RENDIMIENTO HERMENÉUTICO DE LA CLAVE DE FIGURATIVIDAD EN EL PENSAMIENTO NIETZSCHEANO


Fernando J. Vergara Henríquez*


* Doctor en Filosofía de la Universidad de Deusto, Bilbao-España. Profesor de la Universidad Católica del Maule. Talca, Chile.
Correo electrónico: fvergara@ucm.cl


RESUMEN

El presente artículo elabora la propuesta teórica por una hermenéutica figurativa aplicada al pensamiento de Nietzsche. La clave de figuratividad detecta que ciertos personajes extraídos de su repertorio tienen una coexistencia narrativa que determina aspectos centrales de la crítica nietzscheana a la tradición occidental: el sacerdote asceta y el hombre loco son la misma figura inter-implicadas de forma intra-narrativamente en una intempestiva compatibilidad y radical conmutabilidad interpretativas.

Palabras clave: hermenéutica, hermenéutica figurativa, Nietzsche, interpretación, comprensión, representación, filosofía contemporánea.


HERMENEUTIC ACHIEVEMENT OF FIGURATEVINESS IN NIEZSCHEAN TOUGHT

ABSTRACT

This article approaches Nietzche’s thought from a figurative hermeneutics theoretical perspective. The figurateviness key assessment reveals that certain characters from Nietzche’s repertoire coexist narratively, which in turn determines central aspects of his critique to Western tradition: the ascetic priest and the crazy man are the same interimplied characters involved intra-narratively displaying ultimate compatibility and radical interpretative commutability.

Keywords: hermeneutics, figurative hermeneutics, Nietzsche, interpretation, understanding, representation, contemporary philosophy.


RENDIMIENTO HERMENÉUTICO DE LA CLAVE DE FIGURATIVIDAD EN EL PENSAMIENTO NIETZSCHEANO1


1. LA VOLUNTAD INTERPRETATIVA COMO RAZÓN MODERNA HERMENÉUTICA

En nuestros días, la hermenéutica contemporánea articula un decisivo proceso de radicalización y universalización de la significatividad tanto del comprender en el ámbito epistemológico y ontológico cuanto del interpretar en el filosófico e histórico, reposicionando al sentido como eje especular. Los problemas modernos referentes al sujeto, al lenguaje y a la existencia cobran profundidad interpretativa y urgencia crítica por entender los actuales modos de habitar la realidad sobre un (des)fondo último de conceptuabilidad levantada por el progreso con su tecnicidad, la secularización con su laicidad y la individualidad con su consumismo.

Ante estas exigencias especulares y experienciales, nos seduce el propósito más propio de la hermenéutica: ser una búsqueda o mediación de posibilidades fecundas de sentido en tanto capaz de donar otra perspectiva de la realidad interpretada, como asimismo, una capacidad para trazar narrativas que concedan un sentido donde aparecen coincidencias discordantes en el tiempo, y cuyo fin es presentar una compatibilidad narrativa o conmutabilidad interpretativa a pesar de no convenir en la presencia (inadvertida) de un carácter significativo sedimentado en la historia. Llamamos hermenéutica a una teoría generalizada de la interpretación y definimos interpretación como un “proceso crítico-explicativo de comprensión” (Ortiz-Osés, 1975, p. 121). La hermenéutica es pues una teoría general del entendimiento humano que capta la realidad. El proyecto hermenéutico-figurativo, entonces, será la formalización o teorización general del modo de ser humano específicamente interpretativo y comprensor, comprehensor y razonador de las subyacentes intenciones y profundas conexiones que se fraguan en el pensamiento nietzscheano superficializadas y reveladas por la figuratividad, que será la adjetivación para una hermenéutica que busca favorecer nuevos recortes para una lectura contemporánea de los legados de nuestra disciplina.

Entonces para nosotros, la hermenéutica dice relación a una teoría general de la interpretación típicamente humana de la historia de comprensiones figurativizadas. Esta hermenéutica de comprensiones figurativizadas, sostiene que en el pensamiento de Nietzsche y su filosofía de la interpretación se anida una matriz histórico-figurativa. La hermenéutica expresa una teoría que busca esclarecer el acontecimiento de la interpretación, y lo hace explorando las condiciones de posibilidad de la comparecencia y reposo del sentido como algo relativo a la interpretación en tanto capaz de captar anticipadamente metáforas que conciernen una comprensión adviniente que dona otra perspectiva de (la) realidad. La clave de figuratividad surge de la categoría nietzscheana de perspectivismo interpretativo y se sirve de figuras de interpretación o personajes escogidos del ideario nietzscheano quienes representan puntos inscritos que responden a las formulaciones histórico-genealógicas y hermenéutico-interpretativas. La figuratividad es una variable interpretativa de superficialización conceptual que se destaca por la vivificación que insufla en las perspectivas; representa el instante clarificante que repentinamente acontece en la historia. El ojo vivo de la hermenéutica figurativa, visualiza desde la perspectiva a los personajes históricos. Bajo este mismo esquema, entonces, entenderemos que la figuratividad no se deja encerrar, sino que se entrega a la comparación, conjunción y acumulación de un aspecto determinado, sino que se abre a una nueva visión epifánica de la realidad, a una configuración de figuras virtualmente presentes que pueden ser rastreadas o rememoradas en el curso interpretativo de la historia. De ahí, que la figuratividad sea un particular modo de interpretación que revela las conexiones ocultas de los acontecimientos –de allí su correlación con la genealogía– con el fin que devenga experiencia hermenéutica de apropiación de sentido de la comprensión, y tales representaciones acaezcan en figuras de interpretación hermenéutica –de allí su correlación con el simbolismo– moldeadas como símbolos encarnados y metáforas historizadas.

