Educación, disciplina y castigo: consideraciones en torno a los
mecanismos de contención
Education, discipline and punishment: considerations
regarding the mechanisms of containment
Resumen
La cohesión de la cultura ha sido posible con el acaecer de la renuncia pulsional y de la póstuma instauración de la educación en la vida del hombre. Desde tiempos arcaicos se ha trazado un esquema de enseñanza y docilidad a partir de las necesidades vigentes de la época. De aquí que los objetivos de este trabajo sean examinar esta dialéctica histórica de la educación y, por otra parte, explorar los conceptos de disciplina y castigo como instrumentos configuradores de la práctica educativa. Para abarcar estos objetivos, se colocan en contexto la formación del sujeto en la historia, la disciplina como elemento de control que gobierna en minucia el entorno del sujeto, y el castigo como elemento que garantiza la completa docilidad del individuo. Se discute que para alcanzar la docilidad humana deben desplegarse diferentes mecanismos de doblegamiento de la voluntad, solo que en nuestro tiempo los dispositivos de contención se han hecho tan flexibles, que han perdido la fortaleza necesaria para forjar el carácter humano con un nivel conciencia adecuada. Finalmente, se concluye que lo que realmente interesa al sistema social son cuerpos normalizados listos para las funciones del trabajo.
Palabras clave
Educación,
disciplina, castigo, docilidad.
Abstract
The cohesion of
culture has been possible through to the instinctive renunciation and the
posthumous restoration of education in the life of man. Since archaic times, a
teaching and docility scheme has been drawn up based on the current needs of
the time. Hence, the objectives of this paper is to examine this historical
dialectic of education, and on the other hand to explore the concepts of
discipline and punishment as instruments that shape the educational practice.
To encompass, these objectives are placed in context the formation of the
subject in history, discipline as an element of control that governs in minucia
the environment of the subject, and punishment as an element that guarantees
the complete docility of the individual. It is concluded that in order to
achieve human docility, different mechanisms for the bending of the will must
be deployed, only that in our time the devices have become so flexible that
they have lost the strength necessary to forge the human character with an
adequate level of consciousness. Well, what really interests the system are the
standardized bodies ready for the job functions.
Keywords
Education,
discipline, punishment, docility.
Educación,
disciplina y castigo: consideraciones en torno a los mecanismos de contención
1. Introducción
Diferentes pensadores de la filosofía están de acuerdo en que la educación es un dispositivo pensado para mejorar al ser humano. Solo que en el proceso de instrucción educativa se transgrede la naturaleza humana, pues contravenirla se ha constituido un hecho necesario para los fines culturales de la humanidad. En este trabajo se tendrán en cuenta tres perspectivas que dominan el análisis de la educación desde el enfoque de la docilidad disciplinaria y la contención punitiva. Estos pensadores esenciales son Kant, Hegel y Foucault, sin dejar de lado otros autores que convergen o divergen en sus ideas o reflexiones filosóficas.
En cuanto a las reflexiones pedagógicas de Kant, es importante resaltar que la reflexión pedagógica se conoció a través de Theodor Rink, que fue alumno del filósofo. En 1803, la obra Pedagogía fue publicada gracias a los apuntes de Rink. A pesar de que Kant no fue pedagogo, es notable cómo sus reflexiones en torno a la educación resaltan y se hacen vigentes en el presente.
Al igual que Kant, Hegel no fue un metódico expositor de la pedagogía, sin embargo, existe un recopilado de sus discursos cuando ejerció como rector del Gimnasio; en las primeras disertaciones hace referencia a la enseñanza de la filosofía en esta escuela, y en otras alocuciones se refiere al problema de la enseñanza de la filosofía en las universidades. Esta recopilación recibe el nombre de Escritos Pedagógicos. Adicional a esto, diferentes ideas sobre educación y pedagogía se pueden rastrear en sus obras.
En la época contemporánea, Foucault (como filósofo, historiador, teórico social pero no como pedagogo), planteó a lo largo de sus obras diferentes análisis sobre la educación sin ser este el objetivo o tema central de su trabajo. Para el interés de este artículo se tiene en cuenta la obra Vigilar y Castigar (Foucault, 2002). A partir de este texto se desglosan las ideas sobre disciplina y castigo, y a estas nociones se integran las ideas de Kant, Hegel y otros autores que ponen en contexto la tecnología de la disciplina y el castigo en el ámbito educativo.
En la primera parte de este texto se realiza una aproximación de la educación en la historia, el sujeto y su tipo de formación a lo largo de tres periodos históricos: Edad Antigua, Edad Media y Renacimiento. En la segunda parte se resaltan la disciplina y sus formas de control. En el último apartado se examina tanto el castigo, a modo de contención última, como la transmutación del despliegue técnico correctivo en la educación. Este esquema teórico fue posible luego de pensar cómo las técnicas disciplinarias y correctivas han transformado paulatinamente la educación escolar. De aquí se desprenden los objetivos de este trabajo que son: realizar un recorrido dialéctico del arte de pedagogizar, y, por otra parte, explorar los conceptos de disciplina y castigo como instrumentos configuradores de la práctica educativa.
2. Sobre la educación en la historia: el sujeto y su tipo de formación
La educación ha sido una pieza importante en la creación de la cultura; de ella se despliegan las técnicas y conocimientos que sostienen las dimensiones humanas esenciales. De ahí que el conocimiento no sea una entidad estática, sino que, por el contrario, se constituya en una fuente dinámica que se aprende, se transmite y se perfecciona: “En efecto, si una comunidad sabe encender el fuego y conservarlo ese conocimiento no se pierde, sino que se comunica y perpetua. Si ya sabemos cómo encender el fuego, no hay que volver a descubrirlo, basta aprender” (Rojas, 2010, p. 16). Con el progreso del conocimiento, la cultura se desarrolla y con ella acaece un proceso paulatino de humanización. Para comprender adecuadamente este proceso es necesario primero comprender que el ser humano es una especie distinta a las demás. Mientras el animal nace predispuesto y dotado por la naturaleza, el ser humano requiere de adaptaciones progresivas. Por esta razón, la educación se constituye en una herramienta que apropia conocimientos, experiencias y técnicas.
Particularmente, de esto se compone el principio de humanización, que es en sí un proceso de instrucción permanente que doblega la naturaleza para los fines de la supervivencia, por ejemplo:
El
animal no necesita de formación alguna, pues es por naturaleza lo que él debe
ser. Él es tan sólo un ser natural. Pero el hombre debe armonizar esta su doble
vertiente, adecuar su singularidad a su dimensión racional o hacer que la
última sea la dominante. (Hegel, 2000, p. 183)
De este modo, el hombre opta por minimizar su naturaleza aterradora y para ello dispone del juicio y de la lógica. Es así como la razón desplaza lo natural y se prescribe en la historia de la contención pulsional.
