La
correspondencia crítica de la enfermedad mortal con el suicidio en el
pensamiento de Kierkegaard
Critical connection of the
sickness unto death and the suicide in the thought of Kierkegaard
Resumen
En
un primer momento, el objetivo del artículo es identificar la correspondencia
esencial entre el concepto kierkegaardiano de
enfermedad mortal con un concepto general de suicidio, que revele especialmente
el interés del autor danés por reflexionar la experiencia de la
auto-destrucción. En segunda y última instancia, se busca explicar que la
crítica del concepto de enfermedad mortal al suicidio, según Kierkegaard, no se
concentra en catalogar como débil la evasión del sufrimiento humano, tampoco
parte de escatologías experimentales posteriores a la muerte del cuerpo; en
realidad, la crítica se desarrolla a partir del problema que supone una
“decisión personal” y de una polémica propuesta sobre “auténtico suicidio”.
Palabras
clave
Kierkegaard, suicidio, la enfermedad mortal,
decisión personal, auténtico suicidio.
Abstract
At first time, the aim of this article is to identify the essential connection between the kierkegaardian concept of sickness unto death and a general concept of suicide, that reveals especially Kierkegaard's interest in reflecting on the experience of self-destruction. As second and last resort, it expect to explain that the criticism of the concept of sickness unto death to said general concept of suicide, according Kierkegaard, doesn't concentrate on cataloging as weak the evasion of human suffering, neither is born of experimental eschatologies after the death of the body; in fact, the critique is developed starting from the problem that supposes a “personal decision” and a polemic proposal about “authentic suicide”.
Keywords
Kierkegaard, suicide, the sickness unto death, personal decision, authentic suicide.
La
correspondencia crítica de la enfermedad mortal con el suicidio en el pensamiento
de Kierkegaard
1. Introducción
Escrita por Søren Kierkegaard, en 1849 aparece publicada La enfermedad mortal o de la desesperación y el pecado[2]; una obra que, a juzgar por su título, plantea una serie de dificultades que conviene responder en las primeras páginas de la obra. En primer lugar, si el objeto de estudio se relaciona con el suicidio, el lector encuentra en la obra pocas referencias del asunto a no ser que lo piense replanteado y trasplantado en el concepto de la enfermedad mortal. Esto implica seguir el procedimiento dialéctico y crítico de Kierkegaard cuando menciona: “Aquí diré lo mismo de un modo distinto” (2009b, p. 261) (SV2, vol. VII, p. 245/ SKS, vol. 7, p. 235)[3].
En
segundo lugar, las pocas veces que hace mención del suicidio es posterior al
tratamiento esencial del concepto de enfermedad mortal y sin darle una
interpretación explícita desde una línea específica de pensamiento. Por tal
razón, la lectura hasta el Segundo libro de la Primera parte de La
enfermedad mortal, en donde se definen los aspectos esenciales de dicha
enfermedad, precisa que el lector referencie un concepto genérico de suicidio
para conectarlo con el concepto de enfermedad mortal. En este orden gradual e
interpretativo se realiza el análisis.
En
tercer lugar, acaece la imprecisión de no saber si los tres conceptos dados: la
enfermedad mortal, la desesperación y el pecado, son uno y el mismo o si hay
particularidades entre ellos. “¿En qué consiste, entonces, esa ‹‹enfermedad
mortal›› y por qué se puede hablar de ‹‹desesperación››?” (Roldán, 2013, p.
45). En cuanto a lo segundo, es posible responder que entre la desesperación y
el pecado hay varias diferencias[4].
No obstante, la tesis de este escrito pretende dirigir la mirada hacia la
unidad que tanto desesperación y pecado mantienen por cuanto integran la
reflexión de la enfermedad mortal en su correspondencia crítica con el problema
del suicidio.
2. La
correspondencia esencial entre el suicidio y la enfermedad mortal
Desde
el prólogo, La enfermedad mortal (Sygdommen til Døden)
no es ajena a la relación determinante del suicidio (Selvmord) con la
muerte que lo distingue de cualquier apariencia y superficialidad. En un
entorno preparado para ver la muerte en su paso por el sepulcro, la categoría
cristiana de lo edificante, de enorme valor para la fundamentación
kierkegaardiana del amor, la fe, la verdad, la ética, en suma, de la
interioridad, ahora se perfila en exclusiva a tratar con los hombres enfermos
de muerte:
Porque
según la regla cristiana todo, absolutamente todo, ha de servir para
edificación […] Toda exposición cristiana tiene que guardar cierta semejanza
con las explicaciones que el médico da junto al lecho de un enfermo; de suerte
que no se necesita ser un experto en la materia para hacerse una idea de las
mismas, atendiendo a la circunstancia perentoria en que se dicen (Kierkegaard,
2008, p. 25) (SKS, vol. 11, p. 117).
Con
esta semejanza, se pone en perspectiva metafórica que la temática central
de LEM será elevar el rango de crisis para lo edificante. Si
algo edifica, debe relacionarse con los enfermos y, en especial, con aquellos
que yacen tumbados porque una exponencial negatividad les consume sus ganas de
vivir. No es descansar por una herida, es estar tirado y desgonzado por una
enfermedad que extermina las fuerzas vitales. Para la muestra, Lázaro[5],
el hombre que esperaba a Cristo en el lecho de su enfermedad y murió. Así pues,
¿cómo hablar con alguien a quien toda la vida se le escurre?, ¿cómo lograr
tener la atención de aquello que se vacía sin dejar nada?, ¿qué hacer cuando lo
vivo ya no puede prolongarse ni siquiera en “un menor grado de ser”? Enfermar
de muerte es la gran exageración, es el demasiado mucho (quid nimis) que
arriesga la salud mínima para iniciar una conversación como cualquier otra cosa
en el mundo. “Cuando se enferma el alma queda el vacío, el vacío interior que
es imposible llenar y que desvanece poco a poco nuestro ser” (Ordoñez, 2010, p.
191). No obstante, si lo edificante no quiere verse tejiendo en las nubes, la
exigencia es total y clara: debe entrar en relación con los hombres que,
concluido el tiempo para pensar, viven su mortalidad.
