Cartas al editor: la contribución del Derecho a la formación de la identidad cultural europea

 

Carlos Petit Calvo[1]

Universidad de Huelva, España

Cartas al editor

 Rev. Filos. UIS

ISSN en línea: 2145-8529

Vol. 18 No. 1, enero – junio de 2019

Los amigos de la Universidad del Piamonte Oriental en Alessandria —una institución joven, pero ya importante— me invitan a debatir sobre Derecho y Europa, en concreto: sobre el papel desempeñado por el Derecho en la formación de Europa. Me confían así un argumento que comprometería a un maestro. No lo soy, por lo que ruego un instante de paciencia con este orador ‘amateur’.

§1. El recurso que tenemos cuando enfrentamos un asunto de envergadura es, cómo no, servirnos de los clásicos: de esas autoridades generosas que, según enseñó uno de ellos (Italo Calvino), no se leen: se releen. Ya dijo hace muchos siglos Bernardo de Chartres que sólo somos enanos subidos en los hombros de gigantes.

El primero de mis clásicos es el breve artículo que el Chevalier de Jaucourt dedicó a la voz Europa en la Encyclopédie (De Jaucourt, 1755, pp. 211-212). No perderíamos mucho tiempo en su lectura completa, pero avanzo si reduzco a unos pocos conceptos-clave la doctrina enciclopédica. A saber: Europa es, de una parte, una pequeña porción de la tierra (“l’Europe est toujours la plus petite partie du monde”) pero, de otra, la constatación geográfica –bastante generosa: del Cabo San Vicente al río Obi, del Mar Glacial al Mediterráneo− contrasta con una comprobación histórica: “elle est parvenue à un si haut degré de puissance, que l'histoire n'a presque rien à lui comparer là-dessus”. Pues la pequeñez no está reñida con la puissance.

Pequeña pero potente, Europa es también compleja, quiere decirse: diversa. Formada geopolíticamente por multitud de países y lenguas, con altísimas prestaciones intelectualesartísticasmilitares: “la plus considérable de toutes [les parties du monde] par son commerce, par sa navigation, par sa fertilité, par les lumières et l'industrie de ses peuples, par la connaissance des Arts, des Sciences, des Métiers”. La diversidad no debe hacernos perder, sin embargo, un componente común: “le Christianisme, dont la morale bienfaisante ne tend qu’au bonheur de la société. Nous devons à cette religion dans le gouvernement un certain droit politique, et dans la guerre un certain droit des gens que la nature humaine ne saurait assez reconnaitre, en paraissant n’avoir d’objet que la félicité d’une autre vie, elle fait encore notre bonheur dans celle-ci”. Esta religión —uno de las escasos credos monoteístas que registra la historia humana— permite a Jaucourt –pero siempre de modo cursorio− hablar finalmente de derecho: la Europa cristiana conoce formas de gobierno sometidas a derecho (“un certain droit politique”); conoce también la experiencia de contener en reglas jurídicas (“un certain droit de gens”) las relaciones, incluso, y principalmente, los desencuentros entre las entidades políticas que comparten esta pequeña y grande “contrée du monde habité”.

Pensar en Europa, por tanto, lleva a pensar en una religión determinada y esa religión permite hablar de derecho, tanto el derecho interno de la polis (“un certain droit politique”) como el derecho de gentes o derecho internacional.

§2. El segundo clásico que viene en mi ayuda, más de doscientos años después del anterior, es Georg Steiner. Un peculiar europeo de largo recorrido, profesor en varias universidades y lenguas, crítico literario y teórico de la traducción, Steiner fue invitado no hace demasiados años en el Nexus Instituut de Tilburg (Holanda) a dictar una lección (Steriner, 2004). Dedicado ese Instituto a fomentar debates de actualidad desde una concepción que se proclama humanista y (por tanto) europea (se trata de “promover el ideal europeo de civilización”), el conferenciante disertó sobre la “Idea de Europa”. Desde el símil inicial del pararrayos, que sólo sirve cuando está conectado a tierra, Steiner desgranó su idea de Europa penetrando a veces en cosas banales, como solo un sabio puede hacer, hasta convertir lo superficial en esencial. Por ejemplo, “Europa es un lugar que está hecho de cafés”. O también: “Europa siempre se ha podido recorrer a pie”. Y mientras recorremos el espacio europeo de camino a una taza de café en un lugar especialísimo y homónimo —Jürgen Habermas demostró su relevancia para el concepto y la práctica de la opinión pública— paseamos por calles y plazas que recuerdan a personajes célebres, evocan grandes valores, reviven hechos del pasado: Europa, concluía Steiner, se nos presenta como un “lieu de mémoire”, en ella vivimos bajo “la soberanía del recuerdo”. Qué diferente entonces a la cultura americana del bar y del diner, a calles simplemente numeradas y orientadas según el horizonte o denominadas por especies arbóreas: PineMapleOak y otras similares. Qué diverso a esas ciudades que sólo pueden abarcarse en automóvil.