Hobbes, por ejemplo, con delicada
precisión, percibe las cualidades perversas del hombre (homo hominis
lupus) y reconoce que solo pueden ser acalladas con
la imposición normativa. Por esta razón, el filósofo inglés piensa que, al
mancomunar introyección normativa y pacto social, se lleva a cabo una fusión
que permite al hombre abandonar su estado de naturaleza. Siendo así la sujeción
normativa la primera herramienta moduladora de conductas, pero no la única.
Ante este panorama, el ser humano debió pensar otra manera de imponer un ímpetu
cultural capaz de doblegar las conductas protervas. Esta tarea la asume la
educación y a ella se le encarga el encauzamiento de la conducta por medio de
la formación humana permanente. De ahí que esté en lo cierto Pitágoras cuando
afirmaba que es mejor educar al niño para evitar castigar al hombre.
Con la educación se hace posible la cultura y con ella se intenta superar la naturaleza nefasta. Pues, así como Hobbes, Hegel piensa que el hombre no es bueno por naturaleza, y por esta razón necesita ser instruido en buenas prácticas que permitan el despliegue del espíritu vivo de la cultura. Dicho despliegue depende de una época concreta, por ejemplo, en la sociedad griega antigua, la educación era la parte medular de la cultura, pues: “todo pueblo altamente organizado tiene una organización educadora” (Jaeger, 2001, p.13). Por eso, en la poética magistral Helénica gravitaban principios de la formación moral y espiritual de la nación: “Esos valores tomaban cuerpo, según ellos, en la literatura, que es la expresión real de toda cultura superior” (p. 9). Esta cultura estribó su enseñanza en la literatura de los poetas Homero y Hesíodo; los niños aprendían cuando coreaban sus poemas, y los adultos cuando interiorizaban las virtudes de los héroes épicos: principios como la valentía y el honor componían la perfección del hombre griego. El primero como virtud esencial del héroe y el segundo como deleite supremo. Por magnanimidad, los griegos superponen el honor ante la vida y, a pesar de ser amantes de la misma, la entregan por esta inmensa gratitud: “La vida no es un obstáculo. Los héroes homéricos amaban mucho la vida, sentían cada cosa con pasión, y no es posible imaginar entre ellos caracteres parecidos al mártir, pero incluso la vida debe entregarse por honor” (Finley, 1978, p. 58).
Así pues, la virtud se constituye en la expresión de una clase selecta caracterizada por su entrega al ideal heroico. Ya que el heroísmo del guerrero probablemente conjuga el significado de la virtud como ideal noble (Jaeger, 2001). El honor como código implicaba para el héroe su entrega total en el campo de batalla. En este escenario, la virtud era puesta a prueba; y en el reconocimiento y elogio de la hazaña, el guerrero imprimía su nombre por la eternidad. De aquí que la concepción de educación homérica tuviese como objetivo incentivar el adiestramiento corporal y la enseñanza de la excelencia (areté) en sus guerreros.
Sin embargo, a la interpretación de los libros canónicos se entraña también el malentendido. Con él germina la causa del declive humano y la perpetuación de los actos depravados. El humanismo helénico educó en el cultivo de las virtudes, pero también en la práctica de la crueldad caricaturizada en hechos de odio lamentable:
Así
vemos que los griegos, los hombres más humanos de la antigüedad, presentan
ciertos rasgos de crueldad, de fiereza destructiva; rasgo que se refleja de una
manera muy visible en el grotesco espejo de aumento de los helenos […] Cuando
Alejandro hizo taladrar los pies de Batís, el valiente defensor de Gaza, y ató
su cuerpo vivo a las ruedas de su carro para arrastrarlo entre las burlas de
sus soldados, esta soberbia se nos aparece como una caricatura de Aquiles, que
trató el cadáver de Héctor de una manera semejante; pero este mismo rasgo tiene
para nosotros algo de ofensivo y cruel. Vemos aquí el fondo tenebroso del odio.
(Nietzsche, 1871, p. 1)
Los textos homéricos forjaron en gran parte la ética de la pedagogía helena, sirvieron tanto a la ilustración de virtuosos como al sadismo de tiranos. Estos hombres reflejaron en sus acciones la influencia textual de los pasajes homéricos. No obstante, lo realmente importante de los contenidos es el fin puesto en la formación del guerrero. Formación que inspiró el nacimiento de una fortificada minucia corporal disciplinaria. En el honor, en el culto corporal y en la convicción obediente acaecen gestos de rudeza y conducta, pues: “habilidades como la marcha, actitudes como la posición de la cabeza, dependen en buena parte de una retórica corporal del honor” (Foucault, 2002, p. 124). Con el señuelo honor implantado, el griego se eleva a la excelencia, el areté se hace la virtud de la casta noble y prepara para el guerrero el camino de la gloria. En cambio, el hombre común: “no tiene areté, y si el esclavo procede acaso de una raza de alta estirpe, le quita Zeus la mitad de su areté y no es ya el mismo que era” (Jaeger, 2001, p. 24).
Esta lógica del honor del guerrero griego
tenía un notable defecto, Platón lo detecta cuando habla de las patologías del
Estado, centrándose particularmente en la Timocracia (gobierno militar). Es
probable que esta desviación se deba a un trabajo inadecuado en la educación de
los guardianes; pues una formación humana basada exclusivamente en el
adiestramiento militar, puede corroer la posibilidad de una educación combinada
que permita el despliegue de otras destrezas. Aquí se ha de acentuar que si un
militar recibe una educación robustecida en el espíritu de la guerra,
desconocerá otras maneras de atender los problemas del Estado. La alternativa
que propone Platón a esta dificultad es una formación de guerreros basada en la
enseñanza de las matemáticas, la música y la gimnasia: “para el siglo V, o para
el IV Platón, es el primero que consideró la esencia de la filosofía en su
relación con la educación de un nuevo tipo de hombre” (Jaeger, 2001, p. 140).
Efectivamente, Platón era creyente en la educación de las élites. Consideraba
que estas clases sociales eran capaces de potenciar y aprovechar el areté en la guerra, la ética, la filosofía y la política. Esta es la razón
por la que Platón añoraba una educación de gobernantes para los guardianes.
Pues un militar sabio era menos peligroso para el Estado y se constituiría así
en un modelo de hombre virtuoso[2].
Ahora bien, esta educación privilegiada prevalece en el periodo medieval y conserva en su currículo la enseñanza de las disciplinas antiguas como la matemática, la música y la retórica. El plan de estudios medieval estaba compuesto por siete artes liberales que se desglosaban en un epítome rotulado con el nombre de Trivium (gramática, retórica y dialéctica) y Quadrivium (música, aritmética, astronomía y geometría). Esta última estaba destinada a la educación de las élites. Sin embargo, la rigurosidad con la que se debía tratar la realidad no era la esperada. Por esta razón, estas disciplinas oscilaron más del lado del esoterismo que de la ciencia misma; por ejemplo, la astronomía de Alcuino era meramente astrología, la aritmética era simplemente mística numérica y la música buscaba leyes armónicas del universo (Rojas, 2010). El problema de esta última radicaba en el objetivo, pues transgredía sus propias posibilidades, ya que el fin trazado era propio de una ciencia como la física.