Establecida
la relación, las dificultades ciertamente no se pueden obviar y lo edificante
ha de saber cómo interactuar con la enfermedad mortal. A toda costa, se debe
esquivar la tentación de hablar como un “experto”, al cual, le persigue el
infortunio de hablar sobre objetos que avanzan huérfanos de sus palabras y a
quien la eternidad se le pierde en teorías por descuidar las miradas humanas
que detienen el tiempo. No hay que ser expertos, tampoco ignorantes. Ni lo uno
ni lo otro, simplemente una persona que pueda entender la peculiaridad de un
enfermo mortal, su circunstancia perentoria.
Esta
circunstancia no es otra que la presencia de un enfermo, postrado en un lecho
de muerte, cayendo continuamente sobre su mortandad. A este respecto,
Kierkegaard enfatiza: “[…] deseo que los lectores caigan en la cuenta de que en
todo este libro […] la desesperación es considerada como una enfermedad, no como
una medicina. Porque en realidad la desesperación es algo muy dialéctico”
(2008, p. 26) (SV2, vol. XI, p. 133; SKS, vol. 11, p. 118). Tan dialéctico y demasiado
contradictorio, que si hay medicina para esta enfermedad es en el mismo sentido
que hay distancias luz o medidas muy rápidas que acercan, por lo pronto,
objetivos inalcanzables para el hombre. Sin pronóstico alentador, la regresión
de la enfermedad escasea de probabilidad. Considerados como la enfermedad
mortal, la desesperación (Fortvivlelse) y el
pecado[6] (Synd) son la negatividad más acendrada y
riesgosa para las actividades humanas en el mundo. “[…] ser un desesperado
representa una caída respecto del poder serlo; y tan profunda es la caída, como
infinita la ventaja de la posibilidad. Por consiguiente […] lo más elevado es
precisamente no estar desesperado” (2008, p. 35) (SV2, vol. XI,
p. 145; SKS, vol. 11, p. 131). De
esta forma, quien desespera es un hombre caído y sin esperanza. Puesta la cura
de su enfermedad en el paso impredecible y exagerado del no-ser al ser, en un
pronóstico reservado, basta imaginar el lecho de su desesperación para preferir
la posibilidad por encima de la realidad.
Hasta
aquí, el intento de pensar un concepto general de suicidio a través de la
enfermedad mortal ha sido efectivo. Ambos conceptos consideran su relación con
la muerte de forma determinante; sin quedar nada atrás, hay concentración
infinita en el hecho de morir.
Pese
a lo anterior, para fijar una correspondencia esencial faltaría ese otro
elemento descrito en la investigación de García Aguilar: “La OMS advierte que
las tasas de suicidio van aumentando y esto ha provocado la clasificación de
una forma peculiar de violencia, denominada por la OMS como violencia
auto-infligida” (2013, p. 55). Aunque la definición del suicidio como
“violencia auto-infligida” resulte un poco ambigua, por cuanto la violencia no
solo implica violencia de muerte, ha de aclararse que, en la situación del
suicida, todas las formas de violencia emprendidas apuntan a devastar la existencia.
Esta mortandad, ante todo, es auto-infligida. Con razones para despreciar la
vida tal cual se presenta, la decisión anticipa su destrucción y quedan
hechizadas las fuerzas del destino. Para el suicida, morir es una urgencia, es
la raíz desde la cual se abre paso la conquista de toda célula hasta
convertirlo en el “hombre de la muerte”. Sin interventores externos y lejos de
esperar la muerte que “a todos les llega” sin haberles llegado, el hombre
suicida se auto-inflige la muerte como explosión y detonante al mismo tiempo.
Este
abismal deseo de morir, de querer la muerte, también se vive al interior de la
enfermedad mortal, la cual no es para el hombre “como otra cualquiera de las
enfermedades que contrae, o como la misma muerte que es el destino común” (Kierkegaard,
2008, p. 36) (SV2, vol. XI, p. 145; SKS, vol. 11, p. 131). En realidad, “[...] la desesperación
es precisamente una autodestrucción” (2008, p. 39) (SV2, vol. XI,
p. 148; SKS, vol. 11, p. 134). En
lugar de vivirse como un padecimiento (passio) en donde el
médico monitorea el curso de la afectación, la enfermedad mortal constituye
para el hombre el gozo de una esperanza que divisa el enigmático horizonte más
allá de la vida como el secreto de su corazón, como aquello que merece el
sacrificio de sus ideales y acciones. Sin esperar designios divinos, la muerte
es para un enfermo mortal la esperanza que justifica la insurrección de los
mortales para vivirse como mortales o, si se prefiere, es la ocasión donde “[…]
la muerte es esperada con más intensidad” (Ordoñez, 2010, p. 191). En
retrospectiva, cuando se habló de aquel hombre yaciente en su lecho de muerte,
enfermo hasta más no poder, desprovisto de medicina, se hablaba de alguien
enfermo por propia voluntad, de alguien que un día cualquiera alimentó
pensamientos mortíferos y estos progresivamente palidecieron su cuerpo, su
entorno y sus relaciones con el mundo.
Por
tanto, explicada la enfermedad mortal como concentración infinita de su
autodestrucción (Selvfortærelse), se ha fijado una correspondencia
esencial del suicidio con la enfermedad mortal que evidencia el interés de
Kierkegaard por pensar este tipo de experiencia límite de la vida. A pesar de
no usar el concepto de suicidio, la investigación de Rafael de Castro y Aline
Grunewald destaca el hecho de que otros pensadores clásicos de la historia
filosófica, como Albert Camus, encuentren en Kierkegaard un pensador, entre
tantas cosas, del suicidio: “Camus dedicou uma fração significativa de O Mito
de Sísifo compondo diálogos com Kierkegaard, fazendo-o o exemplo mais toante de
suicida filosófico. O
filósofo dinamarquês tornara-se exemplar por render-se estupefato —levado por
intensa atração— ao fascínio incomensurável do irracional” (2018, p. 230)[7].