Las figuras de interpretación comunican ideas, entregan mensajes de comprensión: son vitriólicas en sus perspectivas y, a su vez, en sus reconocimientos. Aquí, la figuratividad encarnará simbólicamente al sentido; será la personificación metafórica y teatralización vital; su acervo hermenéutico, como asimismo la expresión perspectivística de la interpretación nietzscheana y su crítica a la tradición judeo-cristiana occidental a partir de los personajes de sacerdote asceta de la resentida moral con su represión y venganza, y la del hombre loco poseído por la visión de la lejanía o retiro de Dios, fijando sus líneas de fuerza, sus nudos de sentido que son a la vez, las innumerables formas que ha cobrado la trama histórica de la cultura occidental que, como afirma Foucault “ha tenido su sistema de interpretación, sus técnicas, sus métodos, sus formas propias de sospechar que el lenguaje quiere decir algo distinto de lo que dice, y entrever que hay lenguajes aparte del mismo lenguaje” (Foucault, 1981, p. 25).


2. LA INTERPRETACIÓN NIETZSCHEANA DEL SENTIDO Y EL PERSPECTIVISMO DEL CONOCER

El concepto de interpretación trabajado por Nietzsche, a saber, una interpretación que se refleja infinitamente en la serie interminable de las mismas interpretaciones realizadas en la historia, demuele la concepción de un sujeto transparente para sí mismo y de una realidad objetivada tanto desde un marco racio-idealista como trascendental: nuestras representaciones son máscaras que ocultan las verdaderas intenciones y objetivos interesados del sujeto racional en un marco inconsciente. De lo anterior, se entiende que la interpretación sea un esfuerzo por unificar el sentido que yace en la infinitud de pliegues sobre la realidad, sea el intento por extraer el sentido oculto en una realidad que no juega en ocultarse, sino que sufre ocultada. Tanto el sujeto como el pensamiento están para Nietzsche, instalados frente a un trasfondo que sería el de una voluntad que persigue y posibilita la interpretación: sólo a partir de nuestras necesidades interpretamos al mundo, y ensayando perspectivas desde esa colocación o ubicación es que podemos percibir el dinamismo de nuestros afectos.

Las perspectivas no se unifican en el objeto, sino en la voluntad de poder en virtud de la caída no sólo de la apariencia, sino también de la realidad debido a su incognoscibilidad. El diagnóstico nietzscheano sobre la cultura occidental de desublimación, confirma su condición de escindida entre el elemento racional y las raíces de la vida misma en tanto que voluntad de poder. ¿Qué significa voluntad de poder en un contexto en el que surge la voluntad de interpretación como condición de conocimiento? Que la fuerza motriz de la vida es voluntad de razón (racionalidad operativa sobre la realidad), de verdad (ordenamiento de significados hacia un fin), y esta energía motriz y organicidad cognoscitiva e interpretativa, se manifiestan en el resistir, insistir y persistir en la vida, y por tanto, en esa reclamación comprensora fundamental que expresa lo más propio de la voluntad de poder: la voluntad de interpretar, donde el “pensamiento racional es un interpretar según un esquema del que no nos podemos desprender” (Nietzsche, 1992, pp. 93-94), pues: “¿Qué es lo único que puede ser conocimiento? – ‘interpretación’, no ‘explicación’” (Nietzsche, 1992, p.91).

Esta concepción nietzscheana de perspectivismo junto con la de interpretación, pasarán a formar parte de la ontología de la voluntad de poder como aquella última instancia de la interpretación, lo que decide en cada momento el carácter de la misma, es, para la postrera filosofía de Nietzsche, la voluntad de poder en tanto que expresión del proceso de extensión de un quantum de poder en oposición y lucha al resto de quanta. La concepción de voluntad de poder se vincula entonces con

entendida como el elemento energético que diferencia cualidad y cantidad de fuerzas y ésta “no aporta ningún contenido determinado, ninguna finalidad específica al querer de la voluntad” (Barrios, 1990, p. 68), pues no debemos concebir por voluntad de poder aquella

Una voluntad de poder-ser creadora, vivificante, es decir, cualificante donde “lo que quiere en la voluntad (y no lo querido por ella, no algo de lo que carece, sino justamente aquello que la constituye y posibilita), […] como determinación de su cualidad” (Barrios, 1990, pp. 68-69).

