OTRA VIOLENCIA. LOS ACTOS GUERREROS SIMBÓLICOS EN EL CONFLICTO FRONTERIZO, CASTILLA - MEDIEVO
Michel Jonin*
* Michel Jonin es profesor « agrégé » por la Universidad de Aix-Marseille, y doctor en letras. Actualmente es maestro de conferencias en la Universidad de Aix-Marseille y miembro del consejo del Centre Aixois d’Études Romanes (CAER), un centro de investigación internacional constituido por medio centenar de italianistas, hispanistas, hispanoamericanistas, lusistas y rumanistas de la Universidad de Aix-Marseille. Es medievalista. Sus trabajos, centrados en el area hispana, proponen una aproximación a los discursos y las representaciones que participan de la antropología histórica. Su tesis de doctorado, defendida en 1998, y titulada Entre désir et rejet. Discours chrétiens sur les judéo-convers dans l’Espagne du XVe siècle analiza las representaciones de los conversos en la Edad Media española. Trabaja actualmente sobre confesión y conflictividad en la España medieval y moderna y particularmente sobre el antijudaismo. También colabora en el seno de un grupo de medievalistas en un proyecto de traducción versificada del Libro de Buen Amor cuya segunda parte está a punto de publicarse.
RESUMEN
A través de la Crónica de Lucas de Iranzo y de la Guerra de Granada de Alonso de Palencia, se analizan los surgimientos de la violencia simbólica en el seno de la guerra de frontera entre Islam y Cristiandad, Castilla y Granada a fines del siglo XV. Lejos de ser un fenómeno lateral, esta violencia, vinculada a un imaginario de lo impuro y a una práctica de la humillación como castigo, es partícipe de la misma esencia de la guerra.
Palabras clave: violencia simbólica, hermenéutica, humillación, crónica.
OTHER VIOLENCE. THE SYMBOLIC WARRIOR
ACTS IN THE BORDER CONFLICT OF MEDIEVAL
CASTILLA - MIDDLE AGES
ABSTRACT
This article studies the symbolic violence displayed at the heart of the border war between Islam and Cristiandad, Castilla and Granada at the end of the XV century. The analysis is based on the Chronicle of Lucas de Iranzo and the Guerra de Granada of Alonso de Palencia. Far from being a side phenomenon, this violence, linked to the fantasy of the unholy and the practice of humiliation as punishment, is part of the same nature of war.
Keywords: symbolic violence, hermeneutic, humiliation, chronicle.
OTRA VIOLENCIA. LOS ACTOS GUERREROS SIMBÓLICOS EN EL
CONFLICTO FRONTERIZO, CASTILLA - MEDIEVO
La modestia del hecho guerrero referido por el cronista – la represión de una incursión mora en la tierra de Jaén –, el lujo de detalles macabros que componen el relato parecen propios de las crónicas particulares más preocupadas por el encomio del destinatario y la captación del lectorado que por la pertinencia histórica de los hechos seleccionados.
La fuente sería, por así decirlo, demasiado parlera y no cabría darle excesiva importancia. Con todo, el relato de esas cabezas cortadas traídas hasta Jaén, luego enviadas como testimonio de victoria, bajo guardia de un escudero a Andújar – « la retaguardia » – donde se halla el Condestable que las hará empalar, exponer a la vista de los habitantes, y donde terminarán afrentadas por los muchachos y devoradas por los perros.
Cabe hacer un primer planteo a nivel de la recepción: si la humillación es aquí objeto de relato, de «puesta en intriga» ¿no será porque, más allá de los imperativos cortesanos, es, para parodiar una fórmula famosa, buena para contar? También es pertinente a nivel de las prácticas ya que el interés que todos los actores sociales toman en aquellos trofeos – empezando por Lucas de Iranzo – bien parece explicar el deseo del cronista de referir su historia.
Esa convergencia de intereses incita, por tanto, a cuestionar el sentido y el valor de aquel gesto bélico. Podría atestiguar la existencia, en el seno del conflicto fronterizo, de una forma de violencia específica, de tipo simbólico, que haría falta considerar como objeto de historia guerrera.
La violencia fronteriza le inspiró a Francisco García Fitz un trabajo novedoso (2001, p. 160). Fundándose en un examen detallado de las estrategias y prácticas bélicas que implican el espacio y la coyuntura, renueva la reflexión historiadora sobre la « frontera» abriéndola al hecho guerrero más concreto, a esa « cultura de la brutalidad » estudiada, por lo que atañe al periodo contemporáneo, por Stéphane Audoin- Rouzeau et Annette Becker (2000).
No obstante, Francisco García Fitz contempla la violencia de guerra como medio objetivamente eficaz al servicio de proyectos a corto o largo plazo. De allí que se enfoque en aquellas prácticas que participan técnicamente y racionalmente del debilitamiento, de la sumisión o el aniquilamiento del enemigo.
Si, por lo general, la violencia simbólica ha sido poco estudiada, por lo menos en lo que a la frontera entre moros y cristianos se refiere, es probablemente porque se le atribuye un carácter accidental, adicional. Desprovista en sí de finalidad pragmática, aparece, por tanto, como desvinculada del imperativo bélico. Muy transgresora, parece estrechamente ligada a las pulsiones perversas de los individuos. Se analiza entonces más como « desbordamiento » que como paroxismo1.
De hecho, según Stéphane Audouin-Rouzeau (2008), a esta dimensión transgresora – que remite al tabú – sería a la que habría que achacarle su marginación científica2.
Procuraremos, por tanto, describir e interpretar, en el marco del conflicto fronterizo, las prácticas de humillación simbólicas del enemigo con vistas a cuestionar su relación con la cultura guerrera. La vertiente ideal de la práctica bélica es hacia donde dirigiremos nuestra mirada.