Ahora
bien, es momento de abrir camino hacia la crítica implícita en la
correspondencia esencial de la enfermedad mortal con el suicidio. El punto de
inflexión comienza en la Introducción de LEM. De antemano,
Kierkegaard aclara que la muerte presente en la enfermedad mortal:
[…]
mucho menos la alcanza todo eso a lo que suele llamarse sufrimientos terrenos y
temporales: necesidad, enfermedad, miseria, apuros, calamidades, penas, dolores
del alma, cuidados y aflicción. Y aunque todo ello fuese tan pesado y penoso
que los hombres, al menos los que sufren, se vieran obligados a exclamar: «esto
es peor que la muerte» [...] sin embargo, nada de esto […] puede llamarse en el
sentido cristiano una enfermedad mortal” (2008, p. 28) (SV2, vol.
XI, p. 138; SKS, vol. 11, p. 124).
Como
se observa, el foco de la crítica se ubica en reflexionar qué tanta mortalidad
tiene el predicado de lo “mortal” en la enfermedad; es decir, si en sentido
estricto la muerte cumple el objetivo de arrancar el fundamento de su vida
lamentable. Desde una perspectiva temporal y mundana, es factible dar muerte a
los tormentos catalogados como pasajeros; incluso, cuando las conversaciones
humanas revelen que son “peores que la muerte”, tales tormentos, si son
pasajeros, constituyen el turismo de una vida desgraciada que, pese a todo, se
puede clausurar. De esta manera, la enfermedad mortal sería “[…] un mero
sufrir, un sufrir bajo las presiones de lo externo, sin que nunca proceda del
interior como una verdadera actividad” (2008, p. 74) (SV2, vol. XI,
p. 183; SKS, vol. 11, p. 165). Concretamente,
el problema consiste en delimitar qué tan profundo cala el deseo de suicidio en
el ser humano. En cuanto no radique en el hombre, lo externo (Udvorteshedens)
se corresponde con el desaparecer temporal; mientras que lo interior (Indvortes),
en cuanto devenga con el hombre mismo, se corresponde con un fundamento no
fácil de escapar.
Será
en el siguiente capítulo donde la enfermedad mortal y el suicidio expondrán el
fundamento de sus lamentos para determinar el modo de sus pretensiones mortales.
A medida que se explique la razón por la cual la enfermedad mortal nutre la
idea de su autodestrucción, se resolverá la cuestión del capítulo 2 y se
complementará el esbozo del capítulo 1.
3. La
diferencia entre “sufrir sin querer sufrir” y sufrir con la esperanza del
tiempo
Para la enfermedad mortal, el motivo de su autodestrucción está cifrado en la expresión: “La desesperación es una enfermedad propia del espíritu”[8], más específicamente, porque “El hombre es espíritu” (Kierkegaard, 2008, p. 33) (SV2, vol. XI, p. 143; SKS, vol. 11, p. 129). Ser espíritu (Aand) guarda estrecha relación con ser una respiración (Aand-edrættet) y precisamente “[…] con el subsistir de la personalidad sucede […] que es un continuo flujo de aspiraciones y exhalaciones” (2008, p. 62) (SV2, vol. XI, p. 172; SKS, vol. 11, p. 155). En este orden de ideas, sucede que respirar es la condición y la subsistencia del hombre mediante dos movimientos contrarios: un desprendimiento en la exhalación y una repetición en la aspiración. En un primer momento, aspirar denota llenarse de vida, gozar de continuidad y permanecer en sí mismo. En cambio, el segundo momento lo marca la exhalación que, al filo del detalle, consiste en desprenderse y en ir hacia la muerte por asfixia. Sin ser estáticos, estos momentos contradictorios se experimentan en una relación articulada que constituye el proceso y desarrollo del hombre. Exhalar y aspirar, desprenderse y repetirse, porque dadas las condiciones “[…] repetir lo mismo también significa cambiar bajo las condiciones que se han vuelto difíciles” (Kierkegaard, 2009b, p. 286) (SV2, vol. VII, p. 271; SKS, vol. 7, p. 259).
Decir que el hombre es espíritu, (Mennesket er Aand)
es significar su condición de hombre contradictorio, de hombre sufriente, en
cuanto le atañe ser “una síntesis de infinitud y finitud, de lo temporal y lo eterno, de
libertad y necesidad” (2008,
p. 33) (SV2, vol. XI, p. 143; SKS, vol. 11, p. 129), en cuanto le atañe una guerra por la cual “[…] una
cosa nunca deja de ser su contraria” (2008, p. 51) (SV2, vol.
XI, p. 161; SKS, vol. 11, p. 146). El hombre es la
síntesis de un cuerpo con potencial para herir la reflexión del alma (finitud)
y de un alma necesitada del cuerpo para no morir en la tristeza del recuerdo
(infinitud). En tanto síntesis de tiempo y eternidad, el hombre es un fantasma
que desaparece al instante y una eternidad afligida que urge del tiempo para
cambiar el destino de su historia. Como síntesis individual y general, cada
hombre guarda algo privado (libertad) que el pueblo precisa desvelar para
conformar los estados y gobiernos (necesidad).
De estas descripciones, lo esencial es entender que el hombre, sin dejar de ser una cosa contraria, es una síntesis, una relación que vive desmembrada entre una guerra de fuerzas opuestas. Al igual que Sócrates, el cual, “[…] no sabía a punto fijo si era un hombre o un monstruo aún más variable que Tifón” (Kierkegaard, 2009a, p. 94) (SKS, vol. IV, p. 37), el espíritu vive al pie de un detonador. Que el hombre tase el ideario máximo de la felicidad en un método tan violento como el “dominio propio” y en un método tan temeroso como el “arte de la prudencia”, obedece, más que todo, al reconocimiento de su ser sufriente, al reconocimiento de una angustia (Angst) precavida que, en el cambio estruendoso y desmesurado del ser al no ser, teme arruinar la concepción de su vida bella. “[…] ne quid nimis [nada en demasía]. Esta sentencia es la summa summarum de toda la finita sabiduría mundana” (Kierkegaard, 2009b, p. 406) (SV2, vol. VII, p. 393; SKS, vol. 7, p. 368).