Hemos entendido aquí por voluntad de poder aquella mecánica movilizadora de la Vida. Una fuerza que habita en toda manifestación de la acción humana, tanto positiva como negativa: es el todo de la existencia que se expresa en la fuerza de la voluntad y en el poder del querer, y por tanto, es desde donde es posible la superación de la existencia humana, es decir, el advenimiento del superhombre que sólo se hace posible a partir de la muerte de Dios que, a su vez, sólo puede plantearse en virtud del conocimiento de la voluntad de poder, y ésta sólo es viable si hay eterno retorno de lo mismo. Estos cuatro elementos conforman un abismal pensamiento sintético cuyo centro es lo absolutamente diferente como principio independiente del pensamiento científico, es decir, el de la reproducción de lo diverso como tal, o dicho en otras palabras, la repetición de la diferencia: lo contrario de la adiaphoria (igualamiento de cantidades o no diferenciación) –que no se debe tomar partido por ninguna de las opciones–, el eterno retorno es lo que se dice únicamente de lo diverso y de lo que difiere: para Nietzsche, el pensamiento del eterno retorno de lo mismo, establece el grado de fuerza que exige pensar la idea de que todo vuelve, la experiencia de sentir como un acontecimiento positivo lo que, desde la óptica de la metafísica dualista, parecería configurarse como la extrema vacuidad y absurdo de la existencia. De este modo, frente a la visión cristiana del tiempo como Historia de la Salvación (Creación, Redención, Escatología), aceptar la idea del eterno retorno equivaldría a decir sí a la vida, reconciliarse con la tierra y amar lo contingente, lo particular, el devenir plural de las fuerzas en las que consiste la voluntad de poder como trasfondo de todos los motivos de autosuperación que son propios en la historia humana: contingencia, violencia, contradicción y conflicto. El eterno retorno de lo mismo, entonces, representa el conjuro con que Nietzsche se opone a la concepción metafísica de la temporalidad, a la soteriología escatológica del pensamiento judeo-cristiano, a la inclinación a la absolutización de toda norma moral impuesta sobre toda acción y pensamiento humanos. La metafísica traduce la escatología cristiana con un tiempo, entendido como encadenamiento de momentos puntuales cada uno de los cuales subsume al anterior y hace depender su propio significado de la conexión con el pasado, que ya no existe, y del futuro, que aún no ha llegado a ser. El momento o instante en su condición de particularidad y contingencia, contradice esta concepción, pues no es posible reconocer a cada instante de la vida una plenitud autónoma de significado. A causa de la estructura edípico-escatológica de la temporalidad “el sentido se encuentra siempre situado más allá de un presente que no realiza nunca su cumplimiento” (Sánchez Meca, 2004, p. 110). La ruptura de la linealidad del flujo temporal, tiene que ver con que ya no hay un centro que privilegia el pasado, presente y futuro, sino que hay una equivalencia entre instantes, restando el carácter violento que es posible establecer, sobre todo en moral, entre las acciones pasadas, presentes y futuras.

La noción de voluntad de poder, noción central en el pensamiento nietzscheano como se ha visto, se identifica con la noción de interpretación, pues la voluntad de poder interpreta perpetuamente a partir de la pluralidad contraria a la parcialidad de una interpretación canónica y cuya finalidad es precisamente, la universalidad de una interpretación. El valor de toda exposición nietzscheana no es por tanto el valor de verdad de cada cosa, es decir, de conformidad con la realidad, sino respecto a la diversidad con que se conforma toda la realidad.

Para Nietzsche el conocimiento es la suma de las interpretaciones o perspectivas respecto de un objeto que no se unifica en el objeto, sino en la voluntad de poder que se aferra al vital devenir de la historia y expresa el flujo de la realidad. Para ello, el

Esta reproducción primordial sucede en virtud de la caída no sólo de la apariencia, sino también de la realidad. Esta última cae, en efecto, porque ella es incognoscible debido a que el conocimiento no es un dato natural, sino una maraña o artimaña donde el sujeto se ubica en un lugar (p)referencial frente a un ámbito hostil de incognoscibilidad. El conocimiento consiste en la imposición de un esquema para el que es necesario un proceso de simplificación, síntesis y esquematización. En él, el entendimiento y la memoria, gracias a la lógica, convertida en una ficción regulativa, transforma la realidad en una escritura de signos, de manera que una cosa nueva pueda ser expresada mediante signos de cosas ya experimentadas y conocidas. Ante esto, la reflexión sobre el conocimiento adopta la actitud de sospecha: el desenmascaramiento del conocimiento como un modo de engaño e ilusión, como una manera de olvido. La ilusión resulta ser constitutiva de todo conocimiento humano, no sólo del conocimiento incorrecto o de la falsa conciencia:

El conocimiento es una mecánica de formación imaginativa y sonora de lo sentido, que cobra el carácter lingüístico-metafórico impuesto por la gran estructura de los conceptos. El entendimiento deforma la realidad con sus operaciones falsificadoras en la misma medida en que la crea, y los instrumentos para ello son el lenguaje y el símbolo: el saber se funda fuera de sí mismo, por tanto, en una suerte de no-saber que la nutre. Nietzsche en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, desarrolla la hipótesis antikantiana y neokantiana de que el conocimiento no es una consecuencia o resultado de la evolución o perfeccionamiento de la raza humana, sino más bien una invención para alcanzar ingeniosamente un grado de perfección a través de asegurar los medios (racionales) para asegurar la vida humana. El conocimiento, entonces, queda encerrado dentro de los márgenes de las necesidades vitales, por tanto, el conocimiento es intrascendente tanto por su origen como por su efecto, pues sus productos son ilusiones y ficciones útiles más ligadas a los negocios gregarios, a un “sistema precario de poder […] de relaciones [que] están por detrás del conocimiento” (Foucault, 2005, pp. 27-29), que a la búsqueda desinteresada por el saber y la verdad. La verdad se juega en el conflicto, en la batalla de la creencia dominante ante el problema de la tolerancia e intolerancia respecto de la mentira, y siendo el sujeto del conocimiento un sujeto colectivo y dialéctico-histórico obliga a atender sólo al producto, a lo que suele llamarse conocimiento, cuando sólo es una ilusión que ha olvidado que lo son y por ello puedan presentarse como verdades.

Nietzsche rechaza la actividad conceptual por el hecho de que estas volatizan las figuras como expresiones metafóricas sobre la realidad. La esquematización de la realidad (filosófica, metafísica, matemática), la evaporización conceptual de las primitivas impresiones intuitivas, de las primigenias impresiones instintivas que figurizan la realidad, es consecuente con la arbitraria materialización del concepto como residuo de la metáfora, muñón de la apariencia que juega a los dados esperando que marque “verdad”, “saber”, “ser”, “cosa en sí” en su lanzamiento-designación en el paño-realidad. A través del lenguaje, la realidad que la palabra designa, recupera el horror o la fascinación original que le sostiene. Siguiendo a Nietzsche, la figura es una metáfora intuitiva original, es decir, el origen sensorial que sirve de base al conocimiento de una naturaleza sensible, vital des-medido del cálculo según la medida y orden humanos. El sujeto de conocimiento, no percibe el fondo de pulsiones que late en la realidad (intereses, conflictos, creencias, valores), olvidando el origen instintivo de la voluntad de saber, entregándose a la voluntad de dominio de todo lo por saber. Nietzsche quiere recobrar la fuente vital de las pulsiones que subyacen en la realidad, frente al control tecnocientífico de una modernidad triunfante por su calculabilidad y objetividad; recuperar la sincronía entre vitalidad y razón propia de la voluntad creadora y de sentido.