Lógicamente, nuestro pararrayos europeo, bien enraizado en el suelo, atrae rayos o ideas de particular importancia. La Europa de Steiner también ha sido la tierra de la doble herencia de Atenas y Jerusalén: esto es, un intelecto orientado a formular cuestiones universales (Atenas) y un diálogo asiduo con lo transcendente (Jerusalén). Cualquier aficionado al pensamiento jurídico vería aquí las bases de los varios iusnaturalismos que igualmente forman el tronco de nuestra cultura. Seguramente por eso, y finalmente, Europa es también escatología: un espacio dominado por el recuerdo, proclive a ver en lo presente los grandes y definitivos desastres que vendrán en lo futuro. Uno de ellos —en este punto el lector oye al Steiner de After Babel (1976)— lo expresa este mismo autor con terrible rotundidad: “nada hay que amenace Europa de forma más radical —desde la raíz misma de Europa, quiere decirse— que la marea exponencial del anglo-americano, con los valores uniformes y la imagen del mundo que comporta este suerte de esperanto devorador” lo que enseñaba Steiner precisamente en inglés, idioma original de su disertación en Tilburg y una de las lenguas maternas con que creció este sabio singular. Su lector recordará, y más aún en la ciudad de Umberto Eco, las advertencias sabias del romagnolo Paolo Fabbri sobre el efecto que provoca una lengua pidgin (quiere decirse: el “modo con cui si parla le lingue agli stranieri e ai turisti, ai bambini e agli animali”), como sería el temido neo-esperanto de Steiner:

le lingue pidginizzate non assicurano la comunicazione totale; sono, piuttosto, lingue che servono per una comunicazione determinata, che proteggono i soggetti nella comunicazione. Chi parla una lingua pidgin non vuole mescolarsi con l’altro, vuole usarla il minimo necessario per avere qualcosa insieme a lui, ma nello stesso tempo per tenerlo a buona distanza (Fabbri, 2000, pp. 65ss).

La veta pesimista esencial al pensamiento europeo, que nunca ha tenido inconvenientes en expresarse junto a la ideología del progreso, ofrece otro, final ingrediente de la receta.

§3. Si intentamos ahora relacionar los textos introducidos y destacamos sus insinuaciones más jurídicas encontraremos lo siguiente.

Observada con la mirada propia del historiador, la Europa del café y de la excursión por parajes próximos pero diferentes, esa misma Europa de las gacetas, la tertulia y el cristianismo, siempre ha intentado superar su compleja diversidad gracias la conversación. A veces sirvió para mantenerla, en un ambiente plurilingüe, la vieja lengua latina: una de los idiomas de la divinidad, condenado desde la Ilustración como expresión de una casta sacerdotal en declive. Otras, más veces, la conversación se ha hecho posible por la buena disposición de las partes, que se esfuerzan en comprender al otro y hablan como pueden la lengua del interlocutor: la tratadística de libros para uso de mercaderes, floreciente desde el siglo XVII, con sus formularios plurilingües de documentos cambiarios y sus modelos para la correspondencia comercial nos ofrece un testimonio ilustrativo de este admirable esfuerzo. Pero también hay lenguas, aun minoritarias, que se difunden sectorialmente por razones objetivas de prestigio: así, nadie puede estudiar seriamente derecho penal sin conocer el alemán, idioma de la teoría jurídica del delito, lo mismo que ningún romanista se atreverá a ejercer su profesión si no es capaz de conversar un poco en italiano.