Vistas las cosas de este modo, la vida lamentable y sufriente de
un hombre se fundamenta en su interior. Por mucho que el sufrimiento
humano se quiera esconder, el hombre es espíritu. Sus tentativas abstractas de
culpar a “la vida” del dolor, como algo externo que no debería afectarle, dejan
de tener validez en el momento que la tristeza lo encarna y lo consume. Sin ser
extranjero, el sufrimiento se cuela por las raíces que atan la consciencia del
hombre con el mundo e inunda cada fibra del tejido humano. Los nervios de la
carne y del espíritu no cesan de confirmar que la realidad humana se
caracteriza por vivir en piel propia las aflicciones y entrenarse en la
búsqueda de la medicina.
Sin embargo, ¿cómo entender que la mayoría del tiempo el hombre sufra sin querer sufrir? Ambas realidades lo único que hacen es agravar la experiencia del sufrimiento. Con lo cual, el hombre amplía su ser-síntesis mediante una relación entro lo interior y lo exterior en la que, pese a no desear sufrir, tiene en sí mismo la posibilidad de construir la realidad de sus tormentos. Lo clave en este punto es entender lo externo como algo interior, como una actividad digna de ser apropiada en cuanto no deja de estar vinculada con el hombre mismo. De esta manera, aunque el sufrimiento se represente externamente, se debe comprender que, “Mientras el hombre desesperaba de algo, lo que propiamente hacía no era otra cosa que desesperar de sí mismo” (Kierkegaard, 2008, p. 39) (SV2, vol. XI, p. 148; SKS, vol. 11, p. 134).
Por consiguiente, “El hombre es espíritu. Mas ¿qué es el espíritu? El
espíritu es el yo” (Kierkegaard,
2008, p. 33) (SV2, vol. XI, p. 143; SKS, vol. 11, p. 129). En cuanto yo, el hombre es un espíritu
crucificado con lo que sufre, apuntalado al dolor, su cuerpo y alma son
actividad sufriente. Más que despreciar sufrir y odiar la vida, su desconsuelo
se motiva por escuchar las voces que le ordenan despellejarse y quitarse la
cabeza una vez el dolor se incrusta como torrente sanguíneo en su yo interior,
en ese corazón del cual mana la vida. Ante todo, la enfermedad mortal se
produce por estar la propia carne en juego, por cumplirse aquel principio
antiguo: “Piel tras piel. El hombre da por su vida todo lo que tiene” (Job 2:4,
2009). Como ejemplo, Kierkegaard explica que un ambicioso de dominio, el cual
fracasa para realizar el lema «o
César o nada», “[…] no desespera
propiamente sobre el particular de no haber llegado a ser César, sino del
propio yo que no lo ha llegado a ser. Y este propio yo […] es ahora para él lo más
insoportable de todo” (Kierkegaard, 2008, p. 40) (SV2, vol. XI,
p. 148; SKS, vol. 11, pp. 134-135). Por consiguiente,
el espíritu es el yo (Aand er Selvet) y el yo “[…] es una relación
que se relaciona consigo misma” (2008, p. 33) (SV2, vol. XI, p. 143; SKS, vol. 11, p. 129) o, dicho de otra manera, el yo es una síntesis
contradictoria que se desmiembra (relaciona) consigo misma en la actividad de
su propio sufrimiento.
Arraigada la enfermedad mortal en el interior del hombre, los asuntos
humanos, según lo intuido, pueden comportar tanta contradicción que “Una tal
relación que se relaciona consigo misma —es decir, un yo— tiene que haberse
puesto a sí misma, o haber sido puesta por otro” (Kierkegaard, 2008, p. 33) (SV2, vol.
XI, p. 143; SKS, vol. 11, p. 129). En caso de ponerse
a sí misma o mantener un sentido absolutamente independiente, lo siguiente para
la síntesis del yo sería arrancarse del sufrir mediante un acto personal y
libre que partiera de sí mismo. En posesión de la condición, el característico
interés del doliente por suprimir sus lamentos bastaría para quitarle de encima
su vida tormentosa, de igual modo, como el deseo y la acción rutinaria le
harían cambiar de vestimenta.
Sin embargo, el doliente crónico es un pensador y ejecutor de la alternativa del suicidio. Elevado a la conciencia de comprenderse y experimentarse como espíritu, un hombre “[…] pone de manifiesto una vez más que el absolutamente taciturno no tiene otra salida que la del suicidio” (Kierkegaard, 2008, p. 91) (SV2, vol. XI, p. 200; SKS, vol. 11, p. 180). Para el doliente, concentrar en la muerte auto-infligida el brillo de su esperanza, significa reconocer[9] que su existencia tormentosa no se diluye en vida, como si pendiera sobre su cabeza una espada que no está sujetando. En un sentido, significa reconocer que su pena es en vida un suplicio y una esclavitud. Aunque le viniesen a decir que “no todo está perdido”, que “hay algo más”, muy en el fondo el suicida comprende que el sufrimiento le persigue, que le deviene por fuerza mayor y a lo sumo la sabiduría humana aprenderá a coexistir con el sufrir mas no a erradicar las vidas tormentosas. Sin la libertad que las cosas adquieren cuando la condición reposa en ellas mismas, “[…] el desesperado cabalmente desespera por eso, por no poder destruirse, y esto es lo que en realidad constituye su tormento” (Kierkegaard, 2008, p. 40) (SV2, vol. XI, p. 149; SKS, vol. 11, p. 135).
Así que, “Una relación así derivada y puesta es el yo del hombre; una
relación que se relaciona consigo misma y que en tanto se relaciona consigo
misma, está relacionándose a otro” (Kierkegaard, 2008, pp. 33-34) (SV2,
vol. XI, p. 144; SKS, vol. 11, p. 130). Con lo
cual, el hombre vuelve[10] a
resultar una síntesis externa e interna que agrava la experiencia del
sufrimiento. Al sufrir sin querer sufrir, el suicidio revela que el dolor del
sufriente reviste la equiparación con una derivación, en la cual, los efectos
no lo tienen por causa. Derivado, el hombre se ubica ante una larga cadena que
lo sitúa en un pequeño y singular eslabón sometido a una serie de fuerzas
provenientes de un enigmático otro o de un afuera que escapa a su control.
