Cuatro éticas:
una mirada desde y más allá de Nietzsche
Four ethics: a look form and beyond Nietzsche
http://dx.doi.org/
10.18273/revfil.v19n1-2020008
Resumen
Apoyándose
en Nietzsche, cuando es posible, y en otros autores, cuando es necesario, este
texto aborda ―tomando como base, las tres
transformaciones del espíritu enunciadas por Nietzsche al comienzo del
Zaratustra, y la noción de voluntad de poder―, la posibilidad de inferir
cuatro éticas, desde el punto de vista del poder: una ética de la sumisión
orientada hacia la obediencia, una ética de la resistencia orientada hacia la
rebeldía, una ética de la supervivencia orientada hacia la dominación, y una
ética de la supervivencia orientada hacia el empoderamiento. El propósito de
este trabajo es mostrar la inconveniencia de las tres primeras éticas para un
adecuado ejercicio de la democracia, y plantear, en cambio, la pertinencia de
una ética del empoderamiento.
Palabras clave
Ética,
supervivencia, dominación, sumisión, resistencia, Nietzsche.
Abstract
Supporting
Nietzsche, when possible, and other authors, when necessary, this text
addresses ―taking as a basis, the three transformations of the spirit enunciated
by Nietzsche at the beginning of the Zarathustra, and the notion of the will
to power― the possibility of infer four ethics, from the point of view of
power: an obedience ethic oriented towards obedience, an ethics of resistance
oriented towards rebellion, an ethic of survival oriented towards domination,
and an ethics of survival oriented toward empowerment. The purpose of this
paper is to expose the inconvenience of the first three ethics for an adequate
exercise of democracy, and to propose, instead, the relevance of an ethic of
empowerment.
Keywords
Ethics,
survival, domination, submission, resistance, Nietzsche.
Cuatro éticas: una mirada desde y más
allá de Nietzsche
El espíritu de los poderes es en el fondo teocrático,
y la herejía es a sus ojos peor que cualquier otro pecado. Cualquier tirano
quiere imponer la aprobación, y sin embargo, la quiere libre; y al tiempo
querría castigar al que se la niegue; no se limita a los actos; quiere ser
amado a causa de su poder (Alain, 2016, p. 147).
1. De
las tres transformaciones del espíritu
a la voluntad de poder
En
un famoso acápite del Zaratustra, en
donde expone las fases por las que atraviesa el espíritu en su proceso de
autosuperación, menciona Nietzsche que aquel se convierte primero en camello,
después en león y, finalmente, en niño. En este relato, el camello representa
“el espíritu en que mora la veneración, […] el espíritu fuerte y resistente”,
[para el cual] hay muchas cargas pesadas: su fortaleza demanda lo difícil y
pesado” (Nietzsche, 2011, p. 35), lo cual le es impuesto por el dragón, quien
recibe a su turno el nombre de “Tú debes”, y no es otra cosa que la autoridad.
El león, en cambio, “quiere apresar la libertad y ser soberano en su propio
desierto” (p. 36). Por eso se rebela en contra de “Tú debes” y le replica
diciéndole: “Yo quiero”. Pero el rebelde león es todavía incapaz de crear
valores nuevos, pues solo representa un
sagrado no ante el deber expresado en los valores antiguos; “pero crearse
la libertad para nuevos actos creadores ―de eso sí es capaz el poder del león”
(p. 36). Crear valores nuevos, de eso
se trata, y esa tarea le corresponde al niño, ya que “el niño es inocencia y
olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que gira por sí misma, un primer
movimiento, un sagrado decir sí” (p. 37).
Al
margen de los numerosos análisis que se han hecho de este pasaje, podría
afirmarse que Nietzsche está haciendo referencia a tres éticas bien diferentes:
i) una ética de la sumisión orientada hacia la obediencia, ii) una ética de la
resistencia orientada hacia la rebeldía y, iii) una ética de la libertad
orientada hacia la creación. Además, existe una conexión entre las tres
transformaciones del espíritu y la voluntad de poder, como queda en
evidencia en el siguiente texto, que, prácticamente, se superpone al anterior:
«Tú debes» ―
obediencia incondicionada en los estoicos, en las órdenes del cristianismo y de
los árabes, en la filosofía de Kant (es indiferente si a un superior o a un
concepto). Por encima del «tú debes» está el «yo quiero» (los héroes); por
encima del «yo quiero» está el «yo soy» (los dioses griegos) (Nietzsche, 2010b, p. 515).
Si
no fuera por las terribles implicaciones que llegó a tener la tercera ética en el desarrollo de la
noción de “voluntad de poder” nietzscheana ―donde la libertad creadora del niño
parece fundirse con la insolente rebeldía del león, tomando partido en favor de
los poderosos―, podrían admitirse, sin más, las tres éticas mencionadas. Pero,
dada la funesta elección nietzscheana, se hace necesario formular una cuarta
ética, leyendo a Nietzsche en clave democrática, para lo cual, habrá qué
invertir los términos originales de su pensamiento.
Como
se sabe, la voluntad de poder está orientada a exaltar las virtudes de los
“animales de rapiña”, esos superhombres
que actúan como verdaderos depredadores. Aquí debe decirse que fueron los
prejuicios políticos del filósofo, alimentados por el darwinismo social
prevaleciente en la era imperialista de la época del dominio europeo del mundo
(Watson, 2002, pp. 52-65), los que lo llevaron a negar las posibilidades de
superación de quienes llamaba “animales de rebaño”, y a despreciar las
esperanzas alentadas en estas clases por la moral derivada de un humanismo,
común al cristianismo, el socialismo y la democracia. Esta moral humanista
tendría como propósito proteger a los desvalidos de la desesperación causada
por la abyecta condición que les ha sido impuesta, y evitarles acudir a su
propia destrucción como única salida. Todo esto se pone en evidencia cuando
afirma que:
La moral ha
protegido a la vida de la desesperación y del salto a la nada en aquellos
hombres y estamentos que han sido violentados y oprimidos por otros hombres:
porque es la impotencia frente a los hombres, no la impotencia frente a la
naturaleza, la que genera la amargura más desesperada frente a la existencia
(Nietzsche, 2008, p. 166).
Aunque
es más conocida la posición negativa de Nietzsche hacia el cristianismo, hay
que decir que esta posición formaba parte del gran desprecio que sentía el
filósofo por todo lo que, desde su punto de vista, se pusiera del lado de los
débiles, como se puede ver en este fragmento:
La moral ha
tratado a quienes tenían el poder, a quienes ejercían el poder, a los “señores”
en general, como los enemigos frente a los cuales el hombre común tiene que ser
protegido, es decir, en primer lugar, alentado, fortalecido. La moral, por
consiguiente, ha enseñado a odiar y despreciar de la manera más profunda lo que
constituye el rasgo de carácter fundamental de los dominadores: su voluntad de
poder (Nietzsche, 2008, p. 166).
Pese
a lo chocante que pudiese parecer, debe advertirse que existen muchas pruebas,
sobre todo en los Fragmentos póstumos,
del desprecio que sentía Nietzsche, no solo por el cristianismo, sino por la
democracia, a la cual consideraba responsable de la inaceptación que recibía la
voluntad de poder, como se puede constatar cuando dice que: “«la voluntad de
poder» es odiada en las épocas democráticas hasta tal punto que la psicología
entera de éstas parece orientada a empequeñecerla y a calumniarla” (2008, p.
543). En ese orden de ideas, concibe el auge del movimiento democrático que se está llevando a cabo en Europa, y que
identifica con el progreso, como una conjura global del rebaño o como una sublevación de esclavos, lo cual queda
dicho de este modo:
[…] creo que
el gran movimiento que avanza incontenible, el movimiento democrático de Europa
―eso que se llama “progreso”― lo mismo que ya su preparación y precursor moral,
el cristianismo ― sólo significa en el fondo la enorme e instintiva conjura
global del rebaño contra todo lo que es pastor, animal depredador, eremita y
César, a favor de la conservación y elevación de todos los débiles, abatidos,
malparados, mediocres, medio malogrados, como una prolongada sublevación de
esclavos, primero secreta y luego cada vez más asumida, contra toda especie de
señores, por último también contra el concepto “señor” […] (Nietzsche, 2008,
p. 82).