En el Medioevo la educación teológica avasalla la racionalidad y la homogeniza: “Era una época de conformismo en la que todo el mundo pensaba y sentía de igual forma, en la que todas las mentes parecían salir de un mismo molde, en la que las disidencias individuales eran […] proscritas” (Durkheim, 1975, p. 88). Era un periodo donde las tendencias místicas fueron impregnadas de racionalidad. Guillermo de Occam, por ejemplo, defendía la despótica autonomía de Dios, idea que va en contravía del famoso principio de economía o navaja de Occam: este principio invoca el ahorro de conceptos abstractos superfluos y de las nociones metafísicas que no tienen un punto de partida experimental. Bajo la luz de este principio, todo concepto metafísico por facultad experimental debe ser excluido, inclusive Dios, pero con Occam esto no sucede, así como otros pensadores medievales, él no se destaca de las masas adeptas a la teología, este pensador es un vacuo producto de la educación dogmática e impersonal, pues “el educador en las escuelas medievales se dirigía colectivamente a todos sus alumnos sin que acudiese a su mente la idea de adecuar su acción a la naturaleza de cada uno de ellos” (Durkheim, 1975, p. 88). Según el autor, esta circunstancia propinó que las creencias fundamentales fuesen inalterables y que el régimen educativo progresara lentamente. De ahí proviene la contemporánea desconfianza en la educación teológica, pues la enseñanza logró asimilar la filosofía platónica y aristotélica e instaurar un perpetuo orden contrario de las cosas. Por eso, “el que tiene sangre de teólogo en su cuerpo de antemano adopta una actitud torcida e insincera ante todas las cosas” (Nietzsche, 1997, p. 15).
Sin embargo, esta situación empieza a cambiar en el Renacimiento, la renovación en Italia se desplaza a toda Europa, haciendo de esta transformación un periodo histórico de renovación caracterizado por el deseo de descubrir y conocer un mundo inexplorado. Así, el humanismo configura el programa educativo que tiene como meta la recuperación del pensamiento greco-latino. Se retoman los clásicos, no sin antes hacer a un lado las exégesis y traducciones elaboradas en la Edad Media, ya que se creía que estas despojaron el espíritu puro antiguo para adaptársele el oscuro misticismo teologal.
Con el acontecer del humanismo, el individualismo se fortalece para fracturar la somnolienta educación de masa; dicho suceso es aprovechado por los intelectuales de la época para desplegar sus habilidades inventivas en el campo científico, político y filosófico. Tal como dice Nietzsche (1997), el Renacimiento fue: “la transmutación de los valores cristianos, la tentativa emprendida de llevar a la victoria con todos los medios, con todos los instintos, con toda la genialidad, los contra-valores, los valores nobles” (p. 143). Por eso el Renacimiento, más que un movimiento de innovación, era un fuerte reclamo de independencia, creatividad y negación de la etapa oscura de la humanidad.
Un ejemplo en el ámbito político: Maquiavelo se educa en clásicos, estudiando los escritos de Tito Livio y encontrando en ellos la manera de explorar el realismo político. Maquiavelo anhela independizar el Estado de la religión y de la moral mojigata, por eso increpa a los teóricos de Estados fatuos. Esto lo conduce a describir a un ser humano que por tendencia natural apetece al egoísmo y a la corrupción:
La causa
es que la naturaleza ha creado a los hombres de tal manera que pueden desearlo
todo, pero no conseguirlo. […] De aquí viene la mutación de su fortuna, porque
deseando unos hombres tener más y temiendo los otros perder lo conseguido
surgen las enemistades y las guerras y de estas la ruina de aquel país y
encumbramiento de este. (Maquiavelo, 2012, p. 41)
Ciertamente, Maquiavelo contempla un tipo de política que no está subordinada a la moral. De esta manera, el gobernante, en la figura astuta del Príncipe, se dedicará a utilizar cualquier medio para garantizar los fines de la libertad e igualdad como fundamentos que tutelan el bienestar ciudadano. Maquiavelo es un ejemplo político del Renacimiento que demuestra cómo una educación iluminada en los clásicos logra inspirar en él una visión de Estado incomparable.
En el ámbito científico también existen otros ejemplos de la expresión de la individualidad. En ello, cabe resaltar a Copérnico y su teoría heliocéntrica inspirada en la lectura de los clásicos, a partir de la idea de Platón sobre el Sol como expresión más alta de la jerarquía de la naturaleza:
Copérnico
estudió en Bolonia con el platónico Novara, y su idea de situar en el centro
del universo el Sol, en lugar de la Tierra, no fue resultado de nuevas
observaciones, sino de una interpretación de hechos viejos y bien conocidos a
la luz de ideas semirreligiosas platónicas y neoplatónicas. Podemos rastrear la
idea fundamental en el libro VI de la República de Platón, donde leemos que el
Sol tiene el mismo papel en el ámbito de las cosas visibles que la idea de bien
en el ámbito de las cosas invisibles. Consecuentemente, el Sol que da a las cosas
su visibilidad, su vitalidad, su desarrollo y progreso, ocupa el lugar más alto
en la jerarquía de cosas visibles de la naturaleza. (Popper, 1983, p. 232)
Con su modelo, Copérnico logró contradecir el sistema geocéntrico de Ptolomeo. Sus intérpretes comprendieron su teoría como un modelo matemático que se ajustaba adecuadamente a ciertos hechos. El ingenio individual aparece con el estudio de los clásicos, y permite el acuñamiento de una hipótesis científica que reconfigura el movimiento físico de los astros: “La ventaja del sistema copernicano radica en el grado superior de coherencia que suministró a las apariencias celestes, en la simplicidad y uniformidad que introdujo en las direcciones reales y en las velocidades de los planetas” (Smith citado en Lakatos, 1989, p. 223).
Estos tres periodos históricos tienen en común la práctica disciplinaria, sujeta bien sea a un dominio de sí mismo, a un dominio científico, o a un dominio del otro. En la Edad Antigua el honor y la valentía del guerrero se consolidan en el autocontrol encauzado por el cultivo de estas dos virtudes. En la Edad Media la disciplina se destina a moldear sujetos predispuestos a la educación teológica predeterminada por el Estado. En el Renacimiento la disciplina despliega la autonomía del sujeto para tomar el control de sus intereses científicos, políticos y humanos; este periodo enseña algo esencial: “El futuro no puede salir de la nada: no lo podemos edificar más que a base de los materiales que nos ha legado el pasado” (Durkheim, 1975, p. 92).
