Cartas
al editor: la contribución del Derecho a la formación de la identidad cultural
europea
Los amigos de
la Universidad del Piamonte Oriental en Alessandria —una institución joven,
pero ya importante— me invitan a debatir sobre Derecho y Europa, en concreto:
sobre el papel desempeñado por el Derecho en la formación de Europa. Me confían
así un argumento que comprometería a un maestro. No lo soy, por lo que ruego un
instante de paciencia con este orador ‘amateur’.
§1. El recurso
que tenemos cuando enfrentamos un asunto de envergadura es, cómo no, servirnos
de los clásicos: de esas autoridades generosas que, según enseñó uno de ellos
(Italo Calvino), no se leen: se releen. Ya dijo hace muchos siglos Bernardo de
Chartres que sólo somos enanos subidos en los hombros de gigantes.
El primero de
mis clásicos es el breve artículo que el Chevalier de Jaucourt dedicó a la
voz Europa en la Encyclopédie (De Jaucourt,
1755, pp. 211-212). No perderíamos mucho tiempo en su lectura completa, pero
avanzo si reduzco a unos pocos conceptos-clave la doctrina enciclopédica. A
saber: Europa es, de una parte, una pequeña porción de la tierra (“l’Europe est
toujours la plus petite partie du monde”) pero, de otra, la constatación
geográfica –bastante generosa: del Cabo San Vicente al río Obi, del Mar Glacial
al Mediterráneo− contrasta con una comprobación histórica: “elle est parvenue à
un si haut degré de puissance, que l'histoire n'a presque rien à lui comparer
là-dessus”. Pues la pequeñez no está reñida con la puissance.
Pequeña pero
potente, Europa es también compleja, quiere decirse: diversa. Formada geopolíticamente por multitud de países y lenguas, con altísimas prestaciones intelectuales, artísticas, militares: “la plus considérable de toutes [les
parties du monde] par son commerce, par sa navigation, par sa fertilité, par
les lumières et l'industrie de ses peuples, par la connaissance des Arts, des
Sciences, des Métiers”. La diversidad no debe hacernos perder, sin embargo, un componente común: “le Christianisme, dont la morale
bienfaisante ne tend qu’au bonheur de la société. Nous devons à cette religion
dans le gouvernement un certain droit politique, et dans la guerre un certain
droit des gens que la nature humaine ne saurait assez reconnaitre, en
paraissant n’avoir d’objet que la félicité d’une autre vie, elle fait encore
notre bonheur dans celle-ci”. Esta
religión —uno de las escasos credos monoteístas que registra la historia
humana— permite a Jaucourt –pero siempre de modo cursorio− hablar finalmente de
derecho: la Europa cristiana conoce formas de gobierno sometidas a derecho (“un
certain droit politique”); conoce también la experiencia de contener en reglas
jurídicas (“un certain droit de gens”) las relaciones, incluso, y
principalmente, los desencuentros entre las entidades políticas que comparten
esta pequeña y grande “contrée du monde habité”.
Pensar en
Europa, por tanto, lleva a pensar en una religión determinada
y esa religión permite hablar de derecho, tanto el derecho interno
de la polis (“un certain droit politique”) como el derecho de
gentes o derecho internacional.
§2. El segundo
clásico que viene en mi ayuda, más de doscientos años después del anterior, es
Georg Steiner. Un peculiar europeo de largo recorrido, profesor en varias
universidades y lenguas, crítico literario y teórico de la traducción, Steiner
fue invitado no hace demasiados años en el Nexus Instituut de
Tilburg (Holanda) a dictar una lección (Steriner, 2004). Dedicado ese Instituto
a fomentar debates de actualidad desde una concepción que se proclama humanista
y (por tanto) europea (se trata de “promover el ideal europeo de
civilización”), el conferenciante disertó sobre la “Idea de Europa”. Desde el
símil inicial del pararrayos, que sólo sirve cuando está conectado a tierra,
Steiner desgranó su idea de Europa penetrando a veces en cosas banales, como
solo un sabio puede hacer, hasta convertir lo superficial en esencial. Por
ejemplo, “Europa es un lugar que está hecho de cafés”. O también: “Europa
siempre se ha podido recorrer a pie”. Y mientras recorremos el espacio europeo
de camino a una taza de café en un lugar especialísimo y homónimo —Jürgen
Habermas demostró su relevancia para el concepto y la práctica de la opinión
pública— paseamos por calles y plazas que recuerdan a personajes célebres,
evocan grandes valores, reviven hechos del pasado: Europa, concluía Steiner, se
nos presenta como un “lieu de mémoire”, en ella vivimos bajo “la soberanía del
recuerdo”. Qué diferente entonces a la cultura americana del bar y
del diner, a calles simplemente numeradas y orientadas según el
horizonte o denominadas por especies arbóreas: Pine, Maple, Oak y
otras similares. Qué diverso a esas ciudades que sólo pueden abarcarse en
automóvil.