Pero
Nietzsche se subleva en contra de todos esos sublevados, despreciando a quienes
tienen la osadía de despreciar a sus señores; pues con ello, según él, se están
oponiendo, sin saberlo, al ascenso de una especie superior de hombre, especie
mejor lograda que requiere, para el logro de sus fines superiores, de esclavos
sobre los cuales sostenerse. Por esa razón, denuncia la que considera,
una guerra a
vida o muerte contra aquella moral que surge del seno y de la conciencia de una
especie superior, más fuerte de hombre, de una especie, como se ha dicho,
dominadora, ―de una especie que, como base y condición, necesita la esclavitud
en alguna forma y bajo algún nombre […] (2008, p. 82).
Obsérvese
que por doquier aparece una distinción entre hombres ordinarios y hombres
extraordinarios, bajo la contraposición entre hombres excepcionales y hombres
comunes, señores y esclavos, especie superior y especie
inferior, fuertes y débiles, con la particularidad de que
Nietzsche no tiene problema en admitir que esta distinción es obra de una sociedad aristocrática,
sociedad que, según él, sería la única que habría emprendido la tarea de elevar
al hombre por encima de la abyección en la que estaría cayendo inexorablemente,
como consecuencia de la intromisión del igualitarismo. No de otra forma podría
entendérselo cuando afirma que “hasta ahora toda elevación del tipo hombre ha sido obra de una sociedad
aristocrática que creía en una larga escala de jerarquía y diferencia de valor
entre hombre y hombre y que tenía necesidad de la esclavitud” […] (2008, p.
82).
En
este punto, no hay que llamarse a engaños ni tratar de exculpar a Nietzsche, en
nombre de lo que su pensamiento ha representado para el entendimiento del mundo
contemporáneo. Sin más, hay que decirlo: todo lo citado anteriormente apunta a
lo siguiente: para que el hombre pueda elevarse sobre sí mismo, se tiene que
montar sobre sí mismo, lo que en el contexto nietzscheano significa que para
que unos hombres se puedan elevar sobre sí mismos ―esto es, sacar el mejor
provecho de sí mismos― se deben encaramar sobre los hombros de otros hombres.
Como se ve, no se trata de una autosuperación
inocente: la elevación de unos se hace a costa de la degradación de otros.
De
allí que, para que tenga lugar la existencia de los hombres extraordinarios, deberá haber hombres ordinarios que se vean obligados a cargarlos en sus
espaldas. Lo terrible es que, si se sigue la lógica argumentativa de Nietzsche,
para estos infortunados no hay opción. Y no la hay porque, de acuerdo con esta
lógica, ellos constituyen la manifestación viviente de la decadencia o, mejor
dicho, ellos son los desechos que va dejando la vida en su proceso de
evolución. Decadencia que llevaría inexorablemente a la extinción del hombre,
convirtiendo en un imperativo la necesidad de crear una nueva especie, un nuevo
tipo de hombre, un hombre superior: el
superhombre.
Es
que, para Nietzsche, la decadencia forma parte del devenir de la vida: “el fenómeno de la décadence es tan necesario como cualquier ascenso y avance de la
vida: eliminarlo no está en nuestras manos” (2008, p. 532). Esta decadencia va asociada a la
producción de desechos y a su posterior eliminación, como afirma acá,
incluyendo a la humanidad en el proceso: “la décadence
es propia de todas las épocas de la humanidad: por todas partes hay materiales
de desechos y de ruinas, la eliminación de formaciones de decadencia y de
declive es uno de los procesos de la vida misma” (2008, pp. 422ss.).
Por
cierto, todo esto suena a darwinismo social. Pero aquí se hace necesario
aclarar que Nietzsche no es un darwinista social, en sentido estricto. Y
también hay que aclarar que su recepción de Darwin es bastante peculiar, por no
decir equivocada en algunos aspectos, como veremos a continuación. Primero que
todo, él mismo se presenta como un anti–darwiniano, cuando expresa que:
lo que más me
sorprende al revisar los grandes destinos del ser humano es ver siempre ante
mis ojos lo contrario de lo que hoy día Darwin y toda su escuela ven o quieren
ver: la selección a favor de los más fuertes, de los mejor dotados, el progreso
de la especie (2008, p. 561).
Aclaremos
que Darwin jamás postuló la selección a
favor de los más fuertes, o de los
mejor dotados y, mucho menos, el
progreso de la especie, como base de su teoría de la evolución. En su
interpretación, la evolución, si es que tenía algún sentido, se encaminaba, por
lo regular, de lo simple a lo complejo, y hacia la aparición de unos organismos
cada vez mejor adaptados a su entorno. Y aunque Darwin no lo expresó
directamente, hoy en día se acepta la supervivencia
de los más aptos ―expresión introducida por Spencer, paradójicamente, un
darwinista social (Watson, 2002, p. 53)―, como una forma aceptable de
caracterizar la evolución, pero no más. Quienes interpretaron la evolución como
supervivencia de los más fuertes, de los mejor dotados, y como progreso,
fueron, en términos generales, los darwinistas sociales que, además, tenían el
prurito de poner a la Europa occidental como modelo. Ahora bien, a partir del
mencionado error de interpretación (se trata, realmente, de una falacia),
Nietzsche replica que
La selección
no se lleva a cabo en favor de las excepciones y de los casos afortunados: los
más fuertes y los más felices son débiles cuando tienen en su contra los
instintos de rebaño organizados, la pusilanimidad de los débiles, la
superioridad numérica (2008, p. 561).
De acuerdo
con esto, los más fuertes son también los más felices, pero como son una
minoría, terminan siendo apabullados por la superioridad numérica del rebaño
organizado, esto es, las mayorías democráticas. Nietzsche no escatima esfuerzos
en justificar su ataque en contra de aquellos a quienes considera como
productos malogrados de la vida, llámense decadentes,
desechos, ruinas, mediocres y, en
todo caso, entes afectados por la voluntad
de nada que, precisamente, es la antípoda de la voluntad de vivir, es
decir, la voluntad de poder. Por esa razón arremete contra toda moral que, en
su concepto, esté al servicio de aquella voluntad de nada, señalando que,
esta moral
dice así: los mediocres tienen más valor que las excepciones, los productos de
la decadencia más que los mediocres, la voluntad de nada predomina sobre la
voluntad de vida ― y la meta de todo ello es por tanto, expresada de manera
cristiana, budista, schopenhaueriana: mejor no
ser que ser (2008, pp. 561ss.).
2. La
encrucijada nietzscheana y la ética de la dominación
La primera
formulación nietzscheana de esta versión del pesimismo trágico se encuentra en El nacimiento de la tragedia. Allí la
pone en labios del sabio Sileno quien, en respuesta a la apremiante insistencia
del rey Midas, que lo había hecho atrapar, ex
profeso, para preguntarle,
Qué era lo
mejor y más deseable para el hombre [le respondió] en medio de una estridente
risa: “¡Mísera estirpe efímera, hijos del azar y de la ardura!, ¿por qué me
obligas a decirte algo, lo que te conviene no escuchar? Lo mejor de todo no
está en absoluto a tu alcance, a saber, no haber nacido, no ser, ser nada… Y,
en su defecto, lo mejor para ti es… morir pronto” (2010a, p. 64).
En eso
consiste la voluntad de nada a la que
se refiere Nietzsche. Voluntad que, en su concepto, mueve a las mayorías.
Voluntad que, como un imán, atrae la decadencia; que tira hacia abajo. En todo
caso, al final de la partida, la culpa de todo la tienen esos impertinentes
descamisados sublevados. Esos productos malogrados de la vida, que ponen a la
especie en peligro de extinción, si no se los pone oportunamente en su lugar,
ya que perjudican el ascenso de los que están llamados a sacar la cara por
ella, para evitar su ―de otro modo irremediable― caída en los abismos de la
nada. Y la culpa de todo la tiene, en primer lugar, ―siempre según Nietzsche―
el cristianismo, por haberlos protegido, impidiendo poner en práctica su
aniquilación, como queda dicho en este pasaje:
La prohibición
de la Biblia “¡no matarás!” es una ingenuidad en comparación con mi prohibición
a los décadents “¡no procreéis!” ― es
peor aún, es una contradicción con respecto a mí... La ley superior de la vida,
formulada en primer lugar por Zaratustra, exige que no se tenga compasión con
todo desecho y desperdicio de la vida, que se aniquile lo que para la vida
ascendente no sería sino obstáculo, veneno, conjura, subterránea hostilidad, ― en una palabra,
cristianismo... Es inmoral, es contranatura en el más profundo sentido, decir
“¡no matarás!” (2008, p. 759).
