Selección y archivo desde una
aproximación crítica a la relación entre imágenes y violencia
Selection and archive from a critical approach
to the relation between images and violence
Resumen
Con este
artículo se contribuye al debate actual sobre las estrategias para mostrar la
violencia mediante el análisis del fotolibro de publicación reciente titulado La
última noche, situado en el contexto del conflicto armado colombiano de la
segunda mitad del siglo XX. Dado que en esta discusión cobra una relevancia
inusitada la cuestión de la memoria, partimos de la aproximación de Jacques
Derrida quien, apoyado en Nietzsche, nos convoca a ahondar en la relación entre
archivo y memoria, y en el papel que cumplen en ella las imágenes. Según él: a)
la memoria está signada por el principio de ruina, de
contaminación, de intempestividad y de espectralidad; y b) el archivo no es
inocente, ni se guía por la pretendida objetividad del desinterés estético,
pues supone el recorte y la exclusión, e implica tensiones incesantes y
procesos interpretativos que apelan a mecanismos de imposición de una
autoridad. Desde ahí, buscamos reconstruir las condiciones de un diálogo
productivo con otras perspectivas teóricas, como la de Walter Benjamin en la
vía de interpretación propuesta por George Didi-Huberman, con el propósito de
enriquecer nuestra lectura del documento citado.
Palabras clave
Imágenes,
archivo, memoria, montaje, violencia.
Abstract
This
paper adds to the current debate about the strategies to show violence through
the analysis of “The Last Night”, photobook recently published, and that is
located in the context of the Colombian armed conflict of the second half of
the XXth century. Since the topic of the memory becomes remarkably important
for this discussion, we start from Jacques Derrida´s approach. This author,
supported by Nietzsche, summons us to elaborate further on the relationship
between archive and memory, examining the role of images thereof. According to
him: a) memory is signed by the principle of ruin, of pollution, of
untimeliness and of spectrality; b) the archive is not innocent, nor is it
guided by the alleged objectivity of aesthetic disinterest, since it involves
trimming and excluding, and implies relentless tensions and interpretative
processes that appeal to the imposition mechanisms of an authority. From there
we proceed to rebuild the conditions of a productive dialogue with other
theoretical perspectives, as that of Walter Benjamin in the way of the
interpretation suggested by George Didi-Huberman, with the purpose of enriching
our comprehension of the quoted document.
Keywords
Images,
archive, memory, montage, violence.
Selección y
archivo desde una aproximación crítica a la relación entre imágenes y violencia
1. La
no-inocencia de la memoria y la constitución del archivo
La
memoria, el archivo y la historia aparecen a primera vista como formas
constructivas y de producción. Sin embargo, sería un error pensarlos de forma
meramente positiva pues, examinados más a fondo, revelan no ser ajenos a
ciertos procesos negativos y destructivos, de olvido, borradura y reescritura.
Ambas situaciones se dan juntas en la perspectiva que exploramos. Este modo de
abordar la inscripción de la temporalidad en la memoria humana, fijándola, ha
sido ya formulado por Friedrich Nietzsche, quien desarrolla la idea de una
presencia de lo intempestivo en la historia, lo cual implica que esta se
encuentre habitada por una tensión latente entre diversas temporalidades. La
historia y la memoria, como depositarias de un recuerdo elaborado, son lugares
donde se agitan fuerzas en choque. Tal idea remite también a la forma en la que
otro filósofo e historiador del arte, George Didi-Huberman, aborda la cuestión
de las violentas tensiones que se agitan en y a través de las imágenes.
Según
este filósofo e historiador del arte, son muchas las ocasiones en las que las
fuerzas sublevan, en las que la destrucción y las pérdidas llevan a alterar el
decurso histórico y sus huellas, no solo en los libros y en las imágenes, sino
incluso en los cuerpos. Esto se explica porque el duelo que nos moviliza se
transforma, al verse involucrado en una cadena de acontecimientos y deviene,
entonces, una pasión de actuar en contra. Entonces, ante la pregunta por
aquello que nos subleva, hay
que que contestar que “son
fuerzas, evidentemente. Unas fuerzas que no nos resultan exteriores ni
impuestas: fuerzas involucionadas en todo lo que nos concierne más
esencialmente” (Didi-Huberman, 2017, p. 83). Son estas las ocasiones en las que
el pensamiento se eleva hasta el enojo “provocado por toda la violencia que hay
en el mundo, esa violencia a la que nos negamos a estar condenados […] hasta
[…] la tarea de denunciar esa violencia con toda la calma y la inteligencia que
sean posibles” (Didi-Huberman citado en Farocki, 2014, p. 14).
