Editorial
Dosis mínima, libertades personales y Estado
Minimum dosage, personal liberties and State
Raquel Méndez Villamizar
Damián Pachón Soto1
1 Profesores Escuela de Trabajo Social, Universidad Industrial de Santander. Bucaramanga, Colombia
"La primera consecuencia que se deriva de la autonomía consiste en que es la propia persona (y no nadie por ella) quien debe
darle sentido a su existencia, y en armonía con él, un rumbo. Si a la persona se le reconoce esa autonomía, no puede limitársela
sino en la medida en que entra en conflicto con la autonomía ajena"
Carlos Gaviria Díaz, Herejías Constitucionales.
En el Tratado teológico-político1 sostuvo el filósofo holandés Baruch de Spinoza: "Se tiene por violento aquel estado que impera sobre las almas… cuando quiere prescribir a cada cual qué debe aceptar como verdadero y rechazar como falso y qué opiniones debe despertar en cada uno la devoción a Dios". Traemos a colación esta cita, porque recuerda que, en el siglo XVII, con el nacimiento de las doctrinas liberales, y tras las guerras de religión que azotaron a Europa, el Estado tuvo que retroceder frente a los derechos del individuo. Si la religión era asunto de cada cual, debía garantizársele a la persona la libertad de cultos, de religión y de conciencia, sin que el Estado, en aras de lograr la paz, pudiera imponerle una noción de Dios o de bien moral. Más bien, fue al contrario: tuvo que garantizar esas libertades para poder garantizar la convivencia ciudadana y no convertirse en un Estado violento, autoritario o totalitario. Desde ese momento, se pusieron también los pilares del libre desarrollo de la personalidad, donde cada uno puede vivir su vida como la quiere vivir, siendo responsable por el modelo de vida por el cual ha optado.
Guardadas las proporciones, es el mismo debate que se ha venido dando en Colombia desde que la famosa sentencia C-221 de 19942 despenalizó el porte de la dosis mínima e incluso, cuando en el año 2016 la Corte Suprema de Justicia sostuvo que dosis mínima era aquella que el portador de la misma necesitara. Aquí entran tres consideraciones: 1) el portador es adicto, caso en el cual no opera la penalización y el Estado debe garantizarle un tratamiento de salud adecuado; 2) el portador no es adicto, y la usa de manera recreativa, tal como lo hacen hoy muchas personas en el país; 3) el portador excede el porte de la dosis mínima, no la usa de manera recreativa, no es adicto, sino que es narcotraficante o microtraficante, caso en el cual opera la acción penal y la carga de la prueba recae sobre el Estado.
Teniendo en cuenta las dos sentencias, que constituyen un precedente constitucional y judicial respectivamente, consideramos que en los casos 1 y 2 la penalización, multas, encarcelamientos y hasta el decomiso son abiertamente prácticas inconstitucionales, violatorias de los derechos fundamentales. En el caso 1, el Estado mismo debe llevar un registro en sus sistemas de salud, de quienes están recibiendo tratamiento por drogadicción, de tal manera que no es al portador a quien corresponde demostrar que es adicto, tal como se estipula en el Decreto Expedido por el presidente Iván Duque. Esto invierte la carga de la prueba y puede constituirse, en caso de arresto, en una violación de la presunción de inocencia, lo que hace tal procedimiento abiertamente inconstitucional. En el caso 2, y en las condiciones expuestas, se atenta contra la garantía constitucional del libre desarrollo de la personalidad según la cual cada ciudadano está en el derecho de escoger libremente, y de manera informada, su modelo y proyecto de vida, tarea que sólo es de su incumbencia, pues en este asunto, "él es el juez supremo" y soberano, tal como sostuvo Jhon Stuart Mill en su libro Sobre la libertad3. Al respecto es válido recordar que "el legislador puede prescribirme la forma en que debo comportarme con otros, pero no la forma en que debo comportarme conmigo mismo, en la medida en que mi conducta no interfiere en la órbita de acción de nadie" (C-221/94).
Recordemos de paso, que la decisión de la Corte Constitucional en 1994, estuvo basada en la protección de los siguientes derechos fundamentales: lo hizo argumentando que la penalización que contenía la ley 30 del 86 violaba el artículo 1 sobre el respeto a la dignidad humana, el artículo 2 que obliga al Estado a garantizar los derechos fundamentales, no a restringirlos o abolirlos; el 5° que le da primacía a los derechos, protegiendo la autonomía como "expresión inmediata de la libertad", el 16 que consagra el libre desarrollo de la personalidad y, finalmente, el derecho a la igualdad contemplado en el artículo 13, pues permite un tratamiento diferenciado, injustificado, a personas que como otras consumidoras de alcohol u otras sustancias, deben ser tratadas iguales. Agregaríamos, que en la medida en que el Decreto obliga al consumo sólo en el domicilio, obliga al consumidor a restringir su libertad de movimiento, lo que lo condena a padecer la ansiedad en largos desplazamientos o durante la permanencia fuera de su casa.