Téngase
en cuenta que Nietzsche no está hablando en sentido metafórico; por el
contrario, lo está haciendo en un tono bastante grave. La selección de los
mejores supone la destrucción de los peores, según entiende. A veces
esclavizándolos, a veces exterminándolos, a veces impidiéndoles nacer.
Safranski, refiriéndose al respecto, declara que: “sólo se logra crear este
«exceso de vida» si a los «demasiados» se les impide la procreación o si,
incluso, son eliminados. Para Nietzsche tales pensamientos verdaderamente
asesinos proceden del estado dionisiaco” (2001, p. 287). Tan dionisíaco como
podría ser una campaña adelantada por cazadores ebrios de sangre, valga
decirlo. Que no se trata de una metáfora, queda claro en esta afirmación: “Sólo
hay nobleza de nacimiento, sólo nobleza de sangre […] El espíritu solo, pues,
no ennoblece, antes bien, hace falta algo que
ennoblezca el espíritu. ― ¿Qué es lo que hace falta? La sangre” (2010b, p.
874).
Queda
claro hacia dónde apunta la filosofía de la voluntad de poder. Se trata de una
exhortación a los poderosos para que tengan el coraje de asumir el lugar que
les corresponde, en cuya defensa se afirma que “por extraño que suene: se ha de armar siempre a los
fuertes contra los débiles; a los felices contra los desgraciados; a los sanos
contra los depravados y los lastrados con taras hereditarias” (Nietzsche, 2008,
pp. 561ss.). De otro modo: Nietzsche le dio status filosófico al discurso
intolerante de la negación del otro,
que aquí aparece como el débil, el menesteroso, el insignificante, el
malogrado, el parásito, en resumidas cuentas, el desechable, atrapado ―según
él― por una irresistible voluntad de nada; dando lugar a que nos
preguntemos: ¿quién es quién para decidir quién vive y quién muere?, ¿quién
manda y quién obedece?, ¿qué está bien o qué está mal en este mundo dejado de la mano de Dios? La respuesta
queda implícita: es el poder, sin más. Porque ―sin caer en un relativismo
extremo que nos lleve a decir, con el poeta: “todo, todo me da lo mismo: lo
eximio y lo ruin, lo trivial, lo perfecto, lo malo…” (De Greiff, 2013, p. 155),
ya que, en este caso, no se trata de valores, sino de personas―, si se adoptase
una perspectiva imparcial, resultaría que igual derecho a vivir tendrían el
rico y el pobre, el excelso y el malogrado, el brillante y el mediocre, el noble y el villano, el prohombre y el
gusano (Serrat); pues no hay, in
extremis ―para nada ni para nadie, ni ahora ni nunca―, un tribunal supremo
de la verdad, un oráculo infalible, una instancia última y definitiva a la que
apelar para resolver semejante cuestión. En ese sentido, todo es cuestión de
perspectiva, como podría haber señalado el propio Nietzsche. Y de poder, claro
está, pues, como queda claro en el conocido discurso de Humpty Dumpty, es el
poder quien impone las normas y, por lo tanto, quien establece el significado
de las cosas.
No
obstante, Nietzsche está dispuesto a ofrecer una justificación. Por eso propone
una transvaloración de todos los valores,
unas nuevas tablas de la ley, una
nueva interpretación del bien y del mal,
que recuerda las exhortaciones de Maquiavelo, quien, como se sabe, considera
que la política es cuestión de supervivencia, no de moral. De ello da fe el
florentino en muchas ocasiones y de diversos modos. Por ejemplo, cuando dice
que “está tan lejos el cómo se vive del cómo se debería vivir, que quien
renuncie a lo que se hace en aras de lo que se debería hacer, aprende más bien
su ruina que su conservación” (Maquiavelo, 2011, p. 51). Para él, la necesidad
está por encima del deber. Un príncipe tiene que hacer lo que tiene que hacer.
No hay otra opción.
Se trata,
por supuesto, del principio de supervivencia del Estado que, a diferencia de
Nietzsche, eso sí, constituye para Maquiavelo un fin supremo. Cualquier cosa
que ponga en entredicho este principio vital, como el código moral, con su
sistema de restricciones (prescripciones, prohibiciones, valoraciones) que
intentan regular las acciones, constituye una desventaja, en términos de
supervivencia, para quien se somete a ella. Por esas razones, el imperativo de
la supervivencia suele chocar con el imperativo moral, con el cual tiene muy
pocos puntos de contacto, en cuyo caso, se presenta un desplazamiento del
sentido de los valores, por cuanto el criterio técnico prevalece sobre el
criterio moral, donde por bueno no se entiende lo virtuoso sino lo eficaz o lo
útil, y por malo, lo que no sirve. En ese sentido, la virtud resulta
perjudicial y el vicio se percibe como bueno. No otra cosa puede significar
esta recomendación de Maquiavelo:
no le preocupe
entonces [al príncipe] la fama que da el practicar los vicios sin los que la
salvaguardia del Estado es imposible, pues si se considera todo debidamente, se
hallará algo que parecerá virtud, pero que al seguirlo provocará su ruina, y
algo que parecerá vicio, pero que al seguirlo le procura seguridad y bienestar
(Maquiavelo, 2011, p. 52).
Valga
decir que Nietzsche es mucho más contundente y taxativo, pues subsume la virtud
en la voluntad de poder, como se puede apreciar aquí:
El punto de
vista natural-egoísta: virtud y poder, idénticos. La virtud no renuncia, desea,
no lucha en contra sino a favor de la naturaleza; no es el aniquilamiento sino
la satisfacción del afecto más poderoso. Es bueno lo que favorece nuestro
poder: malo, lo contrario. La virtud resulta de la aspiración a la
autoconservación. “Lo que hacemos lo hacemos para conservar y acrecentar
nuestro poder”. “Por virtud y poder entiendo lo mismo” (2008, p. 193).
Virtud
sin cristianismo, se entiende. Es decir, nihilismo y nuevas tablas de la ley.
Esta vez, sin metafísica. Totalmente terrenal. La ley de la selva. En otras
palabras, virtud como supervivencia, a secas. Pero no de todos. Nietzsche
exige, a voz en cuello, que se le despeje la vía tan solo a los más fuertes,
dejando a los débiles tirados a la vera del camino. De allí su desprecio por la
democracia, el socialismo y el anarquismo, en una época de tanta agitación
social en Europa que impide, según él, percibir el ímpetu decadente que
acompaña a tales movimientos, como se puede constatar cuando dice que:
El socialismo ―pensado en última instancia como la tiranía de los más vulgares y más estúpidos, de los superficiales, los envidiosos y los comediantes de tres al cuarto― es en realidad el resultado lógico de las ideas modernas y de su latente anarquismo; pero en el aire tibio del bienestar democrático se relaja la facultad de sacar conclusiones o al menos una conclusión (Nietzsche, 2010b, pp. 816ss.).
Cabe
observar que, en perfecta armonía con la tradición del pensamiento
aristocrático, Nietzsche no hace otra cosa que expresar su protesta contra los
efectos perniciosos de la llegada al poder de los mediocres, con su inevitable
propagación de la vulgaridad, el mal gusto y la ordinariez. No está de más
recordar que ya en su temprano ensayo “Sobre verdad y mentira en sentido
extramoral” (2010a, p. 190), Nietzsche consideraba vano todo intento de
enaltecer el intelecto humano en cuanto tal, en tanto este solo era el
resultado de la consumación del arte del engaño por parte de unos seres débiles
en sí mismos, que dependían de este arte como medio para sobrevivir. En ese
sentido, no es el intelecto, o su producto más excelso, el conocimiento, lo que
conmueve a Nietzsche. El enigma se resuelve en la posterior evolución de su
pensamiento, con la formulación de la noción de voluntad de poder.