Desmitificando
la visión ilustrada, que concibe la memoria como una actividad ante todo mental
e intelectual, luminosa, serena, consciente e inocente, Nietzsche desenmascara
el hecho de que se trata de una práctica que tiene un alto contenido material y
pasional, que se dirige a los cuerpos, y que moviliza sentimientos y
sensaciones extremas. Para él resulta imprescindible revelar la profunda
violencia del trabajo de la memoria, la crueldad que rodea la experiencia de
fijar un recuerdo:
«¿Cómo hacerle una memoria al animal-hombre? ¿Cómo imprimir algo en este entendimiento del instante, entendimiento en parte obtuso, en parte aturdido, en esta viviente capacidad de olvido, de tal manera que permanezca presente?»… Puede imaginarse que este antiquísimo problema no fue resuelto precisamente con respuestas y medios delicados; tal vez no haya, en la entera prehistoria del hombre, nada más terrible y siniestro que su mnemotécnica. «Para que algo permanezca en la memoria se lo graba a fuego; sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria» […] Cuando el hombre consideró necesario hacerse una memoria, tal cosa no se realizó jamás sin sangre, martirios, sacrificios; los sacrificios y empeños más espantosos […], las mutilaciones más repugnantes […], las más crueles formas rituales de todos los cultos religiosos […] ―todo esto tiene su origen en aquel instinto que supo adivinar en el dolor el más poderoso medio auxiliar de la mnemónica (Nietzsche, 2009, pp. 79-80).
Ahora
bien, si Nietzsche insiste en la manera como la memoria se implanta en los
cuerpos individuales, Derrida se plantea más abiertamente la pregunta por la
institucionalización colectiva de la misma, contenida en esa especie de forma
social que constituye la base material de la memoria y de la historia, aquello que
llamamos “archivo”.
La
decisión sobre aquello que se archiva y por ende se recuerda, y aquello que se
borra y en consecuencia se olvida, está signadas por la marca de recortes, que
implican violencia en la medida en que generan exclusiones y asociaciones. Y no
basta con intentar explicitar sus criterios, tratando de simular coherencia,
pues también están expuestos a la imposición de un deseo o de una voluntad
arbitraria, o al menos descuidada. Puesto que, simultáneamente, en la memoria y
en el archivado no todo cae en el orden de la decisión o del cálculo del
sujeto, puesto que en su contingencia, cada decisión o recorte supone
consecuencias inesperadas, indecidibles[3].
Efectivamente,
Derrida comienza su libro Mal de archivo escudriñando el contenido
histórico-etimológico de la palabra “archivo”, que proviene del griego arkhé.
El concepto de archivo abriga, entonces, la memoria del nombre arkhé
(Derrida, 1997, p. 10), que condensa a la vez el comienzo y el mandato. Pero
Derrida va más lejos cuando sostiene que “el sentido de ‘archivo’, su sólo
sentido, le viene del arkheion griego” (p. 10), que es la residencia de
los arcontes, los dignatarios que mandaban y que ejercían su influencia a
partir de reconocimiento público del poder político.
Los
arcontes son figuras que hacen las veces de un guardián físico del archivo,
como custodios del lugar material de la memoria y de sus componentes. Y en
tanto “tienen el poder de interpretar los archivos” (Derrida,
1997, p. 10), encarnan la ley, tienen la jurisdicción de decir la ley. En
Grecia se institucionaliza así un sistema de derecho que debe su coherencia y
su autoridad ―de él y de sus representantes― a ese hecho fundacional del
archivo, el cual produce una versión de la identidad de la colectividad que
establece entonces unos límites infranqueables (Derrida, 1997, p. 12), y que en
adelante será simultáneamente el registro de la siempre violenta autofundación.
Es
en este punto que Derrida reconoce que existe una “política del archivo”, que
“determina lo político como res publica” (Derrida, 1997, p. 12). Por eso
afirma que todo poder político pasa por un control del archivo y de la memoria,
y que la manera en que lo hace garantiza o impide una “democratización
efectiva” (p. 12). En últimas, lo que está en juego aquí es la idea de la
institución de lo común, o en términos de Rancière (2009, p. 9), los
procedimientos por los cuales se parten, reparten y comparten las condiciones
de la experiencia. Todos estos se constituyen en elementos que configuran un
escenario para el debate acerca de las memorias, las imágenes y los archivos de
los conflictos y las violencias. Y este encuentra eco no solamente en los
teóricos “occidentales”, sino que también siembra un acontecer muy próximo a la
necesidad que tenemos en Latinoamérica de replantear nuestras identidades,
obligados a pensar con y a través de las imágenes y los archivos, antes que
nada, problematizándolos (Díaz, 2018). Máxime cuando la constitución de nuestro
archivo imaginario, aquel que está llamado a servir de insumo para nuestras
identidades, ha estado altamente atravesado por una relación histórica
conflictiva, si es que no abiertamente violenta, con una serie de “otros”, con
los cuales tendremos que seguir negociando formas, ojalá más constructivas, de
mutuo reconocimiento. Esto si partimos de la idea de que el fenómeno concreto
de la identidad latinoamericana arrastra consigo y demuestra con mayor claridad
un problema de un alcance más general, el de la identidad de toda cultura en tanto
es relacional: “la inevitabilidad de llegar a imágenes de uno mismo a través de
los ojos del otro, y el beneficio que se extrae de ello en cuanto a la calidad
y potencia de dichas imágenes” (Díaz, 2018, p. 151).