3. Sobre las disciplinas
Desde el siglo XVI en adelante Europa experimenta un nuevo carácter educativo, la disciplina se hace epicentro del control de la conducta, entrañándose en los diferentes ámbitos sociales. La vigilancia se hace metódica, pues desarrolla técnicas de control que moldean entes sumisos previamente condicionados a la instrumentalización productiva del sistema. Para alcanzar tal fin, los sujetos son confinados en espacios parcelados y se les distribuyen diversas actividades o funciones; estos hechos conforman la praxis cotidiana de las instituciones carcelarias, compañías militares, hospitales y centros educativos. En el desarrollo de su práctica hacen de “la vigilancia, ejercicios, maniobras, calificaciones, rangos y lugares, clasificaciones, exámenes, registros, una manera de someter los cuerpos, de dominar las multiplicidades humanas y de manipular sus fuerzas”[3] (Foucault, 2002, p. 5).
En la prehistoria, el hombre encontró en la disciplina el trazo de un importante camino en la constitución social, que erigió seres capaces de contener la implacable fuerza desbordante de la naturaleza. Si no fuese por la ocupación del sujeto en funciones de caza, agricultura, familia, trabajo y educación, el desarrollo técnico progresivo de la civilización no hubiese sido una meta óptima. De ahí que Freud tenga razón cuando afirma que “la sublimación de las pulsiones es un rasgo particularmente destacado del desarrollo cultural; posibilita que actividades psíquicas superiores científicas, artísticas, ideológicas desempeñen un papel tan sustantivo en la vida cultural” (Freud, 1979, p. 95). Sin el aplacamiento de la naturaleza destructiva, los cimientos de la civilización no hubiesen sido desplegados a la constitución de un mundo conveniente. Aquí existe un punto de encuentro entre Freud y Kant. Este último resalta la importancia de contener la bestialidad humana. El ser humano, al no nacer previamente configurado como otros seres de la naturaleza, debe determinarse con la educación y la disciplina:
La disciplina
convierte la animalidad en humanidad. Un animal lo es ya todo por su instinto;
una razón extraña le ha provisto de todo. Pero el hombre necesita una razón
propia; no tiene ningún instinto, y ha de construirse él mismo el plan de su
conducta. Pero como no está en disposición de hacérselo inmediatamente, sino
que viene inculto al mundo, se lo tienen que construir los demás. (Kant, 2003,
p. 29)
La implantación de la disciplina dictamina una consecuencia: la inmediata contención de las pulsiones primarias. Freud reconoce este fenómeno como una inminente transmutación de valores, en otras palabras, es el sacrificio del principio del placer por el principio de realidad. Kant, al igual que Freud, sabe que el hombre debe aniquilar su naturaleza nefasta para el prevalecimiento cultural, de lo contrario el proceso de humanización se encaminaría a su propia e incisiva destrucción. Ambos entienden que la disciplina, por sí sola, no forja el elemento constitutivo del humanismo, puesto que la educación no puede depender solamente de la disciplina, también debe ir acompañada de la instrucción permanente; de no ser así, su proceso florecería estérilmente, pues “la disciplina somete al hombre a las leyes de la humanidad y comienza a hacerle sentir su coacción” (Kant, 2003, p. 30). Esto sugiere la sofocación inmediata de las pulsiones primarias que han barbarizado al ser humano. Para el filósofo alemán “la disciplina es meramente negativa, esto es, la acción por la que se borra al hombre la animalidad; la instrucción, por el contrario, es la parte positiva de la educación” (p. 30).
Kant reconoce que la combinación disciplina-instrucción brinda un valor agregado a la constitución de la conducta en provecho de la civilización. Considera la falta de disciplina un mal peor que la falta de cultura, pues una conducta salvaje corrobora una vida carente de norma. Es decir, “el que no es ilustrado es necio, quien no es disciplinado es salvaje. La falta de disciplina es un mal mayor que la falta de cultura; ésta puede adquirirse más tarde, mientras que la barbarie no puede corregirse nunca” (Kant, 2003, p. 32). El preservar y ratificar el amparo de la cultura, lleva a Kant a cavilar sobre el carácter positivo de la disciplina, reconociéndolo como un mal que tiene la meta de preservar la civilización. Diferente a la visión de disciplina de Kant, aparece la perspectiva de Foucault; este autor despliega su significado a diferentes contextos. Inicialmente ensaya la noción de disciplina bajo su doble significado, es decir como: delimitación del saber y control y sumisión de subjetividades.
Por un lado, la disciplina es un sistema de delimitación científica de conocimientos especializados que están a la disposición de quien desee hacer uso de ellos, por eso: “una disciplina se define por un ámbito de objetos, un conjunto de métodos, un corpus de proposiciones consideradas como verdaderas, un juego de reglas y de definiciones, de técnicas y de instrumentos” (Foucault, 1999, p. 32). Este modo de sistematizar proposiciones es la manera de controlar los enunciados de los que dispone cualquier actividad del saber. En el ámbito científico, la sistematización de los datos es más estricta. Su discurso se deriva de la observación, experimentación y comprobación de hechos, por tanto, la expresión disciplina aquí contiene otro tinte: “designa reglas codificadas en los manuales más avanzados y aplicadas con éxito por los científicos en los laboratorios” (Horkheimer, 2002, p. 100).
Por otra parte, la disciplina en términos de control y sumisión de subjetividades es una fuerza de contención que evoca la docilidad de los sujetos. De este modo, puede hacerse una primera lectura de la disciplina como un poder exógeno que ejerce su vigilancia y gobierno sobre otros. Un ejemplo de este hecho es descrito por Foucault cuando hace referencia al Archives militaires de Vincennes. Este documento explica el procedimiento utilizado en el siglo XVIII para contener la propagación de la peste.
El archivo hace mención del espacio, el encierro y la distribución de funciones como medidas tutelares de control. La primera reacción ante el brote de la enfermedad es cerrar la comarca y sacrificar cualquier animal que deambule. Luego, el encierro se hace progresivo y las personas permanecen en sus casas para ser administradas bajo un control burocrático de la vigilancia permanente. A cada calle se le asigna un cuerpo de milicia y un síndico. Los síndicos son encargados de cerrar con llave el exterior de la puerta y hacer el registro de las familias. A diario, estos funcionarios pasan lista de los habitantes de cada morada para verificar el estado de su salud. Ante el inventario humano, todos deben acudir a la ventana para ser vistos. De no hacerlo, se supone que en su interior hay un enfermo o un muerto. “Cada cual, encerrado en su jaula, cada cual, asomándose a su ventana, respondiendo al ser nombrado y mostrándose cuando se le llama, es la gran revista de los vivos y de los muertos” (Foucault, 2002, p. 181). En el caso de un muerto, los únicos que acceden a la vivienda son los cuervos, encargados de recoger el cuerpo y limpiar el lugar. El síndico debe reportar toda novedad a un intendente, quien está a cargo de una cuadrilla de la ciudad. Los intendentes también están en la obligación de manifestar lo que acontece a los magistrados. Y así, cada quien, con un cargo y una función, ejerce una red de poder que invoca el ejercicio de una cotidianidad vigilada: “estos métodos que permiten el control minucioso de las operaciones del cuerpo, que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y les imponen una relación de docilidad utilidad, es a lo que se puede llamar las disciplinas” (Foucault, 2002, p. 126).
