Motivos
espirituales de la evolución jurídica y meta del progreso jurídico: una visión
desde la filosofía del derecho
Resumen
¿Cuáles son los motivos de la evolución jurídica? ¿Es más oportuno
sostener un progreso jurídico in infinitum o in finitum? Mediante un breve
recorrido especulativo, de corte neo-idealista y más concretamente
espiritualista, deseamos compartir con el lector algunas posibles respuestas
que tienen la finalidad de proclamar y reivindicar la verdadera importancia de
los valores que deben presidir todas las manifestaciones jurídicas (pasadas,
actuales y futuras): nos referimos a la libertad humana y a la persona
entendidas como fundamento de juridicidad.
Palabras clave
Persona, libertad, derecho, espíritu, idealismo,
historia.
Abstract
What are the reasons of legal evolution? Is it more timely to sustain legal progress in infinitum or in finitum? Trough a brief speculative look, neo-idealist, concretely spiritualistic, we want to share with the reader some possible answers which are intended to proclaim and to assert the real importance of values that must govern every legal manifestation (past, present and future): we are referring to human freedom and person understood as legal foundation.
Keywords
Person, freedom, law, spirit, idealism, history.
Motivos
espirituales de la evolución jurídica y meta del progreso jurídico: una visión
desde la filosofía del derecho
1. Anterioridad,
posterioridad o intrinsicidad de la
relación Ser Humano-Derecho
Sostener una concepción de derecho entendido como un momento no
meramente abstracto de la vida, sino práctico y en concreto desarrollo, real en
sus manifestaciones económicas o morales, fruto de la relación humana y alejado
de una idea platónica que lo separa de la vida concreta, requiere
demostraciones y reflexiones de carácter histórico. Cuál sea el origen del
derecho o cuál sea la relación entre ser humano y derecho, son cuestiones,
íntimamente relacionadas entre sí, que podríamos intentar resolver llamando en
causa elementos de naturalezas muy diferentes: sociológicos, etnológicos,
prehistóricos, arqueológicos, entre otros. En cambio, una aproximación
ciertamente inoportuna, o por lo menos reductiva, consistiría en prescindir de
modelos especulativos, limitándonos a observar que el derecho surge de los
meros hechos, considerando tal origen como contingente y no real y
necesariamente invocado por la esencia de la naturaleza humana[2].
Los posibles planteamientos acerca de la relación ser humano-derecho son
varios. Es posible considerar que el derecho sea anterior al ser humano,
admitiendo así la existencia de principios y reflejos de leyes naturales que
actúan entre los animales y también entre los seres humanos[3]. En segundo lugar,
puede considerarse al derecho como posterior al ser humano, sosteniendo, de
este modo, que la humanidad habría tenido la necesidad de organizarse social y
políticamente para salir de un estado de anarquía y de lucha[4]. En último lugar,
podemos sostener que el derecho sea intrínseco al ser humano, manteniendo pues
la inexistencia del ser humano aislado, siendo la organización social —según la
enseñanza aristotélica— su condición originaria.
Efectivamente, ser hombre equivale a vivir en una sociedad, ya que los
seres humanos buscan la comunicación intersubjetiva para vivir en común,
organizarse y asegurarse unas mínimas condiciones de vida mediane reglas que permitan una mejor convivencia
y que, por tanto, dan lugar a un teijdo jurídico. Esto
significa que, si la sociedad es algo intrínseco al ser humano, también debe
serlo el derecho en cuanto aparato instrumental apto para asegurar las
condiciones de coexistencia. Aceptar este último posicionamiento doctrinal, por
tanto, equivale a rechazar la existencia de una época en la que el ser humano
no haya conocido cierto orden jurídico, por tosco e inconsciente que éste fuera
(Fragapane, 1896, pp. 54-64).
Ahora bien, ¿cuáles son los elementos y los motivos de la naturaleza
humana que fundamentan la existencia del derecho desde sus comienzos más
remotos? Este tipo de operación requiere un esfuerzo especulativo, consistente
en la búsqueda y en la comprensión de los motivos del espíritu humano que
actuaron ayer, que lo hacen hoy y que, seguramente, lo harán mañana. En la
mencionada intrinsicidad (ser
humano-derecho) hay que detectar algo que caracteriza nuestra experiencia
jurídica y que sea capaz de definirla como típica con respecto a las posibles
experiencias jurídicas primitivas o futuras. En este sentido, consideramos que
un elemento indudablemente importante para el origen del derecho, en todo
tiempo y lugar, es la acción. Queremos decir que para la existencia de
elementos jurídicos no son suficientes los propósitos estériles, ya que siempre
son necesarios unos objetivos alcanzables solo y exclusivamente mediante la
actuación del querer. La acción, fruto del querer en sus manifestaciones prácticas
y concretas, tiene como destinatarios otras personas, otros seres humanos y,
por tanto, entra en conexión con otras acciones. De “acción comunicativa”, por
ejemplo, nos habla Habermas cuando apela al necesario entendimiento que la razón
comunicativa produce, en ciertas condiciones, en los participantes de una
comunicación orientada hacia ciertos fines de la vida (entre ellos, los que
alcanzan relevancia jurídica)[5].