1. LAS FUENTES
Este trabajo se basa esencialmente en dos crónicas de fines del siglo XV – el periodo de reinicio y conclusión, en un clima de guerra santa, de la reconquista de la Península. Los Hechos del Condestable Miguel Lucas de Iranzo, una crónica de los años 1458-71, centrada en la figura del jefe del municipio fronterizo de Jaén. La Guerra de Granada, redactada de 1482 à 1490 por Alonso de Palencia, quien fue testigo ocular del acontecimiento. Algunos fragmentos de cantares de gesta (el Cantar de Mio Cid principalmente) se utilizarán también para aprender no los hechos mismos sino más bien el imaginario medieval de la violencia de guerra.
2. DEFINICIÓN DE VIOLENCIA SIMBÓLICA
Como cualquier violencia, esta se define como la imposición destructora de un poder en unos destinatarios; el relato inaugural que pone en escena suplicios infligidos a muertos demuestra aunque sus ataques no se ejercen contra la potencia concreta del enemigo, o su capacidad física o psicológica de agredir o resistir, sino contra su significado social, o sea su identidad, su imagen. La particularidad de aquel “discurso” estriba, por ende, en su referente ideal y en la manipulación simbólica de elementos materiales a la que acude para alcanzarlo.
Ahora bien, si el símbolo funciona como sustituto de una entidad abstracta, esto no significa que se trate aquí de una violencia de sustitución, i.e. una violencia que al no alcanzar su meta concreta, cambie de objetivo y se ejerza en un derivativo. De lo que se trata es de alcanzar, mediante lo concreto, otra cosa que se sitúa más allá de ello. El sustituto simbólico da pie a un objetivo que de otro modo permanecería evanescente.
3. HERMENÉUTICA
Cabe ahora descifrar aquellas semiologías en las que se juega la destrucción simbólica del enemigo. Determinar sus blancos, sus distintos significados sociales son tareas que remiten a una hermenéutica. La de una de cultura de guerra de las más brutales.
Las agresiones simbólicas más frecuentes son lógicamente las que ponen en escena el aniquilamiento de la amenaza física que representa el orden bélico adverso. Apuntarán a los focos tradicionales de la potencia guerrera y varonil.
Así, la escaramuza mortífera que opone la gente del Condestable a unos caballeros moros de vuelta de correría por la tierra de Jaén proporciona a los vencedores cristianos una cosecha de trofeos.
Pues, si el botín tiene evidente valor pragmático – valor argumentativo (como prueba de la victoria), económico y social (como proveedor de prestigio), también participa de un mercado simbólico. A todas luces, caballos y armas constituyen prolongaciones del cuerpo del caballero. Su contigüidad les abre el camino hacia el orden humano. Asimismo, tanto como las orejas o las cabezas cobran por analogía – similitud de la forma enhiesta – una dimensión varonil, fálica.
Si dentro del imaginario corporal la cabeza no tiene ningún valor bélico en sí – las cabezas de los civiles no constituyen trofeos –, en cambio, es una de las partes del cuerpo guerrero más invertidas simbólicamente. Además de la superioridad que le confiere su situación de desplome, es el sitio de la voluntad, de la autoridad.
Y aquella cualidad bélica se concentrará en la mirada que encierra la capacidad de oponerse.
El gesto envilecedor de los vencedores es un gesto de confiscación. Implica una separación – siendo la amputación su forma más violenta y dominadora – cuyo semantismo remite a la castración y la enajenación de la potencia enemiga.
Las cabezas de los guerreros enemigos suelen ser objetos de manipulaciones degradantes. Colgadas de las riendas por la cabellera, maculadas de sangre y polvo (Paz y Meliá, 1998, p. 39) es como se suelen exhibir durante los ritos de victoria. Que dichos detalles aparezcan en los relatos aboga por su pertinencia. Así, el resentimiento del cronista Alonso de Palencia al contar la cabalgata triunfal del rey granadino Abohardillas se arraiga en la exposición de cabezas cristianas constituidas en “sangrientos trofeos” (Paz y Meliá, 1998, p. 201). La connotación sexual de la cabellera participa de un simbolismo casi universal, pero ¿qué significan aquellas caras borradas? Indican que el rival no supo guardar el sitio donde se hallaba su identidad guerrera, ahora anulada.
En el Cantar de los infantes de Lara (Kohler, 1957, p. 14-19), inspirado en la tradición épica anterior, la imagen de las cabezas de caballeros ensuciadas de sangre y polvo accede al rango de motivo literario. Estas cabezas – las de los hijos de Gonzalo Gustioz y la de Muño Salido – son el centro de una escena de planctus en que el padre las limpia y les dirige la palabra como si de los mismos caballeros se tratara.
El segundo gesto, en cambio, que interviene más adelante, es simbólico. Se asemeja a un rito de aseo funerario:
Valoramos entonces, en el gesto que la contrarresta, toda la pertinencia imaginaria de aquella semiología del rostro maculado. Ya no se trata de identificar, sino, entre otras cosas, de restaurar la identidad caballeresca devastada de los hijos de Gonzalo Gustioz, repeliendo, mediante el aseo mortuorio, la violencia que los expolió de dicha identidad.
Los ataques de pánico que afectan colectivamente a los caballeros en el combate hieren en lo más hondo su virtud guerrera, ya que contradicen radicalmente las reglas del honor. El pánico es la antítesis de la “hazaña” caballeresca que supone dominio de sí y del otro. Alonso de Palencia lo convoca en un relato de la vergüenza en que las tropas cristianas huyen despojándose de sus armas y, presas del terror, caen en un barranco. Enajenada su voluntad, los individuos ven sus cuerpos presas de una operatividad loca que los obliga a auto-humillarse en la muerte.
Ahora bien, la violencia de guerra reparte su dinámica de aniquilación y de ocupación en muchos otros órdenes simbólicos que el solo orden guerrero. Gran parte de estas agresiones apuntan al orden vital. De hecho, el acto guerrero se resume muy a menudo en el combate en la destrucción de la integridad anatómica de sus blancos. En ese sentido, las amputaciones atentan a la estructura vital por división del individuo. El Cantar de Mio Cid propone una versión condensada del fenómeno del que acentúa la dimensión castradora, ya que cada fragmento del cuerpo constituye una presa.
