De la retórica mecanicista como principio médico-terapéutico a la explotación económica del cuerpo. Harvey, Descartes y el paradigma disciplinario en Michel Foucault

 

From Mechanical Rhetoric as Physiological Principle to the Economic Exploitation of the Body. Harvey, Descartes and the Disciplinary Paradigm in Michel Foucault

Alejandro Sacbé Shuttera Pérez[1]

Universidad Nacional Autónoma de México


Artículo de reflexión derivado de investigación

https://doi.org/10.18273/revfil.v19n2-2020012

Rev. Filos. UIS

ISSN en línea: 2145-8529

Vol. 19 No. 2, julio – diciembre de 2020


Resumen

La historia de la modernidad, como relato de la victoria de la racionalidad humana sobre toda forma de barbarie o superstición, no podría comprenderse adecuadamente sin un fenómeno un tanto paradójico que, antes que definir los estatutos del alma o de la res cogitans, encuentra su fundamento en una problematización de lo corporal. En este artículo examinaremos algunas analogías mecanicistas del cuerpo desde el punto de vista médico-terapéutico, como un sistema compuesto por articulaciones, engranes, flujos, circuitos, mecanismos, etc., con su propia lógica interna e independiente de las leyes del universo. Se esboza una discusión clave para la historia tanto de la fisiología como de la filosofía mecanicista que tiene como exponentes a William Harvey y a René Descartes, para examinar más a fondo algunos presupuestos metafísicos del francés que darán lugar al nacimiento del modelo político de las disciplinas, tal como es analizado por Michel Foucault.

Palabras clave

Cuerpo, descripción anatómica, intervención médica, Harvey, Descartes, res extensa, sociedades disciplinarias, biopolítica, Foucault.

Abstract

The history of Modernity as thought as the victorious narrative of the human reason over any form of barbarism and superstition, cannot be properly framed regardless a certainly paradoxal assumption —that the definition of the soul its primarily founded on a problematization of the body. In this paper we examine some medical metaphors of the body from the perspective of the mechanical paradigm, such as a system of joints, gears, fluxes, circuits and so on, with its own inner logic moreover than according with the laws of the universe. The article sketches out an argument between William Harvey and Rene Descartes as seen as a key chapter for the history of the medicine as well as that of the mechanical philosophy. Likewise we follow-up some of Descartes’ metaphysical assumptions which according to our reading will give birth to the disciplinary model in modern societies, as such as they’re analysed by Michel Foucault.

Keywords

Body, anatomical description, medical intervention, Harvey, Descartes, res extensa, disciplinary societies, biopolitics, Foucault.

 

De la retórica mecanicista como principio médico-terapéutico a la explotación económica del cuerpo. Harvey, Descartes y el paradigma disciplinario en Michel Foucault

 

1. Introducción

La observación y el cuidado del cuerpo es uno de los medios privilegiados de conformación del sistema de enunciados que definen los saberes de una época. En el caso del siglo XVII, en el contexto de innovación y ruptura que marca el surgimiento de la modernidad, esta experiencia tiene un impacto quizá mayor al que ejerce la propia observación astronómica, la aplicación de las leyes geométricas o los conocimientos geográficos derivados de la navegación, que encuentran a menudo resistencia en los dogmas instituidos y no son incorporados sino tardíamente a las nuevas epistemes. Por el contrario, las prácticas de cuidado del cuerpo y el tratamiento de las enfermedades filtran secretamente, incluso en el corazón mismo de esos dogmas, las nuevas concepciones del mundo y del individuo: en los propios monasterios y comunidades religiosas, entre las cortes imperiales, se van sucediendo métodos diversos en función de las sucesivas ineficacias terapéuticas, que hablan de un interés genuino por la experimentación, que a la postre socavaría la ciega confianza medieval en autoridades antiguas y soluciones trascendentes a los problemas observados. Podría decirse que el cuidado de la salud introduce en escena un nuevo universo de referencias sensibles en medio de una ontología orientada casi exclusivamente a lo celestial.

Hacia mediados del siglo XVI, el longevo asceta italiano Luigi Cornaro —que según fuentes vivió noventa y nueve años entre las dos mitades de los siglos XV y XVIenuncia con una retórica completamente religiosa la confianza en una dietética basada en la experimentación y el cuidado de uno mismo: “Les digo que la gracia de la cual gozo no es una gracia especial, sino que es accesible a todo individuo” (Vigarello, 2006, p. 87). Esta simple afirmación simboliza un fuerte giro en el sistema de creencias medievales, pues hipostasia incluso el “paraíso terrenal” a partir de una noción de sensibilidad duradera. Pero lo que sobre todo indica es una confianza en los poderes de la experimentación individual y el autotratamiento, más allá de principios externos, sean de índole religiosos o terapéuticos. Nadie más que el propio individuo puede tener información más precisa y abundante sobre su cuerpo; nadie, por tanto, más que él, puede ser su propio médico. Por los mismos años Michel de Montaigne lo expresaba en términos semejantes: “Te basas en los cuentos de los médicos. Mira más bien el efecto y la experiencia” (Vigarello, 2006, p. 91).

Estas aseveraciones aparentemente inocentes acerca del derecho privado —y en apariencia inalienable— a disponer de la información del propio cuerpo para su mejor cuidado y control anuncian una nueva epistemología y una nueva política del cuerpo que, en consecuencia, proporcionará el modelo para entender los cambios orientados hacia la ciencia y hacia la técnica que se darán en el siglo XVII y, posteriormente, en la Ilustración.

2. Algunas analogías mecánicas sobre el cuerpo

El principio de explicación mecánica comenzó a presentarse desde el siglo XVI con el auge de los estudios anatómicos. Si durante la escolástica la disección se practicaba sobre animales y servía básicamente para confirmar las descripciones fisiológicas galeno-aristotélicas, la anatomía moderna, alentada con gran profusión en las universidades italianas, sobre todo entre la llamada Escuela de Padua, buscaba cuestionar a esas autoridades y concedía fiabilidad únicamente a la observación directa del cuerpo basada en el principio de descomposición y análisis de sus partes. El título de la obra del anatomista belga Andreas Vesalius, De humani corporis fabrica (1543), es un primer signo de este auge de metáforas mecánicas: la “fábrica” o industria del cuerpo como una estructura integrada por una gran cantidad de partes que “trabajan” para soportar el conjunto. Los trabajos de Vesalius tuvieron alta influencia en autores iatromecánicos de la escuela italiana, como Fabrizio d’Acquapendente, Gabriel Fallopio, Giovanni Borelli, William Harvey y, pese a no formar parte de dicha escuela, René Descartes[2].