De aquí la necesidad de una delimitación recíproca entre posibles
acciones en contraste y, por tanto, el origen del derecho bajo la forma de
disciplina y delimitación de conductas con el objetivo de instaurar un orden de
posibilidades y, al mismo tiempo, de imposibilidades. Un proceso que implicará,
necesariamente, el reconocimiento de posiciones recíprocas (Battaglia, 1951, p. 141). La bilateralidad del fenómeno
jurídico, es decir ese reconocimiento y delimitación entre seres humanos,
presupone que desde el primer encuentro entre dos hombres encontramos los
gérmenes de la espontaneidad humana, generándose así tres fases consecuentes y
fundamentales que dan origen a toda forma de juridicidad. Como ya pudimos
comprobar (Anzalone, 2016, p. 32), nos
referimos a la afirmación de nuestra personalidad, al reconocimiento de la del
otro y al establecimiento de una coordinación mutua entre conductas. Del primer
encuentro inter-humano, por tanto, derivan todas las consecuencias que el
derecho conoce en su historia: costumbres, leyes, instituciones, órdenes,
sistemas jurídicos, etcétera (Battaglia, 1951, p. 143).
Estas afirmaciones, evidentemente, contrastan con aquellas ideas según
las cuales la idea de derecho solo tiene lugar en la conciencia humana en
cuanto el ser humano, adquiriendo el sentido de su propia fuerza muscular,
experimentando y temiendo el peligro del mal, prefiere optar por una idea de
delimitación recíproca, poniendo normas comunes[6].
2. La originaria
pertenencia impersonal del individuo al grupo social
Una gran cantidad de estudiosos coinciden en que el prototipo de familia
romana constituye la primera y real institución social y política (Cerami-Corbino-Metro-Purpura, 2001,
pp. 3 ss.). Otras investigaciones, en cambio, sostienen que la primera forma
organizada de convivencia fue la horda. En efecto, ha sido demostrado que en
esta agrupación es posible encontrar el comienzo de la disciplina propia de una
familia, más específicamente de la gens, ya que, movida por el
deseo de alcanzar ciertas condiciones de vida en un determinado territorio,
comenzó a reconocer vínculos duraderos de descendencia. La fase gentilicia ha
sido de la más duraderas en la historia de la humanidad, de la cual derivan
inmediatamente las tribus (agrupaciones de diferentes gens) que,
uniéndose, dan lugar a las primeras ciudades primitivas, siendo Roma y Grecia
los más ilustres ejemplos (Battaglia, 1951, pp. 147-150).
Las fuerzas que aseguran la organización de los grupos que acabamos de
mencionar (jefes, consejo de ancianos, etc.) actúan para asentar una fuerte
cohesión, pero en detrimento de la personalidad propia del individuo. Este nace
en el grupo, desarrolla su propia vida en él, muere en él. No se concibe una
vida autónoma, pudiéndose hablar a tal propósito de una pertenencia impersonal
al grupo. Las consecuencias son evidentes, ya que el grupo se sujeta mediante una
sólida disciplina consuetudinaria, aunque no del todo detallada desde el punto
de vista jurídico, moral o religioso, características que aparecerán más tarde
de manera más nítida y, sobre todo, separadas entre ellas. Se trata, por tanto,
de una costumbre primitiva que se caracteriza por abarcar la totalidad de
comportamientos humanos ya que obliga a los hombres en todos los detalles de
sus propios actos. Una costumbre particular y conservadora, que tiene el
propósito de regir la vida entera del ser humano en cuanto idónea para mantener
la solidaridad mecánica del grupo[7].
También es posible recordar la existencia de una época anterior que,
lejos de ser considerada como de libertad sin leyes, debería calificarse como
de tiranía del instinto. Queremos decir que si el instinto, por una parte,
implica una acción determinada pero inconsciente (parecida a la que realiza un
animal), la costumbre, por su parte, está constituida por una serie de normas
cuya obligatoriedad supone un libre ejercicio de responsabilidad por parte del
sujeto. Por tanto, si la costumbre llega y aparece cuando termina el auge del
instinto, el hombre, desde cuando es hombre, es decir, desde cuando vive en
agrupaciones sociales, nunca ha vivido sin reglas (Maine, 1874, pp. 47, 211 y
345). La pertenencia impersonal al grupo y las dificultades para llevar a cabo
una vida autónoma – en el sentido de vida independiente de las dinámicas
grupales – tienen, entre otras consecuencias, la exclusión de la tutela del
grupo como la sanción más severa para el transgresor de un tabú.
