BASES NORMATIVAS PARA UNA CIUDADANíA INTERCULTURAL


Edwin Cruz Rodríguez*


* Politólogo, especialista en Análisis de políticas públicas de la Universidad Nacional de Colombia, magíster en Análisis de problemas políticos, económicos e internacionales contemporáneos de la Universidad Externado de Colombia, candidato a doctor en Estudios políticos y relaciones internacionales e integrante del Grupo de Investigación en Teoría Política Contemporánea de la Universidad Nacional de Colombia. ecruzr@unal.edu.co


RESUMEN

Este artículo examina los fundamentos normativos y las implicaciones que tendría una ciudadanía intercultural, en comparación con la ciudadanía multicultural teorizada por W. Kymlicka. Multiculturalismo e interculturalismo reivindican derechos diferenciados en función del grupo para hacer posible la igualdad entre culturas. Sin embargo, la forma como asumen esa ciudadanía diferenciada los distingue sustancialmente. Primero, se identifican los cambios relevantes en la ciudadanía contemporánea. Seguidamente, se comparan los supuestos analíticos de ambos enfoques destacando sus consecuencias sobre sus concepciones de la ciudadanía diferencial. Luego, se contrastan sus apuestas normativas, principalmente sus concepciones de justicia, y sus implicaciones para la ciudadanía diferencial. Finalmente, se analiza la manera como ambas perspectivas conciben los derechos políticos de grupo.

Palabras clave:Interculturalismo, multiculturalismo, ciudadanía, derechos diferenciados.

NORMATIVE FOUNDATIONS FOR AN INTERCULTURAL CITIZENSHIP

ABSTRACT

This paper examines the normative foundations and the implications that an intercultural citizenship would have, in comparison with the multicultural citizenship theorized by W. Kymlicka. Multiculturalism and interculturalism claim differentiated rights depending on the group to make possible the equality between cultures. However, the form they assume this differentiated citizenship distinguishes them substantially. First, we identify relevant changes in contemporary citizenship. Next, we compare the analytical assumptions of both approaches highlighting its impact on their conceptions of differential citizenship. Then we compare their normative projects, mainly their conceptions of justice, and its implications for differential citizenship. Finally, we examine how both perspectives conceive the political rights of group.

Keywords:Interculturalism, multiculturalism, citizenship, differentiated rights.


INTRODUCCIÓN

La irrupción del pluralismo cultural en la segunda mitad del siglo XX, afirmado en las demandas de reconocimiento de las minorías nacionales, los grupos étnicos y los grupos de inmigrantes, entre otros, planteó la necesidad de encontrar arreglos institucionales que permitieran garantizar la igualdad entre distintas culturas sin menoscabar los derechos individuales. Por consiguiente, esta cuestión implicó un desafío a la concepción de ciudadanía basada en el reconocimiento de derechos individuales universales y abrió la discusión sobre la necesidad de derechos grupales a fin de garantizar un trato equitativo a los grupos culturales minoritarios o subordinados en el interior del Estado nación.

En los años noventa este problema encontró una respuesta convincente, desde el punto de vista normativo y práctico, en la obra del filósofo canadiense W. Kymlicka (1996), que formuló una “ciudadanía multicultural”, capaz de armonizar los derechos diferenciados en función del grupo con los derechos individuales y los principios filosóficos del liberalismo. Por esa época, en América Latina se pusieron en práctica ambiciosas reformas constitucionales, orientadas al reconocimiento de derechos diferenciados en función de grupo, en clave de multiculturalismo. Sin embargo, tales reformas se articularon a las tendencias económicas neoliberales, por lo que sus críticos acuñaron una categoría distinta para hacer frente a la gestión del pluralismo cultural: la interculturalidad. Este concepto se asoció inicialmente con el sector de la educación, pero posteriormente fue reivindicado por los movimientos indígenas en distintos países. Multiculturalismo e interculturalidad frecuentemente se usan en su sentido descriptivo, para designar la presencia de la diversidad cultural en un contexto dado (Ainson, 2007, p. 40-41). Sin embargo, quienes en América Latina han argumentado en favor de la interculturalidad, le han conferido un carácter prescriptivo, al concebirla como un proyecto distinto al multiculturalismo1

Este artículo examina los fundamentos normativos y las implicaciones que tendría una ciudadanía intercultural, en comparación con la ciudadanía multicultural teorizada por W. Kymlicka. Multiculturalismo e interculturalismo reivindican derechos diferenciados en función del grupo para hacer posible la igualdad entre culturas. Sin embargo, la forma como asumen esa ciudadanía diferenciada los distingue sustancialmente. Basado en un diagnóstico según el cual la desigualdad entre culturas se define por su tamaño, el multiculturalismo establece criterios restrictivos sobre los grupos que pueden acceder a autogobierno y derechos especiales de representación. Tales grupos deben concebirse como “minorías nacionales”, pues se supone que los “grupos étnicos” tienen demandas distintas, enfocadas en la integración a la cultura dominante más que a la diferenciación y el desarrollo de una cultura propia. En contraste, el interculturalismo asume que los criterios para distinguir entre grupos étnicos y minorías nacionales no se pueden establecer claramente y, en consecuencia, opta por aplicar el mismo criterio de justicia en todos los casos: reconocer el otro como igual y diferente al mismo tiempo. Los dos enfoques reivindican la representación especial de los grupos culturales para hacer equitativas sus relaciones. Pero el interculturalismo apunta no solo a la coexistencia de distintas prácticas y concepciones, sino a la convivencia y un enriquecimiento mutuo entre ellas.

Para desarrollar este argumento, el trabajo se estructura en cuatro partes. Primero, se identifican los cambios relevantes en la ciudadanía contemporánea. Seguidamente, se comparan los supuestos analíticos de ambos enfoques destacando sus consecuencias sobre sus concepciones de la ciudadanía diferencial. En seguida, se contrastan sus apuestas normativas, principalmente sus concepciones de justicia, y sus implicaciones para la ciudadanía diferencial. Finalmente, se analiza la manera como ambas perspectivas conciben los derechos políticos de grupo.

1. LAS TRANSFORMACIONES EN LA CIUDADANÍA CONTEMPORÁNEA

En la actualidad existe una dislocación entre ciudadanía y Estado-nación, que ha permitido la emergencia de concepciones y prácticas de ciudadanía posnacional y desnacionalizada y, simultáneamente, una dislocación entre la pertenencia a la comunidad cultural y el Estado que hace que grupos culturales no estatales demanden el reconocimiento de una ciudadanía diferenciada. Este tipo de ciudadanía, basado en el reconocimiento de derechos diferenciados en función del grupo, tiene implicaciones profundas sobre los principios normativos que sustentaron la ciudadanía moderna.