Ante la incapacidad de la ciencia, de la metafísica y de todo constructo racional para acceder al conocimiento de la “cosa en sí” por desconocer la variedad y el cambio atribuyéndole lo valioso a lo trascendente –que busca la esencia o estructura abstracta sostenedora de la realidad que de suyo es inexplicable, es decir, las explicaciones son inaplicables en un mundo en constante fluir y transformación, ya que el orden establecido es azaroso y no necesario–, en contrariedad al presente sensible, Nietzsche devela el papel que cumplen como ilusiones o ficciones en la existencia social, al preguntarse sobre la presunta necesidad de verdad que surge en un sujeto carente de los impulsos puros hacia la verdad: “pregunta qué significa la verdad como concepto, qué fuerzas y qué voluntad cualificadas presupone por derecho este concepto. Nietzsche no critica las falsas pretensiones de la verdad, sino la verdad en sí y como ideal” (Deleuze, 1994, p. 135), sino que reclama que existen dos funciones del conocimiento: el entendimiento cuya función es la de adaptación y la de dominio de la naturaleza, operaciones que proyectan

La metáfora es el deslizamiento y legibilidad de la ficción hacia la realidad binaria que se expresa en líneas contradictorias con las mismas que se dibuja el ámbito de interpretación.

La consideración nietzscheana sobre el conocimiento, versa entonces sobre si el lenguaje constituye conocimiento o se reduce a una convención o negocio social en que las designaciones humanas tienen conato adecuado en las cosas sin percibirlas como maquinaciones ilusionistas, pues sólo “la ilusión objetivista de que sus interpretaciones” puedan ser básicamente verdaderas, y sus ficciones de conocimiento, le confiere seguridad (Habermas, 1994, p. 45) al ser humano. La verdad sólo es un convencionalismo lingüístico, pues la comprensión se juega en el conocimiento y aceptación intersubjetivos de reglas. Por tanto, el instinto de verdad radica en el ámbito moral y la solución se encuentra en el deber, en el ámbito extramoral y se juega en la determinación de si el hombre puede conocer objetivamente y si este conocimiento objetivo puede ser transmitirlo sin intervenciones o tergiversaciones y poder captarlo sin alterar su esencia originaria. Los polos del conocer serían la significación simbólica consistente en imágenes producidas poéticamente por estímulos externos y la verdad fijada convencionalmente, polos que encuentran, en la metáfora, la conexión de subjetividad creadora y sentido.

La conexión conceptual y el orden categorial de la metáfora, no es elaborada en argumentos que aspiren a una rigurosidad lógica o sistémica, sino que cobran la forma de presunción instrumental destinada a situarnos en un determinado ángulo en el universo perspectivístico. El perspectivismo supone la conjugación de una realidad compleja y vertiginosa que acepta las lógicas de la diferencia y de la contradicción, pues acepta la multiplicidad de la realidad expresada en pliegues para interpretar intensamente la realidad, incluso la misma interpretación, en el que “el desplazamiento de perspectivas abre la posibilidad de producir múltiples contextos singulares de interpretación, le da sentido a cada perspectiva como momento singular dentro de un devenir múltiple y exuberante en perspectivas” (Hopenhayn, 1998, p. 168). La perspectiva abierta por las lógicas de la diferencia y contradicción, posibilita otro pliegue de interpretación: la lógica del descentramiento del sujeto que interpreta, pues “si hay desplazamiento interpretativo, y si dicho desplazamiento también desplaza el eje en torno al cual gira el intérprete. Este descentramiento no elimina la interpretación, sino que la desestabiliza y privilegia los lugares desde el cual se mira” (Hopenhayn, 1998, p. 168). En este sentido, es una suerte de plataforma para múltiples interpretaciones de un mundo interpretado por un sujeto que a la vez, es interpretable, produciéndose la mecánica entre universalidad y pluralidad de interpretaciones, donde la diferencia tendrá la función de operar el devenir tanto singular como plural de las perspectivas. Nietzsche intenta introducir nuevamente el delirio creador de la vida perdido en la fosilización de la racionalidad metafísica, en una multiplicidad de interpretaciones con el fin de abrir las posibilidades de aproximación a la realidad no mediada por la razón, sino por la intensidad y desenfreno de una libertad creativo-interpretativa, y de toda vida que encuentra en el perspectivismo su “condición fundamental” (Nietzsche, 1993, p. 18) y condicionamiento mismo que rompe la unidad de lo invariable en una multiplicidad de interpretaciones posibles en un juego entre creatividad y destrucción, entre desenmascaramiento y confirmación de perspectivas.