Tal como era sagrado el grupo, lo era la costumbre, y las instituciones crueles
que representaron tales sanciones fueron, por ejemplo, en Roma, la aquae et ignis interdictio (literalmente privación del agua y del fuego)
o, en los germanos, la proclamación del culpable vogelfrei (prisionero de los pájaros, en el sentido
de que su cadáver habría sido consumido por ellos). Se habla, por tanto, de
reacción solidaria a la violación de una costumbre[8].
Múltiples han sido las fases y formas intermedias que sancionaron el
paso de las sociedades mecánicas a modelos sociales menos opresores de la
personalidad del individuo[9],
y la historia romana es testigo del modo en que el derecho proviene
paulatinamente de la costumbre. En este sentido, no se asiste a una
creación ex novo y ya hemos
dicho que la costumbre primitiva, intrínseca al ser humano en sus primeras
manifestaciones sociales, abarca aspectos morales, religiosos y ceremoniosos no
netamente definidos y separados entre ellos. Habrá que esperar siglos para que
la juridicidad consiga aparecer como diferenciada de otros órdenes afines,
adquiriendo así caracteres y funciones más específicos. La distinción entre
costumbre primitiva y derecho, por tanto, no es tanto de forma como de contenido,
ya que esa separación se consume una vez madurada una auténtica concepción de
juridicidad como libertad y no como mera prohibición o coacción. El derecho es
libertad en cuanto implica un orden donde las esferas de posibilidades e
imposibilidades aseguran a los sujetos unas zonas de acción garantizadas y
tuteladas. En este sentido el derecho garantiza la libertad.
3. Motivos
espirituales de la evolución jurídica
Podríamos afirmar que en la evolución jurídica participan factores materiales, dados por el conjunto
de condiciones físicas capaces de promover la configuración y transformación de
un sistema jurídico determinado (por ejemplo, la posición geográfica de un
territorio), y espirituales, constituidos por complejos motivos interiores que
mueven al ser humano hacia el establecimiento de una coordinación y
delimitación inter-subjetiva. En este sentido, Giambattista Vico quiso
trasmitirnos la idea de un derecho íntimamente y necesariamente relacionado con
las circunstancias sociales y los motivos de la sociedad humana, una concepción
que pretende fomentar la participación del devenir histórico en el devenir
jurídico, implicando una conexión esencial entre las condiciones
socio-ambientales y los hechos jurídicos, admitiendo una cierta regularidad y
continuidad de algunos caracteres dominantes sin llegar a someter los
eventuales cambios y progresos jurídicos a la fatalidad de principios
eternos a priori[10].
Es en el ámbito del neo-idealismo italiano, de corte espiritualista,
donde se sostiene que la vida entera emana del pensamiento, una posición
especulativa que no propone la idea de pensamiento opuesto a la voluntad, sino
de pensamiento (astracto y
potencialmente concreto) que pone la voluntad y que se pone como voluntad
(concreta); en este sentido, el pensamiento encuentra sus formas concretas en
las determinaciones prácticas que la historia conoce, siendo no solo forma
abstracta sino contenido práctico real (Anzalone-Sánchez Hidalgo,
2016, p. 14). Las afirmaciones hegelianas según las cuales todo lo racional es
real y lo real es racional, no se entienden –—según el neo-idealismo italiano—
en el sentido de que todo lo que existe en la historia sea racional, sino en el
sentido de que lo que aparece en la historia lleva el sello de la racionalidad,
en cuanto el pensamiento presenta siempre la exigencia de traducirse en
realidad histórica, otorgándole a ésta un sentido racional (Battaglia, 1951, pp. 186-187).
Felice Battaglia nos ofrece una clave de lectura,
sosteniendo que la razón, según Hegel, no es la lógica abstracta de los viejos
dogmáticos, ni el orden de los conocimientos, entendido como un proceso
abstracto que se mueve en sus mismos términos sin posibilidad de salida. La
razón, en Hegel, según la interpretación de Battaglia, rompe los términos
del abstracto, ya que reúne en si todas las determinaciones de la realidad,
mediante un proceso que implica una profunda unidad generadora de realidad
impregnada de un sentido ideal y que, al mismo tiempo, exige un proceso de
manifestación práctica y concreta. La mencionada unidad, entre verdad y hecho,
entre racional y real, entre filosofía e historia, requiere un principio
unitario que los idealistas denominan de modo diferente. Aunque aluden al mismo
valor especulativo, según Vico se trata de la mente humana, según Hegel de la
idea, según Croce y Gentile del espíritu (Anzalone-Sánchez Hidalgo,
2016, p. 14).