Para
decir algo concretamente de Colombia, lugar al cual nos remitiremos enseguida,
cabe citar la posición de Juan Felipe Urueña precisamente en lo que respecta a
la relación del archivo visual con lo que podría ser un posicionamiento
democráticamente efectivo frente a una historia de violencia, desde sus
aspectos políticos:
En el caso de
las políticas de la memoria en Colombia, es inevitable pensar en las
posibilidades que un adecuado uso del archivo visual puede otorgar para tener
diferentes puntos de entrada a los sucesos violentos del pasado, en especial si
se tiene en cuenta el variado y abundante archivo del que se dispone, y que
está conformado por imágenes de múltiples contextos de producción: imágenes
artísticas, pinturas, caricaturas, películas; imágenes informativas, tanto
documentales como “sensacionalistas”; imágenes de espectáculo, publicitarias,
de entretenimiento, etc. (Urueña, 2017, p. 102).
2. Sobre el mal de archivo, el derecho de
mirada y la selección
Según
se viene mostrando, el archivo siempre ejerce un corte e impone una fuerza: “es
una violenta iniciativa de autoridad, de poder, es una toma de poder para el
futuro, pre-ocupa el futuro; confisca el pasado,
el presente y el futuro. Ya sabemos que no existen archivos inocentes”
(Derrida, 2013, p. 349). También se advirtió que, por más que suponga la
selección, el corte y la exclusión, el archivo también escapa a la pura
intencionalidad. Para señalar este hecho se plantea, tanto en Mal de Archivo
(1997) como en “El cine y sus fantasmas” (2013), el principio
de ruina en el archivo: la contaminación, la subversión del documento, su
carácter intempestivo y espectral. Pero también se extienden estos
planteamientos a los nuevos medios.
Al
tratar acerca del cine, Derrida evidencia que la captura, proyección y
reproducción de las imágenes suponen la alteración de temporalidades que no se
guían por un movimiento progresivo. Asimismo, no deja de notar que en los
procesos de encuadre y en la selección de material y escenas para el montaje,
se llevan a cabo elecciones que producen recortes violentos, en cuanto separan
y excluyen de lo archivable. Precisamente en eso consiste para él la violencia
de la ley, la condición para la consignación. No obstante, sin esos recortes no
serían posibles ni la memoria ni el encadenamiento de elementos discretos
propios de lo audiovisual. Estos planteamientos tienen su análogo en las
consideraciones de Didi-Huberman sobre las imágenes, cuando sostiene que estas
nunca se dan ajenas a la manipulación (Didi-Huberman citado en Farocki, 2014, pp. 14-15), pero que lo importante es saber
cómo están montadas y cómo nos tocan:
[…]
no existe una sola imagen que no implique, simultáneamente, miradas, gestos y
pensamientos. Dependiendo de la situación, las miradas pueden ser ciegas o
penetrantes; los gestos, brutales o delicados; los pensamientos, inadecuados o
sublimes. […] no existe tal cosa como una imagen que sea pura visión, absoluto
pensamiento o simple manipulación. Es especialmente absurdo intentar
descalificar algunas imágenes bajo el argumento de que aparentemente han sido
"manipuladas". Todas las imágenes del mundo son el resultado de una
manipulación, de un esfuerzo voluntario en el que interviene la mano del hombre
(incluso cuando esta sea un artefacto mecánico). Solo los teólogos sueñan con
imágenes que no hayan sido producidas por la mano del hombre las imágenes
aquiropoyetas de la tradición bizantina, las ymagine denudari de Meister Eckhart (Didi-Huberman citado en Farocki, 2013, pp. 14-15).
Desconfiar
de las imágenes no solo es el título de una recopilación de textos de Harun
Farocki, sino una consigna que resume una tendencia de apreciación de la
imagen, en la que coinciden Farocki, Didi-Huberman y Derrida:
Existe,
en nuestra idea occidental de la creencia, una desconfianza irreductible hacia
la imagen en general y la imagen filmada en particular. Esto puede
interpretarse como una forma de arcaísmo, la idea de que la percepción, el
verbo o el escrito en su presencia real son los únicos que tienen derecho, que
son creíbles (Derrida, 2013, p. 338).