Desde la Grecia Antigua la ciudadanía se definió como un estatus de pertenencia individual a una comunidad política (Requejo, 1996, p. 99). Más tarde, la formación de los Estados modernos hizo de la nacionalidad un componente clave de la ciudadanía. Ciudadanía y nacionalidad identificaron la pertenencia de un individuo a un Estado. Los nacionalismos de los siglos XIX y XX hicieron indeseable la idea de doble nacionalidad y erigieron la fidelidad exclusiva a un Estado-nación como fundamento de la ciudadanía (Sassen, 2003, pp.91-92). Sin embargo, los procesos de globalización han provocado una dislocación entre ciudadanía y nacionalidad, y han posibilitado la emergencia de prácticas de ciudadanía posnacional y desnacionalizada.

Según Closa (2002, p. 111), la globalización ha conllevado una renegociación del vínculo entre ciudadanía y nacionalidad, a partir de dos procesos: el desplazamiento fuera del Estado de los criterios de pertenencia que definen los derechos ciudadanos, hacia entidades supranacionales o intergubernamentales, y la revalorización de las culturas locales como fuentes de construcción de identidad, derechos y ciudadanía.

Por ejemplo, la integración europea ha relativizado el canon de dominación bajo la tríada de un pueblo, un territorio y una soberanía. Es un “ensamblaje” entre distintas entidades nacionales dentro de una misma comunidad política (Requejo, 1996, p. 99). El Tratado de Maastricht (1992) acuñó el concepto de “ciudadanía europea”: los ciudadanos tienen derechos que, independientemente del Estado a que pertenezcan, las instituciones de la Unión deberían garantizar. Es un caso de “ciudadanía posnacional”, una articulación del estatus de pertenencia y los derechos con una entidad que trasciende el Estado nación (Closa, 2002, p. 109). Otro ejemplo de estas tendencias puede observarse en la forma como los grupos indígenas de distintos lugares del mundo elevan demandas ante organismos intergubernamentales o supranacionales para conseguir el reconocimiento de derechos que, de una u otra forma, obligan a sus Estados, como la declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas en el 2007.

Por otro lado, Sassen (2003, p. 105) ha reconceptualizado la ciudadanía como un conjunto de prácticas más allá del reconocimiento formal de derechos, y ha planteado la emergencia de una ciudadanía “desnacionalizada”: prácticas de ciudadanía que no se refieren a la pertenencia al Estado nación. Para ella, las transformaciones institucionales del Estado en el proceso globalizador (privatizaciones, desregulaciones económicas, nuevo régimen internacional de derechos humanos) han permitido la emergencia de actores no formalizados y la desterritorialización de prácticas e identidades asociadas a la ciudadanía (Sassen, 2003, pp. 88-89).

A ese respecto, existen dos fenómenos: primero, los “no autorizados pero reconocidos”; por ejemplo, los inmigrantes indocumentados residentes de larga duración, que se integran en la misma rutina de los ciudadanos formalmente considerados, crean “un contrato social informal” con la comunidad (Sassen, 2003, p. 90) y un grado de implicación cívica (tener familia, trabajo, llevar los niños al colegio), con los cuales reivindican el ser acreedores al título de ciudadanía pese a que los requisitos legales los excluyan (Sassen, 2003, p. 99). Segundo, los “autorizados pero no reconocidos”, quienes “siendo ciudadanos de pleno derecho no son reconocidos como actores políticos”. Por ejemplo, las amas de casa, una actividad de tiempo completo que restringe la vida pública de las mujeres, pero que pasa por momentos de politización (Sassen, 2003, p. 103). Otro ejemplo de ciudadanía desnacionalizada lo constituye la demanda de los movimientos de inmigrantes en el sentido de garantizar derechos con independencia de la comunidad política a que se pertenezca, como una ciudadanía realmente universal (Lao Montes, 2008).

Un tercer fenómeno es la ciudadanía diferenciada. Los conceptos emergentes de ciudadanía posnacional y desnacionalizada, al enfatizar la dislocación entre ciudadanía e identidad nacional, tienden a opacar la ciudadanía que reivindican grupos culturales en el interior del Estado. Existe una desarticulación del vínculo entre ciudadanía y Estado, así mismo, una tendencia hacia la afirmación del vínculo entre ciudadanía y grupo cultural o nación. Esta es soslayada por los estudiosos de la ciudadanía posnacional y desnacionalizada porque confunden la pertenencia al Estado con la pertenencia a la nación.

Si bien han estado articuladas en la ciudadanía, ambos tipos de pertenencia son diferentes: la ciudadanía moderna comporta tanto el significado de estatus, pertenencia a un Estado, como el de identidad, pertenencia a una comunidad cultural (Requejo, 1996, p. 99). El Estado-nación moderno pretendió unificar estas dos lealtades erigiendo un pueblo nacional que correspondiera con el dominio de sus instituciones. Pero esa unificación tiende a desarticularse con las transformaciones contemporáneas. Así, la ciudadanía tiende

a desligarse del Estado, emergen ciudadanías posnacionales o desnacionalizadas, ya no referidas a la pertenencia al Estado. Pero la pertenencia a la comunidad cultural se desliga del Estado y tiende a incorporarse en comunidades culturales locales, que funcionan como espacios para prácticas de ciudadanía y demandan derechos diferenciados.

Ni siquiera los inmigrantes que ejemplifican la ciudadanía desnacionalizada de Sassen escapan a la pertenencia a una comunidad cultural, ya sea el “grupo étnico”, o la comunidad local del país al que se integran. El reclamo de derechos tiene como referencia una comunidad. Además, los Estados siguen siendo la condición de validez de los derechos (Closa, 2002, p. 113; Requejo, 1996, p. 114). Por tanto, en la práctica las ciudadanías posnacional y desnacionalizada son limitadas. Empero, la ciudadanía diferencial tiene implicaciones profundas sobre los principios normativos que sustentaron la ciudadanía.