La categoría del espíritu habría que entenderla como una unidad
trascendental, capaz de plasmar en lo concreto las necesidades históricas del
pensamiento y del ser. Es una categoría dialéctica que se desarrolla y adquiere
sentido al calificar el orden histórico y fenoménico. Por tanto, ordo idearum y ordo rerum intentarán compenetrarse recíprocamente
y, en el ámbito jurídico, esto quiere decir que la historia desarrolla una idea
de derecho que convierte en reales y concretas las formas absolutas que la
filosofía desarrolla y propone en el campo de lo trascendente. Esto equivale a
sostener una idea de derecho dinámico que implica una constante traducción, en
la realidad, de los valores de los que es portadora la historia, ya que ni la
juridicidad podrá ser total y definitiva ni el devenir histórico podrá ser
siempre capaz de celebrar el sello definitivo de la racionalidad. Admitir o
concluir lo contrario significaría perder el verdadero sentido espiritual de
libertad (Battaglia, 1951, pp. 187-189).
El derecho, pues, y así lo hemos mantenido en otras ocasiones (Anzalone, 2016, p. 32), atribuye a la realidad el
auténtico sentido de libertad humana, revelando las heterogéneas exigencias
sociales y traduciéndolas en sistemas sociales y jurídicos concretos mediante
una cooperación y comunicación social cada vez más urgente y necesaria. Así, y
solo así, sociedad y juridicidad se corresponderán desde los puntos de vista
trascendental e histórico, ya que se trata de un verdadero proceso de
interacción comunicativa que —siguiendo la más
reciente postura de Habermas— situaría la
deliberación colectiva como fuente de legitimidad de lo jurídico y, al mismo
tiempo, como factor de corrección de sus contenidos[11].
4. Meta del progreso
jurídico: entre abstracción y concreción
En las primeras páginas de este trabajo, insinuamos que afirmar la
propia personalidad, reconocer la del otro y limitar (regular) los respectivos
espacios de actuación son elementos constantes y esenciales siempre presentes
en el devenir histórico-jurídico[12].
Dichas constantes (según Del Vecchio, 1945, pp. 7ss.) representan la auténtica
juridicidad, pues principalmente del reconocimiento de los demás seres humanos
y del respeto reciproco de las respectivas esferas de libertad deriva la
experiencia jurídica. Battaglia nos recuerda
que, en términos parecidos, Giambattista Vico llamó la atención de los
estudiosos tras haberse referido a la existencia de unidades sustanciales de la
humanidad. En este sentido, el ilustre filósofo napolitano afirmó la exigencia
de un derecho universal y eterno, uniforme para todas las naciones, apto para
plasmar todas las necesidades humanas, sobre las que encuentra constantemente
sus propios orígenes y los motivos de su progreso (Battaglia, 1951, pp. 192-194).
Llamativas, en este orden de ideas, las palabras que Giorgio Del Vecchio
pronunció en el III Congresso internazionale di Diritto comparato celebrado en Londres,
en 1950, con un discurso titulado “L’unità dello spirito come base della comparazione giuridica”. Según Del Vecchio, en efecto,
[...] existen tendencias uniformes en el desarrollo de los sistemas propios
de los distintos pueblos, donde cada uno de ellos recorre sucesivamente, en
general, las mismas fases. Eso no quiere decir que falten, en el inmenso cuadro
de la vida histórica del derecho, características singulares e incluso
desviaciones, transgresiones y anomalías; pero esto no puede impedirnos el
reconocimiento de la tendencia general del desarrollo jurídico; y tanto es así
que la misma historia nos demuestra que aquellas eventuales desviaciones e
involuciones tienen un único destino, o sea, antes o después, caerán, así como
las enfermedades del organismo humano nunca pueden ser eternas y deben, de
algún modo, resolverse, en la vida o en la muerte; con la diferencia que la
muerte de los pueblos es un fenómeno bastante raro (Del Vecchio, 1950, pp.
431-434)[13].
El escenario de nuestro tiempo es realmente complicado. La individualidad
humana es cada vez más rica y compleja, pero eso no debería ser motivo
suficiente para abandonar la idea de una necesaria y sólida cohesión en
sociedad, en el sentido de que el proceso histórico no se caracteriza por un
individualismo atomístico, tratándose, en cambio, del devenir de una sociedad
que debería ser menos mecánica y más espiritual (menos apática y más dinámica).
La sociedad debe participar con mayor presencia y visibilidad en la elaboración
del derecho, creando órganos e instituciones para luego orientarlos. Vico tenía
razón al afirmar que en el género humano fueron depositados los gérmenes
eternos de la justicia y que la compleja espiritualidad humana se desarrolla,
cambia, evoluciona y progresa, siempre movida por esa sed de justicia.
Creemos que hablar de progreso jurídico no es utópico. Es posible
argumentar una idea de progreso in infinitum o in finitum. Es posible llegar a conclusiones negativas o
positivas. En realidad, y en lugar de buscar y crear una meta temporal del
derecho, nos parece más adecuado sostener que el derecho, en su evolución, se
mejora y perfecciona con una constante superación que no tiene fin, pero
siempre inspirado por un valor último que es la libertad humana. No nos
referimos a la libertad de arbitrio sino de autonomía, auto-creación y
conocimiento, ya sea en el ámbito moral o jurídico. El derecho es libertad,
pero no una mera coexistencia de libertades externas (al puro estilo kantiano)
sino libertad en el orden social y libertad real en las instituciones que constituyen
el entramado de la vida práctica. De este modo, es posible mantener esa idea de
derecho como realidad en la libertad, y esa concepción de derecho futuro como
realización de la libertad que es, en el fondo, esencia de la humanidad[14]. Recientemente
ha sido observado que los derechos orientados a la libertad son una exigencia
permanente, ya que la voluntad que se pretende proteger mediante ellos es
permanente, y así sería posible mantener una concepción de derecho ligada a la
idea de progreso del individuo y de la sociedad (Zagrebelsky, 2011, p. 86).