Lo que dejan ver los campos de batalla, la práctica del trofeo, con sus cabezas expuestas lo ostentan.Se dibujan en hueco los cuerpos mutilados.
Las heridas implican, en cuanto a ellas, el franqueamiento del límite protector de la piel, es decir, la penetración y toma de control de un núcleo vial que remite a una representación del interior prohibido. La imagen idealizada de estas transgresiones anatómicas que convoca el Cantar atestigua el vigor de este simbolismo.
Una representación – clásica en el medievo – de este imaginario de lo interior corpóreo nos la da el suplicio de evisceración que sufre, en represalias, uno de los cautivos cristianos, durante un episodio de alta violencia del sitio de Málaga3.
Pero la figura principal de este núcleo vital es la sangre. Abundan las observaciones que, en los textos, refieren al derramamiento de la sangre enemiga, o de la propia como punto clave en que se juega la gloria de los unos y la infamia de los otros. Las estrategias de intensificación que moviliza su designación lo dan a entender. Inversión del adjetivo en “sangrientos trofeos” cuando la sangre es parte íntegra del trofeo. Exageración de la hemorragia en forma de hipotiposis cuando el flujo de la vida perdida es traducido por la metáfora del agua viva como en la descripción de la masacre espantosa de la población de Loja por las tropas de Fernando de Aragón. “No quedó con vida uno solo de los que no lograron franquearla [la puerta de entrada] […] de modo que por todas las calles se veían correr arroyos de sangre” (Paz y Meliá (Ed.), 1998, p. 240).
El discurso de la hazaña caballeresca también acude a esas figuraciones. Es el flujo vivo de la sangre trofeo que gotea por los antebrazos de los guerreros del Cid durante la defensa de Alcocer: “espada tajador, sangriento trae el braço, por el cobdo ayuso, la sangre destellando” (Montaner (Ed.), 1993, p. 148, versos 781-782). La sangre enemiga capturada tiñe los pendones blancos de los cristianos como pintura de guerra cuando la intensificación juega con el contraste cromático: “[Veriedes] tantos pendones blancos salir vermejos en sangre” (Montaner (Ed.), 1993, p. 145, versos 781-782).
Pero los derramamientos cruentos cobrarán probablemente otro valor explicativo de la extrema valorización de que son objeto. Con la sangre se atentaría al orden vital colectivo. La antropóloga Véronique Nahoum-Grappe emite la hipótesis según la cual la sangre no es una simple metáfora de la vida, sino que participa de un imaginario de la transmisión (1996, pp. 275-323). La dispersión de la sangre fuera del cuerpo estaría asociada a un agotamiento de la generación.
De forma más inmediata, la práctica de las violaciones perpetradas por los asaltantes durante la guerra remite, desde un punto de vista antropológico, a una ocupación del orden generacional. La crónica de Lucas de Iranzo menciona en forma dramática esas prácticas con motivo del saco de la Higuera de Martos: “las doncellas desonrrauan, forçauan las casadas” (Carriazo (Ed.), 1940, p. 473).
Con el abandono de los cuerpos de los vencidos en el campo de batalla, se apunta a la dimensión espiritual del orden vital. Los despojos, dejados sin sepultura, expuestos, fuera del refugio subterráneo, fuera de la residencia sagrada que supuestamente preserva su integridad, a la voracidad de las fieras, a la putrefacción visible, a todo lo que figura su desaparición, no pueden ya garantizar la supervivencia del alma que se ve como separada de su salvación. El propósito se hace más explícito en la narración inicial en la que las cabezas expuestas terminan devoradas por los perros. Una escena tópica que puede interpretarse de manera radical como un canibalismo de sustitución. La ingestión del enemigo consagra la abolición de todo tipo de presencia suya. La cultura de guerra también pretende atentar a la trascendencia.
Sin duda, el discurso teológico ortodoxo difiere de las mentalidades y no relaciona en forma tan mecánica el cuerpo con el alma. Pero, precisamente, imperan las mentalidades como en el gesto simbólico del rey Fernando que acude a Moclín para enterrar las víctimas del desastre militar cristiano antes de emprender una expedición punitiva contra Cambil. Aquí, a la inversa, el rito es de restauración. La sepultura vuelve a “culturizar” y sacralizar esos cuerpos, antes entregados al mundo de lo salvaje, para garantizar la inmortalidad.
En últimas, la guerra simbólica probará su ferocidad en los estragos que pretende imponer a la identidad colectiva o individual. Así, las prácticas de mutilación del rostro ambicionan borrar la singularidad, lo específico, fundadores de identidad. Aquel alto grado de brutalización apunta a menudo a blancos eminentemente simbólicos. Es el caso del sacerdote y del monje de oficiar en la iglesia de la Higuera de Martos: “[…] al saçerdote revestido y un monge que avien dicho misa dieron tantas y tan fieras feridas que ninguna figura de onbres en ellos quedó” (Carriazo (Ed.), 1940, p. 473).
Otras prácticas guerreras conducen a las víctimas a parecido descenso hacia el orden de lo inhumano. Es el caso de estas hileras de cautivos atados, mezclados con el ganado tomado del enemigo, que componen las “caualgadas” que proclaman el triunfo del Condestable por la ciudad de Jaén: “E así el señor Condestable […] entró por la puerta de la çibdad de Jahén, con muchos moros y moras catiuos, atados en cuerdas, y asaz ganados vacunos, cabríos y ovejunos y grandes despojos […]” (Carriazo (Ed.), 1940, p. 82). La enumeración dice la continuidad entre los humanos y el ganado: comparten una misma condición de trofeos.