Sea como se quiera, esta veloz referencia a la conversación no nos aleja un ápice del derecho, pues la norma jurídica encuentra en la alteridad una de sus notas definitorias y, al mismo tiempo, la relación con el otro constituye la finalidad de toda conversación. La charla también es expresión de libertad (libertad de expresión, justamente); cualquier aficionado a la historia de las ideas recuerda en este punto la Aeropagítica de John Milton (1644), el poeta de la revolución inglesa y mítico fundador del ‘mercado de las ideas’ como dijo, mucho tiempo después, Oliver W. Holmes (Saldaña Díaz, 2012, pp. 59-100). La charla está a un paso de convertirse en periódico —otra vez el café europeo de Steiner viene en nuestra ayuda: pues hablamos del mejor lugar imaginable para leer y comentar los diarios— y entonces aparece como aquella, fundamental libertad de imprenta que inicia las declaraciones de derechos: en la larga y triste etapa del Estado liberal europeo —una estructura carente, como se sabe, de instrumentos eficaces para embridar el poder y respetar a los ciudadanos— la prensa libre ha sido uno de los pocos remedios que, mediante la denuncia y la movilización de la opinión, ejerció una función garantista.

Además, una de las charlas de café más fructíferas de la historia europea precipitó como texto. Me refiero a la revista Il Caffè (1764-1766), fundada por los hermanos Verri con la colaboración de aquellos jóvenes milaneses que formaron la célebre Accademia dei Pugni. No es casual que el primer artículo ahí publicado —se tituló “Storia naturale del caffè”— llevase la firma del marqués Cesare Beccaria, pues a los Verri y, sobre todo, a este tímido pensador su amigo debemos uno de los grandes monumentos literarios de la cultura europea. Personalmente siempre he aprendido más de la irónica “Orazione panegírica sulla giurisprudenza milanese” (1763) de Pietro Verri que del más famoso tratado Dei delitti e delle pene (1764); pero no se trata de exhibir mis preferencias, sino de significar en unos pocos nombres y libros el espesor —también jurídico— del café como aquel privilegiado lugar europeo que conmemoraba Steiner (1938, pp. 60-75).

Como se sabe, la “Orazione panegirica” apostaba por la superación de aquel orden jurídico secular presente en toda Europa gracias a un vehículo común de expresión (por supuesto, la lengua latina), una estructura reproductiva igualmente compartida (pensemos en las viejas universidades y los grandes tribunales) y unas bases literarias que, con mayor o menor erudición en la recuperación de los textos originales, ofrecían a los juristas el material con que elaboraban sus disertaciones. La superación de esa práctica —la crisis del ius commune— dio pasó a una multitud de lenguas para la locución del derecho y a los textos legales del incipiente Estado nacional, de modo que aún no hemos dejado en cierto sentido aquel momento de las experiencias jurídicas colectivas, pues el fenómeno alcanzó dimensiones continentales. (Por cierto, el lector de Fabbri estaría tentado a ver en los varios códigos europeos una colosal operación de ‘pidginización’ del utrumque ius: reducido ahora a un conjunto racionalmente ordenado de mensajes sintéticos, dispuestos a una comprensión universal).

La cultura del código y del no-código (Savigny) sin duda está plagada de nombres y fechas como esas calles denominadas descubiertas por Steiner, a veces con curiosos efectos de re-significación: tengo presente el caso de la Plaza de Alonso Martínez en Madrid, un hermoso lugar que venía llamándose Glorieta de Santa Bárbara (por una puerta adyacente, así denominada) y que cambió su nombre en 1891, cuando recibió el del político y jurista español que, como ministro de obras públicas, había llevado el agua corriente a los vecinos de esa zona de la capital. Pues bien, en 1994 se erigió en la plaza una estatua en bronce del mismo personaje revestido de la toga profesional, con un enorme libro en las manos que representa el Código civil: redactado en 1888, cuando Alonso Martínez tenía la cartera de Gracias y Justicia. Así lo indica la inscripción del pedestal: “Madrid al Excmo. Sr. D. Manuel Alonso Martínez, estadista, jurisconsulto, codificador”.