Lógicamente,
nuestro pararrayos europeo, bien enraizado en el suelo, atrae rayos o ideas de
particular importancia. La Europa de Steiner también ha sido la tierra de la doble
herencia de Atenas y Jerusalén: esto es, un intelecto orientado a formular
cuestiones universales (Atenas) y un diálogo asiduo con lo transcendente
(Jerusalén). Cualquier aficionado al pensamiento jurídico vería aquí las bases
de los varios iusnaturalismos que igualmente forman el tronco de nuestra
cultura. Seguramente por eso, y finalmente, Europa es también escatología: un
espacio dominado por el recuerdo, proclive a ver en lo presente los grandes y
definitivos desastres que vendrán en lo futuro. Uno de ellos —en este punto el
lector oye al Steiner de After Babel (1976)— lo expresa este
mismo autor con terrible rotundidad: “nada hay que amenace Europa de forma más
radical —desde la raíz misma de Europa, quiere decirse— que la marea
exponencial del anglo-americano, con los valores uniformes y la imagen del
mundo que comporta este suerte de esperanto devorador” lo que
enseñaba Steiner precisamente en inglés, idioma original de su disertación en
Tilburg y una de las lenguas maternas con que creció este sabio singular. Su
lector recordará, y más aún en la ciudad de Umberto Eco, las advertencias
sabias del romagnolo Paolo Fabbri sobre el efecto que
provoca una lengua pidgin (quiere decirse: el “modo con
cui si parla le lingue agli stranieri e ai turisti, ai bambini e agli
animali”), como sería el temido neo-esperanto de Steiner:
le lingue pidginizzate non assicurano la comunicazione totale; sono, piuttosto, lingue che servono per una comunicazione determinata, che proteggono i soggetti nella comunicazione. Chi parla una lingua pidgin non vuole mescolarsi con l’altro, vuole usarla il minimo necessario per avere qualcosa insieme a lui, ma nello stesso tempo per tenerlo a buona distanza (Fabbri, 2000, pp. 65ss).
La veta
pesimista esencial al pensamiento europeo, que nunca ha tenido inconvenientes
en expresarse junto a la ideología del progreso, ofrece otro, final ingrediente
de la receta.
§3. Si
intentamos ahora relacionar los textos introducidos y destacamos sus
insinuaciones más jurídicas encontraremos lo siguiente.
Observada con
la mirada propia del historiador, la Europa del café y de la excursión por
parajes próximos pero diferentes, esa misma Europa de las gacetas, la tertulia
y el cristianismo, siempre ha intentado superar su compleja diversidad gracias la conversación.
A veces sirvió para mantenerla, en un ambiente plurilingüe, la vieja lengua
latina: una de los idiomas de la divinidad, condenado desde la Ilustración como
expresión de una casta sacerdotal en declive. Otras, más veces, la conversación
se ha hecho posible por la buena disposición de las partes, que se esfuerzan en
comprender al otro y hablan como pueden la lengua del interlocutor: la
tratadística de libros para uso de mercaderes, floreciente desde el siglo XVII,
con sus formularios plurilingües de documentos cambiarios y sus modelos para la
correspondencia comercial nos ofrece un testimonio ilustrativo de este
admirable esfuerzo. Pero también hay lenguas, aun minoritarias, que se difunden
sectorialmente por razones objetivas de prestigio: así, nadie puede estudiar
seriamente derecho penal sin conocer el alemán, idioma de la teoría jurídica
del delito, lo mismo que ningún romanista se atreverá a ejercer su profesión si
no es capaz de conversar un poco en italiano.