La ciudadanía moderna, concebida como la igualdad básica entre los seres humanos en tanto miembros de una comunidad política (Tejerina, 2005, p. 68), estuvo sustentada en dos principios de la doctrina liberal clásica. Primero, en el universalismo abstracto, según el cual es posible suspender las diferencias (étnicas, de clase, de género, etc.) a fin de que la comunidad política tenga relaciones iguales con todos sus miembros individuales (Tilly y Wood, 2010, p. 249; Bobes, 2002, p. 376). Este principio se erigió en contra de los privilegios corporativos del antiguo régimen como algo necesario para garantizar la igualdad (Wills, 2007, p. 35). Segundo, la distinción entre la esfera pública y la privada, como elemento fundamental que hace posible la suspensión de las diferencias y la equiparación de todos los individuos (Rex, 2002). Así, se asumió que, para permitir la coexistencia de personas con distintas formas de vida, y particularmente con distintas creencias religiosas, era necesario erigir una esfera pública y un Estado laicos: los individuos debían relegar sus particularidades en lo privado, para que en lo público fuesen libres e iguales.

La irrupción de nuevas subjetividades en la segunda mitad del siglo XX, que tiene como foco las protestas de mayo de 1968, conllevó un fuerte cuestionamiento a esa concepción de ciudadanía. El universalismo abstracto liberal fue disputado por las demandas de un conjunto de sujetos excluidos de la esfera pública, empezando por las mujeres (Molineux, 2001). Los “nuevos movimientos sociales” afirmaron la subjetividad y demandaron el reconocimiento de sus identidades particulares en contra de la universalidad de la ciudadanía (Santos, 2001). Además, se empezó a cuestionar crecientemente el carácter incluyente de la esfera pública, para enfatizar la forma en que la igualdad abstracta en lo público era funcional a la reproducción de las desigualdades concretas (Fraser, 1997).

A estas reivindicaciones se sumaron las de grupos étnicos y minorías nacionales o culturales en el interior del Estado, que en forma similar demandaron un trato diferenciado como colectivo. Así se planteó la necesidad de conciliar los derechos diferenciados en función de grupo, necesarios para satisfacer esas demandas, con los derechos individuales. De acuerdo con Requejo (1996, p. 99), la ciudadanía ha sido revisada en varias oportunidades, como cuando se incluyeron las demandas democratizadoras en la primera posguerra o cuando se establecieron los derechos sociales y el Estado de bienestar en la segunda. El pluralismo cultural plantea la necesidad de otra revisión, que conciba la ciudadanía como estatus y como identidad.

Este debate ocupó la filosofía política y moral en las últimas décadas del siglo XX y se estructuró en torno a tres posiciones. En primer lugar, los liberales individualistas o clásicos, sostienen que la ciudadanía debe ser igual para todos los individuos y no se debe promover un trato diferenciado porque ello implicaría un privilegio que pondría a los demás en desventaja (Requejo, 1996, p. 101). En segundo lugar, los comunitaristas mantienen que la colectividad prima sobre el individuo y este no puede revisar o cuestionar las concepciones de vida buena en que se sustenta su cultura, por lo que es legítimo que un grupo intente resguardar tradiciones y prácticas, aún si vulneran principios que en otras culturas se consideran como inviolables, como los derechos humanos individuales 2 Finalmente, los multiculturalistas acogieron los planteamientos del filósofo canadiense W. Kymlicka (1996), para hacer compatibles la justicia entre grupos culturales, mediante derechos diferenciados de grupo, sin desmedro de los derechos individuales, pero en el contexto latinoamericano se ha planteado un debate basado en la reivindicación de la categoría de interculturalidad como alternativa al multiculturalismo.

Ambos enfoques, multiculturalismo e interculturalismo, concuerdan en la necesidad de derechos diferenciados en función del grupo para garantizar la equidad entre culturas. Estos derechos no son contrarios sino complementarios a los individuales y se pueden otorgar a los miembros de los grupos, al grupo, Estado, provincia o régimen autonómico, o donde el número lo justifica (Kymlicka, 1996, p. 72; Walsh, 2009, p. 155). Así, las personas se incorporan a la comunidad política como ciudadanos individuales y miembros del grupo cultural (Kymlicka, 1996, p. 240). A pesar de esto, entre ambos enfoques existen diferencias que se explican por sus divergentes supuestos analíticos y perspectivas normativas.


2. DESIGUALDAD ENTRE CULTURAS Y DERECHOS DIFERENCIADOS

Una primera diferencia entre enfoques está relacionada con sus supuestos analíticos. El multiculturalismo de Kymlicka define la desigualdad entre culturas en virtud del tamaño del grupo, lo que le permite plantear una tipología de la diversidad inspirada en las modernas democracias occidentales que restringe la ciudadanía diferenciada a las “minorías nacionales” en detrimento de los “grupos étnicos”. En contraste, el interculturalismo sostiene que no siempre los grupos culturales mayoritarios son dominantes; por eso se inclina por distinguir entre culturas dominantes y subalternas y plantea la posibilidad de extender la ciudadanía diferenciada a grupos que no sean “minorías nacionales” en sentido estricto.

En la perspectiva multicultural, la desigualdad entre culturas está determinada por su tamaño. Para Kymlicka (1996, p. 13), el problema radica en las disputas entre grupos culturales minoritarios y mayoritarios, en relación con los símbolos nacionales, las lenguas, la autonomía y la representación política. Ello se explica porque en las democracias tales cuestiones son decididas siempre por las mayorías, lo que ocasiona tratos injustos con las minorías (Kymlicka, 1996, p. 18).

En esos casos, existen dos tipos de minorías (Kymlicka, 1996, pp. 25-26): aquellas compuestas por inmigrantes, cuyas demandas pueden resumirse en integración a la cultura mayoritaria con reconocimiento de su diferencia o “grupos étnicos”; y los grupos que previamente al establecimiento del Estado nación tuvieron autogobierno, una cultura propia y un territorio, o “minorías nacionales”. Para Kymlicka (1996, p. 31), ambos tipos de minoría requieren un tratamiento diferenciado; las minorías nacionales demandan la protección de su cultura mediante la instauración de una sociedad paralela a la mayoritaria, mientras los grupos étnicos apuestan por integrarse en igualdad de condiciones a esa sociedad y, por ello, reclaman un trato diferenciado. Así pues, los primeros tendrían derecho al autogobierno y la representación especial, para proteger y desarrollar su cultura. Los “grupos étnicos” no tienen territorio y son poco compactos, es poco factible que tengan autogobierno. Tendrían “derechos poliétnicos” para su integración en igualdad de condiciones a la cultura mayoritaria (Kymlicka, 1996, p. 137).