Para Nietzsche, la interpretación es el modo de expresión fundamental de la voluntad de poder, y por tanto, la forma manifiesta del mundo finito de la vida. La autointerpretación de la voluntad de poder bajo la forma diversa de los discursos significantes: la voluntad de poder deviene interpretante de manera constante y finita, siendo correlativo a la finitud del mundo. Nietzsche con su pensamiento intempestivo, introduce un giro en la filosofía al considerarla especialmente como perspectiva interpretante: la función esencial de la vida es introducir un sentido en el mundo al identificar ser con Vida, es decir, como eterno devenir y fluir vital, lo que conlleva que el ser no es más que interpretación de esa experiencia vital de sentido. La interpretación nietzscheana tiene connotaciones de analítica de aquello preexistente a la voluntad, es decir, la vida como aquello que convierte a la verdad en interpretación, al sentido en comprensión y a la interpretación en sentido: “interpretar es determinar la fuerza que da sentido a la cosa” (Deleuze, 1994, p. 80):

El interpretar mismo es una expresión del devenir, del fluido proceso de la realidad, de la afección de quién interpreta “desde las más diferentes perspectivas” (Nietzsche, 1994, p. 62). El sujeto estará privado de toda acción trascendente en el proceso de interpretación, siendo fundamental o el verdadero sujeto equivalente al acontecer como la apertura de toda interpretación, como también de toda infinitud de interpretaciones en un mundo que es infinito en posibilidades de interpretación: el mundo es interpretable en innumerables sentidos y, a su vez, fuente de incontables sentidos: “No hay límite en los modos en que el mundo puede ser interpretado en virtud de la visión perspectivista de toda existencia y del pluralismo interpretativo. Este reconocimiento de las posibilidades interpretativas ilimitadas sanciona una aproximación pluralista de la interpretación” (Nietzsche, 1994, p. 186).

Se presenta así una suerte de galaxia de interpretaciones sobre un mundo interpretado por un sujeto que a su vez, es también interpretable puesto que aquello a lo que aplicamos la interpretación es una interpretación, que a su vez es el resultado de otra interpretación, que siempre está abierta a nuevas interpretaciones. La hermenéutica nietzscheana se funda sobre aquel carácter infinitamente interpretativo y perspectivístico del pensamiento. Entonces, la interpretación como devenir o acontecer, está marcada por prejuicios o actitudes hacia la vida y desde la historia, que para Nietzsche, es el proceso de constitución de los objetos por conocer ‘para-nosotros’ y no ‘en sí’, pues los pensamientos “son la sombra de nuestras percepciones sensibles” (Nietzsche, 2001, p. 246) y la “vida como medio del conocimiento” (Nietzsche, 2001, p. 306), aunque “el conocimiento quiera ser algo más que un medio” (Nietzsche, 2001, p. 217).

El perspectivismo que opone Nietzsche al estrechamiento del campo de visión teórica, o incluso dogmatismo, con que califica el proceder de sus dos principales contrincantes, supone, por lo pronto, una apertura y flexibilidad en el estilo de pensar que además de suspender la garantía de necesidad y universalidad ofrecida por el uso sistemático de los principios metafísicos, asume la posibilidad del error y la mentira, de la no-verdad, y de la pluralidad de los valores veritativos, como elementos constitutivos al ejercicio de todo pensar. Y lo serían, en tanto Nietzsche abre a su vez el espectro de valoración de lo propiamente humano hacia todo aquello que la tradición ha considerado como deficiencias, precariedades o signos de la presencia del mal en el hombre: el orgullo, la vanidad, el egoísmo, el engaño. Pero la radicalidad de este perspectivismo no se agota con lo que pudiera considerarse como la simple enumeración de estas deficiencias propias a conductas meramente domésticas, reveladoras de una cotidianidad que carece de distancia reflexiva y moral con respecto a sí misma. Esas precariedades también pueden formar parte de los que se considere como más elevado o fundamental para la vida: de la lógica del pensar, del sistema de la consciencia, puesto que más elaboradas y sutiles del pensar filosófico– desde el primario sistema de instintos y afectos, de la voluntad en que se afinca la vida (Jara, 1998, p. 59): “El carácter interpretativo de todo acontecer. No hay ningún suceso en sí. Lo que acontece es un grupo de fenómenos seleccionados y resumidos por un ser interpretador” (Nietzsche, 2002, p. 26).

Abordamos aquí, la noción nietzscheana de perspectivismo como clave de apertura al sentido de la comprensión y articulación de significados a partir de la fusión entre símbolo e historia como pistas que desoculten la figuratividad del sentido, pues lo “que creemos que es la realidad, y distinguimos de las interpretaciones, es ya el producto de una actividad metafórica” (Vattimo, 2002, p. 102). Además, la metáfora entraña símbolos, modelos, arquetipos, ideogramas, como asimismo representaciones, paradigmas, signos, significados y sentidos. Lo que levanta un mecanismo que permite construir imágenes transportadoras y comprensivas del mundo hacia su sentido, como también la característica de figuratividad de ciertos personajes como vehículo de transporte de la interpretación.

Como afirma Vattimo, hoy no “existe una historia única, sólo imágenes del pasado proyectadas desde diferentes puntos de vista. Es ilusorio pensar que existe un punto supremo o comprensivo capaz de unificar a todos los otros” (1992, p. 23). En otras palabras, se produce una desunificación de perspectivas que funda una hermenéutica del sentido que sospecha su camino en la pluralidad de perspectivas situada en una coimplicación de contrarios como una “dualéctica en un maridaje entre realidad e idealidad figurado por el lenguaje” (Ortiz-Osés, 1995, p. 81), en el

que equilibra los pilares translúcidos en los que se funda el horizonte histórico y de la comprensión perspectivizada.


3. RENDIMIENTO HERMENÉUTICO DE LAS FIGURAS DE INTERPRETACIÓN

Los personajes en tanto que asumen la figuratividad como vehículo del sentido, se ubican igual que el lenguaje “a medio camino entre las figuras visible de la naturaleza y las conveniencias secretas de los discursos [como] una revelación escondida y una revelación que poco a poco se restituye una claridad ascendente” (Foucault, 1993, p. 43).