Del ministro que trajo las aguas hemos pasado, entonces, al autor del Código civil. Pero esta anécdota divertida, que seguramente haría las delicias de Steiner, no creo que sea algo singular en la pequeña y diversa geografía europea. Además, el Código español como cualquier otro —hasta los más recientes: tengo ahora en cuenta el nuevo Código de Rumanía (2009)— dedican una atención especial a la institución del contrato, lo que nos conduce de nuevo a la Europa del café y de la opinión: pues el contrato, como acuerdo de voluntades, me resulta la figura jurídica más estrechamente vinculada a la conversación, esto es, al empeño de establecer discursos concordes entre seres diferentes que quieren alcanzar un punto común.

§4. Esta escueta intervención puede entonces acabar con la propuesta de entender la civilización europea como una cultura contractual, donde el papel histórico reservado al derecho resulta más que patente. Nada que sea original: el amigo Paolo Prodi, un genial historiador italiano no hace mucho desaparecido, dedicó su último libro precisamente a estudiar estos asuntos (Prodi, 2009). Gracias a Prodi sabemos así que la misión del derecho en la formación de Europa —la temática que me ha sido confiada— se concentra en la idea de contrato o, lo que viene a ser lo mismo, en el paso del credo (de la fe: la virtud primera, que permite la común unión con el dios cristiano y su iglesia) al crédito, entendido (son palabras un José Alonso Ortiz, traductor español de Adam Smith) como “la opinión que los hombres forman de la agena probidad” (1796). Subrayo que la definición se contiene en un Ensayo económico sobre el sistema de la moneda-papel y sobre el crédito público, vale decir, un tratado sobre algo tan necesitado de confianza sobre su valor económico y jurídico como un simple trozo escrito de papel.

Del status al contrato, dicen que dijo Henry S. Maine (1861). Poco importa: nos interesa destacar la experiencia europea a partir de un derecho que se establece por el acuerdo entre partes, no directamente derivado de un credo religioso (Oriente Próximo) ni de un ideal de unión con la naturaleza (Extremo Oriente). El peso del cristianismo como la fuerza que ha fundado “un certain droit politique” y “un certain droit de gens”, en las palabras de Jaucourt, se tradujo en la “contractual society” de Europa: pequeño y diverso continente que al superar, en la segunda mitad del siglo XV, sus modestos confines naturales pudo conquistar el mundo “non soltanto per la superiorità política ma anche in rerum commerciis”. Sigo siempre a Prodi para recordar que la emancipación progresiva del mercado como espacio definido dotado de sus propias reglas, concurrente con príncipes y papas, se hizo posible por el peso del séptimo mandamiento (“no robarás”) y sus varias consecuencias: la consigna religiosa de respetar la propiedad del otro y de restituir lo indebidamente adquirido —mandatos comunes a católicos y protestantes en la Europa así fracturada— constituye el fundamento moral que permitió el desarrollo de una lex mercatoria (y engendró, añadamos, bibliotecas enteras de tratados de iustia et iure, obras de teólogos atentos a la moral del contrato).

“Un certain droit politique”. Así se explica que la edad moderna se abriese con un diálogo sobre el gobierno ciudadano —me refiero al De principatu (1511-1513), del jurista Mario Salamonio degli Alberteschi (ca. 1450-1534)— donde le cabe un papel protagonista a la societas, esto es, uno de los bonae fidei negotia del pretor romano, creados en su día para otorgar relevancia jurídica a la simple, en principio indeterminada, manifestación de voluntad: “nihil alius est Civitas, quam civilis quadam societas”. Ahora bien, al aproximar la figura del institor o praepositus de la societas al príncipe de antiguo régimen Salamonio dio el salto gigantesco de someter la actividad de gobierno a los términos del contrato: el bien común de la societas, las previsiones del mandato otorgado por los socios al administrador de la compañía contenían la constitución consensuada bajo la que debe ejercerse el poder. La consideración de las metáforas contractuales —mercantiles, de modo específico: recuerdo una de las patriotische Phantasien del alemán Justus Möser (“Der Bauernhof als eine Aktie betrachtet”, 1774)— para explicar la política tiene tan largo recorrido que no procede introducir aquí ni siquiera una alusión[2].