Kymlicka se inspira en casos donde los grupos étnicos están compuestos de inmigrantes y las relaciones desiguales entre culturas se definen por su tamaño, pero no en todos los casos es así. Por tanto, esos criterios presentan problemas para tratar la diversidad en otros contextos.

Incluso para Kymlicka (1996, p. 43), su tipología se ve desbordada por el caso de los afroamericanos en EE.UU. Fueron llevados involuntariamente a América como esclavos y se les impidió integrarse, por lo que no se asimilan a inmigrantes. Pero tampoco constituyen una minoría nacional porque no tienen un territorio en América o una lengua histórica común. Según Meer y Modood (2012, p. 181), la tipología de Kymlicka tampoco aplica en Europa. Primero, porque en este contexto no existen tanto grupos étnicos como una “polietnicidad”, que se expresa en parte en las distintas procedencias de los inmigrantes (idiomas, cultos, comida, vestuario). Segundo, porque los regímenes de ciudadanía en estos países incluyen relaciones con sujetos coloniales, como los reconocidos por Gran Bretaña a sus colonias en 1948, sustancialmente distintos a la ciudadanía teorizada por el filósofo canadiense.

La distinción entre grupos culturales mayoritarios y minoritarios es todavía más problemática al extrapolarla a regiones del sur global como América Latina, donde existen fenómenos de diversidad no definidos por la díada minorías/mayorías.

En la perspectiva de Kymlicka, el criterio definitorio de las minorías nacionales es que tengan lengua, cultura o territorios propios. En el contexto latinoamericano existen grupos que asumen su identidad como naciones aún sin satisfacer estos criterios.

Por ejemplo, en varios países los afrodescendientes se identifican como pueblos o culturas aunque no tengan territorios ni idiomas propios. Es decir, aunque no se conciben como naciones, reivindican pertenencia territorial. Las comunidades afroecutorianas y afrocolombianas reclaman la pertenencia a un territorio, la “Gran Comarca” en la costa pacífica, desde el Darién en Panamá hasta el norte de Esmeraldas en Ecuador (Walsh, 2009, p. 134). En Bolivia, la comunidad moxeña reclama un territorio y se autoconcibe como pueblo, pese a no poseer idioma propio. En Ecuador, los kichwas, si bien no tienen un territorio delimitado, pues sus asentamientos se confunden con los pobladores mestizos de la Sierra, se conciben como una nacionalidad indígena. Además, en América Latina los significados de los conceptos de pueblo y minorías son distintos (Sánchez, 2010, p. 272), mientras el de pueblo se articula a la autodeterminación, de acuerdo con la Declaración de la ONU sobre los derechos de los pueblos indígenas, el de minoría tiene una connotación de poco alcance. De ahí que la mayoría de organizaciones indígenas se auto-conciban como pueblos o naciones.

Finalmente, en ciertos casos los pueblos indígenas latinoamericanos pueden interpretarse como “naciones minoritarias”, porque poseen un territorio ancestral, idiomas y formas de gobierno propios, antecedentes al gobierno colonial. No obstante, el grupo de los “mestizos” queda fuera de la tipología, pues están territorialmente diseminados y en situación de ambigüedad. Mientras algunos reivindican una identidad blanca, afro, o india, otros pretenden construir una identidad propia como mayoría de la nación (Ramón, 2009, p. 139).

Las limitaciones del enfoque multicultural para permitir la comprensión de casos como los anteriormente descritos pueden explicarse porque supone que en todos los casos los grupos culturales mayoritarios serán dominantes; pero no siempre es así. Hay casos donde las relaciones de desigualdad entre culturas no están definidas por su tamaño. Por ejemplo, en Guatemala y Bolivia, la mayoría de la población pertenece a las culturas indígenas. No obstante, estas han sido históricamente dominadas y subalternizadas por la cultura mestiza, que se elaboró desde el Estado como la cultura de la nación.

En contraste, el interculturalismo latinoamericano está basado en la distinción entre culturas dominantes y subalternas, más que entre culturas mayoritarias y minoritarias. Por ejemplo, en la perspectiva de Walsh (2009, p. 28) América Latina se caracteriza por relaciones de desigualdad entre culturas legadas por la dominación colonial, que no necesariamente coinciden con el carácter mayoritario o minoritario de los grupos culturales, y que ella, siguiendo a Aníbal Quijano, denomina “colonialidad”. La “colonialidad del poder” designa una estructura de poder heredada de la dominación colonial, pero se distingue del colonialismo, pues no implica solamente el dominio de un Estado de ultramar, sino un complejo dispositivo de poder basado en la idea de raza (Quijano, 2000, pp. 342-386). Es un patrón de poder que se sustenta en la idea de raza como herramienta de jerarquización social.

Este concepto permite afirmar que existen sociedades pluriculturales que están dominadas por Estados monoculturales, de tal manera que, en muchos de los países latinoamericanos, las élites blancas o mestizas han copado los lugares de poder y los estratos sociales altos, mientras que las antiguas “castas” de la Colonia, indígenas y afrodescendientes, están confinados a los estratos bajos (Walsh, 2009, p. 125). En consecuencia, aquellos países donde la cultura mestiza es mayoritaria, como podría ser Colombia o Ecuador, la colonialidad puede concordar con la distinción entre minorías y mayorías. No obstante, en los casos donde el mestizaje es menos marcado, como Guatemala o Bolivia, lo que existe es la dominación de una cultura minoritaria. En cualquier caso, la colonialidad impide una relación dialógica y equitativa entre culturas, que es el horizonte normativo por el que apuesta el concepto de interculturalidad.


3. LAS JUSTIFICACIONES Y LAS APUESTAS NORMATIVAS

Las justificaciones y horizontes normativos de las opciones que toman ambas perspectivas divergen. Ambos enfoques se sustentan en concepciones distintas de la justicia entre culturas. El multiculturalismo distingue entre derechos a “minorías nacionales” y a “grupos étnicos”, en virtud de un criterio de justicia que se inclina por permitir que las minorías nacionales mantengan su cultura si así lo desean, al que no pueden acceder los miembros de los grupos étnicos, pues se asume que han renunciado a su cultura. En cambio, el interculturalismo se inclina por aplicar siempre el mismo criterio de justicia, reconocer al otro como igual y diferente en forma simultánea.