Efectivamente,
nuestra perspectiva parte del carácter siempre modificado, interpretado o
formateado de las imágenes y de los archivos, ya que esta es una condición de
su producción, recepción y conservación. Es por ello que las decisiones
técnicas de enfoque, de movimiento, de lugar y de tiempo, de discurso, de
archivo o de descarte determinan aquello que es visible y legible, lo que es
puesto en escena y ofrecido a los espectadores. Igualmente, los criterios para el archivado, así como lo relativo al acceso, son
problemas relevantes, ya que siempre acarrean “la decisión, la responsabilidad,
la respuesta, y por consiguiente la selección crítica, la elección […] siempre
hay elección, sea o no consciente” (Derrida y Stiegler, 1998, p. 189). Los
nuevos medios y soportes implican así problemas inéditos, ante los cuales hay
que generar debates. Sería irresponsable simplemente someterse a las
condiciones emergentes que surgen a partir de su implementación, de ahí la
necesidad de interrogarse cuestiones como: ¿quiénes archivan, eligen,
seleccionan y montan el material?, ¿cuáles son los criterios para ello?, ¿es
posible o no acceder al material transmitido en la radio, en la televisión o en
internet?, ¿cómo se construye y se usa la memoria?, ¿cómo contar la historia de
las culturas contemporáneas?
Al
inicio de Ecografías de la televisión se alude al “derecho de mirada”,
el cual remite a la fuerza que se ejerce al separar y reunir en una selección,
montaje o archivo, pero también a la obligación que imponen las imágenes de no
detener el ejercicio crítico, la reinterpretación y la producción de nuevas
lecturas y escrituras respecto a ellas. De modo que el “derecho de mirada”
también tiene que ver con el lenguaje, con el discurso que acompaña a las
imágenes y dirige la interpretación. Esto es mencionado también en el texto Droit
de regards que sigue al catálogo fotográfico del mismo nombre: “en la
foto-novela el discurso hace la ley, dicta el derecho, su jurisdicción se
extiende al derecho de mirada. Tiene el derecho de mirada sobre las imágenes al
imponerles a ustedes una sola interpretación” (Plissart y Derrida, 1985, pp. VII-VIII)[4].
Tratando de evitar ese problema, o al menos para dejarlo bien señalado, en este
catálogo se prescinde del pie de las fotos, de las referencias o leyendas que
identifiquen las imágenes o expliquen su secuencia, por lo cual, según Joaná
Masó, se suspende “la autoridad del discurso sobre la imagen fotográfica”
(Masó, 2011, p. 362).
Encontramos
aquí otro rasgo que remite a lo señalado por Nietzsche respecto a la activa
capacidad del olvido y su fuerza plástica, indispensable para la memoria, pero
por lo mismo sujeta a la influencia de la trasformación de sus múltiples
variables (Nietzsche, 2009, pp. 75-76). Esto resuena con esta afirmación
derridiana: “la memoria entraña el olvido. Si hay selectividad, es porque hay
olvido (Derrida y Stiegler, 1998, p. 85). De hecho, la noción derrideana de
escritura y la noción de imagen suponen la inscripción, la borradura y la
repetición. Efectivamente, estos son rasgos del pensamiento de la huella, que a
su vez retoma interrogantes abordados por otros pensadores como Freud,
Nietzsche y Emmanuel Levinas (cfr. Derrida, 2005, p. 91). En particular, y dada
la utilidad para nuestro argumento, destacamos el ejemplo tomado del psicoanálisis,
en el que Freud se sirve de metáforas sobre la escritura para explicar el
funcionamiento del psiquismo.
Después
de muchos rodeos y de intentar otras explicaciones del funcionamiento del
psiquismo, llegó Freud a servirse de la metáfora del block o tablero mágico que
le sirve para explicar la economía del inconsciente. El Wunderblock
consiste en una película de escritura en cuya superficie no se marcan huellas
que se borran aparentemente al remover la película del block, pero según señala
Freud (1992, pp. 243-247), esas huellas se conservan como borradas o tachadas;
análogamente, así funcionaria el aparato psíquico que no solo almacena
intuiciones o representaciones, sino que graban e inscribe huellas heterogéneas
e irreductibles a la presencia o a la conciencia (Freud, 1993, p. 188). Estas
huellas mnémicas permanecen sin ser traducibles o visibles, pero dan testimonio
de las impresiones recibidas y de la forma en que su magnitud es diferida para
proteger la película misma de la inscripción violenta que podría desgarrarla
(Derrida, 1989, p. 307).
Apoyándose
en el mecanismo del Wunderblock, para Derrida la marca es marca y la
huella es huella en tanto que cada una se borra y con ello borra la posibilidad
de la presencia. La huella repite la imposibilidad de una presencia plena e
inmediata, la imposibilidad de su intuición, traducción, percepción o
aprensión. Así mismo, el inconsciente como escritura cuestiona la remisión
originaria a un presente como fundamento de escritura, ya que la escritura del
inconsciente es huella, marca y a la vez borradura (al levantar la hoja de
celuloide). Esto permite hablar del inconsciente como superficie y máquina de
escritura, de huellas que se remarcan dejando la traza de la inscripción
violenta, pero a su vez se borran, pues no obedecen a una presencia plena sino
a un desplazamiento.