“Un certain droit de gens”. La relación entre entidades soberanas se ha hecho posible en Europa mediante otra forma de contrato o acuerdo de voluntades: el tratado internacional. Tampoco estoy en condiciones de desarrollar la proposición, a lo que ayuda ciertamente una viva y floreciente literatura; por eso, me limito a advertir que el auge del derecho internacional como una disciplina jurídica autónoma tuvo lugar cuando Europa procedía a su segunda expansión, en esta nueva ocasión por África y Extremo Oriente. Los estados europeos, recíprocamente identificados como “potencias” capaces de establecer sus tratos y contratos, formaron una “comunidad de naciones civilizadas” que encontró en los instrumentos jurídicos un elemento clave de definición: es evidente que el flamante BGB no llegó hasta el Japón (1898) simplemente porque el emperador Meiji estuviese convencido del rigor intelectual de Bernhard Windscheid (Gong, 1984).

Termino con esta fugaz evocación de un problema capital, pero necesario para entender la cultura europea y el peso del derecho en su conformación: el antecedente en Tilburg de la lección de Georg Steiner fue una intervención del palestino Edward Said titulada “Retrospectives Thoughts on Orientalism” (1994), y de Said aprendemos que el pasado de Europa también merece mención en una hipotética “historia universal de la infamia” (Borges, 1971). En efecto, la vieja Europa del café y los paseos ha sido también la Europa feroz de las potencias coloniales, la creadora de un derecho internacional —entre todos los episodios que vienen a la cabeza cómo no evocar la Conferencia de Berlín (1884-1885)—  que sirvió para dominar al mundo en su exclusivo provecho. Es la misma Europa que se lamenta —si se lamenta— por el cumplimento de aquella profecía de Max Weber que recogía Steiner: cuando las pequeñas y diversas tierras europeas traicionen su antigua vocación por la ciencia y el saber, nuestro continente estará condenado a la americanización de la vida intelectual y su política será mera burocracia administrativa.

Profecía inquietante, que conduce a un dramático presente. Cuando las estructuras de la Europa comunitarias se agrietan y rompen, los resquicios permiten ver los estratos más antiguos que les sirven de fundamento (Supiot, 2017, pp. 4-7). No carece así de sentido que los expertos en derecho europeo se dirijan a sus colegas historiadores. Cosa bien diferente será que hayan acertado ahora con mi elección.

Referencias

Borges, J. L. (1971). Historia universal de la infamia. Madrid: Alianza.

Fabbri, P. (2000). La Babele felice. Babelixbabelux…ex Babele lux. En Elogio di Babele (pp. 65ss). Roma: Meltemi.

Gong, G. W. (1984). The standard of civilization in International Society. Oxford: University Press.

De Jaucourt, L. (1755). Europe. En D. Diderot-J. le Rond d’Alembert, Encyclpédie, ou dictionnaire raisonné de sciences, des arts et des métiers Vol 5Paris: André Le Bretón.

Petit, C. (2018). República por acciones. Metáforas mercantiles y prácticas políticas (siglos XVI-XX). Quaderni fiorentini per la storia del pensiero giuridico moderno, (47), 21-42.

Prodi, P. (2009). Settimo non rubare. Furto e mercato nella storia dell’OccidenteBologna: Il Mulino.

Said, E. (1978). Orientalism. Western Conceptions of the OrientLondon: Penguin Books.

Saldaña Díaz, M. N. (2012). La génesis del Mercado de las Ideas: la Areopagítica de John Milton. Su recepción en la tradición jurídica norteamericana: Oliver W. Holmes y la Primera Enmienda. En E. Conde, (Ed.), Vidas por el Derecho (pp. 59-100).  Madrid: Universidad Carlos III de Madrid.

Steiner, G. (2004). La idea d’Europa. (V. Compta. Trad.). Barcelona: Arcàdia.

Supiot, A. (2017). Introduction. En A. Wiljffels, Le droit européen a-t-il une histoire? En-a-t-il besoin? (pp. 4-7). Paris: Collège de France.

Verri, P. (1938). L’Orazione panegirica sulla giurisprudenza milanese del Verri tra le fonti del libro Dei delitti e delle peneGiornale storico della letteratura italiana, (112), 60-75.

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[1] Dr. Carlos Petit Calvo

Profesor Universidad de Huelva, España

Correo electrónico: cpetit@percable.es

 

[2] Para los textos aludidos, vid. Carlos Petit (2018, pp. 21-42).