Sea como se
quiera, esta veloz referencia a la conversación no nos aleja un ápice del
derecho, pues la norma jurídica encuentra en la alteridad una
de sus notas definitorias y, al mismo tiempo, la relación con el otro
constituye la finalidad de toda conversación. La charla también es expresión de
libertad (libertad de expresión, justamente); cualquier aficionado a la
historia de las ideas recuerda en este punto la Aeropagítica de
John Milton (1644), el poeta de la revolución inglesa y mítico fundador del
‘mercado de las ideas’ como dijo, mucho tiempo después, Oliver W. Holmes
(Saldaña Díaz, 2012, pp. 59-100). La charla está a un paso de convertirse en
periódico —otra vez el café europeo de Steiner viene en
nuestra ayuda: pues hablamos del mejor lugar imaginable para leer y comentar
los diarios— y entonces aparece como aquella, fundamental libertad de imprenta
que inicia las declaraciones de derechos: en la larga y triste etapa del Estado
liberal europeo —una estructura carente, como se sabe, de instrumentos eficaces
para embridar el poder y respetar a los ciudadanos— la prensa libre ha sido uno
de los pocos remedios que, mediante la denuncia y la movilización de la
opinión, ejerció una función garantista.
Además, una de
las charlas de café más fructíferas de la historia europea precipitó como
texto. Me refiero a la revista Il Caffè (1764-1766), fundada
por los hermanos Verri con la colaboración de aquellos jóvenes milaneses que
formaron la célebre Accademia dei Pugni. No es casual que el primer
artículo ahí publicado —se tituló “Storia naturale del caffè”— llevase la firma
del marqués Cesare Beccaria, pues a los Verri y, sobre todo, a este tímido
pensador su amigo debemos uno de los grandes monumentos literarios de la
cultura europea. Personalmente siempre he aprendido más de la irónica “Orazione
panegírica sulla giurisprudenza milanese” (1763) de Pietro Verri que del más
famoso tratado Dei delitti e delle pene (1764); pero no se
trata de exhibir mis preferencias, sino de significar en unos pocos nombres y
libros el espesor —también jurídico— del café como aquel privilegiado lugar
europeo que conmemoraba Steiner (1938, pp. 60-75).
Como se sabe,
la “Orazione panegirica” apostaba por la superación de aquel orden jurídico
secular presente en toda Europa gracias a un vehículo común de expresión (por
supuesto, la lengua latina), una estructura reproductiva igualmente compartida
(pensemos en las viejas universidades y los grandes tribunales) y unas bases
literarias que, con mayor o menor erudición en la recuperación de los textos
originales, ofrecían a los juristas el material con que elaboraban sus
disertaciones. La superación de esa práctica —la crisis del ius commune—
dio pasó a una multitud de lenguas para la locución del derecho y a los textos
legales del incipiente Estado nacional, de modo que aún no hemos dejado en
cierto sentido aquel momento de las experiencias jurídicas colectivas, pues el
fenómeno alcanzó dimensiones continentales. (Por cierto, el lector de Fabbri
estaría tentado a ver en los varios códigos europeos una colosal operación de
‘pidginización’ del utrumque ius: reducido ahora a un conjunto
racionalmente ordenado de mensajes sintéticos, dispuestos a una comprensión
universal).
La cultura del
código y del no-código (Savigny) sin duda está plagada de nombres y fechas como
esas calles denominadas descubiertas por Steiner, a veces con curiosos efectos
de re-significación: tengo presente el caso de la Plaza de Alonso Martínez en
Madrid, un hermoso lugar que venía llamándose Glorieta de Santa Bárbara (por
una puerta adyacente, así denominada) y que cambió su nombre en 1891, cuando
recibió el del político y jurista español que, como ministro de obras públicas,
había llevado el agua corriente a los vecinos de esa zona de la capital. Pues
bien, en 1994 se erigió en la plaza una estatua en bronce del mismo personaje
revestido de la toga profesional, con un enorme libro en las manos que
representa el Código civil: redactado en 1888, cuando Alonso Martínez tenía la
cartera de Gracias y Justicia. Así lo indica la inscripción del pedestal: “Madrid
al Excmo. Sr. D. Manuel Alonso Martínez, estadista, jurisconsulto,
codificador”.