Llevando
esto a nuestra indagación, tenemos que las imágenes, al igual que toda forma de
memoria, suponen el olvido, debido a que, en tanto huellas o marcas, solo son
posibles porque están expuestas a ser repetidas, borradas y superpuestas con
otras escrituras, como ocurre con el palimpsesto. Efectivamente, tanto en la
reiteración como en la inscripción, necesariamente se altera lo rememorado.
Sin
embargo, no consideramos que estas aproximaciones a la memoria y al archivo se
reduzcan a ejercicios de olvido cómplice o a la irresponsable renuncia a contar
o recordar lo ocurrido. Por el contrario, y apoyándonos en las consideraciones
de Derrida, Nietzsche y Didi-Huberman, nuestro abordaje supone el intento de
figurar, montar, exponer imágenes y relatos ante las situaciones atroces que
nos convocan con urgencia; sin dejar de asumir la violencia de las decisiones,
selecciones y recortes que efectuamos. Por ello, y anunciando lo que nos
ocupará en el apartado final de este texto, remitimos al artículo “Los
fantasmas no inquietan nunca a las cosas muertas”, de María Victoria Uribe,
quien al hablar del conflicto colombiano señala:
La
Violencia ha sido olvidada por la mayoría de los colombianos que desconocen sus
causas y poco indagan por sus consecuencias. Sus contenidos atroces no fueron socializados
y su simbolización ha sido muy precaria. Fuera de los sobrevivientes y de los
investigadores que la han estudiado, ¿quién en Colombia reconoce ese pasado
vergonzante y en ruinas como algo propio? (Uribe, 2018, p. 98).
Tenemos
hasta aquí elementos que nos permiten extender el debate acerca de la memoria,
las imágenes y el archivo en relación con la violencia[5],
para considerar ahora manifestaciones artísticas recientes en Latinoamérica y,
en particular, relativas al conflicto colombiano[6].
3.
Montajes de palabras o de fotografía
Elevar
el propio pensamiento hasta el nivel del enojo, elevar el propio enojo hasta el
nivel de una obra. Tejer esta obra que consiste en cuestionar la tecnología, la
historia y la ley. Para que nos permita abrir los ojos a la violencia del mundo
que aparece inscrita en las imágenes (Didi-Huberman citado en Farocki, 2014, p. 35).
En
esta parte final, remitimos a un libro de fotografías recientemente publicado
por Juan José Horta Soto (2018): La última noche. Más que tratar de
explicar, descifrar o resolver lo que estaría en juego “detrás” o “en el fondo”
de esas imágenes, hemos querido reencauzar hacia un medio nuevo, el de los
conceptos, el cuestionamiento que ellas hacen de la visibilidad. Desde la
perspectiva que acabamos de presentar, en la que, si bien no hay coincidencia
entre el lenguaje y la imagen, en la línea de Walter Benjamin y de
Didi-Huberman, tampoco hay pura disidencia entre ellos, ni menos aún un
silencio que tengamos el deber de resguardar, ni que sea necesariamente
cómplice (Fisgativa, 2016). En la perspectiva derridiana que también asumimos
nos preguntamos entonces ¿qué mirar y cómo mirarlo?, ¿qué decir y cómo
decirlo?, ¿cómo volver a mostrar eso que miramos, para con ello inquietar?
Queremos reivindicar y ejercer nuestro derecho a mirar, y también nuestro
derecho a decir algo acerca de eso que miramos, tanto en este libro como en
nuestra realidad colombiana, buscando con ello generar algún efecto.
La
última noche no
incluye texto. No presenta pies de página, prólogo, ni conclusiones; tampoco
índice, segmentación por partes, o una estructura distinta a la de las 17
fotografías en su mero aparecer: retratos de armas de largo alcance, utilizadas
en la horrible noche de la guerra en Colombia. Si bien la riqueza de estas
imágenes incita a efectuar numerosos comentarios, de entrada resulta difícil
desconocer el gesto que parece conminar a un silencio contemplativo, el cual
sugiere una renuncia y renuencia expresa a describir, contextualizar, comentar
o explicar el material visual (esa siempre violenta ley y derecho de mirada del
que nos habla Derrida, pues en su carácter doble y contradictorio [double
bind], nos retira la posibilidad de control sobre las imágenes pero nos
obliga a estar vigilantes, nos retira el discurso coherente sobre las imágenes,
pero nos interpela exigiendo nuestras palabras).
