Sobre la
importancia de la filosofía en nuestras vidas
About the importance of
philosophy in our lives
Sobre la
importancia de la filosofía en nuestras vidas
¿De qué se
ocupa alguien que se dedica a la filosofía? ¿Cómo lleva a cabo esa persona su
particular labor intelectual? Responder a estas preguntas es importante para
aclarar la importancia de la filosofía, sus alcances y limitaciones, no solo en
relación con las ciencias humanas sino, en general, con respecto al resto de la
cultura. Una respuesta apropiada a estas preguntas también será importante para
disipar un sin número de mal entendidos que surgen a la hora de hablar de
filosofía.
Lo primero
que debe aclararse es que la filosofía trata más de problemas que de doctrinas,
textos o autores. Insistir en esto es de la mayor importancia, porque nos
permite advertir que difícilmente podemos llamar filosófico al ejercicio que se
suele hacer en los colegios en Colombia, cuando se repasa la vida y la obra de
los diversos filósofos de la tradición occidental. Esta clase de ejercicios, si
bien son importantes, suelen olvidar que dichas doctrinas y autores intentaban
responder, cada uno a su manera, a problemas que eran vistos por ellos y sus
contemporáneos con un fuerte sentido de urgencia. Resolver esos problemas era
su principal motivación a la hora de hacer filosofía y, por tanto, toda su obra
adquiere sentido cuando se la examina a la luz de esos problemas vitales.
Pero
vistos en abstracto, los problemas filosóficos muchas veces pasan como
cuestiones que difícilmente afectarían al común de los mortales. Parecerían más
bien asuntos de especialistas, de gente ociosa y privilegiada que no se da
cuenta de las problemáticas sociales relevantes y que vive aislada en sus
centros de estudio. Quizá, el ejemplo más famoso sea el problema medieval
relativo a la naturaleza de los ángeles y a la posibilidad de que una multitud
de ellos danzasen sobre la punta de una aguja. Es por ello, quizás, que como
señala la filósofa inglesa Mary Midgley (2002),
estamos acostumbrados a pensar que la filosofía es inútil en el sentido de que
sus preocupaciones se encuentran un tanto separadas del resto de nuestras vidas
y que por ello es independiente de ella. Pero esta visión de los problemas
filosóficos, no pocas veces promovida por los mismos filósofos, pasa por alto
aspectos relevantes del funcionamiento del pensamiento y de su relación con la
realidad.
En primer
lugar, olvida que vivimos en culturas complejas que dependen para su
supervivencia de sistemas bastante intrincados de ideas y conceptos, la mayoría
de ellas con un claro origen filosófico. Algunas ideas de este tipo son las de
democracia, justicia, individuo, racionalidad, progreso, etc., las cuales
vieron su amanecer en diferentes momentos de la historia de la filosofía. Cada
una de ellas es reconocida por el impacto que ha tenido en nuestro pensamiento
cotidiano desde su aparición. Piénsese solamente en la idea, también discutida
por Midgley, del contrato social. Dicha
idea invierte los términos de la explicación que se solía ofrecer de la
obligación política. Así, según los filósofos de la Ilustración, la única razón
válida para obedecer a cualquier tipo de gobierno es que este representa la
voluntad del pueblo soberano y no porque ha sido nombrado por Dios (Rousseau,
1995). Según esta misma narrativa, el pueblo decide libre y racionalmente
unirse para formar una sociedad, aceptar unas obligaciones mutuas de
convivencia y, finalmente, terminar vinculándose a un gobierno que pueda
reforzar esas obligaciones y, si es el caso, hacerlas cumplir por la
fuerza. Esta idea,
aceptada ampliamente en Europa occidental, ha sido la base de su organización
política y jurídica por más de trescientos años y por más simbólica o abstracta
que sea, sus consecuencias prácticas y emocionales son innegables.