Es así como el gesto bélico que pretende destruir físicamente al enemigo consigue, al mismo tiempo, apuntar al rango jerárquico, provocar una muerte social. El modo de matar al adversario muchas veces mencionado en los textos – con cuchillo (acuchillar”, “pasar a cuchillo”) o con espada – tiene impacto simbólico. El cuchillo, arma vil, opuesto en el imaginario caballeresco a la espada noble, rebaja a las víctimas hacia la villanía. La guerra también puede herir socialmente a una ciudad, quitarle su “distinción”, su prestigio frente a las demás ciudades. El cuidado con que Alonso de Palencia observa cómo la devastación de Coín le dio un golpe fatal a su señero resplandor dice hasta qué punto el detalle es significativo: “[…] y arrasadas la mayor parte de las casas, perdió Coín aquel aspecto de belleza que le distinguía entre las otras poblaciones del territorio de Málaga” (Paz y Meliá (Ed.), 1998, p. 180). Es como si la distinción de la ciudad fuera parte íntegra del botín, como si constituyera un trofeo.
El Cantar de Mio Cid pone en escena semejante ataque a la distinción en la lidia que opone a los dos jefes: Rodrigo Díaz de Vivar y Búcar. El proceso de re-creación literaria, orientado hacia la recepción, concentra entonces en los atributos de la autoridad y el prestigio del adversario – el remate de carbúnculos preciados que adorna simbólicamente la parte superior del yelmo de Búcar – el gesto épico, cruel y degradante que, arrancándolos, vuelve irrisoria la nobleza del rey almorávide. La ironía es, aquí, gestual. La escena se verifica durante la última tentativa musulmana por recuperar Valencia. “Alcançólo el Cid a Bucar a tres braças del mar, arriba alçó colada, un gran golpe dado l’ha, las carbonclas del yelmo, tollidas ge las ha […]” (Montaner (Ed.) 1993, p. 248, versos 2420-22).
A través de su representante, el grupo entero es quien pierde su honor. Pero aquellos ataques a la identidad comunitaria alcanzan, por supuesto, niveles más elevados en un contexto de guerra total en que se difuminan las fronteras entre civiles y guerreros, hombres y mujeres, adultos y niños. Los raptos de cautivos durante las correrías implican la disolución del lazo familiar, incluso en un plano simbólico. La Crónica de Lucas de Iranzo pone en escena la destrucción de las imágenes paternas, filiales o conyugales.
Así, durante el saco de la Higuera de Martos, los guerreros moros imponen a los padres y a los hijos cristianos el espectáculo recíproco de los agravios y malos tratamientos que les infligen: “[…] maltrayan los padres ante los fijos, los fijos antes los padres […]” (Carriazo (Ed.), 1940, p. 473). La forma especular de la escritura deja pensar que también son imágenes las que se encuentran maculadas.
Conviene leer también la escena, ya citada, del Cantar de los Infantes de Lara, al prisma de la simbólica familiar. El aseo funerario que Gonzalo Gustioz prodiga al rostro de sus hijos difuntos no solo restaura la identidad perdida de aquellos caballeros vencidos y maculados. Prepara los momentos ulteriores. Aquel en que el padre coloca las cabezas según el orden de la hermandad y aquel en que cogiéndolas una por una en sus manos se dirige a ellas para su elogio fúnebre. De esta manera, restablece definitivamente, más allá de la muerte, el lazo roto de la paternidad.
Pondremos fin a esa larga lista evocando los gestos que afectan simbólicamente al territorio enemigo, marcan su espolio y ocupación, siendo dicha entidad la clave de la guerra fronteriza.
Las zonas agrícolas, alejadas de las ciudades, mal defendidas, suelen ser blancos sustitutivos, lo hemos dicho. Sin embargo, la estrategia compensatoria de las “talas y quemas” no excluye inversiones simbólicas. Y las connotaciones del fuego – asociado al exterminio más radical y a la purificación de una tierra presa del mal – son probablemente responsables de la exaltación del cronista ante una fiesta macabra que celebra la grandeza del Condestable de Jaén: “Ya los dichos lugares entrados y robados, y puestos a fuego con todo lo que en los campos estaua, que no paresçia el cielo ni el ayre de las grandes quemas e fumos [...]” (Carriazo (Ed.), 1940, p. 81).
En cuanto a la territorialidad sagrada, si representa un objetivo de índole sicológica, su pertinencia no es prioritariamente racional. El relato que Lucas de Iranzo hace de la masacre de la Higuera de Martos en su carta a Sixto IV deja ver con sus detalles y su coherencia simbólica la violación de uno de aquellos santuarios. La agresión se ejerce, aquí, contra todo el sistema de mediación con lo divino. La iglesia se ve doblemente privada de su orden sagrado. A la transgresión del espacio reservado –“por fuerça entrada”, se añade la de un tiempo “a parte”: el ataque se verifica el domingo a la hora de la misa cuando lo sagrado adquiere su máxima actualidad. Los blancos son los celebrantes y el mobiliario – estatuas, crucifijo, reliquias. Seres y objetos definidos por su función mediadora como inalienables sufren entonces una alienación devastadora.
A través de sus mediaciones, es al Dios del otro al que se apunta, o mejor dicho, a la relación de elección que el otro tiene con su Dios en que se fundamenta su superioridad, su derecho al poder. Tal parece ser el sentido de aquel marcado de territorio.
4. HACIA UN MODELO INTERPRETATIVO: TRANSFORMAR,
CASTIGAR
4.1. Transformar
En la base de las distintas prácticas, anteriormente examinadas, actúa un sistema de transformaciones simbólicas. La cuestión es saber cómo cobra sentido en relación con el poder. Se construye según tres actos fundamentales: degradar, glorificar, renovar. Otras tantas operaciones destinadas a hacer pasar la persona simbólica de un estado a otro, a modificar la relación que la colectividad tiene con ella.