También
se evidencia una especie de confianza depositada en la potencia de las
imágenes, como un dar por sentado que estas tienen una dinámica propia que las
abre a posibilidades diversas: significantes, emocionales, expresivas o
informativas. En todo caso, al presentarlas, se dispone con ellas su capacidad
de convertirse en trozos formativos que pueden contribuir a (re)construir la
memoria de un pasado y a proponer los esbozos de un futuro. Al espectador le
corresponde también la frágil confianza depositada en las potencias de la
imagen, pues es dejado libre para percibir e interpretar, ya que no son muchas
las indicaciones externas. Solo dos aspectos intervienen en este proceso: el
título que signa la obra y un par de cartas testimoniales que son reproducidas
en un formato familiar: el de los cuadernos usados en la escuela. Se trata de
cartas que contienen tanto rastros autobiográficos como rastros de guerra y
promesas de paz.
Así,
las cartas y las fotografías nos ofrecen fragmentos, huellas a partir de las
cuales se insinúan y provocan relatos, a la vez que se evocan memorias. Esto a
pesar tanto del silencio que es propio de las imágenes e intrínseco a ellas,
como del ruido ensordecedor y aturdidor de aquellos artefactos bélicos que han
sido retratados. Efectivamente, esta ambigüedad se hace manifiesta en el título
que oscila entre la esperanza sin garantías depositada en un deseado
silenciamiento de las armas, y la anhelada certeza de una sentencia locuaz que,
a viva voz, pueda declarar el fin del conflicto: gritar con el pecho henchido
de júbilo que esta fue “la última noche”. Pero, si recordamos el gesto
genealógico legado por Nietzsche, no solo habría que preguntarse por el “qué”
de aquella sentencia, sino también por el “quién” de esa última noche. Por eso,
sostenemos que esta obra activa una mirada crítica pues, a la vez que despliega
numerosos cuestionamientos acerca de la historia reciente del país, también lo
hace acerca de las condiciones de la figurabilidad, de la representación y del
carácter de monumento de cualquier documento.
Algunas
consideraciones extras han de hacerse en particular, respecto a una de las
imágenes del fotolibro, una que, entre todas, resulta especial. Es aquella que
se arma por el anverso de las otras fotos totalmente desplegadas, las cuales se
encuentran dispuestas de tal modo que, al juntarse a la manera de un friso, se
reúnen como piezas de una gran imagen compuesta. En ella se observa la impronta
dejada por un arma que ya no está, su silueta sobre una sábana blanca arrugada.
La gran imagen producida por el conjunto de estas fotografías al desplegarse y
girarse, no es sintética ni conclusiva. En contraste con el aparecer positivo
de las armas sobre las camas, se obtiene ahora esta imagen ofrecida por los
pliegues de la tela blanca, una especie de no-imagen que encarna el indicio de
una presencia que ya no se preserva, emanando del espacio dejado por un objeto
pesado que desordena el textil, y que parece el epítome de un problema que ha
torturado siempre a la teoría de la imagen, pues introduce dimensiones éticas y
políticas en lo que de otro modo sería una cuestión puramente estética o una
estetización de lo político, en el sentido benjaminiano.
Este
problema no es otro que la pregunta, en contextos de atrocidades, acerca de si
es posible y necesario representar la violencia. Y es que, al tratar de
hacerlo, se corre el riesgo de caer con facilidad en ejercicios desafortunados:
revivir el dolor y multiplicar la injusticia causada por la violencia;
revictimizar al volver a exponer mecánicamente y sin mediaciones aquello que se
creía superado, o incluso encumbrándolo; estetizar aquello que se rechaza,
justificándolo, embelleciéndolo o haciéndolo digerible, o banalizar y
normalizar los hechos, mediante una repetición desensibilizadora. Al respecto
señala Urueña:
Las
imágenes de los hechos violentos dan cuenta de una situación paradójica. Dejan
en evidencia […] los límites de la representación […] dan muestra de la
imposibilidad de hacer sentido sobre aquello que fuerza los márgenes de lo
decible o mostrable. Sin embargo, su inapelable existencia exige buscar modos
de hacer sentido con ellas y de tratar de comprender los contextos en los que
han sido producidas. Estas imágenes expresan al mismo tiempo la crisis de la
representación y la exigencia de representar lo que parece irrepresentable.
Ignorarlas es tan reprochable como reproducirlas. Al ser las imágenes vehículos
de información cada vez más presentes en el contexto de información de las
sociedades contemporáneas, es fundamental someter a reflexión crítica la forma
paradójica en la que tiende a presentarse la discusión entre el todo y la nada;
entre el silencio reverencial y el fetiche del ídolo; entre el olvido
indiferente y el recuerdo mercantilizado; entre las imágenes banales y las
palabras sagradas. En este contexto se considera, tomando prestada la expresión
de Didi-Huberman, que la cuestión debe ser analizada desde los límites
imprecisos del pese a todo (2004), el cual obliga a pensar las
dicotomías irreconciliables como polaridades dinámicas. En ese intersticio es
posible pensar al mismo tiempo los límites del lenguaje y […] las formas
expresivas y sus posibilidades pese a todo. Es en ese frágil intersticio en
donde el método del montaje puede ser ubicado (Urueña, 2017, pp. 100-101).