La
voluntad de poder es presentada por Nietzsche como un principio
despersonalizado que afecta a todo el orden viviente y lo desborda, alcanzando
el campo de las reacciones químicas y físicas, en fin, las dinámicas que rigen
el movimiento del universo entero en medio de un enorme juego de suma cero
(2010b, p. 831). En un primer momento, aparece como un escenario en donde lo
fuerte subsume lo débil: “La
apropiación e incorporación es sobre todo un querer subyugar, un formar,
configurar y reconfigurar hasta que finalmente lo sometido ha pasado totalmente
al poder del atacante y lo ha acrecentado” (2008, p. 282). Después se define como una fuerza
configuradora y expansiva:
[…] todo centro de fuerza ― y no solamente el ser humano ― construye el mundo entero restante a partir de sí mismo, es decir, lo mide, lo manipula, lo configura según su fuerza […] De acuerdo con mi representación, cada cuerpo específico aspira a dominar el espacio entero y a extender su fuerza (― su voluntad de poder) y a repeler todo lo que se opone a su expansión. Pero tropieza constantemente con aspiraciones iguales de otros cuerpos y acaba arreglándose (“uniéndose”) con aquellos que le son bastante afines: ― así conspiran entonces juntos para lograr el poder. Y el proceso continúa... (2008, p. 603).
Para
agregar más adelante que también es acumulación
de fuerzas, crecer a costa de otro:
La voluntad de acumular fuerza como específico para el fenómeno de la vida, para la nutrición, la reproducción, la herencia, para la sociedad, el Estado, las costumbres, la autoridad ¿no deberíamos tener el derecho de admitir esta voluntad como causa motora incluso en la química? ¿Y en el orden cósmico? No meramente constancia de la energía: sino economía maximal del consumo: de manera que el querer-llegar-a-ser-más-fuerte por parte de todo centro de fuerza es la única realidad, ― no autoconservación, sino apropiación, querer-llegar-a-dominar, querer-llegar-a-ser-más, querer-llegar-a-ser-más-fuerte […] La vida como la forma del ser que nosotros mejor conocemos es específicamente una voluntad de acumulación de fuerza: todos los procesos de la vida tienen aquí su punto de apoyo: nada quiere conservarse, todo debe ser sumado y acumulado (2008, p. 535).
De
este modo, configuración, expansión, crecimiento y acumulación de
fuerzas, a las que habría que agregar, elevación
por encima de sí mismo, definen la voluntad de poder. Pero en medio de ese
inmenso marco, lo que específicamente conmueve a Nietzsche es la grandeza del
crear, inherente a la supervivencia de la vida, que se eleva ―de acuerdo con la
perspectiva del darwinismo social, no de Darwin quien, como ya se dijo, jamás
entendió la evolución como superación o elevación de unas especies u organismos
por encima de sí mismos o de otros― mientras arrastra tras de sí lo parasitario
―lo decadente, la plebe―, que siempre trata de adherírsele para aprovecharse de
ella, sobre todo, cuando se encuentra frente a las especies más elevadas, como
queda dicho en el ítem 19 del capítulo “De viejas y nuevas tablas” del Zaratustra:
[…] ―yo construyo una cordillera compuesta de montañas cada vez más sagradas―
Mas, adondequiera que subáis conmigo ¡oh hermanos míos, tened cuidado de que no suba con vosotros un parásito!
Parásito: es un bicho rastrero y escurridizo que quiere engordar de vuestros rincones heridos y enfermos.
Y su arte consiste en adivinar en las almas ascendentes dónde están cansadas: en vuestra aflicción y disgusto, en vuestro delicado pudor hace su repugnante nido.
Donde el fuerte es débil, y donde el noble es demasiado condescendiente, ―ahí construye su repugnante nido: el parásito vive donde el grande tiene pequeñas heridas ocultas.
¿Cuál es la especie más elevada de todo lo existente y la más baja? El parásito es la más baja; pero quien pertenece a la más elevada, alimenta a la mayor parte de los parásitos.
El alma, en efecto, que tiene la escala más larga y es la que puede descender más; ¿cómo no deberían asentarse en ella la mayoría de los parásitos?― (2010a, p. 250).
En
ese sentido, el parasitismo del plebeyo constituye, según Nietzsche, la fuente
del mal. Vive a costa de la exuberancia del virtuoso, del mejor dotado, del que
se eleva sobre sí mismo. Por eso afirma: “El mal es: abusar de las virtudes de otros seres que son de naturaleza
superior (parasitismo)” (2010b, p. 329). Y para enfrentar este mal, propone una
solución radical: “¡a lo que cae, habría, además, que darle un empujón!”
(2010a, 251). Toda ayuda humanitaria, gesto compasivo o acto solidario hacia el
desvalido, queda pues descartado. Esto es comprensible si se tiene en cuenta
que su visión no comulga con el antropocentrismo ni, mucho menos, con el humanismo,
sino que se encuentra cimentada en una especie de biocentrismo de trasfondo
estético (de allí el episodio del caballo de Turín), donde una cosa queda
clara: Nietzsche exalta al depredador ―a quien identifica con el creador, el
poderoso y el superviviente―, en quien pone todas sus esperanzas, y desprecia
al parásito ―a quien identifica con el desvalido, el malogrado y el decadente―
por cuanto, a su parecer, constituye un lastre para el ascenso de la vida.
De
todo lo anterior, puede inferirse que la tercera ética, en la versión
nietzscheana de la voluntad de poder, sirve a los intereses de las élites
políticas y económicas de las sociedades imperialistas que estaban en pleno
auge en tiempos de Nietzsche, las cuales, como señalan Villares y Bahamonde (2001),
prosperan mediante la imposición de determinadas formas de intercambio desigual
sobre sus colonias. Sin embargo, esta ética juega un papel análogo en
sociedades dominadas por la predatocracia, como la colombiana. Ahora bien, lo
que, desde una perspectiva colonial, imperialista y predatoria ―aristocrática u
oligárquica, da lo mismo―, se percibe como una solución, desde una perspectiva
democrática debe interpretarse como un problema. Una ética de la dominación no
es compatible, de ninguna manera, con la democracia y Nietzsche lo sabía muy
bien. Y donde quiera que se ponga en práctica, se tratará de una ética de la
supervivencia que deviene en una exaltación del depredador. Por donde se la
mire, una verdadera amenaza para la humanidad y la vida, pero ahí está.
3. Ética de
la sumisión
A su turno, la ética de la sumisión (primera ética), no es aceptable por
cuanto se fundamenta en una exaltación autocomplaciente de la obediencia. Debe
advertirse que esta ética ha sido promovida desde tiempos inmemoriales por todo
tipo de religiones (monoteístas y politeístas), pero Nietzsche, como acabamos
de ver, solo abordó la crítica del cristianismo, y lo hizo para contraponerlo
con la voluntad de poder, en una perspectiva muy diferente de la que seguiremos
ahora. Una formulación explícita de la ética de la sumisión aparece, con una
pizca de intimidación, ya en el apóstol Pablo, en su Carta a los romanos, donde dice:
1Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas. 2De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación para sí mismos. 3Porque los magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo. ¿Quieres, pues, no temer la autoridad? Haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella; porque es servidor de Dios para tu bien. 4Pero si haces lo malo, teme; porque no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo. 5Por lo cual es necesario estarle sujetos, no solamente por razón del castigo, sino también por causa de la conciencia. 6Pues por esto pagáis también los tributos, porque son servidores de Dios que atienden continuamente a esto mismo. 7Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; al que honra, honra (Romanos 13, 1-7).
También
se puede hallar un propósito semejante y con un tono parecido, incluso más
tempranamente, en un texto del Eclesiastés
donde se presenta la obediencia como sabiduría:
2Te aconsejo que guardes el mandamiento del rey y la palabra del juramento de Dios. 3No te apresures a irte de su presencia, ni en cosa mala persistas; porque él hará todo lo que quiere. 4Pues la palabra del rey es con potestad, ¿y quién le dirá: ¿Qué haces? 5El que guarda el mandamiento no experimentará mal; y el corazón del sabio discierne el tiempo y el juicio (Eclesiastés 8, 2-5).
No
obstante, la versión más extrema de esta ética se encuentra en el islam, que
precisamente significa: sumisión. Por
cierto, en el Corán se encuentra un
ejemplo muy claro en este pasaje:
59. ¡Oh, creyentes! Obedezcan a Dios, obedezcan al Mensajero y a aquellos de ustedes que tengan autoridad y conocimiento. Si realmente creen en Dios y en el Día del Juicio, cuando tengan discrepancias remítanlas al juicio de Dios y del Mensajero, porque en ello hay bien y es el camino correcto (Corán, IV, La mujer).