En el caso 3, es deber del Estado combatir el narcotráfico, si bien es posible que el Decreto no afecte el microtráfico, tal vez, de hecho lo fomente como han argumentado algunos. Creemos que el Estado debe repensar su política criminal frente a las drogas, pues la actual evidentemente ha fracasado, a la vez que debe dar pasos hacia la legalización y la formulación de políticas públicas preventivas y pedagógicas que atiendan el problema de la salud pública. Este debate debe abrirse no sólo en nuestra sociedad, sino a nivel mundial.
En lo que sigue, pondremos de presente otros aspectos que hacen parte de la complejidad social del tema.
La vivencia de consumo de psicoactivos constituye un fenómeno que tiene múltiples significados e impactos diferenciados para quien consume dependiendo de los factores psicosociales, económicos y culturales que rodean a la persona que consume. Es claro que a menos capital cultural, social y económico más exposición al daño tiene quien consume drogas ilícitas. Esta idea permite entender que la vivencia del consumo de drogas ilícitas no puede abordarse en forma generalizada e incluso entender que cuando se tienen capital cultural, social y económico suficiente es viable para el sujeto hacer uso funcional de las drogas sin que esta experiencia altere su vida cotidiana, sus relaciones interpersonales ni su potencial como ciudadano, integrante de una familia y una comunidad4, como persona productiva.
Así las cosas, las personas que consumen drogas ilícitas y que cuentan con estos recursos no corresponden al perfil de ciudadanos que serán detenidos en la esquina de su residencia, requisados y a quienes finalmente les será retenida su dosis de droga; por cuanto, esa medida segrega la población según el medio de transporte que usa, exponiendo al ciudadano que usa el transporte público masivo, que llega a pie a su puerta de destino, profundizando el clasismo que nos caracteriza como sociedad. Por otra parte, este tipo de consumo de drogas no está asociado en la representación social a la inseguridad, la raíz de la supuesta medida. Para este sector de la población, el cambio en la reglamentación representará tan sólo un aumento en los costos de la dosis a consumir, lo cual redundará en aumentar las ganancias de los traficantes al mayor y especialmente de los minoritarios. La clase alta o media-alta consumidora, seguirá siendo proveída por los llamados dealers, alimentando el tráfico y la rentabilidad del mismo.
Diversos autores como Efrem Milanese4 y Juan Machín5 han abordado perspectivas que leen la complejidad del asunto, resaltan el papel central que juegan las representaciones sociales instituidas sobre el consumo de las drogas ilegales, las cuales constituyen una barrera en el tratamiento comunitario que tendría mayores posibilidades de reducción del daño que los procesos de internamiento institucional. Las representaciones sociales del consumo asociadas al delito y a la inseguridad, aumentan la criminalización de la pobreza y profundizan la exclusión grave producto de la desigualdad social en sociedades cuyos Estados no cumplen en forma efectiva su papel en la garantía de los derechos de sus ciudadanos. De esta forma el consumo abusivo de drogas ilícitas alimenta y es alimentado por contextos de exclusión grave caracterizados por extrema pobreza, bajo nivel escolar, alto nivel de desocupación y precario sostenimiento, situaciones de vida en calle, desplazamiento forzado, sin acceso a servicios básicos de salud, educación y protección social.
Estas realidades sociales no serán atenuadas en forma alguna por el aumento en el control policivo y punitivo al porte de drogas ilegales. La propuesta del Presidente Duque no responde a la complejidad del fenómeno del consumo abusivo de las drogas, más bien refuerza, la representación social que individualiza una realidad que debe tener una respuesta integral del Estado social de derecho definido en la carta constitucional colombiana en su artículo primero.
Lo ya planteado nos permite concluir que, considerando el papel relevante que tienen las condiciones sociales, culturales y económicas en el daño que la situación de consumo de drogas produce en el sujeto que vive la adicción y si estas condiciones facilitan el tránsito del consumo funcional al consumo abusivo se espera que el Estado responda a esta problemática atendiendo en forma integral las condiciones que crean y mantienen los contextos de exclusión grave descritos. En el plano del abordaje individual, las personas que experimentan consumo abusivo de drogas ilícitas son ciudadanos que requieren atención del sistema de salud pública al que tienen derecho. Sobre este tema, el primer mandatario no propone nada, si bien sustenta su planteamiento en la preocupación que estas personas le generan.
Referencias
1. Spinoza B. Tratado teológico-político. Ed. Laetoli; 1670.
2. Sentencia No. C-221/94. Corte Constitucional de Colombia; 1994.
3. Mill JS. Sobre la libertad. Ed. Tecnos; 1859.
4. Milanese E. Tratamiento comunitario de las adicciones y de las consecuencias de la exclusión grave; 2010.
5. Machín J. Modelo ECO2: redes sociales, complejidad y sufrimiento social. REDES. 2010; 18(12): 305-325.