Consideramos
que el recurso a esa no-imagen final hace que la obra tome una vía casi
mística, en el buen sentido[7], con el que se logra
resolver la paradoja sin renunciar a representar, pero tampoco representando
solo explícitamente. Dicho recurso nos remite al modo en que, según cuenta
Didi-Huberman, Farocki se pregunta cómo denunciar los excesos de la violencia
sin hacer cerrar los ojos o el pensamiento de los espectadores, planteando una
alternativa como la que se expone en El fuego inextinguible (Didi-Huberman,
2017, p. 10). Nos lleva, siguiendo la
terminología propuesta por Urueña, a encontrar una vía intermedia, prometedora,
aunque frágil (el pese a todo de Didi-Huberman), que abre un espacio
entre lo irrepresentable y lo hiperrepresentable, sitúandose más bien en el
cómo representar; abre una grieta entre la negación de ver y el deseo
voyerista, para encontrarse más bien con la pregunta sobre cómo ver con
distancia crítica (Urueña, 2017, pp. 101-102).
Si
seguimos ahondando en esta imagen, encontramos otro aspecto sumamente relevante
que tiene que ver con el motivo de la sábana, la cual no se limita a dar
acogida a una ausencia, sino que registra fuerzas en tensión, asuntos
enmarcados en una importante tradición que incluye, entre otros, a Walter
Benjamin (1989, 2008, 2010), Aby Warburg (2013), y Didi-Huberman (1997, 2008,
2005). Y esto nos lleva a prolongar la indagación. En los pliegues de las telas
o drapeados se manifiestan las tensiones contradictorias de fuerzas invisibles,
cuyas dinámicas agitan las imágenes por las
fuerzas en movimiento que operan sobre ellas. Al respecto escribe
Didi-Huberman:
Un
sudario blanco inmóvil puesto encima de un cuerpo, pero que de repente se
agita, se levanta, se convierte en vestido de novia o en bandera izada en lo
alto de un mástil antes de desgarrarse alegremente, he aquí algo que manifiesta
en las superficies -o en lo que Aby Warburg llamaba “accesorios en movimiento”, refiriéndose a lo que ha atravesado la historia de
las artes como uno de los más antiguos “formantes” estéticos, me refiero al
drapeado- la fuerza de las sublevaciones (Didi-Huberman, 2017, p. 87).
Una
sábana, una mortaja, los vestidos de las ménades danzantes, la cobija del
habitante de la calle, como resto de la sociedad capitalista o las frazadas de
las fotografías en cuestión, son todas estas superficies que se desgarran, que
resisten y se sublevan. Incluso en un tejido terso se encuentran las fuertes
tensiones que la toma de una imagen ofrece: desde el cálido abrigo de una
última noche, hasta los resplandores de otro tiempo. El susurro de un adiós o
los ecos de lamentos incesantes, aunque de intensidad siempre cambiante. Ecos y
destellos ralentizados por el lente fotográfico que tiene en su objetivo otros
artefactos, ante los cuales también se ve expuesto y frágil, como un espejo.
Cualquier palabra sería a la vez excesiva e insuficiente. No es que el silencio
sea necesario, es que el ruido no ha sabido aún cesar y no ha de interferir con
las voces que quisieran aclamar alguna historia.
En suma,
las imágenes de este fotolibro muestran que la construcción del pasado y de sus
interpretaciones futuras solo puede surgir tras una decisión compositiva: del
montaje de fragmentos y del cruce de series de hechos y situaciones
teóricamente inagotables. Un montaje que en términos benjaminianos es
dialéctico, en tanto que aproxima y hace colisionar valores extraños entre sí,
poco familiares solo en apariencia. A su vez, esto permite actuar, “denunciar:
elevar el propio pensamiento hasta el nivel del enojo. Protestar. Separar,
voltear las cosas que parecen caer de suyo. Pero también establecer, en un
nivel, una relación entre cosas que, en otro nivel, parecen completamente
antagónicas” (Didi-Huberman
citado en Farocki, 2013, p. 33). De modo que, lo que hace el montaje es un
procedimiento crítico que altera el orden de las cosas, de las preguntas de los
discursos y de las imágenes, creando relaciones entre elementos y temporalidades
antagónicas que constituyen a su vez una crítica de la violencia. En este
sentido, el montaje compensa la violencia de sus inevitables recortes,
ocultamientos y exclusiones, al abrazar la positividad de una producción
afirmativa que se hace cargo, no solo de lo que hace aparecer, sino de lo que
negativamente termina dejando de lado, en las sombras de lo invisible.