4.1.1. Degradación
Como la violencia física, la violencia simbólica pretende producir un acontecimiento bélico, provocar una inversión de estado. Las manipulaciones semiológicas estudiadas anteriormente procuran fundamentalmente hacer pasar al enemigo de un estado de dominio de sí mismo a un estado de sumisión absoluta a un poder exterior y contrario que dicta su aniquilamiento. Aquel descenso vertiginoso corresponde a la toma de posesión de que es víctima. Se trata en alguna manera de ausentarlo de sí mismo, de separarlo del poder que tenía de regirse, de regir los distintos órdenes sociales que componen su identidad, que fundan su integridad y de enajenarlo. De allí el que esta semiología acude sistemáticamente a figuras del desorden, de la puesta en desorden simbólica del otro para significar su pérdida de poder. Vemos entonces cómo el desorden puede ser asociado a la idea de mácula, de infamia – constituye una degradación del orden que funda la dignidad de la persona – y cómo mácula y pureza están directamente vinculadas en este contexto guerrero y varonil, al poder de regirse, cómo están ajustadas a tal poder.
El propio Lucas de Iranzo facilita en su carta a Sixto IV una respuesta implícita a esa cuestión antropológica: “¿en qué radica el poder de macular?” Al comentar la profanación de la iglesia, designa la sangre derramada de las víctimas como agente de mácula: “Ni perdonaron a la sagrada yglesia, mas aquella, por fuerça entrada, y ensuçiada de mucha sangre […] llegaron al altar” (Carriazo (Ed.), 1940, p. 473). La sangre cristiana, por muy pura que sea – es la de inocentes corderos – ensucia. Pues, en fin de cuentas, importa menos la calidad de la sangre en sí que las condiciones de su efusión.
La sangre aquí derramada no es la de un martirio voluntario y, por tanto, glorioso, es la sangre impura del desorden, el signo de una potencia humillada. El orden social guerrero se antepone al orden moral.
Se averiguará a contrario esta lógica de la mácula en una figuración de la gloria caballeresca ya citada: el pendón manchado de sangre sarracena de las huestes del Cid. El carácter paradójico de la imagen llama la atención; la sangre impura del otro, el moro, bien puede empapar la blancura – símbolo de pureza – del estandarte cristiano, no la ensucia, al contrario, la ensalza ya que es marca de un desorden infligido al enemigo.
El simbolismo moral de la blancura inmaculada se ve otra vez sujetado al simbolismo militante y guerrero. Es en relación con el poder tomado o perdido como se valora la gloria o la mácula. El desorden material, técnico, la desorganización, con todos sus signos estructurales – inversión, mezcla, etc. – no son en sí sinónimos de mácula. No lo es sino el desorden simbólico.
Cabe observar el sistema de actualización de la mácula. Mediante la mirada del otro es como llega a ser efectiva para volverse humillación. La humillación es el efecto del espectáculo de la mácula.
4.1.2 Glorificación
Por lo demás, la agresión simbólica pretende alcanzar un doble objetivo en términos de transformación: el gesto degradante aniquila a quien lo recibe y glorifica a quien lo inflige. La semiología del desposeimiento se vuelve semiología de la posesión. Las figuraciones del desorden construyen simétricamente el orden nuevo del vencedor. La imagen del pendón teñido de sangre mora de las tropas del Cid es otra vez aclaradora. Esta otra sangre que salpica su blancura sin ensuciarla, se adiciona a ella. El orden, sin embargo, no saca del desorden que provoca ningún suplemento de pureza, siendo esta un concepto cualitativo. En cambio, sale engrandecido, magnificado por la humillación del vencido. Así es como el vencedor accede al estado de superioridad simbólica en la histeria guerrera de la omnipotencia.
4.1.3 Renovación
Finalmente, se da una tercera transformación que ocupa un sitio algo lateral en el esquema, ya que no procede de un gesto dirigido contra el otro sino de un gesto para sí. Queremos hablar de estas puestas en orden que la colectividad o uno de sus miembros efectúa en la persona tocada por el desorden enemigo para volver a conectarla con el flujo vital y renovarla. Se trabaja sobre el cuerpo mismo para hacer retroceder en él la violencia, borrar sus huellas, hacerlo pasar de lo impuro a la pureza, hacerlo volver a su nivel. El sistema de transformación es de otra índole. No pone a contribución al enemigo. No se pasa por el otro. Esa manipulación no encierra en sí ningún sentido conflictivo.
4.1.4. Ritos de paso
Lo que hace posible esas transformaciones es, en el fondo, su representación simbólica. Una combinación dramática de signos concretos que convergen hacia significaciones relativas, a la exclusión fuera de un orden o a la inclusión en un orden. Que estas representaciones estén organizadas en representaciones más o menos elaboradas o que emerjan en forma espontánea del caos bélico, no dejan de ser espectaculares, solicitan las emociones para llegar al imaginario. De allí su poder de enunciación y efectuación definitivo. Hacen lo que dicen y lo hacen en forma duradera. Esas transformaciones aparecen más bien, a este respecto, como transmutaciones (Balandier, 1988 p. 33). En esto se pueden definir como ritos, aunque orientados dinámicamente hacia el franqueamiento de un límite, la separación con un estado anterior y la consecución simétrica de otro estado. Unos ritos de paso, por tanto, de los que cabe definir la naturaleza.
4.1.5 Regresión, iniciación y regreso
La degradación, la humillación que son los fundamentos del primero de estos trabajos simbólicos dicen literalmente – degradar es quitar grados, humillar es rebajar hasta el humus – la índole de las disoluciones anheladas. Al separar al enemigo de su potencia, desterrarlo – por así decirlo – de sí mismo y del orden colectivo se consigue arrastrarlo hacia la nada. La polaridad es la inversa de aquella del rito iniciático. El ejercicio de la violencia simbólica participaría entonces de un rito negativo de regresión. Y los estados informales hacia los cuales se atrae a la persona o al cuerpo del vencido – gritos inarticulados, ruido de los cuerpos precipitados, magma de las carnes mutiladas, etc – miran estructuralmente hacia las tinieblas primitivas.