En la lectura de Kymlicka, el principal problema es que, en una democracia, las decisiones que el Estado adopta para tratar la diversidad cultural hacen que privilegie sistemáticamente la cultura mayoritaria (Kymlicka, 1996, p. 80). La “omisión bienintencionada” por la que se inclinan los liberales individualistas ignora que los miembros de las minorías nacionales enfrentan desventajas que no afectan a la mayoría (Kymlicka,1996, p. 156). Por consiguiente, la imparcialidad no consiste en tratar los miembros de culturas distintas como si fuesen iguales, sino en conceder a las minorías nacionales las mismas oportunidades que a la mayoría. Así se hacen más equitativas las relaciones entre culturas y se satisface un principio de justicia según el cual: “todos los grupos nacionales tienen la posibilidad de mantenerse como cultura distinta, si así lo desean” (Kymlicka, 1996, p. 160). La igualdad no requiere un tratamiento idéntico sino diferencial que justifica los derechos en función del grupo; estos compensan las desigualdades que ponen en desventaja a los miembros de culturas minoritarias en regímenes políticos democráticos.

Sin embargo, el filósofo canadiense se inclina por hacer una distinción tajante entre los derechos diferenciados a “minorías nacionales” y a “grupos étnicos”. Para Kymlicka (1996, p. 142) es legítimo que las minorías nacionales puedan conservar su “cultura societal” porque, dado que el tránsito entre culturas es difícil y costoso, la opción de abandonarla es un derecho y no una obligación. No obstante, este postulado no es extensible a los “grupos étnicos”, pues los inmigrantes han decidido abandonar su cultura societal y, por tanto, renunciado a su derecho (Kymlicka, 1996, p. 136). Así, Kymlicka supone que las reivindicaciones de los “grupos étnicos” siempre son de inclusión en la cultura mayoritaria o dominante (Kymlicka, 1996, p. 242). El problema es hacer que la cultura mayoritaria sea hospitalaria salvaguardando sus derechos a expresar su identidad (Kymlicka, 1996, p. 137).

En fin, para ello recurre a tres tipos de derechos diferenciados (Kymlicka, 1996, p. 57). Las “minorías nacionales” tienen derechos de autogobierno, que se refieren a autonomía política o jurisdicción territorial, que hagan posible el desarrollo de las culturas y la autodeterminación de las minorías nacionales dentro del Estado (Kymlicka, 1996, p. 47), y a derechos especiales de representación en las instancias de discusión pública (Kymlicka, 1996, pp. 54-55). Los “grupos étnicos” solo tendrían derechos poliétnicos, entendidos como medidas para asegurar el ejercicio efectivo de los derechos comunes de ciudadanía, como la subvención pública de prácticas culturales, medidas para erradicar la discriminación, exención de leyes o disposiciones (Kymlicka, 1996, p. 52). A diferencia de los derechos de autogobierno, tratan de fomentar la integración del grupo étnico a la cultura mayoritaria.

En cambio, el interculturalismo no distingue tan marcadamente entre los tipos de diversidad sino en todos los casos aplica el mismo criterio de justicia: reconocer la otra cultura como igual y diferente a la propia. El interculturalismo comparte que el Estado no puede ser neutral y se requieren derechos diferenciados para conseguir la igualdad entre culturas, pero sus argumentos se alejan de la lógica mayorías/minorías. Dado que la colonialidad ordena jerárquicamente la sociedad en función de criterios raciales, el Estado es monopolizado por las élites blancas y mestizas que ocupan los lugares más elevados en esa estructura de poder. Sus políticas se presentan como universales y étnicamente neutrales, pero en realidad desconocen las desigualdades a las que se enfrentan las personas ubicadas en los estratos bajos. La interculturalidad, al perseguir que los indígenas y afrodescendientes tengan derechos diferenciados y participen en las instancias de decisión, no se propone “etnizar” el Estado sino desmonopolizar la “etnización” del Estado consecuencia de la colonialidad (Walsh, 2009, p. 79).

Sin embargo, la igualdad entre culturas por la que propugna va más allá de la igualdad formal provista por el reconocimiento de derechos. Para Walsh (2006, p. 35; 2009, pp.43-44) la interculturalidad implica cambios estructurales. No se reduce a tolerar la diferencia dentro de las estructuras de la colonialidad establecidas, involucra profundas transformaciones, distribución del poder político y socioeconómico, que combatan la desigualdad entre culturas y hagan posible una ciudadanía con igualdad y justicia no solo formal, sobre todo, sustancial. La interculturalidad requiere cambios estructurales orientados a atacar las causas políticas y económicas de las desigualdades en las relaciones entre culturas, no solo el reconocimiento de las diferencias (Tubino, 2007, p. 195-196).

Esas transformaciones son necesarias para que cada cultura pueda mantener su diferencia y para un reconocimiento del otro como sujeto, como igual y al mismo tiempo diferente (Walsh, 2009, p. 45). Este es el criterio de justicia entre culturas por el que apuesta el interculturalismo. Reconocer a la otra cultura solo como igual puede equivaler a desconocer su particularidad y tomarla como idéntica a la cultura propia (asimilacionismo). Pero reconocerla solamente como diferente puede generar una relación de desigualdad entre culturas (colonialidad) (Todorov, 2010, p. 293). Una relación justa implica reconocer la otra cultura como igual y diferente. No es suficiente con el criterio de justicia del multiculturalismo, permitir que una cultura conserve su particularidad si así lo desea; ello es compatible con una relación de desigualdad entre culturas. Una cultura subordinada puede mantener su especificidad sin que ello implique una relación equitativa con otras culturas, por ejemplo, en el régimen de castas indio. Una relación justa implica reconocer la otra cultura como igual y diferente a la cultura propia en forma simultánea.

Así, el interculturalismo puede justificar una ciudadanía diferencial en casos de grupos étnicos que no son producto de la inmigración, como los que existen en lugares como América Latina y que, sin tener un territorio, se reclaman como pueblos o naciones. Frente a los grupos de inmigrantes, tal criterio no restringe a priori sus demandas a la integración a la cultura mayoritaria, como lo hace el multiculturalismo de Kymlicka; este deja abierta la posibilidad de la diferenciación y el mantenimiento de su cultura, si ello es necesario para reconocerlos como iguales y diferentes al mismo tiempo.