De
acuerdo con un comentarista,
este versículo establece que la obediencia a Dios y a Su Mensajero es absoluta, pero que la obediencia a las personas de autoridad y conocimiento es relativa, y es debida siempre que no contradiga los principios establecidos en el Corán y la Sunnah (Corán, IV, La mujer).
En
ese sentido, se deja claro que las autoridades terrenales, aunque sean
merecedoras de obediencia, siempre estarán por debajo de la palabra consignada
en los textos sagrados. Obviamente, esto quedará supeditado a cuestiones de
interpretación. La ética de sumisión también ha sido promovida por los
monarcas, a lo largo y ancho de la historia occidental, quienes tuvieron a bien
mantener el binomio Dios y Rey
mientras pudieron, como garantía para obtener la obediencia de sus súbditos.
Resulta obvio que esta ética se fundamenta en el principio de autoridad, la
cual procede ―según se dice― de Dios, quien, para el caso, se desempeña como la
fuente suprema de esta. De Él pasa a sus representantes en la tierra, quienes
gobiernan en su nombre; razón por la cual, es a Él y solo a Él a quien deben
rendir cuentas. Pero no se precisa cuándo ni cómo. Mientras tanto, para los
súbditos queda el despliegue de pompa y
circunstancia destinado a deslumbrarlos, mientras se destaca paralelamente
la superioridad de las élites dominantes, como pone de presente Ferrero en este
pasaje:
Desde tiempos inmemoriales la legitimidad monárquica ha venido descansando en la alianza de oro con el hierro, en el matrimonio entre la fuerza y la riqueza. La dinastía reinante no solo debía poseer la mayor fortuna del país, excepción hecha, claro está, de la Iglesia, sino que además tenía que ser considerablemente más rica que las más ricas familias, derrochar con una prodigalidad insaciable en las más diversas y contradictorias tareas o encomiendas: guerras, armamento, obras públicas, beneficencia y prebendas de todas clases, lujo público, lujo de la Corte, de los familiares, gigantescos palacios y castillos de mil habitaciones, fiestas y paradas de características fabulosas (1991, p. 151).
Ferrero lo ha puesto en los términos precisos: alianza de oro con el hierro, matrimonio entre la fuerza y la riqueza; sobre estos pilares se asienta la legitimidad monárquica desde tiempos inmemoriales. En verdad, de eso se trata, pero sus beneficiarios y sus agentes no parecen muy dispuestos a aceptar una presentación tan escueta. Eso explica la destemplada y, en ocasiones, exacerbada recepción de que fue objeto El príncipe de Maquiavelo en los círculos del poder monárquico europeo, con posterioridad a la publicación de la obra (1532). Uno de los ejemplos más conspicuos lo constituye el libro, Antimaquiavelo o Refutación del Príncipe de Maquiavelo, escrito por Federico II de Prusia y publicado anónimamente en La Haya, bajo el auspicio y edición de Voltaire, en 1740. Pero un examen cuidadoso del contenido de este texto y de las circunstancias en que se escribió, contrastándolo con el texto del diplomático florentino, mostrará que lo que aparenta ser una interpretación antagónica sobre la política, o sobre el papel y la responsabilidad del gobernante, no es otra cosa que el abordaje de dos objetos diferentes: en Maquiavelo, del poder fáctico y, en Federico II, del poder válido.
Es importante aclarar que Federico de Prusia escribió este libro cuando todavía era príncipe y se podía dar el lujo de pensar con el deseo; incluso hasta puede suponerse que, quizás, lo haya hecho de buena fe. Sin embargo, tan pronto ocupó el puesto de su padre, como rey de Prusia, sus acciones desmintieron todo lo que había dicho y prometido antes, lo cual llevó a un Voltaire desengañado, a decir, en el prefacio del libro, que “Pronto se vio […] que Federico II, rey de Prusia, no era tan enemigo de Maquiavelo como el príncipe heredero había parecido serlo” (Federico II de Prusia, 1995, p. XLVIII). De hecho, el filósofo francés va todavía más lejos, señalando que un libro como El Antimaquiavelo, salido de la pluma de un príncipe, habría sido una jugada maestra de maquiavelismo que no habría incomodado para nada al propio Maquiavelo. Aunque no le parece que Federico de Prusia fuera capaz de tantos alcances, como deja claro en su comentario:
Al rey de Prusia, algún tiempo antes de morir su padre, se le ocurrió escribir contra los principios de Maquiavelo. Si Maquiavelo hubiera tenido un príncipe por discípulo, la primera cosa que le hubiera recomendado habría sido escribir contra él. Pero el príncipe heredero no hubiera comprendido tanta sutileza (Federico II de Prusia, 1995, p. XLVIII).
Entrando
en materia, diríase que casi desde un comienzo saltan a la vista dos grandes
preocupaciones de Federico de Prusia, preocupaciones que, de paso, podrían
constituir el paradigma de todo gobernante que aspire a la legitimidad: i)
cuidar su buena imagen y ii) no dar mal ejemplo. Esto nos recuerda la famosa
sentencia atribuida a Julio César: la
esposa del César no solo debe ser honesta, sino parecerlo; pero, como se
verá a continuación, tal honestidad no parece estar fundamentada en motivos
desinteresados, propiamente dichos, sino todo lo contrario. La primera preocupación
hace referencia al cuidado de la reputación de los gobernantes, quienes deben
proteger su imagen ante el ineludible escrutinio de la opinión pública, para
evitar que sus malas acciones los lleven a ser detestados por sus súbditos,
como queda expresado en este pasaje:
[…] los príncipes no sabrían ocasionar mal alguno impunemente, ya que, aun cuando sus súbditos no les castiguen ni tampoco queden fulminados por rayos celestiales, deben temer a la opinión pública; será su reputación la que quede hecha trizas y su castigo consistirá en ver citado su nombre entre los monstruos que repugnan a la humanidad, además de verse detestado por sus súbditos (Federico II de Prusia, 1995, p. 24).
Más
adelante es mucho más específico, detallando las razones para ser cuidadosos
con su comportamiento y describiendo los riesgos a que se expone su imagen,
debido a la posición que ocupan, como se puede ver aquí:
Se sabe muy bien hasta qué punto es curioso el público; es un animal que lo ve todo, que lo oye todo, y que divulga cuanto ha visto y oído. Si la curiosidad de este público examina la conducta de los particulares, es para entretener su ociosidad; pero cuando juzga el carácter de los príncipes, lo hace siguiendo su propio interés. También los príncipes se hallan expuestos, y más que el resto de los hombres, a los juicios y razonamientos de la gente; son como astros hacia los que un pueblo de astrónomos hubiese dirigido sus telescopios y astrolabios; los cortesanos que les observan […] hacen cada día sus observaciones; un gesto, un guiño, una mirada les traiciona; y los pueblos se familiarizan con ellos a base de conjeturas; en una palabra, en tan escasa medida como el sol puede cubrir sus manchas, […] poco pueden hacer los grandes príncipes por ocultar sus vicios y el fondo de su carácter a los ojos de tantos observadores (Federico II de Prusia, 1995, p. 121).
La
lección es clara: por más que lo intenten, los gobernantes no podrán evitar que
sus acciones sean observadas, y como tampoco pueden evitar ser descubiertos, es
mejor no tratar de aparentar lo que no son. En otras palabras, deben suprimir
sus vicios a la vez que alimentan sus virtudes. No sea que los vayan a
sorprender… Esto se puede apreciar claramente en este juicio:
El valor es bueno; pero, ¿por qué los príncipes deben contentarse con aparentar estas virtudes?, ¿por qué no las deben poseer de hecho? Si los príncipes no poseen estas cualidades efectivamente, harán muy mal en aparentarlas, notándose mucho que el actor y el héroe representado son dos personajes bien distintos (Federico II de Prusia, 1995, p. 130).
Esto
en relación con el cuidado de la imagen. En cuanto a la conveniencia de no
servir de modelo de mal comportamiento, el príncipe Federico de Prusia se
apresura a prevenir al gobernante para que no sea víctima de su propio invento.