La “transmutación” adquiriría entonces una dimensión casi política: al demostrar la incapacidad del vencido a regirse, proclama que es indigno para ejercer cualquier poder. En ello, posee también evidentes virtudes exorcistas pues pretende transformar definitivamente la relación al otro, fijar una jerarquía que el conflicto o la simple existencia del otro, concebido como obstáculo, había cuestionado.
A la inversa el mismo gesto humillador permite al que lo inflige acceder a una identidad superior. La violencia simbólica consta obviamente de una dimensión iniciática. El Cantar de Mio Cid la pone en escena. Así, en los instantes que siguen a la defensa victoriosa de Alcocer, el Cid hace una aparición gloriosa en el campo de batalla. Se ha quitado el casco y la “cofia” que le disimulaban el rostro. La barba, ahora muy visible, da fe de su transformación en un hombre nuevo hacia quien todos convergen:
En el mismo plano político, dicha metamorfosis abre al vencedor las puertas de la omnipotencia, lo vuelve digno de cualquier poder. Una omnipotencia que participa, en este contexto, de un imaginario de la reconquista territorial.
El tercer rito implica, en cuanto a él, un movimiento y unas operaciones de naturaleza contrarias al primer rito. La enajenación ha rechazado al vencido hacia una “exterioridad” (Starobinski, 1974, p. 101) disolvente en la que su imagen se halla como encerrada.
Es el caso, por ejemplo, de los cautivos de guerra, sujetados a la ley del vencedor o el de las ánimas de los guerreros muertos cuyos cuerpos, privados de sepultura, se pudren abandonados en el campo de batalla. Si de lo que se trata es de hacerlos renacer a sí mismos, aquel proceso implicará a la fuerza una previa liberación que los saque de esta exterioridad conectándolos de nuevo con su orden colectivo. Al rito de regresión corresponde de manera simétrica un rito de regreso. A su vez, la operación simbólica encierra una dimensión política potencial. La escenografía del regreso que presentan los textos (rito de acogida de los cautivos y rito de inhumación en la Guerra de Granada) muestra que el agredido y su colectividad siguen siendo dignos de regirse, que conservan su autonomía.
4.2 El castigo: una problemática de la reparación
Al primer gesto de humillación es al que se debe volver para aislar lo que aquel aniquilamiento sobrentiende de reparación propia. La crueldad simbólica del gesto, el ensañamiento con el cual suele practicarse son en efecto interrogantes. Las interpretaciones anteriormente proporcionadas resultarán probablemente insuficientemente explicativas. Aquel perjuicio mayor, quizás más hondo que la misma muerte, no se propone solamente acabar simbólicamente con la oposición del enemigo – que esta última cobre la forma de una agresión, de una oposición o se reduzca muchas veces, en el caso de los civiles, al simple hecho de existir frente a – sino conseguir, mediante su humillación algo más. En efecto, aunque el grado de la oposición es un parámetro importante, esta última remite en definitiva a un cuestionamiento, a una mácula infligida al orden del vencedor. La lógica será entonces la de la venganza y la reparación a la que esta pretende se deberá entender como la indemnización de un perjuicio simbólico.
Con este último término se intuye otro componente implícito: la oposición del otro es sistemáticamente concebida como abuso cometido contra el poder propio. Condenar al oponente a la infamia es hacerle pagar implícitamente la ilegitimidad absoluta de su acto.
De esta manera, lo que hemos denominado rito de regresión consiste, por compensación, en colocar muy por debajo de su propio nivel a quien pretendía situarse por encima o fuera de la ley de su vencedor. Esa nueva colocación, este nuevo estado de indignidad corresponden en el fondo a la vileza moral de su acto. Así, el aniquilamiento del otro saca del rito su eficacia simbólica, pero su esencia es de índole represiva, punitiva.
El comentario que inspira a Guillermo de Tyro la toma de Jerusalén por los cruzados, aunque refiere a la mácula religiosa de la presencia musulmana en la Ciudad Santa, nos parece emblemática de aquella ideología de la falsa reciprocidad en que la justa compensación del abuso se consigue mediante una “contra mácula” punitiva que restituye al vencedor su pureza y su legítima superioridad:
El envilecimiento del vencido, al insertarse en la lógica del castigo actualiza el relato ideológico que convierte al oponente en culpable de una rebelión contra el poder entonces legítimamente establecido.
5. CONEXIONES FORMALES
Se observará que las figuraciones de la humillación de guerra tienden a remitir, ya sea de forma voluntaria o involuntaria, a la semiología y las prácticas del castigo fijadas por la tradición.
La asimilación consciente del vencido a un rebelde cuyo gesto culpable es sancionado por su vencedor no debe sorprendernos. El rito guerrero de humillación cobra entonces forma penal. Así ocurrió, por ejemplo, en un episodio de la guerra de los cien años que pasó a la leyenda: la puesta en escena de la redición de los burgueses de Calais descalzos, con la cabeza desnuda y la soga al cuello.
La Crónica de Lucas de Iranzo da cuenta, de manera similar, de un caso en que la humillación del enemigo es explícitamente planteada como castigo de una transgresión de la ley y reviste, por consiguiente, un carácter francamente penal. Se trata de la exposición de las cabezas de los mercenarios moros – los “almogáuares” – pinchadas en lanzas. Corresponde en efecto con una forma codificada de castigo público, desde la exhibición infamante del cuerpo grotesco del enemigo y pretende sancionar la intrusión en el territorio cristiano de Jaén.
Pero sucede también que la humillación de guerra solo se plantee implícitamente como ritual penal. Reutiliza entonces de manera muy concertada las estrategias de suplicios y de exposición infamantes del criminal. El imaginario del castigo convierte entonces al cuerpo del enemigo en un cuerpo culpable. Así, lo hemos visto, en el transcurso del sitio de Málaga, un cautivo cristiano sufre a modo de represalia el suplicio de la evisceración y colocan su cuerpo a horcajadas en un burro que lo lleva desde los baluartes hasta el campamento de los suyos. La extracción de las vísceras y el transporte afrentoso del cuerpo – en el contexto caballeresco, el burro es la antítesis del caballo – constituyen una combinación de prácticas de burla presentes en el universo penal. Es famosa, a ese respecto, la costumbre medieval que consistía en pasear al condenado por la ciudad en una carreta antes de llevarlo al patíbulo. La literatura caballeresca, ya se sabe, convirtió el símbolo social en motivo narrativo5.