Incrustado en este sistema de la trascendencia y derivado de un más allá, el
hombre no se puede representar la externalidad del sufrimiento como una
temporalidad evanescente, pues al ser lo externo un huésped que habita en él,
al tener lo foráneo por hogar sus recónditas habitaciones, el sufrimiento
humano reside en una “interioridad especial”, en una interioridad que configura
la historia íntima de su devenir mientras vive transida por una hostilidad
existencial. En síntesis:
A esto se debe el que puedan darse dos formas de
desesperación propiamente tal. Si el yo del hombre se hubiera puesto a sí mismo
no podría hablarse más que de una sola forma: la del no querer uno ser sí
mismo, la de querer librarse de sí mismo; pero no podría hablarse de la
desesperación que consiste en que uno quiera ser sí mismo (Kierkegaard, 2008, p. 34)
(SV2, vol. XI, p. 144; SKS, vol. 11, p. 130).
Por tanto, como ya se ha revelado la impotencia del yo para “no querer ser sí mismo” en medio de sus pesares, la única alternativa viable se concentra en la forma de “querer ser sí mismo desesperadamente”. Esta segunda forma, “[…] lejos de constituir una peculiar especie de desesperación, representa por el contrario una forma de tal carácter que en definitiva todas las formas de desesperación se resuelven y convergen en ella” (Kierkegaard, 2008, p. 34) (SV2, vol. XI, p. 144; SKS, vol. 11, p. 130).
En últimas, para la enfermedad mortal el hombre no puede soslayar el
sufrimiento y solo resta ser sí mismo en el odio de sí mismo. Desde este punto
de vista, la naturaleza del sufrimiento es tal que no se puede aniquilar, es
tan interior y tan esquivamente interior (externa) que revela la existencia de
un yo sufriente relacionado en su origen a un Poder que lo fundamenta. Al
incidir en su creación, este supremo Poder neutraliza cualquier aspiración del yo
emparentada con librarse de sí mismo y no querer “[…] empezar con y mediante el
principio, sino en el principio” (Kierkegaard, 2008, p. 93) (SV2, vol.
XI, p. 203; SKS, vol. 11, p. 182). De manera enfática,
escribe Kierkegaard: “[…] a pesar de todos los esfuerzos de la desesperación
aquel Poder es el más fuerte y le constriñe a ser el yo que él no quiere ser” (Kierkegaard, 2008, p. 41) (SV2,
vol. XI, p. 152; SKS, vol. 11, p. 136). Sin lugar a dónde
ir, la enfermedad mortal es el suplicio de querer ser sí mismo en el
sufrimiento del espíritu. En el peor de los casos, el suplicio de tener que
serlo.
Ahora, teniendo in mente esta mortal enfermedad de la
desesperación y el pecado, llega el momento de contrastar perspectivas con la
idea que, según Kierkegaard, tiene el suicidio acerca del sufrir.
De entrada, Kierkegaard aclara: “[…] no se puede decir que el suicidio
fuese una desesperación” (Kierkegaard, 2008, p. 69) (SV2, vol. XI, p. 179; SKS,
vol. 11, p. 161). La justificación de esta
afirmación reside en el acto esencial del suicida; es decir, en su decisión
íntima de arrebatarse la vida con la muerte corporal. Hasta cierto grado[11], esta
decisión íntima alberga la consciencia de la desesperación en cuanto enfermedad
mortal; pero, luego, “otro” sentido en esta decisión los distancia. La brecha
en sí es producida porque “El suicidio aparece como una opción para finalizar
con el azaroso sufrimiento interior de la duda en el existir” (Ordoñez,
2010, p. 193), en tanto parece que “Humanly speaking, death
is not the
greatest evil in life” (Beabout, 1996, p. 83)[12] y
“Coabitar com a ausência de sentido, como com o
fantasma do membro amputado, torna natural pesar
continuamente o suicídio como saída”
(De Castro Lins y Grunewald, 2018, p. 228)[13].
Tomado como recurso de salida, el suicidio es la esperanza de los
cansados para terminar el tormento de haber nacido. Un salto hacia el agujero
indómito y desconcertante de la muerte corporal para huir del sinsentido
existencial, configura el leitmotiv de este momento. Al
cifrarse como salida, el suicidio, o piensa que el sufrimiento es una cuestión
temporal o, a partir de su acto, quiero volverlo temporal. Cualquiera sea la
opción, lo esencial es querer desaparecer de sí mismo mediante un acto que
atestigua estar lleno de mucha esperanza y de una “última posibilidad” para
creer en algo eterno.
4. La diferencia entre morir “para la muerte” y morir corporalmente
Para comenzar, las explicaciones del capítulo anterior permiten dilucidar en qué sentido la desesperación y el pecado son la enfermedad mortal. En tanto hombre carente de esperanza, la historia sufriente de un desesperado le impulsa a devenir el deseo de “no querer ser sí mismo” que nuevamente lo revierte al martirio de “ser sí mismo”. Impotente para hacer lo que quiere, un desesperado se enfrenta con el fatalismo de tener que ser el “sí mismo” que no quiere ser. Sin otro deseo que el de morirse, el “[…] desesperado tiene mucha similitud con la de un agonizante que yace en el lecho de muerte, debatiéndose con ella y sin poder morirse” (Kierkegaard, 2008, p. 38) (SV2, vol. XI, p. 147; SKS, vol. 11, p. 133); “En esta última acepción es la desesperación la enfermedad mortal” (2008, p. 39) (SV2, vol. XI, p. 148; SKS, vol. 11, p. 134).
Por otra parte, al tener conciencia lúcida de estar delante de ese Otro
con el cual el yo se relaciona en la relación por ser espíritu, el cristianismo
comprende “[…] que todo pecado es cometido delante de Dios o, dicho con mayor
exactitud, lo que propiamente hace de una falta humana un pecado es el hecho de
que el culpable tenga conciencia de existir delante de Dios” (Kierkegaard,
2008, pp. 107-108) (SV2, vol. XI, p. 216; SKS, vol. 11, p. 194). En sentido cristiano, la muerte viene por el pecado[14] y
lo grave de morir es que se peca delante de sí mismo y “delante de un Dios”
(delante de un delante) imposible de apuñalar como se apuñala el cuerpo.“[…] el
pecado, pues, es la elevación[15] de
la potencia de la desesperación” (Kierkegaard, 2008, p. 103) (SV2,
vol. XI, p. 213; SKS, vol. 11, p. 191), el otro
factor decisivo de la enfermedad mortal.