Los antecedentes del modelo mecanicista se remontan a las innovaciones tecnológicas que se introdujeron en Europa desde el Renacimiento para dar respuesta a una serie de necesidades prácticas, como el crecimiento de la población en las ciudades, la intensificación de la dinámica comercial, la ampliación de servicios urbanos, el embellecimiento arquitectónico, las nuevas demandas militares, y demás. Estos factores propiciaron el surgimiento de una nueva clase de ingenieros que se encargaron de difundir esta cultura industrial a través de inventos como los molinos, las fuentes, las bombas de agua, los alambiques —traídos por los árabes—, las escopetas, los relojes, etc. La peculiaridad de estos instrumentos, a diferencia de la industria artesanal tradicional, consistía en la introducción de una nueva categoría tecnológica: la de máquinas capaces de automovimiento o autómatas, independientes de la acción humana una vez aplicada una fuerza inicial, exógena; el resto de los movimientos era simplemente el resultado de la inercia de los movimientos anteriores concatenados mecánicamente por transmisión, producto de la interacción continua de las partes. Descartes define esta nueva generación de autómatas de la siguiente forma: “Conocemos relojes, fuentes artificiales, molinos y otras máquinas similares que aun habiendo sido realizadas por el hombre, tienen capacidad para moverse de modos diversos en virtud de sus propios medios” (Descartes, 1990, p. 22). Según Georges Canguilhem, esta nueva necesidad podía ser definida de la siguiente forma:

La explicación mecánica de las funciones de la vida supone históricamente […] la construcción de autómatas, cuyo nombre significa a la vez el carácter milagroso y la apariencia de suficiencia en sí de un mecanismo transformando una energía que no es, por lo menos inmediatamente, el efecto de un esfuerzo muscular humano o animal. (Canguilhem, 2000, p. 120)[3]

La sola existencia de estos artefactos permitía poner en cuestión los principios básicos de la mecánica antigua, sobre todo de la biología aristotélica, que consideraba al movimiento como el efecto de una pulsión dinámica de la naturaleza extendida a todo el reino de lo viviente[4]. Según Aristóteles, las diferentes funciones o los cambios de cualidad que encontramos en los organismos, como crecimiento o transformación (por ejemplo, de una oruga a una mariposa), son las propiedades accidentales de una unidad substancial que subsume a todas ellas en acto. La forma de la naturaleza se expresa como totalidad orgánica, como un principio de vitalidad cósmica, bajo el cual el movimiento en la materia constituye la serie de sus manifestaciones potenciales.

Frente a esta concepción teleológica y vitalista de la naturaleza acorde con un concepto de causalidad final, el modelo mecanicista propone separar las piezas y buscar relaciones causales inmanentes entre cada una de ellas que expliquen los procesos de movimiento y cambio tanto en el mundo orgánico como en el inorgánico; en otras palabras, se busca “unificar la explicación de los fenómenos de la naturaleza, tanto animada como inanimada, mediante la utilización de una sola clase de principios y leyes” (González Recio, 1995, p. 71). La existencia de las máquinas autómatas representaba así un contraejemplo para el principio metafísico de vitalidad que explicaba la autolocomoción y, por consiguiente, no era un modelo suficiente ni satisfactorio para describir a los cuerpos en general y al cuerpo humano en particular. Este recurso a un solo grupo de principios y leyes es lo que provoca en el siglo XVII una explotación retórica, a veces indiscriminada, del modelo de la máquina. Como se observa a menudo en las descripciones anatómicas de la época:

Las quijadas armadas de dientes ¿qué son sino unas tenazas? El estómago no es más que una retorta; las venas, las arterias, el sistema entero de vasos, son tubos hidráulicos; el corazón es una máquina; las vísceras son filtros, cribas; el pulmón es un fuelle. ¿Qué son los músculos, sino cuerdas? ¿Qué es el ángulo ocular, sino una polea? (Baglivi, citado en Canguilhem, 2000, p. 121)

Y en otra célebre analogía:

En verdad puede establecerse una correcta comparación de los nervios de esta máquina […] con los tubos que forman parte de la mecánica de estas fuentes; sus músculos y tendones pueden compararse con los ingenios y los resortes que sirven para moverlas; los espíritus animales con el agua que las pone en movimiento; su corazón con el manantial y, finalmente, las concavidades del cerebro con los registros del agua. Por otra parte, la respiración y las otras actividades naturales y comunes que dependen del curso de los espíritus, son como los movimientos de un reloj o de un molino que pueden llegar a ser continuos en virtud del curso constante del agua. (Descartes, 1990, pp. 35-36)

3. Apuntes sobre una polémica: Descartes-Harvey

En el terreno de la fisiología médica un hecho clave que sirvió para consolidar este modelo fue el descubrimiento de la mecánica circulatoria de la sangre en 1628 por el fisiólogo británico William Harvey, quien perteneció a la misma escuela de Padua en la que había estado Vesalius[5]. Para Harvey, la actividad cardiaca consistía en impeler sangre desde el corazón hacia las arterias y aspirar este último la contenida en las venas; la imagen utilizada era la del corazón como una “bomba hidráulica” que permitía la circulación en un solo sentido a través de un sistema de “tubos” y “canales de irrigación”, que se llenaban y vaciaban a ritmos regulares por contracción y relajación. El investigador británico partía ciertamente de un fondo de ideas mecanicistas que servían como marco a su actividad empírica, pero, a diferencia de la enorme cantidad de figuras analógicas alrededor del tema de la máquina mediante las que el siglo XVII describía su relación con el mundo, en el caso de Harvey esta imagen fue más bien el resultado de sus experimentos con el cuerpo, más allá de la deducción a priori de sus compromisos ontológicos. De hecho, la formación aristotélica de Harvey le llevaba a caracterizar al corazón, en contraste con el nuevo paradigma mecánico, como el

[…] comienzo de la vida; sol del microcosmos […], divinidad de la ‘casa del cuerpo’ (household divinity), el cual, al desempeñar su función, nutre, abriga, acelera el cuerpo en su conjunto, y es en efecto el fundamento de la vida, la fuente de toda acción. (Harvey, 1956, p. 318)[6]

Este punto justo fue motivo de debate con Descartes, quien abiertamente se propuso romper con el organicismo animista de tipo aristotélico y llevar la concepción iatromecánica hasta su lectura más radical. Para él toda la ciencia natural, particularmente la anatomía y la fisiología, eran reductibles a un sistema de relaciones mecánicas. La certeza que se proponía conseguir mediante la fundamentación de un camino seguro para la ciencia tenía que estar basada en leyes racionales deducidas a partir de demostraciones sobre fenómenos observables; por ende, rechazar por inaccesibles las causas ocultas, formales y finales propias de la metafísica antigua: “no debemos concebir en esta máquina alma vegetativa o sensitiva alguna, ni otro principio de movimiento y vida” (Descartes, 1990, p. 109). Partiendo de esto, pese a que acepta en general la tesis harveyana de la circulación sanguínea y sus sólidos fundamentos mecánicos, denuncia que hay un “mecanicismo incompleto”, en el momento en que para explicar el movimiento del corazón Harvey recurre a la misma pulsión vitalista que formaba parte del cuerpo antiguo de doctrinas bajo la forma de una teoría humoral en la cual el corazón es “la causa mecánica del movimiento de la sangre, [pero] la sangre es la sustancia animadora del movimiento del corazón” (González Recio, 1995, p. 70).

