La educación estética en Friedrich
Schiller: armonizar sentir y pensar
Friedrich Schiller’s Aesthetic education:
harmonize feeling and thinking
Resumen
El artículo destaca la actualidad de
las Cartas filosóficas de Schiller en su crítica a la
educación impartida por la cultura de su época, posterior a la Revolución
francesa y al Régimen del Terror, en su afán por fomentar la fragmentación de
las facultades del hombre, la sensibilidad y el entendimiento, dando ocasión al
salvajismo y la barbarie. Ante esta realidad, señala cómo Schiller propone
una educación estética tendiente a la formación del
carácter del hombre, y desde allí surge el planteamiento sobre la necesidad de
dar un paso atrás desde el estado físico al estado
estético, donde
la reflexión sobre la belleza y el arte supriman en el hombre la coacción del
sentir y el pensar y, en cambio, permitan su acción recíproca tendiente a la
conquista de una armonía entre ambos. Subraya, especialmente, el concepto
de estado estético en cuanto posibilita la restitución en el
hombre de su humanidad y libertad y, a su vez, constituye un tránsito para
acceder a los fines morales, didácticos y políticos. Todavía hoy resuena el
pensamiento de Schiller sobre la necesidad de formar estética y moralmente al
individuo para realizar una transformación política del Estado, porque este
inicialmente jamás engendrará ciudadanos libres.
Palabras clave
Educación
estética, estado estético, paso atrás, belleza, libertad.
Abstract
This
article the current state of Schiller's Philosophical Letters as a critique of the education imparted
by the culture of his time after the French Revolution and the Reign of Terror
which, in its eagerness to cause the fragmentation of the faculties of humans,
sensitivity and understanding, gave rise to savagery and barbarism. Facing this
reality, this shows how Schiller proposed an aesthetic education aiming
at forming human character. It is here where an approach emerges
which proposes the need to step back from the physical state and into
the aesthetic state, where
the coercion that feeling and thinking exercise on humans is nullified by the
reflection on beauty and art, which enables a reciprocal action between them
and ultimately causes them to harmonize. The concept of aesthetic state is also highlighted
as it enables the restoration of the humanity and freedom of mankind while also
being a means to access moral, didactic and political ends. Even today,
Schiller's thinking on the need to educate individuals aesthetically and
morally in order to achieve a political transformation of the state still
echoes because the latter will initially not produce free citizens.
Keywords
Aesthetic
education, aesthetic state, step back, beauty, freedom.
La educación
estética en Friedrich Schiller: armonizar sentir y pensar[2]
1. Crítica a la cultura de la época y necesidad de una
cultura estética
El
trasfondo político convulso en que Schiller escribe Cartas sobre la educación estética del hombre (1795), después de
los sucesos violentos de la Revolución francesa (1789), y el recién Régimen del
Terror (1793-1794) promovido por el movimiento revolucionario que llevaría a la
guillotina al Rey Luis XVI, le impele a plantear la vía estética como el camino más conveniente para lograr una reforma
del Estado: “convenceros de que para resolver este problema político hay que
tomar por la vía estética, porque es a través de la belleza como se llega a la
libertad” (Schiller, 1990, p. 121). Así, mientras sus coetáneos buscaban en la
vía política la solución a los problemas sociales, Schiller, no sin reconocerse
extemporáneo, estaba convencido de que el camino de la belleza ha de preceder
necesariamente al de la libertad y no al contrario. Él no es indiferente ante
esta transformación política que debe, por supuesto, estar orientada por una
reflexión del individuo sobre la belleza, aunada necesariamente a principios morales; no obstante,
reconoce que para lograrla es necesaria una conversión de la naturaleza humana,
donde sea la reflexión sobre la belleza y el arte, la forjadora del progreso
del Estado: “Toda reforma política debe tomar como punto de partida el
ennoblecimiento del carácter humano” (Schiller, 1990, p. 171).
Su
planteamiento fundamental insiste en que la vía
estética ha de preceder a la vía política, a la realización de una reforma
política del Estado, porque será el Estado el que necesitará fundarse en una
humanidad renovada moralmente, antes que esperar a que este, carente de
sentimiento, engendre por sí mismo ciudadanos libres. En una carta de Schiller
dirigida a Goethe, a propósito de sus Cartas
filosóficas, se encuentra que
aquel reconoce lo siguiente: “Nunca he puesto la pluma sobre el tema de la
miseria política, y lo que digo al respecto en estas cartas sólo lo digo para
no hablar nunca más de eso” (Goethe y Schiller, 2014, p. 23). Ante esta
confesión, de ningún modo podría contemplarse la indiferencia de Schiller
frente a los asuntos políticos de su época. Antes bien, de esta preocupación
surge su propuesta sobre la educación
estética (aesthetische Ausbildung)
en tanto formación de la naturaleza
humana como condición necesaria para una transformación de la esencia del
hombre, a través de una reflexión sobre la belleza y el arte, que contribuiría
a formar un carácter noble en el ciudadano y, solo posteriormente, conduciría
al perfeccionamiento moral del Estado. Por su parte, Lesley Sharpe, en el
trabajo titulado “Concerning Aesthetic Education”, señala que la fascinación de
las Cartas sobre la educación estética reside
en que Schiller ofrece una respuesta no política al planteamiento político
sobre la reforma del Estado, pero al mismo tiempo realiza un análisis muy
perceptivo de la cultura política de su tiempo (Sharpe, 2005, p. 151).
Decidido a
realizar un diagnóstico de su época, Schiller denuncia no solo al Estado como
germen de la malignidad, sino propiamente a la cultura (Kultur) de su época. Ella ha sido la causante no solo del
desgarramiento de la unidad interna
del hombre —al promover una educación que ha ocasionado la fragmentación de sus
dos facultades, la sensibilidad y la racionalidad, dando lugar a la división de
los oficios en especializaciones, a la disolución entre el placer y el
trabajo—, sino también de la separación del Estado y la Iglesia y, por
supuesto, de la distinción entre leyes y costumbres. De modo expreso, lo dice
en su Carta VI: “Fue la propia
cultura la que infligió esa herida a la humanidad moderna” (Schiller, 1990, p.
147). Y esta gran herida manifestada
en la fragmentación del hombre es, sin duda, causada por la cultura moderna
interesada cada vez más en la separación entre el sentir y el pensar. Así,
Schiller se propone denunciar —en las nueve primeras cartas— la decadencia
ocasionada por una cultura que fomenta la diferenciación entre sensación y
entendimiento, intuición y especulación. Esta impostura de una legislación
sobre otra implica el sacrificio de la totalidad en favor de la fragmentación,
“El hombre mismo evoluciona como fragmento; no oyendo más que el sonido monótono
de la rueda que hace funcionar, nunca desarrolla la armonía que lleva dentro de
sí” (Schiller, 1990, p. 149).