En el seno del neo-idealismo italiano, la libertad ha sido entendida
como la espiritualidad misma del ser humano, su actividad, su realidad. En esta
concepción, el espíritu es capaz de comprender la esencia de la realidad
exterior y la propone en términos prácticos y concretos, no siendo pues una
entidad abstracta separada de la realidad. Esa espiritualidad, por tanto, sería
la esencia misma del ser humano y éste la posee en su calidad de hombre. Por
esta razón, la libertad no se puede conceder ya que al ser humano no se le
puede conceder algo que ya le pertenece de por sí. Por las mismas razones,
tampoco se le podrá privar de ella. En este sentido, los opresores de la
libertad han podido apagar seres humanos, han prohibido acciones, han obligado
a callar o a mentir, pero no han podido quitar a la humanidad su libertad, es
decir, su tejido vital (Croce, 1943, pp. 276-277). Si deseamos
invocar el término libertad, por tanto, tendremos que hacerlo con la única y sola
posible referencia al deber moral de favorecer y promover la vida de la
humanidad, poniendo en la esfera negativa cualquier acción que pueda
menospreciarla.
La libertad, así concebida, coincide con un
principio de moralidad, ya que contiene, en sí, todo tipo de deber moral y es
todo lo que moralmente se hace y se debe hacer, encontrando su fuerza en la
vida de la humanidad. Benedetto Croce no acepta que la justicia pueda
entenderse como un factor de corrección (positivo o negativo) de la libertad, ya
que este último es un concepto espiritual y real que vive siempre y en todos
los casos. Además, la justicia ha sido entendida e interpretada según los
contextos de referencia, no siendo, por tanto, capaz de acompañar a una
categoría espiritual (libertad) que muestra su moralidad humana en todo tiempo
y lugar. El ilustre pensador italiano se refiere, fundamentalmente, a cuatro
sentidos del término justicia: “la idea de bien moral o del hombre justo; la
concepción asociada al derecho o a lo justo legal; la justicia como virtud; la
justicia como igualdad…Por esta razón, aunque sea inevitable que, de un modo u
otro, a la idea de libertad acabe por aparejarse o sobreponerse la de justicia
[…] (Anzalone, 2018,
pp. 181-183)[15]”,
el autor sostiene que deben separarse las esferas de actuación de ambos
principios. Por todos los motivos expuestos, y desde el punto de vista
doctrinal y filosófico, según Croce (1943, pp. 282-284) resulta casi ofensivo
igualar los dos conceptos, las dos ideas, los dos valores, ya que equivale a
intentar dormir un delicado problema moral[16].
Nosotros creemos que ambos valores pueden
ciertamente colaborar, promoviendo un ethos jurídico donde
encuentren reconocimiento sea las pretensiones jurídicas orientadas a la
libertad que aquellas orientadas a la justicia. Y esto lo mantenemos a pesar de
que la creación del derecho legislativo representa el resultado de un proceso
político y plural a veces marcado por el rasgo de la ocasionalidad (Zagrebelsky, 2011, p. 37) y de la
oportunidad. No se deberían crear situaciones en las que parece ser inevitable
elegir entre una vida colectiva ordenada hacia la libertad o una vida colectiva
orientada hacia la justicia; para conseguirlo solo nos queda la posibilidad de
legitimar una tensión dialéctica entre las diversas concepciones de justicia,
sabiéndolas conciliar en los diversos momentos históricos-concretos, sin dejar
paso al argumento feroz que transforma la libertad en un principio absoluto
(95). Se trata, pues, de una adecuada ponderación entre el reconocimiento de
derechos individuales y la imposición de deberes que encarnan igualmente
ciertas ideas objetivas de justicia.
5. La persona como
fundamento de la juridicidad. Reflexiones finales
Mediante la organización jurídica en sociedad, en un proceso no pacífico,
ya que lo irracional puede siempre tomar protagonismo, el derecho asume motivos
morales y los lleva al plano histórico, manifestándose como costumbre,
madurando con la jurisprudencia y perfeccionándose en la legislación. En este
esquema de esencial vida jurídica, los seres humanos se descubren en el derecho
como personas (Battaglia, 1977, pp.