Esta relación docilidad-utilidad está destinada a maximizar y aprovechar la energía del cuerpo. En el periodo clásico el soldado concentra el ejercicio de su disciplina para la conquista del honor. En el siglo XVIII esto cambia radicalmente, el soldado ya no cuenta con pretensiones propias, ya no aspira a la conquista de los más nobles valores: “el soldado se ha convertido en algo que se fabrica; de una pasta informe, de un cuerpo inepto, se ha hecho la máquina que se necesitaba” (Foucault, 2002, p. 124). Entonces, para consolidar esta actitud nacen los discursos que orientan los fines de dominio.
En consecuencia, el soldado y el ciudadano se asemejan en cuanto objetos moldeados por discursos sociales predeterminados, donde palabras como nación, compromiso y entrega, han servido al despojo de conciencias. Por eso la muchedumbre se empareja con aquella cognición delirante que determine todo para sí: “En las masas, hay quienes aprovechan la ocasión para identificarse y ponen en práctica, al hacerlo, lo que el yo personal no estuvo en condiciones de alcanzar: el disciplinamiento de la naturaleza, el dominio sobre los instintos” (Horkheimer, 2002, p. 137). Hobbes, por ejemplo, ha entendido bien este punto, cuando escribe sobre el Estado de Naturaleza, y expresa cómo la falta de dominio del instinto lleva al hombre a su autodestrucción, por ello debe pactar para que una conciencia superior discipline esa naturaleza desbordante.
En pocas palabras, este ha sido el fin objetivo de la disciplina: el aplacamiento de los instintos para la autoconservación humana. Pero este fin no despoja a la disciplina de estar al servicio de objetivos excedentes o instrumentales. Según Foucault, la disciplina tiene su punto de partida en el cuerpo, pues es este el que padece el control y las vejaciones de un sistema que lo destina al cumplimiento cabal de propósitos utilitarios.
Sin embargo, la disciplina, en primera
instancia, dictamina el objetivo de dominar la conducta del sujeto para
potenciar habilidades. Para eso debe valerse de métodos que moldeen la
obediencia y dispongan al sujeto para el automatismo rutinario. En vista de
esto, conspira en conjunto:
La
minucia de los reglamentos, la mirada puntillosa de las inspecciones, la
sujeción a control de las menores partículas de la vida y del cuerpo darán
pronto, dentro del marco de la escuela, del cuartel, del hospital o del taller,
un contenido laicizado, una racionalidad económica o técnica a este cálculo
místico de lo ínfimo y del infinito. (Foucault, 2002, p. 129)
Para Foucault, calcular espacios, tiempos, y comportamientos, son exigencias base de la disciplina. El espacio está distribuido geométricamente y a la vista del centinela. Todo ello evita deserción, improductividad, desorden, pues, al fin y al cabo, la intención es contener cualquier amenaza de ocio improductivo.
En la escuela tradicional todo esto cobra vital importancia; en ella es necesario calcular los tiempos con una campana que indique lo que empieza y lo que termina. A esto se suma el control de los espacios: filas detalladamente distribuidas, posturas rígidas y silencio permanente componen el valor de docilidad necesario para el aumento de la productividad cognitiva, es decir, todo el adiestramiento que necesita un individuo para cumplir con las políticas estatales del régimen educativo dominante.
La educación se forja, entonces, como un recurso humano altamente explotado en el ámbito social y laboral, sin embargo: “nadie se da cuenta de que sea desesperante convertirse en político, escritor o sabio. Los grandes hombres que se dedican a esas competencias constituyen en sí un límite para todos los demás” (Hollier, 1982, p. 29). Todos ellos coinciden en ser obreros ilustrados serviles, restringidos por una educación sistemática que absorbe el potencial creativo y develador. Sin duda es fácil ser presidiarios de la disciplina y de prácticas educativas que fracturan el querer ser como voluntad individual.
Este quiebre bien lo entiende Kant cuando integra en un mismo corpus disciplina y leyes humanas. Su combinación es la previa condena de la sumisión humana. Sin embargo, cabe resaltar que esta subordinación se fortalece desde la primera etapa de la vida y perdurará de ahí en adelante. Con la sofocación de las pulsiones, la obediencia se hace imperativa. Kant (2003) cree que cuando: “se envían al principio los niños a la escuela, no es ya con la intención de que aprendan algo, sino con la de habituarles a permanecer tranquilos y a observar puntualmente lo que se les ordena” (p. 29). Pues no de otro modo se imponen las condiciones del sistema dominante.
Hegel, en cambio, tiene un punto de vista disímil al de Kant, pues considera que la disciplina no debe ser meta de la escuela sino solo un recurso para formar en costumbres. Enfatiza en que la escuela no debe ser la primera en producir la disciplina, dado que cuando acepta a un joven, la escuela debe presuponerla como una cualidad configurada previamente en el hogar. Hegel sabe que su tiempo histórico es diferente y que, en este, se dictamina la disciplina como una obligación netamente de los padres, solo la escuela intervendrá cuando este implantamiento sea un evidente fracaso. Por eso Hegel (2000), en su condición de rector del Gimnasio, dice:
En el
caso de los niños, en los que la educación familiar no haya podido implantar
estas condiciones, habrá de corresponderle a nuestro Centro generar
primeramente esta disciplina, someter la rudeza, señalar límites a la tendencia
a la dispersión y llenar a los niños con el sentimiento de respeto y de
obediencia, que sus padres no habrían podido darles tanto en relación consigo mismos como también en relación con los profesores. (p. 24)
De cualquier modo, la disciplina es un mecanismo primitivo de adaptación social, comienza en la infancia y así progresivamente hasta moldear a un sujeto apto para el trabajo. Siempre se ha pensado que la educación del Estado ofrece perspectivas para juzgar ciertas situaciones, mejorar la convivencia humana y en ocasiones formar la filantropía. Sin embargo, ello no equipara la enajenación cotidiana en el trabajo, la ceguera cultural, la destrucción de subjetividades, el aventajamiento desleal, y la incesante corrupción espiritual y material. Lo real de las políticas educativas es que no forman en cultura, la escuela y la universidad cumplen el solitario objetivo de tecnificar súbditos útiles a las necesidades productivas del sistema social[4]. Para resaltar este panorama, Nietzsche (2009) brillantemente prescribe: “Tú eres un hombre de cultura degenerado, has nacido para la cultura y te han educado para la no cultura [para la civilización], tú impotente bárbaro, esclavo del día, ligado a la cadena del instante, ¡y hambriento, eternamente hambriento!” (p. 160).