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…………………………………………………………….
Fecha de aceptación: 17 de julio de 2019
Forma
de citar (APA): Díaz-Leguizamon, J. M. y
Fisgativa, C. M. (2020).
Selección y archivo desde una aproximación crítica a la relación entre
imágenes y violencia. Revista Filosofía UIS, 19(1), https://doi.org/10.18273/revfil.v19n1-2020013
Forma
de citar (Harvard): Díaz-Leguizamon, J. M. y
Fisgativa, C. M. (2020).
Selección y archivo desde una aproximación crítica a la relación entre
imágenes y violencia. Revista Filosofía UIS, 19(1), 247-261.
[1] Juan Manuel Leguizamon Díaz: colombiano. Magíster en Filosofía. Profesor Pontificia Universidad Javeriana, Colombia.
Correo electrónico: j.diazl@javeriana.edu.co; j.diazl.filosofia@gmail.com
ORCID iD: orcid.org/0000-0002-8192-9190
[2] Carlos Mario Fisgativa Sabogal: colombiano. Magíster en Filosofía. Profesor de la Universidad del Quindío, Colombia.
Correo electrónico: cmfisgativa@uniquindio.edu.co; carlosmfisgativa@hotmail.com
ORCID iD: orcid.org/0000-0001-5213-8675
[3] No afirmamos que habría una manera de rememorar “verdadera” o “pura”, pero sí que hay usos de la memoria que buscan encubrir su proceder o que se desentienden de la importancia de problematizarlo. De lo que se trata es de asumir un ejercicio que tome como parte del mismo la crítica a los procedimientos de la construcción de la memoria y de lo que esta representa en contextos sociales concretos, pues la institución y la materialidad del archivo ofrecen resistencias, y no suelen obedecer sumisamente a la voluntad de quienes se sirven de ellos. En vez de afirmar de forma maniquea una memoria ajena a esas violencias, asumimos esas condiciones y la responsabilidad de tales decisiones y recortes, de denunciar el mecanismo y lo que produce, al igual que las consecuencias de servirnos de él parar producir otros efectos, lecturas o imágenes. No podemos obviar que muchas veces se parte de la decisión de actuar con violencia directa; pero también existen modos violentos del archivado más bien derivados o latentes, que no surgen de una voluntad asumida intencionalmente, sino que son frutos de una inercia impersonal y ciega, de los procedimientos mismos del archivado. Pretendemos considerar todos estos aspectos en nuestro examen.
[4] Traducción propia.
[5] Como se nota en la cita anterior, involucramos en nuestro análisis nuevos tipos de violencia. Partimos en la primera parte de considerar el tipo de violencia que Žižek ha llamado “objetiva”, en sus dos modalidades: “simbólica”, en relación a las arbitrariedades, exclusiones e imposiciones al nivel de nuestros aparatos cognitivos y de generación de sentido (en nuestro caso, en la manera como se ha entendido el oficio y la operación de comprender el pasado, constituir memoria y mantenerla) y “sistémica”, la del funcionamiento injusto de sistemas y modelos político-económicos que funcionan de manera estructural. Y pasamos ahora a integrar al análisis violencias de tipo “subjetivo”, aquellas que se pueden atribuir a agentes específicos e individuales. Resulta importante subrayar que las dos modalidades de violencia objetiva son mucho más difíciles de constatar, son invisibles y mediatas, mientras que la subjetiva es más directamente visible, y aparece a la inmediatez de la experiencia (Žižek, 2018, pp. 9-10).
[6] Nos resulta necesario remitir a
la clasificación o tipificación de las violencias propuestas por Johan Galtung
a partir de sus investigaciones, intervenciones y mediaciones en diferentes
conflictos. Galtung (2016) señala que la violencia no se puede reducir a sus
aspectos más visibles como son la agresión bélica, física o el secuestro, sino
que la violencia directa tiene como correlato la violencia
estructural (enraizada en los sistemas sociales y sus instituciones), al
igual que la violencia cultural que legitima o tiende a naturalizar los
otros tipos de violencia y se asienta en las prácticas y discursos cotidianos,
así como en los símbolos.
[7] Entendemos por esto una
posición que logra una visión de la realidad que se eleva por encima de la
obviedad y la inmediatez propias de lo material en su apariencia más básica. La
actitud que se desprende de ella es la comprensión de la interdependencia de
todo con todo, la cual da paso a un respeto por la vida, a una valoración del
ser y a un sentido de la solidaridad y de la compasión. Comprendemos como una
vía mística en sentido negativo aquella que daría paso a una actitud de
distancia y retirada de los asuntos “mundanos”, la cual termina alimentando en
el fondo un sentido de falsa superioridad e indiferencia que puede tornarse
incluso en crueldad.