La
preocupación de Schiller se dirige hacia la condición del hombre reducido a un
simple fragmento, consagrado a un oficio particular, en el que él mismo se
convierte en la sombra de su ocupación, desarrolla unas capacidades y
experimenta la atrofia de las restantes. Y más aún: el individuo olvida
desplegar su armonía interior, se ve
a sí mismo como una parte disgregada del todo de la especie. Naturalmente,
Schiller estima que la separación de las facultades del hombre es propiciada no
solo por la cultura de su época, sino también por la educación perteneciente a
dicha cultura:
Pues por mucho
que pueda haber ganado el mundo en su conjunto con esta educación por separado
de cada una de las facultades humanas, no se puede negar que los individuos a
los que atañe sufren la maldición de esa finalidad universal (Schiller, 1990,
p. 159).
Por su
parte, Schiller contrasta esta educación moderna con la educación griega, al
reconocer el carácter modélico y ejemplar del pueblo griego en el arte y en la
filosofía. Lesley Sharpe señala cómo Schiller, antes que realizar una
contraposición entre el hombre natural y el hombre civilizado, contrasta el
espíritu de los antiguos atenienses con el del hombre moderno, por cuanto la
cultura griega logró un desarrollo equilibrado del individuo, a diferencia de
la cultura de su época en la que, pese a la insistencia en la práctica de la
razón, existía una incapacidad y falta de voluntad para actuar conforme a los
dictados de la misma. Para Sharpe, esta idealización de Grecia era menor en
Schiller que la profesada por Winckelmann, Goethe y Wilhelm von Humboldt, por
tanto, cumplía una función argumentativa y contrastante con el espíritu de su
tiempo (Sharpe, 2005, p. 151).
No
obstante, se observa en las Cartas
filosóficas de Schiller un gran despliegue de lisonjas en su celebración y
exaltación de la educación griega —especialmente en la Carta VI— que nos conduce a pensar que no se trata únicamente de un
recurso comparativo. Sus palabras nombran con gran exaltación la cumbre a la
que ascendió la cultura griega: “La naturaleza griega que se alió con todos los
encantos del arte y con toda la dignidad de la filosofía” (Schiller, 1990, p.
143). Sebastián Gámez-Millán, en el artículo “La imagen de Grecia en Schiller y
Hölderlin: un horizonte utópico siempre por venir”, defiende la idea de la gran
admiración que profesaba Schiller por Grecia, recordando el poema de 1788
titulado “Los dioses de Grecia” donde se refiere a Grecia como estirpe sagrada, poema citado por Goethe
en su Fausto y que habría de
inspirarle profundamente a Hölderlin su excesivo amor por Grecia (Gámez-Millán,
2017, p. 141).
No
obstante, contrario a lo que podría pensarse, Schiller no propone un retorno a
la cultura griega por cuanto esta alcanzó precisamente una cima de máxima
serenidad y agitación, en la que no le era posible ni perseverar ni rebasar sus
límites sin que hubiese tenido que renunciar a la unidad del individuo y a la
unidad del arte y la filosofía. A diferencia de la cultura griega, Schiller
plantea un acontecimiento paradojal en la cultura moderna: la educación
separada de las facultades de la sensibilidad y el entendimiento ha conducido
al hombre al error de sacrificarse a sí mismo como individuo a fin de ver
florecer el progreso de la especie. A esta misma paradoja se refiere Klaus
Berghahn en el texto titulado “La revolución estética del Citoyen Schiller”, que se ocupa de los diversos momentos en la
visión política de Schiller. El autor señala cómo al inicio Schiller fue un
gran seguidor del movimiento que gestó la Revolución Francesa, pero luego se
tornó indiferente a las vicisitudes de su tiempo y, finalmente, se convirtió en
crítico de su época:
División del
trabajo, especialización y alienación son para Schiller las consecuencias
necesarias del desarrollo de la humanidad. No obstante, sufre ‘la maldición de
esa finalidad universal’ que convierte al individuo en víctima del progreso y a
los miembros de su generación en esclavos de las futuras generaciones
(Berghahn, 2009, p. 75).
En otras
palabras, Schiller descubre que el florecimiento de la especie solo ha tenido
lugar merced al declive del individuo, pues este ha dejado de atender a su
armonía interior y, en cambio, se ha convertido en víctima de la fragmentación,
a fin de perseguir la prosperidad de la especie. Esta aporía, que él ve
desplegada en la cultura moderna, le conduce más que a recuperar un pasado
lejano, a ahondar en la esencia del hombre y a proponer la necesidad imperiosa
de una fuerza formativa que él ha denominado cultura estética (aesthetische Kultur), la cual tendría
como finalidad “restablecer en nuestra naturaleza humana esa totalidad que la
cultura ha destruido” (Schiller, 1990, p. 159). La cultura estética se
encuentra íntimamente relacionada con la educación estética, por hacerse cargo
de la formación del ciudadano en el que este no se vea obligado a sacrificar y
a deponer su individualidad a través de un oficio especializado y, en cambio,
se promueva la reunión de las piezas en el todo, de tal modo que la
fragmentación humana pueda desaparecer paulatinamente y el individuo pueda cada
vez más aproximarse a la totalidad armoniosa de las partes. No obstante,
Schiller considera, al mismo tiempo, la imposibilidad de que a un hombre le sea
dado alcanzar, en el transcurso de su vida, una totalidad armónica.
Por otra
parte, mientras Fichte planteaba en su libro, Fundamento de toda la Doctrina de la Ciencia, la presencia de un
único e idéntico impulso, el impulso del
yo, limitado por el no-yo, Schiller elabora su propia teoría de los
impulsos al proponer la presencia de dos fuerzas
contrapuestas en el hombre: el impulso sensible (Stofftrieb) referido a la existencia física o material, y el
impulso formal (Formtrieb) relativo a
la naturaleza racional. En el panorama político de su época, la escisión de los
impulsos se manifiesta, según él, en el desencadenamiento de los dos extremos a
los que han sido conducidos los ciudadanos de su tiempo: de un lado, al
salvajismo y, del otro, a la barbarie. En el primer caso, algunos ciudadanos,
al atender únicamente a la pulsión sensible, se han inclinado en exceso hacia
la naturaleza, en el desconocimiento total del dominio racional, empecinados en
desdeñar la cultura, han declinado en la demencia; en el otro caso, se
encuentran aquellos que están dominados exclusivamente por la fuerza de la
pulsión formal y, al verse atraídos exclusivamente por la fuerza de la razón,
subestiman el reino de las sensaciones y de la naturaleza, hasta rozar
finalmente la abyección.
Aunque en
realidad Schiller les concede algunos méritos a los ideales impulsados por el
espíritu de Ilustración —en el sentido de haber liberado, a la luz de la razón,
de la ceguera de la superstición y el fanatismo, al igual que impulsado el
espíritu de investigación—, considera que estos preceptos no han sido
suficientes para abolir la barbarie de su tiempo, por tanto, lanza la pregunta:
La razón se ha
purificado de las ilusiones de los sentidos y de una engañosa sofística, y la
misma filosofía, que al principio nos hacía renegar de la naturaleza, nos llama
ahora clara e imperiosamente de vuelta a su seno ¿por qué, entonces, seguimos
comportándonos como bárbaros? (Schiller, 1990, p. 167).