Por otra
parte, la mayoría de las veces, los conceptos filosóficos aparecen en conjunto
con otras ideas, formando lo que Midgley llama
sistemas de pensamiento (2002). En un sistema de pensamiento, los elementos que
lo componen se encuentran fuertemente interconectados de tal forma que
constituyen una red en la que las ideas dependen unas de otras para funcionar
adecuadamente. Así, el concepto de contrato social no se
explica sin otras ideas, quizás aún más abstractas que ella misma, sobre el
origen de la sociedad y las capacidades cognitivas de los seres humanos. Thomas
Hobbes, filósofo celebérrimo por su visión autoritaria del poder político,
explicaba la razón humana por analogía con una calculadora que suma elementos
para dar con un resultado (1989). Pero esta idea, lejos de constituir una
observación desinteresada sobre el funcionamiento de la cognición humana, busca
hacernos creer que los seres humanos, en condiciones normales, jamás optarían
por algo que los perjudicara. Esto explica por qué a los ojos de Hobbes resulta
no solo inconcebible, sino también imposible, que hombres y mujeres den su
consentimiento a una tiranía o gobierno absoluto excepto para escapar de algo
aún peor, a saber, el estado de naturaleza, que corresponde a un estado
pre-social caracterizado por la guerra de todos contra todos (humanos contra
otras especies, humanos contra humanos, hermanos contra hermanos, padres contra
hijos, etc.). En este sentido, la idea del contrato social no
se explicaría sin otros supuestos aún más abstractos que ella misma. En el
sentido inverso, como señala Midgley, “El conjunto de
ideas centradas en la imagen del contrato social ha gozado de mucho predicamento,
generando brillantes ideas sobre derechos, autonomía, intereses, competencia,
la racionalidad como interés propio etc.” (2002, p. 21).
Ahora
bien, es importante advertir que un sistema de pensamiento influyente no es
diseñado conscientemente para operar como un todo coherente y unificado. Más
bien, y como lo muestra la historia del pensamiento, dichos sistemas son
dinámicos y se reforman constantemente para ajustarse a las necesidades de las
sociedades en las cuales se instalan. Así, la red conceptual que servía de
fundamento lógico a la idea del contrato social fue modificada
en varias ocasiones en los siglos que van desde sus primeras versiones, de la
cual la de Hobbes fue una de ellas, hasta sus versiones más aceptadas en la
actualidad, como la del filósofo John Rawls (1971).
En esta última, por ejemplo, la idea de un estado de naturaleza fue abandonada
por completo y se le reemplazó por la asunción teórica de que los individuos
que toman decisiones racionales dejan de ser egoístas, esto es, olvidan su
pasado competitivo. Pero tal y como señala Michael Walzer
(2008), la asunción de que los seres humanos no somos aventureros o amantes del
riesgo, como lo creyeron los contractualistas
utilitaristas como David Hume, sirve probablemente al mismo objetivo que una
historia sobre el origen del hombre. Sin embargo, los alcances de una y otra
idea son diferentes. Mientras que el estado de naturaleza es
la idea que justifica el contrato social como vinculación a un
gobierno absoluto, en la historia que nos cuenta Rawls
el riesgo de autodestrucción desaparece y más bien se presenta dicho contrato
como el resultado lógico o natural del sentido innato de lo justo presente en
los seres humanos. Ello da lugar a un gobierno que no necesita ser autoritario
para evitar que nos matemos entre nosotros. Por supuesto, el sistema conceptual
propuesto por Rawls se ajusta mucho mejor a las
sociedades occidentales de nuestros días en las que, tras la Segunda Guerra
Mundial, se busca evitar la opresión de las minorías por parte de gobiernos que
representan mayorías alienadas.