28-31), ya que el respeto de la persona humana, de sus necesidades, de sus fines y de
sus sociedades representa la base del todo[17]. “Derecho natural”
lo enunciaba Antonio Rosmini, quien llegó a afirmar que con tal definición hay
que entender el derecho de la persona, capaz de satisfacer en la justicia las
razones de la sociedad y de la política rectamente entendidas (Battaglia, 1977, p. 39).
Se trata de una solución —la rosminiana— que
desea identificar al ser humano con el “fundamento del derecho, valor último
para todo derecho positivo. Ese ser humano es la persona entendida desde un
punto de vista ontológico, o sea en su intrínseco valor y sustancia” (Anzalone, 2016, p. 28). Desde la persona nace el
derecho y, tras su paso por los meandros éticos y religiosos, en la persona
concluye la juridicidad. El fundamento de la juridicidad es dado por la persona
en cuanto el derecho es una actividad subjetiva que se concreta en una
actividad que desea ser útil, cómo resultado del ejercicio de una voluntad
libre[18]. Es aquí donde la
estructura eudemonológica y relacional
del derecho resulta ser fundamental para el respeto de la persona humana en
sociedad, así como de sus fines y necesidades.
Desde un punto de vista práctico, esto comporta la búsqueda de una justa
articulación entre los planos personales de la vida y la inderogabilidad de
algunos valores fundamentales, ya que la búsqueda de utilidades —aunque
reconocida y tutelada por el derecho— no puede justificar cualquier tipo de
actividad que acabe por poner en peligro las instancias éticas de la vida
humana. En efecto, los principios objetivos de justicia deberían servir para
obligar a la voluntad deseosa de actuar —individual o colectiva— a
confrontarse, moderarse y así aceptar que con ella existen otras fuerzas
constitutivas de la juridicidad (Zagrebelsky, 2011, 106). Debería
perseguirse, pues, una adecuada ponderación entre los derechos entendidos como
instrumentos para conseguir utilidades y como conjunto de garantías del orden
jurídico desde el punto de vista ético. En otros términos, esto equivale a orientar
éticamente los problemas jurídicos para que la comunidad política sea capaz de
perseguir el bien común. Una búsqueda de equilibrios realmente compleja, somos
conscientes de ello. Y es por esto que deberíamos aprender del error de Hegel, quien sostuvo
la necesaria existencia de otros sujetos de la historia al lado de los
individuos, que serían los individuos cósmico-históricos, es decir los Estados;
o del error de Marx, quien llegó a considerar la sociedad como único,
exclusivo y absoluto protagonista de devenir histórico[19].
Mas bien deberíamos reivindicar que el ser humano, como persona, es la
conciencia operativa de una exigencia unitaria, comprensiva y suprema, en
cuanto eje temático en las jerarquías entre razón y naturaleza. El ser
humano-persona es el auténtico protagonista del devenir histórico y no puede
ser considerado como un mero actor secundario de la historia o “un mero ejecutor
de un diseño. La lógica de la libertad —a la que hemos aludido anteriormente—
requiere un firme carácter histórico de los valores, no en cuanto valores de la
Historia sino en cuanto valores en la Historia (Anzalone-Sánchez Hidalgo, 2016, p. 15).
Las tres edades viquianas avanzan al lado de
una historia que Vico define ideal, eterna y extratemporal, una historia compatible con el curso terrenal
de las cosas. En dicha eternidad y extratemporalidad es necesario encontrar el hilo conductor de todo
tiempo y lugar: el valor y la condición de la persona en el conjunto de sus
manifestaciones sociales, políticas, culturales, económicas o éticas. Solamente
así podremos
hablar del fenómeno jurídico capaz de metabolizar los objetivos éticos
fundamentales de los distintos tejidos comunitarios que se suceden en el tiempo[20].
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…………………………………………………………….
Fecha de recepción: 4
de octubre de 2018
Fecha de aceptación: 16 de enero de
2019
Forma de citar (APA): Anzalone, A. (2019). Motivos espirituales de la evolución jurídica y
meta del progreso jurídico: una visión desde la filosofía del derecho. Revista
Filosofía UIS, 18(1), doi: http://dx.doi.org/10.18273/revfil.v18n1-2019002
Forma de citar (Harvard): Anzalone, A. (2019).
Motivos espirituales de la evolución jurídica y meta del progreso jurídico: una
visión desde la filosofía del derecho. Revista Filosofía UIS, 18(1), 51-66
[1] Italiano. Profesor del Área de Filosofía del Derecho de la
Universidad de Córdoba (España). PhD en Derecho con Mención Internacional.
Miembro del grupo de investigación SEJ-050 “Comunicación, derecho y técnicas o
procedimientos de enlace sistémico”.
Correo electrónico: ji2anana@uco.es
ORCID:
https://orcid.org/0000-0002-1763-5737
[2] Así lo advierte
Giorgio Del Vecchio, uno de los principales representantes del neokantismo
italiano (Del Vecchio, 1905, pp. 40ss.). En estos términos se expresa también Battaglia (1951, p. 137). Es preciso señalar que de los orígenes y del devenir
histórico del derecho hemos tratado en un estudio monográfico más amplio, que
nos ha servido como punto de partida para algunas partes del presente
manuscrito; nos referimos a Anzalone (2013, pp. 100-113).