Desde este
punto de vista, la ilustración del entendimiento parece no comportar una
solución al envilecimiento de los hombres de su tiempo, los cuales se han
tornado cada vez más bárbaros, quizás más brutales que los mismos salvajes, por
cuanto se han amparado en la supremacía de la razón y despreciado aquello
proveniente de la naturaleza y del reino del sentimiento; por el contrario, la
Ilustración ha engendrado la autosuficiencia en el espíritu del hombre moderno
al subir en el trono a la razón y le ha conducido mucho más a la corrupción de
su carácter.
Refiriéndose
al hombre culto, Schiller recuerda una sentencia muy antigua que afirma que lo
más noble se convierte en lo más repugnante al descomponerse. Asimismo, Moses
Mendelssohn, coetáneo de Schiller en el texto titulado “Acerca de la pregunta:
¿A qué se llama ilustrar?” se refiere a la misma imagen: “Cuanto más noble es
una cosa en su perfección —dice un escritor hebreo—, tanto más horrible es en
su corrupción” (2009, p. 15). Si bien cultura e ilustración se distinguen del
mismo modo que la praxis social y la especulación teórica respectivamente,
advierte Mendelssohn, la nobleza de ambas en la época de su mayor esplendor se
corresponde con su más terrible depravación. Del mismo modo, Schiller precisa que
en las clases más nobles y refinadas es posible encontrar la peor corrupción en
el espíritu, por tanto, será necesario ocuparse, en primer lugar, de la formación del carácter del hombre
antes de hacerlo ilustrado. En la Carta
VIII proyecta la exigencia de una formación en la sensibilidad: “La
necesidad más apremiante de la época es, pues, la educación de la sensibilidad”
(Schiller, 1990, p. 171). Para Schiller no bastan pues las frías especulaciones
del hombre racional que han declinado en la barbarie; se requiere, ante todo,
forjar con cincel la sensibilidad de ese hombre mediante la educación estética que le permita
avanzar hacia el logro de una armonía entre el sentir y el pensar, aunque la
consecución total de dicha armonía no corresponda más que a un Ideal imposible de alcanzar por el
hombre durante su vida entera. Frederick C. Beiser, en el libro El imperativo romántico, señala la proyección del pensamiento de
Schiller en los románticos, para quienes la formación
también constituía el estado precedente a una transformación de la
república y el arte se configuraba como el estado previo a la unificación de la
escisión humana, tendiente a la acción moral (2018, p. 85). En cambio, en el
trabajo titulado “Un lamento. Sobre la actualidad del pensamiento schilleriano”,
clama por la desaparición en los círculos académicos filosóficos de una lectura
y exégesis de sus escritos a diferencia de los círculos literarios en los que
se hallan copiosos estudios (2008, pp. 131-151).
Por otra
parte, en las Cartas filosóficas,
Schiller alude reiteradamente a Kant, ver el libro Immanuel Kant-Foucault: ¿Qué es Ilustración?[3]
(2015) recordando sus palabras sobre la necesidad de pensar por sí mismo y
conforme a su propio entendimiento a fin de conseguir una mayoría de edad,
antes que permitir que otros se erijan en sus tutores o, en los casos de las
necesidades supremas del espíritu, los hombres prefieran someterse a la tutela
de la Iglesia o el Estado. No obstante, Schiller intenta ir más allá: comprende
que no basta solo pensar conforme a la facultad del entendimiento, es
necesario, ante todo, atender a su influencia en la energía del carácter del hombre: “La ilustración del
entendimiento sólo merece respeto si se refleja en el carácter, pero con eso no
basta: surge también, en cierto modo, de ese mismo carácter” (Schiller, 1990,
p. 171). Hay que poner el acento, según Schiller, en la formación del carácter del hombre y en la educación de
su sensibilidad, por cuanto estos han de preceder necesariamente a la
ilustración de su entendimiento. Las anteriores palabras citadas de Schiller
culminan con una sentencia iluminadora: “porque el camino al intelecto lo abre
el corazón” (Schiller, 1990, p. 171).
En este
punto habría que recordar el epígrafe anotado por Schiller en la primera entrega
de las nueve primeras Cartas filosóficas,
tomadas de la Nouvelle Héloïse de
Rousseau: “Si es la razón la que hace al hombre, es el sentimiento quien
le conduce” (Schiller, 1990, p. 110). El camino a la ilustración es abierto por
la formación del carácter a través de la cultura
estética que propende hacia la reflexión de la belleza y el arte. Esta es
la respuesta de Schiller a la pregunta por la Ilustración, su contribución
reside en subrayar la necesidad de la formación de la sensibilidad, aunque sin dejar de lado la razón; igualmente es
necesario llevar a cabo la tarea de una educación de la razón que preserve la
personalidad frente a las sensaciones: “Lo primero lo consigue educando la
facultad de sentir, lo segundo educando la facultad de la razón” (Schiller,
1990, p. 213). En plena época de la Ilustración, Schiller invita, pues, no solo
a la educación de la sensibilidad —aspecto subrayado por la mayoría de las
interpretaciones— sino también a una educación de la razón, más aún, a una educación estética que permita avanzar
hacia la reconciliación armónica de la sensibilidad y la razón.
De lo
contrario, señala Schiller, la ilustración podría llegar a ser desfavorable
para el carácter, y conducir a la corrupción, tal como lo observa en el
pensador abstracto ilustrado, desposeído de dicho carácter moral, el cual se
aleja de las impresiones de la naturaleza, permanece únicamente imbuido de
preceptos racionales y, por tanto, oculta un gélido corazón en el pecho. En la
novela Hiperión del poeta romántico
Hölderlin se percibe, sin duda, un tono schilleriano al aludir a la necesidad
de alcanzar la unidad entre el intelecto y el corazón: “Pero de la pura
inteligencia no brotó nunca nada inteligible, ni nada razonable de la razón
pura” (1998, p. 117). A esta pura inteligencia le falta, dice el poeta, la belleza del espíritu y del corazón, sin esta belleza, la filosofía
adolecería de ceguera para afrontar la unificación con el todo. En la
correspondencia de Hölderlin, encontramos una carta dirigida a Niethammer, en la
que asegura que escribirá las Nuevas
cartas sobre la educación del hombre (Hölderlin, 1990, p. 289), aunque
finalmente nunca vieron su realización, esta intención de escribirlas refleja
su proximidad con su maestro Schiller del que también intentó separarse.