Y en esto no le falta razón, pues existen múltiples evidencias de que la
divulgación de las enseñanzas de Maquiavelo se ha convertido en el manual, no
solo de los políticos, los revolucionarios y los conspiradores de cualquier pelambre,
sino de los empresarios, y hasta sirven de base en casi todos los programas de
entrenamiento en coaching. De allí la
pertinencia de la advertencia de Federico de Prusia, cuando dice que:
Abusar de la buena fe de los hombres, […] utilizar ardides infames, traicionar, perjurar, asesinar: esto es lo que el doctor en perversidad llama “prudencia”. […] Me pregunto si el mostrar cómo se puede faltar a la palabra dada y cómo jurar en falso tiene algo que ver con la prudencia. Si vos socaváis la buena fe y el juramento, ¿cuáles serán las garantías de que dispondréis sobre la fidelidad de los hombres? […] Al dar vos ejemplos de traición, siempre habrá traidores que os imitarán (Federico II de Prusia, 1995, pp. 51ss.).
Además,
los modelos históricos en los que se apoya Maquiavelo (con frecuencia,
criminales ambiciosos e inescrupulosos) no son, ni mucho menos, modelos a
seguir para ninguna persona que aspire a ser considerada honesta. Pero no se
debe olvidar que el florentino escribió un tratado para una situación de
excepción y no para una de normalidad. Sin olvidar que este tratado no estaba
dirigido al público en general (vulgo), sino a los príncipes; pero como no se
puede evitar que estas recomendaciones caigan en las manos menos indicadas
―digamos que en un menor de edad―,
tampoco le falta razón a Federico de Prusia cuando advierte que,
En el caso de un hombre cuyo instinto se halle inclinado hacia la maldad, las biografías de un Agatocles o de un Oliverotto de Fermo son capaces de cultivar ese peligroso germen al que presta cobijo dentro de su fuero interno sin tan siquiera saberlo (Federico II de Prusia, 1995, p. 58).
Por
último, Federico de Prusia se expresa como sería de esperar que lo hiciese
cualquier mandatario ―aristocrático o democrático, no importa―, que es como de
hecho lo suelen hacer. Justo a esto, es a lo que se le llama lenguaje políticamente correcto:
Compárese al príncipe de Fenelón con el de Maquiavelo. En el primero se observará el carácter de un hombre honesto, donde se dan cita la bondad, la justicia, la equidad y, en una palabra, todas las virtudes elevadas a un grado eminente; se diría que nos encontramos ante una de esas inteligencias puras programadas por la naturaleza para velar por el gobierno del mundo. En el segundo nos toparemos con la perversidad, el engaño, la perfidia, la traición y todos los crímenes imaginables; se trata, en definitiva, de un monstruo que ni siquiera el infierno acertaría bien a engendrar. Mientras que, al leer el Telémaco de Fenelón, se diría que nuestra naturaleza se asemeja a la de los ángeles, cuando uno lee el Príncipe de Maquiavelo, parece aproximarse más a la de los demonios del infierno (Federico II de Prusia, 1995, pp. 48ss.).
Aquí
se pone en evidencia lo que podríamos llamar el doble vínculo agenciado por los gobernantes: mientras, por un lado,
secretamente están persuadidos, con Maquiavelo, de que la naturaleza del hombre
se aproxima más a la de los demonios,
por otro, en público, se esfuerzan en hacer creer que esa naturaleza se asemeja más a la de los ángeles, y que bastaría
con proporcionarles una educación adecuada para hacerla emerger.
Pero,
ya se trate de ángeles o de demonios, el propósito de todo gobernante es
conseguir la obediencia a la autoridad por parte de los gobernados. Como si la
obediencia fuera un bien en sí mismo, sin tener en cuenta los peligros que
acarrea cuando se realiza “sin resistencia ni crítica” ―para utilizar una
expresión weberiana―, caracterizando aquella “ausencia de pensamiento” que
Arendt asocia con la banalidad del mal (2002, pp. 31ss.). El problema
identificado por Arendt ―recordémoslo― se presenta ante un hombre ordinario
―para el caso, Adolf Eichmann― que ha cometido actos realmente monstruosos
sin que se le pueda acusar por ello de ser un monstruo y que, por si fuera poco, exhibe la buena conciencia de la gente
auténticamente malvada y no la mala
conciencia de la gente buena. En
otras palabras, se trata de la condición de un hombre común, que actúa como un
monstruo, sin llegar a serlo, por cuanto no lo hace siguiendo el impulso de
motivaciones perversas (odio, venganza, sadismo), sino bajo la convicción de
que está procediendo bien, al limitarse a cumplir a cabalidad las órdenes
recibidas de sus mandos superiores, sin importar la naturaleza de estas y sin
cuestionarse si acaso no estará causando un mal porque, para ello, tendría que
haber utilizado su facultad de pensar, que seguramente le habría permitido distinguir si lo que hacía estaba bien o
estaba mal, independientemente de lo que dijeran los demás. Vale la pena
mencionar que la tesis de la banalidad del mal fue demostrada empíricamente por
Milgram y Zimbardo, en estudios diferentes, y estos resultados fueron
analizados por Bauman en su ética de la obediencia (2011, pp. 180-198).
Hasta
ahora, hemos mostrado cómo la ética de la sumisión ha sido patrocinada, bien
por las religiones, o bien por las monarquías. A continuación, mostraremos cómo
―aunque resulte paradójico― la ética de la sumisión también es promovida por
los gobernantes de los Estados democráticos, mediante sus rituales patrióticos
de legitimación y sus bienintencionados
procesos de formación ciudadana, más interesados en que la gente se porte bien ―que obedezca― que en
desarrollar competencias ciudadanas para gestionar adecuadamente las campañas
de defensa y lucha por sus derechos, en las ocasiones en que estas se lleven a
cabo. A propósito, ese es el lema de la campaña promovida por la Alcaldía de
Medellín, bajo la administración de Federico Gutiérrez, sobre la cual puede
leerse, en la página oficial de la Alcaldía de Medellín, lo siguiente:
Medellín somos todos. ¡Portate bien! Es la campaña con la que la Alcaldía de Medellín invita a erradicar los principales comportamientos que alteran la convivencia ciudadana como son las riñas, el ruido y la mala disposición de las basuras. “Medellín somos todos. Portate bien”, busca crear conciencia sobre los comportamientos que más alteran la convivencia ciudadana y promueve la corresponsabilidad ciudadana como solución a los conflictos y hace visibles las medidas correctivas que establece el nuevo Código de Policía y Convivencia. Esta campaña es liderada por las secretarias de Cultura Ciudadana, Seguridad y Comunicaciones, y cuenta con el apoyo de la Policía Metropolitana del Valle de Aburrá, el Ejército Nacional y la Secretaría de Movilidad. ¿Por qué necesitamos trabajar en una mejor convivencia? Para no perder más vidas:
• En el 2016 hubo 96 homicidios por convivencia, los cuales corresponden al 18% de los homicidios sucedidos en la ciudad.
• El 33% de los homicidios por convivencia ocurrido (sic) en el 2016 se dieron en la comuna 10.
• En el 2017 han sucedido 16 homicidios por convivencia, 3 de ellos en la comuna 10” (Alcaldía de Medellín, Campaña Portate Bien).
Obsérvese
que bajo el concepto de “homicidios por convivencia” se atribuye, sin más, la
responsabilidad de una parte importante de los homicidios ocurridos en la
ciudad, a los ciudadanos comunes y corrientes, sin averiguar de qué tipo de
personas se trata, a qué se dedican, si tienen antecedentes penales, y las
razones de la agresión. De este modo, se responsabiliza a todos los habitantes
de la ciudad, de los delitos cometidos por unos cuantos, encubriendo a los
verdaderos responsables (que pueden ser las organizaciones criminales o la
delincuencia común, en ejercicio de sus acciones, o sus miembros, actuando por
cuenta propia para resolver conflictos privados, o tratarse de riñas callejeras
donde, por lo menos, uno de los contrincantes ejerce actividades criminales y está
habituado a usar armas, o involucrar a exmilitares o expolicías corruptos, para
solo mencionar algunas posibilidades).