4. CIUDADANÍA DIFERENCIAL Y DEMOCRACIA

Ambos enfoques son favorables hacia la representación política especial para promover relaciones equitativas entre culturas. Se puede adoptar la representación proporcional que, por ejemplo, reserve un número de escaños a grupos desfavorecidos (Kymlicka, 1996, p. 203) o distribuir las circunscripciones electorales para que coincidan con poblaciones donde las culturas desfavorecidas son mayoritarias (Kymlicka, 1996, p. 158), entre otros. Además, existen medidas que no recurren a la representación garantizada, como hacer que los partidos sean más inclusivos (Kymlicka, 1996, p. 186). Sin embargo, mientras el multiculturalismo apuesta por la tolerancia y la coexistencia entre prácticas, usos y costumbres políticas de las distintas culturas, el interculturalismo propugna por construir la convivencia y el respeto entre ellos, de tal forma que pueda ser posible el diálogo y el aprendizaje mutuo.

Para Kymlicka (1996, p. 183) los derechos especiales de representación se justifican porque existen muchos vacíos a la hora de establecer derechos diferenciados, que hacen que se deba resolver cada caso según la historia del grupo. Por eso, es necesario no solo pensar en la equidad, sino en los procedimientos de toma de decisiones. Estos derechos son un corolario de los de autogobierno, que se verían debilitados si un organismo externo puede revisar o revocar sus competencias sin consultar a la minoría (Kymlicka, 1996, pp. 54-55). Es necesario que las minorías tengan garantizada su representación en organismos que puedan interpretar o modificar sus competencias.

El interculturalismo comparte este criterio, pero enfatiza en que los derechos de representación son necesarios para menguar el monopolio del Estado por la cultura dominante. Sin embargo, existe una diferencia considerable que se explica porque ambos enfoques persiguen horizontes normativos distintos. El multiculturalismo se inclina por alcanzar la tolerancia y la coexistencia entre grupos culturales, mientras el interculturalismo trata de construir la convivencia y el respeto.

Por ejemplo, desde la perspectiva multicultural, los grupos culturales con derechos de autogobierno pueden elegir sus autoridades de acuerdo con sus concepciones y prácticas en sus entidades autónomas o circunscripciones territoriales, siempre y cuando no contraríen los valores liberales u opriman a sus miembros individuales. Ello implica tolerar distintas concepciones y prácticas, aunque no necesariamente respetarlas, ponerlas en diálogo y convivencia con las de la cultura liberal o mayoritaria. Los usos y costumbres del grupo subordinado llegan hasta donde lo permita el criterio de gobierno liberal. Así, pueden tener vigencia en lo local, pero subordinados y al margen de los usos y costumbres de la cultura liberal mayoritaria.

Mediante los derechos diferenciados, el multiculturalismo pretende conciliar los valores de la filosofía liberal -tolerancia, libertad individual, igualdad- con los derechos diferenciados en función del grupo, necesarios para garantizar igualdad y justicia entre culturas. Se propone “acomodar” las diferencias nacionales y étnicas “de una manera estable y moralmente defendible” (Kymlicka, 1996, pp. 46). De esa forma, el multiculturalismo propugna por la tolerancia y la coexistencia entre culturas. La tolerancia, “soportar lo diferente” (Tubino, 2003, p. 2), implica que el intercambio o el diálogo entre culturas, y la misma existencia del otro, no se piensan como un bien en sí mismos, sino como algo no del todo deseable o como un mal menor. En esta perspectiva, la diferencia puede existir y las culturas pueden coexistir, pero separadas o aisladas, es decir, no existe convivencia. De ahí que tolerancia y coexistencia no necesariamente impliquen intercambio o diálogo entre culturas.

Además, la preocupación central de Kymlicka es alcanzar la justicia entre grupos culturales sin menoscabar los derechos individuales. Sin embargo, su argumento es paradójico, pues para proteger los derechos individuales termina por establecer que las culturas no liberales deben aceptar el marco liberal y la concepción liberal de esos derechos.

Kymlicka (1996, p. 58) refuta a los liberales quienes sostienen que los derechos diferenciados en función del grupo son contrarios a los individuales. Para ello distingue entre dos tipos de derechos diferenciados: las “restricciones internas”, reivindicaciones del grupo cultural contra sus miembros, que lo protegen contra el disenso interno; y las “protecciones externas”, reivindicaciones del grupo contra la sociedad englobante, que lo protegen del impacto de sus decisiones. Ambos salvaguardan la estabilidad del grupo y pueden ser usados contra los derechos individuales.

Con las restricciones internas, los grupos pueden usar el poder estatal para limitar la libertad de sus miembros; por ejemplo, cuando se obliga a los individuos a ir a una iglesia determinada (Kymlicka, 1996, pp. 58-59). Las protecciones externas “no plantean el problema de la opresión individual dentro del grupo sino de injusticia entre grupos”. Un grupo puede ser segregado debido a las protecciones de otro; por ejemplo, en el régimen de Apartheid (Kymlicka, 1996, p. 59), pero no necesariamente crean injusticia. No implican a priori una posición de dominio sobre otros grupos; los sitúa en mayor pie de igualdad, “reduciendo la medida en que el grupo más pequeño es vulnerable ante el grande” (Kymlicka, 1996, p. 60).

Por ello, las protecciones externas no son admisibles cuando permiten que un grupo oprima a otros, lo son en la medida que fomentan la igualdad entre grupos (Kymlicka, 1996, p. 212). Los liberales solo pueden aprobar los derechos de las minorías si son coherentes con la autonomía individual (Kymlicka, 1996, p. 111). Aquellos deben reivindicar determinadas protecciones externas, pero rechazar las protecciones internas que limitan el derecho de los individuos a poner en cuestión valores y autoridades de sus grupos culturales (Kymlicka, 1996: 60). Los derechos diferenciados no deben permitir que un grupo domine a otros ni que oprima a sus individuos miembros (Kymlicka, 1996, p. 266).

Si bien la distinción entre protecciones externas y restricciones internas se justifica para proteger los derechos individuales, ello implica asumir que la concepción liberal de derechos es superior a la de otras culturas y que los valores liberales son el marco en el que deben producirse las relaciones entre culturas. Es decir, que las relaciones entre culturas solo se pueden hacer equitativas si las culturas minoritarias aceptan el marco liberal, si se liberalizan. Por tanto, limita las relaciones y el aprendizaje mutuo. Kymlicka (1996, p. 213) lo formula explícitamente:

Aunque ello es loable para proteger los derechos individuales, afirma de entrada una desigualdad entre culturas y restringe la posibilidad de que las culturas minoritarias protejan prácticas y tradiciones distintas a las de la cultura liberal. Por ejemplo, plantea si es admisible que una comunidad elija sus autoridades por consenso o por rotación de cargos, mecanismos distintos a la democracia liberal y que pueden entrar en conflicto, o si son admisibles formas de intercambio no mercantiles o de propiedad distintas a la propiedad privada.