Por otra
parte, Schiller realiza en su época una crítica decisiva a la educación
impartida como expresión cultural tendiente a acallar a toda costa la
sensibilidad del hombre y la formación en los principios morales. Ante esta
realidad, él encuentra en la cultura
estética el camino apropiado para llevar a cabo una educación estética a fin de defender las sensaciones de las
atribuciones de la libertad, lo mismo que preservar el pensamiento de las
variables impresiones, y de este modo, su gran tarea consistiría en la fijación
de límites del impulso sensible y el impulso formal. Para nombrar esta
interacción de las facultades del ánimo, Schiller recurre a la noción de Fichte
de acción recíproca expuesta en su
libro Fundamento de toda la Doctrina de
la Ciencia, y la traduce a la necesidad imperiosa de afirmar el impulso
sensible, su propensión a la variación de las impresiones frente al impulso
formal y su disposición hacia la permanencia de la personalidad. Bajo este
concepto de acción recíproca,
Schiller determina la especificidad de las facultades y su acción conjunta en
el hombre, aunque ello no habría de significar la transgresión de sus
especificidades, esto es, que el sentimiento pretenda juzgar en el reino de la
razón o el pensamiento decidir en el ámbito de la sensibilidad, pues este
predominio de una facultad respecto de la otra ocasionaría grandes perjuicios
en el carácter moral del hombre. La tarea fundamental de la educación y de la cultura estética comportaría fijar los límites
de la sensibilidad y el entendimiento, al igual que promover la acción recíproca entre ambas, que
permita un acercamiento cada vez mayor de las facultades del ánimo en procura
de aproximarse cada vez más a un equilibrio entre ambas facultades.
2. La necesidad del paso atrás: la educación estética en el “estado estético”
¿De qué
modo la educación estética permitiría la acción conjunta de las pulsiones
física y formal? En sentido estricto,
Schiller plantea la existencia de un abismo infinito entre la sensibilidad y el
pensamiento, por tanto, el tránsito del uno al otro no podría realizarse
directamente, sino merced a una instancia intermedia a la que denomina estado
estético (ästhetische Zustand), que
de ningún modo podría concebirse como una mediación que salvaría completamente
el espacio abismal existente entre estas fuerzas contrapuestas. La belleza
adquiere el poder de ser un “tránsito” (Uebergang)
entre el sentir y el pensar, aunque, advierte Schiller, de ningún modo logra
colmar esta distancia abismal que se tiende entre ambos, ella deviene un medio
que hace posible el paso de los apetitos a los pensamientos y de los
sentimientos a las leyes morales. Para dar lugar a dicho tránsito se requiere,
según él, de un paso atrás (Schritt
zurückthun): “El hombre no puede pasar directamente del sentir al pensar,
tiene que dar un paso atrás, porque si sólo se suprime una determinación puede
aparecer la determinación opuesta” (Schiller, 1990, p. 283). Se trata de un
movimiento de retroceso en el hombre, desde su condición sumida en las
sensaciones de una naturaleza ciega —recibida en el momento del
nacimiento—, a un estado de infinitud
vacía en la que se encontraba el hombre antes de nacer, donde los sentidos aún
no actuaban sobre él, y que constituye el estado estético; en él tiene lugar la
supresión y, al mismo tiempo, la conservación de la sensibilidad —en cuanto el
hombre no podría abandonar su realidad física—, solo allí surge la racionalidad
como su opuesta determinación.
El paso atrás planteado por Schiller en la Carta XX constituye un movimiento de
regresión del hombre desde su determinación
inicial física a la determinabilidad
ilimitada del estado estético, donde el tiempo y el espacio son infinitos. Para
dar dicho paso atrás se requiere,
ante todo, de un retroceso del ánimo a un estado inicial: “Por consiguiente, ha
de regresar en cierto modo a aquel estado negativo de pura y simple
determinabilidad en el que se encontraba antes de que algo impresionara sus
sentidos” (Schiller, 1990, p. 283). El paso
atrás parte de la limitación en que el hombre permanecía sumido en el
dominio de los apetitos y se dirige hacia el estado estético, que en su
carácter ilimitado suprime y conserva la sensibilidad, solo así puede dar lugar
a la racionalidad como fuerza contrapuesta. Se trata de un procedimiento
dialéctico por cuanto comporta un movimiento de supresión y conservación para
dar lugar a una fuerza contraria y, por consiguiente, a la acción conjunta de
ambos; en dicho movimiento dialéctico aquello que desaparece es la coacción
física de las leyes naturales que actúan en la determinación de la sensibilidad y la coacción moral de las leyes
racionales que intervienen en la determinación
del pensamiento. En cambio, tiene lugar la simultaneidad
o coexistencia de la sensibilidad
(Sinnlichkeit) y la razón (Vernunft) en la determinabilidad del estado
estético, en él se eliminan las determinaciones,
coacciones o limitaciones que pueden ocasionar por separado cada una de estas
tendencias contrapuestas, física o racional. Pero al mismo tiempo, por tratarse
de una disposición libre, pervive la acción conjunta de ambas
facultades del sentir y el pensar, dando origen a su unificación o
armonización; esta suscita en el hombre una infinita plenitud interior que lo
devuelve a su humanidad: el hombre deviene el hombre que es y, a su vez, le
revela la unión con el todo, la experiencia de la totalidad.
Para
fundamentar esta consonancia de la pulsión física y la pulsión formal, Schiller
introduce la pulsión de juego (Spieltrieb), merced a ella el hombre se
experimenta a sí mismo en su más perfecta humanidad sintiéndose, al mismo
tiempo, como materia y espíritu, dispuesto al devenir de la variación e
inclinado, a su vez, hacia la invariabilidad de la identidad. Esta noción de
juego, la ha extraído Schiller de la Crítica
de la facultad de juzgar de Kant, donde prevalece, al momento de juzgar la
belleza natural o artística, un juego libre de la imaginación enlazada al
entendimiento, a partir del cual se manifiesta el placer o displacer
experimentado por el sujeto. En Schiller, la acción conjunta o simultánea de
los dos impulsos en el impulso de juego solo puede comprenderse en la relación
planteada por él entre la pulsión de juego y el concepto de belleza: “El hombre
sólo debe jugar con la belleza, y
debe jugar sólo con la belleza”
(Schiller, 1990, p. 241). Mediante este juego con la belleza el hombre llega a
ser el que es, y puede experimentar la plenitud de su esencia, su humanidad.
Cuando la
belleza logra la formación completa
del hombre al permitir un acuerdo entre sus pulsiones, solo así puede él
reconocer su libertad. La belleza es la condición fundamental no solo de la
libertad del hombre sino también de su humanidad. Si, según Schiller, todo
hombre lleva en sí mismo un hombre puro e
ideal —idea extraída, según él mismo lo indica en la Carta IV, de las Lecciones
sobre el destino del sabio de Fichte—, entonces en el juego con la belleza
se reconcilian los impulsos contrapuestos y tiene lugar la formación de la sensación y la autoconciencia en el hombre. Por el
contrario, el dominio exclusivo de una pulsión sobre la otra, o el atender a un
impulso y después al otro, constituye en el individuo un olvido de la armonía
que lleva dentro de sí y un alejamiento del hombre ideal que pervive en todo
hombre.