Esto
no es más que una falacia que, disimuladamente, busca mantener el establishment. Pues si existe algún
espacio para el despliegue de estratagemas y de triquiñuelas, ese espacio es,
sin duda, el de los procesos de legitimación democrática. Y esto ocurre así,
porque estos procesos se llevan a cabo, por lo regular, en el espacio público,
espacio que suele ser tratado como tierra
de nadie y donde los más audaces y taimados saben sacar el mayor provecho
de las oportunidades, mientras sus astutas jugadas pasan desapercibidas ante la
mirada desprevenida de los incautos transeúntes ―los ciudadanos de a pie―, y nos topamos de nuevo con el asunto
aquel de los hombres ordinarios, de
esos a los que solo les alcanzó para ser invitados al baile de los que sobran (Los
prisioneros). Por agenciar una ética del lacayo, esta perspectiva también
se debe descartar.
4. Ética de
la resistencia
Esta ética posee un indiscutible carácter heroico que la hace
tremendamente seductora, pero también temible, ya que suele alimentar la
desmesura que acompaña las tentaciones totalitarias del rebelde ―ese
desobediente empedernido condenado por todas las religiones y por todos los
gobiernos, sean estos monárquicos o democráticos―, quien, por estar habituado a
arriesgar su vida, a forzar el curso de los acontecimientos y a sentirse un ser
extraordinario, puede llegar a convencerse de que tiene derecho a imponerse
sobre los demás y a controlar sus vidas. Detengámonos en el carácter heroico de
la ética de la resistencia, aclarando de antemano que Nietzsche desprecia el “culto a
los héroes” promovido por Carlyle y rechaza cualquier conexión con este autor
(1976, p. 57), por lo cual, seguiremos otro rumbo.
En
principio, cabe destacar el estrecho vínculo que existe entre resistencia,
rebeldía y heroísmo. Esto se debe a que, por su condición, la resistencia se
ejerce contra un poder desproporcionadamente superior que tratará de imponerse
a como dé lugar. Es inminente el riesgo de ser aplastado por él pero si, no
obstante, la resistencia persiste, se han de buscar otras salidas para evitar
ser aniquilado, lo cual conduce forzosamente a una situación de rebeldía. En este
caso, lo primero que se pone en evidencia es la enorme diferencia entre los dos
órdenes de magnitud enfrentados y la sensación que eso produce, que como
veremos, según Kant define la sensación de lo sublime.
El
filósofo de Königsberg abordó este problema de dos maneras: oponiendo lo finito
a lo infinito, y lo muy pequeño a lo inmensamente grande. Así encuentra que lo
finito, por enorme e inconmensurable que pueda llegar a ser, siempre resulta
insignificante ante lo infinito, dice Kant: “lo infinito, empero es
absolutamente (no sólo comparativamente) grande. Comparado con él, todo lo otro
(magnitudes de la misma especie) es pequeño” (1977, p. 156). Dos siglos antes,
el matemático y filósofo Blaise Pascal, plasmaba, con afectada perplejidad, en
sus Pensamientos, el asombro y terror
que le inspiraba la eternidad del tiempo y la infinitud del espacio ante a la
impotente volatilidad de su existencia (1984, pp. 56ss.), que condensó en su
célebre confesión:
“El silencio eternal de estos espacios infinitos me aterra” (p. 57). La infinitud siempre ocasiona esa
sensación de agradable terror que
acompaña, según Kant, el sentimiento de lo sublime: “sublime es aquello en
comparación con lo cual otra cosa es pequeña” (1977, p. 151). Pero Kant no se
refiere solo a la sensación que causa la insondable desproporción entre lo
infinito y lo finito, sino a la que produce el contraste entre la irresistible
inmensidad de la naturaleza y la “insignificante pequeñez” del poder humano:
Rocas audazmente colgadas y, por decirlo así, amenazadoras, nubes de tormenta que se amontonan en el cielo y se adelantan con rayos y con truenos, volcanes en todo su poder devastador, huracanes que van dejando tras sí la desolación, el océano sin límites rugiendo de ira, una cascada profunda en un río poderoso, etc. […], reducen nuestra facultad de resistir a una insignificante pequeñez, comparada con su fuerza (1977, p. 163).
Ahora
bien, como observa Teresa Santiago,
es
curioso que esta visión del poder ingente de la naturaleza y, por ende, la
revelación de nuestra pequeñez, sea uno de los temas favoritos de los
románticos que vendrán asociados al Sturm
und Drang [tormenta e ímpetu][2] y no a la filosofía
racionalista ilustrada de Kant (2009, p. 29).
Es
pues, el romanticismo, no el racionalismo, el que alienta el culto del héroe,
ese personaje indómito de quien se admira esa sublime actitud de desafío ante
el peligro y quien, sobreponiéndose a sus propias limitaciones, aborda una
empresa cuya magnitud excede, con mucho, sus precarias fuerzas, llegando incluso
a dar la vida por una causa que se sabe perdida de antemano (v.gr. el Che Guevara). Hay en lo heroico un
espíritu prometeico: la rebeldía frente a los condicionamientos externos y la
voluntad de sobreponerse a las propias limitaciones, pagando por ello las
consecuencias del caso. Pero la rebeldía, pese a la fascinación que puede
provocar, no crea nada, como dice Nietzsche. Es solo promesa; a lo sumo, un
paso necesario mas no suficiente para alcanzar la plenitud del ser, y suele
extraviarse en el intento.
Cabe
aclarar que existen dos versiones de la ética de la resistencia: una violenta y
otra no-violenta. La primera está orientada hacia la toma del poder
y ha sido la vía predilecta de los movimientos revolucionarios de inspiración
marxista. Si se conquista este objetivo, tras la toma del poder aparece una
nueva élite que, en muchos aspectos, repite las mismas prácticas abusivas de
las élites derrocadas, en cuyo caso, concluye irremediablemente convertida en
lo mismo que había combatido y despreciado. Infortunadamente, en muchas
ocasiones, los combatientes rebeldes ni siquiera se resignan a esperar la toma
del poder para tiranizar a las masas populares que dicen defender o en cuyo
nombre se han levantado en armas. El efecto
de acostumbramiento que acompaña sus acciones al margen de la ley, suele
llevarlos a naturalizar su
comportamiento violento y despótico, hasta el punto de perder la capacidad de
dimensionar la gravedad del impacto trágico y criminal de sus atentados contra
la población civil, como se puede constatar en muchos de los ataques
perpetrados por las organizaciones guerrilleras colombianas en las últimas
décadas.
Por
otra parte, si no se sigue la vía armada, la práctica de una ética de la
resistencia tendría que conformarse con la realización esporádica de algunos
trabajos de denuncia, o limitarse a servir de fundamento a las movilizaciones
ocasionales que se realicen como mecanismo para ejercer presión sobre
determinados temas, muy puntuales. La participación y el impacto dependerían
del entusiasmo generado entre los seguidores, y se agotarían prontamente tras
la realización de algunas salidas o la cosecha de algunos triunfos, con lo
cual, de cierta forma, el movimiento se vería convertido en flor de un día. Sus
alcances, entonces, serían muy modestos. Ciertamente necesarios, pero no
suficientes. Así pues, por el lado que se le mire, la ética de la resistencia
no parece ser una opción satisfactoria.
5. Ética
del empoderamiento
Después de haber examinado las características
y los inconvenientes de la ética de la
dominación (tercera ética), la ética
de la sumisión (primera ética), la ética
de la resistencia (segunda ética), ha llegado el momento de abordar la ética del empoderamiento; ética cuyo principio rector está
inspirado en dos propósitos: primero, elevar al desvalido por encima del estado
de postración en que se encuentra ―pues carece de fuerzas suficientes para
levantarse por sí mismo― y, segundo, alentar en todo aquel que se encuentre en
condición de hacerlo, a elevarse por encima de sí mismo, poniendo en práctica
lo que Safranski ―refiriéndose a Nietzsche― denomina efecto Münchhausen[3]
(2001, p. 300).
Ante
todo, se han de utilizar los recursos disponibles ―incluyendo el apoyo de
posibles aliados estratégicos procedentes de las clases medias y altas de la
sociedad― para asignar un lugar al subalterno en el difícil campo de batalla dominado por los
poderosos. En ese caso, el subalterno deberá encontrar el modo de acceder a sus
secretos, en especial, los que son conocidos como trucos del negocio, para lo cual podrá valerse de aquellos asesores
y tutores que no se hayan envilecido con el poder. En el proceso, deberá tomar
conciencia de sus propias capacidades, potencialidades, alcances y
limitaciones; porque no todos aquellos que lo intentan pueden conquistar las
mismas metas. En esto hay que ser realistas: algunas cosas no están al alcance
de todos, porque no todos tienen la madera
necesaria para conseguirlas.
