: la injusticia. La justicia podría expresarse mediante un enunciado negativo: la no-exclusión de la pluralidad de culturas, no-exclusión del bien común en la sociedad, no-exclusión en el cumplimiento universal de lo debido. La justicia como no-exclusión que, no por expresarse en un enunciado negativo, es una idea regulativa para el porvenir: abre un horizonte a la justicia; y sólo el horizonte hace posible el camino (113).

Todo parece indicar que una teoría de la justicia por distinta que sea, tendrá que vérselas con el pluralismo. Villoro enfrenta este hecho en el sentido de la pluralidad de culturas, pueblos y etnias. Quiero decir que no va en la dirección del pluralismo liberal de las creencias, concepciones del bien o cosmovisiones del mundo.

Villoro dedica la tercera parte del libro al multiculturalismo y allí establece el tercer reto de una sociedad por venir. Pensar la multiculturalidad pasa por reconocer la pluralidad de culturas, sucesivas y simultáneas en la historia. “Cada forma de vida es una manera de vivir de un grupo social que puede identificarse frente a los demás” (139). En ese sentido, la reflexión sobre la multiculturalidad, a juicio de Villoro, implica por un lado, fijar la singularidad de las culturas, sus semejanzas y diferencias con otras culturas; por otro lado, implica comprenderla. Para comprender una cultura debemos atender dos variables: el poder y el valor. Desde tiempos remotos los homínidos se agrupaban para enfrentar a otros grupos y dominar la naturaleza, pero además, todos los grupos para tramitar sus necesidades se expresan en sentimientos, fines, intenciones, es decir, convivencia.

La tesis que plantea Villoro sobre la multiculturalidad es que toda cultura ejerce una forma de poder y no hay poder que no se exprese en múltiples valores. De ahí que la aceptación de una cultura: “No consiste en juzgar si una cultura es buena o mala, valiosa o desdeñable. Al comprender, ponemos “entre paréntesis” toda posición evaluativa. No sometemos a juicio sus características. La comprensión implica la puesta en cuestión de todo prejuicio. No hay en una cultura nada “condenable”, como no hay nada “loable”; todo es simplemente “comprensible”. La crítica de los prejuicios restituye al conocimiento la “comprensión de la cosa misma” (140). Una cultura no puede prescindir del poder y toda cultura expresa un valor, el poder puede expresarse en lo económico, militar o político y el valor en lo estético, en los valores morales, en expresiones religiosas o su relación con lo sagrado.

En la imposición de una pretendida cultura universal enajenando a pueblos imponiendo una cultura no elegida; como en el caso de la cultura occidental, se evidencian dos características: el individualismo y la predominancia de una racionalidad instrumental. Frente al pretendido universalismo cabe una comprensión de las culturas singulares estableciendo analogías parciales entre ellas, es decir, examinando sus rasgos singulares que comparten con una y en las que difieren con otras. Esto permitiría comprender, en contraste con el individualismo y el racionalismo occidental, rasgos culturales distintos de una matriz cultural de los pueblos de la América indígena.

Una comprensión de la cultura tendría que enfrentar también el asunto de la autodeterminación de los pueblos. Uno de los fenómenos sociales recientes es el conflicto de nacionalidades, etnias y Estados nacionales; en algunos casos esos conflictos han llevado a la formación de nuevos Estados, en otros permanecen pugnas históricas, pero en todo caso el asunto pone sobre el tapete el problema de la coherencia entre el Estado como poder político y la nación como comunidad cultural.

El derecho internacional a través de convenios, declaraciones y jurisprudencia ha puesto sobre el tapete el tema jurídico-político de autodeterminación de los pueblos. La Carta de las Naciones Unidas de 1948, en sus artículos 1 y 55 estatuye el “derecho de los pueblos a la autodeterminación”. La declaración universal del derecho de los pueblos suscrita en Argelia en 1976 y la Carta africana de los derechos del hombre y de los pueblos, firmada en Nairobi en 1981, son algunos de los casos más relevantes en este asunto. Esta línea jurídica estableció un nuevo sujeto de derecho, el pueblo. Pero además separa el pueblo del Estado nacional.

Pese a la diversidad de interpretaciones y las confusiones sobre la noción de pueblo, Villoro le atribuye dos características básicas: una histórica social y otra subjetiva. La histórica se refiere a una unidad de cultura en el espacio y el tiempo, la otra se refiere a la conciencia y la voluntad de pertenencia a una comunidad. En síntesis llamaríamos “pueblos” a cualquier forma de comunidad humana que cumpliera con los siguientes requisitos:

1) Tener una unidad de cultura, la que comprende instituciones sociales que garantizan la permanencia y continuidad de esa cultura; 2) asumir un pasado histórico y proyectar un futuro común; 3) reconocerse en una identidad colectiva y decidir aceptarla; 4) referirse a un territorio propio. Cualquier entidad social que tuviera esas condiciones tendría derecho a la autodeterminación (154).

He intentado mostrar que para Villoro, el reto de la justicia es superar las antinomias de lo debido y lo bueno en una nueva concepción de justicia en el marco de la democracia, que al tiempo sea capaz de afrontar el reto de la pluralidad de culturas. Es decir, que sea capaz de responder a la pregunta ¿cómo es posible la pluralidad de un mundo múltiple?, pero ante todo, que sea capaz de atender a la injustica haciendo lugar a la experiencia del sufrimiento. Los lectores tienen el reto de ampliar esta discusión sobre la justicia en nuestro tiempo y contexto.

Referencias

Villoro, L. (2010). Los retos de la sociedad por venir. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

Notas de autor

[*] colombiano. Doctorando en Filosofía, Universidad del Valle. Docente en la Universidad del Valle, Colombia.
[**] Reseña
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