Sin embargo, en su búsqueda minuciosa de una explicación causal a la que puedan ser reductibles mecánicamente las funciones vitales, Descartes termina rechazando sorpresivamente la metáfora mecánica de la bomba hidráulica de Harvey, y en su lugar, opta por una explicación termo-mecánica —o más bien termodinámica—que hace del fenómeno de la circulación el efecto de la expansión y dilatación de los vasos sanguíneos debido a la presión de una especie de fuego primordial o calor cardiaco “que arde continuamente […] y cuya naturaleza no difiere de la de otros fuegos que se registran en los cuerpos inanimados” (Descartes, 1990, p. 110). Cabe aclarar que el francés no habla de una ignición provocada por un agente externo, como el resorte inicial dado al autómata (o al menos no hay explícitamente esa función en el Dios de Descartes, que se limita a ser el artífice divino que forma al hombre como una “máquina de tierra” con el propósito de “imitarnos a nosotros”)[7], sino de la idea, aparentemente, de un “calor natural” que se hallaba presente en la tradición fisiológica griega, en particular en las ideas de Galeno[8], pero también en aquellas imágenes primigenias de la tradición mitológica que asociaban a Asclepio con el fuego, y a la curación con la luz solar y el calor[9].

Esta idea no se circunscribe a la explicación del movimiento corporal en virtud de la actividad cardiaca, sino que se extiende también al cerebro como núcleo de la actividad pensante por medio de la glándula pineal, “principal sede del alma y el lugar en el que se producen nuestros pensamientos” (Descartes, 1974a, p. 19). El procedimiento es a grandes rasgos el siguiente: la sangre más sutil, que por la presión del calor alcanza a ser expelida hacia arriba, se aloja en unas “pequeñas concavidades del cerebro que se reúnen alrededor de una pequeña glándula [y allí producen] una llama muy viva y muy pura, llamada espíritus animales” (Descartes, 1990, p. 33), que en última instancia es como la “chispa” que “enciende” las operaciones mentales y cumple con la función de “alimentar y conservar su substancia” (p. 34)[10].

Para ilustrarlo Descartes recurre a la metáfora de la fuente y su sistema hidráulico. El corazón es como un manantial del que brota el agua, que se desplaza por el cuerpo como a través de ríos o canales de irrigación, mientras que las partículas más ligeras o rarificadas del compuesto hídrico —los espíritus animales— alcanzan los depósitos centrales —las concavidades del cerebro— y de allí se redistribuyen hacia las tuberías, que representan el mecanismo de los nervios, dando lugar al movimiento —de tipo “reflejo” o como por “resortes”— de los demás miembros de la maquinaria. Según esta analogía, el movimiento depende de operaciones mecánicas llevadas a cabo desde una fuente central —el cerebro—, si bien este recibe el impulso por la propia inercia de la actividad vital —el agua proveniente del corazón—. Teniendo en cuenta esto hay aparentemente una relación de interdependencia que refuerza la estructura unitaria de la máquina, a pesar de la distinta naturaleza de sus piezas.

Pero no todo es máquina en este caso, pues para asegurar el correcto funcionamiento de la fuente, Descartes introduce, nuevamente, un elemento metamecánico y subjetivista en la figura del “fontanero”, quien está atento en todo momento al funcionamiento del mecanismo tubular para “provocar, impedir o modificar en cierto modo los movimientos de la fuente” (Descartes, 1990, p. 36). En una carta de 1648 plantea la inevitable —y aparentemente no reconocida— correspondencia: “[el hecho de que] la mente, que es incorpórea, pueda impulsar al cuerpo no nos lo muestra […] una comparación tomada de otras cosas, sino una experiencia muy cierta y muy evidente” (Descartes, 1980, p. 538). Esto parece contradictorio con la afirmación de Déscription du corps humain (póstumo, 1664), que otorga en apariencia una autonomía inusitada al cuerpo —aun concediendo la tesis de que pueda hallarse “mecánicamente dispuesto”—:

El alma no puede excitar ningún movimiento en el cuerpo, a no ser que todos los órganos requeridos para este movimiento no estén bien dispuestos, pero por el contrario, cuando el cuerpo tiene todos sus órganos dispuestos para cualquier movimiento, no tiene necesidad del alma para producirlos. (Descartes, 1986, p. 225)[11]

Volvamos sobre la ambigüedad de la concepción termo-mecánica señalada más arriba: ¿esa “llama” que “arde continuamente” tanto en el núcleo de la actividad pensante como en el núcleo de la actividad vital, no sería precisamente lo que se llama “alma” como principio dinámico de la vida? ¿O acaso una especie de manifestación originaria de la res cogitans, el pensamiento como “primer motor” del cuerpo? ¿O bien el pensamiento sería el resultado de un acto de producción térmico, cuya flama inicial se aloja en la manifestación más primaria y corpórea de lo vital? ¿No hay acaso aquí también un “mecanicismo incompleto”? Como menciona Antonio Negri (2008):

La exigencia mecanicista se hace cada vez más fuerte en los escritos […] en materia anatómica, pero el tratamiento nunca conseguirá esconder el papel con todo predominante desempeñado por la metafísica de la armonía natural, dinamizada por el fuego metafísico del universo. (p. 62)

Por ende, Descartes parece apartarse aquí de la estricta exposición mecánica del movimiento del corazón y de la sangre para sustituirla por “un haz de procesos inexistentes vinculados al organicismo antiguo” (González Recio, 1995, p. 76), no solo de índole aristotélico-galénica, sino mezclando otros presupuestos en apariencia aún menos ligados al mecanicismo.