Identificado el sentido mortal de la desesperación y el pecado, la
inquietud del capítulo 1, consistente en determinar con precisión hasta qué
punto la muerte de la enfermedad mortal alcanzaba su objetivo, ha cumplido la
promesa de arrojar la diferencia sustancial entre dicha enfermedad y el
suicidio. El resultado obtenido es un suicidio que busca devorarse a sí mismo
con la esperanza intacta de una salida y una enfermedad mortal que tiene a tiro
la mortandad de un fuego inextinguible, de una zarza en llamas incapaz de
consumirse.
En lo que sigue, los sentidos de muerte puestos en juego a partir de la
diferencia consignada entre la enfermedad mortal y el suicidio, comienzan a tener
explicación en el capítulo III del libro I de LEM. En esta sección
de la obra, Kierkegaard escribe: “Este concepto de «enfermedad
mortal» exige que lo precisemos de
una manera muy peculiar. Directamente significa una enfermedad cuyo fin o
desenlace es la muerte” (2008, p. 38) (SV2, vol. XI, p.
147; SKS, vol. 11, p. 133), y de seguro, “[…] es
la muerte el último trance de la enfermedad, mas la muerte misma no es lo
último” (2008, p. 38) (SV2, vol. XI, p. 147; SKS, vol.
11, p. 133). Dicho esto, cabe pensar que lo
esencial en este punto es pasar del habitual sentido de muerte conclusiva a una
muerte que no cesa de realizarse como objetivo.
En su devenir, la desesperación traza un recorrido hasta su
auto-destrucción. Trazada la línea, su vida consiste a partir de aquí en un ser
para la muerte que tiene como fin o desenlace desaparecer en el
horizonte último de su libertad[16].
En situación tan suicida, el desesperado anhela que la muerte corporal sea la
cortina tras la cual se desvanecen y desaparecen todas las cosas en sus formas
conocidas.
Sin embargo, tiempo después el desesperado conmociona. Por más que desee
arrancarse el yo que le hace sufrir y desee intercambiarlo con el yo de un
hombre multimillonario “sin preocupaciones” o intercambiarlo con el yo de una
vida apacible “sin responsabilidad”, su desgracia consiste en descubrir la
infinita imposibilidad para el intercambio y la destrucción mientras sigue
siendo el mismo desesperado que es. En este sentido, ejecutar la muerte,
consumirse y desbaratarse solo deja tras de sí el cansancio de no poder
morirse. Que morir sea la tarea sin conclusión, la finalidad sin final, hace
que lo último no sea la muerte, sino el inicio de una nueva y continua
desesperación.
En las notas preliminares de la segunda edición actualizada de La
enfermedad mortal al castellano, Parcero Oubiña comenta que la obra
habla “de aquella enfermedad que no es materialmente mortal (dedelig), pues
no acaba en la muerte, sino para la muerte (til Deden), en
tanto que espiritualmente conduce en dirección a esta” (como se citó en Kierkegaard, 2008,
p. 10). Por cuanto no alcanza la total extinción
de la realidad humana, para Parcero Oubiña, la enfermedad mortal queda
estacionada en un ser para la muerte (til Deden) que,
al ejecutar la muerte sin poder morirse, revela la posibilidad de una muerte
espiritual con indicadores serios de inmortalidad o eternidad. Desde su
redacción en el original danés, Sygdommen til Døden, la enfermedad mortal transforma la muerte conclusiva
del cuerpo (dedelig) en un para o hasta (til
Deden) que no avanza más allá de ser el entusiasmo infinito de un objetivo
inagotable.
En la misma dirección, los investigadores anglosajones suelen significar
la enfermedad mortal con la expresión “The sickness
unto death”, en donde “unto death” cumple el mismo
rol aclaratorio de “til Deden”. De este modo, Beabout afirma: “Despair is the
sickness unto death […] is an attempt to do away with oneself. However, since
the self has an aspect that is eternal, it can never completely succeed” (1996,
p. 98)[17]. Sin siquiera aniquilarse en el lago del olvido, la
indestructibilidad del yo apunta a un espíritu revestido de eternidad. Por
consiguiente, “The concept of the sickness unto death does not refer to a
physical sickness” (1996,
p. 97)[18], sino a
una enfermedad devenida de un mundo espiritual que, en su máxima crisis,
degenera hasta la muerte sin poder morirse, lo cual, “[…] indirectly attests to
the irrevocable eternity of the self” (Podmore, 2011, p. 50)[19]. Sin ser
diferente, en castellano se emplea la categoría de lo “mortal” para designar
proporcionalmente la ambigüedad de la enfermedad para la muerte. De esta
manera, de un hombre mortal se dice que su destino consiste en morir sin estar
muerto y de una enfermedad cualquiera se dice que es mortal por destruir al
paciente sin consumir el último suspiro. Aunque, en la práctica, el hombre
mortal y la susodicha enfermedad pasen de lo mortal a concluir en la muerte, lo
cierto es que, hablando con precisión, el concepto de lo “mortal” designa con
anterioridad a todas aquellas cosas que, sin acabar en la muerte material, no
por ello dejan de ejecutar la muerte en su mortalidad.
5. La crítica de la enfermedad mortal al suicidio
En resumen, explicados los dos tópicos diferenciales entre 1) la
consciencia de un sufrimiento interminable para la enfermedad mortal y la
consciencia de un sufrimiento temporal para el suicidio; 2) seguido del sentido
mortal de morir para la muerte de la enfermedad, en contraste con el sentido de
muerte corporal para el suicidio; se procederá a recapitular y a condensar la
idea capital de la desesperación para estar en condiciones de gestar y entender
la crítica de la enfermedad mortal al suicidio.