Las funciones fundamentales de la figuratividad, son primeramente convertir la imagen –la mera presencia– del sujeto en una entidad dinámica y cambiante, posibilitando el rebasamiento del personaje, para situarse en un segundo plano, ser inte-implicadora del sentido, ya que posibilita la inter-comprensibilidad entre los personajes de interpretación. La figuratividad con su perspectiva desvela un nuevo horizonte de interpretación antes oculto para la comprensión. Este cumplimiento –o tensión hermenéutica– también – como la meta– es sólo un perímetro, una demarcación que señala la acomodación de figuras de interpretación en planos de sentido hermenéutico. Esta marcación señala la esfera de interpretación: una hermenéutica figurativa como esfera crítica de las relaciones subterráneas, presentada con un dinamismo de escenas o metáforas de sentido y transformación, despliegue y desenvolvimiento de acontecimientos y discursos.

La hermeneuticidad personificada por el sacerdote asceta y el hombre loco, o mejor dicho, la figuratividad desplegada hermenéuticamente, se funda en el ideario histórico y simbólico nietzscheano. Sus voces son tanto metáforas del estado psico-espiritual como señas de la condición cognitiva del sujeto y de sus alcances en la cultura moderna. Las figuras portan las máscaras del sentido moderno en una época que reclama para sí una hermenéutica coherente con su rechazo a la metafísica y frente al conflicto de interpretaciones como la época de la declinación ontológica, de la muerte de Dios, de la impugnación de la fundamentación moral, en fin, en la época de la dialéctica entre decisión y destino. Además, representan el proceso de dislocación del diseño moderno de las esferas culturales y, por ello, configuran determinantemente su matriz: identidad y subjetividad, secularización y misterio, tragedia y sentido, la que halla su genealogía, significado y explicación bajo el signo de la narratividad, y por ello, se trata de acontecimientos interpretables e interpretados, de variables interpretativas que asumimos como un desafío hermenéutico.

Nos apropiamos de la acción de estas figuras en tanto contenidos intencionales de la crítica y su determinación (in)consciente en nosotros, situados más allá de la presencia significativa, por ello su alcance de sentido hay que rastrearlo

En esta recolección de significados, las figuras cambian, permutan, metamorfosean su identidad, pero mantienen una similaridad revelada ante la secundariedad de su representación como espejos para un mismo rostro: su tiempo y relación respecto a la crítica, sea a la moral o la religión.

Para Nietzsche toda metafísica, religión y moral desde el punto de vista de la cultura judeo-cristiana occidental, encarnan las grandes expresiones del racionalismo teórico inaugurado por Descartes y perpetuado por el criticismo kantiano, que se traducen en prejuicios (equivalentes a valores, a verdad) de la actitud práctica propia de una determinada moralidad de vida. Estos prejuicios originan una civilización o cultura determinada por una

desde el instinto de decadencia. La fórmula que expresa el diagnóstico nietzscheano sobre nuestra civilización, dictamina que la civilización judeo-cristiana occidental es una civilización enferma moralmente por estar escindida entre el elemento racional y las raíces terrenales o sensibles de la vida misma en tanto voluntad de poder. El propósito, el objetivo no son Dios ni el cristianismo ni los sacerdotes –todos éstos son sólo recursos para situarnos en la perspectiva correcta respecto de su verdadero blanco– sino la razón teórica metafísica y, precisamente, la metafísica misma y los valores en los que se funda.

La originalidad del cuestionamiento nietzscheano sobre la moral, radica en montar una reflexión genealógica que investiga en las originales pulsiones productivas de las interpretaciones morales de la realidad, como asimismo en la elucidación de la valoración de los valores propios de cada una de las interpretaciones morales, como afirma Deleuze, de las “categorías de una tipología de las profundidades” (Deleuze, 2000, p. 36) de las lógicas de dominación religiosa: monoteísmo, alianza, profecías inaugurales, el mesianismo, la universalización paulina, cristología y conquista política. Un punto explicativo del desarrollo de esta estrategia de interpretación genealógica sobre las posibles condiciones de emergencia de la tradición moral, de sus relaciones sociales y de sus proyecciones culturales, epistemológicas, veritativas e identitarias instaladas en la tradición social judeo-cristiana occidental, lo encontramos en la distinción histórica y psico-espiritual que realiza Nietzsche, entre moral del señor y moral de esclavos en una clara alusión a las teorías morales propuestas por Aristóteles y por Kant, respectivamente.

Nietzsche, teniendo en mente tres directrices orientadoras, aborda la cuestión moral de la siguiente manera: en primer lugar, el planteamiento de la pregunta: ¿qué valor tienen los juicios morales de bueno y malvado?, incluso ¿qué valor tienen la moral, la metafísica, la religión y la ciencia?; en segundo lugar, los significados: ¿son un signo de empobrecimiento y degeneración de la vida o, por el contrario, en ellos se manifiestan la plenitud y voluntad de la vida? Estas cuestiones se refieren a una pregunta precisa sobre el valor, a saber: el valor como expresión de voluntad originaria; y, finalmente, el método de investigación: una necesaria crítica de los valores morales, y para ello se requiere tener conocimiento de las condiciones y circunstancias de las que aquéllos surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron. Es importante destacar que el propósito radica en la explicitación de las condiciones tanto de invención, interiorización e instalación de los valores, más que una investigación sobre los orígenes de esos valores, es poner en evidencia su historicidad, pues “el genealogista necesita de la historia para conjurar la quimera del origen” (Foucault, 1988, p. 11). El genealogista se pregunta por la conciencia de la historicidad de los valores y de la interpretación de los mismos, vale decir, se sumerge en el minuto de emergencia y desarrollo de las tradiciones históricas que conforman los juicios de valor del ser humano.