Según lo
anteriormente expresado, el postulado de la simultaneidad experimentada en la pulsión de juego de las pulsiones, la
pulsión física en la que prevalece el sentir y la pulsión formal en la que
domina el pensar, se torna problemático en el pensamiento de Schiller. En la Carta XVI, cuando parte del postulado de
una belleza ideal, retoma el horizonte trascendental que le permite
plantear la idea de un equilibrio (Gleichgewicht) de los impulsos en el estado estético, reconoce que “Este equilibrio seguirá siendo
siempre sólo una idea que la realidad nunca llegará a alcanzar” (Schiller,
1990, 245). Así, el postulado del equilibrio
entre la pulsión física y la pulsión formal en la pulsión de juego está
referido explícitamente a la belleza
ideal y, conforme a sus palabras, nunca sería posible encontrar la
realización plena de un equilibrio entre las pulsiones en el ámbito de la
experiencia, pues en ella solo puede darse una oscilación (Schwankung)
entre los dos impulsos, observándose un predominio de un impulso que tiende a
la materia o del otro que se inclina hacia la forma: “Y lo máximo que la
experiencia puede alcanzar es una oscilación entre ambos principios” (Schiller,
1990, p. 245). De este modo, Schiller plantea el concepto de educación estética alcanzada en el
estado estético, desde un horizonte
trascendental, como realización del equilibrio
presente en la belleza ideal entre la
pulsión física y la pulsión formal, o
bien, desde el camino de la
experiencia, intenta plantear la posibilidad de una educación estética basada en la belleza de la experiencia y la
realidad, y para ello acude a la idea de una oscilación de las pulsiones física y formal, donde es posible
acercar lo más posible las sensaciones a la razón y esta a las emociones, y
antes que considerar las posiciones extremas del dominio de una pulsión y del
abandono definitivo de la otra, Schiller plantea su acción recíproca o conjunta
que le permita al hombre conquistar su libertad y desprenderse de la sujeción a
fuerzas extrañas. Klaus L. Berghahn (2009) señala, en el texto anteriormente
citado, respecto a la urgencia de suprimir la coacción, la carencia y el reino
de la necesidad para permitir el avance de la cultura y la formación lúdica del
individuo, porque merced a la pulsión de
juego el hombre abandona la seriedad del mundo real, teniendo como única
finalidad el reconocimiento de sí mismo.
Desde otra
perspectiva, Hegel en la introducción a Lecciones
sobre Estética (2007), en el apartado titulado “Schiller, Winckelmann y
Schelling”, le reconoce a Schiller el haber logrado superar la abstracción del
sistema kantiano, lo mismo que todo razonamiento que intente hacer
inconciliable la naturaleza y la realidad. Por eso Hegel, de algún modo,
celebra el proyecto schilleriano presentado en Cartas filosóficas sobre una educación estética encaminada hacia la
unificación de lo natural y lo espiritual, de lo particular y lo universal, de
la necesidad y la libertad, y que considera la oposición presente en la esencia
del hombre entre la naturaleza que aspira a la variación y la razón que tiende
a la permanencia en el tiempo. Es en el reconocimiento de dicha contrariedad,
anota Hegel, cuando Schiller propone el concepto de educación estética del
hombre como reconciliación, de suerte que la educación de la sensibilidad y el
reino de las inclinaciones se conduzcan hacia una racionalidad y, a su vez, la
razón, la libertad y el mundo espiritual abandonen su carácter abstracto y
adquieran materialidad. Hegel subraya aquí, sin objeciones, esta tarea de la
educación artística como mediación de lo sensible y lo racional, y destaca en
especial el concepto de equilibrio de estas dos jurisdicciones, la inclinación
física y la necesidad moral, en último término, la unidad de lo natural-sensible
y lo espiritual-racional en el hombre y en el arte.
La
propuesta de una educación estética a partir del retorno a la determinabilidad ilimitada del estado estético supone un movimiento
doble: la supresión de la coacción de la sensibilidad y la coacción de la razón
en el ánimo y, a su vez, la presencia y actuación simultánea de la sensibilidad
y la razón, manifestadas en una disposición libre y en una infinitud vacía. ¿Cuál sería la finalidad de la educación y cultura
estética, ante esta simultaneidad de
las dos legislaciones del ánimo en el estado
estético? A esta pregunta, Schiller responde que “Lo único que consigue la
cultura estética es que el hombre, por
naturaleza, pueda hacer de sí mismo lo que quiera, devolviéndole así por
completo la libertad de ser lo que ha de ser” (Schiller, 1990, p. 291). De este
modo, la cultura estética, según Schiller, solo persigue una finalidad:
restituir en el hombre su libertad y su humanidad. En realidad, él admite que
la belleza en el estado estético no
contribuye en nada al conocimiento ni a la verdad, tampoco lleva al
cumplimiento de un deber o a la realización de un fin moral, ni ejerce ninguna
influencia intelectual ni en el pensar, ni proporciona un aporte para el
entendimiento o la voluntad. Pero podría pensarse con Schiller que, si bien el estado estético no proporciona el
despliegue de lo anteriormente mencionado, podría constituir la condición de posibilidad para que
tuviese su desarrollo posterior, porque este paso por el estado estético es necesario para avanzar en el conocimiento, en la
verdad, lo mismo que en la estructuración del sentimiento moral. Y si bien la
belleza no interviene en los asuntos del entendimiento y la voluntad, ni
participa de la acción referida al pensar y al decidir, Schiller le atribuye el
poder de conceder la capacidad de
pensar y decidir casi en el sentido de una potenciación de un acontecimiento
posterior. Klaus L. Berghahn lo expresa en otras palabras que apuntan a la
misma idea: la finalidad de la belleza y el arte no es teórica ni práctica, ni
tampoco le corresponde corregir las instituciones sociales, sin embargo, puede
“mantener la promesa de felicidad del autodesarrollo individual y de la armonía
social” (2009, p. 78).
En el estado estético, según Schiller, el
hombre es una nada (Null) en cuanto no se encuentra regido
por limitaciones particulares, pero al mismo tiempo experimenta una máxima realidad al comportar la
totalidad de lo humano. El paso por el estado
estético entraña una formación completa del hombre en la belleza y en el
arte donde intervienen en forma simultánea la sensación y la autoconciencia, y
el desarrollo amplio de estas daría lugar a la libertad no solo del pensamiento
sino del ser en sí mismo. La contemplación (Betrachtung)
o reflexión (Reflexion) —términos
empleados por Schiller indistintamente— de la belleza y la obra de arte se
convierten en el hombre en el presupuesto de su libertad y humanidad. No se
trata aquí de una contemplación pasiva ante la belleza, esta es más una acción
unificadora que otorga, a su vez, todas las posibilidades; de ningún modo la
reflexión a la que se refiere Schiller podría limitarse exclusivamente al
concepto de belleza, al contrario, el arte se constituye en ese instrumento ineludible de la cultura
estética: “Ese instrumento es el arte, esas fuentes brotan de sus modelos
inmortales” (Schiller, 1990, p. 171).