Otro problema de la educación es que muchos de los instruidos en una especialidad del saber tienen la dificultad de enunciar ideas que transgredan más allá de lo que les permite la enseñanza estatal. No entienden cómo el sistema los rebasa, y tampoco comprenden cómo han sido previamente pre-programados para formular ataques estériles al sistema. Qué bien entiende esto Althusser (1988), cuando retrata la tremebunda realidad del maestro:
Pido
perdón por esto a los maestros que, en condiciones espantosas, intentan volver
contra la ideología, contra el sistema y contra las prácticas de que son
prisioneros, las pocas armas que pueden hallar en la historia y el saber que
ellos “enseñan”. Son una especie de héroes. Pero no abundan, y muchos (la
mayoría) no tienen siquiera la más remota sospecha del “trabajo” que el sistema
(que los rebasa y aplasta) les obliga a realizar y, peor aún, ponen todo su
empeño e ingenio para cumplir con la última directiva (¡los famosos métodos
nuevos!). Están tan lejos de imaginárselo que contribuyen con su devoción a
mantener y alimentar esta representación ideológica de la escuela, que la hace
tan “natural” e indispensable, y hasta bienhechora, a los ojos de nuestros
contemporáneos como la iglesia era “natural”, indispensable y generosa para
nuestros antepasados hace algunos siglos. (p. 38)
En ello ha desembocado la disciplina de nuestras escuelas, precisamente en crear seres operativos, funcionales a las condiciones del sistema, y esterilizados de cualquier tipo de protesta.
4. Sobre el castigo
El castigo se entiende como la práctica que emplean las instituciones de dominio para censurar de manera inmediata cualquier tipo de conducta reprobable. Este tipo de ortopedia conductual prescribe la sujeción de los individuos a la moral institucional vigente. Sumado a que todo correctivo está determinado por el lugar y el momento histórico vivido. De ahí que la tipificación punitiva dependa de la transgresión cometida, pues cuando la disciplina y el autocontrol fallan, aparece en escena el castigo para desdoblar con dureza la resistencia corporal, pues en el cuerpo se ejerce la coacción y se desdeña la libertad. En principio, el reino del horror suplicia los cuerpos bajo un cúmulo de sufrimientos perversos, luego la acción punitiva se tecnifica paulatinamente desarrollando nuevos métodos que aseguran la inmediatez coercitiva. Desde las torturas primitivas, confinamientos carcelarios, exilios y trabajos forzosos hasta el vislumbramiento de penas no corporales: sanciones pecuniarias y privación de ciertos derechos; todas ellas integran el desarrollo y configuran las modernas tecnologías del castigo (Foucault, 2002).
De este modo, el acto punitivo se ha constituido como el domesticador histórico de la conducta humana, sin embargo, sus prácticas han tenido un pasado abominable; tanto que ha sido aborrecido por el vergonzoso espectáculo del sufrimiento explícito e inmoderado, esto se puede ver reflejado “desde los aparatos antimasturbatorios para niños hasta los mecanismos de las prisiones para adultos, toda una cadena se despliega que suscita risas inesperadas, mientras que la vergüenza, el sufrimiento o la muerte no las hagan callar” (Deleuze, 1987, p. 49). Así pues, el martirio se hace pusilánime y empieza a desvanecerse del lugar de la condena. Aunque no se debe olvidar que el castigo nace para quienes se contraponen a la jurisprudencia institucional, llámese familia, clan, o cualquier tipo de entidad interna del Estado.
En este punto cabe resaltar que la prohibición arcaica más conocida es la de no matar. El aprecio mismo de la vida se constituye un derecho que solo es lícito transgredir en tiempos de guerra, o en ciertas circunstancias es aceptable ante la defensa de cualquier tipo de amenaza directa que ponga en riesgo la propia existencia. Transgredir la norma de matar a otro ser humano deriva un castigo y su prohibición es tan ancestral que antecede a la religión misma, al respecto señala Freud (1980): “«No matarás», mandamiento que no se puede violar sin castigo, mucho antes de cualquier legislación recibida de manos de un dios” (p. 46). De aquí que el fin primordial del castigo sea extirpar lo indeseable. Sin embargo, ello no deja de lado que una pena pueda imponerse a un sujeto por error o por injusticia: “El hombre castigado por un motivo que considera injusto no puede aceptar callarse. Guardar silencio sería como aprobar la pena impuesta” (Bataille, 2009, p. 142). Por otro lado, puede darse un frívolo y opuesto escenario de protesta, algunos hombres ante el castigo optan por callar, expresando la injusticia con desprecio, a veces su silencio y rebeldía son llevados al terreno del lenguaje para objetar de cierta forma la acusación señalada. Aquí es claro que el castigo es respuesta a una contravención normativa, que logró desplegarse a todos los ámbitos posibles, entre ellos: cuarteles, orfelinatos, talleres, escuelas, empresas, entre otros.
4.1 Kant y la tipificación del castigo en
la educación moderna
Kant llegó a pensar que también deben emplearse métodos que no evoquen castigo corporal sino emplear actitudes de desprecio ante las malas acciones cometidas por el niño. Si el niño miente, el adulto arremete con vilipendio y le señala que no le creerá a futuro. Esta actitud es clave desde la infancia para forjar máximas morales sólidas en la vida adulta. El problema que encuentra Kant en el castigo es que, a pesar de ser efectivo, solo desarrolla costumbres que, cuando se abandonan, vuelven a la reincidencia de las conductas previamente reprobadas. En cambio, el utilizar una técnica de premio-castigo en la infancia puede conducir a que el adulto afirme una buena conducta, o bien, trace un comportamiento hacia la utilidad de sus propios fines. Según Kant, el premio actúa como incentivo para que el infante obre bien, a favor del interés de obtener la recompensa y evitar el castigo. Sin embargo, “más tarde […] vendrá al mundo, donde puede hacer el bien sin una recompensa, y el mal sin un castigo” (Kant, 2003, p. 72).
Foucault, por ejemplo, converge con la postura de Kant al estar de acuerdo en que es mejor recompensar que castigar. En la escuela, si el maestro evita en lo posible el uso de los castigos y logra que los estímulos sean más habituales que la pena, ganará el afecto del niño en vez de su antipatía, pues: “los perezosos se sienten más incitados por el deseo de ser recompensados como los diligentes que por el temor de los castigos” (Foucault, 2002, p. 169).
Lo anterior remite a la tipificación de las dos clases de castigo: el moral y el físico. El castigo moral es aquel que va acompañado de tratos secos y tonos de voz puntillosos: “cuando un niño miente, una mirada de desprecio es un castigo suficiente y aun el que más conviene” (Kant, 2003, p. 74); el éxito es conservar esta actitud el mayor tiempo posible. Kant considera este castigo el más adecuado porque con él se implanta la moralidad. Por otro lado, el castigo físico cae sobre el cuerpo y va acompañado de escarmiento, daño o sufrimiento. Por último, se debe resaltar que, en la edad adulta, lo que más conviene es que no existan recompensas, de lo contrario el sujeto solo estaría provisto a moverse por el interés de lo que le beneficia y no por convencimiento de hacer honestamente el bien.