Además, el sacerdote asceta es quien, habiendo perdido la facultad administrativa del sentido de la existencia humana, de cualquier sentido ante el horror vacui, busca a Dios en el último lugar posible con lámpara encendida a medio día, manifestando la oscuridad interior y la opacidad exterior: en el mercado donde se reúnen aquellos que ya no creen en Dios, anuncia la sentencia que este mundo se ha desembarazado de Dios, que Él está desprovisto de la autoridad histórica, simbólica y cultural, como también de la orientación vital. Éste se entrega al destino por todos construido: un mundo en el cual la estructura metafísica con su ámbito espacio-temporal más allá de lo terrenal, con el topos de la verdad más allá de los sentidos, la revelación y desocultación del sentido han perdido fuerza activa, afectiva y efectiva.

El sacerdote asceta encuentra que la historia y su devenir avanzan sobre rieles que le son ajenos radicalmente. El sacerdote asceta ya no es el reflejo de la realidad ni representante del más allá, ya no dispensa sentido y sus promesas carecen de sustento y credibilidad, pues ya no goza de la condición de receptáculo de la racionalidad. El frenesí ha revelado una nueva etapa en el proceso transformativo del espíritu de la modernidad: la exigencia histórica de estar a la altura de las circunstancias y acontecimientos que se han desatado desde la autonomía y la secularización de la racionalidad para posicionarse en el individualismo y pluralismo que insisten en la partición y fragmentación de la realidad en lugar de la coimplicación de perspectivas. El hombre loco escucha los golpes funerarios de las grandes y supremas verdades junto con los himnos de avance de los relatos interpretadores de la época que viene. Estos antes descansaban en las narraciones sobre un Dios base de nuestra existencia teórica y práctica, relatos sustituidos por la efectividad de la ciencia que se autolegitima, repara en el agotamiento de las energías de sentido, ve cómo las expectativas se retrotraen en meros epiciclos temporales de la historia, y que la desfundamentación prometida no tiene salvación, que ha perdido su base de revisión crítica.

Las prolongaciones figurativas que surgen del sacerdote asceta y su sacro-dominio del sentido, continúan y se radicalizan en la figura del hombre loco del sentido abandonado, sufriendo un extrañamiento de sí, un retiro de sus funciones, y finalmente, la figura ya entregada a la visión de su destino: anunciar la ausencia de Dios y que ese destierro se debe a nuestro olvido mortal de los dioses.

El enigmático relato de la sombra de Dios que se alza amenazante de cubrir, a lo menos parte de la historia racional y espiritual de occidente, manifiesta la opaca línea que separa el acontecimiento (suceso que forma o hace época en la existencia histórica, y por ello, no puede ser olvidado, pero que a la vez, rebasa la comprensión del sujeto) que relata y la conciencia que se tiene de él y sus consecuencias. Lobreguez que alcanza nuestros tiempos de manera radical, pues expresa las simbolizaciones fracturadas, sus –lusiones, a-lusiones e i-lusiones por un porvenir costoso y trabajoso en reflexiones e inflexiones que alcanza al mismo Nietzsche como un proceso dual para sí mismo y para su portavoz, Zaratustra. Símil del crepúsculo y extinción de la luz divina, de las consecuencias y alcances de la crónica mortuoria de Dios y de la oscuridad teórico-práctica que hace de la modernidad una época en la que, a pesar de ser un acontecimiento silencioso de sentidos múltiples, representa la liberación del hombre de toda sujeción al transmundismo y que “el mundo suprasensible [aquel de las ideas metafísicas] ha perdido fuerza efectiva [y ya no] procura vida” (Heidegger, 1995, p. 196), es decir, ha dejado de ser fundamento de lo real y su reflejo, pues “si el mundo suprasensible de las ideas ha perdido toda fuerza vinculante y sobre todo, toda fuerza capaz de despertar y de construir, entonces ya no queda nada a lo que el hombre pueda atenerse y por lo que pueda guiarse” (Heidegger, 1995, p. 197).

Significa el ensalzamiento de la tierra por sobre lo ultra-terreno, supone que el monoteísmo del Dios cristiano ha perdido su poder para fundamentar al ente y determinar al ser humano y no expresa un ateísmo militante ni radical frente a lo religioso, más bien, significa el politeísmo en una divinización dionisíaca de los instantes. Expresa el fin de las narraciones de sentido y por ende, la significación venidera del nihilismo y de su sentido prometeico en la figura del superhombre anunciado por Zaratustra como el “sentido de la tierra” (Nietzsche, 2004, pp. 36-38) en oposición a lo trascendente, al “más allá”. En fin, es la exaltación de la vida sensible y la afirmación constatable de que ha ocurrido algo de alcances inaprensibles “con la verdad del mundo suprasensible y su relación con la esencia del hombre” (Heidegger, 1995, p. 199).

El dictum (metáfora) –y no el factum (suceso)– nietzscheano de la muerte de Dios, por una parte, es la fórmula del rechazo a toda la metafísica occidental como paradigma onto-teo-lógico que articula al ser, al pensamiento y al saber, puesto que, pensar el ser desde la razón ha consistido históricamente –especialmente a partir de la ciencia del ser aristotélica y de la idea de Bien platónica– pensar a Dios como garante y fundamento del ser e intentar establecer un conocimiento sobre ellos. Por otra, dibuja la distancia respecto la moral judeo-cristiana, pues la idea de bien, desde Platón, ligada a la existencia de Dios ya sea como fundamento en el pensamiento cristiano, ya como postulado en el pensamiento kantiano. Sin embargo, creemos que expresa la relación entre la definición trascendental de “Dios” y la definición inmanente de “religión”.