La
unificación de las fuerzas contrarias en el ánimo, de la pulsión sensible
expresada en sensaciones provenientes de la naturaleza y de la pulsión formal
dispuesta en las leyes morales de la razón, significaría no solo la disolución
de sus respectivos caracteres limitantes, sino que supondría el surgimiento de
la libertad. Desde una posición crítica de la sociedad sin clases, Terry
Eagleton, en el libro La estética como ideología,
respecto al estado estético señala lo siguiente: “El estado estético en pocas
palabras, es la esfera pública burguesa y utópica de la libertad, la igualdad,
y democracia dentro de la cual todos son ciudadanos libres” (Eagleton, 2006, p.
170). A nuestro juicio, él transfiere el concepto de estado estético desde una estética trascendental referido a un estado del hombre, a una praxis social
asociada a un modo de producción concreto.
Nuestra
interpretación sigue la misma dirección de Mathias Mader al señalar lo
paradojal presente en el concepto de estado
estético en Schiller, en cuanto es nombrado al modo de una nada (Null) y, al mismo tiempo, es concebido
como una máxima realidad (der höchsten Realität). ¿Puede el estado
estético constituir una nulidad y, al mismo tiempo, comprender la totalidad de
lo humano? Esto es posible porque en el estado
estético la ausencia de determinaciones o de coacciones y la armonía entre
el sentir y el pensar le convierten en una disposición
libre que no tiende exclusivamente a nada y, sin embargo, contiene en sí
misma la posibilidad de todas las disposiciones futuras. No existe tampoco un
estado estético puro según Schiller, porque el hombre siempre está sujeto a las
fuerzas de la naturaleza, y le es imposible sustraerse a los avatares del mundo
de lo sensible. En el estado estético el hombre se desliga de su identificación
con el mundo, el imperio de la necesidad y el apetito —propios del estado
físico—, y mediante la contemplación o reflexión de la forma, logra separarse a
sí mismo del mundo que le rodea, pero sin dejar atrás los sentimientos. Según
Schiller, ni la belleza es pura forma tal como lo admitía el pintor Rafael
Mengs, ni pura vida, según lo pensaba el filósofo Edmund Burke. El
planteamiento sobre la fusión entre sentimiento y reflexión le permite a
Schiller pensar la belleza en un sentido doble como forma viva. El nuevo concepto de belleza proviene de su propuesta
fundamental de armonizar la pulsión
sensible y la pulsión formal en el ánimo, por cuanto el objeto de la primera es
la vida y el de la segunda lo constituye la forma, y la unidad de ambos objetos
configura la belleza como forma viva (lebende Gestalt). Solo el impulso de juego reúne estos
impulsos contrarios presentes en el individuo: en el juego con la belleza, el
hombre reflexiona sobre la forma y, a
su vez, siente la vida. Pero, de
ningún modo, el concepto de belleza en Schiller se halla restringido a lo
viviente, también un objeto inanimado puede poseer vida y un ser animado puede
carecer de espíritu y vitalidad.
Del mismo
modo que en el pensamiento de Schiller el concepto de educación estética se refiere a la formación del ciudadano inserto
en una cultura estética antes que en un proceso de escolarización, el paso por
el estado estético invitaría a pensar en una experiencia estética en la que el
individuo está imbuido en la reflexión con la belleza y el arte y, a su vez, en
la experiencia artística en cuanto creación de la obra de arte: “Sólo en él nos
sentimos como fuera del tiempo, y nuestra humanidad se manifiesta con tal
pureza e integridad, como si no hubiera sufrido ningún daño por la intromisión
de fuerzas extrañas” (Schiller, 1990, p. 295). Pero Schiller reconoce que en la
realidad no existen estados estéticos puros, sino que los tres estados —físico,
estético y moral— se encuentran a menudo mezclados entre sí, prevaleciendo uno
de ellos sobre los demás. Por tanto, en el estado
estético, la reflexión de la belleza no podría prescindir del estado anterior,
esto es, del estado físico, porque la reflexión aparece unida al sentimiento,
aunque se ha alejado de la realidad común; en virtud del sentimiento el hombre
puede “representarse” sensiblemente la forma e ingresar en un estado de
reflexión ante ella, y así el hombre siente y reflexiona ante la forma de la belleza.
Esta
primacía de la forma sobre el contenido de las artes constituye evidentemente
una herencia de la estética kantiana cimentada sobre el sentimiento de placer o
displacer suscitado por la forma del
objeto bello natural o el objeto bello artístico; de ahí que para Kant el
dibujo constituya el fundamento de la pintura, a diferencia del color, el cual
es un mero encanto que genera simples emociones y sensaciones. La belleza no es
para Schiller simplemente forma, sino forma
viva; la belleza y el arte suscitan en el hombre, ante todo, un efecto
estético y creador, otorgando
libertad y serenidad en el ánimo; en relación con la creación de la obra de
arte, esta habrá de aproximarse al máximo a dicho efecto estético puro. No
obstante, el concepto de belleza no se reduce únicamente a la idea de “Forma
viva”. Ya en su libro Kallias
Schiller había expresado: “El fundamento de la belleza es siempre la libertad
en la apariencia” (Schiller, 1990, p. 49). Igualmente, en las Cartas filosóficas, la belleza como
forma viva ha de sustentar para sí una apariencia estética, y ha de suscitar en
la imaginación un gran desinterés por la realidad como si quisiera escapar de
ella. Solo si la belleza es percibida como libertad
en la apariencia puede concebirse como aquella que otorga libertad al
hombre, pues la disposición estética del ánimo precede a la idea de libertad
moral, y según Schiller, nunca esta última puede anteceder a aquélla. El
impulso estético hacia la belleza y el arte deja ver un deleite por lo adornado
y lúdico, una inclinación hacia la forma estéticamente libre, sincera y
autónoma, un goce en la apariencia que implica necesariamente una indiferencia
hacia la realidad. Así, la apreciación de la belleza libre y despojada de la
realidad supone una elevada cultura
estética que lleva a la libertad y a la formación moral del hombre, de
ningún modo podría suceder a la inversa.