[3] En
caso de adoptar dicha postura, tendríamos que admitir la dependencia o la
identificación de las leyes humanas con las físicas, cosa que no procede ya
que, si éstas representan un orden inviolable de conformidad al mundo de la
naturaleza, aquéllas presuponen la libertad e implican una clasificación entre
lo justo y lo injusto (Battaglia, 1951, p. 138, quien
nos presenta la visión global de Fragapane,
1896).
[4] Recordamos que Hobbes y Spinoza, entre otros, se caracterizan por
haber defendido, aunque sea con rasgos diferentes, tales posturas.
[5] “El término
«entendimiento» tiene el significado mínimo de que (a lo menos) dos sujetos
lingüística e interactivamente competentes entienden idénticamente una
expresión lingüística…Y para entender lo que un hablante quiere decir…el oyente
tiene que conocer las condiciones bajo las que puede ser aceptado…Si el oyente,
en efecto, acepta la oferta que un acto de habla entraña se produce entre (a lo
menos) dos sujetos capaces de lenguaje y acción un acuerdo. Pero
éste no solamente se basa en el reconocimiento intersubjetivo de una única
pretensión de validez temáticamente subrayada, sino que tal consenso se busca
simultáneamente en tres planos. Estos son fáciles de identificar
intuitivamente, si se considera que la razón por la que en la acción
comunicativa un hablante escoge una expresión lingüística inteligible es para
entenderse con un oyente sobre algo y a la
vez darse a entender a sí mismo. La intención comunicativa del
hablante comprende, pues, a) el realizar un acto de habla que sea correcto en
relación con el contexto normativo dado, para poder con ello establecer una
relación interpersonal con el oyente, que pueda considerarse legítima; b) el
hacer un enunciado verdadero (o presuposiciones de
existencia ajustadas a la realidad) para que el oyente pueda
asumir y compartir el saber del hablante; y c) el expresar
verazmente opiniones, intenciones, sentimientos, deseos, etc., para que el
oyente pueda fiarse de lo que oye. Pues bien, el que todo consenso
normativamente alcanzado genere una comunidad intersubjetiva que cubre tres
planos distintos: el de un acuerdo normativo, el de un saber preposicional
compartido, y el de una mutua confianza en la sinceridad subjetiva de cada uno,
es algo que a su vez puede explicarse recurriendo a las funciones del
entendimiento lingüístico. Como medio (Medium) en que
se produce el entendimiento (Verständigung), los actos de habla sirven a) al
establecimiento y renovación de relaciones interpersonales, en las que el
hablante hace referencia a algo perteneciente al mundo de las
ordenaciones legítimas; b) a la exposición o a la
presuposición de estados y sucesos, en los que el hablante hace referencia
al mundo de estados de cosas existentes y c) a
la expresión de vivencias, esto es, a la presentación que el sujeto hace de sí
mismo, en que el hablante hace referencia a algo perteneciente a su mundo subjetivo
al que él tiene un acceso privilegiado. El acuerdo alcanzado comunicativamente
se mide justo por estas tres pretensiones de validez susceptibles de crítica,
ya que los actores, al entenderse entre ellos sobre algo y darse así a entender
a sí mismos, no pueden menos de insertar sus actos de habla precisamente en
estas tres relaciones con el mundo y reclamar para ellos validez bajo cada uno
de estos aspectos (Habermas, 1998, pp. 393-394)”
[6] No pretendemos negar que la comparación de las fuerzas, en el
hombre primitivo, haya podido producir la exigencia de delimitaciones
reciprocas. Solo queremos sostener que este factor no puede ser ciertamente el
único fundamento del surgir del derecho. En sentido opuesto, por ejemplo, Carle
sostiene que el derecho ha surgido de la idea de delimitación de contrastes
entre inteligencias o habilidades, en vez de solamente entre fuerza física
(Carle, 1875, pp. 27ss.).
[7] Es una costumbre que se presenta con un carácter negativo, bajo la
forma de la prohibición y en un sistema de tabú. La costumbre se
convierte en tabú, convirtiendo en sagrados unos actos que no hay
que realizar y, en todo caso, esto demuestra que el hombre siempre se ha dotado
de normas de convivencias básicas (Battaglia, 1951, pp. 150-152).
[8] En este caso volvemos a utilizar las observaciones de Battaglia (1951, pp. 154-155), quien a su vez resume las consideraciones
que sobre estos aspectos ha formulado Maine (1998 y 1883).
[9] Nos referimos a determinadas costumbres “salvajes” que empiezan a
decaer en el tiempo; al surgir de instituciones como la posesión y la propiedad
individual; o a una evolución penal en la que se manifiestan las primeras
formas de institución jurídica de la pena acompañada por un mínimo criterio de
proporcionalidad (Battaglia, 1951, pp. 156
ss.).