Del ministro
que trajo las aguas hemos pasado, entonces, al autor del Código civil. Pero
esta anécdota divertida, que seguramente haría las delicias de Steiner, no creo
que sea algo singular en la pequeña y diversa geografía europea. Además, el
Código español como cualquier otro —hasta los más recientes: tengo ahora en
cuenta el nuevo Código de Rumanía (2009)— dedican una atención especial a la
institución del contrato, lo que nos conduce de nuevo a la Europa del café y de
la opinión: pues el contrato, como acuerdo de voluntades, me resulta la figura
jurídica más estrechamente vinculada a la conversación, esto es, al empeño de
establecer discursos concordes entre seres diferentes que quieren alcanzar un
punto común.
§4. Esta
escueta intervención puede entonces acabar con la propuesta de entender la
civilización europea como una cultura contractual, donde el papel
histórico reservado al derecho resulta más que patente. Nada que sea original:
el amigo Paolo Prodi, un genial historiador italiano no hace mucho
desaparecido, dedicó su último libro precisamente a estudiar estos asuntos
(Prodi, 2009). Gracias a Prodi sabemos así que la misión del derecho en la
formación de Europa —la temática que me ha sido confiada— se concentra en la
idea de contrato o, lo que viene a ser lo mismo, en el paso del credo (de
la fe: la virtud primera, que permite la común unión con el dios
cristiano y su iglesia) al crédito, entendido (son palabras un José
Alonso Ortiz, traductor español de Adam Smith) como “la opinión que los hombres
forman de la agena probidad” (1796). Subrayo que la definición se contiene en
un Ensayo económico sobre el sistema de la moneda-papel y sobre el
crédito público, vale decir, un tratado sobre algo tan necesitado de
confianza sobre su valor económico y jurídico como un simple trozo escrito de
papel.
Del status al
contrato, dicen que dijo Henry S. Maine (1861). Poco importa: nos interesa
destacar la experiencia europea a partir de un derecho que se establece por el
acuerdo entre partes, no directamente derivado de un credo religioso (Oriente
Próximo) ni de un ideal de unión con la naturaleza (Extremo Oriente). El peso
del cristianismo como la fuerza que ha fundado “un certain droit politique” y
“un certain droit de gens”, en las palabras de Jaucourt, se tradujo en la
“contractual society” de Europa: pequeño y diverso continente que al superar,
en la segunda mitad del siglo XV, sus modestos confines naturales pudo
conquistar el mundo “non soltanto per la superiorità política ma anche in
rerum commerciis”. Sigo siempre a Prodi para recordar que la emancipación
progresiva del mercado como espacio definido dotado de sus propias reglas,
concurrente con príncipes y papas, se hizo posible por el peso del séptimo
mandamiento (“no robarás”) y sus varias consecuencias: la consigna religiosa de
respetar la propiedad del otro y de restituir lo indebidamente adquirido
—mandatos comunes a católicos y protestantes en la Europa así fracturada— constituye
el fundamento moral que permitió el desarrollo de una lex mercatoria (y
engendró, añadamos, bibliotecas enteras de tratados de iustia et iure,
obras de teólogos atentos a la moral del contrato).
“Un certain
droit politique”. Así se explica que la edad moderna se abriese con un diálogo
sobre el gobierno ciudadano —me refiero al De principatu (1511-1513),
del jurista Mario Salamonio degli Alberteschi (ca. 1450-1534)— donde le cabe un
papel protagonista a la societas, esto es, uno de los bonae
fidei negotia del pretor romano, creados en su día para otorgar
relevancia jurídica a la simple, en principio indeterminada, manifestación de
voluntad: “nihil alius est Civitas, quam civilis quadam societas”. Ahora bien,
al aproximar la figura del institor o praepositus de
la societas al príncipe de antiguo régimen Salamonio dio el
salto gigantesco de someter la actividad de gobierno a los términos del
contrato: el bien común de la societas, las previsiones del mandato
otorgado por los socios al administrador de la compañía contenían la
constitución consensuada bajo la que debe ejercerse el poder. La consideración
de las metáforas contractuales —mercantiles, de modo específico: recuerdo una
de las patriotische Phantasien del alemán Justus Möser (“Der
Bauernhof als eine Aktie betrachtet”, 1774)— para explicar la política tiene
tan largo recorrido que no procede introducir aquí ni siquiera una alusión[2].