Conviene
advertir que abordar el campo de batalla de los poderosos es como adentrarse en
la espesura de la jungla. Allí se encontrarán depredadores y parásitos por
doquier, y existirá una alta probabilidad de ser destruido o saqueado por
ellos, en la primera salida en falso. Nadie ha dicho que esto sea cosa fácil,
pues no se llega a ser poderoso por la
gracia de Dios. Antes bien, el poderoso es un competidor de alto
rendimiento que ha perfeccionado competencias especiales para mantener su
posición privilegiada. Ciertamente, a él tampoco le resultan fáciles las cosas.
Para enfrentar las dificultades, los riesgos y los imprevistos, se ha
preparado, sometiéndose a un duro entrenamiento, soportando fuertes presiones y
superando arduas pruebas.
En
síntesis, ha sobrevivido a un exigente ritual de iniciación que puede haberlo
transfigurado. Quizás hasta se haya deshumanizado un tanto en el proceso,
perdiendo la empatía y apartando la compasión de su ser. Por lo regular, conoce
sus alcances y sus límites y actúa en consecuencia, sin contemplaciones de
ninguna clase. En eso radica la razón de su éxito. El poderoso siempre hace lo
que tiene que hacer y sigue su camino. Si cae, se vuelve a levantar. Si
encuentra obstáculos, los derriba, los rodea o salta por encima de ellos. Si
necesita ayuda, la consigue. Siempre es capaz de llegar más lejos que los
demás. Siempre los supera, de algún modo. De eso y para eso vive.
Pese
a todo, no hay por qué satanizar al poderoso. Si su consigna es llegar tan
lejos como pueda y lo ha conseguido, también es porque los demás se lo han
permitido. Si ha podido escalar tan alto, es porque otros le han ayudado a
trepar hasta esas alturas. Si ha abusado de su poder desmesurado, es porque se
lo ha dejado llegar hasta ese nivel. Porque el poder del poderoso se deriva, tanto
de sus méritos excepcionales, cuanto de la complicidad y complacencia de sus
subalternos. Se le empodera aceptando su liderazgo, siguiendo sus directrices,
trabajando para él o dependiendo de él. De lo contrario, aquel terminaría arando en el desierto como colono
ilusionado. Por tanto, se puede contener su expansión y es posible desactivar
su poder, si se actúa concertadamente con ese propósito.
Con
todo, estas medidas de contención resultarían insuficientes si la estrategia no
contase con algunas iniciativas complementarias. Pues no basta con ponerle
frenos al poder: también hay que oponerle contrapesos, recogiendo la ingeniosa
idea de los fundadores de los EE. UU. No se debe satanizar al poderoso, sino
que hay que aprender de él; al menos, en cierto modo y medida. Porque no hay
razón para que el subalterno evite emular al poderoso, mientras actúe dentro de
la ley. Entretanto, buscará el modo de contenerlo en todo lo que pueda
acarrearle algún perjuicio.
Para
lograrlo, deberá descubrir sus técnicas, descifrar sus artimañas, curtirse en
la lucha, perder la inocencia, asumir riesgos y, sobre todo, aliarse con seres
afines. Frente al poderoso, nada mejor que aplicar la reciprocidad en su
versión proactiva (do ut des), en
tanto se pueda, y la reciprocidad en su versión preventiva (toma y daca), en tanto corresponda. En otros términos, tratar
a los demás así como se querría ser tratado por ellos, cuando sea posible,
y tratar a los demás así como se es
tratado por ellos, cuando
sea necesario, o también: mientras no haya alternativa, recelar del
desconfiado, enredar al embustero, engañar al impostor, defraudar al traidor,
desairar al ventajoso; callar ante el circunspecto, no cooperar con el egoísta,
y no compadecer al despiadado. En todo lo demás, proceder igual, dado que,
cuando se hace lo contrario, alguien sacará provecho sin brindar nada a cambio.
La
cuestión es la siguiente: no hay razón para ser noble con el canalla, ni para
ofrecer la otra mejilla. Quien lo hace quizás pueda superarlo, en términos
axiológicos (de valor), pero se le subordina, en términos cratológicos (de
poder), quedando a su merced. No olvidar que el valor más supremo del poderoso,
es el principio de supervivencia. En su caso, este principio preside todos los
demás, sobrepasando incluso los principios morales, en cuyo caso, termina
convertido en la fuente del mal, por excelencia.
De
allí que el subalterno jamás habrá de ser complaciente con el poderoso, pues ya
sabe lo que puede esperar de él. Sabe que el poderoso siempre intentará obtener
una ventaja de los demás, para mantenerse encaramado sobre los hombros ajenos.
Siempre sabrá arreglárselas para que otros trabajen para él. Usará y abusará de
ellos. Los despojará de sus pertenencias legalmente, si es posible, o
ilegalmente, si es necesario. Los subyugará, si se le permite hacerlo y los
pisoteará si tiene la oportunidad. Por lo tanto, deberá cuidarse él, porque
siempre tratará de presentarse como necesario y, más que eso, como
indispensable para los demás. Infortunadamente, habrá muchos incautos
dispuestos a creer a pie juntillas lo que dice. Llegarán no solo a
sentir gratitud hacia él, sino que, en los casos más extremos, sentirán algo
más fuerte, más íntimo, más fatal, algo muy cercano al éxtasis religioso:
sentirán veneración por él y cuando el subalterno llega a este punto, está
perdido.
Admitámoslo:
no es fácil poner en marcha una ética del empoderamiento. La dificultad radica
en que su viabilidad no depende exclusivamente de la buena voluntad de sus
promotores, ni de la buena disposición de sus destinatarios, esto es, la masa
de los desposeídos. En realidad, estos últimos se encuentran atrapados en una
especie de callejón sin salida, en un círculo vicioso o, peor aún, en un
intrincado laberinto, esperando a ser devorados por la insaciable bestia en
cualquier recodo del camino. Muchos ni se enteran de la desdichada situación en
que se encuentran o, en todo caso, no saben cómo salir de ella o ni siquiera se
les ocurre pensar en el asunto. Ello se debe a que, por desgracia, han sido
adoctrinados, generación tras generación, por el discurso patriótico-religioso
imperante para libar, ensimismados, el agridulce néctar otorgado por las mieles
de la resignación y el sometimiento. En consecuencia, estas masas malogradas no
pueden redimirse a sí mismas, están alienadas. Necesitan ayuda para salir del
foso y, forzosamente, esta ayuda debe proceder del exterior. Pero no es piedad
ni caridad lo que requieren, sino compasión, pues, como señala Mèlich, no se
trata de ponerse en el lugar del otro
―actitud de quien pretende ser condescendiente― sino de hacerse al lado del otro, ese infortunado a quien se reconoce como
un igual (2010, pp. 87ss. y p. 252). Se trata, ante todo, de ofrecerles una
ética del empoderamiento, cuya divisa no podría expresarse mejor que en las
palabras del conocido proverbio chino que reza así: regala un pescado a un hombre y le darás alimento para un día, enséñale
a pescar y lo alimentarás para el resto de su vida.
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Fecha de aceptación: 3 de julio de 2019
Forma
de citar (APA): Bustamante-Fontecha, A. (2020).
Cuatro éticas: una mirada desde y más allá de Nietzsche. Revista Filosofía
UIS, 19(1), https://doi.org/10.18273/revfil.v19n1-2020008
Forma
de citar (Harvard): Bustamante-Fontecha, A. (2020).
Cuatro éticas: una mirada desde y más allá de Nietzsche. Revista Filosofía
UIS, 19(1), 103-128.
[1] Colombiano. Magíster en Ciencia Política. Profesor de la Universidad Nacional de Colombia.
ORCID iD: orcid.org/0000-0003-4741-2013
Correo electrónico: alejandrobttef@gmail.com;
abustama@unal.edu.co
[2] Movimiento estético que apareció en el último tercio del siglo XVIII, preludio del romanticismo, del cual participaron Goethe y Schiller.
[3] Expresión inspirada en la historia Las aventuras del Barón Münchhausen, donde este personaje relata que, en una ocasión, encontrándose al borde de una muerte segura, montando su caballo mientras ambos se hundían en un pantano, se salvó a sí mismo y a su jamelgo, apretando sus piernas y jalando su coleta hacia arriba con todas sus fuerzas.