4. El problema cartesiano de la “extensión”

La influencia aristotélica no es la única que interviene en el programa mecánico cartesiano. Al final del libro V del Discurso del método Descartes evoca la vieja metáfora platónica de la República acerca de la presencia del alma en el cuerpo como la situación en la que se encuentra “un piloto en su navío” (R. vi: 488a-489a). Con ella, Platón ilustraba la diferencia de sustancias que conviven en la naturaleza humana. Descartes aparentemente toma distancia: en efecto, podría reconocerse la diferencia, pero:

no basta que [esta alma] esté alojada en el cuerpo como un piloto en su navío, a no ser acaso para mover sus miembros, sino que es necesario que esté junta y unida al cuerpo […] a fin de constituir así un hombre verdadero. (Descartes, 2011, p. 148)

Y en la Sexta meditación: “yo no estoy sólo en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino que estoy tan íntimamente unido y como mezclado con él, que es como si formásemos una misma cosa” (Descartes, 1987, p. 73). A inicios de El tratado del hombre Descartes da por supuesta esa composición y anuncia en el plan de la obra que para dar cuenta de esa naturaleza llamada hombre debe ocuparse, primeramente, del cuerpo; enseguida del alma, y, por último, describir cómo “estas dos naturalezas deben estar ajustadas y unidas para formar hombres semejantes a nosotros” (Descartes, 1990, p. 21). El plan quedó incompleto con la primera de las tres partes, probablemente debido al temor a la censura —como había ocurrido con Galileo—, pero quizá consideró también que las restantes habían sido suficientemente tratadas tanto en las Meditaciones como en Los principios de la filosofía[12]. O bien cabe pensar que, precisamente por este último postulado, la “necesidad” de describir aparte los procesos relativos a estas “dos naturalezas” no era del todo posible[13].

Si nos remitimos, en líneas generales, a la ontología cartesiana, así como una vez recorrido el camino de la duda no podemos negar la dimensión física de la existencia que determina o condiciona de alguna manera las actividades del pensamiento, en El tratado del hombre parece ineludible que tampoco podemos rehuir a una metafísica en la mecánica del cuerpo, dado que está determinado por la otra substancia con la que forma unidad. Como dice Jean-Luc Nancy (2007): “en [la glándula pineal] los dos movimientos se tocan en un mismo movimiento. Lo incorporal es ahí corporal, y recíprocamente” (p. 142).

Pero ¿no es esto precisamente una inconsecuencia del programa mecánico? ¿O al menos un lastre para su “adecuada exposición”, que supuestamente se limita al nivel de la pura causalidad material, al nivel de las relaciones y movimientos comprobables —o que aspiran a serlo— mediante la observación anatómica? En su descripción de la médula cerebral el francés parece volver a la vieja imagen platónica, al tiempo que dota a la explicación de una ostensible teleología:

[…] si los filamentos que componen la médula de estos nervios sufren una tensión con fuerza tal que llegan a romperse, separándose de la parte del cuerpo a la que estuvieran unidos y de forma que toda la estructura de la máquina se viera en cierto modo deteriorada, entonces el movimiento que causarán en el cerebro dará ocasión para que esa alma, interesada en que se vea conservado el lugar de su morada, sienta dolor [cursiva añadida]. (Descartes, 1990, p. 50)

De acuerdo con esto, el francés, que ha querido desenmascarar la “inconsistencia mecánica” de Harvey, acusa también la reminiscencia a los postulados de la metafísica antigua. Principalmente en dos influencias: 1) aquella noción aristotélico-galénica del calor orgánico primordial, que reaviva el problema del dinamismo en el centro (o “corazón”) de la explicación mecánica, y 2) la resonancia abiertamente platónica del sistema de oposiciones binarias: pensamiento-extensión; alma-cuerpo; mundo inteligible-mundo sensible…, que más allá de las diferencias específicas en el tratamiento de los temas presenta una continuidad en la política de lectura, que tiende a “des-substancializar” (o “degradar ontológicamente”) a los mismos términos de la oposición y, a la larga, lleva a perder de vista las referencias mecánicas.

Con respecto a la simbología de la caverna platónica hay en apariencia una novedad: Descartes parece “liberar” la sensibilidad al colocarla entre las facultades pertenecientes al cogito[14], pues lo que postula la negación de la metáfora del “piloto” no es una trascendencia, inicialmente, sino una unión (el alma no está alojada en el cuerpo, sino que es inmanente a él). Uno de los desarrollos de esta idea se encuentra en la Sexta meditación, donde recurre al ejemplo de los amputados, que afirman sentir dolor en determinado miembro después de que este ha sido cortado. La explicación del dolor dada por Descartes involucra a una sensación de la glándula pineal comunicada a través de los nervios. En este sentido, la explicación es rigurosamente mecánica. Pero en contraste con el mecanicismo de la tradición anatómica, que habla de la máquina del cuerpo como una estructura integral, donde todas las partes tienen relación con el todo como en una “maravillosa fábrica” (Vesalius, 1998, p. xlix), para el pensador francés la perfección de la máquina no se ve comprometida por la completitud de sus piezas y mecanismos: “no podemos pensar que aquello que tiene un brazo o una pierna cortada sea menos hombre que cualquier otro” (Bitbol-Hespériès, 1998, p. 24), como afirma en una carta del 9 de febrero de 1645. Y esto precisamente debido al presupuesto de la “unión” —o más bien, oposición binaria en el sentido que le confiere por ejemplo Jacques Derrida[15]— dominada por el cogito como “sustancia activa”; o, en otros términos, a la indiferencia de lo corporal respecto a la sensibilidad.

Por lo tanto, esa aparente inclusión no hace en realidad sino radicalizar una oposición más profunda, en la medida en que anula al cuerpo como espacio “propio” de la sensibilidad. No hay lugar para un “cuerpo sensible”, diría Descartes; pues:

[…] yo tenía un rostro, manos, brazos, y toda esa máquina de huesos y carne, tal y como aparece en un cadáver, a la que designaba con el nombre de cuerpo. Tras eso, reparaba en que me nutría, y andaba, y sentía, y pensaba, y refería todas esas acciones al alma […] pues no creía yo que fuera atribuible a la naturaleza corpórea la potencia de moverse, sentir y pensar: al contrario, me asombraba al ver que tales facultades se hallaban en algunos cuerpos [cursiva añadida]. (Descartes, 1987, p. 18)

Por consiguiente, el gesto es el mismo, solo que a diferencia de la perspectiva moral que rige la visión platónico-cristiana, la exclusión aquí tiene un fundamento físico y epistemológico, como aquello que es la fuente del “error”, aquella dimensión “bruta” de la existencia, ciega y muda, que solo subsiste en virtud de su extensión.