La figura hermenéutica del hombre loco es la metáfora del descentramiento cosmovisional, de la ruptura histórica y de la fisura de sentido. La locura expresa la clarividencia de una mirada que ve más allá de los acontecimientos presentes y expresa por ello, la emotiva tragedia del eclipse de Dios y de la posibilidad de hallar sustituto, sustitutos o incluso sustitutas, y monta el trasfondo de la experiencia de la modernidad: la autonomía a través del poder humano desde la muerte de Dios para y develar sus múltiples significaciones y revelar sus insospechados alcances.

¿Quién es el hombre loco? Nietzsche en su manuscrito original habría escrito una “Z” (Zaratustra) que luego tachó. Zaratustra es sin duda, el portavoz de Nietzsche, es un personaje que “habla por” y “habla para”, y siguiendo nuestra interpretación, consideramos que el hombre loco, es el sacerdote asceta, aquel sacerdote que ha “sufrido demasiado, por esto quieren hacer sufrir a otros” (Nietzsche, 2004, p. 143). Además, es un conocedor del ejercicio de la fe, es decir, el hombre loco al momento de ser expulsado de las iglesias por entonar el Requien æternam deo, manifiesta un conocimiento que va más allá del manejo de los creyentes corrientes, es decir, denota un dominio de los rituales eclesiásticos básicos, pero no populares, el frenético expulsado sabe que ha sido descentrado el orden cósmico y vaciada la morada de Dios. El grito del hombre que busca a Dios rozando la desesperación, manifiesta la exterioridad del acontecimiento, es decir, no es una muerte de Dios que se produce en el interior de los hombres, sino en la imaginación religiosa; no se niega a Dios insensatamente, sino que se busca a Dios, pues su presencia está en la semioscuridad y las indicaciones que conducen a Él, resultan vagas y poco operativas: “el privilegio divino de resultar incomprensible” (Nietzsche, 2000, p. 279).

La palabra que hace pedazos y la mirada que traspasa junto con la legibilidad silenciosa de la dirección del mundo y la contundencia del acontecimiento de la muerte de Dios, expresan la inminente presencia del acontecer que aún no llega, pero que se espera, aquel acontecimiento que introduce en el mundo tanto el temor y la inquietud de que Dios haya muerto o esté muerto o que efectivamente morirá como la alegría y la excesiva levedad que otorga la liberación por el fin de la búsqueda de justificaciones que estructuren la vida, una vida sin los residuos y melancolías del viejo Dios y situada en los debilitados contornos de la modernidad dibujados por la herida del acontecimiento paradojal.

La visión nietzscheana de la muerte de Dios tiene una doble vertiente de significación. Por un parte, tiene que ver con el descrédito de la creencia judeo-cristiana occidental, que ha devenido descreíble, se ha revelado nihilista y radicalmente absolutista en lo teórico. ¿Cuál es esa creencia? Es la tesis introducida por Platón del “mundo verdadero” que versa “Dios es la verdad, y la verdad es divina” en el cristianismo y que se convierte en un eje teórico-conceptual, que posteriormente en Kant se ve transformado el “mundo verdadero” en “un orden moral del mundo trascendente”. Por otra parte, la declaración mortuoria de Dios supone varias otras muertes y exigencias que cargarán los hombros del “nuevo hombre en tanto que ideal”, por ejemplo,

Como afirma Deleuze, la “proposición de la muerte de Dios, es la proposición dramática por excelencia” (1994, p. 214) que expresa la experiencia humana de autonomía como también la conciencia del nihilismo abierto por la insolencia moderna de liberación.

Además de este carácter dramático, la expresión encierra momentos, instancias o versiones del acontecimiento que cumplen una función explicativa-genealógica del mismo, pues “la proposición dramática es sintética, luego esencialmente pluralista, tipológica y diferencial” (Deleuze, 1994, p. 214) que deriva en la imagen trágica del mundo, en que el trans-mundo ha sido falazmente develado y que a partir de su evidencia, comienza “el amanecer de la tierra” (Deleuze, 1994, p. 175), el comienzo de su sentido, la reposición de su habitante y la re-valorización de la vida.

Apoyados en las consideraciones anteriores, lo que hemos intentado, es señalar, apuntar líneas de sucesión, vínculos de familiaridad: eslabones de una cadena de discursos que alineados en perspectiva narran la base de la crítica nietzscheana en manos de las figuras de interpretación como una suerte de modelos de sentido con representación figurativa que narran un discurso que saca a la superficie fragmentos por completar. Por ello, hemos entendido aquí por hermenéutica figurativa, aquel cuerpo prismático con el cual la policromía forja la interpretación; como la clave, el código que abre una nueva perspectiva con la que se descubren relaciones y motivos de crítica: cómo el sacerdote asceta del sentido mezquino se convierte en el poseso por el frenesí de la búsqueda de Dios, y esta prolongación crítica abre nuevas posibilidades de interpretación y comprensión de la herencia más significativa que ha recibido la filosofía contemporánea, aquella que ha tenido mayor fortuna del pensamiento de Nietzsche, gira en torno a la radicalización de los caracteres perspectivista e interpretativo de la comprensión humana y a la contundente crítica a la incondicionalidad de un fundamento absoluto del conocimiento, es decir, haber posibilitado el paso de la contemplación teorética del ser a la interpretación perspectivística del sentido.


1Este artículo fue escrito en el marco del Proyecto de Investigación Postdoctoral que el autor actualmente lleva a cabo en el Departamento de Historia de la Filosofía, Estética y Filosofía de la Cultura en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona, España, bajo la tutoría del Dr. Miguel Morey Farré. Proyecto titulado La modernidad revelada. Estructuración y rendimiento hermenéutico de la figuratividad en el pensamiento de Nietzsche y Gadamer, con apoyo financiero de Becas Chile-CONICYT 2009-2011, N° 74090015.



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