De la misma manera, aunque en forma menos consciente, se podría decir que el suplicio del ahorcamiento aparece en filigrana en el movimiento aleatorio de las cabezas colgadas del cabello a las riendas de los caballos.
Otras veces, es en el azar del combate, en su “discurso” improvisado, cuando se actualiza una de esas formas que componen el repertorio conocido del castigo, cuando se construyen los cuerpos culpables de los vencidos. Se trata en este caso de elaboraciones espontáneas y ya no de verdaderas puestas en escena de suplicios, pero hacen sobresalir la esencia simbólica punitiva del gesto guerrero. Y será significativo, al respecto, el que los cronistas conserven la memoria de aquellas circunstancias con fuerte proporción de humillación. La topografía urbana o salvaje puede entonces servir de punto de apoyo a muertes afrentosas que participan del imaginario del castigo. Cuando el desastre de la Ataraxia, durante la guerra de Granada, los caballeros cristianos, presas del pánico y engañados por la oscuridad, se echan literalmente a un barranco, condenándose ellos mismos al suplicio de la precipitación:
Este tipo de muerte con connotaciones punitivas no es novedoso. El relato que Guillermo de Tyro da de la toma de Jerusalén por los cruzados, da cuenta de las precipitaciones que las tropas cristianas infligieron a los habitantes al entrar en la ciudad:
De la misma manera, los imaginarios del combate y del rito penal valoran hasta el extremo el derramamiento de sangre del otro como marca degradante.
En fin de cuentas, la utilización de semiologías corporales de la humillación idénticas o similares revela de manera formal la porosidad entre el gesto penal y el gesto guerrero, demostrando de nuevo que la noción de castigo y su dimensión política están al centro de la violencia simbólica bélica.
6. COYUNTURA
El análisis de la violencia simbólica como prolongamiento, como complemento de la violencia de guerra racional, revela su importancia y hasta su necesidad en el seno del acto bélico. Sin embargo, el alto nivel de crueldad que pueden implicar las transgresiones de las que se nutre no es alcanzado de manera sistemática. Esta violencia, como la otra, está sometida a variaciones de diferentes tipos. Se aislarán brevemente algunos de los factores y de las condiciones que favorecen su aparición, o a la inversa lo inhiben, y la vinculan estrechamente a la coyuntura.
Al primer rango de estos factores favorecedores figura en el Condestable Lucas de Iranzo y la gente de Jaén, y a fortiori en los Reyes Católicos y sus tropas, el renuevo de la ideología de reconquista político-religiosa, cuyo doble efecto es la inserción del conflicto en la lógica emocional del resentimiento contra el ocupante y la radicalización en sumo grado de este resentimiento representando al ocupante como sacrílego. Del lado musulmán, el mecanismo de sacralización de la frontera es también vigoroso y la resistencia encarnizada de Málaga, respaldada por jefes beréberes marroquíes constituye uno de sus paroxismos.
Ahora bien, cuanto más fuerte, más coherente es el proceso de identificación religiosa y territorial – lo que Jean-François Bayart denomina una ilusión identitaria (1996) – más alto es el nivel de hostilidad entre los oponentes. Y el ataque a la persona simbólica de aquel que se ha convertido definitivamente en el “mal absoluto” se vuelve, debido a su hondura, su poder devastador, una necesidad guerrera. A nivel cuantitativo, la radicalización de la frontera generará una representación abstracta, esencial del enemigo que favorecerá la extensión de este tipo de humillación a los civiles del otro bando. Cabe añadir que la violencia simbólica cobra en aquel contexto una significación más precisa. La última reconquista territorial de fines del siglo XV halla, en efecto, en las semiologías de la enajenación del vencido, el idioma idóneo para el marcado del espacio que implica.
Observemos, en fin, el carácter despiadadamente desculpabilizado y los acentos a veces gozosos que caracterizan les relatos de las crueldades infligidas a los moros. Revelan hasta qué punto estas últimas son ideológicamente buenas para contar, hasta qué punto entonces son asumidas, incentivadas por los poderes. La institucionalización del programa de violencia ejerce su plena influencia en aquella historia de crueldad fronteriza.
Si la “ideología dominante” es capaz de asegurar la coherencia de una actitud bélica en la duración, factores circunstanciales son susceptibles de introducir localmente variaciones de amplitud.
Así, cuando en el seno del combate se traba entre los contrincantes una dinámica de venganza mimética, ello acarreará lógicamente un acrecentamiento de violencia simbólica. El intercambio afrentoso de cuerpos supliciados efectuado más allá o por encima de los baluartes de Málaga durante el cerco de la ciudad – cuerpo acribillado de heridas del musulmán volando por el aire y cuerpo destripado del cristiano montado en un burro –, atestigua, en su cruel parodia de la práctica del intercambio de cautivos, del paroxismo de violencia semiológica al que lleva un resentimiento exacerbado. El episodio, por muy excepcional que sea, se limita probablemente en averiguar uno de los potenciales de la misma guerra. En el mismo orden de ideas, la resistencia de los sitiados o su rechazo de cualquier capitulación nutrirá en la misma proporción la lógica de castigo con que el vencedor ejerce su poder reencontrado. Semejante circunstancia favorecerá, por ejemplo, la quema de monumentos religiosos.
Intervienen también las condiciones en que se despliega el discurso de la guerra. Así es que el conflicto fronterizo crónico, que se fundamenta en un principio de transgresión de los límites geopolíticos – las “entradas” – implica cada vez la renovación de la violencia simbólica propia del marcado del territorio. Las entradas de las ciudades –siendo aquellas el nudo de la defensa de la tierra, son, lo hemos visto, propicias a una extensión de la simbólica punitiva al grupo de los civiles.