3. El estado estético: mediación hacia el estado moral del hombre
Naturalmente,
el estado estético —escrito con minúscula— es un estado de la persona, pero
será necesario recordar cómo en la Carta
XI, Schiller plantea por la vía de la abstracción una diferencia esencial
entre los conceptos de persona y estado. El primero comporta la invariabilidad
eterna del Yo, y el segundo se encuentra regido por el devenir del tiempo, en
cuanto la variación es su condición singular. Si atendemos a esta carta
mencionada, de ningún modo será posible pensar el estado estético como un
estado permanente e inmodificable, sino siempre cambiante, alterable,
transformable y, en general, supeditado a un lapso. Debemos acentuar la idea
presente en Schiller sobre la necesidad del hombre de dar un paso atrás hacia
el estado estético, pero, al mismo tiempo, de concebir esta estancia en su
devenir temporal —contra aquellas interpretaciones que parecen olvidar la
condición variable del estado estético y se refieren a él como un estado
permanente—. En nuestra interpretación, la necesidad urgente, planteada por
Schiller, de educar la sensibilidad de los ciudadanos consistiría en procurar
el paso del hombre por el estado estético, más que en pensar su permanencia en
él, porque es pasando a través del estado estético, teniendo una reflexión a
través de la belleza y del arte, como el hombre puede transitar del estado
físico al estado moral. El estado estético no es, por tanto, un estado
permanente que habría de ser alcanzado —lo que ha dado lugar a rotular de
utópico el pensamiento de Schiller—, sino un estado por el que simplemente
sería necesario “transitar” a fin de que el hombre pueda experimentar la
armonía entre el sentir y el pensar en un instante de plenitud y, de este modo,
conquistar por este medio su ser moral. Desde ese punto de vista, la
contemplación o reflexión de la belleza en el estado estético, aunque
posibilita la armonía entre el pensar y el sentir, más que un fin en sí misma,
adquiere en el pensamiento de Schiller un carácter de mediación hacia el estado
moral que supone regirse por las leyes de la razón.
Schiller
justifica la autonomía de la belleza y el arte en un intento por continuar con
este principio kantiano, al configurar el estado estético como una disposición
libre, desprovista de toda finalidad tendiente a proporcionar un aporte al
conocimiento, a la voluntad o al entendimiento, y carente de un interés moral o
didáctico. La belleza ha de estar orientada hacia sí misma y de ningún modo
puede servir a propósitos por fuera del ámbito de la forma viva, aunque la
belleza es armonía entre el sentir y el pensar, al mismo tiempo, es la
posibilidad de que el hombre, al experimentar esta forma y esta vida unidas,
pueda experimentar los sentimientos morales. El fin último del estado estético
consiste en hacer que la belleza y el arte conduzcan al hombre a su libertad,
cada vez que contempla la forma y siente la vida. Mathias Mader (2012) defiende
igualmente este principio de autonomía del estado estético y subraya en
especial el que esta forma viva al implicar la reconciliación de la
sensibilidad y la racionalidad ha de actuar sobre toda la humanidad, pues en el
caso de tratarse de un arte no autónomo, este solo habría de dirigirse a una
parte del hombre. Según él, la belleza y el arte en Schiller no pueden seguir
ningún interés porque no serían autónomos y no serían los propicios para una
educación artística; de estar provistos de interés, ello supondría coartarle la
libertad al destinatario y conducirlo en otra dirección. Coincidiendo con
nuestro planteamiento anterior, Mathias Mader reconoce que la educación estética
está conectada a la práctica de la vida, en cuanto se convierte en el
fundamento o la base para las acciones del hombre y contribuye a modificar su
comportamiento moral. No obstante, concluye Mathias Mader que el arte autónomo
y libre de interés conlleva una educación estética solo a través de su
“presencia y recepción” de donde se deriva la actitud moral del hombre.
La defensa de la autonomía de la belleza y el arte no le impide a Schiller plantear el estado estético al modo de una finalidad última —la belleza en sí misma—, sino en su carácter de tránsito del estado físico al estado moral y, por tanto, de contribuir a la mediación entre la sensibilidad y la razón. Cuando Schiller afirma que el estado estético es una nada que no determina el modo de ser y pensar del hombre, no solo afirma la autonomía estética de la belleza y el arte, sino que a su vez sostiene que se trata de una “condición necesaria” para el estado moral, de este modo logra enlazar la libertad del estado estético con los fines morales, didácticos y políticos. Así, la autonomía del arte en el estado estético y su carácter de tránsito hacia las leyes morales de la razón no son excluyentes en el pensamiento de Schiller. Pero dicho tránsito, advierte Schiller, supone un paso mucho más sencillo de dar que el paso atrás del estado físico al estado estético:
El paso del estado estético al lógico y moral (de la belleza, a la verdad y al deber) es por ello infinitamente más fácil que del estado físico al estético (de la pura y simple existencia ciega, a la forma) (Schiller, 1990, pp. 307-309).
La
facilidad del tránsito del hombre desde la belleza hacia la verdad y al
sentimiento moral tiene su justa explicación en Schiller, si se comprende que
ambos se encuentran “potencialmente” en la belleza y solo bastaría de una
circunstancia sublime para cristalizarse en la realidad. Schiller parte de esta
justificación para defender su idea de cómo la belleza de ningún modo se
origina en la moral, sino a la inversa, este sentimiento moral es el que brota de
la belleza como presupuesto de la libertad y de la humanidad.
Sin duda,
no es posible pensar que el hombre pase directamente del estado físico al
estado moral, esto es, del sentir al pensar; se requiere, ante todo, según
Schiller, la mediación del estado estético, porque solo el estado moral ha de
provenir del estado estético y jamás del estado físico. La pregunta es
inminente: ¿qué se requiere para este tránsito, del estado estético al estado
moral más sencillo de sobrellevar? Schiller en la Carta XXIII ofrece una respuesta singular: “no se necesita a menudo
más que el requerimiento de una situación sublime (que es la que más
directamente actúa sobre la voluntad)” (Schiller, 1990, p. 309). Realmente
puede causar extrañeza la respuesta de Schiller, si se estima que en sus Cartas filosóficas —de la I a la XXII—
se había concentrado en el concepto de belleza, sin que una alusión al
sentimiento de lo sublime apareciese de modo expreso. Solo hacia el final de su
obra, en la Carta recién citada introduce el concepto de lo sublime, es este el
que posibilitará el tránsito hacia el estado moral y racional del hombre. En la
Crítica de la Facultad de Juzgar
(1790) Kant consideró por separado la analítica de lo bello y la analítica de
lo sublime, destacando las diferencias puntuales en relación con el sentimiento
de lo bello y con el sentimiento de lo sublime, diferenciando lo sublime
matemático de lo sublime dinámico. Schiller, por su parte, escribe dos tratados
titulados De lo Sublime y Sobre lo Sublime publicados en 1793 y
1801 respectivamente; en sus Cartas
filosóficas nombra hacia el final la experiencia de lo sublime sin
tematizar ampliamente este concepto.
Lo sublime
constituye para Schiller aquel objeto que encarna un peligro ante el cual la
naturaleza sensible del hombre experimenta su impotencia y sus propios límites,
un poder amenazador imposible de ser vencido por la fuerza física; pero a su
vez, este mismo objeto genera en su naturaleza racional una impresión de
infinitud y libertad de espíritu hasta concederle una superioridad moral
expresada en ideas. Se trata de un doble movimiento: el hombre frente a este
objeto terrible se somete a su poder y en su condición de ser natural
manifiesta una relación de dependencia con la naturaleza, pero, al mismo
tiempo, en cuanto ser racional alcanza una independencia frente a ella como si
no le perteneciese, y es ante esta infinitud donde experimenta una elevación moral.