4.2 El castigo en la escuela contemporánea colombiana
La transmutación del castigo en las escuelas colombianas es notable en los siglos XIX y XX[5]. En estos siglos la sanción física fue la herramienta por excelencia que encauzó la docilidad del alumnado. Sin embargo, en el presente, hacer uso de técnicas correctivas como pellizcos, reglazos, tirones de orejas y humillaciones, es considerado bárbaro y retrógrada. Para lograr tal permutación se necesitó que el binomio: dignidad humana y normas legales, diera un giro a este fenómeno social en el Estado Colombiano. Por otra parte, era imposible no pensar en aquellas consecuencias perturbadoras, que despertaban en el estudiante singulares emociones de odio, miedo y desagrado frente a la figura de autoridad. Paulatinamente se le ha puesto fin a “esos raros especímenes de maestros de escuela retrógrados, coléricos e incapaces de dominar los propios nervios” (Da Silva citado en Herrera, 2013, p. 84).
Entre estos problemas aparece el otro extremo: la flexibilidad y laxitud de la sanción que impiden al nuevo maestro gobernar y orientar al alumno con la firmeza necesaria. De esto se derivan implicaciones colaterales como, por ejemplo, la generación de padres victimizados por castigos físicos en su juventud que evitan a toda costa educar con firmeza a sus hijos. El resultado es evidente, a plena vista resaltan aquellos progenitores que cuidan a sus hijos como personas con necesidades especiales impidiéndoles fracasar en las diferentes etapas de la vida y momentos de la juventud vitales para forjar el carácter del joven[6].
El exceso de recompensa en el entorno familiar tampoco colabora con el desarrollo mental del alumno, pues muchos estudiantes descomedidos no toleran los llamados de atención del profesor, ven con hostilidad una simple mirada y toman personal cualquier acción general para el cumplimiento adecuado de los deberes. Las sanciones institucionales son tan sutiles que insensibilizan a los estudiantes impidiéndoles medir correctamente las consecuencias de sus acciones. En ello fracasa tanto la educación que proviene de casa como la de la escuela; hoy en día no es como suponía en su tiempo Hegel, pues la disciplina ya no se presupone que venga ensamblada desde casa. De ahí que los mecanismos disciplinarios sutiles funcionen solo con aquellos a quienes la disciplina les ha sido estrictamente introyectada. Lo concluyente es que la sutilidad no funciona al instante de desacostumbrar los apetitos del educando.
Por otro lado, si se piensa en la infracción más habitual en la escuela, viene a la mente la desobediencia; ante ella, el maestro debe ingeniar una técnica que quiebre la voluntad del estudiante, si una mirada directa, un gesto o un llamado de atención no cumplen su efecto, se suele optar por impedir el gozo de su único momento no represivo (recreo), ello puede conducirlo a replantear su actitud a futuro. Si reincide, se acude a lo que las escuelas llaman conducto regular: el infractor es remitido a otra figura jerárquica que intentará de alguna otra forma quebrar la voluntad no normalizada del estudiante. Si no funciona, entonces, otro ortopedista conductual entrará en escena con las últimas técnicas psicológicas en pedagogía, dictaminando cómo debe proceder el maestro para abordar al estudiante difícil. El especialista termina aportando datos informativos que el maestro sigue con prontitud. Pero ¿qué sucede si toda esta variedad de técnicas sigue sin funcionar?
La impotencia ante el fracaso de las técnicas de doblegación y el aprieto de diagnosticar adecuadamente la dificultad del estudiante provoca que algunos establecimientos educativos de secundaria contemplen dos iniciativas que se despliegan desde el marco de observación personal no participante: primero, aguantar y contener en lo posible la conducta hasta cederle el problema a otra institución. Segundo, si la disciplina y la instrucción fracasan, el ánimo autónomo del escolar es limitado con la exclusión. Foucault cuenta cómo una enfermedad como la lepra fue tratada en su momento con el rechazo y la exclusión; hoy pareciese que aquellos jóvenes de estruendosa energía reciben de nuestras instituciones el trato de enfermos incontenibles dignos de la supresión colectiva.
Sin embargo, los vestigios de los castigos tradicionales sobreviven hoy bajo otro espectro. En ocasiones si un estudiante falla en su producción académica, su castigo es incrementar el trabajo o transcribir largos textos en un blog de notas; labor que es deshonesta, inoficiosa y odiosa, debido a que de nada sirve una actividad que no encauza el desarrollo de habilidades del estudiante. Al parecer la huella de la escuela cristiana de querer imponer penitencias inconsecuentes aún perduran[7]. Este tipo de educación deposita su empeño en la confección de pensamiento homogéneo y adeptos obedientes. Pues el sistema educativo, desde tiempos remotos, ha logrado colocar en escena un ejército de autómatas obtusos destinados a cumplir con eficiencia las obligaciones operacionales.
5. Conclusiones
La educación abastece de costumbres e instala mecanismos represivos necesarios para la supervivencia humana. A partir de la disciplina y el castigo, se conjura la contención de las conductas destructivas que hacen posible el desarrollo de la civilización.
El individuo desde temprana edad empieza a experimentar la pérdida de su libertad pulsional; cuanta más educación recibe menor es la viveza de sus instintos pulsionales. El salvaje vive en la espontaneidad de sus pasiones, esto se debe a que apetece más el lado de su naturaleza destructiva que el de la racionalidad conservadora. Entre más hábitos aprende el hombre, menos peligrosa es su animalidad. Sin embargo, el entregarse totalmente a su naturaleza le conlleva padecer la pureza de la esclavitud pulsional.
Ante el desastre de bestialidad humana, la educación entra en escena para desdoblar el furor de la animalidad. Apoyada en la disciplina, la educación maximiza la producción del aprendizaje y la aprehensión de costumbres. En este sentido, los mecanismos de vigilancia se despliegan para gobernar en minucia cada momento culmen de la vida del sujeto. Entonces los registros, los espacios, las inspecciones, incursionan en la existencia para armonizar las conductas a petición del principio de realidad vigente.
Ahora bien, cuando la disciplina es transgredida, el castigo se presenta como plus que contiene las conductas que no se ajustan a los parámetros normativos institucionales. Sin embargo, cabe resaltar que en la educación el castigo tiene una connotación distinta:
Antes
que ser un acto salvaje de violencia, de venganza individual o incluso de
represión institucional, el castigo escolar se encuentra ligado de modo
indisoluble con los fines sociales asignados al hecho de mantener agrupados de
modo regular unos niños fuera de su hogar; está vinculado con los fines
político-económicos como la formación de hábitos de obediencia, disciplina y
trabajo. (Sáenz, Saldarriaga y Ospina, 1997, p. 193)
El castigo educativo que consistía en infringir daños y sufrimientos dolorosos al cuerpo, hoy es asunto de otra época: “El castigo ha pasado de un arte de las sensaciones insoportables a una economía de los derechos suspendidos” (Foucault, 2002, p. 13). Por ejemplo, ante el estudiante que tiene su puesto desorganizado o que indiscriminadamente lanza papeles al rostro de otro, el maestro puede intentar desequilibrar su comodidad, haciendo que en el siguiente descanso tenga un castigo ejemplar que consiste en recoger todos los papeles del patio de recreo. Otro maestro puede optar que el castigo sea por toda la semana, pues un castigo “duro” puede ser más beneficioso que uno leve. Al respecto Kant (2003) escribe: “Una cama dura es mucho más sana que una blanda. Generalmente, una educación dura sirve mucho para el fortalecimiento del cuerpo. Entendemos por educación dura el mero impedimento de la comodidad” (p. 55).