5. Del cuerpo como máquina a la máquina de los cuerpos: el fenómeno de las disciplinas

La noción del cuerpo como máquina representa un cambio radical en el horizonte de la experiencia médica, en la medida en que se le concibe como un sistema de redes, de intercambio de flujos, de evacuaciones e ingestiones regulares —y no como un capricho o un producto imperfecto de la voluntad divina—, y se convierte en un mecanismo accesible, que se puede intervenir para entender, controlar y optimizar su funcionamiento, o bien para prevenir o corregir sus desajustes o “fallas”. Este principio introduce el concepto de enfermedad como avería o error de funcionamiento (error mecánico, no biológico, como se le tomará posteriormente siguiendo la terminología informática)[16]. Se asemeja a la idea de obstáculo o problema, que lleva consigo la noción de un progreso o un camino perfectible del conocimiento.

Aquí es claro el parentesco con la noción cartesiana de método y el principio de la duda: si se puede corregir el error, como parece deducirse, se puede alcanzar la “verdad del cuerpo”. En Los principios de la filosofía, Descartes (1995) postula lo que considera la causa primaria del error: “[el hecho de que] el alma está tan unida a nuestro cuerpo que sólo presta atención a lo que produce impresiones [sensibles]” (p. 65). Si seguimos estas premisas no sería descabellado concebir al cuerpo como una manifestación equívoca de la existencia, que se propone decirse fundamentalmente por el cogito en la transparencia indubitable de la univocidad.

Uno de los sueños teóricos de Descartes era fundar un único lenguaje abstracto basado en el proyecto de una mathesis universalis dentro del que no cupiera la menor posibilidad del error y representara la nueva arquitectura del conocimiento científico: “un orden entre todos los pensamientos que pueden entrar en el espíritu humano, del mismo modo que existe un orden establecido naturalmente entre los números” (Descartes, 1974b, p. 265). El conocimiento experimental de la naturaleza, si aspiraba a ser exacto, debía encontrar un correlato expresivo enteramente formal, es decir, desprovisto de todo contenido sensible. Descartes, por supuesto, no niega que es un cuerpo con el que forma una unidad sustancial, pero busca reducir su expresión al mínimo, de modo que el conocimiento “turbio”, “oscurecido”, “contaminado” sea susceptible de depuración:

[…] el conocimiento que tenemos o adquirimos por medio de la razón conserva, en primer término, las tinieblas de que fue sacado y, además, la incertidumbre que experimentamos en todos nuestros razonamientos […]; cuando nuestro espíritu sea desligado del cuerpo, o cuando este cuerpo no le sea ya ningún estorbo [podré] recibir tales conocimientos directos, ya que en este cuerpo mismo los sentidos le dan cosas corporales y sensibles [al pensamiento] [pues] es una maquinaria a menudo defectuosa [cursiva añadida]. (Descartes, 1980, pp. 502-503)

De lo que se trata, entonces, es de hacer abstracción de las cosas sensibles, acallar su llamado, reducir las expresiones del cuerpo a su “estado oculto”, como decía Hans-Georg Gadamer: al silencio de la meditación[17]. Justo aquí es donde se encuentra la operatividad epistemológica de la medicina, que permite hacer olvidar al alma de aquel vínculo pernicioso causante del error. El cuerpo no debe hablar, sino obedecer los impulsos especulativos del alma en su plenitud silenciosa, en el “silencio de la salud”. Los órganos deben estar “bien dispuestos” para que la máquina prosiga en la sombra de su imperturbable inercia; olvidar, sí, pero vigilar, estar atento a su llamado e intervenir cuando sea necesario para su “puesta a punto”, extraer su máximo rendimiento y optimización. En otros términos,

[…] potenciar y mejorar la utilidad del hombre-máquina, que esta “máquina” conserve una idónea puesta a punto, que su reparación sea posible con los mínimos costes y en el mínimo período de tiempo, que su rendimiento sea el máximo y que se produzca en la dirección y con el sentido determinados por quien decide su utilización, que el conocimiento para ello merezca el atributo de “científico”[,] por grande que haya sido su ignorancia y desconsideración de los estados de conciencia del hombre. (Quintás Alonso, 1990, p. 13)

Ahora bien, ¿qué significa “mecánicamente dispuesto”? Que el cuerpo obedece al alma siempre y cuando esté sano, bien proporcionado. Bajo el estado de enfermedad el cuerpo se “rebela”, manifiesta su insolente independencia. La intervención médica tiende a corregir ese error a modo de que el deterioro progresivo sea “atenuado” y la unidad dual restituida bajo el mando supremo del espíritu que gobierna y somete al cuerpo a dominios y condicionamientos, a una política general de disciplina y obediencia que lo confina al silencio de la producción, a la simple inercia de su funcionamiento.

Se ve aquí que una de las consecuencias de esto a nivel de políticas corporales es el fenómeno de las disciplinas, tal como es analizado por Michel Foucault en Vigilar y castigar, que serían como una prolongación y desarrollo técnico-político de las ideas de Descartes —y en general del mecanicismo moderno— en el marco de una política general de control del cuerpo (una “anatomo-política del cuerpo”), una de cuyas vertientes es la intervención y normalización de la práctica médica. Nada más eficaz y gobernable desde el punto de vista del control estatal que la conciencia de la organización mecánica, la disposición cuidadosamente ordenada de las piezas. Como decía en el siglo XVIII J. A. de Guibert (1772) en su Essai général de tactique: “El Estado que describo tendrá una administración simple, sólida, fácil de gobernar. Se asemejará a esas grandes máquinas, que por medio de resortes poco complicados producen grandes efectos” (Citado en Foucault, 1989, p. 173).

El cuerpo como máquina reflejaba la minuciosidad de la descripción anatómica individual a nivel interno en el campo epistemológico; en las sociedades disciplinarias se trata, por el contrario, de la descripción del cuerpo individual pero dentro de una máquina más general, abstracta, que “fabrica” individuos como piezas de un engranaje político: la finalidad es “construir una máquina cuyo efecto se llevará al máximo por la articulación concertada de las piezas elementales de que está compuesta” (Foucault, 1989, p. 168). Del cuerpo como máquina a la máquina de los cuerpos. Una vez que logra entenderse el funcionamiento de la mecánica corporal, en el contexto de la modernidad que domina y se apropia del objeto de conocimiento, el siguiente paso necesario es su utilización en una técnica de producción: de un cuerpo que puede ser “sometido” (a la degradación, por parte de la metafísica; al silencio, por parte de la medicina) a un cuerpo que puede ser utilizado, transformado y perfeccionado; “del cuerpo analizable al cuerpo manipulable” (Foucault, 1989, p. 141). Foucault lee esto como el entrecruzamiento de dos registros de un mismo paradigma epistemológico y cultural:

El gran libro del Hombre-máquina ha sido escrito simultáneamente sobre dos registros: el anatómico-metafísico, del que Descartes había compuesto las primeras páginas y que los médicos y los filósofos continuaron, y el técnico-político, que estuvo constituido por todo un conjunto de reglamentos militares, escolares, hospitalarios, y por procedimientos empíricos y reflexivos para controlar o corregir las operaciones del cuerpo. (Foucault, 1989, p. 140)

En medio de esos dos registros está la posibilidad siempre latente del error, que articula el análisis con la práctica correctiva. La idea de intervenir hasta en sus más mínimos detalles el cuerpo individual para eliminar “problemas” y “fallas” no tiene precisamente que ver con una política filantrópica que busca “prolongar la vida” en aras de la felicidad (como en ocasiones parece sugerir Descartes en su “utopía médica”), sino con una normalización de la técnica disciplinaria: volverla una medida común, un parámetro de control y de producción social basado en la producción individualizante de los cuerpos, “una ‘anatomía política’ que es igualmente una ‘mecánica del poder’” (Foucault, 1989, p. 141).