En tanto ser para la muerte, el desesperado es quien descubre el yo
suficiente para relacionarse con una síntesis tan interior, como externamente
interior, que le hace sufrir sin querer sufrir. Hasta en las formas
inimaginables, el desesperado se compromete con el proyecto de subastar su
cuerpo y espíritu para abandonar “el sí mismo” que le cuesta personificar; sin
embargo, aunque solamente fuera a intercambiarlo, un Otro incógnito de la
existencia, un Poder externo hundido en lo más profundo de su ser, es capaz de
neutralizar sus aspiraciones absolutamente humanas y personales. Sufrir sin querer
sufrir, estar destinado a no compartir la total configuración de una existencia
tormentosa, deja todo a merced de un Poder trascendente que no hace demasiadas
concesiones ni se equipara a la muchedumbre cuando intenta suplantar la voz de
Dios. Por eso, “La estructura del sí mismo que expone aquí Kierkegaard consta
de tres momentos constitutivos: 1) el relacionarse que es, 2) un relacionarse
consigo, y 3) este relacionarse consigo es a la vez un relacionarse con un […]
fundamento extrahumano” (Amengual, 2008, p. 342). Dicha extra-humanidad[20],
es la clave kierkegaardiana para afrontar
categóricamente la impotencia de un desesperado al momento de morirse. Con el
enemigo invisible e inefable, la rebelión desesperada de la muerte anida el
fracaso por cuanto vive la realidad de una hostilidad existencial que
traspasa los dominios locales y fronterizos.
Por todo esto, la crítica de la enfermedad mortal no se concentra en catalogar como débil la evasión del sufrimiento humano, tampoco parte de escatologías experimentales posteriores a la muerte del cuerpo; en realidad, la raíz del problema tiene que ver con que la muerte del suicida sea una decisión personal o, de otro modo, el problema radica en querer huir del sufrimiento “[…] sin tener una idea verdadera de que el suicidio es una desesperación” (Kierkegaard, 2008, p. 71) (SV2, vol. XI, p. 180; SKS, vol. 11, p. 163).
A este respecto, lo discutible del suicidio es querer fundamentar la huida de
sí mismo en la muerte auto-infligida de una decisión personal que ignore o
soslaye la extra-humanidad de su yo sufriente. Sin más remedio que proceder a
terminar su existencia desde un abstracto punto cero, el suicida actúa como si
olvidara que el sufrimiento humano implica situarse «a partir del principio» (med Begyndelsen) y no «en el principio» (i Begyndelsen).
En consecuencia, aunque valga para el suicida que “[…] poseer un yo y ser sin yo es la
mayor concesión —una concesión infinita— que se le ha hecho al hombre”
(Kierkegaard, 2008, p. 42) (SKS, vol. 11, p. 137), aun así, su principio es mucho más temerario
por asentarse en un poder extrahumano que seguramente no piensa la muerte del
hombre como lo "último". En definitiva, lo discutible del suicidio es
confiar en una decisión impotente que solo sirve para demostrar indirectamente
“[…] que la
desesperación ha puesto fuego a una cosa refractaria al fuego, a algo que no
puede ser pasto de las llamas, es decir: al yo” (Kierkegaard, 2008, p. 40) (SV2,
vol. XI, p. 149; SKS, vol. 11, p. 135), en
tanto lo reviste un Poder eterno e inextinguible.
Ahora
bien, la crítica también alcanza un aspecto propositivo; a medida que
Kierkegaard intenta mostrar una consciencia más intensa del suicidio como
desesperación, el pensador danés construye un posible caso de “auténtico
suicidio” fundamentado en “[…] esa
enfermedad del yo que consiste en estar muriendo eternamente, muriendo y no
muriendo, muriendo la muerte” (Kierkegaard, 2008, p. 39) (SV2,
vol. XI, p. 148; SKS, vol. 11, p. 134). En esta nueva
modalidad, el sujeto en cuestión comprenderá que está “[…] infinitamente lejos
de llegar a morir —entendiéndolo en el sentido directo— de esta enfermedad, o
de que esta enfermedad termine con la muerte corporal” (2008, p. 38) (SV2, vol. XI, p.
147; SKS, vol. 11, p. 133). En efecto, el
suicida ejecutará su derecho a la muerte, solo que, del cuchillo en el cuerpo,
pasará a enterrar su yo en alguna cripta del mundo con la sospecha penetrante
de saber el lugar de su entierro para morir a cada instante. “Pues morir
significa que todo ha terminado, pero morir la muerte significa que se vive el
mismo morir; basta que se viva la muerte un solo momento para que la viva
eternamente” (2008, p. 38) (SV2, vol. XI, p. 148; SKS,
vol. 11, p. 134). En síntesis, “morir la muerte”
y “vivir el mismo morir” exigen que el “auténtico suicidio” reanime su muerte
en el último trance de la oscuridad para mantener viva la muerte y repetirla
por siempre.
En los términos planteados, la ganancia de esta propuesta es no vender con alto precio la expectativa de la muerte física, ahorrarse una desilusión quizás imperdonable. Lo más negativo, “[…] que la desesperación no lo devore por completo; este consuelo es cabalmente su suplicio, y lo que mantiene la carcoma en vida y a la vida en la carcoma” (2008, p. 38) (SV2, vol. XI, p. 148; SKS, vol. 11, p. 134).
6. Consideraciones finales
1) Teniendo en cuenta el desarrollo
adquirido, se logra identificar que entre la enfermedad mortal y el suicidio
hay una correspondencia conceptual que permite hasta cierto grado emplazar los
términos sin ningún inconveniente. De hecho, en el punto más álgido de esta
relación positiva, la crítica de la enfermedad mortal no sugiere excluir el
suicidio, sino proponer un posible “auténtico suicidio”.
2)
Por otro lado, se pudo determinar que la crítica de la enfermedad mortal al
suicidio tiene por objeto de causa el arraigo a una “mala decisión”. Ejecutar y
mantener la esperanza de la muerte física mediante el uso desmedido de la
libertad personal, es el motivo que fractura la correspondencia esencial entre
el suicidio y la enfermedad mortal.
Referencias
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…………………………………………………………….