En fin, las condiciones geográficas, y más precisamente la configuración del sitio del combate, también pueden favorecer la emergencia de la crueldad con su cortejo de rebajamientos simbólicos. La batida nocturna con vistas a capturar al enemigo en la sierra, mencionada por Alonso de Palencia en su crónica de la guerra de Granada (Paz y Meliá (Ed.), 1998, p. 67.), crea las condiciones de este rebajamiento del enemigo al rango de caza señalado por Stephane Audoin-Rouzeau (2007).
A la inversa, ciertas condiciones pueden moderar o bloquear las humillaciones de guerra. Los enfrentamientos en los espacios abiertos, propicios a las cargas de caballería, favorecerán la ética caballeresca de los torneos, máxime cuando emanan de pequeños grupos. De allí una humanización y hasta cierto respeto del enemigo. Sin embargo, es de notar que el imaginario de la hazaña en que radica la misma esencia de estas batallas campales se encarna también en la práctica afrentosa del trofeo, de la cual nace cierta dificultad para aprender aquellos actos guerreros en los que se entreveran ética y crueldad. Aquella copresencia, también se echa de ver en los relatos épicos del Cantar de Mio Cid. Si por un lado, ponen de realce, como era de esperar, la hazaña caballeresca colectiva o individual con su dimensión “deportiva”, esta tampoco excluye – lo hemos visto – unas figuraciones en que el rebajamiento del enemigo tiene mucho que ver con la burla y el agravio. Estamos, pues, ante un mentalismo complejo.
Finalmente, ya se sabe que las actas de capitulaciones de las ciudades vencidas tenían el poder de inhibir, o por lo menos de menguar el mecanismo de la crueldad de guerra. Lo que confirma en definitiva la lógica profunda del fenómeno punitivo.
7. UN DISCURSO DE GUERRA
Los límites del presente trabajo nos prohíben desarrollar un tema de tanta extensión. Resultaría, sin embargo, provechoso dejar de lado el estudio del discurso sobre la guerra para centrarse en la dimensión pragmática de esta escritura de la crueldad. Habría que averiguar entonces cómo y hasta qué punto la narración de esta violencia reproduce, prolonga y produce los gestos públicos de la guerra: gestos de triunfo y de humillación.
Poner a prueba la capacidad del discurso para representar, rememorar el pasado bélico y actualizarlo, traerlo al área de presencia del lector. Cuestionar su capacidad, en fin, para mostrar, traducir mediante signos y símbolos el triunfo y la humillación. En efecto, la escritura narrativa tiene su propia habilidad para aislar los hechos, transformarlos en símbolos y para organizar estos últimos en un relato, para ponerlos en escena. Mediante el espejo de la escritura, la sociedad guerrera de la reconquista puede representarse a sí misma como triunfadora o humillada. Adquiere la capacidad de concebirse como un todo exaltado y todo poderoso, o al contrario como colectividad impotente. La escritura se polarizará simétricamente como narración del narcisismo conquistador o como narración del resentimiento.
8.CONCLUSIÓN
Sabíamos que la frontera peninsular entre islam y cristiandad fue eminentemente violenta. Quedaba sin duda por cuestionar más precisamente las formas ideales de esta violencia en su relación consubstancial con la “cultura de guerra”. Y es que la toma de poder sobre el otro también se verifica simbólicamente, mediante un proceso de envilecimiento absoluto que radica en un doble proceso de desposesión / posesión. Acudir a la humillación permite alcanzar lo que no se consigue mediante el ejercicio de la sola violencia racional: la captura y la destrucción de una integridad, de una imagen. Y la fórmula canónica de las crónicas cristianas, “dañar a los moros”, que resume la finalidad de las “entradas” en tierra enemiga no remite exclusivamente, entonces, a la guerra de desgaste. El prejuicio lleva en este contexto la marca de una ideología política del castigo. El “daño / damnum” impuesto se constituye en reparación simbólica. Puesto que las representaciones que moviliza esta violencia, tanto como aquellas que pretenden hacerla retroceder, se encarnan en ritos, se traducen en el universo sensible, conviene hablar aquí de una historia emocional. Un nivel arcaico que contribuye a dar su forma a la vez concreta e ideal a la historia política del conflicto.
El despliegue de aquel sistema semiológico no deja de cuestionarnos. Enuncia formas coherentes, elaboradas de una cultura productora de identidad y, a veces, hasta de estética como lo atestigua el Cantar de Mio Cid. Pero se trata de una cultura desprovista de civilización.
1Así es que José María Luis Povedano, al cuestionar el grado extremo de crueldad que alcanzó el sitio de Málaga concluye que allí “la guerra se vio desbordada y fue aún más lejos del concepto de polemos[…]” (2000, p. 191). Pascal Buresi, por su lado restituye claramente la inteligibilidad de las prácticas crueles ejercidas contra los vencidos, demostrando que la historiografía de la guerra fronteriza ya le concede pertinencia a la violencia simbólica (2004. pp. 109-110).
2Stéphane Audouin-Rouzeau atribuye “el silencio de las ciencias humanas sobre las violencias de guerra a « la dimensión indecible de la experiencia de guerra” (Juin 2008, pp. 28-31).
3Al ver el cadáver, los otros Gomeres de Málaga […] dieron muerte a aquel de los cautivos cristianos cuya pérdida suponían había de sernos más sensible: le abrieron las entrañas, le colocaron atado sobre un asno, y poniéndole en la puerta frontera a nuestros reales, le espolearon para que se dirigiera a ellos. (Paz y Meliá (Ed.), 1998, p. 306).
4La traducción es nuestra.
5Cf, la novela de Chrétien de Troyes intitulada Le chevalier de la charrette.
6La traducción es nuestra.
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