Bajo las sociedades disciplinarias modernas (y, más aún, las contemporáneas, que se orientan a la atención indiscriminada del cuerpo en nombre de “la vida” y de “la salud”), en mayor o menor medida subsidiarias de algunos de los presupuestos mecanicistas, lo que se somete a la inspección médica no es ya la demanda propiamente del enfermo, sino la evaluación perpetua de un estado —por otro lado imposible— de normalidad orgánica; “la empresa infinita de restituir el sistema de normalidad” (Foucault, 2002, p. 76). Según Canguilhem, al médico actual no le interesa tanto hablar de “enfermedad” sino de fenómenos vitales que alteran el desarrollo de la normalidad fisiológica. El concepto clásico de “enfermedad”, por ende, puede parecer, a los ojos de la ciencia médica, “demasiado vulgar o demasiado metafísico” (Canguilhem, 2009, p. 89). Lo que se explota, por el contrario, es la salud, la salud indefinida, una retórica de salud tecno-político-productiva que, a su vez, reserva para la enfermedad una retórica político-moral de exclusión[18].

En efecto, este tema da lugar al fenómeno de las disciplinas, tal como es tratado por Foucault en su diagnóstico del saber médico de los siglos XVIII-XIX, pero también abre paso, a través de la cuestión de la “norma” y la persecución (u obsesión) político-social de la enfermedad, al fenómeno de la “medicalización indefinida”, del que el filósofo de Poitiers hablará sobre todo en los años ochenta en el contexto de la biopolítica y el biopoder[19]. Si bien es cierto que para ello harán falta diversas mediaciones socio-histórico-epistemológicas, así como políticoculturales, es de considerar que el modelo mecanicista “toca” directamente uno de los dos polos del biopoder: el concerniente al análisis del cuerpo explotado políticamente a partir de la descripción anatómica, o como lo llamará Foucault en La voluntad de saber: una “anatomo-política del cuerpo individual” (Foucault, 1998, p. 167)[20].

6. Conclusiones

Lo que nos ha interesado aquí, en suma, es ver cómo se produce este cambio epistemológico basado en una nueva economía de lo corporal que surge del paradigma mecanicista. Más adelante, bajo premisas similares, se producirán otros fenómenos que afectarán a otras esferas de la vida social, en gran medida, a partir de la observación médica —y su consecuente formulación discursiva—. Uno de los ejemplos que hemos querido examinar desde lo que se podría llamar estas “retóricas corporales” del mecanicismo moderno es cómo el interés científico por la descripción anatómica deviene un principio de explotación económica del cuerpo a nivel individual. Pero esto tiene también un correlato en esta lógica de desplazamientos epistemológicos: de la misma forma —como será patente algunos siglos más tarde— resulta relevante ver cómo la voluntad de optimización médica del cuerpo en nombre de la producción económica se desplaza hacia una explotación económica del cuerpo en nombre de la salud; o cómo la salud, de ser el modelo analógico para guiar la conducción del Estado, se convierte en el eje principal de su reproducción política, al grado que podría decirse que no hay tema más prioritario actualmente en la agenda política de los Estados, sobre todo los desarrollados[21].

Faltarán aún un par de siglos, como se decía, para que estas transformaciones que parten de las tecnologías disciplinarias se encuentren con su “otro polo”: un tipo de racionalidad estatal que sobre todo “despega” en el siglo XX, después de la Segunda Guerra Mundial[22]. Se pasará así, siguiendo los análisis foucaultianos, de un modelo de control político-económico del cuerpo de los individuos en sociedad a una administración político-biológica (bio-política) del “cuerpo social” entendido como población, en la que cada individuo es tomado por su valor de fragmento, como célula funcional dentro del gran organismo vivo del todo social. Es en suma lo que el pensador del Collège de France llamará el tránsito de una “anatomopolítica del cuerpo individual a una biopolítica de las poblaciones”[23].

Referencias

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Fecha de recepción: 1 de agosto de 2019

Fecha de aceptación: 25 de febrero de 2020

 

Forma de citar (APA): Shuttera A. (2020). De la retórica mecanicista como principio médico-terapéutico a la explotación económica del cuerpo. Harvey, Descartes y el paradigma disciplinario en Michel Foucault. Revista Filosofía UIS, 19(2), https://doi.org/10.18273/revfil.v19n2-2020012

 

Forma de citar (Harvard): Shuttera A. (2020). De la retórica mecanicista como principio médico-terapéutico a la explotación económica del cuerpo. Harvey, Descartes y el paradigma disciplinario en Michel Foucault. Revista Filosofía UIS, 19(2), 221-240.



[1] Mexicano. Doctor en Filosofía de la Cultura por la Universidad Nacional Autónoma de México y la Universidad de California, Berkeley.

Correo electrónico: aletheiamx@yahoo.com.mx; revistasiifl@unam.mx

ORCID iD: https://orcid.org/ 0000-0003-2411-2114

[2] Un siglo después, con los enciclopedistas, se destaca este papel preponderante de la anatomía. De acuerdo con una entrada de la Encyclopaedia Britannica (1771), el estudio de anatomía no solo “constituye la base de todo el conocimiento médico, sino que también es muy interesante para el filósofo y el naturalista” (Citado en Descartes, 1990, p. 22).

[3] Todas las traducciones de las versiones francesas citadas son de mi propia autoría. / El objetivo de Descartes a partir de la introducción del problema de los autómatas es eliminar todo animismo de la voluntad, característico de la mecánica clásica: “que nuestros miembros se puedan mover sin que la voluntad los guíe” (Descartes, 2011, p. 144). La analogía se deduce inmediatamente: “Esto no debe parecer extraño a los que, sabiendo cuántos diferentes autómatas, o máquinas de movimiento, puede hacer la industria del hombre empleando muy pocas piezas en comparación con la gran multitud de huesos, músculos, nervios, arterias, venas y todas las demás partes que hay en el cuerpo de cada animal, consideren este cuerpo como una máquina que, por estar hecha por la mano de Dios, está incomparablemente mejor ordenada y posee movimientos más admirables que ninguna de las que pueden inventar los hombres” (Descartes, 2011, p. 145).