Pero, en
todo lo anterior, ¿dónde aparecen los problemas de los cuales debemos ocuparnos
los filósofos? El crecimiento no ordenado de los sistemas de pensamiento hace
que con el tiempo los mismos se vuelvan muy intrincados y complejos, monstruos
teóricos difíciles de manejar y entender, verbigracia, el liberalismo. A su
vez, esta dificultad de los sistemas conceptuales hace que muchas veces
prefiramos no prestarles la atención debida. De esa manera se va configurando
un círculo vicioso en el que nuestra actitud negligente hacía los sistemas de
pensamiento refuerza aún más su tendencia a crecer de manera caótica. Midlegy (2002) señala que tan pronto como este tipo de
actitud complaciente se instala en la cultura las confusiones conceptuales
comienzan a surgir y con el pasar del tiempo lo único que hacen es agravarse.
Esto no sería tan problemático si dichas confusiones no tuvieran repercusiones
prácticas y emocionales nefastas. Pensemos, solamente, en lo que ha significado
para el liberalismo y para la salud de las democracias occidentales la adopción
de ideas provenientes del marketing y la psicología conductista. La
incorporación de estas ideas al sistema de pensamiento liberal ha dado lugar a
un escenario en el que el fin último de muchos pronunciamientos públicos no es
otro que el de manipular a la opinión pública para conseguir la elección de un
candidato especifico o la aprobación de ciertas medidas inicialmente
impopulares. Naturalmente, el sentimiento que generan estas prácticas
generalizadas, afianzadas a través de las escuelas de gobierno y ciencia
política de todo el mundo, no es otro que el de la desconfianza en las
instituciones democráticas y la política en general (Botero, 2018). Este es uno
de los factores que explicaría cómo, por ejemplo, Donald Trump
logró ganar en el último minuto la presidencia de los Estados Unidos al revelar
que su contrincante Hillary Clinton, siguiendo los manuales básicos de Ciencias
políticas, había ocultado información sensible cuando ella ocupó la Secretaría
de Estado. Pero volvamos a la filosofía. Su labor entonces consistiría en
rastrear y detectar aquellos conceptos que al ser introducidos subrepticiamente
no nos damos cuenta de que causan problemas reales. Una vez el filósofo ha
ubicado la fuente del problema procede a abordarlo como quien trata una
enfermedad: propone una cura que no es otra que la eliminación de los conceptos
problemáticos, al tiempo que los reemplaza por otros nuevos y mejor ajustados a
las necesidades sociales del momento. Es aquí, en esta labor terapéutica, donde
residiría la importancia de la filosofía para nuestras vidas.
Referencias
Botero, A. (2018). La tragedia moderna: las elecciones políticas vistas
desde el cine. En D. Hincapié y L. Castro (coords.), Filosofía
del derecho GlocAL (pp. 73-109). Bogotá: Universidad
Nacional de Colombia.
Hobbes, T. (1989). Leviatán. Madrid: Alianza.
Midgley, M. (2002). Delfines,
sexo y utopías: doce ensayos para sacar la filosofía a la calle. Madrid:
Turner.
Rawls, J. (1971). Teoría de la justicia. Ciudad
de México: Fondo de Cultura Económica.
Rousseau, J. J. (1995). El contrato social o Principios de derecho
político. Madrid: Tecnos.
Walzer, M. (2008). Contrato Social. En T. Honderich, Enciclopedia Oxford de filosofía. Madrid:
Tecnos.
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Fecha de recepción: 22 de abril de 2019
Fecha de aceptación: 24 de abril de 2019
Forma de citar (APA): Rodríguez, D. (2019). Sobre la importancia de
la filosofía en nuestras vidas. Revista Filosofía UIS, 18(2), doi: 10.18273/revfil.v18n2-2019001
Forma de citar (Harvard): Rodríguez, D. (2019). Sobre la importancia de la filosofía en nuestras
vidas. Revista Filosofía UIS, 18(2), 11-16.
[1] Colombiano. Doctor
en Humanidades. Profesor Universidad Industrial de Santander. Investigador en
el grupo de investigación Tiempo Cero de la UIS.
Correo electrónico: darodri@uis.edu.co
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-5183-7121