En cambio, el interculturalismo apuesta porque los usos y costumbres de las distintas culturas entren en un diálogo equitativo y aprendizaje mutuo con los de la democracia liberal (Walsh, 2009, p. 81). Así por ejemplo, apuesta porque las prácticas políticas, los usos y costumbres de participación y representación de las culturas convivan en un marco de respeto.

El concepto de interculturalidad apunta a relaciones equitativas entre culturas, pero enfatiza en los intercambios y el aprendizaje mutuo entre ellas. Las relaciones y el aprendizaje tienen lugar cotidianamente donde existe diversidad cultural, pero en condiciones de desigualdad. La interculturalidad es un proyecto descolonizador: propugna porque desaparezca toda desigualdad entre culturas (Walsh, 2009, p. 54; Esterman, 2009, p. 52). Ello no implica erradicar los conflictos entre culturas, sino actuar sobre las estructuras que producen la diferencia como desigualdad y construir puentes de interrelación entre ellas (Walsh, 2009, p. 46).

El intercambio siempre es conflictivo, se trata de gestionarlo y orientarlo al desarrollo de las culturas y los individuos. Los seres humanos comparten muchos aspectos, lo cual permite el diálogo (Ramón, 2009: 135). Se trata de romper con las relaciones de subordinación entre culturas para garantizar un “con-vivir” en condiciones de respeto mutuo (Walsh, 2009, p. 15).

En contraste con el multiculturalismo, el interculturalismo apuesta por el respeto y la convivencia entre culturas. Propugna por ir más allá de los derechos diferenciados y del aislamiento entre culturas, la tolerancia y la coexistencia, para producir un diálogo y un aprendizaje mutuo en condiciones de igualdad. La tolerancia multicultural no necesariamente implica diálogo y convivencia entre culturas. En cambio, el concepto de respeto implica que el intercambio con otras culturas y la convivencia son un bien en sí mismos y, por lo tanto, son deseables. A diferencia de la tolerancia, que implica soportar al otro sin relacionarse necesariamente con él, el respeto solo puede conseguirse luego de reconocer al otro y relacionarse con él. De acuerdo con Tubino (2003, p. 10),

Una posibilidad para realizar el ideal intercultural de respeto y convivencia es no restringir las prácticas y concepciones de las culturas minoritarias o subordinadas a sus entidades territoriales, como hace el multiculturalismo. Por ejemplo, en las instancias donde estén representadas distintas culturas, se podrían combinar sus distintos procedimientos de representación, elección o toma de decisiones, así como sus distintas concepciones de lo político y la política. Como antes se mostró, el multiculturalismo defiende que las relaciones entre culturas deben tener como prerrequisito el respeto a los principios y formas de gobierno liberales. En consecuencia, las normas de las culturas minoritarias pueden funcionar autónomamente, en el interior de instancias federadas o autónomas, siempre y cuando respeten los valores liberales. En caso de conflicto entre órdenes normativos, el sistema jurídico debe salvaguardar valores liberales por encima de los de las culturas minoritarias (Borrero, 2009, p. 68). Por tanto, los órdenes normativos de las culturas permanecen aislados, coexisten pero no conviven.

En contraste, la interculturalidad supone un pluralismo jurídico equitativo con un funcionamiento igualitario de los distintos órdenes (Walsh, 2009, p. 172). La “interculturalidad jurídica” debería sustentarse en la convergencia, la articulación y la complementariedad de distintas lógicas y prácticas (Walsh, 2012, p. 36). No existe una regla universal, como la de no aceptar restricciones internas del multiculturalismo, para tratar los conflictos entre los distintos órdenes. Aunque sí hay prácticas que desarrollan el ideal intercultural. Por ejemplo, disponer que los tribunales, incluyendo el constitucional, involucren jueces de las distintas culturas. Así se garantizaría que los delitos se analicen a partir del contexto cultural y que los distintos valores entren en diálogo para decidir. Esta propuesta está inspirada en los “círculos de justicia” canadienses, donde el juzgamiento implica a autoridades indígenas y jueces del Estado en un proceso dialógico que busca consenso (Walsh, 2009, p. 180). Conjuntamente, se podría contar con “traductores culturales”, para que no se aplique el derecho desde la perspectiva cultural dominante. (Walsh, 2012, p. 37).

Desde la perspectiva intercultural el diálogo entre culturas supone transformaciones institucionales, igualmente, culturales y sociales. Para que exista interculturalidad, intercambios y aprendizajes entre culturas en condiciones equitativas, se requiere un espacio común (Santos, 2009, pp. 37-38). Como argumenta Tubino (2004, p. 152), se requiere un espacio público abierto al diálogo para tramitar los inevitables conflictos entre culturas. En contraste con la perspectiva multicultural donde, como antes se mostró, ese espacio es brindado por la cultura liberal, la interculturalidad implica que ese espacio debe ser abierto a las distintas culturas y sus manifestaciones. La apertura de ese espacio público se justifica para que la práctica de la ciudadanía sea igual para todos. De ahí que esa “cultura pública”, para ser legítima, deba ser producto del diálogo intercultural y del consenso, más que de la imposición (Tubino, 2008, p. 177). Ello permite proteger los derechos individuales sin necesidad de establecer un criterio apriorístico, como el de no aceptar “restricciones internas”, sino apelando al diálogo intercultural.

Para el enfoque intercultural no es conveniente establecer criterios a priori para regular las relaciones entre culturas; ello implicaría la imposición de algún criterio monocultural, cuando de lo que se trata es de definir consensualmente entre las distintas culturas los criterios que guíen sus relaciones. Así, el problema de la protección de los derechos humanos individuales difícilmente puede tener una solución apriorística, basada en principios o en un corpus teórico completamente elaborado; ello crearía definiciones monoculturales que, justamente, tratan de evitarse. Por tanto, los criterios que se establezcan para proteger los derechos individuales o para que los grupos culturales mantengan su especificidad, deben ser acordados consensualmente entre las culturas, no definidos a priori de forma normativa, por una de ellas. Deben ser un resultado del diálogo intercultural y no una condición de partida para el mismo, como lo propone el multiculturalismo (Tubino, 2008, p. 177). De ahí que la interculturalidad, más que un conjunto de principios para orientar las relaciones entre culturas, se haya definido como un proceso y un proyecto ético, epistémico y político (Walsh, 2006, p. 35; 2010, pp. 78- 79; Tubino, 2004, p.152; Fornet-Betancourt, 2002, p. 3).