[10] Sobre las posturas de Vico, véase el analisis realizada por Croce, 1980.
[11] En este sentido, cabe recordar que el reconocido filósofo y
sociólogo alemán observa que la unidad del colectivo puede mantenerse y
sostenerse solo como “unidad de una comunidad de comunicación”, es decir a
través de un consenso comunicativamente alcanzable en el seno de la opinión
pública política (Habermas, 1992, p. 118). Y es que los rasgos fundamentales
del lenguaje, según Habermas, permiten comprender que las instituciones
dependen también de los efectos directamente originados por un consenso formado
lingüísticamente. La integración en sociedad, por tanto, no solamente se lleva
a cabo mediante la institucionalización de valores sino también mediante el
reconocimiento intersubjetivo de “las pretensiones de validez que los actos de
habla comportan”, puesto que “las acciones comunicativas permanecen insertas en
los contextos normativos existentes; pero, con sus actos de habla, el hablante
puede referirse explícitamente a ellos y adoptar frente a ellos posturas
diversas”. Por estas razones, y debido a la fuerza que adquieren los actos de
habla, gran consideración merece el conjunto de notables consecuencias que
dichos actos pueden producir incluso para la validez (además que para la
aplicación) de las normas (Habermas, 1992, p. 128).
[12] Todo ello como consecuencia de la necesaria bilateralidad del
fenómeno jurídico. Un estudio más detenido en Anzalone (2016, pp. 31-32).
[13] La traducción es propia.
[14] Un modo de aproximarse a la cuestión al puro estilo idealista, ya
que esta corriente ubica el espíritu en el centro de la comprensión del mundo,
siendo, el espíritu, libertad. En este sentido resulta interesante la lectura
que de la dialéctica hegeliana realiza Giovanni Gentile (1913, pp. 231-241).
[15] De los diversos sentidos que puede adquirir el termino Justicia y
de su peligrosa identificación con la idea de Libertad, también hemos tratado
en una ponencia presentada con ocasión del Congreso Internacional: "El
debate actual sobre las teorías de la Justicia" (Pamplona, 1 y 2 de junio
de 2017). El resumen de dicha intervención se encuentra disponible en
https://www.unav.edu/documents/29020/12981524/Ponencia+Anzalone.pdf (Recuperado
8 de octubre de 2018).
[16] “La libertad y la
autonomía son siempre una faceta necesaria de nuestros actos; si ellos
carecieran de estas cualidades no serían actos adecuados al hombre. Pero una
libertad sin bienes a los que tender no sería propiamente libertad, sino, a lo
sumo, lo que los teólogos bajomedievales llamaron el «arbitrium merae indifferentiae». Y entonces no somos libres, sino que
quedamos a la merced de la contingencia: la libertad no se compadece con la
falta de motivos para la acción. La praxis del hombre, que es su meta,
proporciona una cierta objetividad a lo que perseguimos, aunque no siempre
conozcamos los medios para alcanzarlo” (Cfr. Carpintero Benítez, 1966, p. 51).
Retomando las categorías aristotélicas, podemos recordar las diferencias que
median entre el significado de libertad natural y el significado de libertad
social; en efecto, “podemos hablar de una denominada «libertad natural» que
comprende la capacidad que el individuo puede tener para sustraerse al Orden
Cósmico, es decir, al Destino o a la Naturaleza…Esta acepción de libertad
encuentra su fundamento en el juicio y la razón humana; solo es libre el hombre
en cuanto es ser racional y está dispuesto a actuar como tal, es decir, en
cuanto puede entender, y por ello eludir o al menos desafiar, las «leyes» de la
naturaleza…En otro sentido, entiéndase en la medida en que el hombre se
manifiesta como un ser que convive con sus congéneres formando sociedades
políticas, se puede hablar de la «libertad social», que sería aquella que
faculta al individuo para hacer lo que su autonomía le dicte dentro de los
límites que la vida social impone, límites entre los que se cuenta, claro está,
el Derecho” (Cfr. Medina Morales, 1955, pp. 131-132).
[17] Del derecho natural en óptica rosminiana hemos tratado en Anzalone (2016, pp. 27-29).
[18] El concepto
de persona entendido como representación del individuo y, a su vez, como
representación de la libertad, independencia y autonomía en el ámbito moral y
en el ámbito jurídico, ha sido un logro kantiano. Así
nos lo recuerda Carpintero Benítez (1987, pp. 498-499).
[19] Battaglia también
considera que “Noi pensiamo e confermiamo solo soggetto essere l’uomo, portatore dei valori e nei valori procedente, la società non essendo che un complesso di condizioni, che esso pone e come pone risolve” (Cfr. Battaglia, 1960, pp. 43-44).
[20] En estos mismos términos hemos tenido ocasión de expresarnos
anteriormente en Anzalone, 2015, y Anzalone-Sánchez Hidalgo, 2016.