En tiempos actuales, la suspensión de comodidades no irradia la dureza que ambicionaba Kant, pero cumple precisamente con la suspensión de comodidades. En esto se han convertido los castigos hacia los niños y jóvenes de nuestro tiempo, en mera suspensión de comodidades: el padre de hoy opta por suspender el derecho que él mismo le ha cedido a la televisión, celular, videojuegos, viajes, entre otros. Las comodidades pasan a ser derechos tácitos entre hijos y padres. Suspenderlos hace catastrófica la cotidianidad del joven, pues lo que le queda, una vez arrebatado su confort, es tan solo la execrable realidad. Y precisamente su gozo se encuentra fuera de ella, y si quiere recuperar su mundo paralelo, entonces se verá obligado a un cambio inmediato de conducta.
Hasta aquí la transmutación del castigo es evidente, pues su meta se ampara en la relación utilidad-docilidad, si considera que lo que interesa al sistema social son cuerpos normalizados listos para las funciones del trabajo. Este fenómeno puede entenderse como resultado de una escuela tradicional que aún ejerce en pleno siglo XXI: “Esta escuela fue creada para formar empleados obedientes y cumplidores que acataran las normas y las disposiciones emanadas por los jefes y que enseñaran a realizar trabajos supremamente rutinarios y mecánicos” (De Zubiría, 2013, p. 2). De este modo, la educación se convierte en un cuerpo carente de alma crítica, la conciencia es desposeída, para encarnar una conciencia de obediencia que siempre va a ser ajena a la voluntad de sujetos creadores.
Referencias
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……………………………………………………………………………………………………
Fecha de recepción: 10 de abril de
2019
Fecha de aceptación: 21 de agosto de
2019
Forma
de citar (APA): Correa-Cetina, E. (2020). Educación, disciplina y
castigo: consideraciones en torno a los mecanismos de contención. Revista
Filosofía UIS, 19(2), https://doi.org/10.18273/revfil.v19n2-2020013
Forma
de citar (Harvard): Correa-Cetina, E. (2020). Educación, disciplina y
castigo: consideraciones en torno a los mecanismos de contención. Revista
Filosofía UIS, 19(2), 241-262.
[1] Colombiano. Magíster en Filosofía Contemporánea. Universidad de San Buenaventura, Colombia.
Correo
electrónico: eacorrea@academia.usbbog.edu.co;
corcet@hotmail.com
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-4266-9672
[2] Algo
realmente contrario a los modelos contemporáneos, donde individuos despojados
de mentores virtuosos terminan mimetizando personajes de novelas de ficción,
narcos, millonarios excéntricos, deportistas, todos ellos ídolos vanos que nada
tienen que ver con aquellos auténticos predecesores de la cultura.
[3] Foucault y
Kant tienen un punto de convergencia, ambos saben que para poder formar a un
sujeto es necesario someter el cuerpo a técnicas de control y vigilancia, pues
se considera que para alcanzar las metas y peticiones sociales es necesaria la
docilidad del sujeto. Por ejemplo, para Foucault, la disciplina puede entrar a
actuar en cualquier edad del individuo, en cambio para Kant la disciplina debe
ser una técnica implantada para la sumisión de la barbarie desde una edad temprana.
[4] Véase, por
ejemplo, el caso colombiano en el cual las políticas educativas hacen de la
educación un artículo de primera necesidad, al priorizarse el sentido
neoliberal de la eficiencia y competitividad, los educandos dejan de ser
sujetos de la educación para pasar a ser meros objetos mercantiles, una vez
perfilados como obreros útiles, el éxito de la instrucción tecnocrática triunfa
sobre las dimensiones críticas que en otro tiempo dotaron de sentido a la
educación. Al ser el educando desposeído del interés cultural y crítico solo le
resta centrarse en ser un sujeto empleable; y para cumplir esta meta cobra
fuerza el mercado de las especializaciones, maestrías y doctorados, pues con
ellos es más plausible seguir siendo funcional dentro de una sociedad tecnocrática
que emplaza la cultura para la asimilación de un puesto de trabajo con fines
capitales, tal como lo dice Santiago Castro-Gómez, en el prefacio del libro La Universidad Productora de Productores: “Mientras los programas de maestrías y
doctorados son para las universidades colombianas un negocio creciente, para
los “consumidores” son la oportunidad para devenir-empleable mediante el
aumento del propio “capital humano” (Castro-Gómez, p. 21).
[5] En
Colombia, en el siglo XIX, la escuela se destacaba por los duros castigos
físicos, con el interés de contener al educando para aleccionarlo con los
elementos y moral de la época. Un ejemplo de ello es traído a contexto por Luis
Antonio Bohórquez Casallas: “Los niños a quienes les hubiera apuntado faltas por
olvido, debían disponerse a recibir castigo. En muchas ocasiones el monitor o
alguno de los niños más grandes se colocaba en las espaldas al que debía
castigarse y el maestro le propinaba cierto número de azotes”. (Bohórquez,
1956, p. 268). En el siglo XX empiezan a surgir ensayos experimentales para
sustituir los castigos físicos por premios o suspensión de derechos, sin
embargo, el castigo toma un tinte híbrido pues no se suspende el castigo físico
sino que termina siendo alternado cuando un caso excepcional lo amerita; así lo
evidencian informes relativos al curso de 1916 del Gimnasio Moderno de Bogotá:
“Defiéndalo sobre todo, para poder dejar sentado, ante ciertos alumnos, nuestro
poder de aplicarlos a mayores, los cuales por su carácter poco formado o mal
formado, son incapaces de apreciar y aprovechar la autoridad moral de los
profesores sobre ellos y en cambio acatan la autoridad cuando ésta se
materializa” (Nieto, 1917, p. 74).
[6] Véase
Gutiérrez y Martínez (2019). Recuerdos de castigos escolares. Relatos de
estudiantes del posgrado.
[7] Foucault
relata la forma como estas escuelas obligaban a un alumno aprenderse
diariamente una parte del catecismo, si el estudiante olvidaba lo recitado, al
día siguiente debería repetirlo sin falla alguna; y si no era este el castigo
entonces se le obliga a escuchar arrodillado con una postura inmaculada el
recital de la prédica; sin embargo, cualquier cosa podría ser parte de la
penitencia (cfr. Foucault, 2002, p. 166).