En síntesis, ambos enfoques sostienen la necesidad de representación política especial y derechos políticos diferenciados para alcanzar la igualdad entre culturas. No obstante, mientras el multiculturalismo se inclina por la tolerancia y la coexistencia entre las distintas prácticas, usos y costumbres políticas de las culturas, el interculturalismo apuesta por imaginar formas de convivencia y respeto, como condición del diálogo y el aprendizaje mutuo entre ellas.


COROLARIO

La ciudadanía diferencial ha implicado una reformulación de la manera como se concibió la ciudadanía moderna, principalmente por la necesidad de garantizar derechos diferenciados en función del grupo para alcanzar la justicia entre culturas, sin menoscabar los derechos individuales. Esta cuestión se enmarca en transformaciones generales en la institución de la ciudadanía que están teniendo lugar en el mundo contemporáneo y que se producen por el dislocamiento entre la ciudadanía y la pertenencia al Estado, que da lugar a ciudadanías posnacionales y desnacionalizadas, igualmente, por la articulación entre ciudadanía y grupos culturales subestatales, que demandan la ciudadanía diferenciada.

Este trabajo examinó las bases normativas y las implicaciones de dos enfoques que plantean la ciudadanía diferenciada como una condición necesaria para conseguir la justicia entre culturas: el multiculturalismo, desarrollado por W Kymlicka, y el interculturalismo, basado en las aproximaciones críticas de varios autores latinoamericanos. Ambos enfoques suscriben la necesidad de derechos diferenciados en función del grupo para garantizar la igualdad entre culturas, pero la forma como conciben ese tipo de ciudadanía presenta grandes diferencias producto de las divergencias en cuanto a sus supuestos analíticos y apuestas normativas.

El multiculturalismo de Kymlicka, inspirado en las modernas democracias occidentales, sostiene que la desigualdad entre culturas está definida por el tamaño de los grupos, en la medida en que en este tipo de régimen político las decisiones que atañen a las relaciones entre culturas son tomadas por el grupo mayoritario. Partiendo de este acierto, Kymlicka formula una tipología de la diversidad que restringe la ciudadanía diferenciada, sobre todo los derechos de autonomía, autogobierno y representación especial, a las minorías nacionales en detrimento de los grupos étnicos. El interculturalismo, en contraste, piensa el problema en América Latina, donde la desigualdad entre culturas no siempre coincide con su carácter minoritario o mayoritario, sino se explica mejor por la colonialidad, un patrón de poder basado en la raza que ocasiona que el Estado esté reservado a los miembros de una cultura en detrimento de otra. Así, pueden existir culturas mayoritarias subordinadas y minoritarias dominantes. Ello plantea la posibilidad de extender la ciudadanía diferenciada a grupos que no sean “minorías nacionales” en los términos del filósofo canadiense.

Por otra parte, ambos enfoques se sustentan en concepciones distintas de justicia entre culturas. La distinción entre minorías nacionales y grupos étnicos que establece Kymlicka, le permite formular como criterio de justicia el que las minorías nacionales puedan conservar y desarrollar su cultura si así lo desean. Los grupos étnicos no pueden acceder a ese derecho, porque se asume que han renunciado voluntariamente a su cultura. En cambio, el interculturalismo mantiene como criterio de justicia el de reconocer al otro como igual y diferente en forma simultánea. Ello hace necesario avanzar hacia una ciudadanía sustancial, más allá del reconocimiento de derechos diferenciados, que comprenda cambios estructurales orientados a eliminar las causas de la desigualdad entre culturas. Además, el reconocer al otro como igual y diferente deja la posibilidad de sustentar una ciudadanía diferencial a grupos étnicos que no son producto de la inmigración como los que existen en regiones como América Latina. En relación con los grupos étnicos de inmigrantes, ese criterio no limita sus demandas a la integración a la cultura mayoritaria, como el multiculturalismo, sino mantiene abierta la posibilidad de diferenciación y desarrollo de su cultura.

Multiculturalismo e interculturalismo comparten la necesidad de representación política especial para promover las relaciones equitativas entre culturas. No obstante, el multiculturalismo apuesta por la tolerancia y la coexistencia entre prácticas, usos y costumbres políticas de las distintas culturas, mientras el interculturalismo trata de construir la convivencia y el respeto, como condiciones para el diálogo y el aprendizaje mutuo.

En fin, la principal ventaja del multiculturalismo sustentado por Kymlicka es su correspondencia entre los ideales que persigue y su realización fáctica mediante el reconocimiento de los derechos diferenciados. Las apuestas normativas del interculturalismo son más ambiciosas que las del multiculturalismo, pero aún se mantienen en un terreno de lo posible más que de lo factible. Constituye entonces un desafío para el interculturalismo el pensar los arreglos institucionales que harían factible una ciudadanía intercultural.


1La literatura tanto sobre multiculturalismo como sobre interculturalismo es amplia y se extiende a diversos campos del conocimiento. Además, ambos términos adoptan significados diferentes de acuerdo al contexto. Para una discusión de ambos conceptos en el contexto anglosajón ver: Meer y Modood (2012), Levey (2012: 217) y Werbner (2012). Para el contexto latinoamericano consultar: Fornet-Betancourt (2002), Walsh (2009), Tapia (2010) y Tubino (2004, 2008, 2011). Este trabajo se concentra en la perspectiva política y el debate latinoamericano. En aras de la simplificación, para el multiculturalismo se discuten los aportes de Kymlicka, entendiendo que su enfoque no agota el multiculturalismo, pero ha tenido mayor influjo en las discusiones latinoamericanas. La perspectiva intercultural se reconstruye con base en los trabajos de Fidel Tubino y Catherine Walsh, principalmente. Los términos interculturalismo e interculturalidad se usan indistintamente.

2 El debate entre liberales, comunitaristas y multiculturalistas, es bastante conocido ver: Papachini (1996), Mejía y Bonilla (1999). Para una reconstrucción del enfoque de Kymlicka ver: Bonilla (1999). Kymlicka (2002) realiza una síntesis inteligente del camino recorrido hasta la formulación de su enfoque.


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