[4] “El movimiento es por sí mismo propio de la sustancia misma” (Aristóteles, DA 406b15-16); es decir, que está presente en la naturaleza como “fuego, si va a moverse hacia arriba; si hacia abajo, tierra, por cuanto estos son los movimientos de estos cuerpos” (DA 406a27-29). Es cierto que en tiempos de Aristóteles existían artefactos como la catapulta y otras máquinas de guerra, cuyo funcionamiento ocurría posteriormente a una fuerza inicial externa por medio de una articulación mecánica, pero en el estagirita el movimiento no es producto de una serie de relaciones accidentales entre los componentes de dicho artefacto, sino que tiene un sentido teleológico, sustancial, desde el momento mismo en que es inseparable de la intención de los fabricantes (causa formal) con respecto a la disposición material; por lo tanto, se remonta al principio general que rige su deseo y su voluntad, esto es, la voluntad, el deseo, impulsados por el corazón, en primera instancia. Y, en un orden superior, al “alma del universo” o “primer motor”, como causa final.

[5] Más tarde, en 1652, el sueco Olaus Rudbeck descubrió la presencia de vasos linfáticos en el hígado; posteriormente, se extendió su descubrimiento a la presencia de conductos de transporte linfático por todo el cuerpo.

[6] Las traducciones de las versiones inglesas citadas en este artículo son propias.

[7] En todo caso la función de Dios podría ser “encender” esa “chispa” por medio del acto de la creación divina, bajo su consideración como primer motor o causa eficiente y final de la máquina humana; pero no podría atribuírsele la responsabilidad de provocar ese efecto térmico en cada operación realizada en el seno de la fábrica corporal. Canguilhem deduce de esto que aquí Descartes se aparta de la influencia anatómica, pues el modelo de imitación divina es una “representación racional” del ser viviente, tal como se encontraba presente en el dinamismo teleológico de tipo aristotélico. “Del descubrimiento de Harvey, Descartes retiene únicamente la circulación. Pero cuando atribuye al corazón un calor interno, fuente del impulso inicial de todos los movimientos de los músculos, es a Aristóteles a quien remite, más allá de Galeno” (Canguilhem, 1955, p. 26).

[8] Según Galeno, todo movimiento es la expresión de un acto de espontaneidad interna; todo se mueve por acciones-reflejo coordinadas por una pulsión que permanentemente insufla “vida” a todos los órganos musculares a través de un pneuma o “soplo interno” del alma —un “éter muy sutil”— “que conoce íntegramente su cuerpo como un instrumento que ella ha hecho, pero que no reflexiona en su conocimiento” (Canguilhem, 1955, p. 18). Para una revisión de las ideas galénicas vid. el opúsculo De mutu musculorum, especialmente el libro i.

[9] Según algunos críticos, sobre esta polémica con Harvey el francés llega al punto en que “se aparta de la correcta exposición mecánica el movimiento del corazón y de la sangre, para sustituirla por un haz de procesos inexistentes vinculados al organicismo antiguo” (González Recio, 1995, p. 76).

[10] Es decir, podría ser una tesis fisiológica explicativa de la producción, reproducción y conservación de la actividad pensante. Como lo señala en el Generationem animalium de 1631: “Tres fuegos se encienden en el hombre: el primero en el corazón, hecho de aire y sangre; el segundo en el cerebro, hecho de lo mismo, pero más atenuado, [y uno más] –dirá entonces– en el vientre, hecho de los alimentos de su propia substancia” (Descartes, 1986, p. 538).

[11] Hay cierta polémica entre la lectura del mecanicismo absoluto del Tratado del hombre y la Déscription du corps humain, y el principio de la unión radical con el alma, que sugiere más bien una interdependencia si no es que una radical subordinación del cuerpo con respecto a aquélla. Por ejemplo: “Una característica definitiva de la teoría de Descartes es su consideración de que el cuerpo, al realizar sus funciones, no obedece al alma más que con la condición de estar ‘mecánicamente dispuesto’” (Suárez, 2000, p. 151).

[12] En 1633 Descartes se enteró de la censura a Galileo, lo que le previno de la publicación de El Mundo o Tratado de la luz, del que este opúsculo formaría parte. El tratado del hombre se circunscribe al enfoque anatómico y fisiológico de ese ser que llamamos “hombre” desde el punto de vista de su dimensión extensa, sin tocar ni la substancia pensante ni la unión resultante de ambas.

[13] Hacia las obras de madurez, como las Meditaciones, cuando Descartes presenta el núcleo de su propuesta metafísica puede notarse este distanciamiento. Negri (2008) dice: “En la primera obra, el dualismo yo-mundo no aludía sino a una perspectiva mecanicista (tan impracticable como rigurosa) de relación con el mundo; aquí, en la invariancia de la ruptura del proyecto renacentista de la identidad, el polo subjetivo del dualismo disfruta en cambio de una especie de exaltación, hay un desbordamiento de los límites de su separación. El horizonte del mecanicismo está superado, roto por el resurgimiento irrefrenable de la nostalgia humanista” (p. 168).

[14] “¿Qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente” (Descartes, 1987, p. 25).

[15] El tema de las oposiciones binarias es uno de los ejes medulares de la crítica derridiana a lo que llama la metafísica occidental. El binarismo, a decir de él, marca decisivamente el lenguaje filosófico no en los términos de una “coexistencia pacífica” entre dos términos, sino mediante una estructura que es esencialmente conflictual, violenta. A través de la historia de las oposiciones binarias, “uno de los términos [siempre] se impone al otro (axiológicamente, lógicamente, etc.), se encumbra” (Derrida, 1977, p. 56), y esto sucede en consonancia con aquella escisión “fundadora de la filosofía” entre lo inteligible y lo sensible, en la que todo lo concerniente al ámbito de este último funge como lo subordinado, como instancia dependiente y servil ante la autoridad del primero.