Fecha de recepción: 12 de diciembre de 2018
Fecha de aceptación: 27 de febrero de 2019
Forma de citar (APA): Martínez-Gómez, M. (2019). La correspondencia
crítica de la enfermedad mortal con el suicidio en el pensamiento de
Kierkegaard. Revista Filosofía UIS, 18(2), doi: 10.18273/revfil.v18n2-2019003
Forma de citar (Harvard): Martínez-Gómez, M. (2019). La correspondencia crítica de la enfermedad
mortal con el suicidio en el pensamiento de Kierkegaard. Revista
Filosofía UIS, 18(2), 35-52.
[1] Colombiano.
Filósofo de la Universidad Industrial de Santander. Maestrando en Filosofía de
la Pontifícia Universidade Católica do Rio Grande do Sul,
Brasil.
Correo electrónico: magdielmartinezg@hotmail.com
ORCID: 0000-0002-0063-4228
[2] De ahora en adelante, el titulo será abreviado en La
enfermedad mortal o LEM.
[3] Se sugiere revisar las ediciones críticas en danés de las
obras de Søren Kierkegaard según la última edición de
sus obras completas: (SV, vol. VII, p. 245) (SKS, 2012, vol. 7, p. 235). Estas
referencias se usarán como apoyo a las versiones en español puestas en cada
primer paréntesis dentro del texto.
[4] Principalmente, la diferencia magna señala que la desesperación no
está en posesión de los conceptos cristianos como sí lo está el pecado. Lo cual
exige revisar la diferencia hecha por Kierkegaard entre la cristiandad y un
cristianismo especial que implica “[…] una cierta ignorancia socrática respecto
de lo cristiano” (2008, p. 129) (SV2, vol. XI, p. 236; SKS, vol. 11,
p. 211). El cristianismo viene a diferenciarse de una “cristiandad” que olvida
la paradoja y la fe predicadas por Cristo.
[5] “Tras decir esto, añadió: «Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a
despertarle». Le dijeron sus discípulos: «Señor, si duerme, ya se curará».
Jesús lo había dicho de su muerte, pero ellos creyeron que hablaba del descanso
del sueño” (Juan 11: 11-14, 2009).
[6] “El pecado, pues, es la elevación de la potencia de la
desesperación” (Kierkegaard, 2008, p. 103) (SV2, vol. XI, p. 213; SKS, vol. 11,
p. 191). Por tanto, el pecado es aquello que “los juristas podrían llamar
o llaman la «desesperación cualificada»” (2008, p. 103) (SV2, vol. XI, p. 213;
SKS, vol. 11, p. 191).
[7] “Camus dedicó una
fracción significativa de El mito de Sísifo a la composición
de diálogos con Kierkegaard, haciéndolo el ejemplo más importante de suicida
filosófico. El filósofo dinamarqués se torna ejemplar por rendirse
estupefacto —llevado por intensa atracción— a la fascinación inconmensurable de lo
irracional” (traducción propia).
[8] En LEM, así comienza parte del título de la
primera parte; libro primero; capítulo I.
[9] Entre otro significado implícito en la muerte auto-infligida del
suicida, el que se menciona ahora es compatible para la fundamentación que la
enfermedad mortal hace del sufrimiento humano. Más adelante, se mostrará que el
significado restante difiere del punto de vista actual.
[10] Lo único que cambia en este instante es la acentuación dialéctica
de lo externo por sobre lo interno.
[11] Hasta cierto grado cuando se escribió: “Para el doliente,
concentrar en la muerte auto-infligida el brillo de su esperanza, significa
reconocer que su existencia tormentosa no se diluye en vida, como si pendiera
sobre su cabeza una espada que no está sujetando”.
[12] “Humanamente hablando, la muerte no es el mayor mal en la vida”
(traducción propia).
[13] “Cohabitar con la ausencia de sentido, como si fuera el fantasma
del miembro amputado, torna natural sopesar continuamente el suicidio como
salida” (traducción propia).
[14] Como se habla en términos kierkegaardianos
del cristianismo, el pecado pasa a ser un concepto que no se puede entender más
como debilidad, vicios de la carne o alguno que otro mandamiento de la ley
mosaica. En sentido estricto, la definición del pecado debe comenzar a situarse
en la definición más completa y algebraica de la desesperación: “Hay pecado
cuando delante de Dios, o teniendo la idea de Dios, uno no quiere
desesperadamente ser sí mismo, o desesperadamente quiere ser sí mismo” (Kierkegaard,
2008, p. 103) (SV2, vol. XI, p. 213; SKS, vol. 11, p. 191). No obstante, este
comienzo está sujeto a una elevación. Para mayor amplitud y detalle el lector
puede confrontarse con la segunda parte de LEM titulada: “La
desesperación es el pecado”.
[15] En la desesperación, el hombre solo sabe estar delante de sí mismo
y en este peculiar “delante” puede considerarse creador, totalmente libre de la
externalidad interna que lo fundamenta en el poder que también lo ha creado.
Luego, “delante de sí mismo”, el hombre puede intentar no estar delante de lo
eterno, sino en torno a lo eterno. Por ende, a diferencia de la desesperación,
el pecado es consciente de lo eterno todo el tiempo y en ello radica la
elevación. En este punto, no hay forma de esquivar, de andar por las periferias
o alrededor de la eternidad, pues, aunque lo olvide, el pecado ya ha conocido
que siempre está delante de Dios, de ese Poder que no puede apuñalar como se
apuñala el cuerpo.
[16] Cuando se tiene in mente el suicidio, “después de
esta elección no hay posibilidad de hacer otra” (Polo, 2006, p. 47).
[17] “La desesperación es la enfermedad hasta la muerte, […] es un
intento de acabar con uno mismo. Sin embargo, dado que el yo tiene un aspecto
que es eterno, nunca puede tener éxito por completo” (traducción propia).
[18] “El concepto de la enfermedad para la muerte no se refiere a una
enfermedad física” (traducción propia).
[19] “[…] atestigua indirectamente la eternidad irrevocable del yo”
(traducción propia).
[20] En Kierkegaard, la extra-humanidad del sufrimiento humano se basa
en Dios como el supuesto teológico del cristianismo.