“Un
certain droit de gens”. La
relación entre entidades soberanas se ha hecho posible en Europa mediante otra
forma de contrato o acuerdo de voluntades: el tratado internacional. Tampoco
estoy en condiciones de desarrollar la proposición, a lo que ayuda ciertamente
una viva y floreciente literatura; por eso, me limito a advertir que el auge
del derecho internacional como una disciplina jurídica autónoma tuvo lugar
cuando Europa procedía a su segunda expansión, en esta nueva ocasión por África
y Extremo Oriente. Los estados europeos, recíprocamente identificados como
“potencias” capaces de establecer sus tratos y contratos, formaron una
“comunidad de naciones civilizadas” que encontró en los instrumentos jurídicos
un elemento clave de definición: es evidente que el flamante BGB no
llegó hasta el Japón (1898) simplemente porque el emperador Meiji estuviese
convencido del rigor intelectual de Bernhard Windscheid (Gong, 1984).
Termino con
esta fugaz evocación de un problema capital, pero necesario para entender la
cultura europea y el peso del derecho en su conformación: el antecedente en
Tilburg de la lección de Georg Steiner fue una intervención del palestino
Edward Said titulada “Retrospectives Thoughts on Orientalism” (1994), y de Said
aprendemos que el pasado de Europa también merece mención en una hipotética
“historia universal de la infamia” (Borges, 1971). En efecto, la vieja Europa
del café y los paseos ha sido también la Europa feroz de las potencias
coloniales, la creadora de un derecho internacional —entre todos los episodios
que vienen a la cabeza cómo no evocar la Conferencia de Berlín
(1884-1885)— que sirvió para dominar al mundo en su exclusivo
provecho. Es la misma Europa que se lamenta —si se lamenta— por el cumplimento
de aquella profecía de Max Weber que recogía Steiner: cuando las pequeñas y
diversas tierras europeas traicionen su antigua vocación por la ciencia y el
saber, nuestro continente estará condenado a la americanización de la vida
intelectual y su política será mera burocracia administrativa.
Profecía
inquietante, que conduce a un dramático presente. Cuando las estructuras de la
Europa comunitarias se agrietan y rompen, los resquicios permiten ver los
estratos más antiguos que les sirven de fundamento (Supiot, 2017, pp. 4-7). No
carece así de sentido que los expertos en derecho europeo se dirijan a sus
colegas historiadores. Cosa bien diferente será que hayan acertado ahora con mi
elección.
Referencias
Borges, J. L.
(1971). Historia universal de la infamia. Madrid: Alianza.
Fabbri, P.
(2000). La Babele felice. Babelix, babelux…ex Babele lux.
En Elogio di Babele (pp. 65ss). Roma: Meltemi.
Gong, G. W. (1984). The standard of civilization in International Society. Oxford: University Press.
De
Jaucourt, L. (1755). Europe. En D. Diderot-J. le Rond d’Alembert, Encyclpédie,
ou dictionnaire raisonné de sciences, des arts et des métiers Vol 5. Paris: André Le Bretón.
Petit, C.
(2018). República por acciones. Metáforas mercantiles y prácticas políticas
(siglos XVI-XX). Quaderni fiorentini per
la storia del pensiero giuridico moderno,
(47), 21-42.
Prodi, P. (2009). Settimo non rubare. Furto e mercato nella storia dell’Occidente. Bologna: Il Mulino.
Said, E. (1978). Orientalism.
Western Conceptions of the Orient. London: Penguin Books.
Saldaña
Díaz, M. N. (2012). La génesis del Mercado de las Ideas: la Areopagítica de
John Milton. Su recepción en la tradición jurídica norteamericana: Oliver W.
Holmes y la Primera Enmienda. En E. Conde, (Ed.), Vidas por el Derecho (pp.
59-100). Madrid: Universidad Carlos III de Madrid.
Steiner,
G. (2004). La idea d’Europa. (V. Compta. Trad.).
Barcelona: Arcàdia.
Supiot,
A. (2017). Introduction. En A. Wiljffels, Le droit
européen a-t-il une histoire? En-a-t-il besoin? (pp. 4-7). Paris: Collège
de France.
Verri, P.
(1938). L’Orazione panegirica sulla giurisprudenza milanese del Verri tra le fonti del
libro Dei delitti e delle pene. Giornale storico della letteratura italiana,
(112), 60-75.
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