[16] Georges Canguilhem problematiza ampliamente sobre la noción del “error” en medicina y su identificación con el estado mórbido, sobre todo a la luz de los descubrimientos en medicina genómica y el problema de las enfermedades congénitas. Según el filósofo de la ciencia, la utilización de esta categoría implica la adjudicación de una especie de comunicación “disfuncional” de la naturaleza a través de la existencia del portador (un “malentendido” genético) que “marca” al enfermo como un “anómalo” incorregible desprovisto por otro lado de toda responsabilidad frente a su mal. Según este concepto: “el mal es realmente radical […] Si la organización es, en un comienzo, una especie de lenguaje, la enfermedad genéticamente determinada ya no es una maldición sino un malentendido. […] Por lo tanto, no hay malevolencia detrás de la mala hechura. Estar enfermo significa ser malo, pero no como un muchacho malo, sino como un terreno malo. La enfermedad ya no tiene ninguna relación con la responsabilidad individual. Ya no hay imprudencia, ya no hay exceso que deba ser incriminado; tampoco hay responsabilidad colectiva, como en caso de epidemia. Los seres vivos que somos, son efecto de las propias leyes de la multiplicación de la vida; los enfermos que somos, son efecto de la panmixia, del amor y del azar” (Canguilhem, 2009, p. 224). En la Introducción al libro de Canguilhem, Foucault dice de este maestro suyo en la École Normale Supérieure: “Este historiador de las racionalidades, él mismo tan ‘racionalista’, es un filósofo del error: me refiero a que a partir del error plantea los problemas filosóficos […] El error es para Canguilhem el azar permanente en torno al cual se envuelven la historia de la vida y la de los hombres […] Es esa noción la que le permite marcar la relación entre vida y conocimiento de la vida, y seguir en ella como un hilo conductor la presencia del valor y la norma” (Foucault, 2012, p. 249).

[17] En el contexto de una reflexión sobre la técnica y la práctica médica contemporáneas, Gadamer señala que, a diferencia de la enfermedad, la salud permanece aún rodeada de un halo misterioso y cuasi-milagroso sobre el que no pensamos. Bajo la mirada del médico, la enfermedad, dice, es como “separada” del paciente y se convierte en un “ente propio con el cual es necesario acabar” (Gadamer, 2012, p. 126). Pero para el caso de la salud, la medicina no otorga las herramientas para determinar positivamente lo que concierna a su “naturaleza”, sino que debemos recurrir a otra clase de reflexión donde entra en juego el enfoque de la ontología hermenéutica. “¿Qué posibilidades entonces tenemos cuando se trata de la salud? Sin duda, el hecho de que la conciencia permanezca apartada de uno mismo se debe a la vitalidad de nuestra naturaleza, y esto explica a su vez que la salud se mantenga oculta, [pero que] se revela a través de una especie de bienestar; más aún, a través del hecho de que, a fuerza de sentirnos bien, nos mostramos emprendedores y abiertos al conocimiento y manifestamos una suerte de olvido de nosotros mismos […] La salud no reside justamente en un sentirse-a-sí-mismo; es un ser-ahí, un estar-en-el-mundo, un estar-con-la-gente, un sentirse satisfecho con los problemas que le plantea a uno la vida y mantenerse activo en ellos” (Gadamer, 2012, pp. 127-128).

[18] Siguiendo a Canguilhem, si el fenómeno de la vida se halla constituido por el principio de una polaridad esencial, no hay por ende un modelo retórico que mejor explique el funcionamiento filosófico-político de las oposiciones binarias que el modelo médico. La cultura y el vocabulario de la ciencia médica se hallan impregnados en el nivel de la cultura y el vocabulario normales a través de un fuerte dispositivo retórico seleccionado cuidadosamente para hacer más eficaz una política general de control sobre la vida social.

[19] La medicina actual, de acuerdo con los análisis foucaultianos, más que concentrarse en el campo de las enfermedades, pone el acento sobre el tema de la salud. Esta lógica responde al desplazamiento de la mirada sobre el cuerpo individual como objeto de experimentación y conocimiento médico al problema de la integridad y optimización de las fuerzas del cuerpo social y la exclusión de los casos patológicos o desviados; del encierro con fines epistemológico-terapéuticos a la segregación con fines político-sanitarios; de la muerte a la vida; de la enfermedad a la salud; del conocimiento experimental del enfermo a la restitución infinita de lo normal. Todo es objeto de medicalización, dice Foucault. Bajo la mirada contemporánea no hay un afuera de la esfera de la influencia médica. “En la situación actual, lo diabólico es que cuando queremos recurrir a un territorio exterior a la medicina hallamos que ya ha sido medicalizado” (Foucault, 2002, p. 74).

[20] Faltarán casi tres siglos más para la aparición histórica del otro polo del biopoder, que Foucault denominará “biopolítica de las poblaciones”.

[21] cfr., por ejemplo, los análisis del antropólogo y filósofo francés Lucien Sfez, quien bajo la premisa de una utopía global de “salud perfecta” emprende una investigación socio-médico-antropológica comparada acerca de las variables culturales de cuidado corporal y los grandes proyectos biomédicos contemporáneos (el Genoma Humano, el Artificial Life, entre otros) en tres países altamente desarrollados de la actualidad: Estados Unidos, Japón y Francia, encontrando interesantes paralelos (Sfez, 2008, pp. 73-118).

[22] Foucault menciona por ejemplo el Plan Beveridge, decretado por el partido laborista en Gran Bretaña al término de la Segunda Guerra Mundial, con el que el tema de la salud se vuelve abiertamente un objeto de lucha y explotación política. A partir del “éxito” de la “reconstrucción inglesa” “no hay partido político ni campaña política, en cualquier país desarrollado, que no plantee el problema de la salud y cómo el Estado garantizará y financiará los gastos de los individuos en ese campo” (Foucault, 2002, p. 69). Y Foucault va aún más lejos: “A mi juicio, para la historia del cuerpo humano en el mundo occidental moderno deberían seleccionarse los años de 1940-1950 como fechas de referencia que marcan el nacimiento de este nuevo derecho, esta nueva moral, esta nueva política y esta nueva economía del cuerpo” (p. 69).

[23] En unas pocas páginas al final del primer tomo de Historia de la sexualidad, Foucault formula por primera vez de manera explícita la noción de biopoder, relacionada con el examen crítico de lo que llamaba el “dispositivo de sexualidad”. Pese a ser una herramienta de extraordinario alcance para el análisis de diversas problemáticas de la época contemporánea, cuya resonancia ha nutrido enormemente el campo de estudios de la crítica en términos de cantidad de páginas escritas, es relativamente poco lo que el autor francés nos legó al respecto. En una entrevista concedida a Paul Rabinow en 1984, el intelectual americano le preguntó si, dado el vasto horizonte problemático supuesto por tales conceptos, el siguiente paso lógico no sería elaborar una genealogía del biopoder, tarea que, si bien era afirmada como urgente y necesaria por el francés, se vería ensombrecida por el curso de otros proyectos que le arrebataban por entonces el tiempo y borrada definitivamente del horizonte por las circunstancias que le arrebatarían poco después la vida en junio de ese mismo año.