Si la exigencia para el tránsito del estado estético al estado moral es darle
al hombre una situación sublime, esta bien podría consistir —tal como lo
expresa en Sobre lo Sublime— en el
situarse ante la naturaleza desmedida de una tormenta, de un volcán, de una
montaña muy alta, o bien de fenómenos trágicos como una enfermedad grave, la
muerte de los seres queridos, una catástrofe, el robo de los bienes, la
pobreza, un dolor, una desgracia personal, en estos casos el hombre es
conducido, a causa de una experiencia súbita, de la belleza a las leyes
morales.
Después de
considerar el concepto de lo sublime, Schiller propone pensar la educación
estética como la unidad de lo bello y lo sublime, “Lo sublime debe sumarse a lo
bello para que así la educación estética sea una realización integral, y para
ampliar la sensibilidad del corazón humano hacia la total amplitud de nuestra
vocación y consiguientemente por sobre el mundo sensible” (Schiller, 2017, p.
90). Tal propuesta no aparece explícitamente en las Cartas filosóficas, sin embargo, tal como hemos indicado, Schiller
hacia el final incorpora al estado estético lo sublime como paso seguro al
estado moral y, asimismo, en este tratado que versa sobre lo sublime retoma el
concepto de lo bello. Pero ¿cómo ha de pensarse esta relación de armonía entre
la sensibilidad y la razón, cuando se introduce el concepto de lo sublime? En
el texto Sobre lo sublime, Schiller
lo dice expresamente:
En lo bello
armonizan la razón y la sensibilidad, y sólo por esta armonía tiene atractivo
para nosotros […]. En lo sublime, en cambio, no armonizan la razón y la
sensibilidad, y justamente en esta contradicción entre ambos está el encanto
con el cual lo sublime conmueve nuestro espíritu (Schiller, 2017, p. 77).
Según lo
anterior, podemos observar que se trata de dos genios otorgados por la
naturaleza, el sentimiento de lo bello, donde tiene lugar la armonía del sentir
—los instintos sensibles— y el pensar —las leyes de la razón—. En el estado
estético, el hombre deviene libre, pero pervive al interior de la naturaleza
sin que todavía pueda elevarse por encima de ella al tener conciencia de sus
propios límites. El otro genio, el sentimiento de lo sublime, sucede como un
agrado repentino, súbito, imprevisto, posibilita una salida del mundo de las
intuiciones sensibles que predominaban en el reino de la belleza, dando lugar a
una tensión entre la sensibilidad y la razón imposible de resolver en una
armonía del espíritu, este logra dominar la naturaleza y elevarse moralmente
por encima de ella, orientarse al mundo de las ideas, y obtener su dignidad.
Hacia el final del texto Sobre lo sublime,
aparece esta exigencia de reunir estos dos genios:
Sólo cuando lo
sublime se conjugue con lo bello y cuando haya sido desarrollada nuestra
receptividad para ambos en igual proporción, seremos perfectos ciudadanos de la
naturaleza, sin ser por esto sus esclavos y sin perder nuestro derecho civil en
el mundo inteligible (Schiller, 2017, p. 91).
Con la
introducción de la unidad de lo bello y lo sublime y su inclusión en la
educación estética del hombre ―según lo planteado en el texto citado—, se
amplía el espectro de las Cartas
filosóficas, y la interpretación de ellas no podría orientarse simplemente
a defender una formación puramente estética orientada hacia la belleza ideal
tal como suelen hacerlo las interpretaciones corrientes.
Jaime
Francisco Troncoso en el texto titulado “Sobre lo bello y lo sublime: ideal
estético e ideal moral en Schiller” (2008) ha señalado con justeza que el año
de publicación de Sobre lo Sublime
seguramente no coincide con el tiempo de su escritura, y hasta el momento se
desconoce si fue escrito antes de las Cartas
filosóficas escritas en 1795 o después de ellas. Después de señalar
diversas vías interpretativas en las que podría pensarse que el texto Sobre lo sublime deja a un lado la idea
planteada en las Cartas filosóficas
de la armonía entre el sentir y el pensar, o bien que en estas se prescinde de
la dirección moral del texto, finalmente opta por una tercera vía en la que se
“propone recorrer las tensiones internas que atraviesan la obra en su conjunto,
sondeando su sentido más allá de la simple constatación de una ambigüedad”
(Troncoso, 2008, p. 125). Siguiendo esta tercera vía, continúa Francisco
Troncoso, en el tratamiento de la educación estética, la relación entre lo
bello y lo sublime dejaría de interpretarse en términos de superación del
primero por el segundo y, por otra parte, se abandonaría la pretensión de
relacionar la belleza y la moral en un esquema de medios y de fines.
Al seguir
esta tercera vía, debemos reconocer que en las Cartas filosóficas se presentan varios momentos y aunque, sin duda,
el tratamiento sobre la participación de la belleza en la educación estética
ocupa un lugar preeminente, existe un momento final en el cual el concepto de
sublime aparece como una necesidad insoslayable para el tránsito al estado
moral. En su libro De la gracia y la
dignidad, Schiller asocia lo bello con el concepto de gracia y lo sublime
con el concepto moral de dignidad: “Si la gracia y la dignidad, la una apoyada
por la belleza arquitectónica, la otra por la fuerza, se encuentran reunidas en
una misma persona, es perfecta en ella la expresión de la humanidad” (1985, p.
58). La posibilidad de enlazar el concepto de belleza con el asunto de la
libertad moral en el hombre sería la condición esencial de la educación
estética que integra al sentimiento de lo bello y de lo sublime, de la gracia y
la dignidad a fin de lograr el tránsito desde la ciega necesidad física a la
nobleza moral del hombre, presupuesto fundamental para lograr una nueva
legislación política del Estado. El pensamiento de Schiller sobre la educación estética tiene su proyección
en el futuro cada vez que se estime que la educación del carácter del hombre,
de su razón y de su sensibilidad ha de preceder a una reforma política estatal.
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…………………………………………………………….
Fecha de recepción: 20 de febrero de 2019
Fecha de aceptación: 3 de julio de 2019
Forma de citar (APA): Bernal-Rivera,
B. (2020). La educación estética: armonizar sentir y pensar. Revista Filosofía UIS, 19(1), https://doi.org
/revfil.v19n1-2020012
Forma de citar (Harvard): Bernal-Rivera,
B. (2020). La educación estética: armonizar sentir y pensar. Revista Filosofía UIS, 19(1), 81-101
[1] Colombiana. Doctora en Filosofía. Universidad de Antioquia, Colombia.
Correo electrónico: anhelober@yahoo.com, beatriz.bernal@udea.edu.co
ORCID iD:
orcid.org/0000-0003-4926-0471
[2] Mi agradecimiento al Comité para el Desarrollo de la Investigación (CODI) de la Universidad de Antioquia por el apoyo brindado a esta investigación. Fecha de inicio, 21 de octubre de 2016. Número del Acta CODI: 732. Número del Acta Facultad de Artes: 2016-10825.
[3] (Cfr. Schiller, 1990). Especialmente las cartas I, II, III, VIII, IX.